el cuento en san marcos siglo xx

Anuncio
EL CUENTO EN SAN MARCOS
SIGLO XX : PRIMERA SELECCIÓN
Carlos Eduardo Zavaleta ; Sandro Chiri Jaime
Obra sumistrada por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos del Perú
Indice
1 Prólogo
1 Clemente Palma
Una Historia Vulgar (1904)
1 Enrique López Albujar
Dedicatoria a Cuentos Andinos (1920)
Cómo habla la coca (1920)
1 José Antonio Román
El cuaderno azul (1916)
1 Carlos E. B. Ledgard
Don Quijote (1899)
1 Ventura García Calderón
A la criollita (1924)
1 Abraham Valdelomar
Yerba Santa (1904)
1 César Vallejo
Más allá de la vida y de la muerte (1923)
1 Francisco Vegas Seminario
Taita Dios nos señala el camino (1946)
1 Emilio Romero
El pututo (1934)
1 José Diez Canseco
Jijuna (1930)
1 Fernando Romero
1
El abrazo (1924)
1 Estuardo Núñez
El malecón (1928)
Puntos (1928)
1 José María Arguedas
La agonía del Rasu-Ñiti (1961)
1 Porfirio Meneses
Casicha (1946)
1 Sara María Larrabure
Peligro (1957)
1 Armando Robles Godoy
En la selva no hay estrellas (1971)
1 Glauco Machado
Locura
1 Sebastián Salazar Bondy
Volver al pasado (1954)
1 Eleodoro Vargas Vicuña
Esa vez del huaico (1953)
1 Carlos Thorne
El viaje (1955)
1 José Durand
Ensalmo del café (1958)
1 Manuel Mejía Valera
Una vez por todas (1960)
1 Luis León Herrera
Animal fantástico indomesticable (1986)
1 José Bonilla Amado
La sequía (1957)
1 Wáshington Delgado
La muerte del doctor Octavio Aguilar (1979)
1 Juan Gonzalo Rose
La captura (1952)
2
1 Carlos Eduardo Zavaleta
Juana la campa te vengará (1969)
1 Antonio Gálvez Ronceros
El animal está en casa (1979)
1 Tulio Carrasco
Látigo (1955)
1 Edgardo Rivera Martínez
Ángel de Ocongate (1979)
1 Mario Vargas Llosa
El abuelo (1959)
1 Índice de autores
1 Índice cronológico de títulos
3
Prólogo
Hemos recibido el grato encargo de ordenar una antología de cuentos (mayormente
breves) de autores que, en diversas épocas del siglo XX, hayan estudiado o ejercido la
docencia en San Marcos. No hay ni habrá otra condición; y por ello esperamos que éste
sea sólo el primer tomo.
Hacer una historia del cuento peruano en San Marcos es casi coincidir con la del
país; aquí, en sus aulas viejas o nuevas, se forjan los llamados "fundadores" del cuento
nacional, entre ellos Carlos E. B. Ledgard, Abraham Valdelomar, o José Antonio Román.
Los estudios previos de Alberto Escobar y Ricardo González Vigil nos han sevido de
principales guías, aunque sin opacar otros esfuerzos y otras antologías.
En cuanto a la evolución del género, lo más natural nos parece seguir las escuelas
literarias. Así, los primeros textos del siglo pasado brotaron del innegable influjo
modernista; sin embargo, a veces en un mismo autor, por ejemplo en Valdelomar, las
tendencias románticas, regionalistas y modernista se mezclan. Entre otros, como en
Clemente Palma, el modernismo, el decadentismo y la variedad de cultismo le quitaron
espontaneidad en la prosa. En cambio, Román escogió con mucho tino sus influjos y
sólo le preocupaba escribir bien, aunque quizá "escribir bien", como decía Cortázar, nos
aleja del medio donde vivimos.
Luego viene otro grueso filón, el de los indigenistas. El tiempo ha termiando por
seleccionar a los mejores, y ha premiado a López Albújar no sólo como iniciador de esa
tendencia, sino como gran novelista del mestizaje, del mulato, del cholo, de cualquier
clase de criollo peruano, y en ese camino lo han acompañado Alegría, Arguedas y Diez
Canseco.
Cuando los narradores de los 50 empezaron a escribir desplazaron muy rápidamente
a los "costumbristas". Así de fuertes son los vientos de la historia y de las modas
artísticas. Entre ellos esrán los principales "experimentadores".
Dentro de la variadísima profusión de narradores que surgen en 1945, la escuela
realista aparece como adalid, pero por poco tiempo; luego, hay toda clase de
cruzamientos, de "esperimentos" literarios de verdad, en cuyos extremos quedan lo real
y lo fantástico, pero ya nada es puro o nítido. En el segundo volumen veremos aún más
clara esa rica ambigüedad.
Dicho esto, ¿ cómo ordenar los cuentos ? ¿ Sólo seguir cronológicamente la sucesión
de las escuelas y las fechas de nacimiento de los autores ? Y en vez, ¿ cuál cuento
4
poner primero, a fin de destacar la evolución del género, el cambio más o menos visible
o el posible influjo de ese texto en otros posteriores ?
La finalidad de este libro no es demostrar que, en siglo XX, hemos tenido en San
Marcos escelentes cuentistas. Eso lo sabe todo el país. Nos importa más señalar
aquella evolución del género, quiénes fueron los auténticos pioneros, quiénes los que
culminaron mejor las diversa tendencias, y cómo fue la alternancia de gustos y modas.
Por ello, ordenar los cuentos por fechas de nacimiento de autores nos parece una
costumbre fácil, quizá pedagógica, pero tambíen improductiva. Mejor sería efectuar una
segunda lectura, basada en las fechas de publicación (o redacción) de los textos, a fin
de seguir realmente el curso del cuento peruano. Para facilitar esa segunda
aleccionadora lectura, hemos consignado las fechas de publicación, al final de cada
texto, a fin de gozar no sólo de los pioneros, de los que abren los caminos, sino
asimismo de los que culminan algunas tendencias. Por otro lado, a veces hemos
preferido publicar el primer texto de un autor famoso, para que se vean los humildes
comienzos y se contrasten luego con las obras ya logradas, las que conocemos todos.
Por lo demás, éste es sólo el primer volumen de la antología que les ofrecemos.
Lima, 12 de mayo 2001
450 años de la fundación de San Marcos
Carlos Eduardo Zavaleta
Sandro Chiri Jaime
5
Una historia vulgar
Clemente Palma
( 1872 - 1946 )
Un joven médico francés me refirió una historia trágica de amor, que se quedó
vivamente grabada en mi memoria y que hoy refiero casi en los mismos términos en que
la escuché:
Hela aquí:
Ernesto Rousselet era un muchacho que intimó conmigo en virtud de no sé qué
misteriosas afinidades. Era lorenés y de una familia protestante. Fui el único amigo a
quien amó y con quien tuvo verdadera intimidad. Era, sin embargo, de una educación,
de un carácter y de un modo de pensar muy distintos a los míos; más aún,
completamente opuestos. Ernesto era un puritano: por nada del mundo dejaba de ir los
viernes a los oficios y los domingos a oír la lectura de la Biblia en una capilla luterana. A
veces le acompañaba yo, y, a pesar de mi espíritu burlón, no podía menos de respetar la
honradota fe de mi buen amigo. Ernesto era serio, incapaz de una deslealtad, y su alma
noble de niño grande, se transparentaba en todos sus actos y brillaba en la mirada de
sus grandes ojos azules, en sus francos apretones de mano, y en la dulzura y firmeza de
su voz. Nada de esto quiere decir que Ernesto fuera bisoño y meticuloso, ni que se
asustara con las truhanadas propias de los mozos, ni que fuera un mal compañero de
diversiones. Cierto es que a muchas asistía sólo por complacerme. Uno de los grandes
placeres de Ernesto era hacer conmigo excursiones en bicicleta, de la que era rabioso
aficionado.
Por más que me esforcé en convencer a Ernesto de que el hombre era ingénitamente
perverso y de que la mujer, cuan-do no era mala por instinto, lo era por dilettantismo, no
lo con-seguí. El buen Ernesto no creía en el mal; decía que los hombres y las mujeres
eran inmejorables, y que la maldad se re-velaba en ellos como una forma pasajera,
como una condi-ción fugaz, como una crisis efímera, debida a una organización social
deficiente; como una ráfaga que pasaba por el alma humana sin dejar huellas; la maldad
era, según él, un estado anormal como la borrachera o la enfermedad.
Nada más curioso que las discusiones que teníamos, ya en mi cuarto, ya en el suyo;
él, queriendo empapar mi alma en su condescendiente optimismo; yo, tratando de
atraerle a mi humorismo, o mejor dicho, a mi pesimismo complaciente también. La
6
conclusión era que nos convencíamos de la ine- ficacia de los esfuerzos de nuestra
dialéctica, y que encima de nuestras divergencias brillaba más que nunca la luz pura de
nuestra amistad.
Jamás se permitió Ernesto el lujo de tener una querida. Pensaba que ello era vincular
demasiado a una mujer con nosotros por medio de lazos inicuos, y una vez dentro del
laberinto impuro, ya no había más puerta de salida que la infamia del abandono. No se
cansaba de censurarme que yo tuviera una amiga.
—Eres un loco —me decía,— en amar así con tanta prodigalidad. Llegarás a viejo
con el alma brumosa y el cerebro y los nervios agotados; llegarás a viejo sin conocer
amor puro, el verdadero amor con sus delectaciones espirituales, más duraderas, más
hondas y más nobles que el amor epidérmico de que hablaba Chamfort. Conocer mucho
a la mujer en ese aspecto es aprender a despreciarla.
—Conocer el alma de la mujer —le respondía yo,— es despreciarla más aún. Pero
¿crees tú, Ernesto, que una amiga es sólo un animal de lujo, una muñeca con la que se
simula el amor? He ahí tu error. Quizá lo que menos huella hace en un hombre, es lo
que tú consideras como principal fin de este género de relaciones. El verdadero goce es
el mero convencimiento de la posesión absoluta de una mujer; es saber que somos
amados y deseados; es sentir, mientras estudiamos (Ernesto y yo éramos entonces
estudiantes de medicina), el pasito menudo de una mujer joven y hermosa, que voltejea
en torno de nuestra mesa de trabajo; es la satisfacción que sentiría un cazador de raza
al dormitar con las manos meti-das dentro de las lanas de su perro; es un placer
psíquico, aquel de sentir, en medio de una disertación sobre un cistosarcoma o una
mielitis, que unos brazos sedosos enla-zan nuestro cuello, y una boca, sabia en amor,
nos besa en los labios; es reñir y hasta injuriar a una mujer o sufrir sus genialidades y
sus nervios, y satisfacer sus caprichos y exigencias; y más que todo eso, es tener la
conciencia de que todo ello lo soportamos porque nos da la gana, y en cualquier
momento que se nos antoje podemos poner a esa mujer de patitas en la calle. Todo esto
y mucho más es el goce que nos proporciona la querida, y que tú no conoces, Ernesto.
Crees que esto es el amor incompleto y deformado, porque no tiene la inefable ternura,
la fe, el respeto mutuo, el cariño espiritual… Convengo en algo de lo que me dices, por
más que esos elementos inmateriales del amor a la amada, no sean com-pletamente
ajenos al amor por la querida. Pero a mi vez te pregunto yo: ¿ese cariño que tú
preconizas es completo, careciendo de aquello que censuras? Indudablemente que no.
Y entre dos amores incompletos, prefiero aquel en que lo que falta es el ensueño a
aquel en que lo que falta es la realidad.
—Es que casándote después de haber amado con el corazón, obtienes el
complemento perfecto, salvándote de las in-famias de la inmoralidad y de los
inconvenientes del vicio.
—Te agradezco, Ernesto, el buen deseo, pero pienso no seguirlo en mucho tiempo.
Opto por mi sistema, que tiene los goces del amor y carece de los horrores de la
vinculación le-gal.
A pesar de la intimidad que nos unía, jamás había querido Ernesto explayarse
conmigo sobre sus relaciones con unas muchachas que vivían en la misma casa que él,
en la calle Marbeuf. Probablemente temía que yo formulara algún juicio torcido o
arriesgara alguna broma subida que le habría hecho sufrir. Una noche, un amigo le hizo
al respecto no sé que alusión, y Ernesto se ruborizó como una niña.
7
Estaba yo una tarde escribiendo a mi familia, mientras que mi arpista, una buena
muchacha que me hacía compañía, ensayaba en la alcoba un trozo difícil de Tristán e
Isolda, cuando entró Ernesto pálido y convulso. Me echó los brazos al cuello y se puso a
llorar. Nunca he oído sollozosos más angustiosos y que expresaran un dolor más agudo.
—¿Qué es eso, Ernesto, amigo mío?.. ¿Qué tienes? ¿Cartas de Lorena?.. ¿Alguna
mala noticia sobre tus padres? —le pregunté consternado.
—No, no…
Hizo un poderoso esfuerzo para tranquilizarse y, cuando lo consiguió, me refirió en
voz baja que a ratos se enronquecía, el motivo de su desesperación.
Hacía siete años que era amigo íntimo de dos muchachas llamadas Margot y Suzón
Gerault, muchachas muy dignas que vivían con cierta comodidad, debido a una renta de
8,000 francos anuales que producía un inmueble rústico que tenía su padre. Este era un
buen señor que, desde que cegó, no quiso salir a la calle, y la vida sedentaria le había
hecho engordar hasta la obesidad. Sus hijas le adoraban, y su esposa era una señora
muy pequeñita y activa. Ernesto había ido a vivir al piso superior y todas las mañanas, al
dirigirse al Liceo primero, y a la Facultad después, veía a las niñas alegres y cariñosas
mirando al pobre enfermo. Al poco tiempo ya era amigo de la familia Gerault y pronto
intimó. Posteriormente, iba Er- nesto todas las noches a leerle el periódico al papá ciego.
Cada vez quedaba Ernesto más hechizado de la sencillez de esa familia, de la sincera
cordialidad con que le trataban y de la ingenuidad e inocencia de Margot y Suzón.
Ernesto no tenía hermanos y se encontró con que París le ofrecía un hogar, donde halló
afectos que no tuvo en su fría Lorena.
Margot y Suzón le consultaban todo; a veces salían con él a hacer compras, y
algunos domingos iban con él y varias amigas a jugar el cricket a una pradera en Neuilly.
Margot era seria; Suzón alegre y bulliciosa, una locuela, un ángel lleno de diablura.
Margot era una rubia reflexiva de carácter enérgi- co; tenía unos ojos verdes,
misteriosos, de mirada dura que siempre parecían investigar la intención recóndita de
cada frase escuchada. Como Margot tenía un criterio frío y sereno, la consultaban sus
padres para todo: era en realidad el ama de la casa. Suzón, no tan rubia, tenía dos años
menos, y era alocada y precipitada en todo: tenía encantadoras vehemencias que le
iluminaban la cara y le hacían brillar los ojos de cervatilla. A cada momento Suzón
estaba haciendo jugarretas a Ernesto, y nada había más delicioso que sus carcajadas
cristalinas.
Una noche, Ernesto se sintió enfermo; pero como estaba tan acostumbrado a ir al
departamento de la familia Gerault a leer el periódico al anciano ciego, fue también esta
vez. Estaba pálido y febril, pero procuraba ocultar su malestar. Margot le observaba
atentamente y le dijo en voz baja a su hermana:
—Mira, Suzón, Ernesto está enfermo y, sin embargo, ha venido a leerle el periódico a
papá…
Suzón se levantó, corrió donde estaba Ernesto, y dándole un sonoro beso en la frente
le dijo con adorable vehemencia:
—¡Qué bueno eres, Ernesto!..
El pobre mozo desde este momento se sintió realmente enfermo, o, mejor dicho,
comprendió que su dolencia física era insignificante al lado de la dolencia moral que
desde hacía tiempo le aquejaba sin que ello hubiera notado: el amor; estaba enamorado,
no de Margot, cuyo carácter tenía más afini-dades con el suyo, sino de Suzón, la
8
vivaracha y revoltosa. Aquello de la fraternidad que la unía con las hermanas Gerault,
era una superchería que su pasión había inventado solapadamente para penetrar de un
modo artero en su corazón, con el objeto de prevenir los reproches que le hubiera hecho
su honradez. Sí, él amaba a Suzón, no como a hermana, sino como a amante, la
adoraba como novia, la deseaba como mujer…
En los cinco días que duró su enfermedad, y en los que tuvo que guardar cama, la
señora y las señoritas Gerault le cuidaron con cariño y asiduidad. Cuando se levantó, ya
Suzón y él se habían confesado mutuamente su amor; él, con el respeto y tímida ternura
de su alma honrada; ella, con la vehemen- cia de su carácter, con el fogoso
apasionamiento con que lo hacía todo.
Suzón adoraba los niños; dos o tres chicuelos que vivían en uno de los pisos de la
casa, la llevaban confites al regreso de la escuela, y Suzón les correspondía con
sonoros besos en las mejillas, y llevándoles a su cuarto a jugar.
Suzón y Ernesto eran novios; se casarían cuando él se re-cibiera de médico. Por
aquella época llegó a París una tía de Suzón que venía de una ciudad de Auvernia. Era
una señora que hablaba un patois incomprensible. Se alojó en casa de los Gerault con
sus tres hijos: una niña de doce años, un mozalbete de quince y otro de trece. Estos
huéspedes fueron una contrariedad para Ernesto, pues los tres muchachos no estaban
sino adheridos a las faldas de su prima Suzón, cuyo carácter jovial y travieso les
encantaba, y por tanto dejaban a los novios muy pocas ocasiones de hablar de su amor
y de sus proyectos. Los tres muchachos eran algo pervertidos para su edad, pues,
apenas veían que Suzón y Ernesto conversaban en voz baja, se hacían guiños
maliciosos, por lo que éste les profesaba muy cordial antipatía.
Una noche, mientras Ernesto leía el periódico al ciego, oyó que las señoras y las
niñas concertaban una visita al Louvre y al Luxemburgo; la provinciana quería conocer
algunas de las maravillas de París para embobar allá, en su caserío de un rincón de
Auvernia, al cura, al alcalde y al boticario. Ernesto oyó con gran gusto que su novia se
quedaría con el ciego.
A las dos de la tarde del día siguiente bajó Ernesto para charlar un rato con Suzón.
Ya habían salido la provinciana con la señora Gerault, Margot y la primita, y
probablemente los dos muchachos. Ernesto entró a la sala: allí estaba el cie-go
dormitando en un diván. Ernesto no quiso despertarle y penetró en las habitaciones
interiores. Llegó a la habitación de Suzón; supuso que ella estaría también recostada
dormitando. Pensó volver más tarde en consideración a su sueño; pero ¡bah!, Suzón
preferiría conversar. Empujó la puerta y entró… ¡Ojalá se hubiera caído muerto en el
umbral! Regre-só, pasó nuevamente cerca del ciego que dormía, bajó las escaleras y
salió a la calle como si nada hubiera pasado. Sentía, sin embargo, que algo le hervía
sordamente dentro de su ser, sentía como si algo se le hubiera muerto y podrido en un
segundo. ¡Oh puerilidades de la imaginación que evoca asociaciones a veces ridículas
hasta en las situaciones más amargas! Ernesto recordaba persistentemente una ocasión
en la que fue al gabinete de un dentista para que le hicieran una pequeña operación en
la mandíbula inferior, en donde se le había producido una exóstosis en la raíz de un
diente. El cirujano le inyectó una buena dosis de cocaína que le anestesió
completamente la región enferma. Ernesto sabía que el bis-turí y la sierra le destrozaban
los huesos y los músculos y, sin embargo, no sentía dolor alguno. Ese mismo fenómeno,
pero en el orden moral, se realizaba en él. Sabía que todas sus ilusiones las había
9
destrozado esa mujer, y no sentía el dolor. Y mientras Ernesto iba a la calle Marbeuf, a
mi casa, pensaba en banalidades, deteniéndose en las tiendas, observando a los
ciclistas y atendiendo a los incidentes mil que se realizan en las calles, y que en otra
ocasión le encontraban distraído. Al llegar a la puerta de mi casa, sintió como una
bofetada en medio del corazón, y su alma, en una espantosa reacción de dolor, se dio
cuenta completa del cataclismo de su amor.
Después de haber sollozado un rato en mis brazos y de ha-berse repuesto, me contó
lo que acabo de referir. Su rostro pálido y noble tenía la expresión de una infinita tristeza.
Durante tres días durmió Ernesto en mi casa, y obligué a mi arpista a que no viniera por
algún tiempo. Ernesto tenía horror a su cuartito del tercer piso de la calle Marbeuf. Una
noche me decía:
—¿Quién le leerá el periódico al pobre viejo?.. Pero no, no quiero ir, porque siento
que la amo y que la perdonaría a pe-sar de todo; bastaría que la viera para que este
maldito amor me hiciera ver como cosa inocente la infamia que ha cometi-do. Me
volvería sutil para perdonar. Ella me diría con ese aire de ingenua pasión: “Te amo,
Ernesto, y lo que tanto te ha hecho sufrir fue una calumnia de tus sentidos”. Y yo
pensaría que realmente soy un calumniador. No, no quiero verla más.
¡Pobre Ernesto! No hay mayor infortunio que amar a una mujer a quien se desprecia.
Una noche no fue a dormir a casa. Pensé que mi buen amigo había optado por creer
que el alma de su novia continuaba inmaculada, a pesar de lo que había sucedido, y que
al fin había regresado a leerle el perió-dico al ciego. —La cree un cisne, cuyas alas
blancas y oleosas ni se mojan ni se manchan en el fango. ¡Bah! ¡Debilidades humanas!
Probablemente mañana escribiré a Ivette que ya puede regresar. —Mas no había sido
así. Ernesto, antes que transigir con su amor, había optado por el medio más tonto, es
cierto, pero el más sencillo y eficaz para extinguirlo: ma-tarse. Se encerró una noche en
una casa de huéspedes, tapó las rendijas de las puertas y ventanas, puso bastante
carbón en la estufa e interrumpió el tiro de la chimenea. No le bastó eso, porque estaba
resuelto a poner fin a su pasión y tomó una buena dosis de láudano y atropina; tampoco
le satisfizo: quería morir del modo más dulce posible: colgó de la cabecera de la cama
un embudo con algodones empapados en cloroformo; puso su aparato de modo que
cada 15 ó 20 segundos caye-ra una gruesa gota en un lienzo que ató sobre sus narices;
la absorción del líquido mortífero fue continua durante el sueño de Ernesto, ese sueño
que era la primera página de la muerte… ¡Pobre Ernesto! ¡Qué uso tan triste hizo de la
terapéutica estudiada en la facultad; qué aplicación tan extraña a la cu-ración de las
dolencias del alma, su optimismo tan brutalmente herido, la honrada rectitud de su
corazón, su idealis-mo sentimental le mataron más que la lujuria hipócrita de su novia.
Le enterramos en Montparnasse.
Seis años más tarde, supe que Suzón se había casado con un oficial francés, que fue
después a San Petersburgo de agregado militar en la embajada. Un día que me engañó
una mujer, se me agrió el espíritu y sin más razón que el deseo de vengarme en el sexo,
escribí al esposo de Suzón una pequeña esquela en que decía lo siguiente:
“M. LUOIS HERBART.
San Petersburgo.
“Soy un antiguo conocido de usted y de su estimable esposa, y, en previsión de
posibles desavenencias conyugales, me permito dedicarle un aforismo que,
10
probablemente, no se le ocurrió a Claude Larcher al escribir su Fisiología del amor
moderno. Helo aquí: “Los pilluelos son menos inofensivos de lo que parecen”. No
consienta usted que madame Herbart acaricie más chicuelos que los propios. Madame
Herbart sabe por qué doy a usted este consejo, que me lo inspiran los manes de mi
infortunado amigo Ernesto Rousselet. Créame afec-tísimo servidor de usted y de su
esposa”.
(1904)
11
Dedicatoria a Cuentos Andinos
Enrique López Albújar
( 1872 - 1966 )
A MIS HIJOS
Hijos míos:
Estos cuentos fueron escritos en horas de dolor. Un grito de rebeldía de mi
conciencia puso mi corazón entre el engranaje de la disciplina judicial y durante noventa
días tuve que soportar el suplicio de la trituración y el asqueroso gesto de malicia con
que las gentes ven siempre a los que yerran o caen.
¿Mi culpa? Una prevaricación. En la alternativa de condenar por una falta (¿por qué
delito?) que todos los hombres honrados cometen diariamente, sin perder por ello la
estimación pública, y la de absolver, para tranquilizar mi conciencia, no vacilé en
apartarme voluntariamente del camino que me indicaba la ley. Pre-ferí ser hombre a ser
juez. Preferí desdoblarme para dejar a un lado al juez y hacer que el hombre con sólo un
poco de humanismo salvara los fueros del ideal. Y aunque el sentido común —ese
escudero importuno de los que llevamos un pedazo de Quijote en el alma— me declamó
por varios días sobre los riesgos que iba a correr en la aventura judicial, opté por
taparme los oídos y seguir los impulsos del corazón.
Tal vez os parezca extraño mañana, cuando os deis cuenta de mi aventura, que un
juez tenga corazón. Parece que la ley, mejor dicho, nuestra ley, no permite esta clase de
entrañas en los encargados de aplicarla. Y es que la ley tiene encima otra ley, más
fuerte y más inexorable que ella: la rutina, y ésta, un fiscal, un inquisidor, pronto a
entregarla a los esbirros de la transgresión: el precedente.
¿Hice bien? Don Quijote diría que sí. Panza diría que no. Vosotros no podéis decir
nada todavía; la edad os incapacita para apreciar el valor de mi actitud. Posiblemente
cuando llegue ese día, cuando vuestra razón, llena de ese sentido práctico que en la
vida lleva fácilmente al triunfo de todas las aspiraciones, se detenga un instante a
meditar sobre las bellas locuras de vuestro padre, os estremeceréis al ver cómo una
rebeldía suya estuvo a punto de truncar su porvenir y de echaros a perder el pan que
oscuramente ganaba para vosotros. Si llegárais a pensar así lo sentiría profundamente;
lo sentiría aunque estuviese muerto, porque así acreditaríais que entre vosotros y yo no
12
había existido más vínculo que el del nombre, y que lo más íntimo de mi ser, aquello que
lleva en sí todo lo que eleva o rebaja, todo lo que nos hace fuertes ante las tentaciones
de la vida, todo lo que nos hace sentirnos realmente hombres, la personalidad, no había
sido trasmitida por mi sangre a vuestra sangre.
Entonces pensaréis como todos, seréis como todos, en un país donde, precisamente,
hay que pensar distinto de los demás y gritar las propias ideas para que los sordos del
espíritu las escuchen por más rudas o extrañas que sean.
Sobre este punto podría escribiros un libro; quizá sí debí escribirlo en los amargos
días de la suspensión; pero me pareció mejor hacer destilar un poco de miel a mi
corazón en vez de acíbar; entregarme a las gratas y ennoblecedoras fruiciones del Arte
y no a los arrebatos de la pasión y del desengaño.
Por eso he venido en hablar en este libro de los hombres y de las cosas, en cuyo
medio vivo realizando obra de amor y de bien. Verdad es que he puesto en él mucho de
sombrío y de trágico, pero es que el medio en que todo aquello se mueve es así, hijos
míos, y yo no he querido sólo inventar, sino volcar en sus páginas cierta faz de la vida de
una raza, que si hoy parece ser nuestra vergüenza, ayer fue nuestra gloria y mañana tal
vez sea nuestra salvación.
Y por eso os dedico este libro. Ved en él sólo lo que debéis ver: un esfuerzo de
serenidad en medio del sufrimiento. No lo toméis como una lección de experiencia para
en las horas de vuestras grandes dudas, de vuestros torturantes conflictos, al recordar la
causa que lo originó, os apresuréis a echaros por el fácil camino de la rutina y del
acomodo. No; que os sirva para ser irreductibles en el bien, para que cuando el caso lo
exija, sepáis tirar el porvenir, por más valioso que sea, a las plantas de vuestra
conciencia y de vuestros principios, porque —oídlo bien— el ideal es lo único que
dignifica la vida, y los principios, lo único que salva a los pueblos.
Vuestro padre.
(1920)
ENRIQUE
13
Como habla la coca
Enrique López Albújar
( 1872 - 1966 )
Me había dado a la coca. No sé si al peor o al mejor de los vicios. Ni sé tampoco si
por atavismo o curiosidad, o por esa condición fatal de nuestra naturaleza de tener
siempre algo de qué dolerse o avergonzarse. Y, mirándolo bien, un vicio, inútil para mí;
vicio de idiota, de rumiante, en que la boca del chacchador acaba por semejarse a la
espumosa y buzónica del sapo, y en que el hombre parece recobrar su ancestral
parentesco con la bestia.
Durante el día la labor del papel sellado me absorbía por completo la voluntad. Todo
eran decretos, autos y sentencias. Vivía sumergido en un mar de considerandos legales;
filtrando el espíritu de la ley en la retorta del pensamiento; dándole pellizcos, con
escrupulosidad de asceta, a los resobados y elásticos artículos de los códigos, para
tapar con ellos el hueco de una débil razón; acallando la voz de los hondos y humanos
sentimientos; poniendo debajo de la letra inexorable de la ley todo el humano espíritu de
justicia de que me sentía capaz, aunque temeroso del dogal disciplinario, y secando, por
otra parte, la fuente de mis inspiraciones con la esponja de la rutina judicial.
Bajo el peso de este fardo de responsabilidades, el vicio, como el murciélago, sólo se
desprendía de las grietas de mi voluntad y echábase a volar a la hora del crepúsculo.
Era entonces cuando a la esclavitud razonable sucedía la esclavitud envilecedora.
Comenzaba por sentir sed de algo, una sed ficticia, angustiosa. Daba veinte vueltas por
las habitaciones, sin objeto, como las que da el perro antes de acostarse. Tomaba un
periódico y lo dejaba inmediatamente. Me levantaba y me sentaba en seguida. Y el reloj,
con su palpitar isócrono, parecía decirme: chac… chac… chac… chac… chac…chac…
Y la boca comenzaba a hacérseme agua.
Un día intenté rebelarme. ¿Para qué es uno hombre sino para rebelarse? “Hoy no
habrá coca —me dije—. Basta ya de esta porquería que me corrompe el aliento y deja
en mi alma pasividades de indio”. Y poniéndome el sombrero salí y me eché a andar por
esas lóbregas calles como un noctámbulo.
Pero el vicio, que en las cosas del hombre sabe más que el hombre, al verme salir,
hipócrita, socarrón, sonrió de esa fuga. ¿Y qué creen ustedes que hizo? Pues no me
14
cerró el paso; no imploró el auxilio del deseo para que viniese a ayudarle a convencerme
de la necesidad de no romper con la ley respetable del hábito; no me despertó el
recuerdo de las sensaciones experimentadas al lento chacchar de una cosa fresca y
jugosa; ni siquiera me agitó el señuelo de una catipa evocadora del porvenir, en las que
tantas veces había pensado. “Anda, —pareció decirme—, anda, que ya volverás más
sometido que nunca”. Y comencé a andar, desorientado, rozándome indiferente con los
hombres y las cosas, devorando cuadras y cuadras, saltando acequias, desafiando el
furioso tartamudeo de los perros, lleno de rabia sorda contra mí mismo y procurando
edificar, sobre la base de una rebeldía, el baluarte de una resolución inquebrantable.
Y, cuando más libre parecía sentirme de la horrible sugestión, una fuerza venida de
no sé donde, imperiosa, irresistible, me hizo volver sobre mis pasos, al mismo tiempo
que una voz tenue, musitante, comenzó a vaciar sobre la fragua de mis protestas, un
chorro inagotable de razonamientos, interrogándose y respondiéndoselo todo.
—¿Has caminado mucho? ¿Te sientes fatigado? ¿Sí? ¿No hay nada como una
chaccha para la fatiga; nada. La coca hace recobrar las fuerzas exhaustas, devuelve en
un instante lo que el trabajo se ha robado en un día. Di la verdad, ¿no quisieras hacer
una chacchita, una ligera chacchita?.. Parece que mi pregunta no te ha disgustado. Pero
para eso es indispensable sentarse, y en la calle esto no sería posible. El cargo y el traje
te lo impiden. Si estuvieras de poncho… ¿Qué? ¿No quieres volver a tu casa todavía?
¡Una tontería! Porque para lo que hay que ver lo tienes ya visto, y lo que no has visto es
porque no lo debes ver. Vamos, cede un poco. La intransigencia es una camisa que
debe mudarse lo menos dos veces por semana, para evitar el riesgo de que huela mal.
No hay cosa que haga fracasar más en la vida que la intransigencia. Y si no, fíjate en
todos nuestros grandes políticos triunfadores. Cuando han ido por el riel de la
intransigencia, descarrilamiento seguro. Cuando han ido por la carretera de las
condescendencias y de las claudicaciones, han llegado. Y en la vida lo primero es llegar.
No te empecines, regrésate. A no ser que prefieras una chaccha sobre andando. Porque
lo que es coca no te ha de faltar. Busca, busca. ¿Estás buscando en el bolsillo de la
izquierda? En ése no; en el de la derecha. ¿Ves? Son dos hojitas que escaparon de la
chaccha devoradora de anoche. Dos, nada más que dos. ¿Cómo?.. ¿Vas a botarlas?
¡Qué crimen! Un rasgo de soberbia, de cobardía, que no sienta bien en un hombre fuerte
como tú. ¿Tanto le temes a ese par de hojitas que tienes en la mano? ¡Ni que fueras
fumador de opio!
Mira, el opio es fiebre, delirio, ictericia, envilecimiento. El opio tiene la voracidad del
vampiro y la malignidad de la tarántula. Carne que cae entre sus garras la aprieta, la
tortura, la succiona, la estruja, la exprime, la diseca, la aniquila… Es un alquimista falaz,
que, envuelto en la púrpura de su prestigio oriental, va por el mundo escanciando en la
imaginación de los tristes, de los adoloridos, de los derrotados, de los descontentos, de
los insaciables, de los neuróticos, un poco de felicidad por gotas. Pero felicidad de
ilusión, de ensueño, de nube, que pasa dejando sobre la placa sensible del goce fugaz
el negativo del dolor.
La coca no es así. Tú lo sabes. La coca no es opio, no es tabaco, no es café, no es
éter, no es morfina, no es hachisch, no es vino, no es licor… Y, sin embargo, es todo
esto junto. Estimula, abstrae, alegra, entristece, embriaga, ilusiona, alucina,
impasibiliza… Pero, sobre todos aquellos cortesanos del vicio, tiene la sinceridad de no
disfrazarse, tiene la virtud de su fortaleza y la gloria de no ser vicio. ¿Qué sí lo es?
15
Bueno, quiero que lo sea. Pero será, en todo caso, un vicio nacional, un vicio del que
deberías enorgullecerte. ¿No eres peruano? Hay que ser patriota hasta en el vicio. No
sólo las virtudes salvan a los pueblos sino también los vicios. Por eso todos los grandes
pueblos tienen su vicios. Los ingleses tienen el suyo: el whisky. Una estupidez destilada
de un tubérculo. ¿Y los franceses? También tienen su vicio: el ajenjo. Fíjate: el ajenjo,
que en la paz le ha hecho a Francia más estragos que Napoleón en la guerra. ¿Y los
rusos? Tienen el vodka; y los japoneses, tienen el sake; y los mejicanos el pulque. Y los
yanquis ginjoismo, que también es un vicio. Hasta los alemanes no escapan a esta ley
universal. Son tan viciosos como los ingleses y los franceses juntos. ¿Qué sería de
Alemania sin cerveza? Pregúntale a la cebada y al lúpulo y ellos te contarán la historia
de Alemania. La cerveza es la madre de sus teorías enrevesadas y acres, como arenque
ahumado, y de su militarismo férreo, militarismo frío, rudo, mastodónico, geófago, que ve
la gloria a través de las usinas y de los cascos guerreros. Sí. Según lo que se come y lo
que se bebe es lo que se hace y se piensa. El pensamiento es hijo del estómago. Por
eso nuestro indio es lento, impasible, impenetrable, triste, huraño, fatalista, desconfiado,
sórdido, implacable, vengativo y cruel. ¿Cruel he dicho? Sí; cruel sobre todo. Y la
crueldad es una fruición, una sed de goce, una reminiscencia trágica de la selva. Y
muchas de esas cualidades se las debe a la coca. La coca es superior al trigo, a la
cebada, a la papa, a la avena, a la uva, a la carne… Todas estas cosas, desde que el
mundo existe, viven engañando el hambre del hombre. ¿Qué cosa es un pan, o un
tasajo, o un bock de cerveza, o una copa de vino ante un hombre triste, ante una boca
hambrienta? La bebida engendra tristezas pensativas de elefante o alegrías ruidosas de
mono. Y el pan no es más que el símbolo de la esclavitud. Un puñado de coca es más
que todo eso. Es la simplicidad del goce al alcance de la mano; una simplicidad sin
manipulación, ni adulteraciones, ni fraudes. En la ciudad el vino deja de ser vino y el pan
deja de ser pan. Y para que el pobre consiga comer realmente pan y beber realmente
vino, es necesario que primero sacrifique en la capilla siniestra de la fábrica un poco de
alegría, de inteligencia, de sudor, de músculo, de salud… La coca no exige estos
sacrificios. La coca da y no quita. ¿Te ríes? Ya sé por qué. Porque has oído decir a
nuestros sabios de biblioteca que la coca es el peor enemigo de la célula cerebral, del
fluido nervioso. ¿La han probado ellos como la has probado tú?.. Te pones serio. ¿Crees
tú que la coca usada hasta el vicio sea un problema digno de nuestros pedagogos? Tal
vez así lo piensen los fisiólogos. Tal vez así lo crean los médicos. Pero tú bien puedes
reírte de los médicos, de los químicos y de los fisiólogos…
Y es que la coca no es vicio sino virtud. La coca es la hostia del campo. No hay día
en que el indio no comulgue con ella. ¡Y con qué religiosidad abre su huallqui, y con qué
unción va sacando la coca a puñaditos, escogiéndola lentamente, prolijamente, para en
seguida hacer con ella su santa comunión! Y para augurar también. La coca habla por
medio del sabor. Cuando dulce, buen éxito, triunfo, felicidad, alegría… Cuando amarga,
peligros, desdichas, calamidades, pérdidas, muerte… No sonrías. Es que tú nunca has
querido consultarla. Te has burlado de su poder evocador. Te has limitado a mascarla
por diletantismo. No bebes, no fumas, no te etero-manizas, ni te quedas estático, como
cerdo ahíto, bajo las sugestiones diabólicas del opio. Tenías hasta hace poco el orgullo
de tu temperancia; de que tu inspiración fuese obra de tu carne, de tu espíritu, de ti
mismo. Pero aquello no era propio de un artista. El arte y el vicio son hermanos.
Hermandad eterna, satánica. Lazo de dolor… Nudo de pecado. Los imbéciles no tienen
16
vicios; tienen apetitos, manías, costumbres. ¿Una herejía? ¡Una verdad!.. El vicio es
para el cuerpo lo que el es-tiércol para las plantas. Tenías por esto que tener un vicio: tu
vicio. Como todos. Poe lo tuvo; Baudelaire lo tuvo… Y Cervantes también: tuvo el vicio
de las armas, el más tonto de los vicios.
¡Bah!, debes estar contento de tener tú también tu vicio. Ahora, si dudas de la virtud
pronosticadora de la coca, nada más fácil: vuélvete a tu casa y consúltala. Pruébala
aunque sea una vez, una sola vez. Una vez es ninguna, como dice el adagio. Mira,
llegas a tu casa, entras al despacho, te encierras con cualquier pretexto, para no alarmar
a tu mujer, finges que trabajas y luego del cajón que ya tú sabes, levemente,
furtivamente, como quien condesciende con la debilidad de un camarada viejo y
simpático, sacas un aptay, no un purash, como el indio glotón, nada más que un aptay
de eso; y en seguida te repantigas, y, después de prometerte que será la última vez que
vas a hacerlo, la última —hasta podrías jurarlo para dejar a salvo tu conciencia de
hombre fuerte— comienzas a masticar unas cuantas hojitas. No por vicio, por supuesto.
Puedes prescindir del vicio en esta vez. Lo harás por observación. Tú eres el observador
y hay que observar in corpore sane los efectos de la hoja alcalina. Y, sobre todo,
consultarla, es decir, hacer una catipa. ¿Qué perderías con ello?.. Si te irá bien en el
viaje que piensas hacer a la montaña… Si tu próximo vástago será varón o hembra… Si
estás en la judicatura firme, tan firme que un empujón político no te podrá tumbar.
(Porque en este país, como tú sabes, ni los jueces están libres de las zancadillas
políticas). O si estás en peligro de que los señores de la Corte te cojan cualquier día de
las orejas y te apliquen una azotaína disciplinaria. Y al hacer tu catipa debes hacerla con
fe, con toda la fe india de que tu alma mestiza es capaz. Te ruego que no sonrías. Tú
crees que la palabra es solamente un don del bípedo humano, o que sólo con sonidos
articulados se habla. También hablan las cosas. Las piedras hablan. Las montañas
hablan. Las plantas hablan. Y los vientos, y los ríos y las nubes… ¿Por qué la coca —
esa hada bendita— no ha de hablar también?
¿No has visto al indio bajo las chozas, tras de las tapias, en los caminos, junto a los
templos, dentro de las cárceles, sentado impasiblemente, con el huallqui sobre las
piernas, en quietud de fakir, masticando y masticando horas enteras, mientras la vida
gira y zumba en torno suyo, cual siniestro enjambre? ¿Qué crees tú que está haciendo
entonces? Está orando, está haciendo su derroche de fe en el altar de su alma. Está
haciendo de sacerdote y de creyente a la vez. Está confortando su cuerpo y elevando su
alma bajo el imperio invencible del hábito. La coca viene a ser entonces como el rito de
una religión, como la plegaria de un alma sencilla, que busca en la simplicidad de las
cosas la necesidad de una satisfacción espiritual. Y así como el hombre civilizado tiende
a la complicación, al refinamiento por medio de la ciencia, el indio tiende a la simplicidad,
a la sencillez, por medio de la chaccha. El hombre civilizado tiene la superstición
complicada de los oráculos, de los esoterismos orientales; el indio, la superstición del
cocaísmo, a la que somete todo y todo lo pospone.
Una chaccha es un goce; una catipa, una oración. En la chaccha el indio es una
bestia que rumia; en la catipa, un alma que cree. Prescinde tú de la chaccha, si quieres,
pero catipa de cuando en cuando, y así serás hombre de fe. La fe es la sal de la vida.
Por eso el indio cree y espera. Por eso el indio soporta todas las rudezas y amarguras
de la labor montañesa, todos los rigores de las marchas accidentadas y zigzagueantes,
bajo el peso del fardo abrumador, todas las exacciones que inventa contra él la
17
rapacidad del blanco y del mestizo. Posiblemente la coca es la que hace que el indio se
parezca al asno; pero es la que hace también que ese asno humano labore en silencio
nuestras minas; cultive resignado nuestras montañas antropófagas; transporte la carga
por allí por donde la máquina y las bestias no han podido pasar todavía; que sea el más
noble y durable motor del progreso andino. Un asno así es merecedor de pasar a la
categoría de hombre y de participar de todas las ventajas de la ciudadanía. Y todo, por
obra de la coca. Sí, a pesar de tu incrédula sonrisa. ¿Qué te crees tú? Si hubiera un
gobierno que prescribiera el uso de la coca en las oficinas públicas, no habrían allí
despotismos de lacayo, ni tratamientos de sabandija. Porque la coca —ya te lo he
dicho— comienza primero por crear sensaciones y después, por matarlas. Y donde no
hay sensaciones los nervios están demás. Y tú sabes también que los nervios son el
mayor enemigo del hombre. ¡Cuántos cambios ha sufrido la historia por culpa de los
nervios! La fatiga, el hambre, el horror, el dolor, el miedo, la nostalgia, son los heraldos
de la derrota. Y la derrota es un producto de la sensibilidad. ¡Ah!, si se le pudiera castrar
al hombre la sensibilidad —la sensibilidad moral siquiera— la fórmula de la vida sería
una simple fórmula algebraica. Y quién sabe si con el álgebra el hombre viviría mejor
que con la ética.
¿Has meditado alguna vez sobre la quietud bracmánica? Ser y no ser en un
momento dado es su ideal: ser por la forma, no ser por la sensibilidad. Lo que, según la
vieja sabiduría indostánica, es la perfección, el desprendimiento del karma, la liberación
del ego. ¡La liberación! ¿Has oído! Y la coca es un inapreciable medio de abstracción, de
liberación. Es lo que hace el indio: nirvanizarse cuatro o seis veces al día. Verdad es que
en estas nirvanizaciones no entra para nada el propósito moral, ningún deseo de
perfeccionamiento. Él sabe, por propia experiencia, que la vida es dolor, angustia,
necesidad, esfuerzo, desgaste, y también deseos y apetitos; y como la satisfacción o
neutralización de todo esto exige una serie de actos volitivos, más o menos penosos,
una contribución intelectual, más o menos enérgica, un ensayo continuo de experiencias
y rectificaciones, el indio, que ama el yugo de la rutina, que odia la esclavitud de la
comodidad, prefiere, a todos los goces del mundo, esquivos, fugaces y traidores, la
realidad de una chaccha humilde, pero al alcance de su mano. El indio, sin saberlo, es
schopenhauerista. Schopenhauer y el indio tienen un punto de contacto: el pesimismo,
con esta diferencia: que el pesimismo del filósofo es teoría y vanidad, y el pesimismo del
indio, experiencia y desdén. Si para el uno la vida es un mal, para el otro no es mal ni
bien, es una triste realidad, y tiene la profunda sabiduría de tomarla como es. ¿De dónde
ha sacado esta filosofía el indio? ¿No lo sabes tú, doctor de la ley? ¿No lo sabes tú,
repartidor de justicia por libras, buceador de conciencias pecadoras, sicólogo del crimen,
químico jubilado del amor, héroe anónimo de las batallas nauseabundas del papel
sellado? ¡Parece mentira! ¿Pues de dónde había de sacarla sino del huallqui…? Del
huallqui, arca sagrada de su felicidad. ¿Y hay nada más cómodo, más perfecto, que
sentarse en cualquier parte, sacar a puñados la filosofía y luego, con simples
movimientos de mandíbula, extraer de ella un poco de atarxia, de suprema quietud?
¡Ah!, si Schopenhauer hubiera conocido la coca habría dicho cosas más ciertas sobre la
voluntad del mundo. Y si Hindenburg hubiera catipado después del triunfo de los Lagos
Manzurianos, la coca le habría dicho que detrás de las estepas de la Rusia estaba la
inexpugnable Verdún y la insalvable barrera del Marne.
18
Sí, mi querido repartidor de justicia por libras; la coca habla. La coca revela verdades
insospechadas, venidas de mundos desconocidos. Es la Casandra de una raza vencida
y doliente; es una biblia verde de millares de hojas, en cada una de las cuales duerme
un salmo de paz. La coca, vuelvo a repetirlo, es virtud, no es vicio, como no es vicio la
copa de vino que diariamente consume el sacerdote de la misa. Y catipar es celebrar, es
ponerse el hombre en comunión con el misterio de la vida. La coca es la ofrenda más
preciada del jirca, ese dios fatídico y caprichoso, que en las noches sale a platicar en las
cumbres andinas y a distribuir el bien y el mal entre los hombres. La coca es para el
indio el sello de todos sus pactos, el auto sacramental de todas sus fiestas, el manjar de
todas sus bodas, el consuelo de todos sus duelos y tristezas, la salve de todas sus
alegrías, el incienso de todas sus supersticiones, el tributo de todos sus fetichismos, el
remedio de todas sus enfermedades, la hostia de todos sus cultos…
Después de haberme oído todo esto, ¿no querrías hacer una catipa? ¿Estás seguro
de tu porvenir? ¿No querrías saber algo de tu porvenir? ¿Te molesta mi invitación?
¡Ingrato!.. Ya estás cerca de tu casa. Apura un poco más el paso. Así… así. Has subido
a trancos las escaleras. Buena señal. Ya estás en el despacho. Siéntate. ¿Para qué te
descubres? La catipa puede hacerse encasquetado. Es un rito absolutamente plebeyo.
El respeto es convencionalismo. ¿Qué cosa ha crujido? ¡Ah!, es el cajón que ya tú
sabes. ¡Y cómo cruje también lo que hay adentro! Parece que se rebela contra los
codiciosos garfios de tu diestra. La coca es así; cuando se entrega parece que huye.
Como la mujer… como la sombra… como la dicha… Pero no importa que cruja. Ya la
has cogido. ¿Quisieras ahora catipar? ¿Sí? ¡Muy bien! Pero pon fe, mucha fe. Escoge
aquella de pintas blancas; es la más alcalina y la que mejor dice la verdad del misterio.
¿La sientes dulce? No. No te sabe a nada todavía. Sólo vas sintiendo un poco de torpor
en la lengua; es la anestesia, hada de la quietud y del silencio, que comienza a inyectar
en tu carne la insensibilidad. ¡Cuidado con que llegues a sentirla amarga! ¡Cuidado!
¿Qué? ¿Te has estremecido? ¿Sientes en la punta de la lengua una sensación? ¿Te
está pareciendo amarga? ¿No te equivocas? Es que le has preguntado algo. ¿Qué le
has preguntado?.. Callas, la escupes. ¿Te ha dado asco? No. Es que la has sentido
amarga, muy amarga. ¡Perdóname! Yo habría querido que la sintieras dulce, pero muy
dulce.
Cuarentiocho horas después, a la caída de una tarde, llena de electricidad y
melancolía, vi un rostro, bastante conocido, aparecer entre la penumbra de mi despacho.
¿Un telegrama? Me asaltó un presentimiento. No sé por qué los telegramas me azoran,
me disgustan, me irritan. Ni cuando los espero, los recibo bien. No son como las cartas,
que sugieren tantas cosas, aun cuando nada digan. Las cartas son amigos cariñosos,
expansivos, discretos. Los telegramas me parecen gendarmes que vinieran por mí.
Abrí el que me traía en ese instante el mozo y casi de un golpe leí esta lacónica y
ruda noticia: “Suprema suspendido usted ayer por tres meses motivo sentencia juicio
Roca–Pérez. Pida reposición”.
¡Un hachazo brutal, el más brutal de los que había recibido en mi vida!
19
El cuaderno azul
José Antonio Róman
( 1873 - 1920 )
Una espléndida noche de luna, vagando por las calles de la ciudad, hallé en la acera
un cuaderno de tafilete azul con abrazaderas de níquel. Una vez que estuve en mi
estancia, lo leí atentamente: eran tristes confidencias de un alma que sufrió mucho,
gemidos arrancados por la desesperación y vaciados en aquellas páginas cuajadas de
una letra menuda, muy delgada y de rasgos complicadísimos, reveladores de una fina
neurosis.
No sé si tengo derecho para entregar a la curiosidad de los lectores esta tierna
memoria; pero son tan sugerentes esos párrafos vibrantes de extraño subjetivismo y
llenos de dulce melancolía, esos estados de alma descritos sencillamente y en un estilo
abandonado, que no puedo resistir a la tentación de publicarla, alterando las fechas,
ocultando los nombres propios y reduciendo a unas cuantas páginas todo aquel
memorial íntimo.
Marzo 18
¡Cómo caen con triste lentitud los copos de la nieve, interminables y tembladores!
Una infinita melancolía se desprende insensiblemente de tantas cosas blancas: la
campiña, las casas y los lejanos montes. Esta blancura desesperante que por todas
partes me rodea, oprime angustiosamente mi corazón: tengo frío y pena.
Y en las noches, al cubrirme con las abrigadoras frazadas de mi lecho, dominada por
invencible miedo, silbos inauditos del viento, horrísonos estampidos de la tormenta,
pueblan mi imaginación de espantosas pesadillas que me despiertan presa de
convulsivos sollozos. Por las mañanas al contemplar en el espejo la horrible palidez que
en mi rostro dejan los terrores nocturnos, reviven en mí raras ideas de desolación y
muerte: creo en una horrible desgracia que amenaza a mi hogar y a cada instante, a
medida que transcurren las horas y mi marido no regresa pronto, presiento no sé qué
desdicha. Y si repentinamente unos brazos me enlazan por el talle, mientras unos labios
ansiosos sofocan el grito de espanto que iba a lanzar, un calofrío de terror recorre mis
miembros y mi cuerpo laxo, casi desfalleciente se dejar llevar sin oponer resistencia.
20
Entonces, mi marido, sentándose a mi lado en el sofá y acariciando entre sus manos las
mías, exclama burlonamente: “ya están los nervios en danza, pequeña mía; ya empieza
la nieve a enfermarte”. Y en efecto, la nieve me mata silenciosa y lentamente, así como
se abate sobre los campos.
Me siento poseída fuertemente por la nevada incesable y abrumadora; yo no quisiera
morir entre esta nieve. ¡Cómo tendría frío bajo mi cruz de hierro allá en un blanco rincón
del cementerio!
Y las tétricas visiones, que rondan la cabecera de mi cama durante las noches
glaciales, parecen sonreírse irónicamente de mis dolores, y agitándose extravagantes
extienden sus flotantes velos, como si quisiesen formarme un inmenso sudario. ¡Dios
mío!, qué triste es morir entre estas grises brumas y bajo la nieve que cae pausada y sin
ruido, así como la tierra sobre el ataúd.
Marzo 25
Al cabo de algunos días abandoné el lecho, y al abrir las ventanas de mi aposento el
blanco reflejo de la nieve hiere mi vista. Entonces, no he podido contenerme y un llanto
profundo y desolador ha brotado de mi pecho. Esto me consume. Pienso, por vía de
contraste, en mi ciudad natal, alegre, siempre cálida, y en cuyo cielo de un hermoso azul
sereno luce brillante el sol; yo desearía ahora un poco de luz y calor; eso bastaría para
alejar de mi espíritu esta perdurable niebla.
En estas horas de desencanto acuden consoladores a mi mente felices recuerdos de
mi infancia pasada en Lima, toda iluminada, exhalando alegría, y veo dibujarse su
aspecto de ciudad antigua y extraña, mostrando sus vetustas casas llenas de venerables
leyendas y sus templos polvorientos y alborotadores con sus cascadas campanas.
En una inolvidable noche buena, entre el estallido de los cohetes y el rebullicio de la
gente, en los portales resplandecientes de luz eléctrica, conocí al que es hoy mi esposo.
¿Cómo no sentirme impresionada con aquel rostro de nobles facciones, con aquellos
ojos grandes, profundos y soñadores? Y mucho tiempo, antes de cerrar los párpados,
tuve ante mis ojos la grata visión de sus rubios y sedosos bigotes. Poco después éramos
novios; y más tarde, en una clara y estrellada noche de verano, unimos nuestros
destinos ante el altar de la Iglesia de la Recoleta. Numerosa concurrencia, efusivos
apretones de mano, abrazos prolongados y cariñosos de amiguitas íntimas, carreras
estruendosas de los carruajes que hacían temblar los vidrios de las ventanas y
detenerse, sorprendidos, a los pacíficos burgueses, todo aquello pasa ahora en
confusión por mi rubia cabecita. Pero, ¡cuán lejanos están esos cuadros de felicidad!
Nunca podré olvidarme del viaje en ferrocarril, que hicimos meses después; mi
marido, un joven ingeniero, había obtenido un ventajoso empleo en una mina cerca del
pueblo de Yauli. Partimos muy de mañana entre una menuda llovizna que humedecía
las aceras y ráfagas de viento helado; el tren nos llevaba velozmente haciendo
deslizarse, como sombras de ensueño, el río rumoroso, las blancas haciendas y los
silbadores cañaverales. Sólo un recuerdo conservo fijo y tenaz, imborrable a pesar de
mis presentes dolores: el cementerio muy basto sombreado por el ramaje de los
cipreses y geométricamente dividido en cuarteles que mostraban huecos oscuros y
amenazadores; allí dormía mi padre su postrer sueño; no le conocí bien; pero mi madre
dice que me quiso mucho.
21
Siento pasos. Es mi marido que llega, y como siempre contento, ensordeciéndome
con su voz timbrada y robusta. Le escucho cantar su romanza favorita: La donna é
mobile. Me hacen horrible daño esas notas de júbilo, me parece percibir en su canción
no sé qué incógnita ironía. ¿Sería capaz de burlarse de mis sufrimientos? ¡Bah!, como
todos los hombres, no es más que un simple egoísta. Se aproxima a mi estancia,
ocultaré mi cuaderno...
Mayo 12
Hoy a la hora del almuerzo una crisis de nervios me sacudió profundamente. La
provocó mi marido. Estábamos frente a frente; por la abierta ventana del comedor
entraba la regocijadora luz del mediodía, que hacía espejear a las copas y ponía
fantásticas aureolas en torno de los platos. De la pulida hoja de un cuchillo, partía un
vivo fulgor que yendo a iluminar su cara acentuaba con distinción sus vigorosas
facciones. Comía con voraz apetito; sus mandíbulas se dislocaban entregadas a la
masticación y en sus ojos brillaba un grosero bie-nestar. En aquel momento se apoderó
de mí un intenso odio, y comprendí al hombre en todo lo que tiene de más abyecto y
repugnante. Después de beber el vino, limpiándose las extremidades de su bigote, me
envió una afectuosa sonrisa que sublevó mi asco, y con infinito pesar, poseído mi
espíritu por una desoladora tristeza, pensé en la multitud de veces que esos labios
sanguíneos, gruesos, relucientes por la grasa de los aliemntos, habían saciado en los
míos su sed de placer.
Me detestaba a mí misma por haber sido la esclava sumisa a sus menores caprichos
e instintivamente me miré las manos, figurándome descubrir en ellas las máculas
dejadas por su contacto. ¡Cómo me mortificaba el recordar que el mismo espasmo, que
la misma convulsión erótica había hecho vibrar nuestros organismos!
Alrededor de la mesa había un aire de combate, un espíritu de discordia, que
sellando nuestros labios tornaba penosa nuestra situación. Y el ruido de su tenedor al
chocar con el cuchillo, el argentino rumor de las botellas al ser removidas por sus
manos, despertaban en mí una sorda ira; por el lento chisporroteo de los encendidos
cirios. Y presa del desvarío creí que en medio de mi alcoba, dibujada sobre el suelo de
su rígida silueta, tapado con un blanco sudario, yacía un cadáver. ¿Era él?, ¿era yo? No
pude distinguir bien, pero un calofrío de muerte recorrió mis nervios e hizo erizarse a mis
cabellos...
Mayo 30
Algo nuevo que no sean lamentaciones de un alma enferma, tengo hoy que escribir.
Hay huésped en la casa. Llegó anoche cuando concluíamos de comer y acababa yo de
recogerme. Solamente esta mañana nos hemos conocido; su aspecto es simpático y su
rostro, afable.
