leer la ruina

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LEER LA RUINA
José Ramón Ruisánchez Serra
Universidad Iberoamericana, México
“Cuando necesitas aumentar el tamaño de tu casa
y no hay patio donde construir más, ni un jardín
que ocupa, ni siquiera balcón, cuando necesitas
ampliarte y vives con la familia en un
departamento interior, lo único que te queda es
elevar los ojos al cielo y descubrir que en tanta
altura de techo cabría bien otro piso, una
barbacoa. Descubres en suma, la generosidad
vertical de tu espacio, que permite levantar otra
casa allá adentro” (56)
Así comienza el inolvidable cuento “Un arte de hacer ruinas” de Antonio José Ponte.
No sabemos quién le habla a quién, así que el tú es, al menos en este instante, cada lector,
viviendo esta limitación del espacio y, por obra del ingenio, el surgimiento de un pliegue.
Dentro de la casa surge otra casa. Al menos como virtualidad.
En este pasaje inicial encuentro un germen común con cierta mirada que Georges
Didi-Huberman llama anacrónica, apartándose del significado negativo habitual del término:
“Ante una imagen —tan antigua como sea—, el presente no cesa jamás de reconfigurarse”
(Ante el tiempo 12) dice el historiador del arte. Pero, por supuesto, lo que interesa es, en
realidad, la pregunta: “¿en qué condiciones un objeto, o un cuestionamiento histórico nuevo
puede, asimismo, emerger tardíamente en un contexto […] conocido […]?” (Ante el tiempo
12). La pregunta en literatura es más compleja, ya que la “imagen” literaria funciona de una
manera distinta, lo que llamamos imagen es en realidad una mediación: una cadena de
significantes logran producir no sólo un efecto al nivel de lo simbólico sino saltar al
imaginario.
Vale la pena aquí volver una vez más sobre el párrafo bajo asedio para señalar
algunos efectos de su manera de ser imagen. El primero es la no-saturación: no hay una
descripción inicial de la casa, sino el espacio creado por la atracción generada por el
pronombre posesivo “tu”, “tu casa”. Inmediatamente después aparece la enumeración pero no
para acumular elementos sino para restarlos. “Tu casa” se encuentra inmediatamente con el
nexo copulativo que empieza a arruinarla, a destituirla de elementos arquitectónicos: patio,
balcón, etcétera. Cuando finalmente se produce el elemento que existe en “tu casa”, se trata
de un espacio vacío. No saturación, enumeración sustractiva, positividad del vacío.
Lo que quiero decir es que la especificidad de esta imagen literaria (y acaso, dejo la
pregunta para un trabajo más amplio, de toda imagen verdaderamente literaria) es
precisamente el hecho de que a nivel simbólico lo que se produce es una retirada, una deriva
en torno al espacio vacíos de lo que no se dice a donde se busca atraer lo imaginario.
Desde aquí, entonces, vuelvo a la pregunta crucial de Didi-Huberman sobre las
condiciones de posibilidad para el acceso a las virtualidades de una imagen: en qué
condiciones puede aparecer lo nuevo en un texto conocido: la respuesta es doble; por una
parte, en la medida que se gaste lo que se tiene que ver, que se convierta en algo que se ha
visto desde siempre, algo que sencillamente se verifique, y que, con el tiempo, entonces se
deje de ver; y también en cuanto surge un nuevo contexto, por ejemplo nuevas necesidades:
“necesitas aumentar el tamaño de tu casa”.
La segunda parte de la anécdota inicial de “Un arte de hacer ruinas” resulta ejemplar
en este sentido: narra la posibilidad de que aprovechando la construcción de la barbacoa –eso
que en México llamamos un tapanco— lleguen a vivir a la casa más miembros de la familia,
demasiados; lo que hace que el problema inicial, regrese. La casa torna inhabitable. Su
psiquiatra recomienda al personaje que se compre un chivo. El personaje lo obedece:
Para empezar se ha merendado el forro de toso los muebles, un maletín de tu
suegra y una bata de casa. Caga por todas partes, huele a chivo y por las noches
no deja dormir. Tú resistes un día, al segundo le pegas una buena tunda al
animal, y al tercero regresas al psiquiatra mucho antes del plazo convenido.