Ha sido antiguo condiscípulo de mi esposo. Al recorrer estos lugares se le había
ocurrido la idea de hacer una visita al viejo amigo, cumpliendo al mismo tiempo un
encargo que para mí recibió de mi familia. Me entregó varias cartas y un pequeño
obsequio debido a la inagotable ternura maternal. Todo esto lo dijo sonriéndose y
acariciando sus finos bigotes de un intenso color negro, que resaltaba en la blancura
clorótica de su cara.
22
Le di las más efusivas gracias, y deseosa de leer los caros renglones escritos por la
temblona mano de mi madre, me retiré discretamente, dejándole entregado a una
amena charla con mi marido.
¡Luego, saboreé aquellas amadas frases con esa ansia febril con la que el
calenturiento bebe la pócima refrescadora. ¡Ah!, bien necesitaba yo aquel dulce lenitivo,
de la horrenda tempestad moral que había conmovido mi alma. También había cartas de
mis hermanas y una de ellas, Clarita, mi predilecta, con quien jugaba a las muñecas a
pesar de mis años, me enviaba sus primeros garrapatos gruesos, borrosos, pintándome
con sus palabras mal escritas un enternecedor cariño filial. Muchas veces entre
caricaturescos borrones de tinta, veíase repetida la frase “mamita mía”; luego con esa
encantadora volubilidad de la niñez, sin omitir los menores detalles de sus aventurillas,
me lo contaba todo.
Y pensé en mi buena madre con su aire dulce y tranquilo, lanzando aquí una
expresión afectuosa, allá una suave reprensión al vigilar las labores domésticas, siempre
atareada y risueña. Veía a mis hermanas crecer en belleza y virtudes, prontas a
transformarse en amantes esposas, ingenuamente confiadas en los goces conyugales.
Enseguida, contemplaba la catástrofe subitánea e inevitable. Entonces, sintiendo una
horrible amargura, odiando la vida tan llena de iniquidades, queriendo arrebatar a la
desgracia algunas cuantas víctimas, formé el firme propósito de que esta ligera
narración de mis desdichas, como las confidencias de una amada amiga, fuese después
de mi muerte a las manos de mis hermanas.
Fui a almorzar. Una claridad radiante que hacía vibrar los dorados átomos de polvo
bañaba el comedor en una oleada de alegría. Sobre el deslumbrador mármol del
aparador, deslizándose entre los vasos, un rayo de sol se deshacía en espesos haces
de mágicos colores.
El ambiente tibio y luminoso y la dicha que brillaba en todos los rostros, me dieron la
ilusión de que aún podía ser dichosa.
Junio 16
¡Qué extraños sentimientos me han turbado estos días! Y aun ahora mismo, rodeada
de no sé qué misteriosa niebla que me impide ver claro, con suma dificultad puedo dar
una mirada retrospectiva a los sucesos acaecidos. Me ha causado horror la
contradictoria complejidad del corazón humano. Nunca puede saberse cuál será la
última pasión que conmoverá las fibras de esa entraña. ¡Qué desengaño tan doloroso he
experimentado! Y yo que había escrito que no volvería a recuperar la fe perdida, que me
consideraba con íntimo orgullo libre ya de nuevos amores, he estado a punto de
claudicar. Deben existir en el ser humano nervios indomables que le incitan
impetuosamente en presencia de las suciedades de la vida; yo he sentido algo así como
un repentino mareo, como una especie de rápida atracción.
¡Iba a caer con él! Con un cualquiera a quien apenas conozco. Me han dicho que es
un espíritu culto, un literato que viaja por la cordillera recogiendo impresiones de esta
vida agreste y dura.
Su aspecto físico es en verdad seductor; pero su alma, ¿quién podría descifrar el
enigma que encierra? Y él es muy insinuante; tiene en sus negros ojos y en su voz de un
timbre armonioso, con inflexiones casi femeninas, un encanto singular.
23
Fuimos amigos íntimos. Casi todas las tardes, envueltos en esa difusa semioscuridad
de los postreros instantes crepusculares, admirando los dorados lampos que se
prendían afanosamente en los lustrosos marcos de las pinturas, colgadas en la pared, y
en la pantalla de la gran lámpara del salón, atenuando nuestras voces como si
temiésemos interrumpir no sé qué religiosa abstracción, nos confiábamos nuestros
mutuos pesares. Con acento fatigado, expresando una infinita y desgarradora
melancolía, poniendo vibraciones de alma en cada frase, narrábame él todas sus
amorosas angustias, toda su penosa existencia envenenada insensiblemente por un
inexorable hastío que había hecho palidecer su cara y puesto en sus pupilas un trémulo
fulgor de fuego fatuo, que atraía a la mente tristes recuerdos de inmensas desdichas. Y
ardientes pasiones jamás comprendidas por la frivolidad de algunas mujeres,
tempestuosas crisis morales de aquellas que matan o enloquecen, heroicas
abnegaciones ante el puro culto del ideal, en una palabra, todos sus ensueños y
esperanzas pasaron delante de mis ojos, rebosantes de vida.
¿Qué rara emoción destruyó la serenidad de mi espíritu y me hizo fijar en él una
mirada tierna y compasiva? Vi un hermano en ese desventurado. Y lentamente, a
medida que transcurría el tiempo y nuestra intimidad era más dulce y expansiva y
coincidíamos mejor en sentimientos e ideas, fue naciendo en mí un vago afecto hacia
ese corazón que creía gemelo del mío. Ansiosa de felices días, esperando una mágica
resurrección en mi sentimentalismo, me aferré desesperadamente a esa idea redentora;
porque yo estaba en la misma situación horrible del náufrago a quien amenazan de
cerca las rugientes olas y que, sin embargo, no resignándose a morir, aún espera
vislumbrar en la brumosa lejanía la vela de salvación. Y era que a mí me horrorizaba ese
desencantador nihil que a manera de un broche maldito iba a cerrar mi vida; yo aún
quería creer en algo.
Estaba mi alma bastante prevenida contra el amor y sus vulgares satisfacciones para
volver a caer en él, así es que este suave afecto, aumentando más cada día, llegó a
convertirse en una dulce y casta amistad amorosa. Quizá esta frase no baste para definir
con la debida exactitud mi nuevo y extraño sentimiento; pero la brevedad de este
memorial me impide entrar en largos análisis psicológicos. Tuve para con él todos los
exquisitos cuidados y encantadoras delicadezas que reclama el amigo cruelmente herido
por incurable dolencia, siempre realzados por mis más puras y sugerentes sonrisas, por
mis más espirituales miradas engendradoras de místicas fantasías. Estas relaciones
galantemente platónicas, libres de los remordimientos de la torturadora falta, me
infundieron una especie de embriaguez intelectual en que mi corazón, descubriendo en
sí mismo desconocidas virtudes, se conmovía y gozaba con las inefables emociones del
amor exento de los transportes indignos y de las fealdades de la pasión.
Junio 28
Terriblemente excitada, reprimiendo a duras penas mi ira, escribo nerviosa estos
renglones. Esta misma noche ha terminado mi ensueño; la grosería de los instintos
humanos me ha despertado bruscamente.
Recuerdo que, poseída por una súbita fantasía, le propuse dar un paseo a orillas de
la laguna Morococha, que desde nuestras ventanas veíamos resplandecer con bizarro
colorido. Por entre los agudos y altísimos picachos de los Andes, con majestuosa
24
lentitud, ascendía la luna pálidamente argentada. En el azul sombrío del cielo, como
soberbias rosas de luz, magníficas, centelleaban las constelaciones.
Y al vagar en torno de la laguna, idéntica exclamación de asombro brotó de nuestros
labios: aquellas aguas oleosas, estancadas, casi sin movimiento, se dividían en zonas
irregulares decoradas con raros colores. Cerca de nosotros, muy suave, se extendía un
dulce color rosa que hacía pensar en adorables países de ilusión; luego, un ligero matiz
azul claro esparcía un leve resplandor de oro al ser herido por los rayos de la luna; y por
último, formando horizonte, un verde tenue, casi diáfano, traía esperanzas a nuestras
doloridas almas.
¡En qué pensábamos? Había en mis ademanes un encantador abandono y apoyada
en su robusto brazo seguía con maternal ternura la dirección de su mirada entristecida y
soñadora. Repentinamente, volviéndose hacia mí empezó a hablar con insólito ardor,
cogiendo con pasión una de mis manos, mientras sus pupilas desprendían raros fulgores
que me daban miedo. Y la serenidad luminosa de aquella noche, el ambiente puro y
refrescador y sobre todo su timbrada voz con dejos de cansancio y melancolía influyeron
sobre mis nervios, predisponiéndome a la piedad. Me pareció demasiado cruel destrozar
su última ilusión. Podía amarme cuando quisiese si ello bastaba para curar su alma
enferma; por lo que hacía a mí, era ya ineficaz el remedio.
¿Qué motivó en él ese impulso irreflexivo, brutal? ¿Qué demonio de sensualidad
trocó al respetuoso amante en la bestia espoleada ciegamente por el deseo? Sólo
recuerdo, así como en un sueño, una brusca presión en mi brazo, un beso cálido y
trastornador en mis labios, que encendiendo en mí una inmensa cólera hizo que mis
manos golpeasen rudamente su rostro; mientras que, olvidándome de mí misma, le
injurié con encarnizamiento. Un doble odio me dominaba: hacia mí por haber creído en
afecciones puras y elevadas, y hacia él por su indigna farsa de honradez y de virtud.
Después, me encontré sola, en pie en la orilla, entregada a melancólicas reflexiones,
mientras a lo lejos, perdiéndose lentamente en la bruma, se retiraba él pensativo.
Junio 29
Anoche mismo partió, pretextando un asunto urgentísimo. Huye a ocultar su
vergüenza y remordimiento. ¿Pudo imaginarse sinceramente que nuestras castas
relaciones iban a terminar en el adulterio banal y repugnante? Esa sola idea me da asco
y subleva mis nervios.
A pesar de todo, una honda melancolía lacera mi alma: he fracasado
lamentablemente en mi última prueba. Ahora, ya puede el desencanto tender sobre mí
su negro velo, ya pueden las desesperanzas, los amargos tedios que hacen insoportable
la existencia cuando está desprovista de alguna ilusión, empujarme con suavidad hacia
la muerte. Estoy cansada y enferma; ya no me resta ideal alguno, así es que ya puedo
buscar el consolador reposo de postrer sueño...
Así concluía bruscamente ese memorial; pero excitada mi curiosidad, deseoso de
saber el fin de aquella lama tan llena de complejos sentimientos, procuré recoger datos.
Averigüé que había muerto después de algunos meses después de su último
desengaño, víctima de una singular enfermedad que los médicos dijeron ser una especie
de anemia neurasténica.
Yo me imaginaba el doloroso desenlace y tanto más inevitable cuanto que ella
llevaba en el corazón una herida mortal. Y se dejaba morir en medio de la imperturbable
25
blancura de la nieve; con fúnebre gozo se sentía agonizar, encerrándose en un orgulloso
mutismo, demasiado altiva para proferir la menor queja. En esta heroica resolución
había un no sé qué de sublime y de extravagante.
Y en horrible día de invierno la llevaron en un sencillo ataúd al humilde cementerio de
Yauli. Hubo muy pocos amigos y mucha nieve. Y en la recién abierta fosa que
aguardaba sus despojos mortales, revueltos con las primeras paladas de tierra húmeda,
cayeron temblosos e invasores los copos de la nevasca lenta e incesable.
(1916)
26
Don Quijote
Carlos E. B. Ledgard
( 1877 - 1953 )
Era el único estudiante español que había en la vieja e histórica Universidad de
Heidelberg. Era alto, flaco, de pelo negro e hirsuto y andar poco elegante. Se llamaba
Diego Javier Hernández y Pelayo, pero sus compañeros, ya por su aspecto físico, ya por
su carácter, o por ambas cosas a la vez, llamá-bamosle Don Quijote.
¡Pobre Don Quijote!
Tenía unas tan peculiares ideas sobre el honor, que todos nosotros, educados en el
positivismo del sistema sajón, lo teníamos por loco, o poco menos. Era el paladín de los
débiles: por defender a cualquier desconocido era capaz de arrostrar hasta el ridículo de
una paliza. El escaso dinero que recibía para sus gastos estaba siempre a la disposición
de sus amigos, ¡y cómo abusábamos de él!
Y luego sus amores. Estaba perdidamente enamorado de Graetchen, la blonda hija
del propietario de la cervecería del “León de Oro”, el rendez vous de los estudiantes, y,
aunque en las estudiantiles murmuraciones se contaban historietas nada halagüeñas
para la pureza de la muchacha, éstas no habían llegado a oídos de Don Quijote, que la
tenía por un dechado de virtudes y la rendía el más respetuoso y apasionado culto.
Nunca se había atrevido a declararle su pasión. Nunca se le había ocurrido hacerle la
más ligera broma, como lo hacían sus otros compañeros, bromas que lo herían en lo
más íntimo. No: su amor era casto, ideal, la adoraba de lejos, en silencio, y se
avergonzaba ante la idea de que ella pudiera adivinar su pasión. Encontraba que no era
digno de ella, y soñaba con el día, aún lejano, en que recibiría la anhelada borla de
doctor para ir a ofrecérsela humildemente y pedirle su mano. Y si ella era tan bondadosa
que le concediera su amor, se irían a España a trabajar para reconstituir su hacienda,
para en seguida vivir, tranquilos y dichosos, en el viejo solar de sus antepasados, allá en
el fondo de Castilla, donde hay gente que sabe comprender el honor y la hidalguía…
Fue una tarde, después que salimos de clase… Estábamos en la vieja brauerei,
fumando nuestras pipas y bebiendo cerveza, cuando Müller, el estudiante obeso y
coloradote, el más perezoso de todos, lanzó una broma hiriente, brutal, respecto a
Graetchen.
27
La había visto, decía, tarde de la noche en amorosas pláticas con Fritz, el borracho
consuetudinario, en la ventana de la taberna, mientras su padre dormía.
A todos nos extrañó semejante especie, pues, aunque sabíamos que Graetchen era
algo ligera, no podíamos creer que tuviera relaciones con Fritz, el individuo más
despreciable de Heidelberg.
Don Quijote, que por primera vez oía hablar de su amada, se levantó de su asiento y,
pálido de indignación, pero con la tranquilidad de las personas resueltas, dijo:
—Señor Müller, habéis ofendido cobardemente a una mujer indefensa: sois un
canalla!
Y se retiró de la reunión.
En la noche, algo más tranquilo, pero siempre resuelto, fue a buscarme a mi
alojamiento y me rogó encarecidamente para que en compañía de Karl Stehr fuera a
retar a Müller a un desafío.
En vano traté de disuadirlo, de hacerle ver que todo era una broma de Müller.
—No acepto explicaciones —me dijo— debemos batirnos a muerte.
Por supuesto que Müller se rió muchísimo cuando, esa misma noche, le di cuenta de
la visita de Don Quijote. Nombró sus padrinos, y entre todos convinimos en que el duelo
sería a pistola, cargando las armas con balas de algodón para que no se hicieran daño.
¡Cómo celebrábamos de antemano la magnífica broma que le íbamos a hacer a Don
Quijote!
Al día siguiente, rivales, padrinos, un viejo doctor amigo nuestro, cuya presencia
habíamos solicitado de antemano, y buen número de estudiantes nos hallábamos en el
lugar señalado para el lance.
Müller afectaba una gran seriedad, pero de vez en cuando nos hacía señas con el
rabillo del ojo.
Don Quijote estaba evidentemente emocionado, pero trataba de dominarse. Me
entregó una carta para su madre, en España, y otra carta y un anillo para Graetchen, y
me estrechó silenciosamente la mano. Confieso que en ese instante sentí un hondo
remordimiento por la broma que le estábamos haciendo.
Medimos gravemente el terreno, cargamos las armas como estaba convenido y
colocamos a los combatientes.
Uno… dos… tres… ¡…!
Don Quijote vaciló sobre sus piernas y cayó de espaldas.
Todos creímos que era una farsa de él —¡si eran balas de algodón!— y nos
acercamos riendo estrepitosamente.
Estaba lívido y no respiraba.
El doctor se acercó también, le tomó el pulso, lo auscultó, le levantó los párpados, y,
moviendo gravemente su cabeza blanca, nos dijo:
—¡Está muerto! Un ataque al corazón… La impresión del lance…
—¿Y ella?
Ella se escapó al día siguiente con Fritz, el borrachín, y no pude entregarle la carta.
¡Pobre Don Quijote!
28
A la criollita
Ventura García Calderón
( 1886 - 1959 )
“A la criollita, no más”, aseguraba sonriendo aquel poeta limeño desterrado
voluntariamente en un rincón de la sierra cuando llegamos al despacho de El Alba Roja.
El Alba Roja era su diario, una hoja mal impresa en papel de estraza, que fue, con todo,
el mejor periódico y el órgano de los liberales de la comarca. Manuel Junqueira
explicaba que se podían contar éstos con los dedos: el boticario, el jefe del Correo, el
dueño del único bazar, que lo era también de un bar contiguo. El mismo día de mi
llegada a Huaraz bebí doce aperitivos con los doce liberales notorios.
En contra suya estaban los poderes constituidos: el gobernador, el juez de paz y el
cura, sobre todo, un soberbio cura serrano que tenía tantos hijos como haciendas y
gobernaba por el doble terror del infierno, en la otra vida, y de una cuchillada de sus
acólitos, en ésta.
“A la criollita, no más”, explicaba el poeta. Todo había sido criollo, su periodismo y su
matrimonio con esta lánguida morena de ojos inmensos que no decía palabra. Primero
Manuel la vio los domingos, cuando, vestida con anchas y sonoras faldas de percal,
venía a misa y a feria: ambas cosas ocurren a las once del día. Era una de esas mozas
sentimentales y candorosas que en el fondo de una hacienda peruana viven en espera
del novio venido de lejos. Su infancia había sido monótona y gris, como la sierra. Una
trasquila de carneros o una doma de potros fueron sus únicas fiestas. Trepaba el chalán
al lomo nuevo que no había recibido montura, clavaba sus espuelas nazarenas y por
una hora divertía a los hacendados con la prueba tremenda: el potro rezumante que no
puede correr porque lleva atada una pata, que camina a saltos bajo el implacable
rebenque, rodando al suelo, sudoroso y rendido hasta aceptar, en fin, con la boca blanca
de espuma, el pacto humano del bozal y las riendas. Durante un mes se comentaba el
lance.
En tal vida agreste, la llegada de un poeta limeño de melenas rubias que ostentaba
por las calles una corbata roja y fundaba un diario impío debía inquietar exquisitamente
a todas las mozas de los contornos. Junqueira vio a Inés de lejos, se cruzaron apenas
las miradas como en todos los idilios de mi pueblo romántico; pero estaba ya seguro de
29
ser querido y fue a pedirla sin ambages en un lindo caballo de paso. Aquello fue también
netamente criollo. Al salón colonial, lleno de filigranas de plata y abanicos dorados,
fueron saliendo gentes de luto: los padres, los hermanos de Inés, en vanguardia
silenciosa y taimada, sin mirar de frente ni responder sino con evasivas serranas. “Más
tarde, señor; podía ser, señor; ya verían, señor.” Pero la moza no volvió a misa y
Junqueira comprendió por los chismes locales la imposibilidad del matrimonio con un
hereje de Lima que leía los libros de González Prada.
Cuando yo llegué a Huaraz, la lucha había sido ya larga, la lucha de la juventud
liberal con la vejez conservadora. Junqueira, a fuer de poeta, agravó las cosas y nunca
fueron más furibundos sus artículos. La novia, entretanto, lloraba en un cuarto de la
hacienda, jurando que iba a meterse monja. En aquellos días, por obra y gracia de un
misionero descalzo, advirtieron las gentes, y fue milagro patente, que dos lágrimas
resbalaban de los ojos del santo Cristo de la iglesia mayor. Entonces Junqueira publicó
el relato de un viajero inglés que viera en Lima, en tiempos coloniales, un Cristo de la
Inquisición que abría y cerraba los ojos frente al reo, para turbarlo. Un familiar oculto tras
de la efigie hacía girar los santos párpados como los de una muñeca.
Esto era sólo verdad histórica, pero durante una mañana entera la procesión de
desagravio circuló por las calles de Huaraz. Comenzaba el poeta a ser una gloria local.
Su prestigio romántico favorecía sus andanzas.
Una tarde, disfrazado de pastor de llamas, pintado el rostro de ocre, fue conduciendo
su rebaño hasta la casa de la hacienda, en donde nadie, sino la novia, sospechó el
ardid. El idilio comenzaba así, románticamente. Él iba cada semana a tocar la quena en
las cercanías de la hacienda e Inés acudía como una Sulamita criolla, desfalleciente de
amor, resignada a aceptar la suerte de todas las novias de la comarca que tienen padres
severos. Una noche vino a caballo, un caballo que tenía amarrados a los cascos jirones
de poncho para que su paso fuera silencioso. Se la robó llevándola en las ancas, sólo
vestida con su camisa de dormir.
Aquello fue un escándalo, habitual si puede decirse, el rapto de cada día que no
ofende la moral ni el honor de las mujeres si ello acaba después, como tantas veces, en
un matrimonio fastuoso, con el perdón de lo pasado. Sólo que Junqueira no aceptaba las
leyes de la Iglesia y habló de un matrimonio civil, que es una ofensa pública al Señor. El
domingo, después de misa, el cura hizo quemar los números de El Alba Roja, que
estaban pervirtiendo a la provincia con sus doctrinas ateas y diabólicas.
El poeta de Lima comenzó a ser entonces el enemigo del pueblo. Yo estaba allí
cuando le quemaron en efigie: un muñeco de estopa vestido de levita, que vimos arder
desde los balcones de El Alba Roja, mientras Junqueira se reía, ufano de su revólver,
azotándose las botas con el chicotillo de junco. En el salón su pobre compañera
suplicaba:
—¡Que no te vean, Manuel! Son capaces de una atrocidad. Tú no los conoces.
—No tengas miedo, hijita. ¡Vénganme a mí con muñecos de estopa!
Al día siguiente vimos desfilar por la plaza a la familia de Inés, a caballo, vestida de
negro. Iban a casa del cura. Se persignaron al cruzar por la plaza como delante del
cementerio nocturno donde hay almas en pena que salen suspirando. El poeta publicó
un artículo vengador sobre aquel desfile, y cuando me marché del pueblo para seguir
buscando minas de plata, Junqueira me acompañó hasta las afueras:
—A la criollita, no más, compañero. Ya verá cómo los voy a domar con este látigo.
30
***
Pocos días después, a las dos de la mañana, un grupo de enmascarados destrozó
las puertas de El Alba Roja, que era la casa del poeta, y con doce tiros en la cabeza le
dejaron por muerto, mientras amarraban en la silla de amazona a su esposa, que gemía
desgarradoramente. “A la criollita, no más.” No puedo recordar la frase sin
estremecerme.
El liberalismo de la provincia quedó muerto con la cabeza acribillada, e Inés ha de ser
ahora una de esas mujeres prematuramente viejas, vestidas de luto riguroso, que vienen
en las tardes de trisagio y novena a gimotear a los pies de aquel Cristo que tiene llagas
moradas en las palmas y llora de verdad como los hombres.
(1924)
31
Yerba Santa
Abraham Valdelomar
( 1888 - 1919 )
I
Oye, Manuel —le preguntamos un día—, ¿dónde está tu papá..?
—En Lima…
—Y tú ¿por qué no estás con él?
Enrojeció, inclinó la cabeza morena y echóse a sollozar dolorosamente. Corrimos
donde mi madre:
—Mamá, Manuel está llorando…
—¿Por qué?
—Estábamos en el jardín. Jesús le preguntó por su papá y se ha echado a llorar…
Mi madre nos dijo que no debíamos preguntarle nada sino quererlo mucho porque
Manuel “era un niño muy desgraciado”. Desde entonces cuando alguno de mis
hermanos le molestaba, nosotros le decíamos en secreto:
—Oye; no le molestes. Dice mamá que debemos quererlo mucho porque Manuel es
un niño “muy desgraciado”…
Y seguíamos haciendo surcos en el jardín.
II
Se crió a nuestro lado como un hermano mayor. Le queríamos porque nos hacía
buquecitos, gallos de papel, balsas con los viejos maderos que arrojaba el mar, y
hondas de cáñamo. Por las tardes íbamos juntos a pescar y a la caída del sol volvíamos
con las cestas de las cuales pendían por las agallas rojas, las plateadas mojarrillas, las
chitas de vientres blancos, y a veces ciertos peces raros, deformes y babosos.
Los domingos, todos cuatro hermanos, íbamos con Manuel a cazar con hondas de
jebe, en el bosquecillo de toñuces y pájarobobos que se extendía tras de la factoría
calaminada, en aquel camino sombreado y fresco, abovedado y sinuoso que conducía al
abrevadero, donde al atardecer iban a saciarse las yuntas de los campesinos, los
jumentos lanudos de los pescadores y los transidos caballos de los caminantes. En las
espesas copas de los sauces que bordeaban el remanso se detenían bandadas de aves
confiadas, que se espiojaban al sol; cantaban alegremente, extrañas del todo a la
32
acechanza de la honda cuyo proyectil las sorprendía en plena felicidad. Heridas
intentaban volar, pero al fin, desplomábanse y caían a tierra redondas, inanimadas,
perpendiculares y graves como frutos maduros.
Volvimos a casa, al atardecer, cuando el sol hundía enorme y rojo en el horizonte,
con algunas tórtolas, algunos gorriones y una que otra ave marina que por curiosidad se
aventuraba hasta aquellas arboledas tranquilas, bajo cuyas frondas acechaba la muerte.
III
Manuel era bueno como el pan de semana santa. Ensortijado cabello, amplia frente
de marfil, dulce mirar en los ojos morenos de pupilas húmedas y sombreadas bajo las
pródigas cejas. Sobre sus labios carnosos apuntaba una sombra difuminada y azul.
Perenne sonrisa, al par alegre y melancólica, vagaba entre sus párpados y las
comisuras de sus labios bien dibujados. Una melancolía fresca, jovial, sin amargura,
pensativa y dulce, envolvía todo su cuerpo esbelto y magro, flexible y de gratos
movimientos. Gustaba del mar, del campo, de las noches de luna azules y consteladas,
y de los cuentos de las abuelas. Alborozado en la alegría, mudo en el dolor, pródigo en
sus dineros, en sus afectos tierno, fuerte en su voluntad, terrible en su cólera, definitivo
en sus resoluciones, y en su porte y decir leal y franco.
IV
Una tarde llegó Manuel a casa muy preocupado. Así llegó el segundo y lo mismo fue
el tercero día. Nadie pudo conocer el motivo de su tristeza. Por la noche, fuimos al
muelle a ver la luna sobre el mar. En un carrito conducido por los sirvientes, llegamos a
la explanada sobre la cual eleva el faro su ojo ciclópeo y amarillo, cuyas miradas se
quebraban en las aguas agitadas y sollozantes. Mientras conversaban las personas
mayores, Manuel descendió por la escala del embarcadero y sobre el último descanso
se puso a cantar con la guitarra.
En la paz de la noche, bajo la luna clara, en el frescor marino, la música tenía notas
extrañas que yo recuerdo medrosamente. Manuel cantaba un yaraví que se deshacía en
la brisa y se mezclaba al rumor de las olas. Yo he guardado un trozo de esa inolvidable
canción, toda mi vida, en la memoria:
En su ventana moría el sol
y abajo, lento, cantaba el mar;
y ella reía llena de amor
rubia de oro crepuscular…
No volvió nunca mi pobre amor
yo desde lejos la vi pasar;
todas las tardes moría el sol
y su ventana no se abrió más...
¡y su ventana no se abrió más!
Los versos eran de Manuel. Enmudecieron todos. Y aquella noche oí desde mi cuarto
sus sollozos de angustia.
33
V
Manuel estaba muy enfermo y mi padre quiso mandarlo a Ica, a casa de la señora
Eufemia, su madre. El tren salía a las ocho. Mis hermanos se levantaron temprano y en
la casa había la agitación confusa de un día de viaje. Una criada arreglaba la maleta de
Manuel mientras se servía el desayuno. Ponía mi madre carne fría en las hogazas y
humeaba el té en las jícaras. Terminado el desayuno, durante el cual Manuel no habló
una palabra, mi padre le dijo:
—Todo está listo. ¡Anda, Manuel, hijo mío, despídete!
El criado había marchado ya con las liadas ropas. Manuel se puso de pie, acercóse a
mi madre y al abrazarla echó a llorar. Apenas se le oían palabras inconexas. Se despidió
de todos y salió rodeado de nosotros.
A poco el convoy se perdía, sobre los rieles, en las curvas brillantes, hacia el desierto
amarillo y radiante, camino de Ica.
VI
Llegó el lunes de “Semana Santa” y nosotros, según la vieja costumbre, fuimos
llevados a Ica por mi madre. Nos alojamos en casa de “la abuelita”. El tren había llegado
de noche y después de cenar nos acostamos. Jamás olvidaré el amanecer de aquel
“lunes santo”. Al abrir los ojos, en el estrecho cuarto, vi, iluminando la extensión, sobre
una vieja puerta cerrada, por cuyas rendijas la luz de la mañana entraba a chorros, una
ventana de barrotes de madera tallados, entre los cuales jugueteaba el extendido brazo
de una vid alegre, fresca e inquieta. Un vocerío de gorriones poblaba el jardín cercano, y
vibraban las voces familiares, y el mugir de las vacas y el sonar de baldes y cacharros…
—¡Niño, niño, vamos a tomar la leche cruda..!
Y uno traía uvas “pintas”; y otro en el regazo, mangos, y otro rosquitas mantecadas.
¡Qué olor de monturas, de menes teres de trabajo! ¡Qué ropas tan buenas las de aquella
cama tibia y amorosa! ¡Qué mañana tan hermosa donde todo era tan bueno, dulce y
tranquilo! Vestidos de prisa, salimos todos. El cuarto daba a una enramada cubierta de
parrales, entre cuyas hojas pendían maduros los racimos ubérrimos. Los sarmientos
acariciaban los muros con sus retorcidos tentáculos. Al fondo, ya en el corral, un
floripondio con sus invertidas ánforas, perfumaba; y junto al pozo de enladrillado broquel,
sobre el guano oliente y blando, atada por una pata, la vaca, enorme y panzuda, de
grandes ubres henchidas, se dejaba ordeñar tranquila. El blanco chorro caía al compás
de la mano experta de un mocetón en un balde de zinc produciendo un ruido
característico y levantando espuma. Y un vapor de cosa caliente, de leche pura, que
tenía algo de la vida aún cálida, salía del balde y acariciaba la ubre, como una nube de
incienso. Me ofrecieron un jarro, harto de espuma. ¡Oh, el exquisito beber la dulce leche
con calor de madre, con sabor de cosa sublime! Después mi abuela nos llevó al jardín, al
pequeño jardín obra de sus manos sarmentosas. Sobre restos de botellas que antes
sirvieran para guardar el agua y las lejías y los ponches de agraz de navidad, ella había
puesto tierra nueva e improvisado macetas. Tenía allí violetas, la flor más rara en la
aldea; ñorbos, que sobre el enrejado de cañas nacían, crecían y morían; raquíticos y
elegantes chirimoyos de perfumadas hojas; aristocráticos mangos, de finos tallos
infantiles y transparentes, y paltos verdes que conservaban aún la roja enorme semilla,
pegada al tronco incipiente; y agua de lavanda y romero florecido y balsámico; y
albahacas verdes, coposas y enanas; y, ya liberado del tiesto, en plena tierra, en un
34
rincón del jardín, un jazminillo de la India… Tantas cosas, tan bellas que están muertas
como la buena abuelita y como el pobre Manuel y como mis ilusiones de esos días y
como estas mañanas de sol, que yo no he vuelto a ver nunca y como todo lo que es
bello, y juvenil; y que pasa, y que no vuelve más…
VII
Recuerdo vagamente, como se recuerda un sueño, el día de “Jueves Santo”. Era el
día del Señor de Luren, el patrón de mi pueblo. Durante muchas semanas antes,
empezaban a llegar a Ica las ofrendas de todos los pueblos comarcanos; de los
hacendados espléndidos de ése y de otros valles. Los ricos hombres de Cañete solían
llevar, en persona, haciendo luengas ca-minatas, el presente de sus corazones
agradecidos al Señor. Caballeros en potros briosos, brillantes, ricamente aperados,
llegaban los señores dueños de grandes haciendas; y desfilaban por las calles montados
en caballos “de paso” de grácil an-dar femenino: larga y peinada crin, vibrantes ijares,
ceñida cincha, negro y lustroso pellón, riendas lujosas de plata; e iban con sendos
sombreros de ala curva y extensa; y ponchos de finos pliegues y pañuelo al cuello con
anillo de oro, y espuelas alegres y de argentino sonar; y cabriolaban las caballerías
levantando nubes de polvo con gran asombro y desconcierto de la bulliciosa chiquillería,
mientras los fieles enlutados, cruzaban la caldeada acera, llevando flores, o
zahumadores de filigrana, o cirios gruesos y decorados o ramos grandes de albahaca.
Sonaban a muerto las campanas, chirriaban a ratos las matracas, y oíase el singular
sonsonete de los vendedores que ayuntados, de dos en dos, cargaban balaes tejidos
con ca-rrizo, forrados en pellejo de cabritillo, y anunciaban su apetitosa mercancía en
tono musical:
—¡Pan de dulce, pan de dulce! ¡A la regala! ¡Pan de dulce!
Y lo balaes rebosaban con los bizcochos, que los había de todo tamaño; y ora
llevaban dibujos los de a diez reales; y ora eran bañados con azúcar los de a cuartillo; y
aquestos tenían almendras y esotros llevaban canelones y todos eran manjar
imprescindible en el duelo aldeano de la Cristiandad.
Ayunaba aquel día la gente del pueblo. Encerrábamos a los chiquillos en los jardines
o corralones y a todos se nos decía:
—¡Hoy no se ríe, ni se canta, ni se juega, ni se habla fuerte, porque se ha muerto el
Señor!
Por la tarde las gentes con sus mejores trajes de luto, dirigiéndose a la Iglesia de
Luren, donde estaba el Cristo que la víspera, con grandes ceremonias, habían bajado de
su altar, en presencia de miles de peregrinos y gentes de lugar que llevaban grandes
cantidades de algodón en rama, esponjoso y blanco, limpiaban con sus madejas el
llagado cuerpo del Rabí, y guardábanlas luego como panacea para todas las
enfermedades. Ora servía para el “mal de ojos”, ora para quitar el demonio del cuerpo
de los poseídos, ora para recuperar un potro robado, ora, en fin, para curar las mil y una
dolencias a que está sometido nuestro frágil natural.
La iglesia del Señor de Luren era pequeña como albergue de pobre, pero blanca,
tranquila y soleada. Un techón abovedado y bajo, una sola nave, unas pocas ringleras
de banquillos para los orantes; una vetusta, de granito, pila; sobre las columnas, y a la
altura del techo, la fila de cuadros con los “pasos” del Calvario, viejos cromos con
sendos marcos antiguos; pobres y desmantelados altares provistos en toda hora de
35
margaritas y albahacas, entre las cuales agonizaban las amarillentas lenguas de los
cirios, y aquí y acullá, en dispersión y desorden, todo linaje de “reclinatorio” con sus
respaldares de totora, y, en la madera rústica de sauce, las iniciales de sus poseedoras.
Pegada a la iglesia como si en ella se cobijara, estaba la casa del señor cura.
Grandes salas destartaladas por cuyos techos, los huecos y rendijones, dejaban pasar a
chorros la alegría de los rayos del sol, alborotados y jocundos cual colegiales. Un aroma
de albahacas y de zahumerio aleteaba en el pequeño templo. Aquel día los fieles iban
todos a llorar la muerte del Redentor y había de verse el rostro apenado, manso, dulce,
triste, hermoso, radiante de ternura de aquel Cristo generoso a quien jamás se
demandara favor que fuese defraudada la petición.
El día de la procesión, las gentes más distinguidas del lugar la presidían. A las nueve
de la noche, con extraordinaria pompa salía el cortejo de la Iglesia, en cuya plaza y
alrededores esperaba el pueblo, para acompañarlo. Salían las andas, con sus santos y
santas; pomposos sus trajes de oro y plata relumbraban a las luces amarillas de los
cirios. Las señoritas iban delante, rodeando a “la cruz alta”; hacía calle el pueblo en dos
hileras; cada persona llevaba en la mano un cirio encendido, en cuyo cuello se ataba
una especie de abanico, para protegerle del viento. Grandes ramos de albahacas
olorosas y flores de toda clase, traídas muchas de ellas desde comarcas lejanas, eran
arrojadas al paso del Señor de Luren, que pasaba en hombros de gentes creyentes y
distinguidas, envuelto en las nubes aromáticas de sahumerio que hacían en sus
sahumadores de plata las niñitas y las damas que iban delante; las luces, el sahumerio,
el perfume suave y exquisito de las albahacas, el singular olor de los cirios que ardían, la
marcha cadenciosa y lamentable de la música, que desde la capital era enviada
especialmente y el contrito silencio de las gentes, daban a ese desfile religioso,
admirable, amado y único, un aspecto imponente y majestuoso.
VIII
Faltaban pocos días para que mi madre nos llevase, de vuelta, a Pisco. Nosotros
deseábamos quedarnos. Ica era nuestra tierra, allí habíamos nacido, allí teníamos
parientes y amigos, chacras donde pasear, haciendas lejanas a donde había de irse a
caballo. Por fin allí estaba “San Miguel”, la antigua hacienda de nuestro abuelo, que
aunque nosotros jamás poseímos, nos era amada, como un cofre antiguo, en el cual
hubiera puesto sus manos alguna anciana querida.
Consiguieron, de mamá, mis hermanos, que aceptara la invitación de ir a conocer
una hacienda de gentes amigas, ya que al ir, pasaríamos por “San Miguel”, la antigua
hacienda de los abuelos, hoy en extrañas manos. A los ruegos, accedió mi madre; y dos
días antes de volver a Pisco, en una mañana muy fresca y alegre, salimos a caballo para
la excursión. Tomamos, por el lado de San Juan de Dios, pasando por la Iglesia y el
Hospital, y llegamos hasta la “Acequia grande” dejando a la izquierda “Saraja” y la
Hacienda “Palazuelos”, y nos internamos en el valle. Caminamos largo, y por fin,
llegamos a un callejón, entre sombrado y pedregoso, que terminaba en una acequia de
cal y canto, destruida y salida de lecho. Mamá nos dijo:
—Aquí es “San Miguel”, ésa es la antigua casa de la Hacienda y eso que está al
frente, era el galpón donde se guardaba a los negros esclavos. Bajamos, recibiónos tío
José de la Rosa, poseedor de ella, aquel buen viejo, gastador y alegre, casado con tía
36
Joaquina, de los Fernández Prada, viejita dulce y más buena que el pan blanco y que
muchos años después se murió de tristeza.
Todavía paréceme oír al tío José de la Rosa, decirme:
—Mira, muchacho, esta es la casa de tu abuelo, mi padre, don Diego y de mamá
María, tu abuela. Aquí pasaron su vida los pobrecitos, aquí crecimos todos los
hermanos, aquí pasó su niñez y su juventud tu padre, aquí vivió Gertrudis, mi pobre
hermana ciega, la preferida…
Llevóme a otro salón donde se conservaba todavía algo de aquellos tiempos, en la
pintura de las paredes, en los muebles casi todos apolillados, en las grandes mesas de
centro, en las cómodas de fina madera.
“Este era el comedor”, me dijo luego, enseñándome un cuarto. “Aquí estaba la
despensa, donde se guardan todavía los plátanos, las pasas y los higos secos, las
sandías, los melones y los zapallos”.
Volvimos al corredor. Desde cuyo [ventanillo], que estaba sobre un pequeño
montículo, se veía todo el campo. Por allí un cerco verde, en el cual columbrábase el
gañán, guiando la pareja de bueyes que araba la tierra; por otro lado dos o tres peones
cerraban una compuerta; venía camino abajo, en su burro, una india, envuelta en su
pañolón a cuadros; y, por todas partes, bajo el caliente sol, laboraban las sencillas
gentes, cantando, solos, bajo el cielo, mientras que en mí se filtraba una indecible
tristeza que a cada recuerdo de los parientes, crecía. Hablóse de mi abuelo, aquel viejo
caballeresco y añoso: don Diego, respetado y querido por todo el mundo; de la buena
abuela María, a quien los peones y colonos solamente decían Doña Maco, y salían a
relucir hechos y nombres de Muñoces y Fajardos, y Antoñetes y Quintanas, Elías y
Quevedos, Olacheas y Lujanes; y se contaban cosas del tiempo del Virrey, y de los
Libertadores y de los abuelos y de los tiempos idos.
Ya por la tarde, bajado un poco el sol, tomamos nuevamente las bestias, para ir a la
Hacienda cuyo nombre ahora no recuerdo, que tantos años dello hace; y no me
recuerdo tampoco qué camino hicimos para llegar. Sólo está fija en mi memoria la visión
de esa rara hacienda.. Era fresca y fecunda la tierra; crecían en los cercos, en medio de
los maizales, campanillas moradas y azules y blancas; y la tierra siempre estaba
húmeda. Y había árboles muy altos, muy altos; de cuyos pendían, arracimadas,
esféricas, las amarillas peras.
Fue necesario salir del rancho y de la Hacienda y caminar a pie un gran trecho;
caminamos, y por fin alguien dijo:
—¡Escuchen, es el ruido de las peras!
Sentíase un rumor caricioso y lejano, como si fuera rumor de olas. Efectivamente,
llegamos a un lugar amplio, lleno de sembríos, en donde enormes y gruesos crecían los
perales. A pocos metros extendíase ya el arenal estéril e infecundo, y de él venían a
ratos ráfagas de viento que hacían sonar con ruido extraño las hojas de los perales, que
siendo como de papel, al rozarse con el viento, hacen ruido seco, especial e inquietante.
Penden, entre las hojas, las peras en grandes racimos, que el aire mueve y hace vibrar.
Manuel, que seguía silencioso, preguntó:
—¿Y este desierto dónde termina?
—¡En el mar! —le respondieron.
No dijo más el muchacho, y como fue necesario volver a la Hacienda, cogidas las peras,
volvimos todos. En la noche, después del suculento yantar, salimos al corredor y
37
entonces, en las tinieblas, en la oscuridad del campo, donde sólo se oía el ladrar lejano
de algún perro, el silbido de los arrieros que pasaban camino abajo, y el perenne violín
de los grillos, todos le suplicaron a Manuel que cantase. Cogió él la vihuela y bajo la luz
del farol de kerosene, amarillenta y menguada, cantó su yaraví:
En tu ventana moría el sol,
y abajo, lento, cantaba el mar;
y ella reía llena de amor,
rubia del oro crepuscular…
¡rubia del oro crepuscular!
¡Ah, la tristeza infinita de su voz! ¡Cómo iba entrando en el espíritu toda la melancolía
de ese muchacho, al son de la guitarra y en las tinieblas de la noche; bajo la cual
extendíase el campo, oscuro, siniestro; donde, de vez en cuando, parpadeaba una
lucecilla amarillenta!
¿Qué cosa extraña tienen los que van a morirse? Parece que los acompañara algo
misterioso; algo que se ve en sus ojos, que los torna más dulces y más buenos; que los
hace sonreír, piadosamente, por todos los que se van a quedar! Ma-nuel siguió cantando
y terminó por fin su canción:
No volvió nunca mi pobre amor
jamás su mano volví a besar;
todas las tardes moría el sol
y su ventana no se abrió más…
¡Y su ventana no se abrió más!
Cesó de cantar y pidió su caballo. Nosotros debíamos quedarnos en la Hacienda
hasta el día siguiente, y él insistió tanto que se le dejó partir. Tomó su caballo, cabalgó
ágilmente, cruzóse el poncho, dio un sonoro pencazo en las pródigas ancas, y se perdió
en el camino cubierto de sombras, penetró en el cerrado misterio tenebroso. Sintióse
unos instantes el galope sordo e isócrono del potro pujante, y luego, en el silencio
campesino, en la noche profunda, en el espacio mudo, un búho, con sus ojos
fosforescentes y redondos, pasó por el comedor, como si viniera de muy lejos; aleteó
torpemente y, antes de perderse de nuevo gritó con un grito pavoroso:
—¡Crac! ¡Crac! ¡Crac!…
Yo me quedé dormido en el regazo tibio de mi buena madre.
IX
Al día siguiente volvimos a la ciudad, llegamos a las seis de la tarde. Dejamos los
caballos y notó mi madre que ninguno de los parientes sonreía siquiera y si lo hacía era
venciendo un gesto sombrío.
—¿Qué ha pasado? —preguntaba mi madre— Algo ha pasado que ustedes no me
quieren decir.
— ¡Nada, nada ha pasado!
A poco salió una de mis tías con los ojos enrojecidos. Sobresaltados interrogaban todos
y nadie se atrevía a decir la verdad. Salí yo a buscar a mis primos, los muchachos; y me
dijeron todos con una crueldad infantil:
38
—¡Manuel se ha matado!
Solté a llorar y fui en busca de mi madre. Manuel se había matado, la víspera,
después de volver de la Hacienda.
Por la noche fueron a verle mis hermanos, a nosotros no nos permitieron siquiera
saber los detalles de su muerte. Pero al día siguiente fuimos a dejarlo en el Cementerio.
¡Ah, pobre amigo nuestro! En el Cementerio no querían dar permiso para enterrarlo.
¡Cuántas cosas hicieron para que la piedad cristiana abriera las puertas de la última
morada a aquel infeliz que había muerto de dolor, y que había sido tan bueno en la vida!
Muy temprano, salió de Ica un pequeño convoy y en él pusieron el cajón de nuestro
querido muerto, subimos nosotros y el tren se puso en marcha. Un cuarto de hora
después se detenía frente al Cementerio; llegamos a él; iba cargado por uno de mis
hermanos y tres parientes, y nosotros, con el sombrero en la mano, seguimos el triste
cortejo. En la puerta, formada con dos pilastras, Adán y Eva, en sus estatuas rotas,
miraban impasibles. Entramos en el enarenado cementerio, un hombrecillo sucio, con un
badilejo en una mano y una caja de cemento en otra, nos precedía. No hubo sacerdote,
para el pobre Manuel. Metieron la caja negra en el nicho, cubrióla indiferente el
sepulturero y pusieron en la pared húmeda, su nombre y la fecha. Mis hermanos hicieron
una cruz de caña y la colocaron al pie del nicho, y terminó todo.
Volvimos por los cuarteles, llenos de arena del cementerio, sin decir palabra, llorando
los del cortejo, que eran jóvenes casi todos, atravesamos el arenal para tomar el tren,
que ya volvía sin Manuel, a quien nunca más volveríamos a ver en el Mundo.
Al día siguiente llegamos a Pisco y por mucho tiempo, la tristeza tendió sus alas
sobre nuestra casa.
Quien llegue a Pisco, y vea el faro del muelle, quien lo vea de noche, alumbrando
pobremente con su luz, guía de barcos perdidos y de botes desorientados y de
náufragos, cuya luz se quiebra en las aguas, recuerde a ese espíritu triste, de
melancolía infinita, de aldeano amor, poeta de sus dolores íntimos; recuerde a Manuel,
perdónele, y trate de oír, en el murmullo de las aguas que se debaten bajo el muelle en
las tinieblas de la noche, aquel sencillo verso del amigo sepulto:
En su ventana moría el sol
y abajo, lento, cantaba el mar;
y ella reía llena de amor
rubia del oro crepuscular…
No volvió nunca mi pobre amor
yo desde lejos la vi pasar;
todas las tardes moría el sol
y su ventana no se abrió más…
¡y su ventana no se abrió más!
39
Más allá de la vida y de la muerte
César Vallejo
( 1892 - 1938 )
Jarales estadizos de julio. Viento amarrado a cada peciolo, manco del mucho grano
que en él gravita. Lujuria muerta sobre lomas onfalóideas de la sierra estival. Espera. No
ha de ser. Otra vez cantemos. ¡Oh qué dulce sueño!
Por allí mi caballo avanzaba. A los once años de ausencia, acercábame por fin aquel
día a Santiago, mi aldea natal. El pobre irracional avanzaba, y yo, desde lo más entero
de mi ser hasta mis dedos trabajados, pasando quizá por las mismas riendas asidas, por
las orejas atentas del cuadrúpedo y volviendo por el golpeteo de los cascos que fingían
danzar en el mismo sitio, en misterioso escarceo tanteador de la ruta y lo desconocido,
lloraba por mi madre que, muerta dos años antes, ya no habría de aguardar ahora el
retorno del hijo descarriado y andariego. La comarca entera, el tiempo bueno, el color de
cosechas de la tarde limón, todo comenzaba a agitarme en nostálgicos éxtasis filiales.
Casi podían ajárseme los labios para hozar el pezón eviterno, siempre lácteo de la
madre; sí, siempre lácteo, hasta más allá de la muerte.
Con ella había pasado seguramente por allí de niño. Sí. En efecto. Pero no. No fue
conmigo que ella viajó por esos campos. Yo era entonces muy pequeño. Fue con mi
padre. ¡Cuántos años haría de ello! Ufff… También fue en julio, cerca de la fiesta de
Santiago. Padre y madre iban en sus cabalgaduras; él, adelante. El camino real. De
repente, mi padre que acababa de esquivar un choque con repentino maguey de un
meandro:
—¡Señora!.. ¡Cuidado!..
Y mi madre ya no tuvo tiempo, y fue lanzada ¡ay! del arzón a las piedras del sendero.
Tornáronla en camilla al pueblo. Yo lloraba mucho por mi madre, y no me decían qué la
había pasado. Sanó. La noche del alba de la fiesta, ella estaba ya alegre y reía. No
estaba ya en cama, y todo era muy bonito. Yo tampoco lloraba ya por mi madre.
Pero ahora lloraba más, recordándola así, enferma, postrada, cuando me quería más
y me hacía más cariño y también me daba más bizcochos de bajo de sus almohadones
y del cajón del velador. Ahora lloraba más, acercándome a Santiago, donde ya sólo la
40
hallaría muerta, sepulta bajo las mostazas maduras y rumorosas de un pobre
cementerio.
Mi madre había fallecido hacía, a la sazón, dos años. La primera noticia de su muerte
recibíla en Lima, donde supe también que papá y mis hermanos habían emprendido
viaje a una hacienda lejana, de propiedad de un tío nuestro, a efecto de atenuar en lo
posible el dolor por tan horrible pérdida. El fundo se hallaba en remotísima región de la
montaña, al otro lado del río Marañón. De Santiago pasaría yo hacia allá, devorando
inacabables senderos de escarpadas punas y de selvas ardientes y desconocidas.
Mi animal resopló de pronto. Cabillo molido vino en abundancia sobre ligero
vientecillo, cegándome casi. Una parva de cebada, Y después, Santiago, en su
escabrosa meseta, con sus tejados retintos al sol ya horizontal. Y todavía, hacia el lado
de oriente, sobre la linde de un promontorio amarillo brasil, se veía el panteón, retallado
a esa hora por la sexta tintura del ocaso.
A la aldea llegué con la noche. Doblé la última esquina, y, al entrar a la calle en que
estaba mi casa, alcancé a ver a una persona sentada en el poyo de la puerta. Estaba
sola. Muy sola. Tanto, que, ahogando el duelo místico de mi alma, me dio miedo.
También sería por la paz casi inerte con que, engomada por la media fuerza de la
penumbra, adosábase su silueta al encalado paramento del muro. Particular revuelo de
nervios secó mis lagrimales. Avancé. Saltó del poyo mi hermano mayor, Ángel, y
recibióme entre sus brazos. Pocos días hacía que había venido de la hacienda, por
causa de negocios.
Aquella noche, luego de una mesa frugal, hicimos vela hasta el alba. Visité las
habitaciones, corredores y cuadras de la casa. Ángel, aun cuando hacía visibles
esfuerzos para desviar este afán mío por recorrer el amado y viejo caserón, parecía
también gustar de semejante suplicio de quien va por los dominios alucinantes del
pasado más puro e irremediable de la vida.
Por sus pocos días de tránsito en Santiago, Ángel habitaba ahora solo en casa,
donde, según él, todo estaba tal como quedara a la muerte de mamá. Referíame
también cómo fueron los días de salud que precedieron a la mortal dolencia y cómo su
agonía.
—¡Ah, esta despensa, donde le pedía pan a mamá, llori-queando de engaños!— Y
abrí una pequeña puerta de sencillos paneles desvencijados.
Como en todas las rústicas construcciones de la sierra peruana, en las que a cada
puerta únese casi siempre un poyo, cabe el umbral de la que acababa yo de franquear,
hallábase recostado uno, el mismo inmemorial de mi niñez, sin duda, rellenado y
revocado incontables veces. Abierta la humilde portezuela, en él nos sentamos, y en él
también pusimos la linterna ojitriste que portábamos. La lumbre de ésta fue a golpear de
lleno el rostro de Ángel, que extenuábase de momento en momento, conforme trascurría
la noche, hasta parecerme a veces casi trasparente. Al advertirle así, le acaricié y colmé
de ósculos sus barbadas y severas mejillas, que se empaparon de lágrimas.
Una centella, de ésas que vienen de lejos, ya sin trueno, en época de verano en la
sierra, le vació las entrañas a la noche. Volví restregándome los párpados a Ángel. Y ni
él, ni la linterna, ni el poyo, ni nada estaba allí. Tampoco oí ya nada. Sentíme como
ausente de todos los sentidos y reducido tan sólo a pensamiento. Sentíme como en una
tumba.
41
Después, volví a ver a mi hermano, la linterna, el poyo. Pero creí notar el semblante
de mi hermano, como restable-cido de su aflicción y flaqueza anteriores. Tal vez, esto
era error de visión de mi parte, ya que tal cambio repentino no se puede ni siquiera
concebir. Le dije:
—Me parece verla todavía, no sabiendo la pobrecita qué hacer para la dádiva, y
arguyéndome: —¡Ya te cogí, mentiroso! Quieres decir que lloras, cuando estás riendo a
escondidas. ¡Y me besaba a mí más que a todos ustedes, como que yo era el último
también!
Al término de la velada de dolor, Ángel parecióme de nuevo muy quebrantado, y,
como antes de la centella, asombrosamente descarnado. Sin duda, pues, había yo
sufrido una desviación en la vista, motivada por el golpetazo de luz del meteoro, al
encontrar antes en su fisonomía un alivio que, naturalmente, no podía haber ocurrido.
Aún no asomaba la aurora del día siguiente, cuando monté y partí para la hacienda,
despidiéndome de Ángel, que quedaba todavía unos días más, por los asuntos que
habían motivado su viaje a Santiago.
Finada la primera jornada del camino, acontecióme algo inaudito. En la posada
hallábame reclinado en un poyo descansando, y he aquí que una anciana del bohío, de
pronto, mirándome asustada, preguntóme lastimera:
—¿Qué le ha pasado, señor, en la cara? ¡Parece que la tiene usted ensangrentada!
Salté del asiento. Al espejo advertíme, en efecto, el rostro encharcado de pequeñas
manchas de sangre reseca. Tuve un calofrío. ¿Sangre? ¿De dónde? Yo había juntado el
rostro al de Ángel que lloraba… Pero… No. No. ¿De dónde era esa sangre?
Comprenderáse el terror que anudaron en mi pecho mil presentimientos. Nada es
comparable con aquella sacudida de mi corazón. Hoy mismo, en el cuarto solitario
donde escribo, está la sangre aquella y mi cara en ella untada y la vieja del tambo y la
jornada y mi hermano que llora y mi madre muerta.
¡Oh noche de pesadilla, en esa inolvidable choza, en que la imagen de mi madre
muerta alternó, entre forcejeos de extraños hilos, sin punta, que se rompían luego de
sólo ser vistos, con la de Ángel, que lloraba!
Seguí ruta. Tras de una semana de trote por la cordillera y por tierras calientes de
montaña y luego de atravesar el Marañón, una mañana entré en parajes de la hacienda.
El nublado espacio reverberaba a saltos, con lontanos truenos y solanas fugaces.
Desmonté junto al bramadero del portón de la casa que da al camino. Llamé. Algunos
perros ladraron en la calma apacible y triste de la fuliginosa montaña.
Una voz llamaba y contenía desde adentro a los mastines, entre el alerta gárrulo de
las aves domésticas alborotadas. Esta voz pareció ser olfateada extrañamente por el
fatigado y tembloroso solípedo, que estornudó repetidas veces, enristró casi
horizontalmente las orejas hacia adelante, y, encabri-tándose, probó a quitarme los
frenos de la mano. Al desplegarse, con medroso restallido, las gigantescas hojas del
portón, aquella misma voz vino a pararse en mis propios veintiséis años totales y me
dejó de punta a la Eternidad. Las puertas hicié- ronse a ambos lados.
¡Meditad brevemente sobre este suceso increíble, rompedor de las leyes de la vida y
de la muerte, superador de toda posibilidad!
¡Mi madre apareció a recibirme!
—¡Hijo mío! —exclamó estupefacta—. ¿Qué es lo que veo, Señor de los Cielos?
42
¡Mi madre! Mi madre en alma y cuerpo. ¡Viva! Y con tanta vida, que sentí ante su
presencia, asomar por las ventillas de mi nariz, dos desolados granizos de decrepitud,
que luego fueron a caer y pesar en mi corazón, hasta curvarme senilmente, como si, a
fuerza de un fantástico trueque de destinos, acabase mi madre de nacer y yo viniese, en
cambio desde tiempos tan viejos, que me daban una emoción paternal respecto de ella.
Sí. Mi madre estaba allí. Vestida de negro unánime. Viva. Ya no muerta. ¿Era
posbile? No. No era posible. No era mi madre esa señora. No podía serlo.
—¡Hijo de mi alma!— rompió a llorar mi madre y corrió a estrecharme contra su seno,
con ese frenesí y ese llanto de dicha con que siempre me amparó en todas mis llegadas
y mis despedidas.
El estupor me puso como piedra. La vi echarme sus brazos adorados al cuello,
besarme ávidamente y sollozar sus mimos y sus caricias, que ya nunca volverán a llover
en mis entrañas. Tomóme luego bruscamente el impasible rostro a dos manos, y miróme
así, cara a cara, acabándome a preguntas.
Por fin, enfoqué todas las dispersadas luces de mi espíritu, e hice entonces
comparecer a esa maternidad ante mi corazón, dándola un grito mudo y de dos filos en
toda su presencia. ¡Oh el primer quejido del hijo, al ser arrancando del vientre de la
madre, con el que parece indicarla que ahí va vivo por el mundo y darla, al mismo
tiempo, una guía y una señal para reconocerse entrambos por los siglos de los siglos! Y
gemí ante mi madre:
—¡Nunca! ¡Nunca! Mi madre murió hace tiempo. No puede ser…
Ella incorporóse espantada ante mis palabras y como dudando de si yo era yo. Volvió
a estrecharme entre sus brazos, y ambos seguimos llorando llanto que jamás lloró ni
llorará ser vivo alguno.
Y aquí las manchas de sangre que advirtiera en mi rostro, en el bohío pasaron por mi
mente como signos de otro mundo.
—¡Hijo de mi corazón! ¡Ven a mis brazos! Pero ¿qué?.. ¿No ves que soy tu madre?
¡Mírame! ¡Mírame bien! ¡Pálpame, hijo mío! ¿Acaso no lo crees?
Contempléla otra vez. Palpé su adorable cabecita enca-necida. Y nada. Yo no creía
nada.
—Sí, te veo —respondí— te palpo. Pero no creo. No puede suceder tanto imposible.
¡Y me reí con todas mis fuerzas!
Originalmente publicada en 1923.
[Versión corregida en el “Manuscrito Couffon”, 1994]
43
El pututo
Emilio Romero
( Puno,1899 - 1993 )
El sol parecía incendiar la pampa. Una vaporación lenta y voluptuosa se desprendía
de las charcas hechas por la lluvia donde un centenar de ranas decíanse su estribillo
desgarrador y átono. Sobre la moya de un verde exorbitante y abundoso, rumoreaba un
rebaño de ovejas blancas como el rebaño de nubes que vagaba en el cielo. Lejos,
indiferente y hermosa, una imilla como una figurilla de barro cocido, decoraba el paisaje.
Tenía el chullo de lana sobre la cabeza y cayendo en dos alas espesas sobre la espalda.
Su viejo chaquetín estaba deshilachado a la altura de sus senos tan erectos, tan durillos,
tan morenos, tan increíbles. Luego una faldilla carmesí y la huaraca liada en la cintura.
Dando una vuelta sobre los talones se habría visto el horizonte cercado de inmensos
cerros policromados. Allá había un grupo de casuchas blanquecinas, edificadas sobre
las peñas como Nacimientos. En otro, los quinuales maduros eran una pincelada brunorojiza, los cebadales amarilleaban con reflejos de oro. Y más lejos, el fecundo papal que
crecía verdoso en los negros surcos de la Tierra, floreaba jovialmente bajo un sol
maravilloso.
De repente el silencio solemne de la pampa fue escarnecido con un relincho agudo y
prolongado. Y por el camino que culebreaba en los pajonales, aparecieron galopando
cuatro jinetes.
El señor traía un enorme poncho de vicuña y guarapón de hilo. Por tras él estaban en
unos caballejos castaños, lanosos y trotones, tres indios con las piernas cubiertas de
gruesas ccarabotas. La imilla entonces atendió al rebaño y desliando la huaraca la hizo
silbar dándola cien vueltas en círculo con el brazo en alto. Las ovejas se inquietaron.
Llegados que fueron, el señor desmontó y los indios también.
—A ver el recuento…
Al rugido del señor uno de los indios, el más andrajoso, ordenó a la imilla conducir el
rebaño a un cercado próximo. Todos caminaban en silencio y en la cara del indio
andrajoso que era llamado Domingo, había un desganador gesto de tristeza. La imilla
parecía no comprender nada. Comenzaron el recuento. Las maltonas, los anejos, las
madres, las urhuas, salían por un estrecho hueco del cercado, oprimiéndose unas a
44
otras, saltando y estrechándose con angustia hasta balar de dolor. Los indios los
arreaban dentro del cerco, hacia el hueco, y los otros por fuera con el ojo vivo sobre el
portín contaban los ganados que al ver otra vez la pampa inmensa brincaban gozosos…
—¿Qué has hecho de tres anejos, Domingo?
—Tata, se han muerto…
—¡Han muerto! Esta es la respuesta de siempre, ¡indios ladrones! ¡Ya no hay
paciencia, caray! A ver mándate cambiar hoy mismo, indio canalla…
—Tatay…
—A ver Pascual, toma este cargo desde hoy…
Domingo guardó silencio un momento y después con el acento aún más lleno de
amargura, llamó:
—¡Imilla!.. ¡Imilla!..
La imilla que se había alejado otra vez con el rebaño, al oír la llamada de su padre
acudió corriendo.
—Jaku…
—Tata.
—¡Vamos, te digo!.. La imilla bajó la cabeza, mientras tanto, el señor partía con los
demás al galope.
Cuando la imilla vio a Pascuala tirar piedras al rebaño para llevárselo a su cabaña,
sintió que el sol tan quemante le achicharraba el corazón.
Preguntó tristemente:
—Tata, ¿nos han quitado el rebaño?..
El indio no respondió, pero tenía en sus labios una maldición. Después dijo: No haz
de llorar imilla. No se llora al Sol…
Y corrieron por la pampa. Caminaron en el día y de repente llegó la noche. Estaban al
pie de un inmenso cerro peñascoso. Subieron oteando la atmósfera como pumas
furiosos. Cuando llegaron a un lugar elevado, Domingo sacó debajo del poncho un
cuerno de vaca con la punta cortada y dijo:
—Imilla, ahora puedes llorar… Pero el pututo con ese ¡hu!, ¡húúú!, tan amargo, tan
lúgubre, tan vengativo, lloró desesperadamente en la noche, y la imilla también lloró…
45
Jijuna
José Diez Canseco
( 1904 - 1949 )
Tambo de La Buena Mano. Llantenes chiquitos festonan los zócalos de paja y barro
que emanan úricos miasmas de chicheros. Tambo de La Buena Mano. Damajuanas
señoronas de preñados vientres y delgadas botellas empolvadas. Anaqueles medio
desnudos, y, entre un marco de madera negra, un buque que naufraga en un mar
tempestuoso. Encima de un ventano, el escudo del Perú con banderas flamígeras. Vuela
una sombra gigante de mariposas nocturnas. En el tambo se alza un vaho lento de
humazos imposibles, y los ojos del propietario —Antonio Lang—, se entreabren cuando
alza el vuelo un tanto enérgico y peruano:
—Jijuna...
Alrededor de una vasta mesa florecen ponchos bajo el candil de querosén. La noche
se ha derramado, lo mismo que la chicha de Huarmey, por las arenas todavía calientes
del sol costeño. Lejos, zumba el mar. Fuera del tambo relinchan caballos próceres. Pero
alto, enhiesto, levantisco, camorrista, un zaino se sacude el relente resonando el apero:
—Jijuna...
La voz no tiene una inflexión colérica. Modula cacha zafia y crudelísima. De rato en
rato, los gruesos vasos resuenan sobre el tablero de la mesa en brindis mudos. Las
candelas de los cigarros agudizan las aristas del bronce cholo de los rostros. El chino
Lang destapa la cuarta botella de chicha. Unas moscas rebullen sobre los restos de la
cena.
Por aquellos lares andaba don Santos. Era, don Santos, el dueño del zaino pleitista.
Zaino de paso llano y anca redonda, para asentar a la que quiera arrunzarse con uno.
Resuena el apero del potranco, con tintines de plata. Allí, en la noche, las hebillas de las
riendas, los cantos de los estribos, relucen como los ojos húmedos del Cura. Cura, así
se llama el potro, por irreverencia de don Santos y porque se lo hurtara al señor párroco
de Casma. Y todavía tenía, el muy indino, la insolencia de pasear por la plaza del puerto
a lomos del cuerpo del delito. Cholo bandolero de esas tierras, sin más ley que su
pistola, sin más amigo que su potro. A él cantaba, en las lentas peregrinaciones de los
arenales, las más mimosas coplas querendonas. Para su Cura eran las rudas caricias de
46
sus manos asesinas y sus consejos de baquiano sabihondo porque por las patas del
potro salvara muchas veces de tanto gendarme sinvergüenza.
Se lo están contando:
—Jijuna...
Pues, sí, era cierto. Fue después del almuerzo que el sub-prefecto le ofreciera a don
Ramón Santisteban, hacendado de muchas tierras de sembrío y pastos. Don Ramón
había desenfundado la pistola y roto unas botellas.
—Menos mal q’estaban vacidas...
Y después, contaba el chismoso, don Ramón había prometido:
—¡Cómo quisiera encontrármelo! ¡En la frente le meto su jazmín, mi subprefecto! ¿Ha
visto cómo tiro? ¡Y yo no teng’un pelo! ¡Lo adelanto! Palabra, Autoridá...
Era en aquel tambo la charla chismosa. El amigo, compañero de barrabasadas, le
confiaba a don Santos estas cosas. ¿Don Santos? Sí, hombre, sí; Santos Rivas, ése del
incendio de Molino Grande; ése de la muerte de don Eustaquio Santisteban, el hermano
de don Ramón; ese de las quinientas cabezas de ganado de la hacienda de Paso
Grande; ése de la mujer del doctor Jiménez, después de la fiesta del 28; ése del tren a
Recuay; ése del duelo con don Miguel Páucar y del festejo con tanta y tanta botella de
pisco; ése de... ¿quién se va a acordar de todos esos líos?
El mozo escuchaba en silencio. Con el rebozo del poncho se cubría apenas el rostro
duro y sólo los ojos sonreían. De rato en rato, pitaba su “amarillo” y modulaba la sonrisa:
—Jijuna...
Cuando Cosme terminó el relato, apenas si sonrió Rivas:
—Ya l’encontraré algún día... Y solitos... En cuantito salga’e viaje, me avisas,
¿quieres?
—Yaqu’ermano...
Y como se hacía tarde se despidieron. El chino retiró las botellas y vasos apuntando
el precio. Los hombres se confundieron con la noche. De pronto, una voz seca:
—¿Cura?
El potro respondió en su lengua. Montó don Santos, y ambos amigos, hombre y
bruto, se metieron en las sombras.
II
En el parral, un chirote silbaba largo. El viento palomilleaba entre los álamos altos,
correteando sobre las vides que desparramaban su verdor más allá de las bardas
desiguales. Se mecían los pámpanos como una marejadita de la rada de Huarmey.
Estaba alegre la madrugada, pero ya cansaba esta cuesta que Santos Rivas hacía sobre
el Cura, acortando la distancia; tres leguas en hora y cuarto... Guapo el Cura para
arrancar arriba. Arriba...
Arriba esperaba la china Griselda Santisteban. Y, claro, el Cura apresuraba el paso
trepando por el valle hacia el casal de la hacienda donde la china vivía. ¿Estaría fuera?
A lo mejor arrancó también para la sierra acompañando al cholo bruto de su padre. Don
Ramón no gustaba de estos líos y por ello ofreciera “su jazmín” para don Santos. Ese
hombre fue quien tendió a su hermano y ahora le enamoraba a la hija. ¡Barajo y baso
q’era sinvergüenza el mozo! Pero mejor estaba así, llevándose a su chinita para la sierra
47
porque él ya estaba viejo.Santos, en cambio, era más joven y por muy trejo que uno
juera, el otro tenía más vista y la mano más pronta.
Santos comenzó a silbar con impaciencia. El Cura apresuró el paso hasta llegar a la
ranchería de la hacienda que, a esa hora, se alumbraba a querosén.
La ranchería —paredes rojizas, estrellas mugrientas de los faroles en las esquinas,
tambos con bullas a la sordina y un eco de guitarra— aparecía medio dormida. Lejos,
pero bien lejos, dos quenas cantaban tristezas peruanas. Y el chirote bandido seguía el
silbo largo, saltando entre el follaje que apenas susurraba como quitasueños de 28 de
julio.
La noche todavía estaba enterita. Ni estrellas ni luna. El río ladraba lejos. Los cerros
devolvían los foscos insultos de perros panfletarios. Una lechuza comenzó a despedirse
de la noche con el estribillo consabido, y don Santos se santiguó bajo el poncho, por si
acaso.
¿Estaría Griselda? ¡Claro que estaba! Allí, en el caserón suntuoso, la lumbre de su
cuarto avisaba tranquila su presencia.
—Amos, Cura, amor juerte...
Pasó el portalón tuerto y arrumbó a la casa. Al pie del ventanuco largó un silbo
mochuelo. La otra contestó asomada:
—Chino...
—Vine pa’despedirme, vidita... Como te vas pa la sierra...
—Yo, no. Mi’apá que se va pa Huacho...
—¿A Huacho? ¿Cuándo?
—Mañana, en la mañanita...
—Yo también, mi vida... Me llev’una repunta’eganao... Doscientas cabecitas y un
torazo grande... ¡Ja, ja! Pa regresar pronto vidita... ¿No bajas?
—No puedo. Mi’apá me pilla si abajo...
—Sonsa...
—Endeveras... Mira que l’otra noche casisito nos pesca... Y v’a a ser un lío si nos
encuentra juntos...
Rivas palanganeó una sonrisa:
—¿Endeveras? ¿Lío? ¿Endeveras que tu’apá mi’ase lío?
La china hizo una guaragua de ternura:
—Mira, Santos, con mi’apá no vas a ser guapo, ¿no?..
—Sonsa... ¿Guapo? Con naides soy yo guapo, vidita...
Un instante se retiró la moza del ventano. Murió la luz. El Cura se sintió libre del jinete
que fue hasta el portalón. Chirrió el postigo y, destocándose el pajizo, el tarambana se
perdió en la sombra casera. Y, hembra y mozo, se dieron los “buenos días” con las
húmedas bocas temblorosas.
Parece que el sinvergüenza salió como dos horas después. El Cura se repuso con la
gramilla del patio. El cielo se despejó un poco y comenzó el día por encima del
Huascarán lejano. Al despedirse acanelaron las voces con criolla sandunga:
—Ta’ pronto, Chino...
—Ta’ pronto, vidita...
48
III
¡Cholo fresco! A don Eustaquio Santisteban lo tendió de un tiro cuando la feria de
Huayanca, y ahora venía a enamorar a la sobrina, a la hija del hermano. Pero quién
sabe por qué encono consigo mismo, Rivas se sentía casi buena persona a la vera de la
moza que le alocaba con la ternura de sus ojos rasgados, con el aroma de sus trenzas,
con sus manitas adornadas con piochas de plata y turquesas del norte. ¿Cómo fue que
fue? ¡Sabe Dios! Acaso las cosas comenzaron por los tonderos bailados una tarde, sin
conocerse, después de la procesión del Sábado de Gloria. La chicha hizo el resto,
inspirando a Santos Rivas el floreo picante que la otra no rehuyó sino que, muy por el
contrario, agradeció con la mejor de sus sonrisas. Y ya por la noche, cuando la guitarra
comenzó con los tristes esos:
Papel de seda tuviera
Plumita de oro comprara
Palomitay...
ya la muchacha enrojecía de tal guisa, que la señora Cárdenas atortoló la papada
mantecona:
—Pichoncita...
Y pichoncita mansa fue para el gavilán arrogante que puso pavor en todo el valle del
Santa, por las tierras lindas de Ancash, con sólo el tino de su pistola y la perspicacia de
su ojo infalible. Pichoncita mansa, sí, pichoncita serrana, más dulce que todas las
hembras, con ese mimo del arrullo, del abandonado querer que no resiste, de los
silencios pequeños que en estas hembras peruanas son la joya más preciada, porque
callan y miran. Y allá por los valles, cuando la luna apunta por la cordillera inmensa,
cuando la calandria chola comienza el variado trino, ese silencio y esos ojos enloquecen
hasta a los limeños mastuerzos. Y el mejor de los dúos —brisa y ave—encuentra vida en
las pupilas humildes de las chinas mimosas del Perú.
Lastima no más que tuviera que irse. Porque claro que se iba. ¿No aprovechar el
viaje del padre, de ese don Ramón que se había atrevido a ofrecerle jazmines?.. No, se
iba tras él, a Huacho, para hacerle ver que tiritos no se meten, así no más, a los
hombres. Se iba para decirle que, hombre a hombre, muy gallo tenía que ser el tipo que
le pisara el poncho. Cosme también se lo había avisado al regreso:
—Mañana, en la mañanita, don Ramón sale a las tres pa Huacho...
—Gracias hermano, pero ya lo sabía.
—Y tú, ¿te vas?
Rivas no respondió. Encendió un «amarillo» y murmuró apenas:
—Jijuna...
IV
De trecho en trecho, los postes del telégrafo. Recién se les adivina en el medio claror
de la madrugada. Las lomaditas ya estaban peladas, con unas cuantas matas de grama
que crecen porque sí. Las arenas comenzaban a invadirlo todo, aventadas por los
vientos primeros del otoño, y de rato en rato, fulguraba una salina perdida. Igual y
rítmico, el cuádruple paso trotón de unos caballos. Las siluetas se perfilaban envueltas
49
en los ponchos, como unas carpitas que los pajizos remataban. Eran don Ramón
Santisteban y su paje. Los hombres marchaban en silencio, atisbando la lejanía, porque
los encuentros feos son frecuentes en esta tierra.
Andaban. En Huacho tendría que feriar ganado y volverse unos días después con el
cinturón bien gordo de billetes. Eso sí, pedirían campaña al cuartel del cuerpo rural,
porque setecientas libras no se las pueden alzar así como así. Don Ramón apresuraba
el paso. Una vaga desazón, esa cosa indefinible que se siente en los desiertos peruanos
cuando se les atraviesa de noche; ese cantar de las paca-pacas que, por muy templado
que uno sea, siempre molesta; ese zumbar del viento que no tiene barreras y que se
desgarra en los tunales o en los hilos del telégrafo, todo eso fastidia. Y, más todavía,
cuando se ha soltado la lengua a propósito de Santos Rivas, la cosa se empeora,
porque el tipo ése no entra en vainas. ¡Culpa de la chicha, por los clavos!
Porque él, claro está, no iba a entenderse con ese hombre. El se habría vengado
haciéndole pegar cuatro garrotazos por los peones de su hacienda, y el cuerpo habría
ido a parar a cualquier acequia que le cubriese de lodo. Después... ¡cualquier cosa! A él,
ricachón y con esos peones, ¿quién le iba a decir un cristo? Entonces, ¿por qué habló?
Esos tragos demás, caramba, esos tragos...
Iban en silencio. Los pajes saben que siempre que un viajero habla tiene miedo. Por
muy baquiano que uno sea, si habla en el desierto, es porque siente que algo se
descompone. Algo que no se sabe qué es, pero que se siente. Miedo a esa tremenda
soledad, al despeche de la bestia, a quedar desmontado por culpa del maldito calor que
raja los cascos de las mulas más bravas, de los potros más recios, si se tiene a mano un
poto de aceite.
Las anchas rodajas de las espuelas tintineaban en los estribos de cajón. El pellón
sampedrano daba calor ya, y, bajo el poncho, las manos se agarrotaban, una sobre las
riendas, otra sobre la cacha fría de la pistola que, poco a poco, iba tomando el calor de
esa mano. ¡Qué vaina! ¿Cuántas horas faltarían? Ya aclaraban las tintas de la noche
con lindos colores cholos. Morado, rojo, verde, oro purito, como un poncho que tendieran
desde la Cordillera Blanca, cuya nieve fulguraba extrañamente. Y de pronto, uno, dos,
tres, cuatro cóndores pasaron zumbando su vuelo destemplado. Ya era día. Dentro de
una horita se vendría el sol íntegro, y eso consuela. Pero antes que el sol se vino un eco
raro:
—¿Qué jué?
—No sé, taita.
¡De fijo que era el bandido! ¿Quién, si no, iba a galopar sobre sus huellas a las cuatro
de la mañana? Y él no podía volver la cara —¡eso nunca!— para mirar quién le seguía:
—Mira, a ver...
El paje endureció los ojos bajo el faldón del pajizo. Medio cerró un ojo y sentenció
después:
—Don Santitos, patrón...
—¿Por aónde?
—Por cinco hondas, lo muy menos, patrón...
¿Diez cuadras? No importaba. Todavía podía apresurar el paso hasta la Cruz de
Yerbateros y eso era ya distinto. Pero el galope proseguía igual, reventando la cincha de
la bestia, clavadas de fijo las roncadoras en la panza del bruto:
—¡Qué modo de reventar bestias!.. ¿Y ahora?
50
—Cuatro hondas, taita...
—¡Ah, barajo y paso! ¡Que venga, sí que venga! ¡Que sepa ese canalla quién es don
Ramón Santisteban! ¡Lo adelantaba, por diosito que lo adelantaba!
—¿Y ahora?
—Tres, no más, tres...
El galope se adelgazó un poco. Seguro era un respiro para el caballo. Pero el paso
llano apresurado no interrumpía su son igual. Ya no galopaba, pero siempre le iba a
alcanzar.
—Pica un poco.
—Mejor corremos, patrón, mejor...
Las dos bestias torcieron los hocicos con las riendas tensas. Ahora, alta ya la
mañana, la figura del jinete se hacía nítida. Venía en el Cura, con su clásico poncho
amarillo y rojo. El jipijapa tenía alta la falda, delantera por el viento que empujaba para el
norte, descubriendo el rostro duro y burlón de don Santitos. El potro levantaba las
arenas con el rotundo paso farolero. Venía con la cabeza alta, sacudiendo las crines,
cubriendo el pecho de su amo que se inclinaba sobre la cruz evitando el aire.
—¿Y ahora?
—Cerquita, no más...
Don Ramón no titubeó: bajo el poncho desenfundó la pistola y la tiró a la arena.
Santos Rivas no atacaba a un hombre desarmado. Pero el mozo, al pasar, advirtió el
pavón de la Colt reluciendo de negro sobre la arena de oro.
Sin desmontar, apoyado
en el estribo, recogió del suelo el arma y de un golpe se puso a la vera del hacendado:
—Mira, pues, don Ramón, se le cayó el canario.
Y con la diestra desnuda, fiera diestra de bandido, alcanzó al señorón el arma inútil. Y
con el inmenso desprecio de los guapos, volvió grupas y arrumbó al norte.
Se fue solo, solito, como los trejos, sin volver la cara como cuando pasa una mujer
bagre, sin temer un tiro atrasado, ondeando el poncho como una bandera de valentía; no
había de castigar en un cobarde la insolencia. Regresó aflojando el paso del Cura, que
meneaba la cabeza jugando con las riendas. Allá volvió, hacia el valle de sus hazañas,
en donde le esperaba el mismo zandunguero de su china, el respeto de los guapos, la
admiración del mujerío. Se fue así, alto y rotundo, sonriendo bajo el rebozo del poncho
terciado sobre los hombros fuertes:
—Jijuna...
51
El abrazo
Fernando Romero
( Lima, 1905 )
“¡Lo que brillan las metralladoooras!”, se dice Panaifo mirando la lancha que se
aguanta, sobre la máquina, contra la corriente del Ucayali. “Si me descubren el
contrabando, me friegan…”
La embarcación está tan cerca de la isleta que la voz del Comandante le llega
claramente.
—¿De dónde vienes?
—De mi chacra, señor, quiá un día de surcada de la boca del Pishqui’sta.
—¿A dónde vas?
¿Cómo le va a decir que a Iquitos, a hacer el negocio con el sargento de playa
Asunción Curica, gran contrabandista de animales y tabaco, y su compadre?
—Aquicito no más, señor, a cuatro vueltas aguas abaajo.
—¿Qué llevas en la balsa?
—Eso que ves, señor: mis naranjas, mis plátanos y el paaiche.
—Cuidado con las tortugas, no más. Ya sabes que estamos en época de desove y
que está prohibido voltearlas.
—¡Cómo vuá voltiarlas, señor! Yo soy hombre honráu, señor. Yo siempre obedezco
la Capitanííía…
La lancha continúa su viaje de surcada. “Otra vez los engañé…”, se dice, sonriendo.
Hace años que, mediando junio, Panalfo construye una balsa fuerte, carga en ella los
productos de su puesto, deja la chacra al cuidado de los perros y, acompañándose de su
mujer y de su hijo, baja el río. No importa la duración del viaje. Descansa en todas las
playas ardientes que el agua deja libres en las vaciantes, y en ellas caza un promedio de
cuarenta tortugas —charapas, taricayas, cupisos— que conduce a Iquitos, bien
escondidas bajo hojas de palma sobre las cuales va la mercancía inocente.
—Samuel: ya’stá tu comiiida —le grita la María.
Va hacia la balsa, amarrada a una estaca que ha clavado en la playa. La mujer le
alcanza unos plátanos que ha sacado de la huillpa, y un pate con chicha de yuca.
52
—Me dio meido de que bajasen y registrasen bajo la barbacoooa… Pero tú bien que
los lamistiaaaste…
—¡Qué vana registrar, hom…! De que les pagan su plata sin hacer nada, ociosos no
más sooon… ¿De qué quieren quiuno viiiva?… “No voltees charapas…” “Nuhagas
cigarros con el tabaco…” “Nuhagas aguardiente…” Diz que leyes son… ¿Leyes?: pa’
friegar no más al cristiano… Disputao nomás quemhicieran a mí, ya verías cómo quitaba
tuas las leyes paquel pobre viva como pueda…
—Y áhura ¡lo quecuesta tooodo!… ¿Cuánto costará, pues, las tejitas que vuá
comprar en Iquitos pa’ la guagua y pa’ mí?
Panaifo opta por no contestar. “Ya comenzó a hablar de las telitas”…
Se tiende en la arena, mientras ella lava en el río. La tarde está serena. Las últimas
nubes blancas se reflejan en el agua como grandes edificios de mármol. El sol se va,
enrojeciéndolo todo y cerrando el conmutador del cielo: Venus y Sirio se encienden.
Después se oculta tras un estrato que se besa con las copas de los árboles,
derramándose en encarnado. La oscuridad termina tragándose a un cúmulo vagabundo
que se ha disfrazado de rosa para ocultarse.
—Ya cerró la noche, ya.
—Ya cerró, ya… Va ser buena pa la virazión. Oscura ha de ser porque sólo faltan
tres días pal creciente. Ya creo ques hora, ya. Tú ponte en este lao. No salgas hasta
quete avise.
Las tortugas han comenzado a subir a la playa. Abren en ella los huecos en que van
a depositar sus huevos para que el calor del padre sol se encargue de convertirlos en
seres vivos. Panalfo las va contando. Ahora hay diez sobre la arena.
—¡Ya María!
Desde lados opuestos, ambos se precipitan hacia la playa para cortar el camino a los
animales. No obstante los mordiscos que reciben, marido y mujer los van volteando
panza arriba y los dejan agitando con desesperación las patas.
—Una, dos, tres, cuatro, cinco…
—Mese fue una. ¡Lo que me mordió fueerte!
Las depositan en la balsa, siempre panza arriba, bien cubiertas con hojas de palma.
***
Con sus gandes cabezas triangulares, los lagartos van contra la corriente mientras la
balsa se deja arrastrar por ella. Panaifo, en la proa, escruta la oscuridad del río para
evitar choques contra las palizadas y troncos a la deriva. De rato en rato llama a la
mujer, y ella se ase al largo remo para ayudarlo como sólo lo saben hacer las mujeres
loretanas.
Acaban de doblar la vuelta de Machi-Tipishca y embocan ya la travesía de Altimira
cuando María le grita, de la popa.
—Samuel: que ruido de lancha viene me pareceeeee.
Deja el remo y se pone a observar. Oye el hipar característico de una embarcación a
vapor. Después, sus ojos, habituados a la oscuridad, distinguen en la negrura de la
noche.
—¡Ah, pucha!… Es la que buscaba contrabando… Apaga la huillpa…. No dejes que
el guagua llore.
53
Aunque está en medio del canal que obligadamente tiene que navegar la lancha, sólo
atina a hacerse invisible escondiéndose, con la mujer y el niño, bajo el pamacari.
La embarcación avanza a toda máquina. Ahora Panaifo escucha el golpe de la proa
contra el agua y la voz de un timonel que está sondando.
—Braza escasa… Cinco pies… Cinco largos…
La lancha sólo se da cuenta de que hay algo delante cuando está demasiado cerca.
—¡Up! ¡Up! ¡Balsa a proa! ¡Tumba! ¡Tumba rápido!
No pueden evitar la colisión. Revientan las lianas que unen los palos de la balsa unos
a otros, y caen al agua sus tripulantes, los plátanos y las charapas, mientras la masa
humeante pasa rauda alborotando el río con sus hélices.
El choque ha tirado a Panalfo contra el horcón de los remos, haciéndole una herida
en el costado. Se aguanta en el agua, escrutando el río en busca de la mujer y el niño.
Pero no ve nada. Piensa que han sido arrastrados por la corriente, y se deja llevar aguas
abajo, hasta que distingue una forma que va hacia la orilla.
—¡Espera, María! Allá voy…
Reúne las poca fuerzas que le quedan y nada hacia allá. En la oscuridad oye el
respirar agitado de su mujer. Llega por fin a su lado y la abraza. Siente en su piel el
contacto con un cuerpo duro y frío. Una dentellada le cercena las piernas y se hunde,
abrazado al lagarto, mientras el agua se tiñe de sangre.
Novelas de la selva (1935)
54
El malecón
Estuardo Núñez
( Lima, 1908 )
El malecón se me presentó de improviso. Estaba tendido, dormitaba. Porque él sólo
se sobresalta cuando el policía, de hora en hora, en la noche, hace la ronda. Siempre se
me han quejado los malecones de ser interrumpidos en su sueño. Los enamorados son
demasiado leves, silenciosos y no los molestan. Se hacen, efectivamente,
imperceptibles para el malecón, pero no para las malas lenguas del barrio. Además, los
malecones son una invitación al suicidio. Es una invitación muy clandestina que hacen,
burlando al policía. Y cuando uno no quiere quitarse la vida puede suicidar su propia
pena, su tristeza y su soledad. Cuando no se tiene nada que matar no se va al malecón.
Los enamorados, quieran o no, van a matar su amor. El que no está enamorado es el
único que todavía no lo ha muerto.
***
Una noche el malecón desapareció. El policía en su ronda constató el hecho y,
gravemente, lo apuntó en su parte: “A la ronda de tres de la madrugada, el malecón
equis ha desaparecido. Mis investigaciones al respecto, fueron infructuosas.”
A la mañana siguiente, las gentes alborotadas del barrio atrajeron a todo el balneario.
En el lugar que antes ocupara el malecón se habían diseminado las casas vecinas. Los
propietarios medían sus áreas y constataban notables aumentos. Se sobaban las manos
de contento. Los hombres hacían muecas de escepticismo. Las viejas se santiguaban y
decían que eran cosas del diablo. Y así se habló mucho y se comentó. Pasó una
semana, pasó un mes, un año. Pero el asunto no se olvidó. Y cuando llegaba un
forastero, los lugareños lo llevaban de la mano y le enseñaban.
—Vea usted el malecón.
El forastero miraba a un lado y a otro, o, incluso, al cielo y se quedaba como
abobado. Si no sabía castellano, sacaba su vocabulario y buscaba otra significación
para la palabra. Entonces le explicaban la historia del malecón desaparecido. El
55
forastero si era inglés, la apuntaba en su cartera. Si era alemán, se reía creyéndola un
chiste.
***
Un día a alguien se le ocurrió decir que la Foundation había hecho desaparecer el
malecón en una noche y que en su área había diseminado las casas vecinas. Y todos,
desde entonces, repiten así la historia, porque nadie cree en el poder de lo sobrenatural.
Los únicos que creen en el malecón desa- parecido son los enamorados que no tienen
ya donde matar su amor.
56
Puntos
Estuardo Núñez
( Lima, 1908 )
El novelista tomaba aire a bocanadas sentado en una banca pública. Tenía entre ceja
y ceja un lunar negro con muchos pelos y dos personajes de su presunta próxima
novela. Pero el aire no le daba más pensamientos. Y bien que los necesitaba: la única
diferencia entre ambos personajes era su sexo distinto. Después, nada.
De pronto en la lejanía, cerca del mar, apareció un punto negro que él interpretó
como quiso. Poco a poco se perfiló un pajarraco negro. Principió a volar
amenazantemente a su alrededor, con la insistencia de un zancudo.
Apreció el peligro y se encerró herméticamente en su departamento, no sin que el
pajarraco hubiera querido intro- ducirse.
A la mañana siguiente apenas traspuesto el umbral de su puerta lo vio de nuevo
aparecer. Mas ahora, cuando menos lo esperaba, arrojó un rollo de papel y desapareció.
La curiosidad sobrecogió al novelista, lo alcanzó y por una punta coligió que fuera un
manuscrito. Cortó rápidamente las amarras y se dispuso a leerlo. Efectivamente, era un
manuscrito pero que tenía muchos metros de largo. Era, indudablemente, una gran
novela.
Pero no acabó de desenvolverlo.
Antes de llegar al extremo, saltó del papel un pájaro plomizo de gran pico y destrozó
la cabeza del novelista.
Así los pájaros se vengaron de la imputación calumniosa que los malos novelistas les
hacen de arrojarles manuscritos de las novelas y cuentos más ruines.
***
La casa de las penas tenía la eterna maldición de estar desocupada. Y siempre la
desdicha de conocer apenas a sus inquilinos. (Inquilinos estables —muy buena paga—
que para la casa no pasaban de ser forasteros de hotel, que vienen para partir y que no
han acabado de dormir una noche cuando ya están arreglando las maletas para partir
temprano).
57
La prisa de estos inquilinos no era la de alcanzar el tren, sino la de que las penas los
alcanzaran. Dejaban todo antes que dormir una noche más.
Y la casa de nuevo quedaba desocupada.
Un inquilino llegó un día. Traía pocos muebles, pero, dentro de lo poco, un gran reloj
alto, de pedestal, que daba unas horas muy graves. El forastero tenía su delirio en oírlo
dar las horas con la buena fe y la ilusión con que se oye una ortofónica.
—Tan… Tan… Tan…
Después el gran péndulo se encargaba de contar los minutos de la melancolía de su
dueño, de haberse quedado solo en el mundo, sin un pariente. Solo con su reloj.
El reloj comprendía su situación: era regalón. A veces negligía un poco en su labor:
se hacía esperar unos minutos para dar la hora, seguro de no tener reconvención. Otras,
activaba su cometido y sorprendía a su dueño con sus campanadas adelantadas. Eran
medios para no hacerse tedioso.
El forastero se hospedó con su reloj en la casa de las penas. Le advirtieron y no hizo
caso.
Pero antes de que amaneciese el día siguiente escapaba despavorido del pueblo. Lo
había abandonado todo, incluso su reloj.
Y nadie se alarmó en el pueblo.
***
Un temblor, que el profesor Bendani se había olvidado de predecir, sacudió al pueblo
esa mañana. Y destruyó, entre otras, la casas de las penas. Todo quedó en escombros.
En medio de todo, los habitantes se felicitaron: desaparecía la casa de las penas.
No tardaron en pasar cerca de ella las cuadrillas de salvamento que venían al pueblo.
Y se detuvieron creyendo que habría algún sepultado entre los escombros. Pero no
procedieron a la labor. El corazón de la casa todavía palpitaba:
—Tic-tac… tic-tac…
Y todos vinieron a escuchar el tic-tac. Y todos comentaban, pero nadie se atrevía a
levantar los escombros.
De pronto, la campana del reloj principió a dar la hora. Fueron doce campanadas más
graves y más sonoras que nunca y que estremecieron los escombros.
Cuando sonó la última campanada, los moradores del pueblo y la cuadrilla de auxilio
se encontraban, en su huida, a cinco kilómetros de la casa de las penas.
***
Hay Bancos que están perpetuamente visibles al público. De noche encienden todas
sus luces y sus empleados dicen que para ahuyentar a los ladrones. ¡Cuánta luz gastan
los Bancos! Muchos quiebran por pagar su consumo enorme. Y pobrecitos los que están
sin luz.
Los trasnochadores ebrios que regresan tarde a sus casas, se asustan de los Bancos
encendidos a esa hora. Creen que es la casa y que dentro espera la esposa
encolerizada.
58
Era tarde para la gente del pueblo que se acuesta muy temprano. La Agencia del
Banco, como siempre, tenía encendidas todas sus luces. Pasó un transeúnte y las luces
como siempre lo atrajeron a mirar adentro. Pero no vio luz solamente. Había también
unos hombres que daban vueltas como autómatas.
—Ladrones!!!!
Y la gente se agolpó a las puertas y a las ventanas de reja y con vidrios. Veían robar.
Primera vez que lo veían con tranquilidad y con maestría. Era un espectáculo magnífico,
una demostración pública de robo sin temor a la sanción social.
La policía los reconoció: no eran ladrones profesionales. Antecedentes ninguno. Y
cuando les preguntaron qué pretendían dentro de la oficina, contestaron:
—Robar luz…
(1928)
59
La agonía del Rasu-Ñiti
José María Arguedas
( 1911 - 1969 )
Estaba tendido en el suelo, sobre una cama de pellejos. Un cuero de vaca colgaba de
uno de los maderos del techo. Por la única ventana que tenía la habitación, cerca del
mojinete, entraba la luz grande del sol; daba contra el cuero y su sombra caía a un lado
de la cama del bailarín. La otra sombra, la del resto de la habitación, era uniforme. No
podía afirmarse que fuera oscuridad; era posible distinguir las ollas, los sacos de papas,
los copos de lana; los cuyes, cuando salían algo espantados de sus huecos y
exploraban en el silencio. La habitación era ancha para ser vivienda de un indio.
Tenía una troje. Un altillo que ocupaba no todo el espacio de la pieza, sino un ángulo.
Una escalera de palo de lambras servía para subir a la troje. La luz del sol alumbraba
fuerte. Podía verse cómo varias hormigas negras subían sobre la corteza del lambras
que aún exhalaba perfume.
—El corazón está listo. El mundo avisa. Estoy oyendo la cascada de Saño. ¡Estoy
listo! Dijo el dansak’ “Rasu-Ñiti”1 .
Se levantó y pudo llegar hasta la petaca de cuero en que guardaba su traje de
dansak’ y sus tijeras de acero. Se puso el guante en la mano derecha y empezó a tocar
las tijeras.
Los pájaros que se espulgaban tranquilos sobre el árbol de molle, en el pequeño
corral de la casa, se sobresaltaron.
La mujer del bailarín y sus dos hijas que desgranaban maíz en el corredor, dudaron.
— Madre ¿has oído? ¿Es mi padre, o sale ese canto de dentro de la montaña? —
preguntó la mayor.
—¡Es tu padre! —dijo la mujer.
Porque las tijeras sonaron más vivamente, en golpes menudos.
Corrieron las tres mujeres a la puerta de la habitación.
“Rasu-Ñiti” se estaba vistiendo. Sí. Se estaba poniendo la chaqueta ornada de
espejos.
— ¡Esposo! ¿Te despides? — preguntó la mujer, respetuosamente, desde el umbral.
Las dos hijas lo contemplaron temblorosas.
60
—El corazón avisa, mujer. Llamen al “Lurucha” y a don Pascual. ¡Qué vayan ellas!
Corrieron las dos muchachas.
La mujer se acercó al marido.
—Bueno. ¡Wamani2 está hablando! —dijo él— Tú no puedes oír. Me habla directo al
pecho. Agárrame el cuerpo. Voy a ponerme el pantalón. ¿Adónde está el sol? Ya habrá
pasado mucho el centro del cielo.
—Ha pasado. Está entrando aquí. ¡Ahí está!
Sobre el fuego del sol, en el piso de la habitación, caminaban unas moscas negras.
—Tardará aún la chiririnka3 que viene un poco antes de la muerte. Cuando llegue
aquí no vamos a oírla aunque zumbe con toda su fuerza, porque voy a estar bailando.
Se puso el pantalón de terciopelo, apoyándose en la escalera y en los hombros de su
mujer. Se calzó las zapatillas. Se puso el tapabala y la montera. El tapabala estaba
adornado con hilos de oro. Sobre las inmensas faldas de la montera, entre cintas
labradas, brillaban espejos en forma de estrella. Hacia atrás, sobre la espalda del
bailarín, caía desde el sombrero una rama de cintas de varios colores.
La mujer se inclinó ante el dansak’. Le abrazó los pies. ¡Estaba ya vestido con todas
sus insignias! Un pañuelo blanco le cubría parte de la frente. La seda azul de su
chaqueta, los espejos, la tela roja del pantalón, ardían bajo el angosto rayo de sol que
fulguraba en la sombra del tugurio que era la casa del indio Pedro Huancayre, el gran
dansak’ “Rasu-Ñiti”, cuya presencia se esperaba, casi se temía, y era luz de las fiestas
de centenares de pueblos.
—¿Estás viendo al Wamani sobre mi cabeza? —preguntó el bailarín a su mujer.
Ella levantó la cabeza.
—Está —dijo—. Está tranquilo.
—¿De qué color es?
—Gris. La mancha blanca de su espalda está ardiendo.
—Así es. Voy a despedirme. ¡Anda tú a bajar los tipis de maíz del corredor! ¡Anda!
La mujer obedeció. En el corredor de los maderos del techo, colgaban racimos de
maíz de colores. Ni la nieve, ni la tierra blanca de los caminos, ni la arena del río, ni el
vuelo feliz de las parvadas de palomas en las cosechas, ni el corazón de un becerro que
juega, tenían la apariencia, la lozanía, la gloria de esos racimos. La mujer los fue
bajando, rápida pero ceremo-nialmente.
Se oía ya, no tan lejos, el tumulto de la gente que venía a la casa del bailarín.
Llegaron las dos muchachas. Una de ellas había tropezado en el campo y le salía
sangre de un dedo del pie. Despejaron el corredor. Fueron a ver después al padre.
Ya tenía el pañuelo rojo en la mano izquierda. Su rostro enmarcado por el pañuelo
blanco, casi salido del cuerpo, resaltaba, porque todo el traje de color y luces y la gran
montera lo rodeaban, se diluían para alumbrarlo; su rostro cetrino, no pálido, cetrino
duro, casi no tenía expresión. Sólo sus ojos aparecían hundidos como en un mundo,
entre los colores del traje y la rigidez de los músculos.
—¿Ves al Wamani en la cabeza de tu padre? —preguntó la mujer a la mayor de sus
hijas.
Las tres lo contemplaron, quietas.
—No —dijo la mayor.
61
—No tienes fuerza aún para verlo. Está tranquilo, oyendo todos los cielos; sentado
sobre la cabeza de tu padre. La muerte le hace oir todo. Lo que tú has padecido; lo que
has bailado; lo que más vas a sufrir.
—¿Oye el galope del caballo del patrón?
—Sí oye —contestó el bailarín, a pesar de que la muchacha había pronunciado las
palabras en voz bajísima—. ¡Sí oye! También lo que las patas de ese caballo han
matado. La porquería que ha salpicado sobre ti. Oye también el crecimiento de nuestro
dios que va a tragar los ojos de ese caballo. Del patrón no. ¡Sin el caballo él es sólo
excremento de borrego!
Empezó a tocar las tijeras de acero. Bajo la sombra de la habitación la fina voz del
acero era profunda.
—El Wamani me avisa. ¡Ya vienen! —dijo.
—¿Oyes, hija? Las tijeras no son manejadas por los dedos de tu padre. El Wamani
las hace chocar. Tu padre sólo está obedeciendo.
Son hojas de acero sueltas. Las engarza el dansak’ por los ojos, en sus dedos y las
hace chocar. Cada bailarín puede producir en sus manos con ese instrumento una
música leve, como de agua pequeña, hasta fuego: depende del ritmo, de la orquesta y
del “espíritu” que protege al dansak’.
Bailan solos o en competencia. Las proezas que realizan y el hervor de su sangre
durante las figuras de la danza dependen de quién está asentado en su cabeza y su
corazón, mientras él baila o levanta y lanza barretas con los dientes, se atraviesa las
carnes con leznas o camina en el aire por una cuerda tendida desde la cima de un árbol
a la torre del pueblo.
Yo vi al gran padre “Untu”, trajeado de negro y rojo, cubierto de espejos, danzar
sobre una soga movediza en el cielo, tocando sus tijeras. El canto del acero se oía más
fuerte que la voz del violín y del arpa que tocaban a mi lado, junto a mí. Fue en la
madrugada. El padre “Untu” aparecía negro bajo la luz incierta y tierna; su figura se
mecía contra la sombra de la gran montaña. La voz de sus tijeras nos rendía, iba del
cielo al mundo, a los ojos y al latido de los millares de indios y mestizos que lo veíamos
avanzar desde el inmenso eucalipto de la torre. Su viaje duró acaso un siglo. Llegó a la
ventana de la torre cuando el sol encendía la cal y el sillar blanco con que estaban
hechos los arcos. Danzó un instante junto a las campanas. Bajó luego. Desde dentro de
la torre se oía el canto de sus tijeras; el bailarín iría buscando a tientas las gradas en el
lóbrego túnel. Ya no volverá a cantar el mundo en esa forma, todo constreñido,
fulgurando en dos hojas de acero. Las palomas y otros pájaros que dormían en el gran
eucalipto, recuerdo que cantaron mientras el padre “Untu” se balanceaba en el aire.
Cantaron pequeñitos, jubilosamente, pero junto a la voz del acero y a la figura del
dansak’ sus gorjeos eran como una filigrana apenas perceptible, como cuando el
hombre reina y el bello universo solamente, parece, lo orna, le da el jugo vivo a su señor.
El genio de un dansak’ depende de quién vive en él: ¿el “espíritu” de una montaña
(Wamani); de un precipicio cuyo silencio es transparente; de una cueva de la que salen
toros de oro y “condenados” en andas de fuego? O la cascada de un río que se precipita
de todo lo alto de una cordillera; o quizás sólo un pájaro, o un insecto volador que
conoce el sentido de abismos, árboles, hormigas y el secreto de lo nocturno; alguno de
esos pájaros “malditos” o “extraños”, el hakakllo, el chusek, o el San Jorge, negro
insecto de alas rojas que devora tarántulas.
62
“Rasu-Ñiti” era hijo de un Wamani grande, de una montaña con nieve eterna. Él, a esa
hora, le había enviado ya su “espíritu”: un cóndor gris cuya espalda blanca estaba
vibrando.
Llegó “Lurucha”, el arpista del dansak’, tocando; le seguía don Pascual, el violinista.
Pero el “Lurucha” comandaba siempre el dúo. Con su uña de acero hacía estallar las
cuerdas de alambre y las de tripa, o las hacía gemir sangre en los pasos tristes que
tienen también las danzas.
Tras de los músicos marchaba un joven: “Atok’ sayku”4, el discípulo de “Rasu-Ñiti”.
También se había vestido. Pero no tocaba las tijeras; caminaba con la cabeza gacha.
¿Un dansak’ que llora? Sí, pero lloraba para adentro. Todos lo notaban.
“Rasu-Ñiti” vivía en un caserío de no más de veinte familias. Los pueblos grandes
estaban a pocas leguas. Tras de los músicos venía un pequeño grupo de gente.
—¿Ves “Lurucha” al Wamani?— preguntó el dansak’ desde la habitación.
—Sí, lo veo. Es cierto. Es tu hora.
—¡“Atok’ sayku”! ¿Lo ves?
El muchacho se paró en el umbral y contempló la cabeza del dansak’.
—Aletea no más. No lo veo bien, padre.
—¿Aletea?
—Sí, maestro.
—Está bien. “Atok’ sayku” joven.
— Ya siento el cuchillo en el corazón. ¡Toca! —le dijo al arpista.
“Lurucha” tocó el jaykuy (entrada) y cambió enseguida al sisi nina (fuego hormiga),
otro paso de la danza.
“Rasu-Ñiti” bailó, tambaleándose un poco. El pequeño público entró en la habitación.
Los músicos y el discípulo se cuadraron contra el rayo de sol. “Rasu-Ñiti” ocupó el suelo
donde la franja de sol era más baja. Le quemaban las piernas. Bailó sin hervor, casi
tranquilo, el jaykuy; en el “sisi nina” sus pies se avivaron.
—¡El Wamani está aleteando grande; está aleteando! —dijo “Atok’ sayku”, mirando la
cabeza del bailarín.
Danzaba ya con brío. La sombra del cuarto empezó a hen-chirse como de una
cargazón de viento; el dansak’ renacía. Pero su cara, enmarcada por el pañuelo blanco,
estaba más rígida, dura; sin embargo, con la mano izquierda agitaba el pañuelo rojo,
como si fuera un trozo de carne que luchara. Su montera se mecía con todos sus
espejos; en nada se percibía mejor el ritmo de la danza. “Lurucha” había pegado el
rostro al arco del arpa. ¿De dónde bajaba o brotaba esa música? No era sólo de las
cuerdas y de la madera.
—¡Ya! ¡Estoy llegando! ¡Estoy por llegar! —dijo con voz fuerte el bailarín, pero la
última sílaba salió como traposa, como de la boca de un loro.
Se le paralizó una pierna
—¡Está el Wamani! ¡Tranquilo! —exclamó la mujer del dansak’ porque sintió que su
hija menor temblaba.
El arpista cambió la danza al tono de Waqtay (la lucha). “Rasu-Ñiti” hizo sonar más
alto las tijeras. Las elevó en dirección del rayo de sol que se iba alzando. Quedó clavado
en el sitio; pero con el rostro aún más rígido y los ojos más hundidos, pudo dar una
vuelta sobre su pierna viva. Entonces sus ojos dejaron de ser indiferentes; porque antes
63
miraba como en abstracto, sin precisar a nadie. Ahora se fijaron en su hija mayor, casi
con júbilo.
—El dios está creciendo. ¡Matará al caballo! —dijo.
Le faltaba ya saliva. Su lengua se movía como revolcándose en polvo.
—¡“Lurucha”! ¡Patrón! ¡Hijo! El Wamani me dice que eres de maíz blanco. De mi
pecho sale tu tonada. De mi cabeza.
Y cayó al suelo. Sentado. No dejó de tocar las tijeras. La otra pierna se le había
paralizado.
Con la mano izquierda sacudía el pañuelo rojo, como un pendón de chichería en los
meses de viento.
“Lurucha”, que no parecía mirar al bailarín, empezó el yawar mayu (río de sangre),
paso final que en todas las danzas de indios existe.
El pequeño público permaneció quieto. No se oían ruidos en el corral ni en los
campos más lejanos. ¿Las gallinas y los cuyes sabían lo que pasaba, lo que significaba
esa despedida?
La hija mayor del bailarín salió al corredor, despacio. Trajo en sus brazos uno de los
grandes racimos de mazorcas de maíz de colores. Lo depositó en el suelo. Un cuy se
atrevió también a salir de su hueco. Era macho, de pelo encrespado; con sus ojos
rojísimos revisó un instante a los hombres y saltó a otro hueco. Silbó antes de entrar.
“Rasu-Ñiti” vio a la pequeña bestia. ¿Por qué tomó más impulso para seguir el ritmo
lento, como el arrastrarse de un gran río turbio, del yawar mayu éste que tocaban
“Lurucha” y don Pascual? “Lurucha” aquietó el endiablado ritmo de este paso de la
danza. Era el yawar mayu, pero lento, hondísimo; sí, con la figura de esos ríos
inmensos, cargados con las primeras lluvias; ríos, de las proximidades de la selva que
marchan también lentos, bajo el sol pesado en que resaltan todos los polvos y lodos, los
animales muertos y árboles que arrastran, indeteniblemente. Y estos ríos van entre
montañas bajas, oscuras de árboles. No como los ríos de la sierra que se lanzan a
saltos, entre la gran luz; ningún bosque los mancha y las rocas de los abismos les dan
silencio.
“Rasu-Ñiti” seguía con la cabeza y las tijeras este ritmo denso. Pero el brazo con que
batía el pañuelo empezó a doblarse; murió. Cayó sin control, hasta tocar la tierra.
Entonces “Rasu-Ñiti” se echó de espaldas.
—¡El Wamani aletea sobre su frente! —dijo “Atok’ sayku”.
—Ya nadie más que él lo mira —dijo entre sí la esposa—. Yo ya no lo veo.
“Lurucha” avivó el ritmo del yawar mayu. Parecía que tocaban campanas graves. El
arpista no se esmeraba en recorrer con su uña de metal las cuerdas de alambre; tocaba
las más extensas y gruesas. Las cuerdas de tripa. Pudo oírse entonces el canto del
violín más claramente.
A la hija menor le atacó el ansia de cantar algo. Estaba agitada, pero como los
demás, en actitud solemne. Quiso cantar porque vio que los dedos de su padre que aún
tocaban las tijeras iban agotándose, que iban también a helarse. Y el rayo de sol se
había retirado casi hasta el techo. El padre tocaba las tijeras revolcándolas un poco en la
sombra fuerte que había en el suelo.
“Atok’ sayku” se separó un pequeñísimo espacio, de los músicos. La esposa del
bailarín se adelantó un medio paso de la fila que formaba con sus hijas. Los otros indios
64
estaban mudos; permanecieron más rígidos. ¿Qué iba a suceder luego? No les habían
ordenado que salieran afuera.
—¡El Wamani está ya sobre el corazón! —exclamó “Atok’ sayku”, mirando.
“Rasu-Ñiti” dejó caer las tijeras. Pero siguió moviendo la cabeza y los ojos.
El arpista cambió de ritmo, tocó el illapa vivon (el borde del rayo). Todo en las
cuerdas de alambre, a ritmo de cascada. El violín no lo pudo seguir. Don Pascual adoptó
la misma actitud rígida del pequeño público, con el arco y el violín colgándole de las
manos.
“Rasu-Ñiti” movió los ojos; la córnea, la parte blanca, parecía ser la más viva, la más
lúcida. No causaba espanto. La hija menor seguía atacada por el ansia de cantar, como
solía hacerlo junto al río grande, entre el olor de flores de retama que crecen a ambas
orillas. Pero ahora el ansia que sentía por cantar, aunque igual en violencia, era de otro
sentido. ¡Pero igual en violencia!
Duró largo, mucho tiempo, el “illapa vivon”. “Lurucha” cambiaba la melodía a cada
instante, pero no el ritmo. Y ahora sí miraba al maestro. La danzante llama que brotaba
de las cuerdas de alambre de su arpa, seguía como sombra el movimiento cada vez
más extraviado de los ojos del dansak’; pero lo seguía. Es que “Lurucha” estaba hecho
de maíz blanco, según el mensaje del Wamani. El ojo del bailarín moribundo, el arpa y
las manos del músico funcionaban juntos; esa música hizo detenerse a las hormigas
negras que ahora marchaban de perfil al sol, en la ventana. El mundo a veces guarda un
silencio cuyo sentido sólo alguien percibe. Esta vez era por el arpa del maestro que
había acompañado al gran dansak’ toda la vida, en cien pueblos, bajo miles de piedras y
de toldos.
“Rasu-Ñiti” cerró los ojos. Grande se veía su cuerpo. La montera le alumbraba con sus
espejos.
“Atok’ sayku” salió junto al cadáver. Se elevó ahí mismo, danzando; tocó las tijeras que
brillaban. Sus pies volaban. Todos estaban mirando. “Lurucha” tocó el lucero kanchi
(alumbrar de la estrella), del wallpa wak’ay (canto del gallo) con que empezaban las
competencias de los dansak’, a la media noche.
—¡El Wamani aquí! ¡En mi cabeza! ¡En mi pecho, aleteando! —dijo el nuevo dansak’.
Nadie se movió.
Era él, el padre “Rasu-Ñiti”, renacido, con tendones de bestia tierna y el fuego del
Wamani, su corriente de siglos aleteando.
“Lurucha” inventó los ritmos más intrincados, los más solemnes y vivos. “Atok’ sayku”
los seguía, se elevaban sus piernas, sus brazos, su pañuelo, sus espejos, su montera,
todo en su sitio. Y nadie volaba como ese joven dansak’; dansak’ nacido.
—¡Está bien! —dijo “Lurucha”—. ¡Está bien! Wamani contento. Ahistá en tu cabeza,
el blanco de su espalda como el sol del medio día en el nevado, brillando.
—¡No lo veo! —dijo la esposa del bailarín.
—Enterraremos mañana al oscurecer al padre “Rasu-Ñiti”.
—No muerto. ¡Ajajayllas! —exclamó la hija menor—. No muerto. ¡Él mismo!
¡Bailando!
“Lurucha” miró profundamente a la muchacha. Se le acercó, casi tambaleándose,
como si hubiera tomado una gran cantidad de cañazo.
—¡Cóndor necesita paloma! ¡Paloma, pues, necesita cóndor! ¡Dansak’ no muere! —
le dijo.
65
—Por dansak’ el ojo de nadie llora. Wamani es Wamani.
(1961)
_______________________________________________________________________
________________________
1 Dansak: bailarín.
Rasu-Ñiti: que aplasta nieve.
2 Dios montaña que se presenta en figura de cóndor.
3 Mosca azul.
4 Que cansa al zorro.
66
Casicha
Porfirio Meneses
( 1915 )
La campiña de Huanta ya muestra por marzo sus choclos maduros. Los maizales, por
donde vaya la vista, se encuentran meciendo los infinitos penachos al vaivén de los
vientos. Cuando han pasado los chaparrones propios de febrero, cada tallo presenta de
dos a cuatro choclos de rubia cabellera, que sólo esperan el acomodarse en la gran olla
de barro para hacer la felicidad de los cholos huantinos.
Este es tiempo de cuidado para los dueños de chacras. Primero, porque los cercos y
tapiales son apenas simbólicos, y los caminillos van hilvanando todas las propiedades; y
segundo, porque hay huantinos tan antojadizos…
El choclito de chacra ajena es siempre agradable para los que tienen maizal
inmaduro, o para los que no tienen chacra. Y, desde luego, para todos los mataperros,
sean mozos o mozas. Por eso ahora el viejo Eulalio Janampa, del pago de Pucarajay,
está preocupado. Es el buen padre de familia que cavila por el pan del hogar. Tiene
mujer y tres hijos que alimentar y, cosas del tiempo cada vez más malo, ya no siempre
da bien la albañilería en Huanta. Porque tayta Eulalio es albañil y encuentra que todo va
peor ahora tal vez si, como él piensa, porque hay tanto forastero hambriento que todo lo
está echando a perder. Hombre añoso, experimentado, tiene ideas ásperas sobre las
cosas.
Compró el año pasado una chacrita en Huallhuayoj, y sembró en ella lo que hoy es
un maizal hermoso. Han graneado admirablemente las mazorcas y pocos vecinos
pueden ufanarse tanto como él ahora, ante las perspectivas de una buena cosecha. Sólo
que aquellos mismos vecinos, han tomado buena nota de la hermosura del maizal del
viejo Eulalio, para proceder en cuanto el sol se anide.
Eulalio conoce estas intenciones, y piensa que dará codillo a esos lagartos cuidando
su chacra. Hubiera querido sin duda realizar ya la siega y parar los haces para el oreo,
pero es que no puede darse tiempo por estas semanas pues está cumpliendo con una
contrata urgente, a la que debe todas sus horas. De otro lado, no todas las plantas están
igualmente maduras, en punto de corte, y hay que esperar un tanto hasta que los granos
doren.
67
Ha construido ya la chuglla —chocita minúscula elevada sobre cuatro puntales—, y
desde allí cuidarán su mujer o sus hijos. Ha establecido un turno, claro está. Si no va él,
va Casimiro, el hijo mayor, y a veces doña Nativa con los dos más pequeños. El bueno
del viejo es hombre de pocas pulgas tratándose del sustento de sus hijos: cuando vigila
se acompaña de un nudoso palo y hay que temerlo. Pero menos pulgas aguanta la
mama Nativa. Porque echa al diario un geniazo…
Cuando va ella a cuidar, llevando a Ipicha y Ruficha, la gente de las chacras
cercanas no duerme. En la profundidad de la noche se percibe el ruido de piedras que
caen desgajando las hojas del maizal y la voz de la mujer que de rato en rato dice:
—¡Qué hacendo ay, ladrunazo! T’estoy viendo ¿acaso qui nó? Si no te vas te rompo
tu crisma. ¡Supaypa-huahua!