Hay que pensar el contraste, después de las tres operaciones sustractivas, de este exceso. La
construcción del espacio dentro del espacio, el sobrepoblamiento y sobre todo la aparición de
un elemento que de ninguna manera puede ser colocado, ni siquiera con este pliegue que
aumenta el espacio habitable. El protagonista le reprocha al psiquiatra:
Tiene que estar mucho más loco que los locos que vienen a su consulta. ¿Qué
clase de tratamiento es éste?, gritas ante sus ojos. Y resulta que el tratamiento
empieza ahora, como declara él. ¿Ahora qué va a mandarme?, le preguntas con
lágrimas. Saque ese chivo expiatorio de su casa, dice.
La vieja figura ritual del chivo expiatorio adquiere entonces un nuevo tipo de valor, no sólo el
tradicional, de limpiar, al llevarse los pecados de aquellos que lo sacrifican sino como
condición de (im)posibilidad de un orden.
El chivo en el departamento muestra que sólo la existencia el elemento excesivo, hace
posible pensar el acomodo de todos los elementos en su lugar: en un lugar ilusoriamente
originario que sólo aparece, de manera retrospectiva, con la irrupción de esta disonancia, de la
mancha:
Obedeces de nuevo, revendes el dichoso animal (una transacción tan rápida no te
permite ganar nada) y al otro día estás de nuevo en consulta. Pues dormiste, de
madrugada te despertó tu mujer, tuvieron sexo tan bueno como antes, y a la hora
del desayuno, la familia completa a la mesa, te has dado cuenta del cariño con el
que tu suegra te echaba más café en el café con leche. Comprendiste de pronto
que la vida sin chivo puede ser maravillosa. (56)
Todo esto es el inicio propuesto para una tesis de arquitectura, y abre a la escena donde el
profesor retirado de la facultad, al que muchos “daban por fallecido” (58) con el que el
protagonista narrador discute la naturaleza del crecimiento de la ciudad, “hacia dentro”. En el
departamento del tutor, este espectro que viene de los tiempos pre-revolucionarios “La piel y
los dorados de algunos lomos de libros brillaban a la luz artificial en pleno día, y la
temperatura era la que podría encontrarse dentro de una caverna” (59). Se trata de el espacio
perfecto para recordar “todas las ciudades que iba a ser esta ciudad” (59).
El apólogo inicial sirve como obertura que se amplía en un proceso que abarca toda la
ciudad, y sin mucho esfuerzo se convierte por metonimia en una escritura del “imperio”
cubano. Si bien, como dice Rafael Rojas pensando en La fiesta vigilada:
La restauración de La Habana… es selectiva, deja importantes zonas fuera del
remozamiento arquitectónico y, al mismo tiempo, sigue un guion perfectamente
político, concebido para mantener el control simbólico del espacio y evitar que el
ciudadano intervenga su hábitat. (Estante 63)
Lo que me interesa no es tanto el posible referente en Habana Centro, que Rojas mismo
explora tan bien en su libro El estante vacío, sino los procedimientos de Ponte para
hegemonizar estos procesos mediante procedimientos literarios. Pero antes de volcarme en
Ponte, es necesario volver por última vez a Rojas:
Regresa la fiesta, sí, pero vigilada, sometida siempre al control de un Estado que
no renuncia al dominio total del tiempo cubano. Se produce, entonces, la
convivencia entre una ciudadanía que desea reinventar la ciudad a partir de usos
y costumbres autónomos y un gobierno que se propone retrasar ese futuro e
impedir, a través de la ideología y la moral, que los vecinos habiten, o piensen
que habitan, a su manera, las casas y los barrios.
El efecto de esa fiesta vigilada no sólo es la rutinización de los derrumbes y las
ruinas, sino el lavado oficial de la memoria urbana. (Estante 62-63)
Lo central es pensar qué hace Ponte con estos derrumbes, con estos huecos. Y no creo que sea
solamente tomar nota de cómo juega con “esa materia que la vacía desde dentro,
desmaterializándola, es la piedra” (47) como escribe el poeta Francisco Morán, planteando
inteligentemente la fascinación que ejerce una urbe colonial con las ciudades cada vez más
hechas de cristal o plástico.