Generalmente no hay nadie, y es el movimiento de las hojas con el empuje del viento
lo que provoca en doña Nativa éstas y otras expresiones de variado calibre. Porque
nadie se atreve a cosechar pedradas en lugar de maíz tierno, desde que, según las
trazas, mama Nativa no es mujer muy sentimental.
Pero ocurre a veces, en las noches lóbregas, que a señora tan animosa quiere
invadirla el temor. ¿Quién no conoce el miedo? Entonces ella azuza a sus chicos, éstos
al perrito y entre todos componen una orquesta infernal que mantiene despiertos a los
vecinos en media legua a la redonda. Hasta que se les pasa el miedo o se cansan, y se
duermen tan profundamente que ni un castillo de cohetes podría despertarlos.
Casimiro es mocito que merece atención especial. Cuando sus padres están de mal
humor, lo llaman Casemiro, a secas; y si están cariñosos le dicen Casicha. Es un
muchacho que ya tiene sus inquietudes. Posee su poquito de primaria, y aunque no ata
bien dos palabras en castellano, en quechua es una tarabilla. Sabe que dos y dos son
cuatro, y sabe también que en el cinema del pueblo se ven cosas bonitas, porque ya ha
ido varias veces a repantigarse en la pulguienta cazuelita.
De aquí que experimenta cierta desazón al tener que marchar la mayoría de las
noches para el cuidado de la chacra. Por él, bien se las pasaría sin choclos. Aunque es
verdad que no piensa lo mismo cuando a la hora del yantar los ve humeando en su
mate. Pero con gusto o sin él, va siempre por los senderos, a veces enlodados o
malolientes, a cumplir con su tarea mientras de sus labios se deshila un huaino en
agradable silbo.
En una noche de puras sombras, instalado como en abandono dentro de la chuglla
dejaba vagar sus pensamientos, sus ideas, sobre todos los motivos de su preferencia.
Pensaba en cuánto de agradable iba conociendo su vida. Y meciéndose en sus
recuerdos, no llevaba cuenta del susurrante silencio de los innúmeros follajes del
contorno; ni prestaba atención al chi–chi–chi–chi de los huajankichus, ni al vanidoso
croar de los sapitos. No trasponía el umbral de sus oídos el tu-cuh lejano de algún búho
agestado, ni el canto horario de los pichiusas. Mientras tanto, vivían en el ambiente la
suavidad del aire tibio, el estar tranquilo de los árboles linderos y la oscuridad adherida a
todas las cosas.
Pero algo hubo por fin que desvió el pensar de Casicha. Era un ruido sospechoso allá
por un extremo de la chacra. Aguzó el oído y percibió un quebrar de cañas de choclo, un
rozarse áspero y continuado de hojas. No había dudas: alguien robaba. De primer
momento se incorporó y quiso arrojar piedras en dirección del ruido. Pero luego sintió
curiosidad por localizar y conocer a quien lo producía. Salió cuidadosamente de la
68
chuglla, y procurando la mayor levedad en sus pasos fue encaminándose hasta el
extremo donde se hallaba el intruso. Se llegó primero al cerco y bordeando la chacra iba
sorteando el manazo silente de algunas pencas agresivas, y el quebrarse sin penas de
las ramitas bajo sus pies. Poco a poco se fue acercando al ruido extraño hasta poder
precisar la silueta del causante: era una mujer que se movía por entre las plantas,
quebrando los choclos de su tallo con la mayor destreza. Casicha pudo verla llenar
rápidamente su falda e ir a vaciarla sobre una manta extendida por allí cerca.
Oculto al pie del cerco, el mozo atisbó las cercanías a que podía su vista alcanzar, y
convencido de que no había nadie más, se trazó rápidamente un plan. Con el sigilo de
siempre acortó aún más la distancia entre él y la desconocida, y de pronto dio cuatro
saltos hasta ella y la cogió abrazándola por la espalda.
—¡Qué tala, no? Conque tú habías sido… ¿Qué tú haces aquí? ¡Ladrona!
—¡No, niñucha, taytito! ¡Soltamé! —exclamó asustada, aunque sin grito, la mujer—.
Te lo pagaré. Cuéntalo tus choclos…
—Oiga, así namás quieres acabar. Aura vas a ver tú. Qué tala Margarita, su hija de
siño Juélis. Robándome, ¿no? Tenes que yer conmigo hasta donde la guardia. ¡Vamos!
Quiso forcejear la muchacha pero Casimiro la tenía bien cogida y cerró aún más los
brazos.
—¿Pero así tan miselabre vas a ser tú? —dijo ella. ¿Por estito, por estos cuatro
choclos me vas a llevar al puesto? ¡Tatao! ¡Soltamé!
—Pechuga, ah? Todavía mi robas y te voy soltar tranquelito. Vamos…
—¡Pero soltamé, te pagaré pues! Cuánto plata ya va a ser…
Y procuraba deshacerse de las tenazas del mozo. Antes que gritar hablaba
atenuadamente, pero con nerviosidad, agitación. Le aterraba pensar que los vecinos
pudieran enterarse del hecho. Por su parte, Casicha estaba dispuesto a hacer respetar
su propiedad. Sobre todo porque había reconocido en la muchacha a la jugosa y
deseable hija del siñó Félix Champa. Por ello, tácticamente, siguió en su aparatoso afán
de amedrentarla con la idea del puesto policial. Hablando de ella decíale:
—Toma. Por qué tú mi robas. Vamos.
—Pero aistá pues, lo dejo todito —se resistía ella, ya sin valor. Mañana tempranito te
daré tu plata de lo que lo hey partido de su huero. ¿Acaso no te voy a pagar? Déjame,
pues.
—No me da mi gana —repuso el cholo, pero en seguida agregó: Bueno, te voy
perdonar, pero…
Había considerado la alarma como suficiente para sus fines. Al pero condicional
sucedió un nuevo giro en la orientación de sus fuerzas. Por algo era que no había
dejado por un instante de aprisionar a la hermosa ladronzuela. Fue entonces que ésta
convirtió su miedo en indignación: —¡Ah! ¿Y tu lisura? Conque, ¿no? ¡No quiero! Voy
llamar a mi papá, verás. ¡Pa…!
—Zonza pues no seas, niñacha. Callaté…
Ella tenía un gesto airado que se imponía sobre la penumbra, y había sacado de
quién sabe dónde unas fuerzas endiabladas. Hacían tensión todos sus músculos. Pero
el mozo tenía energías persuasivas y muy pronto la convenció de que había una culpa
que purgar. La Margarita, pues, le pagó a Casicha todos los choclos cogidos y por coger,
ante un jurado de sombras.
69
Cobrada la deuda, satisfecho el mozo, empezó solícitamente a quebrar más choclos
para la manta de la muchacha. Mientras tanto, parada a un lado, podía verse la silueta
de ella destacando un aire de altivez y de enojo notablemente encendido. El cholillo
advertía:
—Otro vez que no te vay’encontrar mi papá porque no te lo escapas del puesto. Ni mi
mamá tampoco porque lo rompería tu cabeza. A la vista cuando yo venga voy estar
silbándome, entonces…
—Si pues, —cortó socarrona la chola— por tus tan lindos choclos voy estar viniendo
a faltarme. ¡Plaga!
—No te molestas niña. Pasau mañana también voy cuidar aquí…
—¡Jajay! ¡Eso cuando…! —rió ella, y cogiendo su atado echó a correr perdiéndose
pronto en la oscuridad.
Casicha es ahora el más empeñado en cuidar la chacra. Va hasta cuando no le toca,
dando así gran alivio a sus padres.
—Pobre mi huarma, — dice el tayta Eulalio —cómo se preocupa por nuestras cosas.
En tanto, el maizal presenta en las noches, como siempre, su perfume de huacatay,
el chillido de sus grillos, el canto bronco de sus búhos. Y, como siempre también, bajo
cielorrasos de piedra —como en diminutos proscenios— dan su canto los sapitos. De
día, la luz lo viste todo con los verdes. El maizal está hermoso. Sólo el viejo Eulalio no se
explica cómo, habiendo buena vigilancia, disminuyen tanto los choclos.
70
Peligro
Sara María Larrabure
( 1921 - 1962 )
A toda carrera salí hacia el campo. Había un lugar donde no me encontraría, era un
escondrijo que me había tardado largo tiempo hallarlo.
Quedaba en una huerta, o lo que quedaba de lo que antes fuera una huerta. Nadie se
ocupaba ahora de hacer crecer en ella plantas verdes, pegadas a la tierra, alineadas
correctamente; sólo algunas matas de fresas ocupaban un minúsculo rincón del gran
terreno. En el resto las hierbas espurias, los matorrales salvajes, habíanla cubierto casi
en su totalidad. En partes existían claros en los que erguía algún árbol y, para llegar a
estos, yo tenía que arrastrarme por entre el matorral, siguiendo un túnel sombrío pero
perfecto; una obra de ingeniería hecha tal vez por un conejo o una vizcacha. El túnel no
seguía una línea derecha, se retorcía sinuosamente hasta que llegaba al claro, cuyo
centro era el árbol. Luego había que buscarlo nuevamente, ya que la entrada se hallaba
disimulada; pero yo la distinguía porque la cubrían matas sospechosas. No lo había
recorrido todavía en toda su extensión, sino sólo una parte, y ésta me había costado una
paciente labor de días, quizás meses. Mis excursiones eran sigilosas, secretas, y
cuando volvía de ellas me costaban reprimendas pues mi aspecto era desastroso:
arañazos en la cara, brazos, piernas y el traje desgarrado. Pero no importaba, me había
obstinado en recorrerlo y descubrir su secreto, tal vez conduciría a un país encantado
donde no hubiese castigos ni exigencias. Lo que yo más temía era algún encuentro con
algo monstruoso que podía ser desde una serpiente hasta el dragón guardián de ese
otro mundo misterioso.
Mi carrera se detuvo ante el matorral. Si entraba a rastras en el túnel mi traje nuevo
se rasgaría, pero podía con cuidado remangarlo en la cintura y meterlo en el calzón
asegurándolo con el elástico; la parte del corpiño se ensuciaría, pero podía sacudirlo
más tarde. De todos modos tal vez no volvería más, me quedaría en ese nuevo mundo
al que, sin lugar a dudas, debía conducir el túnel. Tenía que ser un mundo bueno, en el
que todos me querrían y sería bienvenida. La entrada del túnel se me aparecía
tentadora, era además “mi túnel”, yo lo había descubierto y ya lo quería, era un túnel
bueno. El problema eran los zapatos, eran los más nuevos que tenía: Me descalcé,
71
introduje la falda en el calzón y me escabullí en el matorral de plantas parduscas y verde
sucio.
El piso estaba cubierto de pastos suaves que defendían imperfectamente de la
humedad del suelo. Un olor dulce, de vegetación corrompiéndose, invadía la estrecha
bóveda que había sido agrandada por mis anteriores incursiones. Me sentía enorme
para la angosta galería y avanzaba cautelosamente, mirando, deteniéndome,
investigando dónde ponía las manos y las rodillas. Un silencio completo me rodeaba.
El tener las piernas pegadas al suelo me daba la impresión de estar más segura. No
importaba que estuviera la hierba húmeda; para mí la humedad era parte de mí misma,
de todo lo que me rodeaba, fuera y dentro de mí.
El primer tramo era fácil. No tuve sino que levantar mis planas rodillas y depositarlas
quedamente. Mis pobres rodillas ardían de tanto haber sido sobadas; habían sido
demasiado castigadas. Nada importaba ya, el país estaba cerca.
El túnel viraba a la derecha, un corto paso, luego una hendidura en el terreno, quizá
una brecha, un corto salto y al otro lado. Entonces venía la parte más difícil, era muy
angosta y tendía más y más a estrecharse. El traje se había deslizado hasta toparme las
rodillas. Me detuve para volverlo a colocar dentro del calzón. Era pavoroso fijarse en otra
cosa que no fuese mi derredor, y odié el traje, odié el calzón, odiaba todo lo que me
obstaculizara en mi designio. Ir hacia la aventura, no importaba qué fuera. Tratar, tratar,
tratar.
¡Qué túnel!, casi no valía la pena. Aquí tantas ramas. Una me hirió en el brazo
desgarrándome parte de la manga. La pobre manga soportaba ahora la sangre. Pero
peor el traje desgarrado: no se podía reemplazar. Así se decía allá, acá nadie
preguntaba. Esto es lo real: mi túnel y nadie más.
Las hierbas se hacían más tupidas, el pasaje más angosto, las plantas, yo creo, se
cerraban. Lo importante era estar alerta. Alerta con los ojos, los oídos, el tacto. El peligro
se podía esconder debajo del lecho de hojas húmedas sobre las que yo gateaba, o
detrás del espeso matorral que se extendía a ambos lados del pasaje y arriba. Mis
movimientos eran cautos, me detenía a cada avance escudriñando delante mío. Lo
desagradable era mirar atrás, pues entonces tenía que volver la cabeza y perder de vista
lo que me esperaba delante.
De pronto me hallé contemplando hojas verdes y a través de ellas un claro. En éste,
al centro, crecía un árbol de tronco angosto, algo retorcido. Desde mi posición no podía
distinguir la copa del árbol. Un temblor nervioso me paralizó: algo se había movido, algo
subrepticio que se arrastraba y luego silencio. Agucé mis oídos esperando más que ver,
oir de donde venía. La sangre se deslizaba como un hilillo desde la manga desgarrada,
cerca del hombro, por el brazo hasta mi mano derecha, plana contra el suelo y rojo
azulácea por la posición y la inmovilidad.
De nuevo repitióse el ruido. Esta vez sin temor ni interrupciones aunque diferente del
primero que había escuchado. Era monótono, como si alguien rastrillara golpeando
levemente en la tierra. ¿Alguien trabajaba un jardín en un sitio tan abandonado?
Me froté la mano sucia contra el traje antes de separar las ramas frescas. El roce
sonó como un vendaval en la quietud del lugar y a éste le respondió un violento, furioso
rasqueteo seguido por un batir de alas que se alejaron en el espacio. Nada más sino
silencio nuevamente.
72
Al retirar las ramas tuve delante de mí una visión perfecta del espacio abierto que
rodeaba al árbol. No era muy grande, lo suficiente para que una persona le diera vuelta
cómodamente, y el matorral se retiraba haciéndole cerco. La luz del día hería la vista si
se paraba una y miraba al cielo.
Di un brinco y emergí del matorral. Tenía que enfrentarme con lo que allí había y de
pie lo podría hacer mejor que en mi torpe postura a rastras. Junto al árbol, a unos tres
metros míos, yacía un bulto alargado, unos insectos pequeñísimos en gran número, le
zumbaban encima; era lo único que se movía.
Un animal muerto, ¿qué otra cosa podía ser? Yo nunca había visto nada muerto pero
lo había oído contar. Siempre tenían los ojos abiertos como desorbitados y la lengua
colgando, el cuerpo tieso como un mármol y no oían, no veían, ni tenían miedo (los que
miraban al muerto sí tenían miedo), así se quedaban para siempre, muy tiesos e
inmóviles.
Me acerqué. Ahí en el suelo no había nada tieso, sólo un cuerpo tan chato y flaco que
parecía papel. En un extremo de éste, en donde arrancaba el largo rabo, se podía ver
los intestinos que se estremecían. La cabeza yacía tendida de lado con las dos grandes
orejas muy juntas pero el único ojo no está abierto, era un hueco, y la lengua no pendía
del hocico pues éste estaba cerrado. Lo único tieso eran los bigotes largos, tersos y
brillantes, que partían de la abertura diminuta pegada a la línea fina y corta —en forma
de v de vaca— que formaba el hociquito.
Era una vizcacha muerta. Por primera vez veía yo a la vizcacha y la encontraba
muerta. Muerta cruelmente sabe Dios por quién. ¿Es que este mundo también sería
cruel? Quizás en torno mío se agazapaba el que había matado a la vizcacha de tiernos
bigotitos y la había dejado así abierta.
Ahora tenía que hallar la otra entrada del túnel. Hasta donde había llegado conocía el
recorrido, lo que venía era la verdadera aventura, llena de peligros pero tal vez algo
bueno me esperaría al final. ¿Y el animal que había matado a la vizcacha?, ¿sería una
serpiente o algún monstruo?, ¿y si me mataba a mi también? No, a mi no me mataría
porque yo no podía morir, yo había nacido para la vida y ésta todavía no había venido;
viene cuando uno llega a hacer algo y yo no había hecho nada todavía.
Recogí un palo seco y duro del suelo y me sentí con coraje nuevo para proseguir mi
expedición. ¿El traje?, ¿el mundo de allá?, qué importaban. Nunca más regresaría.
Quizás me esperaba lo que debía hacer, quizás ya estaba creciendo y pronto, antes de
lo que yo creía, llegaría a ser muy grande. Me enderecé cuanto pude e inspeccioné el
tupido matorral.
Allá, a mi derecha, las ramas crecían menos fuertes. Apenas ocultaban a los largos
tallos que se cimbraban detrás formando la hendidura del túnel. Las separé y comprobé
no haberme equivocado, salvo que el pasaje era mucho más estrecho y bajo. Lo mismo
había pasado con el que yo acababa de recorrer y con mi cuerpo lo había agrandado.
Era como una puerta pequeñita, una puerta abierta hacia un pasaje sin nadie, nadie
sino yo. Y también era trabajoso retirar la vegetación que lo cubría. La parte alta se
hacía compacta al espesarse; los pastos silvestres habían ido cediendo a medida que
crecían, doblándose, enredándose. Encima y por entre ellos, las innumerables
trepadoras, sin control ni in-tención, formaban una maleza tupida, pero no imposible de
abrir.
73
Una y otra vez mi mano derecha empujó lo verde y mi izquierda palpó. Era bien
oscuro allí dentro, y tan solo que provocaba ser siempre un habitante de esas regiones.
Tan solitario, tan libre, que sin duda debía conducir a alguna parte.
Comencé a ascender. Mis manos ya no palpaban grama húmeda sino piedras que
las hicieron sangrar. Tenía que estar próxima al final de mi aventura. ¡Estaba tan
fatigada! Las piedras rodaban a medida que yo trepaba ¿por qué se siente tanto sueño
cuando estamos por llegar?
Ya el traje estaba muy roto de modo que sería mejor que lo usara para limpiarme. Me
senté. La oscuridad se volvía densa y yo estaba muy sucia. A mi lado observé una
especie de lecho en el que se ensanchaba el pasaje. Un descanso de seguro preparado
para los expedicionarios. Dudé si echarme pues resultaba bastante pequeño para mí.
Me arrimé hasta el fondo. Sí, encogiéndome entraría, por lo demás era mi habitual
posición para dormir; solamente las piernas sobresalían. Estas gentes debieron ser
sumamente pequeñas o esperarían visitantes más chicos que yo. En último caso yo las
convencería, les diría que no les iba a hacer daño hablándoles que no era feo que fuese
yo tan grande, insistiría que... bueno que... yo quería ir adonde ellos. ¿Y si eran malos?
Si no fueran malos no hubiesen matado a la vizcacha.
¿De dónde venía ese ruido? La luz apenas se colaba por entre las ramas. El ruido se
repitió como un rastreo sobre la tierra. Mi mano palpó una cosa ovalada, ligera, y la
apreté. Sentí un líquido pegajoso que me empapó los dedos. Claro que era un huevo,
¡como si yo no conociera lo que es un huevo! Vaya, era un amigo, una gallina
seguramente.
La verdad es que si estaba rodeada por una gallina entonces no había aventura. Se
repetía lo de siempre: me había metido en la casa ajena y pronto me cogerían. A correr,
pero ¿adónde?, ¿de regreso? No, eso no, nunca más. Seguiría adelante. Yo les
explicaría; si se explica a los extraños siempre comprenden.
Me incorporé y seguí trepando. Otra vez el ruido rastreador de la gallina. Ojalá no se
diera cuenta de su huevo. Las ga- llinas son estúpidas y miedosas. Quizás era la misma
que había batido sus alas cuando salí al claro en el que encontré a la vizcacha muerta.
Pero eso quedaba muy lejos.
El túnel iba volviéndose tan angosto que tuve que echarme boca abajo pues las
ramas eran tan fuertes que ya no podía separarlas. Ahora estaba segura de que ese
mundo albergaba a gentes sumamente pequeñas. Ojalá me pudieran ver en mi totalidad.
Es cierto que si me daban la vuelta me podrían ver hasta los pies. Mis pies, mis pies
sangraban. La culpa la tenían las piedras.
Otra vez la gallina. Son asustadizas y persistentes. ¿Por qué no iba donde sus
huevos a sentarse a hacer pollos? ¿Y si era su único huevo el que yo había roto?
Siendo uno sólo no tenía por qué molestarse tanto. Aunque un huevo debe ser muy
importante para una gallina. Mañana pondrá otro y se olvidará. Las gentes se llevan sus
huevos y las gallinas no se molestan.
Esta vez el ruido viene muy cerca mío. Ninguna gallina camina así. Además las
gallinas hacen “clú clú’’. Esto no es gallina. Esto es otra cosa.
Al frente mío se extendía el túnel tan estrecho y tan bajo que mi cabeza apenas podía
pasar por él, pero yo sé que por donde pasa la cabeza pasa el resto del cuerpo; ya lo
había experimentado muchas veces. La dificultad era el no poder moverme con rapidez.
Las uñas mochas no ayudaban, ¿para qué me comería las uñas? Felizmente no podía
74
ser un monstruo. Los monstruos son enormes y lanzan fuego por los ojos y por la boca,
y no había nada chamuscado en ese túnel.
Esta vez lo sentí. Vino después del ruido. Sobre mi pierna izquierda. Pasó cuando la
tenía quieta porque trataba de ver enfrente mío en medio de la casi completa oscuridad.
Se deslizó con un toque leve un cuerpo resbaloso y se fue.
No podía ser una culebra. Las culebras no existen sino en la imaginación, cuando no
se puede dormir y se les ve enroscarse. No se había enroscado, luego no había nada
que temer.
Seguí adelante. Tenía que estar cerca. Me arrastré sin descanso mientras la noche
se hundía en la maleza. La oscuridad no hizo que me perdiera. No tenía sino que seguir
el mismo camino y las hierbas se habían ido separando más y más hasta dejarme pasar
en cuclillas. Aquello que se había deslizado por mi pierna se había ido. Dicen que los
animales salvajes le temen al hombre. Lo que fuera, no era “mi monstruo”, era algún
animal curioso.
Estaba tan cansada que la cara me dolía, lo mismo que las rodillas, las manos, las
piernas.
El monstruo se encontró con la gallina y la pulverizó con su aliento de fuego. Yo quise
decirle que la gallina estaba allí porque, por un descuido mío, se le había roto un huevo,
pero él me miró con ojos inyectados y extendió una de sus patas que tenía uñas de
garra y me alisó el cabello desgreñado. Tenía brazo de hombre y garras de fiera, sin
embargo su caricia era tan dulce que yo le dejé hacer sin protestar.
Levanté la cabeza. No vi sino sus ojos idiotas e insensibles de reptil, más arriba de mi
cabeza, a pocos centímetros de mi frente. Permanecí hipnotizada con la cabeza
ligeramente levantada sobre la tierra donde yacía tendida. Mis manos, ¿dónde estaban
mis manos? Ahora no las sentía, las había perdido.
Los ojos sin pestañas no parpadeaban; en la penumbra permanecían suspendidos
sin contornos. El silencio me había encajonado: los gritos de las lechuzas y el viento
barriendo los campos me llegaban sordamente.
Un aliento fétido cayó sobre mi cara. Eso jadeaba. Sus pupilas hacia arriba dejaban
una distancia protuberante y blanca en la parte baja del globo del ojo. No parecían
verme y sin embargo yo sabía que me observaban.
Las pupilas desaparecieron, pero ahí estaban esperando sin moverse. El aliento
fétido se hizo menos soportable. Mis músculos comenzaron a existir, tuve conciencia de
mi mano izquierda debajo de mi cuerpo, la derecha crispada sobre la tierra, arañándola,
pidiéndole ayuda.
Fue un movimiento instintivo y brutal. Los ojos volvieron a emerger de la penumbra
cuando el puñado de tierra se escapó de mi mano cayendo certero sobre ellos. Un bulto
enorme me aplastó, buscándome, estrujándome mientras me debatía tratando de
escurrirme. Sus miembros buscaban mis miembros tratando de definirme. El aliento
fétido mareaba, me pedía que me abandonase. Hallé una piedra y golpié, golpié donde
encontraba resistencia hasta que oí el jadeo aminorarse. Seguí golpeando contra algo
duro, seguí aun cuando el líquido tibio se deslizó por mis manos, seguí golpeando hasta
que no oí ya nada más sino los nítidos chillidos de las lechuzas triunfantes, apaciguando
al viento.
Retrocedí. Me encontré de nuevo en el espacio donde se alzaba el árbol ahora
transparente contra la luna en el cielo. El bulto de la vizcacha era apenas una sombra
75
junto al tronco. En una mano todavía sostenía la piedra, la otra estaba cerrada
guardando un secreto áspero. La luz fría y blanca me mostró unas manos húmedas con
manchas de tierra mojada. Levanté mi mano izquierda y la abrí: en el hueco de la palma
un pedazo de piel sanguinolenta se sostenía pertinaz a unos mechones lacios y negros
que se incrustaban entre mis uñas rotas, violentamente criminales.
76
En la selva no hay estrellas
Armando Robles Godoy
( 1923 )
Ya el indio había levantado su machete cuando la bala le atravesó la barbilla y le
destapó el cráneo.
El hombre se sacudió el cadáver de encima con un mo-vimiento de repulsión, se
puso en pie, reemplazó en el revólver la bala disparada y revisó la mochila. Carajo, la
brújula se había roto en la lucha. La arrojó, se ajustó la mochila sobre los hombros,
recogió su machete y pasó sobre el indio muerto como si fuera un tronco caído.
El río Huallaga sólo quedaba a un día de distancia en la dirección correcta; pero la
dirección correcta es un misterio en la selva y el hombre sabía que le sería imposible
avanzar en línea recta. Su única probabilidad de salvación estaba en llegar a una
corriente de agua; por pequeña que ésta fuera lo conduciría a otra mayor, y finalmente al
río.
Avanzaba muy lentamente, macheteando constantemente la maleza, arrastrándose
bajo enmarañamientos espinosos, saltando con dificultad sobre grandes troncos
podridos. Todo eso constituía nada más que una dificultad física, penosa de vencer,
pero dominada de antemano; en cambio la pérdida de la brújula le había devuelto a la
selva su máscara inmutable de por aquí no y por aquí tampoco.
La mochila pesaba mucho. Dos horas de camino y pesaba el doble. Dos horas más y
otra vez, el doble. Desde que partió del caserío no terminaba este absurdo aumento del
peso y se preguntaba si lo resistiría o si de pronto caería aplastado. Pero el peso no lo
aplastaba. Al contrario, lo empujaba y le aseguraba una reserva de energía para el
momento en que la suya comenzara a esfumarse. Por ahora le bastaba con la fuerza
puramente biológica de sus piernas. Llevaba sobre las espaldas, entre otras cosas más
importantes por el momento, treinta kilos de oro en polvo.
A medio día se detuvo a descansar y comer. De la mochila sacó un trozo grande de
carne de venado salada y un plátano verde sancochado. Cortó un trozo de la carne y se
lo comió junto con el plátano. Tenía comida para dos días. Se echó en el suelo.
No tenía agua, pero el futuro estaba en su poder, y esa noche llovería. Necesitaba
agua para beberla y para caminar por ella. Pensó en el indio muerto. La solución no
77
estaba en olvidarlo. El no era una máquina que ejecutaba actos programados; él vivía, y
cada latido, grande o pequeño, era él. Se estaba, pues, mirando en el cráneo destrozado
por la bala. Había sido una vida joven y hermosa. El indio era un hombre contento de
vivir y orgulloso de sí mismo. La vieja le había enseñado a leer y a ser astuto con los
hombres civilizados; aprendió a comprenderlos, es decir, a engañarlos y a despreciarlos.
Era el director económico de aquella extraña y pequeña comunidad; efectuaba todas las
compras y ventas con la seguridad implacable de un hijo de puta. Maldita la vieja, no
había culturizado al indio, lo había civilizado. Ahora estaba muerto. La combustión de la
pólvora fue más rápida que su brazo. Los dos rodaron por el suelo como gatos furiosos,
el hombre tratando de sacar el revólver de su funda y el indio tratando de soltar su brazo
derecho para espantar a machetazos la vida del otro y la muerte que se le vino con dos
cabezazos certeros en la nariz y la mano que aflojó un segundo y salió el revólver y la
bala y los sesos por el aire, todo al mismo tiempo. Y quien había tenido la culpa de todo
había sido la misma vieja, que se empeñó en hacerlo acompañar hasta el río por su
hombre de más confianza, y en la mañana del segundo día la mochila se abrió un poco y
el indio vio el polvo robado y los dos al mismo tiempo, durante un segundo largo como
una sombra, comprendieron que no eran libres, que la vida los había arreado hasta
meterlos en ese callejón estrecho de dos salidas inevitables y ahora mismo sin más
tarde ni perdóname, ahora, en un segundo, y se abrazaron atraídos por la muerte, sin
querer matar ni morir, y uno mató y el otro murió, y ahora el hombre estaba fuera del
callejón, libre hasta la próxima tranquera, y luego hasta la próxima, y así, de encrucijada
en encrucijada, sin poder escaparse del arriero, hasta el último rincón acorralado. Pero
no habría rincón acorralado esta vez. La mochila abriría todas las puertas.
Gracias a la vieja. Extraña. Sola por dentro y por fuera. ¿Para qué juntaría todo ese
oro? Quizá al comienzo tuvo una finalidad rica y precisa que el tiempo y la selva
borraron.
Abrió los ojos con un pequeño salto. Había dormido. Debía descansar, pero no
perder el tiempo. Se levantó, aseguró el complicado correaje de la mochila y continuó
su camino. Hasta dentro de tres días no saldrían a perseguirlo, siempre que antes no
descubrieran el robo. Pero era imposible que lo descubrieran. Sólo cuando el indio no
volviera... Y por último, si la persecución comenzaba antes todo podía irse a la misma
mierda. Refrenó la exasperación. Si pudiera dejar de pensar para que sus otras
inteligencias le desenredaran su ruta. Ahora debía confiar en la fuerza de sus brazos y
sus piernas, y en el oído aguzado para descifrar de entre esa maraña de ruidos el hilito
de agua que lo estaba esperando.
A las seis de la tarde terminó la jornada. No había hallado agua y tenía mucha sed.
Comenzó a preparar un refugio para pasar la noche. Buscó dos árboles delgados que
estuvieran separados unos tres metros y ató en los troncos las sogas de una hamaca
muy liviana que llevaba en la mochila. Luego pensó en la lluvia. La deseaba y por eso
decidió protegerse de ella. Desenvolvió su poncho impermeable y lo ató por tres puntas
a los árboles formando un techo triangular sobre la hamaca. No tenía hambre. Mejor. En
cambio la sed ya se estaba haciendo insoportable. Esa noche debía llover. Se acomodó
en la hamaca. La selva ya estaba completamente oscura.
Tengo sed. La mujer saltó de la cama y sin ponerse nada encima anduvo a tientas
hasta la cocina. Al poco rato volvió con un vaso de agua y mientras él bebía se metió
entre las sábanas y pegó su cuerpo desnudo contra el de él, buscándolo. Siempre
78
estaba lista, renovada, abierta a sus manos, a sus ojos, a lo que decía y no decía.
Terminó de beber y se puso a examinarla. Era hermosa, morena, de piernas largas y
senos duros y pesados. Amaba con dulzura que de pronto, inesperadamente,
desembocaba en un torrente furioso lleno de gritos y asombro y alegría y ven ven más
no me dejes ahora. Después, entraba en un remanso luminoso como el torrente, pero
lleno de paz; y siempre se adivinaba en el fondo una palpitación sostenida, presente,
nunca te cansas, nunca.
Le besó ligeramente los labios, que estaban húmedos y tibios, como siempre. Ella
sonrió sin abrir los ojos y se quedó saboreando el beso. Por la ventana abierta entró una
bocanada de frío de la playa y los dos se estremecieron. Ella se acurrucó más cerca del
hombre todavía, y él la abrazó con fuerza, pero sin ganas, quédate quieta, no me
quieras. Qué espantoso era el amor. Inútil. Pero no. Inútil para ella, pero de un valor
incalculable para sus planes y si me quieres tanto harás lo que te pido lo que te ordeno
lo que es tan importante para mí para nosotros. Pero ella se resistía y lo seguía mirando
con las chispitas de amor en el fondo de los ojos casi ahogados por la pena que la
inundaba toda cuando él le pedía que lo hiciera por él que no tenía nada que ése era el
verdadero sentido del amor y no la posesión egoísta ni la entrega absoluta. Y entró otra
bocanada de frío, de modo que volvieron a temblar y el hombre recogió las frazadas y
los dos se quedaron cubiertos, apretados, inmóviles, entrando poco a poco en calor y
escuchando el rumor incansable del mar.
Era un rumor inmenso. Brotaba de todas partes. Aplastaba toda grandeza. Parecía
crecer y crecer de modo interminable. Estaba lloviendo. Sacó la cabeza por una esquina
del rancho y le cayó en la cara un chorro fresco. Abrió la boca y bebió a grandes tragos,
sin respirar; descansó un momento y volvió a beber. Luego se acomodó en la hamaca y
se quedó dormido.
Todo amaneció empapado. La lluvia había cesado mucho antes y el poncho estaba
hundido en el centro por el peso del agua acumulada. Comió un plátano y mordisqueó
un poco de carne; tenía hambre, pero no estaba hambriento.
Como no tenía dónde llevar agua bebió toda la que pudo y después sacudió el
poncho. Seguiría lloviendo.
El primer machetazo para abrirse paso le dolió como si lo hubiera recibido en la
espalda; el segundo, le dolió un poco menos; y el tercero, menos aún. Al cabo de diez
minutos ya los músculos se le habían calentado y los machetazos caían solamente
sobre los arbustos y los dejaban muertos o mal heridos; pero la gran vida de la selva
continuaba imperturbable y monótona. Estaba muy oscuro y por todas partes brillaban
las grandes hojas mojadas. A veces, cuando el hombre sacudía un follaje alto, le caía
una lluvia breve, fría y desagradable. Los sapos y los grillos acentuaban el silencio, y
cada cierto tiempo el hombre se detenía y escuchaba con esfuerzo; era posible pasar a
veinte metros de un gran río navegable sin percibirlo; y él no quería tanto; con un poquito
de agua corriente le bastaba.
La caminata era larga y desagradable porque la estrecha quebrada se calentaba con
rapidez apenas se asomaba el sol; además, no había camino y era preciso sortear rocas
y hendiduras, y todo de prisa, porque si se retrasaba encontraba ya una larga hilera de
chicos y mujeres que esperaban su turno para llenar sus baldes en el único caño de
agua que había para toda la barriada. Los hombres nunca iban por agua. Él sabía que
en algún momento, en forma natural, dejaría de ir por agua y ésa sería la señal de que
79
ya era hombre. Por ahora debía resignarse a llenar sus dos baldes todas las mañanas y
a volver a su casucha a todo lo que le daban los brazos y las piernas, porque encima de
todo estaba la jodienda de la escuela a la que no se podía llegar tarde. Aprendió a leer
con rapidez y a partir de ese momento comprendió que la escuela ya no le servía para
nada más. Todo lo que le pudiera enseñar la maestra emputecida e hipócrita era una
sarta de mentiras que sonaban como bofetadas o escupitazos al ser dichas con seriedad
de hay que educarse en ese rincón seco, de cerros pelados, de pan frío de ayer, de
fealdad triste y sin remedio.
La barriada quedaba a veinte kilómetros de Lima, pero Lima era sólo una palabra
mágica para él, como la meta de los cuentos que le contaron una vez. Nunca había ido.
Sabía que la primera vez sería la última, ya que jamás volvería a aquel rincón de mierda
y miseria donde se sobrevivía con mentiras de pueblo fuerte sostén de la sociedad y
clase trabajadora y productiva. Un día la barriada recibió la visita de un ministro. Llegó
rodeado por un séquito de autoridades locales, ayudantes, periodistas y fotógrafos,
todos disfrazados deportivamente, en mangas de camisa y pantalón de corduroy.
Después de caminar un poco por entre las covachas sin esperanza el ministro pronunció
un discurso, y luego se largaron sin mirar para atrás. Pero el discurso se le quedó
pegado a la memoria como un mensaje secreto que sólo él había descifrado. Pueblo
cojudo. Allá en Lima está la vida. Este es un rincón encantado del que no pueden
escapar porque sólo nosotros conocemos la fórmula del encantamiento y por nada del
mundo se las diremos ni permitiremos que se libren de estos cuatro cerros. Deben
quedarse aquí, quietecitos y jodidos, para que nosotros seamos felices allá, donde
nunca entrarán, y él había comprendido que la única forma de escapar de allí era solo.
Sin la palabra mágica, sólo una persona anónima tenía la probabilidad de entrar en el
castillo y pasar inadvertida hasta haber adquirido la ciudadanía de la fuerza. Y desde
entonces, cuando iba por agua todas las mañanas, se escuchaba a sí mismo para ver si
ya era hombre y podía arrojar los baldes y seguir su camino. Pero por ahora su meta era
el agua. Sin embargo llegó el mediodía y no la había encontrado aún.
Lo mismo que el día anterior, se quitó la mochila de encima y comió un trozo de
carne y el penúltimo plátano. Luego se echó en el suelo y apoyó la cabeza en la mochila.
Ésta había disminuido algo en peso y volumen, pero la sucia esencia amarilla
descansaba en el fondo y allí continuaría hasta el fin. Miró los pequeños espacios azules
sobre los altos árboles. Por ahora no llovería. Parecían cielos independientes. Muy
pocos conocían el oro, y de estos pocos, la mayoría sólo en función de ceremonias
menores. Pero el dios se mantenía oculto en sus tabernáculos de acero y se
comunicaba con los hombres a través de sacerdotes de níquel, de cobre o de papel. Los
hombres habían olvidado los motivos para vivir, o nunca los habían encontrado, o tal vez
no existían. Pero si en un ataque de lucidez aceptaban la ausencia absoluta de motivos,
sólo les quedaba la salida de la muerte más inmediata posi-ble. Y antes que eso,
cualquier cosa. Y lo más sencillo era inventar motivos. A eso se reducía la evolución de
la huma-nidad. Y el invento más generalizado y perdurable había sido el dinero como
evangelio y religión del dios amarillo. Era un dios aparentemente generoso y puto que se
dejaba poseer y controlar por todos, pero en realidad los hacía bailar una danza
perpetua en pos de los sucedáneos, con ceremonias de homenaje y exorcismos de
ciencias económicas. Él también había bailado esa danza, y ahora mismo la continuaba
bailando. Pero lo sabía. Por eso no se preocupaba por las cabriolas de la ceremonia, a
80
pesar de que había sido muy larga y en ella el dios le había exigido sacrificios terribles
para estar seguro de que era digno de él. Por fin se había apoderado de una minúscula
partícula legítima del dios. Era sólo una reliquia, pero bastaba.
Cuando el viejo cauchero le contó aquella historia de la vieja encerrada en la selva,
en un pequeño caserío de indios y con una gran cantidad de oro acumulada en largos
años de trabajo, no la creyó; pero el cauchero no tenía ningún interés en engañarlo, y
nada se perdía con probar.
De acuerdo a los detalles que le proporcionó el viejo, elaboró un plan minucioso y
perfecto. Todo dependía, naturalmente, de que existiera el oro. Le fue relativamente fácil
hallar el caserío. Desde el río, y con la ayuda de la brújula, siguió el rumbo que le indicó
el cauchero y a los dos días llegó al arroyo; lo siguió aguas arriba durante medio día más
y de golpe se encontró entre las chozas del caserío. Nadie salió a recibirlo. Los chiquillos
que jugaban en el suelo escaparon a toda carrera apenas lo vieron, y algunas mujeres
se asomaron por los huecos de las chozas redondas, lo miraron sin decir nada, y
desaparecieron. El hombre buscó un sitio con sombra y se sentó a esperar.
Media hora más tarde se puso en pie, repitió el esfuerzo rutinario de colocarse la
mochila sobre la espalda, y se volvió a lanzar contra la selva. No ocurrió nada en toda la
tarde. Los cielos independientes se habían nublado y era seguro que volvería a llover
por la noche; esto lo tranquilizó porque ya estaba sediento de nuevo. Se sentía cansado,
pero normalmente fuerte. El dolor de los hombros era ya algo habitual. De pronto
apareció la vieja.
Era muy vieja. No demostró nada cuando se encontró con el hombre, ni contestó a su
saludo, ni hizo nada; se quedó parada, mirándolo con fijeza. Pero algo le dijo al hombre
que no lo estaba rechazando. Se presentó como un buscador de oro y le confesó que
sabía todo acerca de la fortuna que ella tenía acumulada.
Se quedó en el caserío una semana. Con monosílabos, la vieja le dijo que creía que
le sería muy difícil encontrar algún lavadero en la región, ya que sus indios exploraban
continuamente los alrededores. Era una manera impasible de advertirle que todo el oro
de por ahí era de ella. Pero no le pidió que se marchase; tampoco le dio ninguna
explicación acerca de ella misma, ni de por qué vivía allí juntando esa fortuna. A veces,
por la noche, la mujer se quedaba sentada junto al fuego y escuchaba las historias que
le contaba el hombre, pero no decía nada; y de pronto, en algún momento, se levantaba
y se iba a dormir.
El oro estaba en la choza de la vieja, almacenado en botellas de cerveza alineadas
en un estante rústico, sin tapar y cubiertas de polvo. Nadie las vigilaba ni les prestaba
atención. Un día le preguntó a la vieja cómo era tan descuidada y ella, para su sorpresa,
se lo explicó: “Nadie viene por aquí. Usted es el segundo en muchos años. Pero si
alguien robara algo, usted ya ha visto que a cada rato yo entro en mi choza. Nunca está
vacía más de una hora, y una hora de ventaja en la selva no es nada para mis indios.
Antes que el ladrón se diera cuenta estaría tumbado con una flecha en la espalda”.
Y quizá la flecha no era necesaria y bastaba la selva. Se siguió arrastrando
lentamente, pero sin detenerse más que un par de segundos cada veinte o treinta
metros para escuchar el agua. Recién mañana se darán cuenta, en algún momento, de
que el indio no vuelve y entonces todas las sospechas se amontonarán sobre las
botellas, que estaban íntegramente cubiertas de polvo. La cuestión era sacar el oro sin
tocarlas para no dejar huellas que serían visibles hasta para un ciego. Introdujo por el
81
cuello una varita de acero muy delgada y la hundió todo lo que pudo en el polvo de oro;
luego ladeó la botella y la sostuvo por debajo con una mano. Y así, sujetándola con la
varita por un extremo y con una mano por el otro, la sacó del estante. Debía ser paciente
y cuidadoso. La catástrofe comenzaría en el momento en que se descuidara y
comenzara a huir. No estaba huyendo. Nadie lo estaba persiguiendo. El indio había
muerto. La vieja estaba lejos. El río quedaba cerca. Ninguna exasperación. Ningún
apuro. Lentamente siguió ladeando la botella hasta que el oro comenzó a caer en la
bolsita. Cuando la bolsita estuvo llena enderezó la botella y con el mismo cuidado la
colocó en el estante, exactamente sobre la huella redonda que había formado. Sin
impaciencias, con naturalidad, pero al mismo tiempo con prudencia. Si se enredaba con
algún espino se desenredaba con tranquilidad, sin cólera contra la selva, que estaba
agazapada, esperando el momento propicio para comenzar a asestarle sus golpes.
Volvió a llenar la botella con arena que llevaba en otra bolsita casi hasta la boca, pero la
última pulgada del cuello no, aquí echó un poquito de oro, por las dudas. Y las dudas lo
salvaron, ya que al despedirse de la vieja ésta le obsequió unas cuantas escamas
doradas que vertió de una de las botellas sobre una hoja. Felizmente la generosidad de
la mujer era muy limitada, y desgraciadamente su fuerza para cargar también era
limitada, como la de las llamas; no se atrevió a meter en su mochila más de diez
bolsitas, que eran unos treinta kilos de oro y que quedaron allí, mezcladas con otras
bolsitas llenas de muestras que había recogido en su camino y que había tenido buen
cuidado de mostrar a la vieja. Y todo como si no estuviera pasando nada, como una
rutina tediosa: entraba en la choza de la vieja cuando ésta acababa de salir y, sin tomar
ninguna precaución, llenaba una bolsita que se metía en el bolsillo; luego, más tarde, la
colocaba en su mochila que dejaba abierta, a la vista de cualquiera.
A las seis se detuvo y amarró su hamaca con el poncho encima. Era esencial que
mantuviera una línea de conducta normal para que la selva no se diera cuenta de que
estaba perdido. No hizo caso del hambre y sólo se comió un plátano, el último. Se echó
en la hamaca y se quedó dormido instantáneamente. Esa noche volvió la mujer, le pidió
perdón y se metió en la cama. Hicieron el amor con el resultado de siempre y se
quedaron estrechamente abrazados; y así, muy juntos, él habló y habló tratando de
convencerla de que lo que le pedía no tenía nada de malo, que el ricachón era un buen
hombre, convenientemente cojudo, y que su plan era perfecto, y que el toque de gracia
era que el cojudo quería casarse con ella y ella debía hacerlo, por él, nada más que por
él, por ellos, y después de casados las cosas se desarrollarían como estaba previsto
hasta echarle las manos a una buena parte de la fortuna del cojudo ahora convertido en
marido; después, el divorcio y quedaban libres y ricos. Pero ella lloró como nunca la
había visto llorar, con una desolación más definitiva que la tristeza, y se quedó fría y sin
fuerzas, y cuando él insistió e insistió ella le dijo que estaba encinta de tres meses,
entonces él le explicó que abortar a los tres meses era la cosa más fácil del mundo y en
ese momento a ella se le quebró algo por dentro y se fue, y la encontraron dos días
después muerta al pie del acantilado de Magdalena del Mar.
Se despertó cuando paró de llover. Todavía estaba oscuro. El cielo se limpió de
nubes en pocos minutos. Por una esqui-na del poncho trató de ver las estrellas, pero los
árboles tejían su propio cielo apretado y no logró ver ninguna, a pesar de que se quedó
mirando hasta que comenzó la claridad del amanecer. Ese día principiaba la fuga.
82
Mientras aumentaba la luz devoró la mitad de la carne que le quedaba. Luego, con
los dientes apretados, se colocó la mochila en la espalda. El dolor lo asaltó como un
latigazo y pareció extenderse hasta la misma mochila. Pero se sentía fuerte. Siguió
avanzando por la selva del mismo modo que lo había hecho hasta entonces, a pesar de
que una urgencia sorda comenzó a apretarse en su estómago como una bola de pánico.
Hoy comenzaba la fuga; pero tal vez la persecución no; quizá esperarían al indio hasta
la noche y entonces ya sería muy tarde y no podrían salir tras él hasta la mañana
siguiente. Pero ¿necesitaban luz los indios? No hizo más preguntas. Era evidente que el
cholo no iba a darle muchas respuestas, y además a él no le interesaban las aparentes
razones del melodrama de zarzuela que era la politiquería nacional. Todo no era más
que un baño de mierda envuelto en bellos discursos y amor a la patria cuando debajo
latía la única vida de todos esos títeres de salón que jugaban a salvemos al país
mientras aumentaban sus cuentas bancarias y se terminaba la construcción de sus
residencias de medio pelo en las Casuarinas o en la Rinconada. Querían eliminar al
indio alcalde de una comunidad de la sierra central, y que el crimen pareciera obra de
los extremistas de izquierda. Se pusieron de acuerdo en el precio y en que el pago sería
por adelantado. El hombre recibió el dinero y se quedó mirando al cholo mientras se
alejaba por la pampa desierta. ¿Quién sería? Le importaba un carajo, lo mismo que la
identidad del indio al que iba a matar y la razón de todo, así como las consecuencias. Lo
único importante era llegar al río; de ahí en adelante lo podían perseguir todas las tribus
de la selva amazónica con brujos y flechas. Pero, ¿dónde estaba el río de mierda? La
selva seguía con su silencio estridente y sus árboles iguales a los de antes y después, y
ninguna pauta orientadora, ni siquiera una leve gra-diente del suelo para seguir cuesta
abajo. Escogió unas rocas enormes, que formaban un castillo de pesadilla, y se ocultó
en lo más alto. Desde ahí veía una gran extensión de pampa en todas direcciones. El
camino se tendía de horizonte a horizonte y pasaba bastante cerca de su escondite.
Graduó con cuidado la mira en relación con el punto donde le dispararía al comunero y
se acomodó lo mejor posible para relajarse y respirar con tranquilidad; cuando las
pulsaciones se redujeron a setenta por minuto supo que ya estaba listo y que sólo
necesitaría un tiro. Muy poco después, allá lejos, comenzó a precisarse la silueta del
indio montado en su mulo. El hombre se tendió boca abajo y apoyó el fusil en el borde
de una roca. Después de mirar fijamente al indio que se acercaba, calculó que tardaría
veinte minutos en llegar a la muerte. Sonrió. Qué fácil era eliminar la vida; y se suponía
que eran necesarios dioses y cataclismos para crearla. Tanto esfuerzo y divinidad para
un producto tan frágil y tan sin sentido. Metió las manos enguan-tadas entre las piernas
para mantenerlas calientes y elásticas. Al fin y al cabo dios era sólo un fenómeno de
perspectiva. Ahora, por ejemplo, podía elevarse por sobre los árboles más altos, y más
aún, y desde esa altura vería el diminuto organismo que era él, avanzando lleno de
determinación por la selva resignada, avanzando sin avanzar quizá, y por ahí el arroyo
que estaba buscando, y más allá el río, y la continuación de la vida, al menos por el
momento. Se sacó los guantes y los anteojos oscuros, apoyó la mejilla en la culata del
fusil y apuntó. Cuando tuvo al indio en la cruz de la mira oprimió el gatillo con suavidad y
el comunero cayó como si él mismo se hubiera arrojado al suelo y quedó inmóvil
mientras que el mulo avanzó un poco y luego se detuvo. A grandes saltos el hombre
bajó de su observatorio y se acercó al indio caído para rematarlo si era preciso, aunque
estaba seguro de que lo había matado. Con el fusil listo llegó hasta el cadáver y le
83
levantó el poncho que le había caído sobre la cara. Las hormigas todavía seguían
trabajando, pero ya la calavera estaba casi limpia. El indio no era sino un esqueleto.
Había descrito un círculo, quizá perfecto, y estaba en el punto de partida.
Trabajosamente se desembarazó de la mochila y se sentó con la mirada fija en la
calavera. ¿Qué significaba eso? Por toda la mierda del mundo ¿qué significaba eso,
carajo?
Había descrito un círculo y podía describir muchos otros, siempre que le alcanzara la
vida. Inclusive el siguiente podría ser mayor, y así sucesivamente. Pero describir un
círculo era tan imposible como seguir una recta. ¿Qué significaba esto? ¿Significaba
algo?
La risa del indio le daba la bienvenida al clan de los sabios. Quédate allí sentado que
nada sacarás con llegar al río, si es que llegas; y es tan dulce la paz horizontal del sueño
sin sueños. Estás atrapado desde que comenzaste a latir en el agua oscura de tu madre.
Acuéstate conmigo, duerme, cierra los ojos, descansa tu espalda, y así descubrirás la
risa desolada, dura y desorbitada que es tuya para siempre sin que nadie pueda
quitártela jamás.
Pero el hombre se levantó con rapidez y comenzó a cortar palos delgados y rectos de
unos dos metros de largo. Cuando tuvo reunido un número que le pareció suficiente para
comenzar, se volvió a colocar la mochila en la espalda, clavó en el suelo el primer palo,
y se metió en la selva. Treinta pasos más tarde se dio vuelta y clavó el segundo palo,
asegurándose de que no había perdido de vista el primero. Luego avanzó otros treinta
pasos y clavó el tercer palo, alineado con los dos anteriores; y a continuación el cuarto, y
el quinto, y el sexto. El esqueleto del indio le acababa de enseñar que el hombre que
perdía contacto con el principio estaba condenado a caminar permanentemente en
círculos; la única forma de avanzar en línea recta era conservando una relación directa y
sin olvidos con el punto de partida. Lo malo era que el punto de partida tampoco lo
olvidaba a él. ¿En qué momento comenzaría la persecución? La vieja le había dicho que
una hora de ventaja en la selva no era nada para sus indios; pero él les llevaba
cuarentiocho horas de ventaja. ¿Y cuánto era cua- rentiocho veces nada? Maldición. Los
indios también tenían que caminar. Y dormir, como él. ¿Duermen los indios? Selva,
¿duermen los indios? Selva, selva, selva. Todo era selva. En el campo, la tierra era
campo; aquí, era selva. ¿Serían selva los indios? Él no lo era. Eso lo sabía y lo sentía.
La selva no muere de selva. Pero la selva tiene ríos. Siguió clavando pa-los.
La cuestión esencial era llegar al río. Esta vez no se detuvo a mediodía. A pesar de
que el trabajo de avanzar era mucho más penoso ahora, sabía que estaba avanzando y
se sentía tan fuerte como al comienzo. Era extraña esta sensación de libertad cuando lo
único que había hecho era atreverse a sa-lir de la quebrada y a caminar con timidez y
asombro por el valle, que siempre había visto desde arriba como algo prohibido, aunque
nadie le había prohibido que anduviera por ahí. Había escondido los baldes, antes de
llenarlos en el caño, y se había lanzado en esta excursión audaz fuera de la seca
protección de su quebrada. El valle era pequeño y fresco, sombreado por eucaliptus y
casuarinas, y flotaba por todas partes un olor a humo de hojas que le era completamente
nuevo. Avanzaba con cuidado, cuando de pronto los acontecimientos comenzaron a
precipitarse. Su camisa se enredó en unas espinas grandes, y al tratar de zafarse se le
prendió una manga. Exasperado, tiró violentamente y avanzó a grandes trancos, tropezó
con una raíz y cayó de bruces. El peso de la mochi-la le oprimió el tórax y se le escapó
84
un quejido. Colérico contra sí mismo intentó ponerse en pie, pero el peso de la carga se
lo impidió. Entonces decidió quedarse así unos minutos, descansando y
tranquilizándose. Lo rodeaba el silencio, pero era un silencio muy diferente del silencio
duro de la quebra-da, que a veces hacía doler los oídos. De pronto se detuvo y se quedó
escuchando con el cuerpo tenso por la atención. Era un rumor casi inaudible, pero en
cierta forma se asemejaba al del agua del caño. Detuvo la respiración y ya no le cupo la
menor duda. Se echó de espaldas y desató el correaje de la mochila. Una vez libre de su
joroba se levantó y avanzó hacia el rumor. De pronto el pie derecho se le hundió en un
agujero lleno de agua, y diez metros más allá se encontró con el nacimiento de un
arroyo que afloraba del suelo. Se quedó absorto. Nunca había visto tanta agua. Se
acercó hasta la orilla del canal y se echó boca abajo, hundió las manos en el agua y
lanzó una carcajada honda y larga. El problema estaba resuelto. Se acababa de liberar
de los palos.
Le quedaban pocas horas de luz pero tenía que llegar al río ese mismo día. La
marcha era mucho más rápida, y a pesar de las curvas del arroyo ya tenía un sentido
preciso. Confor- me avanzaba, el caudal de agua crecía, y a las dos horas ya estaba
caminando con las rodillas hundidas, pero no se atrevía a salir del arroyo para tratar de
andar por terreno seco. A veces una playita de arena le permitía acelerar la marcha, y
otras veces la selva se abría un poco y podía salir del agua para caminar por ella un
trecho; pero nunca era mucho, y tampoco se atrevía a perder de vista el arroyo. En
cierto momento tuvo que cortar un palo grueso que le sirviera de bastón, porque el agua
ya le llegaba a la cintura, y entonces el avance se hizo muy lento, y además el arroyo
comenzó a describir curvas interminables y amplias. Pero la cosa no tenía remedio, y las
curvas y el caudal eran señales de que el río ya no podía estar muy lejos. El caudal
tampoco aumentaba y el agua no le subía de la cintura. Avanzaba con cuidado porque
no sabía nadar y tenía miedo de hundirse en un hoyo, pero poco a poco se animó a
agacharse, y por último se sentó en el fondo con el agua al cuello. Nunca había estado
hundido en el agua; ésta siempre había sido escasa y preciosa, como si el mundo se
estuviera secando y a cada familia sólo le correspondieran dos baldes al día. Y esta
abundancia entonces ¿de quién era? ¿Cómo es que había tanta agua y a él sólo le
tocaba una pequeña parte de un balde sucio? Y por lo que ahora sentía su cuerpo
pequeño y desnudo era evidente que el agua era buena para el hombre; no la
satisfacción a veces desesperada de una necesidad, sino una caricia amplia y fresca
que le embellecía la piel y lo ampliaba más allá de sus brazos y piernas. Y entonces tuvo
una conciencia distinta de todo lo que lo rodeaba. Los ruidos de la selva seguían
temblando por todas partes y la oscuridad de la noche ya era visible, pero todo se había
vuelto amable, siempre con un fondo irónico, pero era como si la piedad acabara de
nacer y él fuera el centro y el motivo de esa piedad.
Poco antes de que la oscuridad se cerrara definitivamente escuchó un ruido fuerte y
continuo. Era un río. Quizá pequeño, pero un río. Siguió avanzando. La vegetación era
mucho más cerrada, aun sobre el arroyo, y éste describía curvas apretadas que
carecían de sentido, ya que el río estaba tan cerca. La poca luz que quedaba se fue
debilitando y al fin sólo quedó el débil resplandor del agua. A veces macheteaba su ruta
para descubrir que se estaba saliendo del arroyo. Así perdería la noche. Debía
arriesgarse. No veía, pero escuchaba. El ruido estaba muy cerca. Salió del agua y
avanzó hacia el ruido frenéticamente, macheteando sin cesar... Por momentos quedaba
85
abrazado por los arbustos, se sacudía del abrazo y volvía a caer en otro, más estrecho y
ardiente; pero el ruido se acercaba, hasta que por una curva próxima del cerro apareció
el tren. El niño estaba parado en la vía y saltó rápidamente hacia un costado, de modo
que quedó entre los rieles y el pequeño canal de regadío. Nunca había visto un tren.