Regreso al cuento de Ponte: en el departamento, comparte con el viejo arquitecto el
juego de pescar una moneda de un cuenco: “Había monedas de todas partes del mundo y la
que eligiera podría servirme de destino” (59). Lo primero que saca es un botón “metálico con
un ancla en relieve” (60). Porque sería optar por el océano y por tanto una salida de la isla,
“no vale” (60): en el juego planteado por el cuento no hay afuera. El tesista intenta de nuevo y
obtiene una moneda que dice “A mí me ronca arriba” (60). Significativamente no logra el
acceso al otro lado de la moneda, el objeto-ejemplo favorito de Saussure para encarnar el
signo. El lado vedado —o, como sabremos después, postergado— no se enuncia, pero se
anuncia. La misma moneda, es el pretexto para abrir este diálogo que el narrador no alcanza a
comprender del todo:
“Nunca te llamó la atención que hubiera distintas épocas”, empezó a decir. “De
niño la geografía apasiona mucho más que la historia. Otros países importan más
que otras épocas… Será que todavía no tenemos que empezar nuestros viajes en
el tiempo” (61)
Desde luego, estos viajes en el tiempo deben remitir nuestra lectura a la posibilidad de lectura
articulada por Didi-Huberman. El tiempo se convierte en un espacio más. Y por lo tanto la
observación de Reina María Rodríguez en cuanto a este paisaje fundamental, resuena con
fuerza. Las de Ponte “no son ruinas pasadas sino actuales, ruinas que se están viviendo (14).
Aunque la enunciación abstracta casi banaliza la operación narrativa. Ésta la está lejos de ser
banal. Lo importante es el tránsito que la ruina permite entre dos dimensiones. El umbral que
permite la exploración como espacio del tiempo y, sobre todo, del tiempo no oficializado, rico
en virtualidades no realizadas, es la ruina. Esto es, la ruina es la tematización topológica del
tránsito anacrónico.
No es entonces casual que el tutor lleve al protagonista al departamento del “profesor
D” autor del Tratado breve de estática milagrosa, que se encuentra, precisamente, en un
edificio que ha sido declarado inhabitable: “Un sofá cama era la única concesión hecha a una
casa. Se ofrecían bancos de parque en lugar de muebles, el espacio estaba subdividido por
pedazos de rejas. Las lámparas eran enormes faroles de portales y en las pareces colgaban
rótulos de calles” (62).
Se trata, aparentemente de una simple inversión del adentro y el afuera. Pero un poco
más adelante, el profesor D modifica la impresión: ““¿Ves todo esto?”, me dijo. “Ya no
encuentra sitio en esta ciudad. Lo saqué de donde no va a levantarse nunca, y ni yo mismo
supe en qué iba a convertirse mi casa cuando traje las primeras”” (63). Como con el chivo, se
trata de nuevo de explorar la saturación. No es sólo meter los elementos del exterior, sino
encontrar en una ciudad sin espacio libre, el espacio para lo excesivo, para aquello que
siendo, ya no tiene razón de ser. Desde luego el encargado de esta labor es el hombre sin
espacio, ex profesor, como declara enfáticamente autor del libro del exceso y la carencia que
es justamente lo balanceado en la estática milagrosa.
Desde aquí, precisamente, desde esta tensión, resulta esencial saltar a la formulación
de Mehdi Belhaj Kacem, quien en su libro del 2010, Inesthétique & mimèsis, piensa el campo
artístico usando justamente la figura de la ruina. Una ruina a la que no se debe sobreponer un
sistema, y por lo tanto ocultarla o, por decirlo con Svetlana Boym, restaurala. En lugar de
esto, hay que seleccionar “una singularidad, una sola: la singularidad que, uno estima,
conjunta de la mejor manera posible el pensamiento que anima el resto del campo, la arista
donde se piensa como máximo y con más variedad, todo lo que habrá de pensarse” (Kacem
19 en traducción mía). A este procedimiento, inaugurado por su maestro Badiou, Kacem lo
caracteriza como sustractivo : hay que restar, quitar, limpiar hasta encontrar “una especie de
prisma donde la filosofía refleja aquello que tiene que decir y pensar sobre el arte” (23). En el
cuento, no sólo aparece la ruina, sino la fuerza sustractiva, que el protagonista halla en el
tratado del profesor D:
“Escribes tugurización en tu tesis”, anunció mi tutor, “y…”
La gente podía copar un edificio hasta hacerlo caer. Se hacían un espacio donde
no parecía haber más, empujaban hasta meter sus vidas. Y tanto intento de vivir
terminaba casi siempre en lo contrario. (64)
Añade Ponte que “donde caía una edificación no levantaban otra. Salíamos del derrumbe del
modo más barato, con la construcción de un parque, de un espacio vacío” (65). Lo que me
interesa es cómo la fantasía destructiva de los tugures (que no sólo resuenan con tugurio sino
con augur y aún tahúr) es precisamente la puesta en narrativa de la operación “inestética”.
Inestética es el nombre equivalente filosófico de la operación de la mirada que puede ver lo
que siempre estuvo en la imagen, pero no podía percibirse antes. Una operación de
anacronismo pero que al descubrimiento añade la elección de un elemento fundamental.
Ponte radicaliza esta operación no eligiendo un elemento de la ruina sino la ruina
misma como elemento crucial de la representación, la tensión fundamental entre carencia y
exceso, sobrepoblamiento y socavación. Esta fidelidad al hecho inestético fundamental en su
narrativa es lo que lleva, simultáneamente al debilitamiento de sus personajes en el sentido
tradicional de la “hondura psicológica” y a su fortalecimiento en tanto encarnaciones de la
elección inestética: por ejemplo la pura huida (imposible) en “Por hombres” o el puro regreso
(también imposible) en “Lágrimas en el congrí”; ambas se resumen en el puro deseo de “A
petición de Ochún”. En ningún caso cabe la traducción a la positividad alegórica que los
revele como símbolos de algo. La radicalidad de Ponte resulta del hecho de que sus
personajes encarnen carencias: la fuerza que hace tan potentes a las ruinas. No puedo resistir
una cita:
El secreto del carnicero del emperador Wen-hui lo supe de su boca. Una vez cada
veinte años se aprestaba a afilar su cuchillo. Puede que su metal ni siquiera fuera
mejor que el metal de los que usamos nosotros, pero el cuchillo del carnicero del
emperador Wen-hui no perdía filo al cortar porque la mano lo metía por los
huecos que ya existían en la carne. Conocer lo que va a ocurrir de un momento a
otro, adivinar el tajo, cumplir un movimiento de la mano como si al hacerlo ya
hubiese ocurrido y fuese inevitable: aprendí todo eso con el maestro Chang.
“Cortar es criminal”, aseguraba en el mismo momento en que transpasaba con
metal la carne. “Un acto de vulgaridad contra el cielo.” (Un arte 75)
Desde aquí, desde este corte al que se obedece, en lugar de forzarlo, hay que pensar el final
del cuento: a través de un túnel de un metro que nunca habrá de construirse, pero que está ahí
el protagonista narrador, llega a un submundo, al que accede, completando la inscripción de la
moneda con “A mí me ronca abajo”, de nuevo usando lo que estaba pero no había sido
explorado:
Pocas cosas ocupaban ese espacio que parecía no tener fin. No se veía a nadie y
la desolación de tan gran lugar no invitaba a avanzar. Sería tan aburrido como
recorrer un sol. Luego percibí unas líneas, un plano de ciudad trazado a escala
natural. Y no demoré en ver aquí y allá, distantes unas de otras algunas
edificaciones. El entendimiento, lo mismo que la vista en medio de tanta luz, se
abriría poco a poco a certidumbres que prefería no tener. Así que intenté el
regreso. (74)
No sólo se trata del régimen de luz excesiva, de hipervisibilidad que ha sido comentado, entre
otros, por Juan Carlos Quintero-Herencia como una de las características retóricas del
régimen de Castro: todo tiene que poderse vigilar. Esta inversión aparente de la salida de la
caverna platónica. La aparición de líneas, y después el surgimiento tridimensional de las
edificaciones es una tematización perfecta del momento de la revelación anacrónica: se logra
ver lo que un instante antes no se veía. Pero no es el final del cuento:
De no salir inmediatamente, tendría que reconocer que allí existía una ciudad
muy parecida a la de arriba. Tan parecida que habría sido planeada por quienes
propiciaban los derrumbes. Y frente a un edificio al que le faltaba una de sus
paredes, comprendí que esa pared, en pie aún en el mundo de arriba, no
demoraría en llegarle.