Desde lo alto de la quebrada había escuchado todos los días el largo silbato que se
diluía lentamente, y le habían dicho que era el tren; y ahora, de pronto, se encontraba
parado entre aquella masa rodante que hacía temblar el suelo, y el agua, que en
cantidades inimaginables, corría en la misma dirección. Cuando terminó de pasar
aquella cosa tan grande y ruidosa que lo había dejado helado de espanto, un hombre
que estaba en el techo del último vagón le hizo adiós con la mano y le gritó algo que él
no entendió; pero estaba demasiado asustado para contestar el saludo y dejó que el tren
se perdiera de vista valle abajo. ¿Adónde iban el tren y el agua? Echó a correr por la
orilla del canal hasta que en una sacudida espasmódica cayó de rodillas en la arena. Allí
estaba el río. Una especie de luz fantas- magórica permitía ver la espuma. Era un río de
poco caudal y podría caminar por él hasta llegar al Huallaga. Reunió todo su valor y sin
detener la carrera saltó en el agua. Se hundió, pero sus pies tocaron fondo y al
enderezarse se quedó parado con el agua al pecho. Entonces se tomó de unos arbustos
y se echó; quería aprender a flotar. El frescor del agua lo enervó y fue diluyendo poco a
poco el dolor y el cansancio. Durante largo rato dejó que el agua le pasara por encima. A
veces hundía la cabeza, abría la boca y el agua entraba sin que tuviera que hacer casi
ninguna contracción para beberla. Todas las tensiones se esfumaron. La selva estaba
vencida. Sintió sueño. ¿Y si durmiera en la arena? Los indios estaban muy lejos.
Durante días había luchado sin cuartel contra la selva y contra sí mismo sin encontrar
a los aliados del hombre. Ahora, el aire de la noche era tibio. Salió del agua, se tendió en
la arena desnudo, y se envolvió con el poncho. Dejó que el descanso recorriera su
cuerpo como una mano. Poco a poco la mano se fue haciendo más imperiosa y
profunda y el hombre se quedó dormido.
Se despertó cuando todavía estaba oscuro. Se vistió, se comió el último trozo de
carne y comenzó a bajar por el río. El dolor de los hombros era casi agradable. A ratos
caminaba por la arena de cualquiera de las orillas, y a ratos, por el fondo pedregoso,
apoyándose en el palo para resistir el empuje de la corriente. Pero ahora avanzaba con
mucha más rapidez que antes.
A mediodía llegó al Huallaga. Sin perder un segundo se despojó de la mochila y
comenzó a caminar por la amplia playa que formaba la confluencia de los dos ríos. En
pocos minutos encontró lo que buscaba: un bosquecillo de topas. Derribó cuatro, cortó
trozos de tronco de cinco metros de largo y los arrastró hasta el borde del agua. La
misma corteza de las topas, cortada en tiras, le sirvió de soga y en dos horas de trabajo
tuvo lista una balsa lo suficientemente fuerte para el breve viaje que lo esperaba. Flotaba
bien. Alguna vez fue una puerta, pero ahora sólo era un rectángulo de madera podrida,
llena de huecos y rajaduras. Pero flotaba bien. Con cuidado se tendió sobre la puerta, se
equilibró y se soltó de las ramas. La suave corriente del canal lo comenzó a arrastrar y
con la caña que había cortado se fue impulsando hacia el centro del río. Y cuando ya iba
a entrar en la correntada, una larga flecha negra se clavó en uno de los palos de la
balsa.
Inmediatamente la balsa entró en la correntada y el hombre no pudo mirar atrás, ya
que se concentró en dirigir el rumbo. Era evidente que la persecución había comenzado
86
la víspera, o en cambio los indios volaban. Pero los indios no eran perfectos ni
todopoderosos. Ahora, por ejemplo, acababan de cometer un error. El que le disparó el
flechazo había fallado, tal vez porque estaba muy lejos, pero había disparado sin estar
seguro de dar en el blanco, y eso era un pecado imperdonable.
Atento al rumbo de la balsa pensó en el problema que tenía por delante, mejor dicho,
por detrás. Huir era imposible; los indios lo alcanzarían. Por otra parte debía continuar
por el río; volver a internarse en la selva era un disparate; esconderse y dejarlos pasar,
otro. Debía solucionar el problema de un solo golpe, y de inmediato, porque dentro de
poco se haría de noche y forzosamente tendría que detenerse. ¿Y qué pasaría de
noche? Los indios eran selva, y también serían noche.
De pronto supo lo que tenía que hacer. Esperó hasta llegar a un lugar del río que se
prestara para su plan: una curva cerrada que arrojara la balsa hacia la orilla. Media hora
más tarde llegó al sitio ideal; el río se dividía en dos brazos y por uno de ellos el agua se
lanzaba caudalosamente hacia los árboles. Remó vigorosamente y logró atracar en el
punto escogido. Ocultó la embarcación algo más abajo y remontó por la orilla hasta el
lugar donde el agua golpeaba con más fuerza. Confiaba en que los indios buscarían la
máxima rapidez de la corriente, lo que los acercaría a su escondite. Pero felizmente no
lo vieron. Eran unos hombres fuertes y oscuros, pero que hablaban despacio y en
monosílabos. Pasaron casi encima de él, pero no vieron su balsa oculta entre los
arbustos. El niño temblaba. Quizá el castigo era la muerte. Pero los hombres pasaron y
continuaron su camino en la misma dirección que el tren y el agua. Todos iban hacia
allá. Y entonces los vio aparecer. Venían en una balsa muy pequeña y remaban
furiosamente. Eran dos. Confiaba en sus indios la vieja de mierda.
Todo sucedió como había previsto. Los indios calcularon pasar muy cerca de la orilla
para aprovechar la velocidad. Por lo visto querían alcanzarlo antes de que anocheciera.
Lo habían conseguido. Cuando los tuvo a diez metros disparó. Los dos tiros salieron casi
en una sola detonación y los indios se desplomaron hacia adelante, pero no cayeron en
el agua. Ya sin rumbo, la balsa se lanzó contra la orilla, giró, trató de seguir, y por último
se quedó atascada en la vegetación. El hombre no dudó de la eficacia de sus disparos.
Apenas cayeron los indios avanzó río arriba por la orilla hasta que tuvo a la vista una
recta larga del río, y ahí se quedó, agazapado detrás de un tronco. Pero pasó mucho
tiempo y no vinieron más. Entonces se soltó de los arbustos y la corriente del canal lo
volvió a llevar blandamente hacia abajo, hacia donde iban todos, y hacia donde él
también quería ir para olvidar la quebrada, los baldes, la tristeza seca de los cerros. Era
casi de noche cuando se detuvo. Atracó la balsa en una playa de arena blanca y se echó
con la cabeza apoyada en una piedra. Se estiró con toda su fuerza y luego relajó la
tensión poco a poco hasta que el cuerpo comenzó a disfrutar de la blandura de la arena
y de la tibieza del aire. Ya no tenía ningún apuro. Por sobre los árboles del horizonte
más alejado, que ya se veían como un perfil negro, el cielo también se iba volviendo
negro. El río corría mansamente, casi en silencio. La inmensa fuerza de la selva estaba
ahora concentrada en la paz, y era una paz como ninguna otra, que le quitaba
importancia y hasta sentido a todo lo demás. En aquel rincón estaba la verdad, y la
contemplación extática de la verdad. El hombre deseó, con toda esa paz que se había
hecho suya, que nada cambiara, que ninguna fuerza, de afuera o de adentro, lo obligara
a alejarse de ahí, que pudiera retener para siempre lo que ahora sabía, que el olvido no
volviera a guiar todos sus pasos. Y en ese momento vio que la balsa se acercaba por el
87
río. Pero no sintió ningún temor. Era la primera vez que la oscuridad de la noche no se le
echaba encima como un peso tenebroso, sino que lo envolvía como un apacible silencio
de los ojos. Y en aquel instante de serenidad supo que el agua del canal le había abierto
la ruta que le permitiría escaparse para siempre de la esterili- dad irremediable de la
quebrada. Giró sobre sí mismo hasta quedar boca abajo sobre la arena y, sin
movimientos bruscos, sacó el revólver. No se veía casi nada, pero el bulto aplastado de
la balsa seguía acercándose. Tomó puntería y entonces se dio cuenta que era la balsa
con los indios muertos. Se puso en pie de un salto y se quedó inmóvil, duro,
resistiéndose a la fascinación de terror primitivo y misterio. Era distinta aque-lla noche
junto al agua de las noches siempre iguales de la quebrada. El cuerpecito desnudo se
estremeció con el frío, pero no se movió mientras dejaba pasar la balsa de los indios
muertos, como una escultura olvidada por una raza antigua en medio de la selva para
ver pasar el resto de la vida sin hacerle caso.
No pudo dormir en toda la noche, a veces debido al hambre, y a veces debido a la
nube de zancudos que buscaban tenazmente el menor resquicio en la protección de su
poncho para chuparle un poquito de sangre. Y pasaron las horas. Y por fin se durmió
pesadamente al alba.
Se despertó con el calor del sol. Era un sol alegre que jugaba con las ramas más
altas de los árboles y que no se parecía en nada al sol agobiador de la quebrada, que
señalaba el comienzo de la rutina sin esperanza de todos los días. La puerta vieja
seguía atada a la orilla del canal con la pelotita de sus ropas en el centro. Se sentó en la
balsa y siguió corriente abajo. El río era lento, como el tiempo largo de la selva. ¿Qué
pensaría de él la selva? ¿Lo estaría viendo? Quizá la selva no se llamaba a sí misma
selva, sino que tenía otro nombre extraño y una manera más extraña de decirlo.
Pasó todo el día, y cuando ya hacía un buen rato que el sol se había hundido en el
horizonte, vio una columna de humo. Estaba demasiado cansado y débil para alegrarse.
Además, era lo previsto. Cantó un gallo, ladró un perro. Era una casa.
La larga inactividad a que lo había sometido el viaje acumu-ló su impaciencia y sintió
un hormigueo de moverse en todo el cuerpo. Comenzó los preparativos para
desembarcar. Desató la mochila, se la aseguró en la espalda y tomó la caña para
impulsar la balsa hacia la orilla; pero el río era demasiado hondo para tanganear y
cambió la caña por el remo. En ese momento una esquina de la balsa tropezó con un
tronco semi-hundido y el hombre perdió el equilibrio y cayó en el agua. Se hundió de
cabeza. La balsa se alejó lentamente.
El hombre no perdió la calma. Cuando tropezó con el fondo se encogió, apoyó los
pies y se impulsó hacia arriba. Logró sacar la cabeza, pero volvió a hundirse. Entonces
trató de sacarse la mochila, pero inmediatamente comprendió que le sería imposible.
Volvió a encogerse y a impulsarse hacia arriba, pero esta vez no logró sacar la cabeza.
Ya con desesperación abrió la mochila para que el maldito polvo saliera y él pudiera
flotar. Y en ese momento sintió un estallido prolongado y luminoso. El sol se reflejaba en
el agua y le golpeaba los ojos. Sentía que estaba flotando en una corriente de luz, y no
había nada fuera de esa luz. La puerta vieja se lo seguía llevando hacia donde iban
todos, lejos de la quebrada, sin ningún recuerdo que le hiciera apartar la vista del reflejo
del sol. El miedo quedaba atrás para siempre. Ahora sí sabía que nada ni nadie podría
detenerlo ni obligarlo a volver.
88
El cadáver quedó inmóvil en el fondo, sujeto por la mochila y por una rama sumergida
que impedía que lo arrastrara la corriente.
Así estuvo mucho tiempo.
Mientras tanto, poco a poco, el oro iba saliendo de la mochila. Fue un proceso muy
lento, pero ininterrumpido. Al final, el cuerpo quedó liberado del peso, se deslizó sobre la
rama y siguió río abajo. La mochila ya estaba casi vacía. Los restos del oro que aún
quedaban siguieron saliendo, hasta que por último no quedó nada.
El cadáver salió a flote y en un recodo, el agua, que formaba un pequeño remolino
cerca de la orilla, lo dejó boca arriba sobre la arena.
Era de noche.
Los ojos abiertos del hombre estaban fijos en las estrellas
89
Locura
Glauco Machado
( 1924 - 1952 )
Si cierro los ojos me siento, de pronto, horriblemente solo. Un enfermizo sentimiento
de infinita debilidad y abandono oprime mi corazón. Y estoy como caído dentro de mí
mismo, indefenso, paralizado de terror en medio del templo vacío y misterioso de mi
alma.
Adivino la presencia, en acecho, de seres que no conozco. Seres que, mientras la
conciencia vigila angustiada, fingen ser sombras. Sombras quietas. Seres que se
animarán hu-manizándose espantosamente, en cuanto me rinda al sue- ño... Sí, ya lo
sé: son mis propios pensamientos, ¡pero qué deformes!.. Seres monstruosos, absurdos,
inauditos. Gigantes y enanos, todos contrahechos y feos. Seres con aspecto de
asesinos. Prófugos freudianos. Malhechores huidos del fondo subconsciente de mi
corazón atormentado. Sombríos, cómicos que en el escenario difluente y fantástico del
sueño, reirán broncamente. O llorarán. O gritarán torpes blasfemias, torturándome. ¡Es
horrible!
¿Cómo no espantarme ante esta fauna de criaturas espeluznantes y deformes?
¿Cómo dormir en paz, cómo? ¡No debo cerrar los ojos!, me repito obsesionado. ¡No
debo cerrarlos! Entonces me revuelco en mi celda, desvelado y trémulo, sin atreverme a
mirar los rincones obscuros.
El resto de la noche me la paso escuchando, absorto, el rumor de esa pequeña
cascada de minutos y segundos que brota, fría y nítidamente, del reloj.
¡Oh, la soledad!
¿Qué espejo se habrá roto dentro de mí?
¿Habéis quebrado con el dedo, una y otra vez, el líquido cristal de una fuente en
quietud? Las imágenes (el cielo, las nubes, los árboles) que antes se reflejaban pura y
nítidamente en aquella superficie quieta, se deforman por las ondulaciones del agua. Y
ofrecen un cuadro que, naturalmente, no es la reproducción exacta de la realidad.
Creo que ese es mi caso. La cadavérica mano de la Locura juguetea,
caprichosamente, con las aguas de mi pequeña fuente espiritual, agitándolas. Por eso
en mi pobre cerebro se deforma, grotescamente reflejada, la imagen de la realidad...
90
Ved: ayer permanecí, todo el día, misantrópicamente enjaulado en mi cuarto. No sé
por qué misterioso impulso tomé en mis manos la Biblia, dispuesto a calmar mis
dementes inquietudes. Dizque la lectura de este profundo libro da paz al espíritu. Y
santifica. Y arroja del alma las obscuras nubes que entenebrecen la vida. Y da
esperanzas. Y consuela. Nada, pues, más fresco y puro que el agua bendita de esta
misteriosa fuente espiritual para aplacar el rigor de mis insanas fiebres.
Leí. Medité. Me olvidé del mundo. Y ayuné. No quise recibir comidas, nada. El
alimento espiritual fortalece más y da alegrías. Tal dice la Biblia, y así lo hice.
Ya en la noche, mi tempestad se había aplacado milagrosamente. Entonces, sentí
deseos de salir sin rumbo. Quería contemplar la obra de Dios. Estaba seguro de que la
portentosa armonía cósmica me hablaría con su lenguaje de amor ilimi-tado.
Salí.
Atravesé las calles dormidas. Y llegué a orillas del mar. Allí, el profundo y sereno
latido del océano agitó aún más el mundo tumultuoso de mis sueños. Y al compás de la
dulce y tranquila sinfonía eternal de lo infinito, me puse a meditar en silencio acerca de
Dios...
¡Pero fue al regreso de mi filosófico paseo que el ayuno, la fiebre y los abstrusos
pensamientos bíblicos empezaron a dejarme sentir sus nefastas consecuencias,
alocándome! Sí. ¿Qué fue si no locura aquel extraño suceso?
Atravesaba una plazuela. Y he aquí, sentado al filo de una banca, casi desdibujado
entre las sombras, un extraño viejecillo. Estaba encorvado. Y vestía cortos andrajos. Tan
cortos y deshilachados, que dejaban expuestas a la fría intemperie de la noche sus
canillas flacas y velludas.
Me sentí herido de súbita compasión. Aquel anciano vago era, él mismo —con sus
barbas sucias, sus carnes arrugadas, y toda la infinita desolación de su mísera figura—
era, digo, la vida hecha harapos malolientes, harapos de carne desvelada. Muñeco
insomne y desgraciado, de esos que el viento del azar arrastra por entre los muros
indiferentes de las ciudades. Brizna de hierba podada, amarillenta ya, ¿qué soplo
caprichoso la puso en mi camino aquella noche?
«Amaos los unos a los otros»... Me senté a su lado.
El hombrecillo me miró entonces, largamente. Recostó su barbilla sobre el extremo
superior de grueso bastón que apretaba entre sus flaquísimas y ateridas piernas, y dijo:
—¿Te conmueve mi soledad?
—Señor: nadie está solo. Dios está con nosotros, siempre. Tratad de estar solo: no lo
conseguiréis nunca.
El viejo me miró sorprendido. Era como si mi lenguaje le hubiera impresionado
vivamente. Pero su perplejidad duró un segundo. Sonrió. Me enseñó sus dientes
podridos. Le brillaron los ojos burlonamente, como si acabara de escuchar una graciosa
necedad. Y empezó a estremecerse con una risita sofocada, mordaz:
—Con que Dios nos acompaña, ¿no?
No bien hubo repetido socarronamente mis palabras, su cuerpecillo flacuchento se
sacudió nuevamente, pero esta vez en una sarcástica e irrefrenable carcajada.
Quedé confuso, aturdido.
—¡Oh, perdóname, perdóname! Creo que debo prevenirte: yo soy fósil. Grotesco,
¿verdad? Pero no te preocupes: la verdad siempre es grotesca... Escucha: Es el
hombre el que acompaña a Dios. No lo olvides... Yo lo sé todo, amiguito. Todo. Y por
91
eso te digo: huye de la soledad. Teme a la soledad. Aquel que llegue a sentirse solo,
¡está perdido! La soledad es un mal espantoso. Flor de locura que se abre
silenciosamente... ¿Sabes? Ella es el origen de la desgracia universal. Atiéndeme.
Dios enfermó un día de ese extraño mal. Fue la primera víctima.
La inmensidad vacía, desolada, infinita, se extendía sin límites. Entonces, Dios era el
alma del vacío. Un fantasma cósmico. En toda la Eternidad no se, escuchaba sino el
profundo latido de su propio corazón. Era el Gran Solitario.
Pero lo interminable de su Ser, lo inmenso de su Eternidad, le produjo, al fin, un
creciente y enfermizo aburrimiento. Todo era igual. Todo había sido siempre igual. Igual
a sí mismo, uno y otro siglo. Dios volvía los ojos atormentados hacia la Inmensidad:
¡abismos horrendos! ¡Oh, la espantosa soledad en que vivía! ¿Habría de quedarse
ignorado para siempre? ¿Qué hacer con su profunda sabiduría? ¿ Nadie habría de
presenciar, atónito, el espectáculo aterrador de su magia? ¡Oh, nadie, nadie! ¡Estaba
solo! Y esta idea empezó a roerle el corazón, y lo fue trastornando.
Un día, casi enloquecido, frenético, pobló de universos su inmensa soledad. La llenó
de soles, de nebulosas gigantescas. Todo fue inundado de extrañas presencias. ¡Ya no
estaría solo! ¡Ya nooo! De sus maravillosas manos rodaron, llameantes, millones de
mundos resplandecientes. Su poderosa voz de loco angustiado, hizo vibrar los espacios
interminables. Y de aquella portentosa vibración cósmica brotó la luz... ¡Ya no estaría
solo! ¡Ya nooo!
¡Pobre ser esquizofrénico, enfermo de soledad! ¿Ves? La soledad es mal espantoso...
¿Qué haces cuando las piezas de un rompecabezas armonizan ya? Quieres resolver
otro acertijo. Y otro. Y otro más. ¿Qué intentas con ello? Distraerte. Olvidar algo. Algo
que preocupa la mente, que la martiriza. Alguna idea fija, acaso. Bien. Pero un día,
maniático ya, serás un miserable loco absorto en rompecabezas cada vez más absurdos
y monstruosos... Dios huía de la soledad. Por eso, cuando creó sus muñecos, se aferró
desesperadamente a ellos para que no lo vuelvan a dejar solo. ¡Nunca más solo!
Y así empezó —¡ay, empezó!— Y la comedia, hasta hoy...
—¿La comedia?, musité desconcertado.
—Sí. La abominable comedia universal. ¡Ah, rompecabezas cósmico, cada vez más
disparatado, en manos de una miserable criatura maniática e insomne! Absorto en su
locura, imaginería portentosa y absurda, no termina nunca de complicar el problema
humano, el drama universal. ¡Así consigue permanecer olvidado y ausente de su
amarga tragedia! ¿Volver a la soledad? Nunca más... Je, je, je... ¡Infeliz!
Pero Dios morirá un día. Morirá un día. Morirá, porque Dios no fue siempre Dios, no.
Antes de serlo él mismo se sentía un pobre diablo.., y lo era. ¿Dios de quién podía ser
entonces, si nadie ni nada existía? ¿Dios de sí mismo? ¡Ah, se hizo Dios cuando creó!
Cuando la creación desaparezca, él morirá también. Sí: morirá. Y me dejará en paz. Y
ya no sufriré. Ya no.
El extraño viejo terminó su discurso suspirando con profunda aflicción. Guardó
silencio profundo. Y se estuvo quieto. Mas, de pronto, se levantó súbitamente. Apuntó al
cielo con su grueso bastón. Lo agitó en remolino amenazador, y empezó a lanzar fieros
aullidos:
—¡Me dejarás en paz, Titiritero Loco! ¡Y ya no sufriré! ¡Ya nooo!..
Guturales sollozos cortaron esta vez sus gritos. El anciano vago hundió la cabeza
entre las manos... ¡Lloraba! Lloraba como un niño abandonado. Indudablemente me
92
hallaba frente a un pobre loco. ¿Quién sería este infeliz? El viento de la noche agitaba
sus andrajos desnudándolo casi... Era una miserable figura ante la cual las Musas —por
más que admitan bondadosamente lo «feo artístico»— se habrían detenido
espantadas...
—¿Quién eres tú, pobre hombre? —pregunto al fin.
El demente volvió a mí su congestionado rostro. Me miró profundamente a los ojos...
¡Y sonrió! Luego dijo:
A mí también me hirió la soledad. Fue hace muchísimo tiempo. Creo que veinte
siglos. Me perdí en un desierto, ¿ sabes?..
Yo era un hombre de clara inteligencia, humilde, tranquilo, bueno. Pero allí en ese
desierto, perdí la razón, la paz, todo.
¿En qué extraños pensamientos me encontraba absorto aquel día? ¿Cómo pude
extraviar mi camino? ¿Cómo llegué hasta esa espantosa soledad? No lo sé. Pero
cuando volví de mi profunda meditación ya estaba perdido, en pleno desierto. Lleno de
angustia, caminé días y días, buscando una salida. Todo fue inútil... Después el hambre,
la sed, ¡la sed! y la fiebre. Empecé a monologar. Recuerdo se me ocurrían cosas
extrañas. Y para defenderme de la soledad, gritaba... ¿Te has atrevido a gritar en un
templo vacío? No lo hagas nunca. Es terrible. La voz vuela como murciélago aterrado. A
cada aletazo parece que hay ruido aterrador. Pero lo que hace estremecer no es el ruido
profano, se quiebra al paso infernal de la voz. Quedarás angustiado. Y arrepentido.
Serás como un delincuente consternado tardíamente de su crimen. ¡Ah! es mejor huir
entonces. Huir, porque si esperas el regreso de tu voz... ¡ella volverá! ¡Peor para ti!
¿Reconoces tu voz que vuelve de la obscuridad? No. Ya no es tu voz. Es la voz de la
soledad. Tu sentencia de muerte, porque ella vendrá a decirte el terrible secreto: ¡No hay
nadie en este templo. ¡Estás solo! ¡Solo!..
Todo lo supe aquella vez.
Una noche desperté sobresaltado. Un hombre extraño estaba junto a mí.
—¿Quieres oro?, me preguntó. Yo tengo riquezas fabulosas...
Mi lengua estaba reseca, agrietada. La garganta me ardía. No, no quería oro. ¿Por
qué me ofrece oro este hombre? Yo tengo sed...
¿Queréis poder?, volvió a interrogarme el desconocido.
—¡Tengo sed!, murmuré débilmente. ¡Sed!
Entonces sucedió algo prodigioso. Brotó junto a mí mági-camente, una fuente de
agua. ¡Agua fresca, transparente! Enloquecido, me lancé a beber. Pero mis manos se
hundieron en la arena caliente. ¡No había agua!
La frente se me desplomó como un cielo ya sin Dios, sobre la arena del desierto.
Sentí que todo giraba vertiginosamente, y, una congoja infinita quiso romperme, desde
adentro, la débil bóveda de mi pecho.
Aquella misma noche corrí sin descanso, buscando la salida. Voces extrañas me
llamaban ofreciéndome oro y poder. Pero yo rechazaba todo, porque todo era ficción,
espejismo, de mi pobre cerebro trastornado. ¡Nooo!, les contestaba. Y mis gritos eran
como jauría de perros ladrando a los fantasmas de la noche. ¡No me dejaría tentar más!
Si me detenía, no me levantaría nunca ya. Moriría...
¡Debe existir alguna fuente de inagotable agua misteriosa que calme la sed para
siempre! ¡Para siempre! Me obsesionaba esta idea. Tengo que encontrar esa fuente, me
repetía mil veces. Y así, buscándola, salí del desierto un día. Pero entonces ya no lo
93
supe. Tenía delante de mí, para siempre, la visión del desierto infinito, desolado. Y el
mundo se convirtió en un gran desierto donde todos están perdidos, sedientos, locos...
Salí a los caminos.
—¡Venid, venid conmigo en busca de la fuente a los hombres! ¡Yo os aplacaré
vuestra sed, aunque ella sea infinita!.. ¡Dejad las riquezas, el oro! ¡Despreciad el poder!
Todo ello no es sino miserable espejismo. No os dejéis fascinar. Y seguidme...
Me siguieron algunos. Pero todos al fin me abandonaron, me negaron. Y me dejaron
solo, otra vez espantosamente solo. ¡Ah, miserables, bellacos... me escupieron. Me
llamaron loco. Y terminé clavado en un madero...
—¡Cállate!, grité trastornado varias veces.
Sentí que me desvanecía. Una oleada de sangre turbó mis sentidos.
—¡Cállate!, volví a gritar al viejo. ¡Fuera, monstruo! ¡Apártate, extraña bestia! ¡Que el
diablo cargue contigo!..
Fue en esos momentos que alguien me tomó del brazo, fuertemente.
—¿Qué hace aquí solo a estas horas de la noche? ¿Por qué grita?
Era uno de los dos policías que hacen la ronda nocturna. Pero ambos me tenían
sujeto.
—¿Solo?, pregunté. ¿Solo?
Volví los ojos angustiados... ¡la banca estaba vacía! ¡No había nadie!
¡Oh, la soledad! Flor de locura...
94
Volver al pasado
Sebastián Salazar Bondy
( 1924 - 1965 )
De pronto, como si obedeciera a la imperiosa voz de una superior voluntad,
descendió del tranvía que aquel lunes, como todos los demás días de ese año y el
anterior, la llevaba de la Estación Marsano a Colmena Izquierda y de Colmena Izquierda
a la Estación Marsano. Una vez en tierra, todo fue sencillo. Se sintió libre, alegre, sin
preocupaciones. Cuando pensó en la multa que merecería su ausencia en la oficina —
“¡Think!’, rezaba un brillante cartel fijado en una pared de la sala principal—, eliminó todo
posible remordimiento prometiéndose preparar una disculpa eficaz sin precisar por el
momento cuál. Eso no le importaba inmediatamente. Experimentaba la sensación que
debe colmar al fugitivo de un penal, al manumiso. El tranvía partió sofocado, chirriante,
entonando la monótona melodía de su infatigable regularidad, y ella, satisfecha, lo oyó
recomenzar el viaje.
Cruzó la calzada de prisa e ingresó en La Victoria, oprimida por una dicha triunfante.
“Será como volver al pasado, como recuperar el tiempo perdido, ver de nuevo mi calle,
mi casa, mi habitación”, proclamaba audaz su alma. De lunes a sábado, durante dos
años, al ver pasar ante sus ojos el perfil familiar del antiguo barrio, había soñado con
aquella reconquista. No obstante los diez años transcurridos desde la precipitada
mudanza a Surquillo, cuando su padre sufriera el primer ataque de apoplejía, reconoció
en el aire el aroma del ayer, aquel hálito recóndito que la memoria suele retener del
tiempo. Cuando hubo llegado a la Plaza de Armas —las tres de la tarde—, abrió la
presión de su pecho, relajó sus músculos contraídos y suspiró intensamente.
Vadeó la Avenida Iquitos y continuó hacia su calle, de improviso apresurada e
inquieta, como si temiera no hallarla si tardaba. Recorrió las cinco cuadras que la
separaban de su destino, bastante vehemente y confusa, sin reparar en las galanterías
de los hombres, la mayoría muchachones perezosos que iban y venían sin finalidad.
Durante esas cinco cuadras recorrió su niñez, de repente interrumpida por el traslado
a Surquillo. A la manera de pantallazos sucesivos surgieron las mañanas lluviosas de
invierno en que iba al colegio con la chica Suárez, hija de aquellos vecinos rechonchos y
felices que comían sopa de “muimuis” y tenían en la sala de su estrecha casa una
95
barrica de aceitunas; los gozosos mediodías en los cuales, sentada al extremo de la
mesa presidida por su padre, escuchaba la borrosa conversación de los mayores, la que
siempre aludía a gentes y a cosas que no conseguía localizar; las tardes vocingleras,
cuando jugaba “ampai” con sus hermanos y los amigos de los alrededores, o competía
con las niñas de su edad en las carreras de patines, hasta que el crepúsculo abrumaba
de sombras el pati-zuelo y el olor de la cena inundaba toda la casa con ráfagas de
manteca y tomates; las noches apacibles que traían la dulce modorra y el cansancio de
todo un día vivido con interés e inocencia. Aquello, era dentro de su remembranza,
voces, canciones, caricias, ecos, amores velados, una suerte de cinematógrafo
incoherente y turbador. Sin orden y oscuro, dicho universo se apiñaba ante sus ojos,
vertiginoso, cautivante.
Cuando desembocó en su calle, se detuvo. Ahí estaba, no idéntica a su recuerdo,
pero sí semejante. Le pareció menos amplia, mas comprobó que sus colores eran más
vivos y suntuosos, como si los pobladores de la cuadra presumieran de una holgura que
estaba lejos de haber sospechado. La calle era tranquila. Uno que otro automóvil y algún
ómnibus des- tartalado rompían la calma. Se dio cuenta de que la encomendería de Lam
Si, el chino que reventaba cohetes en las fechas importantes, no estaba ya en la esquina
y que en su lugar atendía una botica pulcra y hasta se podía haber dicho elegante.
Adrede no quiso mirar en forma particular hacia su casa. Avanzó por la acera
sombreada en que se hallaba, las pupilas alertas para no perder ni un solo detalle de
aquel mundo renaciente. De improviso, se sintió molesta de su serenidad y trató de
remover sus recuerdos relacionando una puerta, una ventana, un zaguán, con algún
suceso olvidado. Su prima Eufemia fue la primera imagen que le sobrevino a la
memoria. El instante en que, por disputarse unos barquillos, ella le había propinado una
bofetada, apareció sencillamente, como un flujo fácil. También la historia del perro
rabioso que mordió a un transeúnte y fue abaleado por la policía, ascendió de las
tinieblas a la claridad. Se consoló pensando que faltaba la principal de las experiencias,
la final y absoluta.
Al fin llegó a la casa. En realidad, poco había variado ahí en tantos años. Se detuvo
en cada trozo de las dos hojas de la pesada puerta de madera y, en una operación
premiosa, hizo corresponder la verdad con la fantasía, el sueño con la incontestable
certeza que se le revelaba. Y la identificación fue pura como la de un grato despertar.
Luego no podría explicar cómo fue que tocó el timbre de la casa, pues estaba
empujada a realizar movimientos imprevistos y, casi carentes de intención. Lo cierto es
que, no bien había reparado en aquel acto, la puerta se abrió tímidamente y tras el
espacio que dejó libre apareció un rostro de mujer pálido, ajado y soñoliento. Más que la
de quien franquea el paso, la expresión de aquella cara era la de alguien sorprendido a
medianoche en el lecho. Con los ojos sin luz, encapotados bajo los sombríos párpados,
la desconocida la observó sin interrogarla, paciente y desmayada.
—Disculpe —dijo incómoda la muchacha—, disculpe por la molestia, pero... —y se
contuvo, amedrentada sin duda por la aparición.
El rostro de la mujer se reanimó lentamente. Sin mover los labios la invitó a continuar.
—En esta casa nací, ¿sabe? —prosiguió ella como pudo—; vuelvo después de diez
años, y se me ocurrió visitarla.
96
La desconocida hizo un ademán que bien podía significar que nada le importaba o,
en caso contrario, que no entendía una palabra de todo aquello. La joven insistió en su
último esfuerzo:
—Aquí nací... —repitió—, ¿me permitiría usted que mirara la casa por dentro? Es una
tontería sentimental, un capricho, pero no creo que tenga nada de malo.
La mujer cerró los ojos un instante, como recapitulando en la historia, y los abrió
enseguida con brío.
—Si hay inconveniente —advirtió la chica—, le pido disculpas...
Con voz ronca, áspera, uniforme, y acento extranjero, la desconocida dijo
decididamente:
—A esta hora están durmiendo.
—Bien —respondió la intrusa como procurando invalidar la anterior solicitud—, le
ruego que me perdone.
Antes de que se diera vuelta para retirarse, la otra extendió la mano en actitud de
insólita cordialidad.
—Mire el patio, si quiere —expresó con cierta dulzura.
—¿El patio?
La mujer desplegó la puerta totalmente. Lo primero que se le reveló a la visitante fue
el hecho de que las locetas amarillas habían sido reemplazadas por un burdo piso de
cemento y que habían desaparecido las madreselvas que antes trepaban las paredes y
se desbordaban copiosas y floridas hacia la vecindad.
—¡No están las madreselvas! —pensó en voz alta.
—¿Madreselvas? ¿Había madreselvas aquí?
—Ahí —señaló con entusiasmo—; ahí había una mata grande. Y añadió: —¿Cuánto
tiempo hace que vive usted acá?
La otra meditó unos segundos y, con evidente inseguridad, contestó:
—Creo que diez meses...
Sólo en ese momento la muchacha reparó en su interlo-cutora. Era una mujer
diminuta y desgreñada, de manos duras y secas, cubierta de los hombros a los pies —
calzados éstos con zapatillas ordinarias— por una bata floreada y descolorida. Ya no
estaba amodorrada. Sus ojillos se hallaban limpios y en ellos, mortecina, brillaba una
leve lumbre de ansiosa curiosidad.
—¿Siempre es ahí la sala? —preguntó la visitante, más que nada para evitar esa
mirada.
—Sí, siempre —respondió la mujer—. Ese es el salón.
La palabra “salón” fue como un ramalazo. Primero la desconcertó, pero de inmediato
despertó dentro de la muchacha una especie de maligna atracción.
—¿Sala o salón? —inquirió.
—Le dicen salón, yo no sé.
—¿Quiénes le dicen salón?
—Las chicas, todos...
—¿Qué chicas?
—Las que trabajan aquí.
—¿Trabajan? ¿Qué hacen?
De la garganta de la mujer, inesperada, brotó una risa convulsiva. La muchacha
experimentó un extraño temor.
97
—¿No sabes qué hacen, no? ¿No sabes qué hacen? No te hagas la señorita,
mañosa —gritó la mujer.
No se le ocurrió nada qué responder. Sintió que la sangre le acudía a la cabeza a
borbotones, mientras la otra continuaba hablando, sacudida por acezantes carcajadas:
—No te hagas la tonta. ¿Quieres entrar al burdel? ¿Quieres trabajar? Más tarde
podrás hablar con la señora. Ahora está durmiendo la siesta. Ven más tarde o espérala.
Pasa, pasa, preciosa... —y con vigor la tomó del brazo e intentó arrastrarla hacia el
interior.
La muchacha se defendió como pudo. Aunque la mujer tenía fuerza y procedía con
convicción, pudo desprenderse y ganar la puerta. Corrió ciega hasta la esquina y allí, sin
aliento, se apoyó extenuada. El corazón le golpeaba el pecho y no le permitía coordinar
el suceso que había vivido dentro del orden lógico e inteligible de todos los días. Estaba
agitada y también presa del pánico. ¿Cuánto tiempo estuvo ahí, la espalda contra la
pared, víctima del caos y la inconsciencia? Nunca lo pudo precisar.
Despacio se fueron aclarando sus ideas e ingresaron en su cauce normal, en tanto
que su organismo, como el agua de un estanque que pausada adquiere su nivel,
alcanzó el equilibrio. Ya en sí, echó a andar. Al compás de sus pasos, sin apuro, pudo
entrever la verdad del hecho del que había sido protagonista.
Su barrio, su calle, su casa, su pasado en suma, adquirieron durante aquella huida
otra faz. Todo lo bello se había esfumado, como un perfume arrasado por un viento
hostil y hediondo. Los personajes y el escenario límpido de antaño habían sido
sustituidos por otros inamistosos y opacos. No divisaba ya en su intimidad la amable
latitud añorada, y como muerta a traición quedaba en el fondo de su alma la nostalgia
que la impulsara a “volver al pasado”. Al llegar al Paseo de la República se percató de
que estaba llorando. Sacó de su cartera un pequeño pañuelo y enjugó sus ojos y sus
mejillas, temerosa de que alguien advirtiera su dolor. Trató de adoptar una actitud
natural y no se le ocurrió otra cosa que extender el brazo para detener un taxi.
98
Esa vez del huaico
Eleodoro Vargas Vicuña
( 1924 - 1997 )
I
Alrededor de don Teófilo Navarro no queda sino contagiador aire entristecido. Su
casa, pura pampa quedó después del huaico —agua de mala entraña— que lo tumbó
todo.
Los vecinos están medio que están nomás. La mitad se les fue tratando de levantar
pared con la mirada y la otra mitad para consolarlo:
—Con un poco de voluntad, podrá usted levantarse de nuevo.
El caso fue así:
Todas las veces de susto le decían:
—Don Tofe, haga usted construir muro de piedra a su casa, no sea que el huaico...
Pero él se reía con suficiencia, y para decir algo por contestar, repetía:
—Que venga el huaico. Que me lleve. De resbaladera acabará la pena.
Lo decía por decir porque en el pueblo, con penas y todo, siempre somos felices.
Después que levantó su casa, en que hubo apurado trajín para terminar, luego de la
techa, en que hubo demorado canto de no acabar con música y zapateo para afirmar el
suelo, se hizo tranquilidad. Y como él lo dijo desafiador:
—Hasta que otro guapo se atreva, pared y techo contra viento y noche que revienten
de impotencia.
Fabricaba y componía sombreros. A la puerta de su casa, aguja en mano, sombrero
en horma, silbido y canto para rellenar hueco de tarde nostalgiosa, lo veíamos cumplir.
En el invierno paz, no en el verano. Medio que se quisqui-llaba don Tofe mirando
temeroso el agua que crecía hasta engrosar el río. Decía:
—¡Esto es costumbre! ¿Habrá por qué temer?
Muchas veces la campana madrina de la iglesia, en talan-talanes de peligro,
anunciaba desbordera, y don Tofe, creído, corría que corría para ver. Allí estaba intactita
la casa a la orilla del cauce.
La noche en que sucedió no podía ser, aunque se hubiese roto el brazo el sacristán
o hubiera podido más y rompiera las campanas avisando. Era cumpleaños de doña
99
Adelaida Suárez. No se podía creer. Y más cuando la fiesta había sido con música y la
agasajada era persona que estaba bien con Dios.
Don Tofe decía:
—Beber, beber, que la vida se ha de acabar.
Verlo era un gusto, alegre como estaba, a pesar de que la Grimalda, su mujer, con
su tremenda barriga, sentada en un rincón censuraba.
Primero fue un rumor creciente que llegó, junto con el grito de Julián Mayta que salía
corriendo de la huerta:
—¡Está entrando agua!.. ¡Está trayendo piedras!..
Muy pocos lo oyeron. En ese instante entró el agua hasta el patio. No debía ser
grave la cosa... El agua avanzaba rápidamente como buscando algo. Entonces sí que
reaccionamos, aunque de primera intención no se tomó ninguna iniciativa. En la sala de
la derecha, ebrios los músicos, sin darse cuenta, bromeaban todavía. Yo comencé a
correr sin saber a dónde.
Un golpe fuerte en la sala de la izquierda que da al cauce, comprendiendo el peligro,
nos puso con la cara seria. Y cuando ya lampón y pico los hombres se disponían, se
inundaron las salas y los cuartos. La cocina con sus viejas era un grito de rezos. El agua
furiosa sabía de memoria su trabajo, lo que hacía. En un santiamén todo estuvo
inundado sobre la altura de los cimientos.
En el momento en que los animales salían al escape, las paredes empezaron a
ceder. Las mujeres (doña Eulalia Espinoza principalmente) gritaban, clamaban al cielo. Y
los hombres lisureaban dándose coraje.
No se podía. Era torrente de fuerza. Las paredes del corral vencidas se cayeron.
Don Antonio Ebúsquez era el único de carácter que se dejaba oír:
—¡Rompan la puerta falsa que da al cauce para desatorar!
Pero la lluvia lo atoraba a él, porque era como río que bajaba.
En la tiniebla éramos gente oscurecida, loca, como la entraña de esa noche de rayos
y de truenos.
Al relámpago, apurado seguía bajando el aluvión. Desde el corral, por el patio, al
camino, y luego al río bajaba. De la puerta del zaguán quedaban astillas.
Vimos a la Grimalda. Subida sobre un batán lloraba a más no poder. Pensaba en
Dios con todos sus dolores.
II
De agua, de noche, de viento, fue la tumbadera de la casa de don Tofe. Con gritos
de parto también, pues la Grimalda, ayudada por Roque Barrera y subida sobre una
mesita que a la vez la contenía contra la pared sobre el poyo, comenzó a descuartizarse.
Doña Toribia estuvo felizmente, atendiéndola como pudo. Roque a duras penas
contenía la mesa y sostenía también a la Grimalda. Doña Toribia, con las manos de
agua terrosa, remangándose el brazo, la asistía.
Grimalda se animaba casi quebrándole el brazo al Roque con el esfuerzo:
—¡Ayude usted! ¡Ayude usted, mamá Tulli! —Sin embargo, fue como una lucha el
nacimiento, mientras el agua amenazaba con derribarnos.
Luego doña Toribia, serena como siempre, descorchetán-dose el monillo, cobijó a la
criatura que ya gritaba, junto a sus lacios senos.
100
Otro grito fuerte fue como una protesta, pero con el llanto del niño nos renació el
valor. A su mamá hubiera podido también reanimarla; no, ella había fallecido antes de
oírlo.
Total, todo se apagó. Solamente cuando la pena arreciaba, mirando los cimientos
lavados que quedaban, pasó la lluvia. El huaico bajó su correntada o habría bajado
antes: oíamos un rumor entre violento y tranquilo.
En adelante se comenzó a buscar:
—¡Don Macshi!.. ¡Mamá Brígida!.. ¡Lázaro!..
Oía su nombre cada cual y cada cual contestaba animándose. Don Tofe, sin haberse
enterado todavía, buscaba a su Grimalda.
Media puerta del zaguán, inservible, había ido a parar a la chacra de enfrente. Las
sillas y ventanas desparramadas. Dice Demetrio López que un cerdo había varado cerca
de Vilca-bamba.
Los muros y cimientos quedaron débiles. Algunos baúles amarrados al manzano
estaban astillados. Allí quedaba también el batán de don Jacinto Navarro, centenaria
piedra donde molieron los abuelos.
Lo demás y más fuerte se supo cuando don Tofe llegó hasta nosotros, con su mujer
muerta en brazos. Detrás doña Toribia con el recién nacido.
Esas dos caras fueron para nosotros un ¡golpe! que nunca habíamos sentido.
En el velorio, en casa de don Nicolás Arosemena, no se rió por primera vez los
chistes de Roque.
En un ángulo de la sala, don Teófilo se quejaba. Parecía que el aire de esa mala
noche se le había secado en la cara. Eran como furia vencida las huellas de su rostro.
Repetía:
—¡Quién lo hubiera dicho...! ¡Quién lo hubiera dicho!
En fin, la velada fue de razonar pesimista, con ese café consolador apenas.
¡Cómo se recordó la muerte! ¡Cuántos nombres! Eladio Amaro, Fortunato Rojas,
Pedro Tintush. ¡Pero nunca desgraciados!
—¡Ah, ya se fueron!
Se sintió la muerte a muerte. Adentro, hasta los tuétanos como angustia; afuera, en
los miembros ateridos, como temblor desconocido.
Ni coca ni aguardiente pudieron esa noche.
Desde entonces don Tofe, medio vivo, medio fantasma, allí está.
—Zurcidor de sombreros —dicen.
Mientras, verdeciendo, retoña el valle de la gente que habla por hablar:
—¡Caído, con la cara en el suelo!
—¡Zurcidor de sombreros viejos!
Pero nadie sabe lo de nadie. De repente, un día...
101
El viaje
Carlos Thorne
( 1924 )
A las once de la mañana estaba citado con el capitán del Orión y en ese momento
eran las nueve pasadas. Tenía tiempo de sobra para ver a su padre y recibir de él su
aprobación al viaje. Sin embargo, no sólo era el deseo de contar con esa aprobación lo
que lo impulsaba a ver a su padre, sino la esperanza de escuchar una clara voz de
aliento que fuera el estímulo necesario para cumplir sin reparos esa decisión suya, cuya
importancia y trascendencia no dejaban de amedrentarlo. Gaviria se dirigió entonces,
con paso rápido, hacia la Colmena, por una calle estrecha y casi desierta, y cuando llegó
a ella, a la untuosa tranquilidad de la otra calle, se sucedió el tumulto de la ancha
avenida, que comenzaba a henchirse de voces, de chirridos de tranvías, de súbitas
frenadas de automóviles, pero emergiendo aún en la opacidad de la mañana, mustia e
invadida de un bullicio y actividad congelados e inertes. Cruzó la calzada con un
automatismo del cual no se dio exacta cuenta y después de avanzar dos cuadras,
sumido en sus preocupaciones, se detuvo ante una puerta de color ocre, que abrió sin
titubear, penetrando en una sala pequeña y limpia, donde un hombre de edad avanzada,
montado en un sillón de cuero y vestido con una gruesa bata de lana, leía un diario.
—¡Buenos días, papá! —saludó.
El anciano volvió el rostro hacia su hijo y exclamó, sin preámbulos —¡Cómo, tú por
acá, tan temprano! ¿No has ido a trabajar? Luego dobló el diario y adoptando su cara
enjuta, de mejillas flácidas y ojos pequeños, duros, de un matiz acerado, una expresión
interrogativa, siguió mirando a su hijo.
Gaviria, parado junto a su padre, dudó unos segundos antes de hablar. Sentía una
aversión repentina a exponer, sin rodeos, el motivo de su visita.
—¡Bueno! He venido a verte para decirte que he resuelto embarcarme en el «Orión»,
como sobrecargo. Mi empleo en la Compañía lo he abandonado ya y en el buque ganaré
lo suficiente para mandarle dinero a Luisa y a mi hijo. Además, los primeros meses
podrán ir tirando con la indemnización que he recibido de la Compañía—. No bien
terminó de hablar, Gaviria se dejó caer en un sillón y aguardó.
102
Su padre no dijo nada de inmediato. Un estupor desvaído aureolaba,
imperceptiblemente su frente, en la que dos viejas arrugas se pronunciaban tensas,
tenaces, con un repulsivo color violáceo. Pero a su estupor reemplazó una serenidad de
ánimo, contenida, nerviosa, que insinuó en sus labios una sonrisa fría, irónica casi.
—Así que te embarcas —dije— y dejas todo, tu empleo seguro, donde estabas a
punto de labrarte un porvenir, tu mujer, tu hijo, la tranquilidad económica. No te
comprendo. De pronto te comportas de un modo insensato y rechazas la oportunidad de
triunfar. Desertas de la lucha por éxito ¡cobardemente! ¡Es estúpido!
El silencio pareció cobijar estas palabras del anciano. Dentro de la habitación por un
instante todo ruido perceptible cesó y una atmósfera de desconcierto, sutil y pegajosa
como una lava invisible y ardiente, los envolvió sobrecogiéndolos de una ansiosa espera
sin objeto preciso, flotando incierta, uniéndose y fortaleciendo esa atmósfera.
Gaviria se pasó la mano por la cabeza. Sentía que un calor intenso la abrasaba y
pensó, sin asomo de duda, que el empleo al cual había renunciado no le gustaba ni
satisfacía. Hacer números, escribir cartas, recibir órdenes y permanecer durante ocho
horas sentado en una oficina, pendiente del precio de ciertos artículos y de su demanda
incesante, era una tarea absurda que no podía ni debía importar al mundo ni torcer el
verdadero destino de los hombres.
—Sé muy bien lo que hago —dijo—. Sobre todo tengo pleno derecho a escoger la
vida que me plazca. Durante muchos años no hice otra cosa que cumplir el papel que tú
me habías asignado. Jamás, por indiferencia o por desconfianza hacia mí mismo, me
rebelé contra ninguna decisión tuya. Sin embargo, comprendo ahora que hice mal y que
a mí, sólo a mí, me incumbe destruirme o salvarme.
—Esas son palabrerías sin base. En la vida hay que trazarse una línea y llegar hasta
el final. Tú no sabes aún lo que deseas. Sueñas como un niño y quieres jugar a la
aventura, al desorden, a las grandes pasiones. No quieres confesarte a ti mismo que
eres como los demás y que igual que ellos no te queda otra cosa sino ambicionar la
seguridad, el bienestar, el dinero y todos los placeres que éste proporciona.
De nuevo se interpuso entre ellos la misma pausa de silencio de momentos antes,
turbada a veces por algún ruido familiar venido desde la calle, por la respiración excitada
del anciano, por el roce de la manga del saco de Gaviria en el brazo del sillón. Sin
embargo, ahora era menos inquietante aunque más sórdido.
Gaviria se sintió invadido de un intenso desaliento como si careciese de fe en su
propio porvenir; experimentaba la necesidad de descubrir algún obstáculo insalvable que
lo librase de esa decisión suya de embarcarse que comenzaba a angustiarlo. Tal vez
fueran las palabras de su padre las que sembraban en su espíritu una vieja
desconfianza y un in- cierto y tumultuoso temor por su porvenir. Era inaudito, de pronto,
cuando se creía más fortalecido en su idea de partir, una timidez y vacilación invencibles
paralizaban su voluntad y aniquilaban su optimismo, haciéndole parecer inútil su rebelión
frente a algo que poseía el engañoso pero plácido sabor de la rutina, de lo conocido y
previsto. No en vano gravitaba sobre él todo un pasado gris, en el cual no existió jamás
el más mínimo suceso que alterara sus costumbres burguesas; su existencia había
tenido un curso recto los años de su juventud, repitiendo celosamente los mismos actos;
los eternos paseos de los domingos; las eternas idas a los cines y a los salones de té;
las eternas visitas a los amigos y parientes; las eternas sonrisas de falsa amistad; las
eternas preguntas sobre el estado del tiempo y la abundancia de la lluvia; las eternas
103
charlas acerca del alza del dólar, del precio de las mercaderías, del estado de los
negocios, de los partidos de fútbol y de las carreras de caballos; las eternas
crepitaciones de su instinto y las cortas, furtivas expansiones de su lujuria. Todo eso
pesaba secretamente sobre su alma, enervándolo como el perfume insidioso de una
droga. Entonces, con avidez, dijo:
—¿Te parece que cometo una locura al embarcarme y dejar todo lo que tengo aquí?
Su padre al oír estas palabras se estremeció de satisfacción. Comprendió que estaba
a punto de convencer a su hijo. Y escondiendo esa satisfacción en una máscara de
imperturbable prudencia, habló ahora en un tono apremiante y dulce.
—Si no te gusta el trabajo que actualmente tienes pienso que es sólo un medio para
alcanzar una posición. Yo creo que nadie en tu caso lo abandonaría para ir a recorrer el
mundo como empleado de un buque, ganando apenas para vivir, sobre todo si tiene uno
mujer y un hijo, cuyo porvenir debe interesarle, —y contrayendo la boca continuó—. Sé
razonable. Yo quiero verte triunfar. Arregla tu situación en la Compañía y sigue
trabajando en ella; allí tienes porvenir.
Mi porvenir, pensó Gaviria. ¿Pero cuál es mi porvenir?, se preguntó, con una
creciente ira, experimentando el deseo de levantarse de su asiento y huir de la
habitación, de la pre-sencia de su padre, de sí mismo, para refugiarse en el bulli- cio de
la calle y sepultar entre la multitud anónima su rostro, sus indecisiones, su indolencia y
su voluntad de liberación. Y cuando una mosca comenzó a zumbar a su alrededor
escuchó el vuelo del insecto con insensato placer, porque le distraía de golpe del
análisis de su propia alma. Y con una atención febril buscó a ese pequeño ser que
también como él palpitaba de vida, fiel a sus impulsos primarios, sin padecer ninguna
confesión de su propia alma, errante por los espacios, portador infatigable de la
repugnancia y de invisibles gérmenes destructores. La mosca se posó sobre el marco de
una vieja fotografía de su familia y luego reanudó su vuelo, perdiéndose en algún rincón
de la pieza. Gaviria entonces trasladó su atención a esa fotografía en la que se veía a sí
mismo en medio de sus padres, con un traje de marinero y una sonrisa dotando a su
rostro de una alegría sincera. Esa era su infancia. ¡Cuán distinta le pareció de su vida
actual! En aquella época lejana sí creía en la belleza del mundo, en una dicha obstinada
aguardándole en alguna parte y fácilmente asequible cuando alcanzara la juventud. Pero
los años transcurrieron activos y dolorosos, sin secundar ningún anhelo intenso de su
alma, ninguna pasión, ningún odio verdadero e innoble, ningún amor frenético y total,
ninguna ilusión fecunda, colmándolo en cambio de un implacable desaliento. Y fue la
evocación de su infancia lo que lo hizo percibir con mayor nitidez y fuerza la despiadada
hostilidad de esa realidad que lo envolvía sin sosiego, pronta siempre a ejercitar oscuras
venganzas contra todos y contra él mismo, débil y arrepentido protagonista de un viaje
que se deshacía en escombros en ese instante, mientras auscultaba el desembozado
fluir de su sangre por sus venas, encogido en el sillón, frente a la mirada curiosa, solícita
y ansiosa de su padre, quien extrañado por su silencio, movía ante él las manos en un
balbuceo de gestos confusos y amables.
—¡Mira, papá! —exclamó Gaviria— creo que estás en lo cierto. Iba a continuar
cuando el timbre de la puerta comenzó a sonar con una horrible estridencia,
desconcertándolo. Mecánicamente se dirigió a abrir la puerta y se encontró cara a cara
con su mujer. Ésta entró sin decir nada, caminando a pasitos cortos dentro de la
habitación hasta detenerse delante del padre de Gaviria y decir con una voz seca y dura:
104
—¿Sabe Ud. ya la novedad? Miguel se nos va, abandonándonos a todos. Luego
volvió sobre sus pasos y enfrentó a Miguel. Su cuerpo al desplazarse tuvo una gracia
ausente, una elasticidad frustrada, emergiendo bajo el abrigo de paño, tenso, rígido,
como si un incendio vasto e incalculable lo petrificara.
—¡Aquí estoy! Miguel —dijo—. no esperabas verme. Pues bien he venido para saber
qué piensas hacer con tu vida y con la de tu familia. Habla. Te escucho —concluyó
imperiosa.
Pero Gaviria se mantuvo tieso y serio, parado a pocos pasos de su mujer.
Comprendía que había llegado a una decisión y que para terminar ese diálogo debía
manifestarla de una vez. Sin embargo, deseó con una repentina impaciencia ver crecer
la exaltación de su mujer hasta los límites intensos de una forma del odio. No sabría
explicarse el motivo de esa abyecta apetencia. Sólo tenía una noción vaga de que ante
él su mujer estaba representando un drama cuya trivialidad no lograba percibir, pese a
su convicción de que esta trivialidad existía ciertamente en esa escena que se
desarrollaba ante sus ojos, con un ritmo casi teatral.
Su mujer se frotó el pecho con ambas manos, como si un dolor inmenso la devorase
por dentro y esos gestos bastasen para calmar su sufrimiento. Luego exclamó con
sincero rencor:
—Yo sé cual es el verdadero motivo de tu viaje. Hay detrás de él una mujer y lo que
tú quieres es abandonarme para irte con ella.
—Una mujer —prorrumpió el padre de Gaviria y agregó— ¿Cómo lo sabes?
—Me lo dice el corazón —tornó a decir ella.
—Eso no es suficiente. Hay que tener pruebas —bramó el padre de Gaviria, con
inusitada violencia. Y agregó —Miguel ya no se va. Lo que Ud. dice es estúpido.
¡Estúpido!, repitió su nuera al mismo tiempo que clavó ahora sus ojos en los de
Gaviria, con una persistencia dolorosa y absurda, exigiendo muda y codiciosamente con
el fulgor cansado de los mismos que aquél expresara de una vez por todas y a viva voz
su adhesión a esas ideas que regían la vida y que desde el fondo oscuro y ruin de su
conciencia siempre nombró con una reiteración insana y a la vez henchida de cordura:
Deber, Virtud, Responsabilidad, Buen Juicio.
Pero Gaviria se zafó de esa mirada que pretendía destruir en él, para siempre, todo
impulso noble o valeroso que le permitiera rebelarse contra esa conformidad vital en la
cual naufragaban quietamente sus pasiones, chapoteando como moluscos en un océano
de arena, dura, minúscula y taimada. Su mente estaba vacía y en su intento de
concentrarse se miró los pies, examinando con la rapidez de un relámpago sus zapatos.
Los vio limpios, como si fueran los símbolos vivientes de un orden apacible, dentro del
cual debería irremisiblemente sentirse cómodo y tuvo vergüenza. Después levantó la
vista y la posó sobre los rostros rígidos de los seres que más amaba, sintiéndose
extraños a ellos, desligado de todo afecto filial o amoroso, de todo cariño entrañable,
lamentablemente solo y dueño únicamente de su propia alma, y de su propio y desvalido
destino, pero a punto de traicionarlos.
Sin embargo, su vieja y antigua vocación de viajar a la vez que no le desembarazaba
de su vergüenza, lo empujaba a liberarse de ese cerco de servil sumisión que su padre y
su mujer construían y reforzaban incansable y tenazmente en torno suyo. Y tuvo la
impresión de que era fácil realizar un acto que le justificara ante sí mismo y sin
105
pretenderlo casi, igual que un movimiento inconsciente y automático nos salva a veces
del peligro invisible que nos acechaba, comenzó a decir, oyéndose con estupor:
—Por fin los comprendo a Uds. Son un par de mezquinos. Sólo poseen ambiciones
tan ruines, tan simples que nunca podrán servir para dotar a mi existencia de su
verdadero sentido. Y mi existencia quiero padecerla sin trabas ni prejuicios estúpidos;
sin destruir en mí los impulsos que me salvan, abominando de toda preocupación por el
lucro, pero colmado siempre de pasiones obstinadas que me hagan menos bueno,
menos santo pero más humano. Basta de recetas para, ser un buen hijo, un buen
marido, por una impalpable garúa, pensó que su viaje no lo conduciría a un escenario
nuevo, donde sus actos cobrasen el valor y la belleza que anhelaba para ellos; que nada
lo haría escapar a su sórdido destino; que en cualquier parte, que en cualquier ciudad
estaría siempre en perpetua lucha contra la hostilidad de los hombres, contra las viejas
ideas que organizaban a su capricho esa sociedad a la cual por desgracia pertenecía;
que tendría que sufrir en su propia carne el afán de lucro de los otros y de él mismo,
para sobrevivir, y ambicionar, también, algún día, la seguridad, el bienestar, el dinero,
aunque los odiase con todas las fuerzas secretas de su alma. Él estaba dentro de un
engranaje, era una pieza más, aunque se rebelase. Y se dijo que únicamente su
decisión de embarcarse tenía sentido, lo hacía más fuerte, un solitario, y lo reconciliaba
con su pasado estéril y con el incierto porvenir.
106
Ensalmo del café
José Durand
( 1925 - 1990 )
Zumban en lo alto solemnes ventiladores, sumando su leve estrépito al tintineo de las
cucharillas en las mesas de mármol y a ese tumulto de la charla, que desborda el
establecimiento. Con sus sillas de mimbre, espejos desvaídos y el jadear de los mozos
sesentones, el lugar pertenece al orden de los cafés eternos. En ese recinto continúan
en vigencia los ídolos de antaño, tema de vociferantes debates. Cerca de la entrada un
caballero intercambia periódicos con el vecino, sin cruzar palabra. Bastan una mirada y
una venia. Un señor gordo estornuda aterrador y aguarda reponerse antes de seguir
leyendo. Los mozos, calvos todos sin indulgencia ni excepción, serpentean entre las
mesas según lo consienten los pies planos o las plantas callosas. En las tertulias se
hallan entronizados el café, la pereza, el tabaco, la solidaridad y la rebeldía. Un joven
relamido se hace limpiar los zapatos y sufre grandes sinsabores para ocultar un boquete
del calcetín. En los ceniceros van surgiendo modestas geologías: luego crecen fatídicas.
Labios maliciosos sonríen, arrecia en marejadas el bullicio. Entran dos estudiantes en
trance de resolver capitales asuntos. Usan anteojos y cargan toda una biblioteca, en
medio de la cual asoma una revista pornográfica. Buscan mesa. Se muestran pedantes
tolerables y charlatanes definitivos. Son lo que se llama dos jóvenes de porvenir.
—Aquí en el rincón estaremos más tranquilos.
Un español que pontificaba sobre las hazañas futbolísticas de Ricardo Zamora los
detuvo desde la mesa contigua:
—Ahí no, que ahí se sienta el filósofo. —Y vuelto a su auditorio prosiguió: —Porque
Ciriaco y Quincoces se batían como leones dentro del área. ¡Menudos tíos!
Y blandía un azucarero, en ponderativo ademán. Nadie osaba discutirle. Su memoria
retenía la última minucia ocurrida hasta que acabó la Guerra Civil. Terco en sesión
permanente y en perpetuo recuento.
Alguien desocupó una mesa y los estudiantes se abalanzaron.
—Menos mal —rezongó uno de ellos, alto y huesudo, cuya voz nasal llegaba a las
inmediaciones del graznido—. Siempre habrá haraganes que se sientan seres
privilegiados.
107
—Cuando el único privilegio es la juventud —corroboró el otro, un rubicundo diminuto
de cabellos erizados, quien, a diferencia de su compañero, hablaba a media voz.
—Es un cliente antiguo —explicó el mozo, trayéndoles dos cafés sin que los hubieran
pedido—. Viene a las doce y se sienta allí. Dicen que es muy inteligente. ¡Toma el café a
sorbitos!
Un vejete que amenizaba el mediodía extrayendo crujidos de su dentadura postiza
confirmó:
—Ya lo verán, no tarda. Muy callado, pero educadísimo.
—¡Diablos! Por lo visto se trata de una reputación muy sólida. ¿No es cierto, Abel?
—Y nunca pide fiado —añadió el mozo.
—Entonces habrá que canonizarlo —dijo Abel, graznando abiertamente. Cortó la
conversación y le mostró un librejo a su amigo—: ¡Agotado! Una pieza fundamental del
derecho romano ¿.En cuánto la estimas, Federico?
—No sé... Tiene sellos borrados en la última página.
—¡Qué tanto! Al cabo están limpiamente eliminados.
—¡Ahí viene! —anunció el vejete de la dentadura.
Con la dignidad de un diplomático en retiro entró un individuo de buena estatura,
cuyo rostro parecía tanto el de un viejo juvenil como el de un joven avejentado. Vestía
pulcro, aunque más bien raído. No resultaba presuntuoso, pese a cierta solemnidad.
Atravesó el recinto hasta llegar a su lugar, cambiando mínimos saludos. Dio un rodeo
para lanzarle desde lejos un ¡hola! al español, quizás por rehuir su euforia. Al sentarse le
dirigió una levísima inclinación de cabeza al vejete, quien respondió mostrándole
generosamente los dientes postizos. Ya para entonces el mozo, tras heroica caminata,
había servido lo de siempre: un café en taza grande y una gaseosa con hielo. Le
agradeció, sin perder su expresión reservada. Los dos estudiantes, aunque
preocupadísimos con el examen de sus libros, no perdían detalle.
—Como ves, el ceremonial se ha cumplido.
—¡Y vaya! —confirmó Abel, moderando la voz—. El tipo se toma en serio lo del café.
Fíjate. No falla una. Echa el azúcar en un solo movimiento; la disuelve con un par de
golpes de cucharilla y ahora tapa la taza con el plato para que no se enfríe. ¡Ah! Es que
va a leer. Un ritual perfecto. ¿No es así, camarada?
—Así es. ¿Qué leerá? Uno se figura que en cada sorbo de café hay una ablución, un
sortilegio. Ya veremos cuando termine de beber. Yo creo que en todo café hay siempre
una esperanza.
—Y en el fondo de la taza, hasta el destino.
—Según los árabes —atajó Federico—. Ahora, míralo. No hay nada que hacer. El
hombre tiene su algo. ¡Puta que si tiene impresionada a la concurrencia! Ve cómo lo
observa de reojo el español y hasta grita menos.
—Si empezamos a venir aquí —dijo Abel— acabará por someternos.
— Es el profeta del establecimiento.
—¡Palabra!
—Y lo es de pura presencia —observó Federico—, no porque busque adeptos. En
serio. Para mí hasta fuma como un profeta. Echa el humo con verdadera unción. Todo le
resulta místico. Será por la distancia que pone entre sus actos y los demás.
—¡Qué grande eres, Federiquito! Está muy bien eso.
108
Callan ambos y espían al hombre del rincón, quien prosigue su lectura impertérrito;
sostiene el libro con la mano izquierda mientras con la derecha se atusa los bigotes,
ligeramente caídos a la manera mongólica. Con los tales bigotes, ojos rasgados, su
calma y su silencio, tenía un cierto aire oriental. Nada, ni la curiosidad por cuanto ocurre
a su alrededor, ni el bullicio ahora acrecentado por el estruendo callejero, lo aparta de la
lectura: sus ojos se prenden de las páginas, una tras otra. Parecía respirar en ellas. Un
lustrabotas se le acerca y él lo despide amablemente, sin dirigirle la vista. Los
estudiantes cambian una mirada por todo comentario. Sube el calor. Ha entrado un rayo
de sol, dorando el polvillo del aire y persiguiendo con rebrillos las calvas de los mozos.
Sofocado, el rostro de Federico recorre la gama de los rojos y llega al violáceo. Se le
empañan los anteojos y los limpia disimuladamente con el revés de la corbata.
—Ya empieza a beber la gaseosa —graznó Abel—, pero sigue sin tomar el café.
Estará esperando que se enfríe.
—De ningún modo, porque si quisiera que se enfriara no lo hubiera tapado. Será una
ceremonia.
—Cierto. Federiquito. El hombre quiere esperar y procura mantener el café caliente,
aunque a la vez no haga nada por tomarlo pronto. Extrañísimo.
—En resumidas cuentas —dogmatizó el pequeño, ahora con los cachetes de un
subido escarlata—, lo que pretende es llenar el tiempo y para eso se vale de una taza
de café. ¡Un ritual metafísico!
—De eso se trata —insistió Abel—. Le es necesario.
—Ineludible.
—Fatal.
Una vez agotada la sinonimia y emocionados por la hondura de sus pensamientos,
resuelven estimularse con dos nuevos cafés.
—¿Y en qué pensará? —dijo tras un silencio Abel.
—¡Quién sabe! —contestó Federico—. Nada permite imaginar su intimidad, lo que ha
vivido o dejado de vivir. Me llama la atención esa reserva, esa lejanía. Quizás ha sufrido
largo y se lo ha tragado. Creo que esconde una frustración, aunque la lleve con la
cabeza alta.
—Quizás fue muy escuchado por otros —conjeturó Abel—, y hasta admirado. Por
eso será tan digno.
—Modesto no parece y guarda distancias como un maestro. Este caballero muestra
los rasgos de quienes fueron la eterna promesa.
—Sí, Federico, pero el hombre conserva su poder de atracción. Aquí es el amo.
Aparece un vendedor de loterías y antes de que lo echen va de mesa en mesa, sin
importarle cortar conversaciones ni recibir denuestos. A todo responde con una sonrisa
cínica. Ya a punto de irse, le encaja un billete a un turista hambriento de emociones. ¡El
millón para mañana! En la mesa de los españoles siguen revisando capítulos de historia
futbolística. El personaje del rincón prosigue su lectura; pasan los minutos pero no inicia
la etapa del café, probablemente helado. Los estudiantes, interrumpidos por el pregón
de loterías, vuelven a concentrarse y reanudan la charla: dos espíritus a punto.
—Federiquito, lo confieso: cuando comprendí que estábamos penetrando el secreto
de este hombre, me quedé enfermo. ¡Somos dos tipos extraordinarios!
—No grites tanto, Abel, que me ruborizas —protestó Federico, quien en rigor ya no
podía enrojecer más—. Cálmate. Hasta el español se ha vuelto a mirarnos.
109
—No te sulfures, perdona.
—Empiezo a ver claro —proclamó con aire maléfico el chiquitín—. El enigma tiene
sus vueltas.
—En todo caso —opinó Abel— dentro del mismo sentido.
—Sí, pero más hondo. Basta un pequeño análisis —replicó al instante Federico,
mientras se esforzaba en amansar sus rojizos cabellos—. ¿Ha bebido el primer sorbo?
—Hace un instante.
—Cuando ya está frío, y sin embargo ha procurado mantenerlo caliente; y no lo creo
distracción sino hábito. Primera paradoja.
—Ya lo sabíamos —protestó Abel—. Ahora la segunda.
—Hay muchas. Por ejemplo, se muestra arisco, incapaz de tener un camarada aquí,
y este misántropo busca justamente el lugar más concurrido para estar solo. Solo y
acompañado a la vez. O mejor, acompañado desde lejos. ¿No es así?
— Tiene, tiene miga el asunto.
—Alguien debió ocuparse una vez del arte de estar solo entre una muchedumbre. O
a lo mejor soy yo a quien primero se le ocurre —prosiguió victorioso Federico—. Pero
este amigo no parece practicar ese arte. Realiza algo natural para su espíritu. Tan
simple y tan serio como eso.
—Por ahí anda el asunto.
—Se aplica una dosis diaria de cosmópolis y puede seguir viviendo.
—No está mal.
—En resumidas cuentas, este sujeto viene al café porque alimenta un vacío. Alimenta
su imaginación y su sensibilidad. Muy ricas probablemente.
—Bien, con esta compañía le basta. Pero —insistió Abel— ¿a qué esa manía de
conservar el café caliente, para acabar tomándolo frío?
—Un enigma. En todo caso se trata de un dato profundo. No se sabe bien por qué,
pero se ve que es profundo.
—Profundísimo.
Callaron, meditativos. De pronto el hombre se levantó, dejando a medio tomar la taza
y salió a la calle. En el rostro de Abel se pintó el estupor, en el de Federico la alarma.
¿Cómo interpretar de pronto ese acto de abandono? Todo resultó injustificado cuando
reapareció trayendo bajo el brazo los diarios de mediodía. Se sentó nuevamente, bebió
un sorbo y desplegó un diario.
—Esa es su costumbre —explicó el vejete de la dentadura— y cuando él hace eso,
quiere decir que yo me voy. Adiós, amigos.
Y desapareció con un andar reumático junto al cual el de los mozos parecería digno
de mercurios y pegasos. Abel callaba inquieto y al fin reventó:
—No puedo más. Voy a hablarle a este señor.
—Será inútil —advirtió Federico.
Abel ya estaba de pie, revisando los libros que traía. Escogió uno, lo tomó con
cuidado y se acercó al personaje del rincón. Ya junto a él, aguardó a ver cómo
reaccionaba. El hombre permaneció inmutable. Abel no se arredró:
—Mire, señor, esta Historia de la Independencia en encuadernación de época. Se me
ocurre que le interesaría verla. Primera edición, limpísima. Ejemplar perfecto.
—Lo siento —rehuyó el otro, sin que su rostro nada trasluciera—. No tengo dinero
aquí.
110
—Tampoco se vende, la muestro. En todo caso quizás la canjearía, pero tampoco
busco eso. Creo un placer examinar este libro.
—Perdóneme — recalcitró.
Nada le quedó a Abel sino retirarse, murmurando algo como una despedida.
—¿Viste?
—Cierto. Cortés, pero infranqueable.
—Se hizo el intento —dijo Federico—. Yo por mi parte, mientras tú te acercabas,
advertí un detalle quizás de importancia.
—¿Y es?
—Que así como hay relojes de cuerda, de sol o de arena, este individuo usa un reloj
de café. Sea consciente o no, ése es el hecho. Una manera de medir el tiempo,
tomándolo sorbo a sorbo.
—¿Seguro, Federiquito?
—No hay sino que ver. Ahora en este momento bebe las últimas gotas. las más
dulces, y no tardará en retirarse.
—El ritual está consumado —proclamó Abel, recuperando el timbre penetrante de su
voz—. Ya se levanta.
—Tenía que ser así. Un ritual invariable, como si se lo impusiera la vida misma. Lleva
las huellas de su ser. Para otro no tendrán valor, pero son el rastro que deja esa
personalidad. Esto no admite dudas.
—Estás inspirado, Federico.
—Y esas huellas nos dicen que este hombre es reservado y sensible, un tanto
bohemio pero enemigo del desorden; hasta su imaginación parece sometida a disciplina.
Observa que siempre ejecuta los mismos actos a la misma hora y siempre llenos de
sentido.
—¿Crees que pudiera haber sido un gran creador?
—No forzosamente.
—¿Qué ocupación podría atribuírsele?
—¿Tienes un billete grande? —preguntó distraídamente Federico, al ver a Abel con la
guardia abierta.
—Aquí está.
—Préstamelo, gracias. Pues bien: puede tratarse, por ejemplo, de un refinado
corrector de estilo. De esos que enmien-dan las citas en latín, se saben su Cicerón y su
Quintiliano y que a la vez están al día en literatura reciente. Algo así. Y te insisto: algo le
veo de escritor fallido. Conozco algunos: leen más y saben más que los de mayor
talento. ¿Supiste su nombre?
—Ni pensarlo.
—Ya lo ves: retraído, oscuro, pero digno, gran lector y hasta con modales que
envidiarían los escritores de verdad. No es ningún cualquiera, salta a la vista; tampoco
una figura de renombre. Eso, ni darle vueltas. ¿Nos vamos?
—Hoy te toca pagar —recordó Abel, levantándose con la mente encandilada por
tantas adivinaciones.
—Mañana te cumplo, no me cortes. Acabo de entender algo muy serio. Deja la
propina y vamos.
Abel obedeció mientras se preguntaba en voz alta:
111
—¿Y será igual este caballero a otras horas?
Federico agitó las manos como absolviéndose de responder y continuó, deteniéndose
junto a la puerta:
—¿Sabes por qué viene siempre aquí este genio frustrado?
—Dilo.
—Porque todos, cuando estamos aquí, nos sentimos un poco inmortales. Fíjate bien.
Oye a los españoles de la tertulia. Llegan, se sientan y la Guerra Civil continúa. En el
mundo perdurable del café, la vida se detiene.
Salieron. Dentro, seguían resonando los espantables bramidos del español:
—¡Cilaurren, Cilaurren! ¡No ha habido otro! ¡Ese sí que era un jabato!
112
Una vez por todas
Manuel Mejía Valera
( Lima, 1925 - México, 1992?)
La poesía tan sólo es ingenio
redimido por la solemnidad.
Sulfikar Alí
Nacido en la provincia hacía unos veinte años, Gabriel pronto se adaptó al ambiente
de Lima. Su rostro exangüe y su figura mezquina llegaron a ser familiares en El Bar Zela
y en El Negro Negro. Glosador, más que plagiario, siempre exhibía pensamientos
audaces. Unas veces eran de él, otras, nadie sabía el origen, pero siempre eran
pensamientos audaces. Su intemperancia verbal, la temprana calvicie, y unos gruesos
lentes, que más que ocultaban, sustituían sus ojos azules, le conferían un aire de
perpetuo cinismo. Cierta vez, en que pareció vacilar a la segunda copa, un amigo se
burló de él en El Negro Negro:
—Gabriel se emborracha con muy poco.
—Incluso me he emborrachado de ti —replicó airado.
En otra ocasión, en que extravió unos poemas, ante la expectación de todos, Gabriel
gritó a los policías:
—¡Han robado mis poemas! ¡Cierren las fronteras!
Por cierto que, desdeñados, los poemas estaban sobre una mesa del café. Irritado
por la indiferencia de los demás hacia sus escritos, exclamó:
—Cuando veo a los hombres quiero vivir en lugares oscuros: en el vientre de los
insectos, en el envés de las hojas, en el cerebro de alguno de mis semejantes.
Por excepción se hizo amigo de otro joven poeta, Alberto.
—Apenas lo vi me invadió un germen de simpatía: tiene una jovial disposición para
ser dominado —explicó Gabriel.
Como todos los viernes en la noche, los jóvenes paseaban por el malecón.
Alberto inició el diálogo:
113
—Mi novia cantaba cuando la conocí; yo estaba bebido y recuerdo que ella se
molestó cuando le dije que los mejores momentos de la vida de un hombre están
vinculados al licor. ¿No lo crees así?
Gabriel no se dignó contestar directamente:
—Algunas personas viven para suicidarse y otras en perenne suicidio. Si alguien me
preguntara qué canción recuerdo yo diría que ninguna: los hombres que tenemos
historia no tenemos anécdotas. En cuanto a emborracharme, me gustaría hacerlo como
los peces, con los tumbos del mar.
Pasó un tranvía: acompasado, su ruido brotaba de garganta gigantesca. Alberto miró
su reloj distraídamente.
—¿De qué hablamos ahora?
—Podrías recordar otra de tus anécdotas —dijo Gabriel desdeñoso.
Los rodeó una atmósfera tensa. De pronto, conciliador, Gabriel apoyó una mano en el
hombro de su amigo: tenía un aire de ansiosa cordialidad. “Quiere que hable de sus
complejos”, dijo entre dientes Alberto.
—Caminemos, Alberto, la noche está zurcida de fantasmas y necesito olvidarme de
ellos.
Otras veces —invariablemente sucedía lo mismo—, enojado porque no se hablaba
de él, Gabriel anunciaba citas con personajes fabulosos, se quejaba de la impuntualidad
de ellos, exasperaba a Alberto; se injuriaban; y al final, sumiso y despojado ya de toda
mentira, Gabriel lloraba mientras su acompañante se embarcaba en el tranvía de la
madrugada. El viernes se concertaban para visitar el mar.
Alberto empezó su tarea de amigo catalizador:
—Ya sabes que desde hace algún tiempo vengo analizándote. Eres un Eróstrato,
pero un Eróstrato depurado y ennoblecido.
—Te has equivocado, pero te has equivocado brillante- mente.
—Los ojos de Gabriel lanzaron destellos de felicidad: comenzaba a ser tema de
conversación. Un principio de tranquilidad, acaso cercano a la plenitud, se apoderaba de
su espíritu:
—No soy un Eróstrato. Durante toda mi vida me he debatido entre el agua y el fuego.
—¿Y por cuál te decidiste? —preguntó Alberto.
—En el fondo soy un cobarde, creo que me he decidido por el agua tibia.
El mar proyectaba sombras movedizas: lámparas de arrugada luz. Agradable
soledad. A lo lejos creyó ver el vaivén de insólitos trozos de hielo: “Un inmenso cuba
libre”, murmuró Alberto.
—Molesta que el mar esté subordinado a lo femenino. Las marcas, las olas, todo el
movimiento del mar depende de las fases de la Luna. —Gabriel pronunció estas
palabras con tono sentencioso: su frase sería recordada.
—¿Por qué denigrar lo femenino?
—Yo he conocido mujeres que se entregan por dinero, por un acto de amor o
cumpliendo el deber matrimonial. Pero no sé de ninguna que se haya acostado con un
hombre por caridad. Hacerlo sería poseer una cualidad masculina.
“Es la fase preliminar, ahora viene la sorpresa”, pensó Alberto mientras reía de buena
gana.
El aire se alzó con violencia y ambos caminaron bordeando la playa. Gabriel miraba
su reloj a cada instante:
114
—Me encuentras muy misterioso ¿no? Esta noche unos fabulosos traficantes de
drogas me traerán una abundante ración. Si quieres algo compartiré contigo.
—Claro que no me opongo a probar cocaína. Pero, ¿todavía crees en paraísos
artificiales?
—Son los únicos naturales. Somos poetas, y la poesía es una neurosis de lujo, como
la droga, como la danza, una amiga, los viajes, el mar.
—¿No es una definición poco académica?
Se encendió el rostro de Gabriel:
—¡Por supuesto que sí! La mía es una de las inculturas más logradas de
Latinoamérica. Cómo repugna el paso de oso de los eruditos. ¡Hay que oírlos cuando
dicen: “El sol amanece antes que todos, no pretendamos anteceder al sol!” ¡Imbéciles!
Ganado por la impaciencia de su amigo, Alberto encendió un cigarrillo y comenzó a
contar los minutos crecidos de espera.
—Ya debieran estar aquí, Alberto. La última vez que los vi, yo estaba totalmente grifo:
en el valle de Josafat, desde un montículo de aire veía las concavidades que dejaba
cada resurrección. Y quise volverme gusano. Luego, unas jóvenes aparecieron
agitándose en un baile frenético; y al final, desde lejos y al ritmo de la música,
sosegadas, partieron en busca de más sueños.
—¿Cómo conociste a los traficantes?
—No puedes olvidarte de las anécdotas y de las personas. Te gustaría ver a las
gentes hasta en el perfil de un cabello. Es notable tu incapacidad para la abstracción.
Los conocí cualquier día en una de las torres de la Catedral. Mientras hablaba con ellos
veía el panorama de la ciudad. Veía los trajes, las medias y las sábanas tendidas en las
azoteas, los papeles sucios que jugaban a ser cometas alzándose de los tarros de
basura: ¡Ah!, el alma de Lima está en sus techos.
Un coche que rodaba cerca aumentó la expectación al confundirse con el ruido de las
olas más lúgubres. Alberto encendió otro cigarrillo:
—Tengo tanta o más impaciencia que tú porque lleguen tus amigos. ¿Crees que la
cocaína me haga ver aquello que me dijiste?
—Eso depende de cada quien. Algunos ven mujeres desnudas, y eso, si realmente
están desnudas. Los más pertinaces ven multiplicada a su propia mujer. En fin, la cosa
depende de la mediocridad de cada cual. ¡Las cuatro y media de la mañana! Temo que
la policía los haya atrapado y no sabes cuánta necesidad tengo de “la blanca”. Falta la
droga y el cuerpo se llena de miedo acurrucado. Entonces uno cae del hastío al hastío.
Gabriel se quitó los lentes y unas gotas de sudor aparecieron en su cara. “Todos
somos feos pero éste abusa”, pensó Alberto.
—¿Sabes que tengo un hijo, Alberto?
El otro comenzó a sospechar. Como todos los viernes en la playa, ¿una nueva
comedia de Gabriel? Alberto tuvo la sensación de final, de hallarse sin próximo peldaño,
como los pacientes dados de alta después de una larga enfermedad, cuando creen que
sus hábitos antiguos están ahí, diluidos, agazapados y en acecho, en cualquier sitio de
la habitación, aunque los sospechen como silencioso zarpazo en el aire.
—¿Acaso eres casado? —intencionada, la pregunta debería molestar a Gabriel,
precipitar el desenlace.
115
—¡Qué torpe eres! El matrimonio no es sino la inteligente alianza de un hombre y una
mujer con el propósito de engañar al amante. Y claro, a mí nunca me engañó una mujer;
en cambio si muchos maridos no tienen cuernos es por falta de calcio.
—¿La casada era ella entonces? —Alberto sostuvo la mirada azul vidriosa de su
amigo.
—Siempre con tus declaraciones adocenadas. Así pretendes disfrazarte de ingenuo
para ocultar tu estupidez. ¡Y estos batracios que no llegan!
—¡Esas son frases malas y tuyas!
—¡Y acerca de ti! —agregó Gabriel.
—¡Ya me irritaste! Lo cierto es que no tienes el hijo y ni siquiera conoces una mujer, y
mucho menos has probado cocaína.
El malecón estaba desierto, como si el mundo se hubiera ausentado ante la cólera de
ellos.
Fuera de sí, Alberto continuó:
—Yo soy el único que soporta tu hipo de notoriedad. ¡Pero se acabó! Tu vida es el
ritornelo de una farsa. Y lo que escribes tampoco tiene valor: yo no confundo literatura
con papel escrito. ¡Quédate esperando a tus amigos imaginarios, pensando en tu hijo
imaginario, con el compañero imaginario que memorice tus palabras y te ayude a
convertir la arena en cocaína!
—Perdóname, Alberto. Aunque a veces soy agresivo, te tengo un sólido respeto. No
sabes cómo estimo el adarme de sinceridad que me ofreces.
Cubierto de lágrimas, el rostro de Gabriel se había transformado hasta parecer
hermoso.
Sordo a las súplicas, Alberto fue hacia el tranvía. El tranvía de la madrugada. En el
trayecto pensaba: “El viernes habrá que volver a visitar el mar”.
116
Animal fantástico indomesticable
Luis León Herrera
( Chiclayo, 1925 )
Mi primera característica es ser infinito. Mi segunda característica es ser mitad
(carezco de la otra mitad). Y mi tercera y cuarta característica es ser pájaro y hombre a
la vez.
Mi tamaño es bastante regular, a pesar de mi infinitud. Una de mis mayores virtudes
es que mi excremento de un día sirve para alimentar a todo un batallón entero durante
tres meses nocturnos. Espolvoreado con miel de bisonte nor-teamericano sirve de postre
para los coroneles jefes de ese batallón.
Si se me aplica trementina mezclada con mentol en una de mis espaldas anteriores
esta es capaz de producir rayos de agua. Embriagado puedo tomar la figura de cualquier
animal del sexo no opuesto al femenino o de cualquier jefe de estado que es lo mismo.
Escribo con letras esotéricas y siempre en minúsculas. Estudié abogacía y mi
voluntad es bastante nebulosa. Me carteo a veces con las estrellas. Tengo dos bocas
carentes de párpados y móviles en grado extremo Mis manos son semihumanas y
recubiertas de piel dorada. Mis ojos son azules fosforescentes y estereofónicos. El otro
par mira siempre hacia adentro y hacia arriba.
Uno de mis oídos tiene la singular propiedad de entender el chino pero como con una
de mis colas me tapo el otro oído jamás puedo traducir lo que oigo. Carezco de cintura.
Al nacer me confundí con mi padre y devoré a mi madre.
Soy áspero melancólico y lujurioso. Tengo una sola ala con la cual vuelo alrededor de
mí mismo. Aterrizo en mi barriga. Tengo cuatro brazos (los cuatro izquierdos) y dos más
suplementarios y de una materia análoga al jebe.
Como carezco de rostro jamás río pero sí sonrío con una de mis patas de arriba. Me
alimento de hojarascas y de gatos vivos. Mi cabeza es casi humana sólo le falta la nariz
la boca los ojos y la frente. Mi lenguaje es una mezcla de toses con gárgaras y de
suspiros con eructos. Lloro cuando río. Mi hembra es una mezcla de anfibio con
arquitecta.
Me gusta sembrar vientos, predicar en los desiertos, y uniformarme de subteniente de
artillería. Tengo conocimientos rudimentarios de medicina cibernética y de cirugía
117
acrobática. Soy fáustico y entiendo algo de reformas agrarias. No sé inglés ni poner
inyecciones pero sí chapurreo el provenzal y sé siete palabras en aymara.
Mi origen es indudablemente saturnino. Tengo un solo pie y mucha pezuña. Habito
en las costas intermedias de Perú. Mi pelo es castaño oscuro y recubierto de escamas.
Mi cola es bíblica y tengo hábitos de empresario circense. Vomito a veces palomas
narcotizadas y enjauladas de antemano ya.
Para reproducirme sólo me basta mirarme en un espejo de aumento doble, comer un
huevo de gansa muy menor y perforado con primorosa delicadeza y al que se le hayan
introducido previamente orines infantiles los que luego sean cubiertos con una sentencia
judicial injusta y después empollado durante tres primaveras consecutivas. Una vez
nacido mi hijo lo alimento con agua de lavanda. Esta operación la hago el veintinueve de
febrero del año que pasó en una madrugada diurno y húmedo a la vez que
amorosamente lo acaricio entre mis codos susurrándole suaves canciones de tumba.
Pongo huevos en ingentes cantidades no industriales mas muy pocos llegan a
incubarse, y de esos pocos sólo algunos nacen, y de esos nacidos, ninguno sobrevive, y
si alguno sobreviviere me lo devoraría... ¡Ay qué terrible desgracia y qué desatinado
destino fatal el mío!
Como ya lo he dicho anteriormente y lo vuelvo a repetir mi cuerpo es tierno dorado y
hueco. Camino para atrás y al revés pues no me importa a donde voy ni de donde vine
sino donde estuve aunque jamás estuve en sitio alguno.
Antes de expirar rezo el padre nuestro al revés y entremezclado con las campanadas
del reloj big ben de Londres. Una vez muerto recito jaculatorias en latín. Cuando orino,
eructo y digo sí. ¡Curioso no!
Una vez —pero de eso hace muchos años— (y además eso le acontece a cualquiera
menos a mí) tenía tanta hambre y tan abstraído estaba que sin darme cuenta me devoré
no una de mis patas como el Catoblepas el animal fantástico ese que cuenta Borges,
sino que me comí mis dos patas hasta la altura de los muslos, y cuando me di cuenta de
ello ay, ya era muy temprano pues faltaba apenas ocho minutos para la hora undécima.
Luego me salieron cinco patas y seis manos causa por la cual terminé dando la mano
con una de mis patas, con la izquierda del lado derecho. A partir de ese acontecimiento
se me creyó marxista. Y lo soy (pero en secreto).
Tengo cara de mujer, fea, pintada. No sé hablar. Sólo lo hago al despedirme. Y en
inglés. God by, digo. A veces en lugar de decir god by digo o key o chau. También suelo
decir aleluya y hosanna. En una época solí decir heil Hitler. Actualmente digo jau. Una
vez dije (pero solamente una vez) «misión cumplida». Y no había cumplido ninguna
misión.
Más características. Cuando canto ladro pero creo que maúllo cuando en realidad
grazno. Cuando veo a un hombre de a verdad me muero de risa arrastrándome en
estrepitosas carcajadas.
He leído íntegramente la Crítica de la Razón Pura de Kant, la Femenología del
Espíritu de Hegel, y El Capital de Marx, y no los he entendido. Felizmente.
Soy mitad hombre y mitad mujer pero no sé cuál mitad corresponde a cuál. Además
soy homosexual pero no por lo «sexual» sino por lo «homo» pero eso es lo de menos.
No sé ni multiplicar ni dividir pero sí restar. Una vez le saqué la raíz cuadrada a la
mierda.
118
Tengo las orejas al revés. Vivo lejos de Broadway y equidistante de Hollywood pero
muy cerca del Wall Street. Envejezco en años pero no en edad. Me alimento sólo de
buñuelos, pescado crudo, miel, sangre, leche evaporada, y flores. Tengo piernas de
mujer, patas de elefante, cara de suegra mala, cintura de avispa, y espalda de oveja
vieja.
A la hora del crepúsculo se me puede ver andando rítmicamente sobre patines y
silbando la última canción de moda y la partida número trece de Juan Sebastián Bach.
Ah, me olvidaba, tengo el sexo de bronce y el clítoris en la garganta.
Y para terminar, ahora sí que definitivamente, diré que no soy bueno ni malo sino
moreno. Hasta pronto. Salud. Atchis.
Amén.
119
La sequía
José Bonilla Amado
( 1927 )
Por las rendijas de la casucha se colaba silenciosa la luz del amanecer. Marcelino la
vio iluminar lentamente el suelo cubierto de cuerpos, y la confusa ansiedad que le había
impedido dormir durante la noche se llenó ahora de incertidumbre y miedo. Durante un
buen rato, recostado sobre los pellejos de carnero que le servían de lecho, trató de
ordenar sus pensamientos pero solo consiguió sentirse débil e impotente, como un árbol
desgarrado de sus cimientos y arrastrado por las aguas turbulentas del río.
Los cuerpos parecían contagiarse el calor. La atmósfera era sofocante: un olor salino
y humano saturaba la habitación. A su lado dormía Paulina, su mujer, tumbada sobre la
tierra, con los hijos en los brazos. A sus pies, Mariano Kondore roncaba con un bramido
fuerte y prolongado que hacía temblar las aletas de su cartilaginosa nariz; su pelo liso y
opaco asomaba como un erizo entre las mantas. En el fondo, apoyada sobre unos
canastones, la vieja Micaela atisbaba los rincones con sus ojos acuosos. De rato en rato
tosía, tapándose la boca; luego parecía sofocarse, alzaba los brazos y los ojos se le
ponían blancos. Junto a la puerta, casi cerrándola con su ancho torso que se levanta y
baja con ritmo regular, dormita Francisco Toqui. Sus delgadas piernas y su grueso
cuerpo recuerdan una zanahoria.
La luz parece una mota blanquecina que se filtrara por entre los tablones con que
está construida la casucha y corriera por el suelo a saltitos. En la casa vecina, las
gallinas cacarean y baten sus alas con fuerza. El perro guardián de la escuela de San
Cosme ladra a los primeros transeúntes que apurados caminan por las angostas y
tortuosas callejuelas en dirección al mercado. Una sirena de fábrica rompe el silencio,
Marcelino presiente a la ciudad inmensa y desconocida a los pies del cerro, sumergida
en la tenue oscuridad del amanecer.
—Paulina, ¿duermes? —preguntó con voz susurrante.
—No —contestó la mujer que levantó la cabeza y con temor inquirió: —¿Vendrá
siempre el Liñán?
—Sí, vendrá... ¿por qué no habría de venir?..
Él es el único que gana en todo esto —respondió con resignación.
120
La mujer se sentó. Era joven, no mayor de treinta años. El cabello negro y brillante le
caía sobre la cara morena de pómulos pronunciados y boca carnosa. Los ojos grises
tenían una mirada triste y deslucida. Una manta azul le cubría la espalda redonda y
ancha como una manzana.
Marcelino con la cabeza metida entre las piernas hablaba con voz lenta:
—Al menos lo cebarán bien... y le darán zapatos y una pelota de fútbol... Pero, ¡quién
puede asegurar!.. El año pasado, Francisco Toqui dijo que la sequía terminaría... y ahora
estamos en Lima, fregados...
—¡Pchst! —La gente duerme —previno Paulina, que mi-rando a su alrededor,
indecisa, añadió: —Sí diéramos a la guagua en lugar de Domingo... Domingo es
grandecito...: nos extrañará... El pobrecito parece que se da cuenta... La guagua, en
cambio, ni siquiera habla... Nació en año malo... Daremos a la guagua, ¿verdad?
Marcelino no supo que decir. La mujer lloraba y sus lágrimas eran como su voz: lentas,
desesperadas, sin violencia.
—No es bueno abandonar a las crías... Crecen como semillas abandonadas en el
camino... pequeñas... tristes...
Marcelino se sintió impotente, como aplastado contra el suelo frío del cuartucho. Era
la segunda vez que veía llorar a su mujer, y ahora como antes no sabía consolarla.
Cuando dejaron el pueblo de Ocuviri, asolado por la sequía, Paulina lloró un largo rato,
pero fue un llanto distinto en el que la despedida no contaba sino el deseo pujante de
vivir. Emigraban a un lugar distante con la esperanza de conseguir trabajo que les
mitigara el hambre y les diera un sitio donde dormir. Ahora ni siquiera esa esperanza les
quedaba. Todo había salido mal. En Lima no encontraron trabajo ni casa. Él, Marcelino
Luque, había buscado trabajo por todas partes... «—¿Qué sabe hacer?.. ¿Qué ha hecho
antes?.. —Trabajé la tierra pero puedo hacer cualquier cosa... Sólo quiero alimentar a mi
mujer y a mis hijos... —¡Recomendaciones!.. ¡Papeles de identidad... ¡Ah, indio bruto!,
¡qué vienes a hacer acá, pues!..». Al fin, consiguió trabajar en los mercados,
descargando camiones, peleándose con chiquillos por transportar los bultos más
grandes... pero se ganaba poco. Hasta que una tarde, en una de las callejuelas
aledañas, conoció al Liñán, un cholo avispado que después de invitarle los primeros
tragos que bebiera en la ciudad, le propuso, «a título de ayuda», adoptar a su Domingo a
cambio de ciento cincuenta soles...». Pensó en Paulina, en el hijo que le había nacido, y
no dijo nada... Desde el cerro de San Cosme, donde vivían, la ciudad parecía lejana e
inalcanzable...
—El dinero que dé el Liñán, ¿alcanzará a pagar el viaje? —preguntó trémula Paulina,
que daba de lactar al pequeño.
—Sí —contestó Marcelino. Las palabras se arrastraban una tras otra con dificultad.
—Alcanzará... Viajaremos en camión... Trabajaremos la tierra... Alguna vez volveremos
a buscar al hijo.
—A lo mejor nos falta dinero y nos quedamos en Lima... Nadie va a prestarnos la
diferencia... todo va a ser inútil... todo va a ser inútil —replicó, atontada.
Domingo, sentado sobre unos sacos, vestíase sin apuro, y sonreía de un modo triste
y dulzón, sin reproche, como si aceptara con humildad el destino que vagamente
presentía. Sólo que, a veces, sus ojos negros y centelleantes adquirían un brillo extraño,
como si imploraran algo. Marcelino tomó entonces a su hijo entre los brazos, lo apretó
contra su corazón, y lo vio indefenso y débil como se había sentido él toda la vida.
121
La tierra seca, dura, como una inmensa costra rojiza se perdía solitaria en la lejanía.
Los pocos árboles levantaban sus desnudas ramas al cielo y en los caminos, bajo un sol
plomizo, los huesos blancos contaban la historia larga de la sequía. La gente cubierta
con sus ponchos multicolores, mustia, callada, oteaba las nubes que como corderos de
blanca lana pastaban lentos y se perdían a lo lejos. Todo moría; sólo los hombres se
aferraban a la vida. El polvo golpeaba los campos desolados e inertes, chicoteaba los
rostros, se metía en las narices y producía un escozor ardiente en las gargantas. Los
anímales vagaban desesperados, husmeando bajo las piedras, buscando con las
pezuñas agua y raíces; muchos enloquecieron. Los hombres sufrieron el hambre,
compartieron el dolor y la esperanza, pero no cedieron. Los pájaros dejaron de cantar, la
tierra pelada se agrietó tomo piel de durazno viejo, faltó el agua, pero los hombres
siguieron adheridos a la tierra ajena como raíces profundas. Los hombres fueron más
fuertes que todo, más fuertes que las bestias, que el hambre, que la sequía. Todo moría;
solo los hombres se obstinaban en vivir, mirando los cielos, las mañanas y las tardes.
El taita-cura organizó procesiones. El templo permaneció abierto por las noches. Los
últimos centavos se fueron con las velas. Los indios de Ocuviri eran pobres; lo vendieron
todo, incluso a los hijos pero siguieron esperando. Las nubes permanecieron ajenas al
drama de los hombres; a veces pasaban ralas y pequeñas como motas blancas en el
firmamento azul...
La voz gangosa de la Micaela se oyó en el fondo de la habitación. Era una voz débil y
sibilante, interrumpida por la tos:
—Los obreros dicen que está lloviendo.., que debemos volver antes que otros ocupen
la tierra... ¿Crees que está lloviendo, Marcelino Luque?
—¡Por qué no creerles: son los únicos que nos han dado la mano! —respondió con
brusquedad. Reflexionó luego un momento y añadió: —Gente que ayer no conocíamos,
hoy nos aloja en sus casas y nos da lo que puede... Son gente buena... Dicen cosas
bonitas.., dicen que algún día la tierra será nuestra.
La respuesta pareció tranquilizar a Micaela que como un ovillo se encaramó sobre los
canastones. Sus manos apretaban las huesudas y duras rodillas y las costillas se le
dibujaban bajo la camisa.
La luz amarillenta se metía a borbotones por las rendijas y por la pequeña puerta que
daba a la cocina, en la que Paulina calentaba el agua. Del mercado vecino subía el
murmullo de las voces y de los carros. Mariano Kondore, sentado sobre la banca, se
restregaba los ojos y se vestía. Era un mocetón pequeño y regordete. Las profundas
comisuras que rodeaban los labios daban comicidad a su rostro, que parecía sonreír.
Micaela carraspeó y entornando los ojos, con voz que se apagaba por momentos,
dijo:
—Si hubiera encontrado a mi hermano no sería una carga para nadie... Yo escribía a
Elías Champi, Correo Central, Lima..; él me contestaba... Pensé que en el Correo me
darían su dirección y me vine con los que dejaron el pueblo... En el Correo nadie
conocía a mi hermano... La ciudad era muy grande...
—Ya estás refunfuñando, abuela —la reprendió Kondore con voz cariñosa. —No
duermes, te pasas la noche hablando y durante el día te quejas de tu suerte y lloriqueas
como un perro sarnoso.
—Hablaba de mi hermano, de la tierra... Soy vieja, tengo derecho a hablar todo lo
que se me antoje... —La tos la ahogaba por momentos y el rostro magro y huesudo se
122
ponía morado. El ceniciento pelo caíale sobre la frente y de los vidriosos ojos brotaban
lágrimas por el esfuerzo. —Nunca debí dejar el pueblo... No debí seguirlos... Los seres
humanos somos como las plantas.., pocas pueden ser trasplantadas... Si vuelvo, ¿qué
haré?, ¡vieja, sola, sin fuerzas!..
Quitaré sitio en el camión a los jóvenes.., seré una boca más..; mejor me dejan
morir...
—Cállese abuela, no diga tonterías —la amonestó secamente Francisco Toqui que
en ese instante erguía su robusto cuerpo. Echando luego un vistazo en su contorno, le
dijo: —Ayude a Paulina a calentar el agua y arregle después sus cosas que están
desparramadas.
Micaela balbuceó cosas ininteligibles y sólo dejó de hablar cuando Paulina le ofreció
un tazón lleno de líquido caliente, que bebió a grandes sorbos, mirando a la gente de
reojo, fatigándose. Marcelino, sentado junto a sus hijos, comía en silencio un trozo de
pan.
Unos golpes fuertes retumbaron en la puerta. Cuando la abrió Domingo, un hombre
joven no mayor de 35 años ingresó a la habitación. Era Lorenzo Quenaya, el dirigente
campesino que los guiara en la emigración y que ahora organizaba el viaje de retorno.
Su cuerpo grueso y robusto se movía con agilidad y sus ojos de un negro acerado
recorrían vivaces el reducido espacio del cuarto. La achatada nariz, los gruesos labios
en los que asomaban dientes blanquísimos y la pronunciada afirmación de la quijada,
dotaban a su rostro de seguridad y fuerza. Saludó con cariñosa bondad a su gente, que
lo recibió con alegría, y acercándose a la anciana la palmoteó cariñosamente.
—Amigos —dijo—, traigo una buena noticia. Hoy a las 8 de la mañana, parte un
camión para Puno. De nuestra gente viaje Micaela Champi, por disposición del Comité
de Ayuda que ha acordado dar preferencia en el regreso a los enfermos...
No pudo continuar. Una exclamación de alegría desenfrenada llenó por unos
instantes la habitación. Micaela parpadeaba confusa, abría y cerraba la boca y no decía
nada. En el severo rostro de la anciana apareció súbitamente una sonrisa: las flacas
mejillas se desplazaron hacia las orejas y se cubrieron de arrugas y por la abierta boca
asomaron unos dientes verdes y sucios. Paulina, con los ojos inundados por las
lágrimas, se replegó hacia su marido.
—Pronto volveremos todos. Las cosas se están arreglando. Sólo les pido un poco de
paciencia. Hay gente que piensa en nosotros y que quiere ayudarnos.
Paulina no pudo más. Las palabras le daban vueltas a la cabeza, la atontaban, le
sonaban huecas. Imaginaba a su hijo abandonado en la inmensa soledad de la urbe, y
no se resignaba a la idea de perderlo para siempre. Sin poder contenerse, con voz
desgarrada, casi gritando, dirigiéndose a Quenaya exclamó:
—¡Cuándo nos toca el turno a nosotros!.. ¡Cuándo volvemos a Ocuviri..! La mayoría
ha regresado... ¡Por qué nos estás dejando para lo último!..
Pareció arrepentirse luego de lo dicho pues con humildad bajó los ojos y con las
manos recogidas en el regazo se arrinconó en una de las esquinas del cuarto. Marcelino
visiblemente abochornado se acercó a su mujer y con dulzura murmuró cosas que los
otros no entendieron pero que tranquilizaron a Paulina que sonreía entre sus lágrimas.
La gente permaneció quieta y tensa por un instante, con los tazones de té caliente
entre las manos. Las risas de unos chiquillos que bajaban corriendo las callejuelas de
San Cosme, desgarraron la inmovilidad de ese silencio, y de nuevo se oyeron distintos
123
los rumores que venían de la ciudad... El pitazo largo y metálico de un tren remeció los
tablones y las cañas de la casucha, pero ya nadie le hizo caso. Todos se ocupaban en
arreglar el natural desorden producido por el amontonamiento de los cuerpos durante la
noche. Se arrimaban los pellejos, las mantas, los ponchos y las esteras; se barría el
suelo; se abrían y cerraban maletas; se hacían bultos. La gente caminaba con dificultad
tropezando unos con otros. Paulina limpiaba las nalgas de su chiquillo. Marcelino se
peinaba frente a un espejo roto; Kondore tocaba la quena. Poco después. Francisco
Toqui abrió la puerta de calle y una mañana tibia de verano se metió llena de luz.
—Por favor, ¡apurarse! No hay tiempo que perder —repetía Quenaya con insistencia.
—Son cerca de las siete de la mañana y no es bueno hacerse esperar. Micaela, ¿qué
hace usted?, por favor, ¡apúrese!.. ¡Micaela!
—Para qué, si no voy —respondió con voz calma que a todos sorprendió. Sentada
sobre los canastones peinaba su cabello en trenzas:
—¡Cómo! ¡qué no va! ¡por qué!
—No voy porque no quiero, por que no me da la gana... Me encuentro a gusto en
Lima... En mi lugar que vaya la Paulina con sus hijos. —Los ojillos le brillaban con
fuerza, su voz era decidida.
—Abuela, ya estamos de nuevo con las mismas —la reconvinó Mariano Kondore.
—¡Micaela! —insistió Quenaya con tono fuerte: —usted viaja hoy a Ocuviri. El clima
le hace daño. No hay día que no empeore..; ¡está enferma! ¡Qué caray! Siempre
queriendo hacer lo que le viene en gana.
—Quenaya —contestó la anciana de modo suave y lento. Las palabras brotaban sin
dificultad. Había dulzura en su expresión. —Quenaya —repitió —soy vieja, tengo más
experiencia que tú..; sé lo que hago... Yo puedo esperar unos días más... Paulina,
Marcelino, son jóvenes... No saben todavía lo que hacen..; están desesperados... Pasan
hambre.., temen perder la tierra.., viven atormentados por la idea de volver... Anoche
hablaban de entregar a Domingo al Liñán para que lo empleara de doméstico..; les va a
pagar 150 soles por el chico...
—¡Micaela! —gimió con voz apagada Paulina. Domingo se cobijó en los brazos de su
madre y prorrumpió en sollozos.
—Vender a un hijo para abonar los pasajes de regreso no está bien —añadió
Micaela—. A los hijos se les seca el alma... a las madres se les pudre el corazón.
Se hizo un hondo silencio en el que todos permanecieron con las cabezas bajas,
como avergonzados. Nadie se atrevía a hablar. ¡Quién iba a recriminarlos si todos,
alguna vez, pensaron o hicieron lo mismo! Marcelino, al fin, titubeando, dijo:
—Es cierto lo que dice Micaela... Es cierto... Liñán quería que le dejáramos al
Domingo... Liñán aseguraba que lo tratarían bien, que le enseñarían a leer y escribir,
que se haría un hombre de provecho... Domingo era una boca más y no tenía con qué
alimentarlo... Pensaba en él, en nosotros... Era una idea mala de esas que dan vueltas a
la cabeza, cuando nada sale bien y todo se nos viene encima... Recién esta madrugada
he visto claro... —Por un rato guardó silencio, contristado, más luego, dirigiéndose, a
Micaela, con voz segura, añadió: —Vuelve al pueblo. Aprovecha el pasaje que te da el
Comité de Ayuda. No te preocupes por nosotros. Yo sabré defender a mi familia.
Domingo seguirá a mi lado. Pronto estaremos contigo, en Ocuviri, para cuidarte. No
tengo dinero para los pasajes, todavía, pero volveremos al pueblo, volveremos...
124
Quenaya miraba consternado a su gente. Abrazó entonces a Marcelino, besó la
cenicienta cabeza de Micaela y con voz tranquila, dijo:
—Amigos, es hora de ponernos en camino. El camión sale a las 8 de la mañana y no
es bueno hacerse esperar.
Minutos más tarde, por la angosta callejuela que desde el cerro de San Cosme lleva
al mercado, descendían, uno tras otro, los indios de Ocuviri. Delante, echando el peso
de su cuerpo enorme sobre la pierna que tocaba el suelo, bamboleándose, caminaba
Lorenzo Quenaya con la cabeza levantada, mirando con desafío a la ciudad. Hacía
meses que recorría el mismo camino y siempre hallaba algo que lo impresionaba y
avivaba sus pensamientos. Lo seguía Marcelino Luque, con una canasta grande de color
amarillento sobre el hombro. Iba cubierto con su poncho rojo, y una mirada extraña, llena
de ansiedad, fulguraba en sus ojos. Paulina, vestida de azul, con el hijo pequeño a la
espalda, andaba con paso alegre, sonriendo a la desconocida gente que a esa hora
transitaba por la callejuela. Las trenzas le golpeaban con ritmo regular el pecho, que
erguido y fuerte cortaba el aire. Junto a ella, cogido del faldellín, avanzaba tímido el
Domingo. El nervudo y ancho cuello de Francisco Toqui se hinchaba bajo la camisa
ploma. Andaba casi al trote, sofocado, cargando un bulto envuelto en una tela desteñida
y sucia. Cerrando el grupo, venían Micaela y Kondore. Micaela avanzaba envuelta en un
mantón de color negro, tan subido sobre la cabeza que apenas si se distinguían los ojos.
A ratos, tosía, se detenía sofocada, respiraba con dificultad y continuaba el camino.
Kondore, vestido de gris, cantaba con voz límpida un canto triste y lento, en el que las
palabras se sucedían claras, sin precipitación. Pronto, el canto dejó de escucharse y los
hombres se perdieron entre la muchedumbre del mercado, a lo lejos.
125
La muerte del doctor Octavio Aguilar
Wáshington Delgado
( Cuzco, 1927 )
Desde la aurora
combaten dos reyes rojos
con lanza de oro
Por verde bosque
y en los purpurinos cerros
vibra su ceño.
Los versos breves y fugitivos de José María Eguren, en el aire mustio del salón de
clase, cobraban dulce sustancia, elástica densidad, iluminados volúmenes que
lamentablemente resultaban también fugitivos: después de unos dorados arabescos, de
unos espirituales pasos de danza, se retiraban a una oscura soledad y daban paso a
informes conceptos anquilosados y sin gracia, versos pentasílabos u octosílabos, rimas
asonantes, matices cromáticos, símbolos bisémicos. El doctor Octavio Aguilar carraspeó
sordamente, se movió con aire descompuesto en su ancho sillón profesoral, llevó el
índice de la mano diestra al caballete de su nariz para ajustarse los anteojos y, luego,
continuó trabajosamente la magistral exposición. Su movediza pausa no había contenido
la inquietud que siguió creciendo en su interior, sin que bastara tampoco a dominarla el
ejercicio augusto de sus deberes, casi sacerdotales, ante la multitud de rostros imberbes
que lo contemplaban con ávidos ojos, o volvían hacia él unas orejas igualmente
sedientas que no deseaban ni se atrevían a perder palabra alguna de su boca. ¿De
dónde venía esta angustia que le oprimía el pecho, que le nublaba los ojos, que le hacía
pensar en la muerte? En los cerros de púrpura, detrás de los verdes bosques, los reyes
rojos se quedaron inmóviles, suspendieron por un momento su poética lid para
contemplar este otro extraño combate de un hombre solitario consigo mismo, ante unos
juveniles espectadores que, sentados en duros pupitres de madera, de nada se
percataban, al parecer. Hacía un mes que fuera al médico, donde el bueno de Blásquez,
a que lo chequeara de pies a cabeza, con el pretexto de un malestar indefinible y de un
próximo y aún más indefinible viaje a la alta ciudad del Cuzco. El viejo Blásquez lo
126
examinó minuciosamente, después ordenó unos análisis y, por último, el lunes pasado le
había dicho: “No tienes nada, maestro admirable, no tienes nada”. Ante tamaña
incredulidad científica, tímidamente, como último recurso, le confesó a Blásquez que
algunas noches no podía dormir, que oscuros pensamientos lo obsesionaban, que
sordas sensaciones le oprimían. Blásquez no dio su brazo a torcer, no perdió su sonrisa,
no le hizo caso. “No es nada —dijo— no es nada. Come poco en la noche. No trabajes
mucho. Y, en todo caso, toma estas píldoras, una con cada comida”. Y le alargó un
frasquito que había sacado de una blanca vitrina colmada de medicamentos. Eran,
evidentemente, las píldoras de la despedida. Sólo para eso sirvieron, para abandonar a
Blásquez, bañado en su beatífica y profesional sonrisa, junto a su vitrina medicamentosa
y con una pared de diplomas detrás. Indefinible y esquivo a los análisis, el malestar
creció por encima de píldoras y dietas y se fue definiendo poco a poco, cada vez más
amenazadoramente: era una pesada bola que le oprimía el pecho, que le apretaba el
corazón, que no lo dejaba respirar, que lo empujaba inexorablemente a un agónico
combate personal a muerte, contemplado siniestramente por los dos reyes rojos. Los
reyes rojos, sí. Apresuradamente, apartó a un lado el pulcro consultorio del doctor
Blásquez, arrojó las píldoras al canasto del olvido, dejó en suspenso la dieta de insípidas
legumbres y volvió a entrar en el regio combate eterno, volvió a ver las hoscas figuras
enemigas iluminadas por la luz cadmio, volvió a contemplar el brillo de sus lanzas de oro
en la oscuridad de la noche. Las palabras fluían de su boca como un río también eterno.
En realidad, hay que confesarlo, este río verbal no tenía la tersa eternidad del poema:
discurría sobresaltadamente y se detenía inde-cisamente ante cada neologismo más o
menos exótico, para trazar sutiles y nebulosos meandros de engañoso rumbo, en cuyo
transcurso se mareaba y perdía pie. El mundo se venía abajo, sin remedio, se sentía
cada vez peor y estuvo tentado de interrumpir la clase. Pero no, odiaba los gestos
dramáticos, sobre todo ahora que sus palabras se deslizaban sobre la melancólica
poesía sin tragedia de José María Eguren. Con gran esfuerzo siguió hablando, siguió
pronunciando unas palabras que, separándose de él, como globos extraños, flotaban en
torno suyo con vida propia e independiente, formaban una fila interminable y se alejaban
mansamente, mientras su angustia crecía. La bola de su pecho era una montaña que lo
inmovilizaba, el espanto de la muerte paralizaba sus miembros. ¿Cuántas veces había
sentido lo mismo? Viejos padecimientos olvidados volvieron a su mente: de niño se
despertaba a veces, a la media noche, con un tumulto en el corazón, con la sangre
zumbándole en los oídos con unas desesperadas ganas de levantarse y sin poder
hacerlo, sin poder hablar ni gritar ni respirar siquiera; eran apenas unos apretados
instantes que a él le parecían una eternidad, durante la cual llegaba a sentir el aletazo
de la locura o la muerte, y sólo cuando se hallaba en el límite mismo de su infantil
resistencia, conseguía incorporarse en el lecho, aspiraba una honda bocanada de aire,
se limpiaba el sudor de la frente, esperaba que se aquietara el tropel de latidos
encontrados en su agobiado pecho y volvía a dormirse, sin pesadillas ni sobresaltos esta
vez, hasta la mañana siguiente. Pasó el tiempo y, a la llegada de la adolescencia,
desaparecieron esos asaltos de la muerte, lo dejaron en paz durante muchos años, no
turbaron sus estudios universitarios, ni su matrimonio, ni su carrera académica. Y ahora,
cuando ya los había olvidado, al parecer definitivamente, volvían a torturarlo y lo hacían
impúdicamente, ya no desde un sueño, sino en plena vigilia. Un pesado silencio lo
despertó de su angustia, los globos aéreos de su verbo habían desaparecido, hacía muy
127
poco seguramente, pues los alumnos permanecían silenciosos y como arrobados, como
escuchando todavía las vibraciones postrímeras de su voz y algunos lápices se
encabritaban aún sobre las libretas de apuntes, cazando sinuosamente las últimas
palabras fugitivas que, sin darse cuenta, había echado a volar por el aire mustio y usado
del aula. El retorno de la conciencia agudizó su angustia, no había nada que hacer y
resultaba triste comprobarlo: los versos resultaban evidentemente tan inútiles como las
píldoras o las dietas. Cuando se hallaba al borde mismo del colapso, pudo ver
desesperadamente una delgada mano que se alzaba sobre el enjambre de juveniles
cabezas apiñadas y escuchó el castañeteo de unos dedos impacientes y nerviosos. Era
el tonto de Zanabria que, como puntillazo final, venía a torturarlo con una de sus necias
preguntas de lector infatuado. Insinuó apenas un ademán de asentimiento, que fue
suficiente para que Zanabria se levantara de un salto, como elástico felino que se lanza
sobre una presa largo tiempo acechada, y empezara una de sus atosigantes preguntas,
llenas de circunloquios, citas y digresiones. En ese momento, el corazón del doctor
Octavio Aguilar cesó de latir, el peso de su cuerpo creció hasta el infinito, su cabeza
cayó sobre el pecho y cerró los párpados para hundirse en una oscuridad increíble. “A
fin”, alcanzó a decirse y se dio cuenta de que estaba muerto, lo que no dejaba de ser
curioso, sobre todo para él, hombre escéptico y razonador. Resultaba más curioso aún
que, en el silencio total que lo envolvía, como para destacarlo, del mismo modo que una
mancha de sombra hace destacar y da relieve a la luminosidad de un cuadro, la voz de
Zanabria siguiera resonando en sus oídos como un moscón inmortal. La palabra
castellana reyes, sin la erre inicial, resultaba eyes, es decir ojos en inglés, y también
rojos sin erre era ojos. A partir de estos más o menos ingeniosos juegos de palabras, la
voz pedante e inagotable de Zanabria continuaba taladrando la oscuridad sin vida del
doctor Octavio Aguilar con unos ojos bilingües. “De nada me vale estar muerto”, pensó
desengañadamente el cadáver inerme.