El lugar donde están los edificios que se van derrumbando de la Habana de arriba es
“Tuguria, la ciudad hundida, donde todo se conserva como en la memoria” (73). Hay un
detalle crucial que vale la pena subrayar, porque si no estuviera arrasaría con todo el delicado
planteamiento estético de Ponte.
El edificio que reconoce es la antigua casa del Profesor D, sin embargo: “Yo tendría
que cruzar su entrada y buscar la puerta que contenía una puerta más pequeña, tendría que
cerciorarme que todo era igual” (73). Esa grieta —que garantiza la futura ruina reservada para
este desarruinamiento— es fundamental: se trata de la mínima diferencia que mancha los
productos de la mimesis. Es la grieta que separa y une la presencia y la ausencia, que crea la
cualidad esencia de la presencia de lo ausente tan característico en Ponte. Como se ve en este
pasaje de El libro perdido de los origenistas:
Para celebrar su setenta y un cumpleaños, Cintio Vitier coloca en la sala de su
casa habanera retratos de amigos a los que echa de menos: José Lezama Lima,
Julián Obón, Octavio Smith, Gastón Baquero… Algunos en la muerte, otros en
el exilio. [Eliseo] Diego ha puesto mesa artúrica para su gente y Vitier los invita
en retrato. Se trata del ceremonial origenista operando contra el exilio y la
muerte. (Libro perdido 134)
La grieta no se sutura: la sutura perfecta sería una desgracia estética, sería el olvido, la
imposibilidad de añorar y por lo tanto de la mirada anacrónica que crea siempre lo nuevo en
lo presente, que produce acontecimientos estéticos. El ceremonial origenista se opera contra
la pérdida, pero no logra ni desea abolirla.
No es casual entonces que, que en la último secuencia del cuento, el protagonista
recuerde una historia —claramente haciendo eco de Las ciudades invisibles de Italo Calvino
— sobre una absolutamente solitaria, ruina de ruinas, porque no está habitada:
Y yo quisiera ver de nuevo Bethmoora pero no me atrevo.
Le escuché muchas veces a mi abuelo esta frase. Aprendí sus palabras sin
comprenderlas del todo, sin saber si aludían a una ciudad real o imaginaria. Y
como ocurre con tantas citas de la memoria, su momento definitivo llegó tiempo
después, inesperadamente. (73)
Merece señalarse, de nuevo, como siempre, el trabajo de ambigüedad: no se sabe si el después
es el momento en que termina el relato, en Tuguria, o más adelante. Cuando, respecto a lo que
se va desmoronando en La Habana, esta ciudad espejo a demostrado su identidad o la ha
sorteado. Importa poco porque para nosotros, los lectores, ha preservado el territorio
intermedio, el de la fidelidad inestética.
En mi lectura, lo que aparece es una visión anacrónica en el sentido que le da DidiHuberman, sí, pero no solamente. Ponte con este arte de hacer ruinas, nos ha hecho recorrer
también el camino sustractivo de su posibilidad. Y esta es la riqueza mayor de su pobreza: el
concentrar en un texto muy breve el nexo secreto entre inestética y anacronismo, entre la
necesidad de narrar como posibilidad de conservar un vacío.
Bibliografía
Boym, Svetlana. The Future of Nostalgia. New York: Basic, 2001
Didi Huberman, Georges. Ante el tiempo. Traducción: Oscar Antonio Oviedo Funes.
Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2006.
Kacem, Mehdi Belhaj. Inesthétique & mimèsis. Paris: Lignes, 2010
Morán, Francisco. “Un asiento, y Ponte, entre las ruinas” en Basile, Teresa (comp.).
La vigilia cubana. Rosario: Beatriz Viterbo, 2009 pp.43-71
Ponte, Antonio José. El libro perdido de los origenistas. México: Aldus, 2002
—. Un arte de hacer ruinas y otros cuentos. Prol. Esther Whitfield. México: FCE,
2005
Rojas, Rafael. El estante vacío. Bacelona: Anagrama, 2009
Rodríguez, Reina María. “Cetrería y naufragio” en Basile, Teresa (comp.). en
La vigilia cubana. Rosario: Beatriz Viterbo, 2009pp. 13-33
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