Para felicidad suya, al cabo de un rato, menos prolongado que en otras ocasiones, la
voz implacable del alumno inquisidor se elevó en una nota aguda y falsa y, con
estudiado efectismo, se precipitó en el vacío para callar bruscamente. El silencio, ahora
sí, era total y cubría con oscura sábana de muerte el atestado salón de clase. ¿Qué
dirían los alumnos? ¿Cundiría el pánico en el aula? Al doctor Octavio Aguilar no le
gustaban los gestos ni las posturas dramáticas y, aunque presentía que no lo iba a
conseguir, intentó levantar la cabeza, mover los brazos, abrir los ojos, responder al tonto
de Zanabria. Para sorpresa suya, su cabeza se irguió aunque dificultosamente y poseída
por un ligero y, tal vez, imperceptible temblor, sus manos abandonaron los brazos del
sillón, donde estaban aplastados bajo un peso infinito, y se posaron en el tablero del
pupitre, sus ojos se abrieron a la luz que habían dado por perdida y su boca dejó volar
aladas palabras, algo roncas acaso, pero con orden y sentido. La extraña voz cavernosa
que forza-damente salía de sus labios era la suya, no cabía duda. “Sí —dijo—, sí, el
artículo del profesor Trant, al que usted se refiere, aunque no ha mencionado al autor, es
realmente sugestivo. Sin embargo, como casi todos los trabajos de crítica literaria, no es
una demostración matemáticamente exacta. Encierra, sí, un nuevo instrumento de
análisis que, acaso aplicado a otros poemas, podría darnos una nueva dimensión de la
obra de Eguren”. Sintió que el sudor perlaba su frente, pero el deber estaba cumplido y
había evitado el ridículo o el drama. Con alguna dificultad, todavía, recogió sus papeles
de la mesa y se levantó del ancho sillón profesoral. Estaré muerto, se dijo, pero no
128
permitiré ningún escándalo sobre mi cadáver, tengo que llegar a mi casa. Rodeado de
cuerpos juveniles y vivaces, de una muralla de agudas voces entrecruzadas que
atravesó sesgadamente, esquivando al azar algunas tímidas preguntas de última hora
que, miradas desde la altura de su muerte, le parecían vagas e intrascendentes,
abandonó el aula ominosa. Sus pasos, inseguros al comienzo, poco a poco se volvieron
firmes y hasta garbosos; su marcha soslayó, hábilmente, los vocingleros grupos de
alumnos que salían de otras aulas o se habían detenido en el pasillo a parlotear
alegremente. Llegó al fin sin tropiezos, al patio de entrada, feo y tumultuoso. Por la
rampa que daba al piso de Educación, nimbada por los resplandores entreverados de su
sonrisa y sus anteojos, subía la doctora Garreaud, a la que saludó con elegante
reverencia y enrumbó luego su cadáver hacia el salón de profesores para firmar el libro
de clases. En la puerta se encontró con un racimo de maduros doctores, saludó
cortésmente a cada uno y todos le devolvieron el saludo sin mayor ceremonia. No se
han dado cuenta, se dijo, y su alma se sintió dulcemente aliviada. Belarte, gordo, calvo,
chismoso y mal hablado, como buen profesor de historia, se solazaba contando chistes
sobre el rector, cuya torpeza expresiva era famosa: apenas terminados sus estudios
universitarios entró a trabajar a un laboratorio, en una sección cuyo jefe estaba haciendo
experimentos con tranquilizantes y lo aprovechó como conejillo de Indias, pero se le fue
la mano, desde entonces ha quedado así. Todos rieron malévolamente la chanza.
También dicen, continuó Belarte, pero lo que también decían del rector no lo supo nunca
el doctor Octavio Aguilar que, disimuladamente, se coló en el salón de profesores,
hastiado de los chismes y rencores de un mundo que ya no le pertenecía. Se llegó a la
mesa, sentóse en la butaca y, en una hoja del libro de clases, escribió los apuntes
acostumbrados de fecha, hora y tema de exposición, estampó decididamente su firma y
se la quedó mirando, como si buscara en ella las huellas de su muerte reciente. Era su
firma de todos los días, pero continuó absorto en su contemplación, no tanto porque
buscara en ella alguna peculiaridad ultramundana, como para descansar cómodamente:
una muerte no era en modo alguno algo sencillo y la suya había terminado por fatigarlo.
Y eso, pensó, que no ha hecho sino empezar. Sus plácidas meditaciones cadavéricas se
vieron repentinamente segadas por la acezante llegada del doctor Bonami, quien le
habló en un susurro entrecortado y perentorio: “Fui a buscarte, pero ya habías salido”.
Debe estar sin coche —pensó el doctor Octavio Aguilar— y tendré que llevarlo a su
casa. “¿Ya firmaste?” —prosiguió Bonami, con su brusquedad acostumbrada—
“entonces, vámonos, si no te molesta. Perdona que te apure, pero debo recoger a Elisa”.
Salieron del salón y del edificio y se echaron a andar por la vereda rodeada de
polvorientos jardines, entre venias y cortesías de alumnos y profesores que pasaban.
Por lo visto era ya algo tarde cuando llegaron a la pista donde se estacionaban los
autos, pues no quedaban muchos. El doctor Octavio Aguilar buscó el suyo con
impaciente mirada y no lo encontró. “¡Diablos! —exclamó dirigiéndose a Bonami— no
veo mi coche, ¿qué habrá pasado?”. La risa suave, cálida y amigable de Bonami, lo
sorprendió e incomodó más que la desaparición de su automóvil. Entre-cortadamente,
entre asomos aún de contenidas carcajadas y por incontenibles manoteos, Peirano se
explicó: “Estás perdiendo la memoria sabio, profesor. ¿No recuerdas que ayer dejaste tu
carro en el taller y que esta mañana te traje en el mío?”. Frente al auto de su amigo, el
doctor se rascó preocu-padamente la cabeza: la muerte empezaba a deteriorarlo.
129
¿Adónde lo llevaría todo esto? El motor estaba encendido, la puerta abierta, otros
coches partían ruidosamente, opacando las voces de despedida. Sin decir palabra, se
sentó junto a Bonami y partieron, también, ruidosamente, abandonando —seguramente
para siempre— el lugar donde había ocurrido su muerte. La pista de la Ciudad
Universitaria orillaba las facultades de Económicas y Derecho y, después de una curva,
las de Química y Ciencias Básicas. El automóvil de Bonami la recorrió rápidamente,
atravesó la Avenida Venezuela y enfiló por la Riva Agüero. Bonami, sin apartar la vista
del camino, parloteaba volu-blemente. Al parecer la cosa estaba hecha, no había ningún
problema, la mayoría de los profesores habían manifestado su acuerdo y el tercio lo
estaba decidiendo en este instante. El doctor Aguilar, la mirada perdida en el vacío, el
semblante adusto y cerrado, nada escuchaba, de nada se percataba, ni de las noticias
intermitentes de Bonami, ni de los insensibles cambios del paisaje urbano: a la
mezcolanza de casitas suburbanas, factorías de automóviles, restaurantes criollos y
clínicas de medio pelo que predominaban en las zonas de San Miguel y la Magdalena, le
sucedieron los barrios más residenciales y reposados de Orrantia y San Isidro, con sus
grandes casas rodeadas de jardines. Desembocaron, al fin, en la Avenida Arequipa,
último tramo de la ruta entre la Ciudad Universitaria y la morada del difunto y mudo
doctor Octavio Aguilar. A esta tranquila hora de almuerzo y descanso, la avenida no se
hallaba muy congestionada y Bonami conducía su automóvil a una velocidad inusual,
esquivando con hábiles maniobras a uno que otro peatón distraído o audaz, o a algún
coche que se detenía para que subiera o bajara un pasajero. “Tengo que recoger a Elisa
de su Instituto”, dijo Bonami a guisa de explicación, como disculpándose de su prisa
inusitada. Octavio Aguilar, la mirada siempre perdida en el vacío, no parecía darse
cuenta de nada y nada contestó. Mudo e inmóvil, permanecía sumido en sombrías
meditaciones acerca de su propia muerte. “Me disculparás que no te deje a la puerta de
tu casa —volvió a decir Bonami—, estoy apurado, Elisa me espera y se me ha hecho
tarde. Total, sólo tendrás que caminar dos cuadras”. El automóvil se detuvo y el doctor
Aguilar sintió que sus lúgubres pensamientos, como llevados por la inercia,
abandonaban su mente cansada y continuaban su desenfrenada carrera hacia el óvalo
de Miraflores. Sin ese peso triste comprendió lo que Bonami había venido diciéndole, le
dio las gracias, le dijo que no se preocupara, bajó del vehículo y lo vio partir velozmente
hacia el Instituto donde Elisa esperaba dando con el pie en el suelo, furiosa por la
tardanza. Sonrió imaginando la escena y le dedicó un pensamiento afectuoso a Bonami
quien, a pesar de la impaciencia de Elisa, había esperado que terminara su clase
egureniana y se había desviado de su camino para dejarlo a sólo dos cuadras de su
casa. En ese momento lo taladró una nueva angustia: ¿Dónde diablos estaba su casa?
¿Debería ir hacia la derecha o hacia la izquierda de la avenida?
Es la muerte, pensó con ánimo derrotado. Miró pasmado a un lado y a otro buscando
una señal salvadora, una sombra amiga que hallara eco en su memoria. Su memoria era
un espacio abierto, opaco y sin sonido. Por la pista pasaban raudos automóviles; por la
vereda, casi nadie, salvo un grupito de muchachas que lo envolvió por un instante en un
claro río de risas refrescantes. ¿Se estarían riendo de él? El doctor Aguilar, muerto
perdido bajo el sol, las vio pasar con desorientado gesto y se dio cuenta de que estaba
hecho un pasmarote, parado tontamente en la avenida Arequipa, mirando a un lado y a
otro. Decidió caminar adonde fuera. Si continuaba inmóvil, su casa no vendría a
buscarlo; si caminaba sin rumbo, era siempre posible que apareciera algún signo
130
revelador del paradero de su vivienda, que un muro, un árbol, una ventana despertaran
su memoria dormida. Dormida no, muerta. Aunque caminara en vano, resultaba
preferible la acción inútil a la inacción ridícula. Ridícula, ridícula y se echó a caminar
hacia su derecha, con decidido paso, como hombre a quien esperan la suculenta
comida, el descanso reparador y las alegrías familiares después de cumplida la jornada,
aunque en verdad nada de esto le importaba y sólo procuraba parecer natural y
respetable. Al llegar a la primera esquina, dudó un instante entre torcer a la derecha o a
la izquierda, o seguir de frente. Siguió de frente. Sólo tendrás que caminar dos cuadras,
había dicho Bonami. Esas dos cuadras, ¿seguirían una línea recta o formarían un
ángulo? En todo caso, desandaría el camino hecho y caminando dos cuadras hacia una
parte y otra, formaría una red alrededor de la infausta esquina en que lo dejara Bonami:
en algún punto de esa red se encontraría su casa, sí, pero ¿llegaría él a reconocerla?
He allí el problema. En ese punto de sus sombrías reflexiones, escuchó a sus espaldas
una infantil voz conocida: “¡Papá, papá!, ¿a dónde vas?”, volvió la cabeza y vio a su hijo
que corría a abrazarlo. Su alma muerta volvió a su cuerpo muerto, abrió en su boca una
espléndida sonrisa y lo hizo inclinarse y alzar en vilo al pequeño salvador y estrecharlo
fuertemente contra su pecho. “¿Adónde ibas, papá?”, volvió a preguntar el pequeño
Federico. Federico, hijo suyo, nacido y criado en la casa paterna. “Iba a comprar
cigarrillos”, respondió sin pensar, dominado por el gozo de haber llegado a puerto y
aguijoneado por la voz aguda, por la mirada inquisitiva del pequeño Federico, hijo y
salvador suyo. “Pero si tú no fumas, papá”. Hablar sin pensar sólo puede ser un
privilegio de los vivos, un muerto debe ser más prudente y cuidadoso. “No —dijo el
doctor Aguilar, con aire profesoral y explicativo—, no fumo, efectivamente, pero esta
tarde vendrán a visitarme unos amigos que sí fuman”. Antes de entrar al cielo de su
casa, el doctor Aguilar se dio cuenta de que debía pasar unas pruebas, responder a los
enigmas, burlar al gnomo guardián del tesoro escondido. “Pero la bodega no está por
este lado, está en Enrique Palacios”, insistió su hijo, muy en su papel de gnomo
guardián e impertinente que, felizmente, se transformaría en guía bienhechor si recibía
el santo y seña debido, el mágico conjuro exacto. El doctor Octavio Aguilar se propinó
una sonora palmada en la frente: “Es verdad, desde la mañana ando un poco distraído”.
Y luego, para equilibrar, seguramente, la desventaja en que lo colocaba su mala
memoria o porque estaba seguro de haber vencido, al fin, todos los obstáculos que
impedían su retorno al hogar, o simplemente, para atenuar el efecto levemente doloroso
de la palmada en su propia frente, arrugó el entrecejo y se dirigió a su hijo con fingida
severidad: “Y tú, ¿qué haces en la calle?, ¿tu madre te ha dado permiso?”. El pequeño
Federico lo miró asombrado: “Pero papá, ¿qué te pasa?, mamá se fue a Trujillo a ver a
la abuelita que se puso mal”. Todo se me deshace, pensó el doctor Octavio Aguilar con
amargura, mi vida anterior se me escapa irremediablemente, es el negro resultado de la
muerte. “Vamos a casa —dijo desanimadamente—, estoy algo fatigado, he trabajado
mucho”. Y le dio la mano al chiquillo, porque su memoria seguía dormida. Dormida no,
muerta. Lo mejor sería echarse en la cama y que todo terminara de una vez. Dieron
unos pocos pasos, el hijo empujó alegremente el entreabierto portoncito del jardín
delantero y luego, cuando el padre sacaba las llaves de la puerta de la casa, preguntó
todavía: “¿Y los cigarrillos, papa?”. El doctor Aguilar suspiró hondamente, luchar contra
la realidad desde el trasmundo de la muerte resultaba una dura faena. Sacó un billete de
la cartera, se lo dio a su hijo y musitó apenas: “Anda tú, dos cajetillas de rubios y una de
131
negros, y un chocolate para ti con el vuelto”. Antes de que terminara, el pequeño había
cogido el billete al vuelo, había partido raudamente, había dejado estirándose a lo largo
del salón, como una serpiente amistosa, un sonoro “gracias, papá”, que llegó a los oídos
del doctor Aguilar junto con el portazo que era el sello final de su odisea. Realmente
fatigado, escogió un sillón donde reposar un momento del alud de tantas emociones
encontradas. Cuando lo halló y estaba a punto de sentarse, la voz de Alicia, eficiente
ama de casa durante la ausencia de su mujer, viuda parlante y tía política suya, lo
detuvo en seco. ¿Las pruebas, los obstáculos, las amenazas no cesarían jamás? Se
volvió, desconsoladamente, hacia la gran nariz y los grumosos anteojos que agrandaban
increíblemente los profundos ojos pardos de su parienta, rozó con sus resecos labios la
blanca tez apergaminada y se sumergió hasta el ahogo en el torrente de su parla
femenina: “Te vi desde la ventana de arriba y bajé al instante a disponer tu almuerzo. Ya
está servido, vamos al comedor. No, no, es en vano que protestes. Paula no me
perdonaría si te dejara enviciarte en la arbitrariedad y en la pereza, con peligro de tu
salud. Hay que decir las cosas como son. Después podrás descansar a tus anchas,
ahora debes almorzar. Te haré compañía mientras saboreas lo que yo misma te he
preparado. Emilia es una buena cocinera, pero en aliñar el pescado le doy ciento y
raya”… ¿Qué nave transa- tlántica sería lo suficientemente marinera como para resistir
la tormenta de esa parla femenina? Desesperado y desesperanzado, el doctor Octavio
Aguilar se refugió en el comedor, con la tormenta detrás, implacable y sonora. Empezó a
comer parsimoniosamente, aunque con buen apetito —después de todo eran ya casi las
tres de la tarde— y, para sorpresa suya, una onda de placer despertó su aletargado
paladar. Especial mente el pescado al vapor, punto fuerte de las habilidades culinarias
de Alicia, lo saboreó con verdadera fruición, a pesar de la molesta e indetenible parla de
su autora, a la que procuró no hacer caso, pues le estorbaba en sus afanes gustativos,
así como en sus tareas literarias le estorbaban muchas veces, y solía no hacerles caso
tampoco, los comentarios y explicaciones de poetas y novelistas sobre sus propias
obras. Terminó su almuerzo con una compota de higos muy almibarada y un café
amargo. Un cigarrillo hubiera sido la culminación perfecta del sabroso almuerzo, pero no
era fumador y, por esta razón, su cuerpo muerto se perdió un venenoso placer
suplementario. La charla de Alicia seguía entretanto su caudaloso curso: “Ya era hora de
que en la Universidad aquilataran tus méritos”. Y para subrayar debidamente esta frase
que, sin duda alguna, ella misma juzgaba notable, hizo una pausa y le lanzó una mirada
intencionada, cuya intención no alcanzó a desentrañar el difunto y bien alimentado
doctor Aguilar. ¿Y Federico?, pensó en cambio, ya debería estar aquí. Como si un
pensamiento hubiera sido una mágica llamada, Federico entró por la puerta de la cocina,
la cabellera revuelta, los ojos relucientes, rastros de chocolate en las comisuras de los
labios. “Aquí están tus cigarrillos, papá”, dijo triunfalmente, y puso sobre la mesa tres
cajetillas algo chafadas. La mirada de Alicia se volvió comprensiva, esos cigarrillos
venían a confirmar de algún modo secreto sus verbales esperanzas. Cuando iba a
reforzarlas con esta aromática ayuda, el doctor Aguilar se levantó de su asiento. “Voy a
descansar —dijo—. Hasta luego, Alicia”. Y se alejó después de acariciar distraídamente
la despeinada cabeza de su hijo. Ya en la puerta, alcanzó a percibir que el caudaloso río
oratorio de Alicia tomaba otro rumbo, más agresivo: “Has estado comiendo chocolate.
Estás transpirado y despeinado. Anda a lavarte la cara. ¿De dónde sacaste plata para
comprar porquerías?” El doctor Aguilar, al pie de la escalera, se encogió de hombros y
132
subió imperturbablemente al segundo piso. Entró primero al baño, pues juzgó
conveniente lavarse, peinarse y acicalarse por última vez. El agua fría no lo liberó de su
fatiga mental ni de la modorra física propia de una persona que acababa de almorzar. Ya
en su cuarto, corrió las cortinas, se quitó los zapatos y se echó en su cama vestido como
estaba: ponerse el pijama hubiera sido un trabajo inútil. ¡Ya para qué! Al fin, se dijo, y
cerró los ojos. Un sosegado velo de nieblas lo envolvió. Luces, ruidos, pensamientos lo
abandonaron y pudo descansar en la profunda, acogedora oscuridad. Lamentablemente,
nada hay perfecto ni en la vida ni en la muerte, y la oscuridad que lo envolvía se pobló
de ataúdes volantes y mares de ceniza. Su alma navegó por inacabable valle de sombra
de muerte. Al fin, se dijo todavía, en esa especie de cadavérico sueño del que no debía
despertar. No era el cielo aún, hecho de luz y melodía, según proclamaban los escritores
místicos. Tampoco era el infierno de oscuros fuegos torturantes y desesperación. Ni el
purgatorio de penitencia y congoja. Era, simplemente, una penumbra desolada, un mar
oscuro y quieto en el que, súbitamente, vio flotar su propio rostro ceniciento, sus manos
inertes, su cuerpo sin vida: la muerte llegaba como un sutil desdoblamiento, como la
pérdida de lo que había considerado, hasta entonces, más propiamente suyo. Sintió que
se elevaba blandamente sobre las aguas inmóviles, mientras su rostro, sus manos y su
cuerpo, inmóviles y mustios, se veían cada vez más distantes y pequeños. Se perdían
sin un gesto, sin una voz de despedida. ¿Quién era el que se alejaba por el aire oscuro,
desposeído de rostro, de manos y de cuerpo? Una nueva angustia oprimió su inexistente
corazón. Cuando lo dominaba la pesadumbre de haber perdido su cuerpo, que era ya un
muñequito minúsculo a la distancia, sonaron dos, tres golpes pausados. No, no era una
engañosa ilusión: volvieron a sonar dos, tres veces. “Octavio, Octavio”, escuchó
veladamente la voz lejana de Alicia, viuda infatigable, ineludible torturadora suya.
“Octavio, ya van a ser las cinco”. Esto era el colmo, nunca podría separarse
definitivamente de su cuerpo y alcanzar la anhelada salvación. Se sintió descender
precipitadamente hacia donde reposaban su rostro ceniciento, sus manos yertas, su
cuerpo inmóvil. Abrió los ojos y su rostro volvió a ser su rostro. La luz, tamizada por las
pesadas cortinas, apenas lo hizo parpadear. “Octavio —repitió la voz sin fondo de
Alicia—, Octavio, a las cinco te llamará Paula, te lo dije en el almuerzo”. Con palabra
salvada de las sombras y más sonora de lo que hubiera imaginado, preguntó “¿Paula?”.
Al otro lado de la puerta, la voz de Alicia se arrugó en una casi imperceptible onda de
fastidio: “Sí, Paula. Te lo dije mientras almorzabas. Te llamará a las cinco. Y a eso de las
seis vendrá la Universidad”. El mundo, desde su normalidad de llamadas telefónicas y
minutos contados, no lo dejaría nunca en paz, ni en la vida ni en la muerte. “Ya voy”,
contestó perezosamente. “Voy en un instante”, repitió sin moverse de su lecho fúnebre,
con los ojos abiertos a la luz recobrada y los oídos a los menudos pasos de Alicia.
Cuando se volvieron inaudibles, suspiró y sonrió, casi simultáneamente. En el silencio de
su cuarto penumbroso, cobró lucidez y conciencia. Que Paula lo llamara por teléfono,
podía entenderlo, aunque no veía claramente como Alicia había llegado a saberlo. Lo
que no alcanzaba a comprender en modo alguno era eso de que la Universidad vendría
a su casa. ¿Qué demonios habría querido decir Alicia? Estirando el labio inferior sopló
hacia arriba para apartar de sus ojos un mechón rebelde y para barrer de su mente esas
banales preocupaciones. Se desperezó voluptuosamente y, vencido aún por una dulce
lasitud, se levantó despaciosamente, se calzó las blandas pantuflas y avanzó
suavemente hacia la ventana para separar las cortinas. La luz ambarina de la tarde en
133
derrota invadió la habitación, aventó las sombras de los sueños impíos, se posó
blandamente en los cobertores del amplio lecho matrimonial. El doctor Aguilar contempló
por la ventana el apacible paisaje urbano de las cinco de la tarde. En el balcón frontero,
los sesgados rayos del sol otoñal encendían los claveles encarnados de una docena de
macetas. Respiró hondamente, sumergido en el gozo diáfano de la luz dorada. Estiró los
brazos por encima de la cabeza y se volvió hacia la habitación, para mirarse en el espejo
del tocador de Paula. No, su rostro no era ceniciento. Lucía, más bien, sonrosado y
brillante, efecto seguramente de la áurea luz vesperal o de los claveles reventones.
Como quiera que fuese, su figura no parecía mal. Su camisa sí, mustia y arrugada,
desentonaba en la pulida superficie del espejo. Del cajón de la cómoda sacó un juego de
ropa interior y otra camisa alba, planchada, reluciente, olorosa a lavanda. Se dirigió al
baño a refrescarse. Rodeado de espejos y mayólicas, a la fría luz de la lámpara
fluorescente, sintió su cuerpo caluroso y transpirado. Decidió darse una ducha rápida y
se desnudó sin dilaciones. Ni pálido, ni yerto, ni lejano, su cuerpo tembloteaba y se
esponjaba mientras se acercaba a la ducha. El doctor Aguilar desdeñó la llave de agua
caliente y soltó un chorro frío que le cortó la respiración. ¿La respiración? Sí, la
respiración. Por lo visto, las costumbres de la vida, las más humildemente físicas y
materiales, son difíciles de olvidar. Pensamientos encontrados amenazaban su mente
muerta, felizmente el agua helada los ahogó antes de que crecieran. El difunto doctor
Aguilar no tenía cabeza para nada, invadido por el placer natural del agua fresca. Cerró
la llave y se secó enérgicamente con una gran toalla. Cuando sintió la piel enjuta, se
puso la ropa interior, calzó las pantuflas, hizo aún unas gárgaras apresuradas, se peinó
de dos manotazos y volvió a su habitación para terminar de vestirse. Se sentía ligero y
fácil como nube estival, fresco como pétalo o hierba silvestre. La sensación de bienestar
no fue bastante para que olvidara del todo su dramática situación: buscó en el ropero un
discreto terno gris. Después de ponerse el pantalón, se calzó unos finos zapatos de
charol y, cuando iba a terminar de vestirse, oyó el lejano timbre del teléfono. Miró el reloj
del velador: las cinco en punto. Era Paula, puntual como de costumbre. Revolvió las
ropas amontonadas en un sillón hasta encontrar su vieja bata de seda y, al tiempo que
se la ponía, marchó hacia la puerta donde casi tropezó con Brígida quien había subido
las escaleras de cuatro en cuatro y sólo atinó a tartamudear: “Señor, la señora”. Aguilar,
después de un simple ademán de comprensión, bajó las escaleras sosegada- mente.
Junto a la mesita del teléfono, de pie y haciéndole visajes significativos, estaba Alicia
con el auricular en la oreja: “Sí, hija... sí... de acuerdo, no te preocupes... aquí está
Octavio”. Octavio cogió el fono y escuchó la voz distante, minúscula, perdida, de su
mujer. “Qué alegría, Octavio... Por fin... lo he sabido por Alicia... Se lo contó Elisa... Elisa
Bonani... Mañana regreso... No, mamá ya está bien... Fue un susto, sí... Pero ya pasó...
La elección será el jueves, pero... No ya no hay nada que temer... En cambio allá... Hay
muchas cosas que hacer... No te preocupes, mañana estaré en casa... Quisiera hablar
con Federico”. El doctor Aguilar volvió la cabeza y allí estaba Federico, en puntas de
pies, anhelante y bien peinado, obra de Alicia sin duda. Le pasó el fono y escuchó la
voz, ahora cercana, aguda y tierna de su hijo: “Aló... Sí, mamá... me he portado bien...
tía Alicia está muy contenta... Sí, claro. Chau, mamá... Papá, mamá quiere despedirse”.
El doctor Aguilar volvió a escuchar a la distante Paula: “Espérame mañana… Sí... a las
doce... No te preocupes... Hasta mañana”. El hilo de voz se había quebrado. Octavio
colgó el auricular, se arrellanó en la butaca y abrazó a su hijo: “Mañana tendremos a
134
mamá en casa”. Alicia, viuda sin descendencia, miraba como enternecida la escena
familiar. Federico alzó confiadamente la cabeza y preguntó con incontenible esperanza:
“¿puedo ir a jugar con Paco?”. No bien el padre, benévolo y difunto, dijo que sí, que sí
podía, Federico desapareció como un fantasma hábilmente conjurado. “Este niño, —dijo
Alicia, con la voz y los ojos húmedos—, no hay quien pueda con él, siempre se sale con
la suya. Y tú, Octavio, antes de terminar de arreglarte, ¿deseas un cafecito?”. Las
pequeñas satisfacciones de la vida rodeaban engañadoramente al doctor Aguilar, no le
permitían llegar al final, eran trampas aviesas que se tendían a su paso para torcer ese
destino que había asumido ya, con ánimo viril. Sin dejar traslucir ninguna emoción, el
doctor Aguilar sacudió vigorosamente la cabeza: “No, gracias, Alicia. Tengo que hacer
unas llamadas”. Alicia lo miró comprensivamente: “Pues yo tengo que hacer allá dentro.
Ya sabes. La Universidad. En fin, te dejo”. Y después de estas frases telegráficas,
pronunciadas entre sonrisas y resplandores de sus profundos ojos pardos, se marchó
con menudos pasos apresurados de mujer hacendosa. El doctor Aguilar se quedó solo
en el hall de la casa, al pie de la escalera. Sentíase fresco y ligero después de la violenta
ducha helada y de la entrecortada conversación con Paula. Sí, lo mejor sería que ella
retornara. Sumergirse totalmente en la muerte con la familia partida, el hijo pequeño y
sin madre, era un disparate. No debía precipitarse, no debía ser egoísta. Que llegara
Paula para que todo pudiera consumarse dignamente. Su cuerpo, descansado y ligero,
se levantó de la butaca para pasear a grandes trancos. Su alma se mecía arriba, en la
paz de las horas muertas. Lejos, muy lejos, como desde otro mundo, llegaba a sus oídos
el ladrido de un perro, el timbre de una casa, el traqueteo de un automóvil. Alrededor
suyo, silencio y soledad de puna. Nada se movía sino su propio cuerpo muerto y el
minutero del gran reloj de péndulo. Tan, tan, tan sonaron las campanadas de la media.
Nadie las escuchó. El doctor Aguilar, en la casi perfecta paz del tiempo muerto, no se
preocupaba de las pequeñas y ridículas medidas cronológicas humanas, aunque suenen
acompasadamente en un historiado reloj de pie. Sólo el tiempo puro merece la atención
de los hombres que han superado las limitaciones de la vida. Esto, naturalmente, no
rezaba con Alicia, mortal y limitada al próximo o remoto mundo de su parentela, porque
sin parar mientes en las altas meditaciones de Octavio, apenas llegó de la cocina, toda
arrebolada y agitada, exclamó impetuosamente: “¡Octavio, Octavio, en qué estas
pensando! ¿No te dije que vendría la gente de la Universidad? Ve arriba, por favor, a
terminar de vestirte. Es una ocasión importante: ponte una buena corbata y también el
chaleco. No te sonrías, no. Ya no hace calor y por las noches refresca y es más
elegante. Apúrate, hombre, ya van a ser las seis”. En ese momento sonó el timbre de la
puerta. “¿No te lo decía? —dijo Alicia, triunfalmente—. Son ellos, sube que yo los
atenderé, pero no tardes”. El doctor Aguilar, que había soportado a pie firme el
imperativo chubasco oratorio de Alicia, no pudo ni quiso replicar nada. Dio media vuelta,
simplemente, y se dirigió al segundo piso, a ponerse una buena corbata y el chaleco,
como quería Alicia, y la chaqueta naturalmente. Su cuerpo leve y vaporoso, casi
inexistente y como ajeno ya, no necesitó la ayuda de su pensamiento reflexivo para
realizar esas pequeñas tareas de la apacible vida burguesa: hizo todo lo necesario sin
que la conciencia muerta del doctor Aguilar se entrometiera y se dio tiempo, incluso,
para una rápida afeitada con la máquina eléctrica. Bien empaquetado y siempre ágil
volvió a la primera planta. Desde la escalera empezó a percibir las alegres voces
académicas. Estaban Bonami, Belarte, Martínez, las doctoras Garreaud y Pérez Concha,
135
y también Rodríguez Sauce, el decano. ¡Caramba!, la cosa era importante, como dijera
Alicia. Ya en la puerta distinguió también a varios alumnos, felices de encontrarse en
una reunión de maestros. “Aquí está el hombre” dijo con voz cálida, entusiasta,
ligeramente engolada, el bueno de Silvera y empezó un alegre palmoteo, prontamente
transformado en ovación por las dieciocho o veinte personas que, puestas de pie, le
sonreían y aplaudían. Esto hubiera bastado para ruborizar a quien no estuviera muerto,
como lo estaba el doctor Aguilar, quien se limitó a plegar los labios en una sonrisa entre
sorprendida e irónica y familiar. Apenas cruzó el umbral del salón, rodó materialmente de
los brazos de uno a otro de los concurrentes, hasta terminar en los respetuosos y
azorados apretones de manos de los alumnos (Olivera, Belmont, Ronconi, Chumbe),
quienes, además, lo doctorearon solamente. Se hizo después un silencio y un anillo.
Todos habían callado mientras se desplazaban armoniosamente para formar el círculo.
Silvera, que había quedado frente a él, tosió profe-soralmente y empezó llenando o
queriendo llenar un vacío en la memoria del doctor Aguilar: “Como recuerdas, mi querido
Octavio, después de que un numeroso grupo de profesores de-cidió lanzar tu
candidatura a las próximas elecciones para Decano y después de conseguir tu
asentimiento, lo que dada tu proverbial modestia no fue cosa sencilla, se me encargó la
presidencia de una comisión que debía hacer las gestiones necesarias para asegurar la
victoria. El encargo ha sido cumplido: más de la mitad de los profesores se han
comprome- tido a votar por ti, y en el mismo sentido se ha pronunciado, justamente hoy
día, la totalidad del tercio estudiantil. El pró-ximo jueves, mi querido Octavio, serás
elegido con un mínimo de ochenta votos y no sería extraño que, ante tu indiscutible
popularidad, los otros candidatos en ciernes, Sileri y Bringas, declinen su postulación y,
en ese caso, el claustro votaría por ti unánimemente y serías elegido por aclamación.
Ade-lantándonos a tan previsibles acontecimientos, no es apresurado que te felicitemos
desde ahora todos los aquí presentes”. Nuevos aplausos inundaron el salón, rebotaron
en las paredes, hicieron crujir los muebles y abrieron una ancha sonrisa en el
apergaminado rostro de Alicia, quien, junto con las dos muchachas de servicio, muy
tiesas y orondas en sus albos uniformes recién planchados, pasaban grandes bandejas
con tintineantes vasos de whisky o jugos frutales, y varias fuentes provistas de
abundantes y variados bocaditos, que el doctor Aguilar no se explicaba de dónde habían
salido. Todo tenía un aire de comedia preparada. El silencio, salvo el festivo entrechocar
de vasos, volvió a dominar pesadamente el aire del recinto y todos los rostros se
volvieron hacia el doctor Aguilar. Evidentemente debía contestar a Silvera. No sentía
ningún deseo de hacerlo: su cuerpo libre y fresco, quería más bien salir volando por la
ventana abierta del salón y diluirse en los últimos resplandores de la tarde otoñal o en
las primeras sombras de la noche naciente. Su espíritu estaba en otra parte, en el vacío
perfecto de la nada, en la irresponsabilidad de la muerte. Su memoria no recordaba
episodio electoral alguno, ni reu-niones previas, ni asentimientos nimbados de modestia,
ni encargos capituleros. ¿Qué le podía importar todo esto? Solamente el silencio le
preocupaba. No podía seguir sosteniéndolo, debía dar un grito o arrojarse por la ventana
y romper el círculo mágico que lo encadenaba a una respuesta odiosa. Fue entonces
cuando sintió un leve codazo familiar e imperativo. Era Alicia que, maternal y oportuna,
se había colocado a su lado. Como si ese codazo fuera la gota de agua que colma el
vaso, el doctor Aguilar rompió a hablar decididamente. Mientras hablaba sintió lo que
había sentido otra vez ese mismo día: que las palabras salían de su boca como objetos
136
autónomos, como globos libres que, independientemente de su voluntad y de su
conciencia, flotaban blandamente y a su guisa en el aire quieto. Entre su voz y él se
había producido una sutil separación. La memoria feliz, el discurso nítido, esas dos
características tan justamente alabadas por alumnos y colegas, se le habían quebrado
irremediablemente. ¡Qué importaba después de todo! Nadie se daba cuenta y las
palabras, ajenas a su voluntad, salían de su boca alegres, aladas, melodiosas y suyas.
Suyas, sí, aunque ni su conciencia ni su espíritu les hubieran dado el toque último, el
sello personal. Sonaron nuevos aplausos. Silvera y Rodríguez Sauce volvieron a
abrazarlo. Tarde de gloria para las letras universitarias. Satisfacción para los maestros
universitarios que de la buena guía de Rodríguez Sauce pasaban a la guía inmejorable
de Octavio Aguilar. Dicha de los alumnos que empezaban a beber el whisky de la
sabiduría. Arrobo de Alicia que, callada, al parecer por primera vez desde los días
insondables de su puerperio, se contoneaba entre unos y otros, pasando de las mudas
sonrisas de admirativa aprobación por las palabras de los sabios profesores a las
órdenes, también mudas, pero fulminantes que dirigía desde sus profundos ojos pardos
hacia las dos muchachas de mandil blanco que, afanosas y arreboladas, distribuían
bebidas y bocaditos o recogían vasos vacíos y colmados ceniceros. El espíritu del doctor
Aguilar se mecía en un cielo inactivo, por encima de las conversaciones académicas, de
las áridas cifras del presupuesto administrativo, de las profundas o intencionadas citas
de Sartre o Toynbee, de las anécdotas picantes que desparramaba Belarte. A pesar de
todo, insidiosamente, le rodeaba el aire muelle de la gloria humana y no podía dejar de
respirarlo y aún de gozarse vanamente en su perfume insustancial. Durante años había
desperdiciado horas de meditación imaginando ascensos y prebendas. El decanato,
meta apetecida de sus banales ensueños, llegaba ahora cuando ya nada significaba
para él, cuando estaba muerto. Miró de soslayo a la alegre y gentil concurrencia
académica. Contempló, sobre todo a Rodríguez Sauce, tan orondo, tan hueco, tan
pomposo. Indudablemente había que estar muerto para triunfar, para ser importante,
para llegar a la cima. El doctor Aguilar suspiró casi ruidosamente. No era un suspiro de
angustia, pena o desconsuelo. Era un suspiro de satisfacción. Al fin y al cabo, algún fruto
debía rendirle la muerte. Levantó el rostro difunto y sonriente: Bonami se despedía
calurosamente, lo abrazaba con entusiasmo, le sacudía la mano, lamentaba que Elisa
no hubiera podido venir; por otra parte, Paula no estaba tampoco, aunque ya, ya sabía
que su regreso era inminente, lo de la madre felizmente no había sido nada, en fin, aún
faltaba lo mejor, lo celebrarían todos reunidos. Bonami acabó entrecortadamente su
larga despedida y otros concurrentes vinieron a remplazarlo en las salutaciones. Nuevos
abrazos, sacudones de manos, felicitaciones señor doctor, recuerdos a Paulina, un
guiño picaresco de Belarde. En el salón semiabandonado, entre vasos vacíos, arrugadas
servilletas de papel y apagadas colillas en el suelo y en todos los ceniceros, sólo
quedaron en pie la infatigable y extraña-damente callada Alicia, las dos muchachas de
servicio que iban recogiendo todo lo recogible y él, el doctor Octavio Aguilar, difunto y
decano, a quien deberían haber recogido también, si en las buenas casas se atendiera
un poco más a la realidad y un poco menos a las apariencias. “Ahora que eres decano,
papá, ¿mandas a todos los profesores de la universidad?”. Era, naturalmente, Federico,
hijo y salvador suyo, a quien Alicia, viuda memorable y celosa guardiana de las
conveniencias sociales, había prohibido terminantemente ingresar al salón mientras
estuvieran las visitas, lo que no había entristecido demasiado al astuto rapaz, porque en
137
la cocina se desquitó del autoritarismo de la tía mandona, saboreando las primicias de
las fuentes gastronómicas destinadas al claustro académico. Satisfecho el estómago y
cumplida la obediencia infantil durante un espacio que él mismo juzgó suficiente, el
sagaz Federico se deslizó sin ser visto a un penumbroso rincón de la amplia sala, al que
no llegaron dichosamente las penetrantes miradas de la tía y desde donde pudo gozar
de buena parte de los brindis y salutaciones y de conversaciones no muy apropiadas, al
parecer, para su edad, pues sus ojos adquirieron un brillo húmedo y su boca se
entreabrió en una sonrisa inacabable. Belarte sobre todo, le parecía persona sin rival ni
parangón posible. No bien se hubo marchado el último visitante, Federico se mostró de
cuerpo entero en el salón, esquivó los últimos gestos imperativos de Tía Alicia y se
acogió confiadamente a la sombra del padre: “Papá, ahora que eres decano, ¿mandas a
todos los profesores de la Universidad?”. El doctor Aguilar sonrió beatíficamente y
ganado por la tibia inocencia de su hijo, dejó que su espíritu descendiera a tierra: “El
decano no manda, hijo, apenas administra y organiza; y eso, no en toda la Universidad,
en su Facultad solamente”. Las sutiles distinciones jerárquicas, los niveles
administrativos y académicos, eran letra muerta para los ocho años admirables y
admirativos de Federico: “Ya lo sé, papá, pero ahora que eres decano, ¿mandas o no
mandas a Bonami, a Silvera y a ese tonto de Rodríguez Sauce?”. La tía Alicia no pudo
contener su escandalizada indignación: “Niño —le dijo con vocativo para Federico
insultante—, ¿qué manera de hablar es ésa?”. Federico se escondió bajo el saco de su
padre. “Déjalo, Alicia —dijo sencillamente el doctor Aguilar—, déjalo, los niños deben
preguntar y deben también ser un poco irreverentes. En verdad, ese Rodríguez
Sauce...”. Alicia no podía permitir que le derrumbaran tan deliciosa tarde, tan espirituales
conversaciones y cordiales finezas. “¡Octavio! —rezongó desde la atalaya de su gran
nariz— ¡Octavio!, estás mal- criando al niño”. Nuevamente ese “niño” caía como un
hiriente proyectil, desde su boca levantada hacia el cielo, a la escondida cabeza de
Federico. Antes de que una réplica de Octavio menoscabara su femenina autoridad o
disminuyera el valor memorable de las amenas horas pasadas, Alicia agregó: “Además,
Federico ya debería haber comido y estar acostado. Y tú también, Octavio, deberías
tomar aunque sea un plato de sopa”. El doctor Aguilar, inminente decano, arrugó el
entrecejo, ¿comer?, ¿tomar un plato de sopa? ¿De qué le valía estar muerto y a punto
de ser decano? Además se había atracado, sin darse cuenta, de bocaditos de jamón y
queso y, sin darse cuenta tampoco, mientras su espíritu volaba por los siete cielos
clásicos, había bebido con exceso. “No —dijo—, no voy a comer nada ya. En realidad,
he abusado de los bocaditos”. Habiéndose excusado tan expeditivamente de ir a la
mesa, acompañando a la buena de Alicia y al admirable Federico, recordó los
sacrosantos deberes de la cortesía que un muerto podía olvidar, pero jamás un futuro
decano y, atinadamente, dijo enseguida: “Entre paréntesis, todo ha estado delicioso,
Alicia, te felicito de corazón, has sido muy eficiente y has conducido la reunión con
mucha finura. Se lo diré a Paula cuando regrese”. Alicia no cabía en sus glorias,
realmente Octavio era un caballero, algo ido por momentos y demasiado consentidor de
Federico, pero un caballero sin tacha, no cabía duda: “Gracias, Octavio —dijo melosamente—. No he hecho mayormente nada. Pero tú y Paula se lo merecen todo”. Había
una leve arruga en su voz, una arruga de gozoza emoción que el inminente decano
quiso todavía redondear: “Y esta tarde, el lenguado que preparaste era una verdadera
obra de arte”. No sólo a su marido muerto hacía años, sino a otro vivo y reciente si lo
138
tuviera a mano, habría echado Alicia por la ventana al oír estos encendidos y sucesivos
elogios. Se esponjó detrás de su gran nariz e, incluso, acarició la cabeza de Federico
que, confiadamente, al escuchar tantas salvas de cortesía, había abandonado el seguro
puerto y cobertor de la chaqueta de su padre. Humanizada en su áspera vejez antañona
y estéril, Alicia le dijo al pequeño reaparecido: “Acompáñame al comedor, tengo una
sorpresa para ti. Y tú, Octavio, ¿no quieres una tacita de café, por lo menos?”. El cortés
y repleto Octavio meneó la cabeza: “No, gracias. Por hoy he comido y bebido bastante.
Subiré a mi habitación. Ve tú con Federico”. Y dicho esto abandonó el salón, dejando a
su hijo al cuidado de la ahora benevolente Alicia. Subió luego, con pasos no muy
seguros, al segundo piso. Su cabeza, además de perdida y muerta, no estaba muy firme
que digamos, así que decidió acostarse de inmediato. Olvidando todo tipo de fúnebres
pensamientos, de vanidosas reflexiones acerca de su trágica muerte o su feliz elevación
al decanato, sólo atinó a repetir sus antiguos hábitos nocturnos. Sin las angustias ni
fatigas de la tarde, no se lavó ni acicaló antes de irse a la cama, pero se puso el pijama y
sólo al momento de apagar la luz, cuando estuvo acostado, pensó: ¿qué pasará
mañana? Paula, se dijo antes de cerrar los ojos, que Paula se encargue de todo. Cerró
los ojos y, como ya estaba muerto, se durmió sin ahogos ni sobresaltos, sin temer las
acometidas de la muerte. Se durmió como un obispo o como un emperador.
(1979)
139
La captura
Juan Gonzalo Rose
( Tacna, 1928 - Lima, 1983 )
El patrullero se detuvo frente a la puerta de la Escuela Nocturna. Ya en ella se
despertaba ese rumor que precede a la hora de salida. Apagó sus faros y esperó. El
silencio de la calle, más intenso bajo la luz de las bombillas, cernióse sobre él,
descendiendo sobre la barriga de su techo, aquietándose luego. El silencio tomó la
forma del auto, se hizo uno con él.
La puerta de la escuela se abrió. Un chorro violento de luz, proyectóse en la calzada.
La puerta era ancha, pero, como sólo abrían un ala, quedaba estrecha, aunque hubiese
quedado estrecha siempre; bandadas de niños, esgrimiendo gritos y ademanes,
pugnaban diariamente por cruzarla.
Al rollizo «Coco» le hacían «pan con pescado» en el momento de salir. Al principio
eso lo enojó, pero después aprendió a dar esos codazos que lo hicieron célebre. Desde
entonces se colocaba en el centro del tumulto, disparando sus codos a man-salva.
Empero, esa noche, en lo mejor da la batalla, le pusieron una zancadilla tan oportuna
que se vino de bruces sobre el piso; sus cuadernos salieron disparados y él cayó. Otra
vez se sintió débil, infeliz, y por encima suyo, cual discos moviéndose a gran velocidad,
giraban las risas de sus compañeros, cayendo desde lo alto en su derrota.
Se formó un círculo en torno de su cuerpo que se arrodilló a dos metros de la puerta.
De pronto, un empujón... alguien tropezó con el cuerpo arrodillado, y se vino de bruces.
Luego otro y otro... «Coco» reía ahora, diluida su desgracia en la algazara.
Cuando se pusieron de pie, un guardia cogió a «Torito» por el codo y comenzó a
tirarlo con violencia. Estaban ya en la acera de la calle cuando, pasado el instante de
sorpresa, se paró súbitamente, negándose a avanzar.
Los niños, con sus ojillos curiosos y relucientes, rodearon a la pareja.
—Camina, mocoso— grito el policía. La sangre afluyó a su rostro, extendiendo en su
faz un malestar morado.
Los niños callaron. Se sentían ajenos a la curiosa escena. «Torito» volvió hacia ellos
sus ojos pedigüeños, sus miradas barrieron inútilmente los rostros infantiles, y luego se
140
dejó arrastrar hasta el centro de la pista. «Torito» estaba solo con su pequeña vida
cogida entre las manos policiales. El guardia respiró satisfecho.
Pero en ese instante volvió a detenerse, a luchar otra vez. De su propio abandono
sacaba fuerzas, y el abandono fiel le respondía.
Loa niños avanzaron; secretamente, sus almas comenzaron a encenderse, a
forcejear al lado de su amigo.
—Mocoso de m... — Al policía la frase le hizo bien, adormeció su conciencia; por ello
repitió—: mocoso de m...
—Un murmullo ciego elevóse del alma de los niños, en un racimo de protestas. Un
murmullo que crecía y crecía.
—¿Por qué se lo llevan?— gritó una voz. Esa interrogación era de todos, y en torno
de ella «e apretaron «¿Por qué?.. ¿Por qué?»
El alma de los niños era una hoguera al rojo. Después vino el silencio. El policía dejó
de tirar a su pequeño adversario. Era ese el momento de su triunfo, de su justificación.
Dudó... ¿qué diablos tenía que explicar..? En su boca crecía la respuesta, insoportable,
pugnando por salir. Aún dudaba. Pero ese silencio chato esperaba en la calle, esperaba
por él, por sus palabras. Y sus palabras salieron instruidas y orgullosas:
—Por ladrón.
La hoguera silenciosa de los niños crujió. Uno por uno fueron soltando los leños
ardientes, en un vencimiento doloroso. Su alma se marchitaba en la calle de esa noche,
el alma de los niños se iba empequeñeciendo, derrotada.
La multitud de hombrecitos quedó deshecha. Aquello que los unía habíase quebrado.
Cada uno quedó solo a su vez, cada uno en su propio abandono.
«Torito» sintió que algo lo abandonaba, algo poderoso y puro, y cedió... unos pasos
más, y la portezuela del auto abrióse ante sus ojos, silenciosa... El cholito Ismael infló
sus pulmones friolentos, recogió todo ese aire vencido que se cernía sobre la escuela
nocturna, cuyas luces comenzaban a apagarse, y gritó:
—¡Robó porque tenía hambre, pues..!
Desde todos los vértices de la sombra, desde todos sus pequeños fracasos, el alma
de los niños retornó.
La luz, nuevamente, recorría sus cabecitas pensativas, sus corazones tímidos volvieron
a encenderse otra vez, y otra vez también, el murmullo alegre de la batalla recomenzada
se elevó de sus gargantas hacia el cielo.
«Torito» se detuvo, las voces de sus amigos lo fijaron al asfalto con raíces de ternura.
Después, felizmente, se tiró al suelo en forma sorpresiva. El policía lo cogió de los
cabellos, pero el murmullo tenía, sus palabras ahora... «Tenía hambre, pues!»... «¡Tenía
hambre, pues!»... Todos tenían en sus ojos el cuerpo del prisionero, cuerpo escuálido,
con una enorme cabeza, donde la regla del profesor se ensañaba.
El otro policía descendió del vehículo. Los gritos combativos bajaron de tono, a la
expectativa. Parecieron creer por un instante que el otro agente iba a liberar a su
compañero, mas, en vez de eso, lo vieron sacar el palo amenazante.
Los cabellos de «Torito» se quebraban en los dedos del hombre. Los niños callaron.
Su furor sagrado buscaba un arma, a tientas, en la caja mañosa de las palabras
hirientes.
En el instante en que «Torito» se sentía más fuerte, viose levantado en vilo, cual un
fardo epiléptico.
141
Llegó el grito a tal punto. Fue una voz primero, luego muchas, después todas:
—¡Patrullero! ¡Pa - tru - lle - ro! ¡ P a t r u l l e r o !
La palabra en el coro tenía una extraña fuerza de insulto, de liberación, de la rabieta
santa que salía disparada, poderosa.
Las luces del auto se encendieron, se cerró bruscamente su puerta. Soñó el motor
callado. Luego la bocina, la bocina chocando contra el gentío infantil, contra el bullicio
nervioso de la ira.
El automóvil pugnaba febrilmente, rodeado de los niños que gritaban.
Partió atravesando el bosque de amenazas. A la carrera, los niños lo siguieron
todavía, y ese grito de insultos atravesaba la sombra, rebotaba en las paredes
silenciosas, salía disparado contra el cielo... ¡Patrullero, Patrullero, Patrullerooo..!
Toda la noche parecía haberse colmado de los niños que aullaban.
El auto se perdió en lo oscuro, devorado por su propia velocidad.
«Coco», con lágrimas en los ojos, seguía gritando con los demás niños, su alma en el
alma de ellos, amarrada.
142
Juana la campa te vengará
Carlos Eduardo Zavaleta
( Caraz, Ancash, 1928 )
Frente a éste mi último amo, me quedo en pie para no sentir de cerca su casa bonita
y llena de ventanales y libros por todas partes, pero él me dice como nunca siéntate,
Juana, vamos a hablar como amigos, ya van tres años que trabajas en mi casa; pero yo
digo no, muchas gracias, estoy bien así no más. Me dice que olvide a mis otros patronos
por malos y perversos. Dice que por ser jóvenes nos hemos llevado bien, siempre que
yo haya cumplido con mis obligaciones de cocinera y lavandera. Es la tercera o cuarta
vez que me regaña por contestarle mal a su mujer, tan linda que me asusta cuando la
veo.
Mientras agacho la cabeza me está diciendo quién soy, cómo salí de Oxapampa
hasta la cocina de mi primera ama ya muerta, cómo me sentí al dejar el monte y subir a
esa casa con ruedas y ronquidos que sólo después supe llamar camión. Me cuenta
hasta cómo, sin saberlo, yo estaba resentida de que mis padres me hubieran vendido
por un corte de tocuyo de veinte soles. Lo dejo hablar: debe ser cierto lo que dice un
maestro de colegio de Media como él. Después de todo, soy apenas una campa sin
edad precisa aunque joven, sin una partida de bautismo o nacimiento, sin nadie más en
el pueblo con mi forma de cabeza, cara y piernas. Dice que ha investigado bien toda mi
vida antes de recibirme en su casa y enseñarme a leer y escribir tan bien como a
cualquier señorita. Ahora eres otra, puedes pasar muy bien por mi sobrina —se sonríe—
. Y te gusta leer revistas y periódicos más que a mi mujer. ¿Te acuerdas cómo
llegaste..? Y sigue y sigue hablando como un loro: que lo haga si cree que va a
cambiarme.
Pagaron por ti un corte de tocuyo de veinte soles en el mercado de Oxapampa —
dice—; a tu lado se vendían plátanos para hacer pan, toda clase de yuca y tapioca,
piñas y paltas mejores que las que llevan a Lima y unos monos chicos para comer, son
ricos ¿verdad?, especialmente la cabeza que se chupa durante horas. Tú eras otro
monito gritón y miedoso, escondido en los andrajos de tu madre. Claro que ella no te
ofrecía en voz alta ni decía tu precio, pero los hombres de La Merced o San Ramón ya
sabían cómo comprar niñas. Ella les pidió dos cortes de tocuyo o seis tarros de anilina
143
alemana, o una lampa nueva, o dos machetes filudos y de buen tamaño, así fueran
usados. Pero dos de esos mercachifles, que metían desafiantes las botas en el barro, le
dijeron un corte de tocuyo o nada; y empezaron a irse para que tu madre te cargara y los
siguiera, rogándoles que te compraran de una vez.
No te diste cuenta —sigue diciendo él—. En cosa de un rato ya estabas arriba en el
camión de los mercachifles, sentada en la plataforma y mirando al cholito de diez años
que se había puesto entre los chanchos y tú, para que no te comieran. Sin duda gritaste
mucho viendo que tu madre te dejaba, pero eso pasaría pronto o jamás, como todo en el
mundo. Con el camión en movimiento la tierra dio vueltas por primera vez para ti y el
monte fue como un solo árbol, cortado en dos por la cicatriz del camino, sobre el que ya
caían hojas y ramas para tratar de borrarlo. El cholito no entendió lo que pudiste hablar y
tú creíste por un momento que los chanchos, nuevos para ti, conspiraban en su propio
lenguaje; subiendo entre muchas vueltas, terminaste por gruñir como ellos y vomitar un
embarrado de plátano y yuca que hizo fruncir la cara del chico que se alejó de ti.
Cada vez que el vómito te exprimía haciendo crecer de dolor tu cabeza, el camión se
paraba, uno de los hombres abría la reja de atrás y los dos con el chico bajaban a un
chancho gritón y lo vendían en una puerta, no por un corte de tocuyo sino por plata o
billetes. Y otra vez la marcha, el vómito, los fuertes latidos dentro o fuera de la cabeza, y
de nuevo un chancho menos que gruñía y pataleaba al despedirse. Y luego te quedaste
solita en la plataforma, porque hasta el chico fue vendido en otra puerta (lo creíste así
aunque sólo había vuelto a su casa después de trabajar). El camión entró por un camino
muy largo lleno de gente y puertas, gente y puertas. En vez de chozas había unos
grandes bultos techados para la gente, y por todas partes animales con ruedas como
éste, o más pequeños, moviéndose y produciéndote un dolor en los ojos y el estómago.
Así conociste La Merced. En la plaza te dejaron como en una jaula para que los curiosos
te miraran, una campa, oh una campa del monte, sentadita en la plataforma, envuelta en
la manta rota —lo único que te dejó tu madre—, y sin poder hablar, primero porque
apenas estabas aprendiendo a hacerlo cuando empezó este viaje, y luego porque la
boca de los curiosos era totalmente nueva y rara. Hasta que tus dueños los apartaron,
subieron adelante, se movió el gran animal con ruedas y allá seguiste bajo el sol de la
tarde por tierras que al fin se veían un poco entre los árboles. Era San Ramón, donde
una banda de viejos y viejas se paseaba por la plaza y te descubrió en el camión, hasta
que una pareja de ellos pagó el precio y te llevó a su cocina cuadrada y pequeñita, con
el suelo lleno de hormigas y cruzado por los viajes de cuyes y conejos; te sentaste
quieta como una gallina enferma, mirando el fogón de donde sabías que tarde o
temprano vendría la comida.
Me río si cree él que sufro con su cuento; me río y me tomo feliz esa primera sopa
que me dieron ahí en el suelo.
Después, cuando dijeron que mataste a la vieja, los guardias te preguntaron por qué
la escogiste a ella y no a tu amo, un tinterillo famoso por sus maldades. Para mí es fácil
de explicar: la vieja estuvo más cerca de ti que el otro y te insultó desde el primer día,
molesta porque no entendías sus órdenes ni su mímica. Cuando abrió el pesebre con
pocos chanchos, sin duda para enseñarte a darles de comer el sango, te fuiste derecho
a dormir a ese lado; pero ella, con dos tirones de pelos, te volvió a la cocina para que los
cuyes y conejos te enredaran las piernas con sus chillidos y vocecitas. Así comenzaron
la muerte de la vieja, sus gritos señalándote el nombre de las cosas mientras ella cogía
144
las cosas mismas en alto, metiéndotelas por los ojos; sus empujones en una dirección
para que fueras en esa dirección; sus miradas furiosas sobre las ollas para que
aprendieras cómo hacía los potajes; los golpes sobre ti y hasta sobre la escoba de
ramas, si barrías mal; y los extraños modos de conectar ese demonio llamado plancha,
que a veces podía servir para jugar con la ropa y a veces para quemarla tan bonito,
haciéndole huecos en forma de plancha, y los huecos tan profundos que podían irse
hasta el suelo, a través de la ropa y la mesa.
Al principio la vieja fue un solo grito que no paraba, un gusano en tus orejas. Con el
tiempo su mirada no sólo fueron sus ojos huecos con otros ojos adentro, sino sus
dientes medio quemados, su boca sin labios, su cuerpo deforme, barrigón y jorobado —
ah, cómo te ríes ¿no?—, una maldición que te miraba de arriba abajo, día y noche. Y
todo mezclado con los nombres raros que le ponía a las cosas y las órdenes absurdas
de ir allá cuando te había mandado acá, de cocinar esto cuando te había dicho barre no
más, o limpia, o plancha esa camisa del señor. La obedeciste, pero no como ella quería:
metiste a la olla otro animal, quemaste una parte de la cocina. Su cara se encendió más
que el fogón y te vino a quemar con un leño de la bicharra, y cuando caíste y te hiciste
un ovillo en el suelo, el mismo bulto que formaste al llegar, una manchita miserable en la
cocina...
¡Qué estará diciendo, habla muy rápido! ¿A qué hora vuelvo a mi cocina? Después
dirá que soy demorona.
Ella llamó al viejo de su marido y te señaló echando espuma por la boca, hasta que el
viejo se animó a probarte con los pies, y como estabas dura, te metió los zapatos en la
barriga y las piernas. Esa fue la primera gran paliza, allá por 1945. ¿Me equivoco o no?
Si usted lo dice, así debe ser, señor.
Te quedó la lección aunque ella no lo soñara ¿verdad? Aprendiste el nombre de las
cosas, una gran parte de lo que no debía hacerse, las costumbres del lavado en la
acequia del pesebre, de ensuciarte y hacer del cuerpo sólo junto a las matas de chincho
para el ají, de comer metiendo las manos en las ollas y consumirte de sueño frente al
fogón, pero de pie, y sin doblar las rodillas.
Anda, sigue no más. ¿Ya te cansaste? ¿Adónde irás a parar?
Crecías y abultabas más cada semana, pero sólo supiste quién eras un domingo que
la vieja se tardó en la calle y creíste entrar en su dormitorio, pero te metiste un buen
trecho, casi un viaje, dentro del enorme espejo de su ropero: tenías la cabeza en forma
de canoa, en tu cara se veían las líneas azules del tatuaje, tus dientes enfermos estaban
muy flojos, tus pelos eran una cortina estilo reina Cleopatra, sí, sí, eso me dijo una vez
que su mujer me pegó, para pasarme la mano: reina bien fregada y jodida como yo,
seguiste mirando tu cara larga como un cuchillo, esos brazos largos de mono, esas
piernas arqueadas de enana, al fin, al fin se atreve a insultarme, y aquellos zapatones de
soldado que te hacían arrastrar los pies... Entre esos dos sitios, la cocina y el espejo del
dormitorio, empezaste a contar los días sin saber todavía los números, así como
tampoco sabías ver el reloj, ese aparatito brujo que estando lejos de la cocina tenía que
ver con las ollas y con los puños de la vieja que te entraban por las costillas. Hasta que
una mañana la cocina se te escapó corriendo y ya no pudiste volverla a su sitio. Se
movía y te engañaba por todas partes. Creíste haber parado la olla de agua con agua,
pero estaba seca y se partió sobre la candela en momentos de entrar la vieja; después
le llegó el turno a la leche, otra agua que sin duda se había metido en la olla con su
145
burra o vaca entera, se hinchó hasta arrojar la tapa, chasna y chasna como la misma
fiebre de la vieja que ya había empezado a pegarte.
¡Bruta, animal, idiota!, gritó al preguntar qué tenías en la tercera olla. No supiste el
nombre pero la abriste: de la carne de varios días que habías guardado para
mordisquear solita salieron unos gusanos lindos, blancos y gordos, incapaces de
molestar a nadie y mucho más tranquilos que los cuyes de la cocina. La vieja dio un
nuevo grito y te echó a la cara esos pobres gusanos cuyos gemidos de dolor creíste oír.
Y la carne estaba ahora por el suelo, con lo valiosa que era siempre para ti, y entonces
hubo que darle su merecido con lo primero que hallaras, el cuchillo del tamaño de tu
brazo manejado sólo para seguir el movimiento de la vieja, la invitación al cuchillo
¿invitación? ¿acaso es un baile? para unir a ambos como querían, junto a la paletilla,
dos veces y nada más, porque el viejo, con la misma brujería del reloj, estando lejos
descubrió lo que sucedía y llegó a tiempo o destiempo, imposible decirlo.
Fue la primera patrona que maté, digo por fin, empezando a sudar.
No la mataste de veras, la heriste, dice él. La mató su marido por no querer curarla
hasta que la vieja reventó por la hemorragia del pulmón agujereado: el hombre ni
siquiera pensó en llamar a un médico.
Estaba enamorado de una señorita joven y linda, digo.
Sí, sí, claro, y por eso divulgó la noticia de que su mujer estaba enferma de neumonía,
de costado como le llaman acá, para decir unos días después que había muerto, y
todavía la veló dos noches en ese pueblo donde no se necesita un certificado de
defunción para enterrar a nadie. Después de todo le hiciste un gran favor y así el viejo
pudo mudarse aquí a Tarma a empezar su nueva vida con la otra mujer.
Y en el velorio estaba esa señorita, le cuento yo, pero él ya lo sabía.
La que fue después tu ama, dice.
Tan suavecita y buena al comienzo que no soñé cómo cambiaría. Se lo juro.
Tenía sus planes y por eso empezó a congraciarse contigo: te pasó la mano por los
pelos y cada domingo te llevó primero a misa y luego al mercado por las calles llenas de
tiendas, las tiendas llenas de telas, las telas llenas de colores, los colores llenos de ojos
que te miraban, ¡sigue, sigue, y yo llena de felicidad, sin pensar en ollas ni sopas!, y tú
llevando las canastas por en medio de la gente, sin poder igualar el paso tan prosista de
tu ama joven. Después de pasar ella, los ojos de los hombres te envolvían mareados
como si también fueras alguien digna de admiración o envidia, mientras oías frases
claras y fáciles, sin comprenderlas aún.
Mameta, mameta, la llamabas: ¿qui cosa is puta? ¿Alguito bueno como pan o
ázucar?
¡Jajay, tarmeños, qué risa, igualito a lo que hablaba me está remedando!
¡Calla, cochina!, gritaba ella. ¿Quién te enseñó a decir eso?
Esos mochachos pasando ti luan decíu, constestabas tú.
¿A mí?, se sorprendía ella al comienzo, pero después largaba a reírse: A ver, a ver
¿qué has oído que me decían esta vez?, preguntaba.
Cololendo.
Soltaba la risa y pedía: A ver, dilo de nuevo.
Cololendo.
Culo lindo, pronunciaba ella despacio, al fruncir la boca como para un beso. Culo
lindo: vamos, repite.
146
Cololendo.
Se apretaba el estómago de la risa, así como tú ahora, ya, ya, basta Juana, cómo
nos divertimos ¿no?, y bueno, así fue tomándote confianza, recortándote ella misma el
pelo, haciéndote cosquillas y regalándote sus trajes usados, sus zapatos de tacón alto
adonde subirse era muy difícil, o llevándote a una casa que se llamaba cine y donde
había un enredo de sombras, un hombre que venía a ti con una vela encendida por un
pasadizo interminable, y detrás, en puntitas de pie, lo seguía un monstruo con los
colmillos afuera, babeando porque ya iba a comérselo, y a tu lado tu patrona y un
hombre gritaban cogidos de la mano y todos los niños del cine movían sus sillas
chillando menos que tú: al caerse la vela, el monstruo apretó las manos sobre el cuello
de todos y la gritería fue tal que debiste cerrar los ojos decidida a no abrirlos más, hasta
que del fondo surgió la lindura de un río con sus orillas tejidas de árboles y te quedaste
fría, sintiendo que eso eras tú, que de ahí venías, pero que ya era imposible volver, y
seguiste mirando con fuerza en los ojos, dispuesta a volar y meterte ahí, aunque el río
se fue y te quedaste con sed, sin comprender que tu ama en la oscuridad estaba
comiéndose la boca de ese hombre y que se abrazaban hasta hacer crujir las sillas. Esa
casa no se llamó para ti como se llamaba la película sino nada más que El río, y varias
veces volviste con tu ama y el hombre desconocido, pero jamás viste de nuevo caer la
vela ni la mano apretando todos los cuellos, ni el río o sus árboles que habían muerto
para siempre, dejándote sola.
Se llamaba La venganza de no se quién, de un nombre raro, digo.
Una noche, después de lavar las ollas y ensartar el trozo de carne en el alambre a la
intemperie, tendiste en el suelo tu cama de pellejos donde no tardarías en morir hasta
resucitar mañana bien temprano. Empezaste a cantar no sabías qué, una larga canción
que te obligaba a repetir los sonidos y volver sobre ellos varias veces, quizá algo que
duraría horas y días. De repente se abre la puerta y entra algo así como el monstruo con
la vela encendida; coges el hacha de partir la carne y sin duda diste un grito. Tu viejo
patrón estaba ahí con el lamparín de querosene y finalmente te arrolló y te dejó sin
hacha, cogiéndote de los pelos:
¿Dónde está mi mujer? ¡Tú lo sabes! ¿Con quién va al cine?
¡Uy, señor, casi me muero!, grito yo también, y empiezo a temblar como si viera otra
vez al condenado. El viejo me quería matar, sí, sí, y yo entonces...
Al salir ya te había tirado al suelo con un par de puntapiés, te dejó ardiendo y latiendo
el cuerpo con tanta fuerza que se te fue el sueño hasta la medianoche, cuando oíste
gritar a la señora y nacieron otros ruidos salvajes allá en el dormitorio. Sonriendo, casi
feliz de que a ella también la golpeara, te pusiste a dormir.
Ya quisiera, don. ¡Cómo se sabe que usted no estuvo ahí!
Bueno, como sea, a la mañana siguiente le tocó a la señora entrar en la cocina,
transformada su cara preciosa por la tunda del viejo, ¡Tú se lo contaste! ¡Fuiste tú,
campa del demonio!, chillaba, y se te fue encima. Por un rato pensaste en recoger el
hacha, pero por la poca fuerza de sus manos cerraste la puerta para castigarla de arriba
abajo, de atrás adelante, en medio de tantos pelos y ropas, tumbándola sobre tu cama
de pellejos mientras lloraba como una criatura. Sabías que el viejo había salido y así
nadie podía robarte esa felicidad. Te olvidaste, claro está, de los vecinos que oímos sus
gritos de auxilio y rebuscamos por toda la casa para dar con la pobre, que más lloraba
147
de susto que de dolor. Así, por fin, te conocí de cerca. Te había visto desde el día que
llegaste ahí al lado y siempre te miré con curiosidad, no lo niego.
¿Por mi cabeza fea como un mate, por mis rayas pintadas en la cara, por mis piernas
torcidas..?
No lo niego, porque eres campa y nada más, sin pensar en hacerte daño. Te veía
comprar el pan, recibir la leche en tu olla o acompañar a tu ama a misa o al mercado.
Esa vez te di de tomar un calmante y me quedé en la cocina a conversar contigo. ¿Te
acuerdas? Los demás vecinos se fueron con el cuento de que eras una salvaje y que, si
estuviste casi por matar a tu segunda ama, con toda seguridad que mataste a la primera.
Me acuerdo, pero usted me preguntaba tanto y yo tenía que cocinar.
Te vi hacer tan bien el locro de zapallo, hervir en su punto las ocas, resbalar tan bien
con ceniza el mote de trigo o maíz, salar los jamones, lo más difícil para una cocinera,
además de barrer la casa de arriba abajo, que desde ahí me dio la idea de traerte a mi
casa.
Gracias por defenderme de los guardias, señor, pero usted sabe que tarde o
temprano me iré.
También he pensado en eso. Quizá te vayas a Lima donde a lo mejor estudias para
secretaria o te pones a trabajar en una tienda.
No se burle, don, no me engañe.
Y tú no me hagas pensar que eres tonta. ¿Por qué no te escapaste luego de la pelea
con tu patrona? Otra empleada hubiera pensado que el viejo te mandaría en el acto a la
cárcel, cosa que todos los vecinos dábamos por seguro. Habría sido algo normal, ¿no?
¿Por qué volviste?
Medio que me río cerrada la boca y mirando a otro lado.
¿Quién se burla de quién? Te diré yo por qué: el viejo no te denunció, aunque los
guardias se lo pidieron, por miedo a que contaras cómo murió su primera mujer; y
además, iba a premiarte por haberle dado una paliza a esta su segunda mujer que lo
engañaba con el hombre del cine. Así, no te pasó nada, y desde entonces (yo te miraba
por la ventana de mi casa) te lucías oronda por el patio, pasando el tiempo en peinarte y
sacarte las liendres y en hacer primero tus cosas. El viejo debió tomar otra muchacha
para la cocina y tú solamente lavarías la ropa, cantando en la acequia junto al pesebre.
Fue ahí donde asustaste a una señora Bolaños ¿no?
Hoy sí me río de golpe, sin tiempo de taparme los poquitos dientes que me quedan.
No vi la escena pero la imagino, dice él. Tú y tu amiga la sirvienta de la señora
Bolaños cantaban felices y lavaban la ropa de sus patronas, cuando la vieja Bolaños,
esa flaca, ese hueso para perros, llega a la acequia y empieza a regañar a tu amiga
porque se demora mucho, porque dejó cortarse la leche del día anterior, porque se
agarró dos panes en vez de uno... Entonces le da un segundo para responder, pero, con
el susto, a la india se le traba la lengua y sólo se cubre la cara con los brazos,
esperando los golpes. Tienes la conciencia sucia y por eso tiemblas, dice ella.
¡Contéstame!, si bien la otra ya olvidó con los nervios de qué se trataba y vuelve a
taparse la cara. Te frunces así para que digan que te pego ¿no?, grita después y le va a
tirar de las trenzas cuando tú le das un empujón. Si le toca un pelo a mi amiga yo la
mato, le dices tranquilamente. O sea que mejor váyase volando. Y te vuelves a la india
para calmarla: No te asustes, Juana la Campa te vengará si algo te hacen. Con los ojos
que se le salen la señora Bolaños retrocede y grita: ¿Y quién eres tú para defenderla?
148
¡Campa salvaje! ¡Con razón matas a tus patronas! ¡Campa salvaje!, pero ya lo dice
saltando la pirca del pesebre y corriendo por la calle principal, perseguida por ti.
Se me fue la risa: con los puñetes bien cerrados me veo persiguiendo a esa vieja,
pero también escapo de los guardias y de este mi nuevo amo que corre detrás: lo estoy
oyendo.
Menos mal que ese día corrimos y eso fue todo ¿verdad, Juana? Te juro que para mí
lo peor fue por la noche, cuando ya había creído que todos en el barrio dormiríamos en
paz. Oí unos golpes raros en el suelo de tu casa (todo se oye de una pared a otra en las
casas de Tarma) y después no solamente unos gritos de tu ama, sino gritos tuyos, cosa
muy extraña, pues siempre he pensado que tú eres más valiente y aguantas más el
dolor que cualquier hombre. Me vestí y corrí como un loco. Sin tocar el portón subí a
oscuras por el lado del pesebre y entré igualito que un ladrón; en la cocina no estabas ni
tampoco en la sala. Me metí corriendo en el dormitorio, como si hubiera mucho sitio para
correr, y te hallé, ¿recuerdas? con las manos cubriendo tus ojos, espantada de los
hachazos que tu ama joven y bonita, pero convertida en un monstruo, le daba al viejo en
la cama, al viejo que ya estaba muerto y que ella seguía despedazando entre manchas
de sangre, una lluvia increíble que también me hizo gritar. Y luego te entregó el hacha y
te pidió a voces: ¡Dale tú también! ¡Te pagaré, Juana! ¡Dale tú también! ¡Mátalo, por
favor!
Suerte que usted vio la verdad, digo, temblando y sudando otra vez; el pueblo entero
iba a lincharme cuando ella dijo que yo lo había matado. Ya era una costumbre decir que
todo lo malo lo hacía yo, Juana la Campa.
Parece mentira que hayan pasado varios años de eso, que tú tengas más de veinte y
que yo siga enseñando en el mismo colegio, casado y con un hijo. Estamos viejos ¿no,
Juana?
Yo sí y hasta sin dientes, pero usted nunca, señor, digo. Por usted no pasan los años;
se le ve menor que yo.
Ya te haré componer esas muelas podridas desde tu niñez, si tú me haces un gran
servicio, dice él. Mira que te he defendido de los guardias y te he enseñado a hablar,
leer y escribir como a una señorita.
¿Cuál servicio, don?
Sé que hace tiempo quieres irte de mi casa aunque no lo digas. Quizá sólo esperes
que arregle tus papeles, tu partida de bautismo y lo demás, para luego escaparte a Lima
el rato menos pensado.
Agacho los ojos pasando la lengua por mis encías duras como callos.
No te reprocho nada, pero debo viajar urgente a Lima para asuntos de mi trabajo y no
voy a dejar solos a mi mujer y mi hijo, sin nadie que les cocine, lave y planche.
Solamente dos meses, Juana; después vuelvo, arreglo tus papeles y te vas adonde te
dé la gana. ¿Qué dices?
Mejor no se vaya, don.
Es que debo ir de todos modos.
Pero mejor sería...
Tengo que hacerlo.
Si es así está bien, señor.
149
Se queda asustado del poco rato que le costó convencerme y me mira dos y tres
veces, pero al fin me da la mano diciendo que hemos sellado un compromiso y me deja
ir después de tenerme una hora parada en su escritorio lleno de ventanales y libros.
Estoy cansada al volver a la cocina, pero todavía hay que lavar las ollas, secar los
platos y cubiertos uno por uno, quitar la ropa de los cordeles del patio, echarle harta
agua al filtro de piedra. Casi me muevo dormida poniendo la mesa con las tazas del
desayuno de mañana. Eso sí, trato de abrir bien los ojos al devolver a su sitio los
biberones del chiquito, que ya he roto muchos y no quiero más líos con su madre. Por
poco llego gateando a mi cama en el suelo: tengo más de veinte años como él dice, y
hablo y escribo como una señorita, pero mi cama sigue siendo de inmundos pellejos
llenos de pulgas, hormigas y arañas. Me quito el traje regalado por ella y en vano
pretendo dormir con el discurso del señor en mis oídos, con el servicio que debo hacerle.
Dos meses sin él, y yo sola frente a su mujer bonita y limpia, blanca igual que una
sábana, sus pelos negros como la noche, su boca tan feliz cuando lo mira y sus dientes
tan bestias cuando me apuntan y odian, mientras sus ojos se queman de veras en la luz.
Y a cada rato empu-jándome con sus uñas que rasgan. ¡Cuántas veces no le habré oído
reírse de mi cabeza larga como un chiclayo, de mis colmillos de Drácula (así los llama),
de mi tatuaje de chuncha! La soporto porque mi marido la está estudiando, les dice ella a
sus amigas; sólo por eso. La estudia para escribir una tesis sobre la conducta de los
campas. Por mí la botaría mañana mismo y me buscaría una menos salvaje y más
limpia. Y sus amigas se ríen sin preguntar, eso no, si alguna vez me han pagado un
sueldo que no sea un traje viejo o una propina que me da justo para la cazuela del cine,
ahí donde sólo suben los hombres.
Quiero dormir, pero también hay que levantarse y resolver esto cuanto antes. No hay
tiempo para caerse de sueño. Me visto de nuevo y muy calladita porque mi patrón sabe
todo lo que sucede en la casa, día y noche. A él nadie lo engaña. Vestirme en silencio,
recoger mi atadito de ropa que por años me ha esperado ahí, bajo el fogón, y escaparme
con los zapatos viejos (también regalados por ella) en la mano para no quedarme a
solas con su mujer.
Me falta muy poco: apenas cruzar medio patio, quitar el pestillo, abrir y juntar el
portón y echarme a correr hasta el mercado donde siempre hay camiones para Lima.
Pero, ¿no ve?, ya él se dio cuenta. Ha prendido su luz y grita: ¿Eres tú, Juana? Sigo mi
camino rogando que todavía tarde en vestirse, pero justo he llegado al Club Social
Tarma cuando lo veo corriendo con zapatillas y bata. Me da pena porque va a resfriarse
con lo delicadito que es. Corro lo más que puedo, segura de ganar, fuerte como soy,
pero él es tan decidido que hace un gran esfuerzo y ya me pisa los talones.
Un trecho más arriba está la plaza de armas llena de gente paseando como en las
retretas de los domingos. Hasta la medianoche se divierten aquellos ociosos. Es ahí
donde mi patrón llama a sus amigos, hombres y mujeres, para formarme un cerco, me
da el primer manotón y grita:
¡Atájenla! ¡Qué no se vaya! ¡Yo la he comprado y no puede irse sin mi autorización!
Entonces lo miro fijamente, sintiendo que las palabras están de su lado y no me
defenderán, y sé que los dos vemos a su mujer muerta en mi cocina y que esta vez no
habrá salvación.
Por favor, déjeme ir, le pido.
¡De ninguna manera!, dice él.
150
Se lo ruego, señor...
¡Nada, nada!
Y otra vez sé que él y yo vemos a su mujer muerta a mis pies en la cocina, sin que él
me defienda ante los guardias.
¿Por qué no la mata usted solo y me deja en paz?, digo en voz baja.
No sé de qué hablas, mujer.
Entonces grito:
¿Por qué no la mata usted solo y me deja en paz?
¡Calla, animal!, grita a su vez, más fuerte que yo, para después llamar de nuevo a sus
amigos: ¡Vamos, agárrenla entre todos!
¡Cuidado que me muerdas, campa!, dice el primero de ellos, y viene contra mí,
cerrando el cerco.
151
El animal está en casa
Antonio Gálvez Ronceros
( Chincha, 1932 )
El día de la muerte del hacendado Ricardón, ocasionada por la mordedura de un can
rabioso, se produjeron hechos muy extraños.
Todo empezó por la mañana cuando él dijo:
—Yo soy hijo de la perra Manuela. Salí a la vida una tarde en que no había dónde,
sobre unos despreciables costales, en un rincón del corral de la casa.
Los peones, que bajo la enramada de la casa lo asistían en su lecho de enfermo,
creyeron que bromeaba. Pero dudaron cuando el paciente, con voz dramática, prosiguió:
—Conmigo, fuimos cinco. Y mi madre empezó a amaman-tarnos con dos hileras de
tetas colgantes de su vientre. Las tetas nos sobrepasaban en número; pero, debido a la
flacura de algunas, nos vimos en la desagradable necesidad de pelearnos por poseer las
más llenitas...
“A la semana de nacidos abrimos los ojos. Entonces conocí a mi madre. La pobre era
tan flaca, que sentíamos la dureza de sus costillas en la punta de las narices. Al
mediodía ella acostumbraba ir al otro lado de la casa y regresaba llenos los ojos con un
brillo de amargura. Se detenía frente a nosotros y nos contemplaba lánguidamente,
mientras a gritos le reclamábamos las tetas. Terminaba por tirarse de largo sobre los
costales a ofrecernos sus pezones cada vez más secos.
“Muchas veces la vi roer huesos hormigueantes y triturar con sus dientes flojos
pequeños roedores cogidos después de un acecho inagotable en los umbrales de sus
escondrijos; y otras, correr por los campos de labranza en busca de lombrices que el
arado dejaba entre los terrones. Todo esto me dio la sospecha de que en casa no había
comida para mi madre.”
Los peones se miraron a la cara: aquello les era tan raro que no lo entendían. Sin
embargo, un pequeño pero significativo incidente vino a iluminarlos, aunque con débil
resplandor.
Cerca del mediodía, mientras Ricardón seguía reposando bajo la enramada de la
casa, un gallinazo apareció en lo alto. Dio vueltas alrededor y bajó. Distante, estuvo
largo tiempo observando hasta que decidió acercarse. Saltando, saltando, llegó a la
152
enramada y se detuvo. Nadie había reparado en él. Y de pronto, como si hubiera pisado
un resorte de extremada sensibilidad, dio un gigantesco salto por encima de los peones
y cayó sobre Ricardón. En el acto, con un descontrolado movimiento de cuello, le
descargó una retahíla de picotazos. Gritó Ricardón y se asustaron los peones. El animal,
espantado, se alejó volando con rapidez.
Una inconsciente certidumbre llevó a los peones a relacionar los hechos con la
mordedura de que había sido víctima Ricardón. Él mismo había contado:
“... Como estaba cerca de la casa, me bajé del caballo y me vine despacio jalándolo
de su rienda. Y quién iba a pensar que el animal ése me estaba esperando en el desvío
del camino, todo escondidito en los matojos del borde. ¡Como si el diablo lo hubiera
dispuesto así! No bien doblé, cuando vi salir un bulto de detrás de unas plantas y volar
como pájaro con dirección a mi cara. Mi caballo, al ver cosa tan rara, se espantó, salió
corriendo de ahí y me dejó solito. Al principio creí que el tal bulto era la carcancha que,
dicen, asusta a la gente para matarla de miedo y poder llevarse su alma al Enemigo.
Pero luego me di cuenta de que el tal bulto ladraba como perro y sólo quería morder. ¡Ni
más ni menos que un perro loco! Entonces me descontrolé. Me iba para un lado, me iba
para otro lado, y el animal siempre prendido de mí, muerde que muerde. Me subí a una
pared, y el perro se subió; me colgué de la rama de un árbol, y el perro también se
colgó. Sólo cuando ya no quedó sitio donde morderme, se le ocurrió hacer polvo sus
patas: se perdió en la noche y yo quedé todo despellejado”.
Efectivamente, cuando aquella noche Ricardón apareció de improviso en la fiesta de
Burrogrande, estaba irreconocible. Al verlo, alguien había gritado: “¡Miren ahí!”. Los
peones muy bien lo recordaban:
“Tambaleándose como si estuviera borracha, una sombra venía hacia nosotros. No
se sabía quién era y sólo cuando estuvo cerca lo pudimos reconocer: era don Ricardón.
Salimos a su encuentro y lo rodeamos. Como si se lo hubieran traído pateando todo el
largo del camino, estaba revolcado; la ropa le colgaba en hilachitas; y la acostumbrada
cara reseca que tenía se le había abierto en surcos, por donde rapidito le corría la
sangre como cuando se riega con el agua nueva”.
—¿Qué le ha pasado? —le preguntamos.
—¡Un perro loco me ha mordido! —respondió colérico.
“Dentro de la casa se calmó y pudo contarnos cómo había sido eso”.
El incidente del gallinazo avivó el interés por la conducta de Ricardón. Una celosa
curiosidad, oculta inútilmente tras un convenio tácito, hizo que nadie abandonase al
enfermo, llegado el mediodía. Por su parte, Ricardón siguió con su relato:
—Una tarde vino hasta nosotros un hombre; era el dueño de la casa. Cogió a dos de
mis hermanitos y los arrojó a las aguas traicioneras de una acequia. ¡Ah, cómo
aborrezco a ese hombre!
“Mi madre, cada vez más consumida, ya no tenía con qué amamantarnos. A pesar de
ello, inocentemente seguíamos succionándole la vida a través de los huequitos de sus
pezones. Un día vino despacio, muy despacio, se dejó caer junto a nosotros y no se
levantó más. Había muerto. Cuando crecí, supe ya con certeza por qué había sido:
murió de hambre. En casa no se comía”.
La velada sospecha de los peones iba adquiriendo cierta claridad. Recordaban que la
madre de Ricardón había muerto precisamente por todo lo contrario de lo que ahora él
afirmaba: en medio de una noche intolerable, un cólico perverso había logrado voltearle
153
definitivamente las vísceras, después de asiduos intentos. Esa tarde se había dado un
atracón de carne de cerdo y guayabas verdes.
Y aquello de que un hijo rebajara de tal modo la muerte de su madre, les pareció
abominable. Sintieron profunda lástima por el patrón, y casi poseídos del origen de su
comportamiento, se dijeron: “Menos mal que esa noche estuvimos en la fiesta del
Burrogrande, si no a estas horas hablaríamos como este desdichado”. Ellos le habían
preguntado: “Patrón, ¿usted no va a la fiesta?”. Y él había dicho: “Vayan nomás ustedes.
Este domingo tengo que hacer un asunto por arriba”. Y en la fiesta, alguien los previno
del perro loco. Alguien que pasó corriendo por el camino. “¡Mucho cuidado que anda
suelto un perro loco!”, había gritado. Se acordaban:
“Hasta nosotros llegaron sus palabras preñadas de miedo. No se le podía ver porque,
desde abajo, hacía rato la nochecita seguía subiendo, sin apurarse, como segura que de
todas maneras tenía que subir. El pretexto de la reunión (panzada de frijoles con oreja
de cerdo) ya había dado sus frutos: bajo la ramada de la casa algunos dormían
tumbados por el vino. Salvo unos cuantos que discutíamos tonta y enredadamente, en la
casa del Burrogrande el asunto terminaba. Desde el camino, las palabras de quien las
dijo nos parieron todo su miedo. Callamos los habladores y saltaron los más borrachos.
—¿Eh? ¿Qué dice? ¿Perro loco? —nos preguntaron.
Y había razón para temerle. Un recuerdo lamentable vivía escondidito en nuestros
corazones: las correrías del último perro loco habían dejado mucha gente boqueando en
los caminos”.
Con la fuerza de un rebuzno, Burrogrande preguntó al desconocido:
—¿Perro loco dice?
—El otro se detuvo.
—Sí —contestó—. Se ha loqueado hace como dos horas.
—¿Y dónde está?
—No se sabe. La última vez lo vieron rastreando el camino de Lomo Largo.
—¿Y de quién es?
—De don Ricardón. Pero él no sabe nada porque dicen que salió temprano a ver el
agua en la Toma del Carrizo y no ha vuelto todavía.
—¿Y por qué corres?
—Yo tengo que avisar en todos los sitios para que la gente esté alerta. No vaya a ser
que alguien resulte mordido. Así que rápido me voy. Tengan cuidado...
La noticia había acabado con la fiesta. Sin embargo, nadie había querido marcharse.
Aquello de no saber por dónde andaba el animal era peligroso.
“De repente en un recodo del camino podíamos darnos de boca con el cuadrúpedo.
Más valía entonces esperar hasta que se supiera su paradero”.
Cada quien había aguardado con su propio palo, por si asomara el perro por allí.
Pero no asomó.
“El único que asomó fue don Ricardón, hecho un espantajo. El animal lo había
mordido hasta por puro gusto”.
—Que en la casa se sufría de hambre —continuó Ricardón—, perfectamente lo
entendieron mis hermanos. La abandonaron una noche y se radicaron en la ciudad. Les
fue peor. A uno lo atropelló un automóvil y al otro lo envenenaron en el mercado de
abasto un fatal domingo por la mañana... Y todo por culpa de ese hombre canalla. ¡Ah,
cómo lo odio!
154
Sus palabras estaban cargadas ya de rencor y los peones tuvieron que serenarlo.
Emplearon en ello riguroso tacto, pues conocían las iras del patrón: con laboriosa
ferocidad acostumbraba buscar al causante de ellas para matarlo. Recordaron
precisamente que en casa de Burrogrande, luego de detallar la forma como el can
rabioso le mordió, había dicho:
“... Pero el asunto no se queda de este tamaño. Alguien me las va a pagar. El animal
no tiene la culpa, porque si se ha vuelto loco será por algo que le han hecho. Tal vez
muchos días amarrado a un horcón, sin comer ni tomar agua. Tal vez. Sea como sea, el
único culpable es su dueño y es él quien me las va a pagar...”
Y con las venas del cuello faltándoles poquito para reventar, nos preguntó a gritos:
—¡Dígame quién es el dueño para agarrarlo a machetazos!
—Usted mismo, pues, don Ricardón. El perro es suyo —le dijimos.
—¿Mío? —indagó descontrolado.
—Sí, suyo.
“Hizo una mueca ridícula y se dobló hacia atrás”.
Durante el tiempo en que Ricardón había estado hablando, el cielo de ese lado se
había ido poblando de gallinazos. De distintas direcciones habían acudido veloces, como
a una cita a punto de perderse. Ahora, arremolinándose en un cielo puro de azul,
esperaban impacientes.
Con los gallinazos arriba, la curiosidad de los peones vino a tornarse medrosa. No
dejaron entonces de vigilar a los animales ni de escuchar al patrón. Éste prosiguió con
sus cuitas:
—Yo mismo cuánto sufrí por su culpa. Toda mi vida le cuidé fielmente la casa y a
cambio recibí hambres y puntapiés. Cansado, abrumado, abrigué la esperanza de huir,
pero parece que el malvado lo adivinó: fui amarrado a un horcón y abandonado allí sin
alimentos ni agua. Con torturante lentitud vinieron días atroces. Una sequedad
polvorienta me quemaba las entrañas; mi vientre, hundiéndose más y más, estaba a
punto de chocar con el espinazo: y la pelambre, cayéndoseme de raíz, dejaba al
descubierto vivos trozos de mi pellejo. Mi cuerpo cobró tan horrible aspecto, que si la
Virgen hubiese venido a socorrerme habría tenido que salir espantada de mi presencia.
Parecía ya un esqueleto maltrecho. Pero un día amanecí con formidable energía y me
lancé por los caminos a querer destrozar a la gente. Malévola energía: había enfermado.
Y ahora estoy así. Me he convencido de que jamás volveré a ser el de antes... Y todo
por culpa de ese miserable. Cómo quisiera tenerlo en mis manos para hacerle pagar
toda mala vida que nos dio a mí y a mi familia —calló por un momento, la barbilla
recogida sobre el pecho, la mirada sombría proyectada desde abajo—. De pronto, de un
salto se puso de pie en el lecho y gritó: —¡Sé que ese hombre se llama Ricardón!
Los peones, alarmados, comprendieron en definitiva la de-gradante metamorfosis
operada en la mente del patrón, y sin-tiéronse inundados por oleadas de escalofríos. Por
su parte, los gallinazos, seguros de lo que hacían, hallábanse en las ramas de los
árboles, de donde acechaban alargando y recogiendo sus cuellos.
Ricardón infundía ya terror: como a punto de desprenderse del cuello, trastabillábale la
cabeza, empapada; un jadeo irrefrenable poníale en los labios densos espumarajos, y
sus ojos escudriñaban con inusitada crueldad. Volvió a gritar:
—¡He olvidado la cara de ese Ricardón, pero estoy seguro de que entre ustedes está!
¡Díganme quién es para agarrarlo a dentelladas! —y se arrojó sobre los peones.
155
Éstos, aterrados, echaron a correr. Pero Ricardón, como obedeciendo a un extraño
impulso, tomó otro rumbo, perdió el equilibrio y, al punto que se hundía en un pozo de
agua, lanzó un espantoso alarido.
Emergió, íntegro, con violencia: se hundió luego hasta el pecho y comenzó a mover
los brazos, en procura del borde. Ganó la orilla y se arrastró hasta quedar tendido bajo la
enramada, boca arriba, resoplando.
Sorpresivamente, su cuerpo fue atacado por un temblor vertiginoso, que acabó
dejándolo quieto y rígido. Había muerto.
En el acto los gallinazos enfilaron hacia Ricardón. Pero se estrellaron con los
puntapiés de los peones. Sin embargo, tercos, volvieron a la carga. Se entabló entonces
una batalla.
Desde el suelo, Ricardón miraba impasible la escena con unos ojitos chamuscados.
Algunos gallinazos lograban escabullirse por entre las piernas y llegaban a posarse
sobre Ricardón; pero rápidamente la fuerza de un pie o una mano los levantaba por los
aires. No obstante, la situación era angustiosa para los peones, que sentían perder
terreno ante el ardor del enemigo.
No se supo de quién vino la idea. El hecho fue que, mientras unos se entendieron
con los gallinazos, otros cogieron picos y lampas y con extraordinaria rapidez pusiéronse
a cavar un hoyo. Cuando estuvo terminado, metieron dentro a Ricardón, vaciaron la
tierra y encima colocaron enormes piedras. De inmediato fugaron despavoridos por entre
los matorrales.
Evidentemente chasqueados, los gallinazos quedaron mirando, ceñudos, de soslayo,
el lado por donde los peones habían desaparecido.
156
Lático
Tulio Carrasco
( Huancavelica, 1933 )
El patrón está en la capilla... ¿A estas horas?.. Está con su látigo largo y ensebado,
envuelto en su poncho de alpaca. Está con sus polainas y su gran sombrero de paja...
En la capilla se ve por los rincones a varios operarios de la hacienda, trémulos,
silenciosos, serios, quizá porque les está doliendo el cuerpo.
Y el patrón ordena en quechua:
—¡Traigan a ese sinvergüenza!
El caporal y el mayordomo arrastran de los brazos al Raymundo.
Y el patrón sigue gritando:
—¡Amárrenlo de las dos manos y cuélguenlo del tirante más alto!
—Taita, perdóname. No he visto nada...
—Indio desgraciado, ¡calla la boca!.. y ustedes ¡rápido!, jalen pronto, sin mirarme.
Así, aprieten, ¡ajusten más!..
—Taita, yo no he sido. Taita, ¡taitito, papacito!
—A ver, caporal, cuenta veinte latigazos...
—¡Güeno, patrón!..
El chicote corta el aire y la carne del Raymundo que cuelga de la viga más alta del
oratorio. Los primeros golpes son fuertes, secos, precisos. El castigado los recibe
sereno. Aumenta la intensidad de la zurra, y es cuando le arrancan poco a poco fuertes
quejidos de dolor y sufrimiento. Luego...
—Dime Raymundo, ¿quiénes te ayudaron? —pregunta el amo.
—Yo no sé, taita.
—Fue la noche del sábado ¿no?
—Yo no sé, taita.
—Tres fueron los que sacaron, ¿no?
—Yo no sé nada, taita.
—... Mayordomo, diez chicotazos más!
157
El indio en péndulo, colgado de los brazos atados a las espaldas, dibuja dolor en la
comisura de sus labios y en sus ojos apretados. Un sudor abundante resume su gran
sosa tez, como si por los poros le filtrara la angustia y el castigo.
—Mira Raymundo, ustedes encontraron el día de luna llena.
—No taita, yo no sé.
—¡Más látigo a este indio bruto!
—No taita, yo no he sido.
—¿Fueron, cinco mil..?
—No taita, menos...
—¡Mentira!, fue mucho más.
—¡Cierto, taita!
—Como... ¿ tres mil..?
—No sé, taita, yo no he visto.
—¿Quién ha visto entonces?
—A lo mejor el Mauricha Q’hampillanka.
—Traigan al Mauricio, y suelten a este animal.
El patrón está furioso y respira fuerte como toro bravo. El pobre Mauricha se aplasta
contra la pared, encogiéndose. Lo tiran del poncho hacia los pies del patrón y el patrón
lo levanta y le pone un brazo sobre el hombro.
—Dime. Mauricha, tú fuiste con Raymundo y otro más.
—Yo no he sido taita, no estuve aquel día.
—Mientes. Trabajaste para la hacienda, yo mismo te di tu ración de coca.
—Yo no vine, taita, estuve lejos.
—Te vieron por la noche.
—¿Quién, taita? ¡Que me lo diga de frente!
—¡Mayordomooo, cuélgalo y dale duro!
El mayordomo exuda y el eco de veinte rebencazos restallan en el retablo del altar
mayor. Danzan las bujías de las velas como aplaudiendo la escena.
—Así, denle fuerte, a este pobre que no estuvo esa noche.
—A lo mejor estuve, no recuerdo, taita.
—¿Y quiénes te ayudaron a cargar?.. Pesaba mucho ¿no?
—Yo no sé taita, no puedo recordar.
—¿Estaba en un cajón o una petaca?
—Yo no sé, taita, estaba podrido.
—¡Tú fuiste! ¡Acabas de confesarlo!
—Yo no fui, taita.
—Y ¿dónde lo llevaron?
—Esa noche no estuve. Me fui al «huaylas».
—Cada uno se llevó su parte, ¿no?
—Yo no sé, taita, me fui con Palmicha Kurunña.
—¡ Ah!.. ¡ con Palmiro!
—¡Mayordomo, dónde esta el Palmiro Kurunña?
Al Palmicha lo jalan de un rincón. Está verdinegro, hasta plomizo de terror y le
tiemblan los labios como a llama enferma.
Y la noche, tramando algo, pasta sus incontables sombras; y la noche quiere llorar
sin rayos ni truenos. Será lluvia fuerte. El patrón iracundo resopla como el viento que
158
acaba de llegar con aguacero bravo. Dicen que la lluvia son lágrimas de ánimas del
purgatorio.
—¡Amárrenlo, ajusten la soga hasta que se ponga morado!
—Dime Palmiro, antes de que se te castigue, fuiste con Raymundo y Mauricio y
sacaron el cajón... ¿no es cierto?
—No, taita, no los vi.
—¿No los viste?
—No, taita, no los vi.
—¡Látigo con este animal!
El tronador ensebado rasga la carne como si fuera tormenta. En el campo y sobre los
sembríos llueve, y el agua rueda por todas partes. Los gallos no han saludado la
mañana, porque cuando cae lluvia parece que sintieran frío.
Amanece sin la estrella grande que se fue oculta por la neblina.
El patrón colérico y somnoliento castiga indoblegable. Ahora lo hace él mismo.
—Te voy a pegar veinte latigazos más.
—No taita, yo no sé.
—Quítenle las ropas.
—Que no me desnuden, no taita, desnudo ¡no!, confesaré, que no me quiten las
ropas.
—Di.
—Era una petaca con monedas de oro y plata. Raymundo y Mauricha me ayudaron a
escarbar.
—¿Por qué no confesaron antes?
—Digo no más, porque no fuimos nosotros.
—»Digo no más»... ¡indios mentirosos y ladrones! ¿Dónde lo han guardado?
—No sabemos, taita.
—¡Mayordomo, látigo, y calatos!
—No taitito, que no nos desnuden aquí en la iglesia y ante tanta gente. Confesaremos
patroncito.
—¡Por último! ¿Dónde está?
Los peones se miran como preguntándose si deben decir la verdad. En lo más
recóndito de su secreto saben que ellos son los dueños legítimos y no avisarán de su
hallazgo. Pero hay que declarar lo cierto, porque el amo los seguirá flagelando y
torturando. Tras larga meditación, responden en coro:
—Junto al corral del Palmicha, bajo el quingual, allá en la quebrada de Wiñas.
—¡Vamos todos: —ordena con una sonrisa de triunfo el amo.
—Vamos, pues...
El patrón monta su alazán de paso y los indios en larga comitiva lo siguen callados.
Llovizna. El aguacero amengua. Toda la noche rugió el agua y el gran río ha crecido
considerablemente. Al fondo se ve que el huayco se ha llevado la huerta y el pomar.
Suben a la cumbre junto con el sol. Al otro lado está la quebrada del Wiñas. Y arriba
la sorpresa en los ojos de todos.
—¡Gran huayco se había levantado por acá! —exclama el guía.
—La familia del Palmicha se ha escapado de milagro.
—¡Felizmente!, yo no viviría en esa quebrada —parlan los indios.
159
—No se ve el quingual, patrón, el barro lo ha tapado hasta la copa, también los
corrales. La casa, todito, caray.
—Bajemos —ordena el hacendado.
—Imposible, taita, podríamos hundirnos, es peligroso. Hay que esperar hasta que se
oree. La ciénaga puede tragarse tres caballos uno sobre otro. Hondo está, da miedo.
—¿Sí? —contesta el latifundista frotándose la barba crecida por la mala noche— a mí
no me engañan, asquerosos, y ¿aquello que brilla junto al corral?
—No patrón, no hay nada, cuidado que se puede hundir.
Hinca las espuelas en los ijares del bruto que se niega a cruzar el lodazal. Herido,
salta largo. Los indios gritan desde la ribera. Jinete y caballo, pese a sus esfuerzos, se
enfangan poco a poco en las entrañas de la ciénaga. El animal asfixiado se hunde
lentamente y el hombre al verse perdido se para sobre la montura, implorando:
—Tírenme algo, una soga. ¡Por Dios, ayúdenme!
Sólo está el látigo, húmedo de sangre viscosa, largo...
—A ver si alcanza, patrón —aconseja el mayordomo, inclinándose hasta donde le es
posible.
Le arroja el tronador. Angustiado, el gamonal se coge de la punta con desesperación.
Pero debido al esfuerzo, al barro y el sebo se le escurre paulatinamente cayendo de
espaldas sobre el cieno, y como si expiara una terrible condena, entre gritos,
maldiciones y atoros, desaparece tragado por el fango implacable.
Los indios no ríen, ni lloran. Sus caras de tierra estéril tampoco expresan ningún
sentimiento. Sólo se miran como preguntándose: ¿será bueno el otro patrón que
vendrá? A éste se lo ha llevado, clarito, el diablo. ¡Ni su látigo lo ha podido salvar!
160
Ángel de Ocangate
Edgardo Rivera Martínez
( Jauja, 1935 )
Quién soy sino apagada sombra en el atrio de una capilla en ruinas, en medio de una
puna inmensa. Por instantes silba el viento, pero después regresa todo a su quietud.
Hora incierta, gris, al pie de ese agrietado imafronte. En ella es más ansioso y febril mi
soliloquio. Y cuán extraña mi figura —ave, ave negra, que inmóvil reflexiona—. Esclavina
de paño y seda sobre los hombros, tan gastada, y, sin embargo, espléndida. Sombrero
de abolido plumaje, y jubón camisa de lienzo y blondas. Exornado tahalí. Todo en
harapos y tan absurdo. ¿Cómo no habían de asombrarse los que por primera vez me
vieron? ¿Cómo no iban a pensar en un danzante que andaba extraviado por la meseta?
Decían, en la lengua de sus ayllus: “¿Quién será? ¿De qué baile será el ropaje? ¿Dónde
habrá danzado?” Y los que se topaban conmigo me preguntaban: “¿Cómo te llamas?
¿Cuál es tu pueblo?” Y como yo callaba y advertían el raro fulgor de mis pupilas, y mi
abstraimiento, mi melancolía, acabaron por considerar que había perdido el juicio y la
memoria, quizás por el frenesí de la danza misma en que había participado. Y
comentaban: “No recuerda ya ni a su padre ni a su madre, ni la tierra donde vino al
mundo. Y nadie tal vez lo busca...” Se santiguaban las ancianas al verme, y las
muchachas se lamentaban: “Joven y hermoso es, y tan triste...” Y así, por obra de esa
supuesta insania, y de mi gravedad, de mi apariencia, se acrecentó la sensación de
extrañeza que mi presencia provocaba. Una sensación tan acusada que por fuerza
excluyó toda posibilidad de burla. Hubo incluso pastores que, movidos por un temor
mágico, ponían a mi alcance bolsitas de coca, en calidad de ofrenda. Y como nadie me
oyó hablar nunca ni articular siquiera un monosílabo, se concluyó que había perdido
también el uso de la palabra. Era comprensible tal pensamiento pues sólo a mí mismo
me dirijo, en una fluencia razonada que no se traduce ni en el más leve movimiento de
mis labios. Sólo a mí, en una continuidad silenciosa ya que una tenaz resistencia interna
me impide toda forma de comunicación y todo intento de diálogo. Y así es mejor, sin
duda. Sea como fuere esa imagen de forastero enajenado y mudo, que se difundió con
gran rapidez, redundó en beneficio de mi libertad, porque no ha habido gobernadores ni
varayocs que me detuvieran por deambular como lo hago. Compartían más bien esa
161
mezcla de sorpresa, temor y compasión que experimentaban frente a mí sus paisanos.
Sobre unos y otros pesaban, además, creencias ancestrales, por cuya virtud mi “locura”
adquiría una dignidad casi sobrenatural. ¡Mi demencia! No me ha incomodado, en
ningún momento, el rumor que al respecto se expandió, pero de cuando en cuando me
asediaba la duda. ¿Y si a pesar de todo era verdad aquello? ¿Si realmente fui danzante
y lo olvidé todo? ¿Si alguna vez tuve un nombre, una casa, una familia? Inquieto, me
acercaba a los manantiales y me observaba. Tan cetrino mi rostro, y velado siempre por
un halo fúnebre. Idéntico siempre a sí mismo, en su adustez, en su hermetismo. Me
contemplaba, y tenía la seguridad de que jamás había desvariado, y de que jamás
tampoco fui bailante. Certeza puramente intuitiva, pero no por ello menos vigorosa. Mas
entonces, si nunca se extravió mi espíritu, ¿cómo entender la taciturna corriente que me
absorbe? ¿Cómo explicar mi atavío y la obstinación con que a él me aferro? ¿Por qué
esa vaga desazón ante el lago? No, no podía responder a esas preguntas, y era vano
asimismo encontrar una justificación para estas manos tan blancas y este hablar que no
es de misti ni de campesino. Y más inútil aún tratar de contestar a la interrogación
fundamental: ¿quién soy, entonces? Era como si en un punto indeterminable del pasado
hubiese surgido de la nada, vestido ya como estoy, y hablándome, angustiándome.
Errante ya, e ignorando juventud, amor, infancia. Encerrado en mí mismo y sin
acordarme de un comienzo ni avizorar un fin. Iba, pues, por los caminos y los páramos,
sin dormir ni un momento ni hacer alto por más de un día. Absorto en mi monólogo,
aunque ayudase a un viajero bajo la lluvia, a una mujer con sus hijos, a un pongo
moribundo. Concurrí a los pueblos en fiesta y escuché con temerosa esperanza la
música de las quenas y los sicuris, y miré una tras otra las cuadrillas, sobre todo las que
venían de muy lejos, y en especial de Copacabana, de Oruro, de Zepita, de Combapata.
Me conmovían sus interpretaciones, mas no reconocí jamás una cadencia ni hallé un
atuendo que se asemejara al mío. Transcurrieron así los meses y los años, y todo habría
continuado de esa manera si el azar —¿el azar, realmente?— no me hubiera conducido
al tambo de Raurac. No había nadie sino un hombre viejo, que me observó con atención.
Me habló de pronto y dijo, en un quechua que me pareció muy antiguo: “Eres el bailante
sin memoria. Eres él, y hace mucho tiempo que caminas. Anda a la capilla de la Santa
Cruz, en la pampa de Ocongate. ¡Anda y mira!” Tomé nota de su insistencia, y a la
mañana siguiente, muy temprano, me puse en marcha. Y así, al cabo de tres jornadas,
llegué a este santuario abandonado, del que apenas si quedan la fachada y los pilares.
Vine al atrio, y a poco mis ojos se posaron en el friso aquel, entre los arcos. Allí, en la
losa quebrada otrora por el rayo, hay cuatro figuras en relieve. Cuatro figuras de
danzantes. Visten esclavina, jubón, sombrero de plumas, tahalí, botas. Y no representan
devotos ni santos, sino ángeles, como los que aparecen en los cuadros de Pomata y del
Cuzco. Son cuatro, mas el último fue alcanzado por la centella y sólo quedan el contorno
de su cuerpo y las líneas de las alas y el plumaje. Cuatro ángeles, al pie de esa floración
de hojas, arabescos, frutos. ¿Qué baile es el que danzan? ¿Qué música la que siguen?
¿Es un acto de celebración y de alegría? Los contemplo, en el silencio glacial y terrible
de este sitio, y me detengo en la silueta vacía del ausente. Cierro después los ojos. Sí,
sombra soy, apagada sombra. Y ave, ave negra que no sabrá nunca la razón de su
caída. En silencio, siempre, y sin término la soledad, el crepúsculo, el exilio...
162
El abuelo
Mario Vargas Llosa
( Arequipa, 1936 )
Cada vez que crujía una ramita, o croaba una rana, o vibraban los vidrios de la cocina
que estaba al fondo de la huerta, el viejecito saltaba con agilidad de su asiento
improvisado, que era una piedra chata, y espiaba ansiosamente entre el follaje. Pero el
niño aún no aparecía. A través de las ventanas del comedor, abiertas a la pérgola, veía
en cambio las luces de la araña, encendida hacía rato, y bajo ellas, sombras movedizas
y esbeltas, que se deslizaban de un lado a otro con las cortinas, lentamente. Había sido
corto de vista desde joven, de modo que eran inútiles sus esfuerzos por comprobar si ya
cenaban, o si aquellas sombras inquietas provenían de los árboles más altos.
Regresó a su asiento y esperó. La noche pasada había llovido y la tierra y las flores
despedían un agradable olor a humedad. Pero los insectos pululaban, y los manoteos
desesperados de don Eulogio en torno del rostro, no conseguían evitarlos: a su barbilla
trémula, a su frente, y hasta las cavidades de sus párpados llegaban cada momento
lancetas invisibles a punzarle la carne. El entusiasmo y la excitación que mantuvieron su
cuerpo dispuesto y febril durante el día habían decaído y sentía ahora cansancio y algo
de tristeza. Tenía frío, le molestaba la oscuridad del vasto jardín y lo atormentaba la
imagen, persistente, humillante, de alguien, quizá la cocinera o el mayordomo, que de
pronto lo sorprendía en su escondrijo. “¿Qué hace usted en la huerta a estas horas, don
Eulogio?” Y vendrían su hijo y su hija política, convencidos de que estaba loco. Sacudido
por un temblor nervioso, volvió la cabeza y adivinó entre los bloques de crisantemos, de
nardos y de rosales, el diminuto sendero que llegaba a la puerta falsa esquivando el
palomar. Se tranquilizó apenas, al recordar haber comprobado tres veces que la puerta
estaba junta, con el pestillo corrido, y que en unos segundos podía escurrirse hacia la
calle sin ser visto.
“¿Si hubiera venido ya?”, pensó, intranquilo. Porque hubo un instante, a los pocos
minutos de haber ingresado cautelosamente en su casa por la entrada casi olvidada de
la huerta, en que perdió la noción del tiempo y permaneció como dormido. Sólo
reaccionó cuando el objeto que ahora acariciaba sin saberlo, se desprendió de sus
manos, y le golpeó el muslo. Pero era imposible. El niño no podía haber cruzado la
163
huerta todavía, porque sus pasos asustados lo habrían despertado, o el pequeño, al
distinguir a su abuelo, encogido y dormitando justamente al borde del sendero que debía
conducirlo a la cocina, habría gritado.
Esta reflexión lo animó. El soplido del viento era menor, su cuerpo se adaptaba al
ambiente, había dejado de temblar. Tentando los bolsillos de su saco, encontró el
cuerpo duro y cilíndrico de la vela que compró esa tarde en el almacén de la esquina.
Regocijado, el viejecito sonrió en la penumbra: rememoraba el gesto de sorpresa de la
vendedora. Él permaneció muy serio, taconeando con elegancia, batiendo levemente y
en círculo su largo bastón enchapado en metal, mientras la mujer pasaba bajo sus ojos
cirios y velas de sebo de diversos tamaños. “Esta”, dijo él, con un ademán rápido que
quería significar molestia por el quehacer desagradable que cumplía. La vendedora
insistió en envolverla, pero don Eulogio se negó y abandonó la tienda con premura. El
resto de la tarde estuvo en el Club, encerrado en el pequeño salón de rocambor donde
nunca había nadie. Sin embargo, extremando las precauciones para evitar la solicitud de
los mozos, echó llave a la puerta. Luego, cómodamente hundido en el confortable de
insólito color escarlata, abrió el maletín que traía consigo, y extrajo el precioso paquete.
La tenía envuelta en su hermosa bufanda de seda blanca, precisamente la que llevaba
puesta la tarde del hallazgo.
A la hora más cenicienta del crepúsculo había tomado un taxi, indicando al chófer
que circulara por las afueras de la ciudad: corría una deliciosa brisa tibia, y la visión
entre grisácea y rojiza del cielo sería más enigmática en medio del campo. Mientras el
automóvil flotaba con suavidad por el asfalto, los ojitos vivaces del anciano, única señal
ágil en su rostro fláccido, descolgado en bolsas, iban deslizándose distraídamente sobre
el borde del canal paralelo a la carretera, cuando de pronto, casi por intuición, le pareció
distinguirla.
— “¡Deténgase!”— dijo, pero el chófer no le oyó—. “¡Deténgase! ¡Pare!” Cuando el
auto se detuvo y en retroceso llegó al montículo de piedras, don Eulogio comprobó que
se trataba, efectivamente, de una calavera. Teniéndola entre las manos, olvidó la brisa y
el paisaje, y estudió minuciosamente, con creciente ansiedad, esa dura, terca y hostil
forma impenetrable, despojada de carne y de piel, sin nariz, sin ojos, sin lengua. Era
pequeña, y se sintió inclinado a creer que era de un niño. Estaba sucia, polvorienta, y
hería su cráneo pelado una abertura del tamaño de una moneda, con los bordes
astillados. El orificio de la nariz era un perfecto triángulo, separado de la boca por un
puente delgado y menos amarillo que el mentón. Se entretuvo pasando un dedo por las
cuencas vacías, cubriendo el cráneo con la mano en forma de bonete, o hundiendo su
puño por la cavidad baja, hasta tenerlo apoyado en el interior: entonces, sacando un
nudillo por el triángulo, y otro por la boca a manera de una larga e incisiva lengüeta,
imprimía a su mano movimientos sucesivos, y se divertía enormemente imaginando que
aquello estaba vivo.
Dos días la tuvo oculta en el cajón de la cómoda, abultando el maletín de cuero,
envuelta cuidadosamente, sin revelar a nadie su hallazgo. La tarde siguiente a la del
encuentro se mantuvo en su habitación, paseando nerviosamente entre los muebles
opulentos y lujosos de sus antepasados. Casi no levantaba la cabeza: se diría que
examinaba con devoción profunda los complicados dibujos, entre sangrientos y mágicos,
del círculo central de la alfombra, pero ni siquiera los veía. Al principio, estuvo indeciso,
preocupado: podrían ocurrir imprevistas complicaciones de familia, tal vez se reirían de
164
él. Esta idea lo indignó y tuvo angustia y deseo de llorar. A partir de ese instante, el
proyecto se apartó sólo una vez de su mente: fue cuando de pie ante la ventana, vio el
palomar oscuro, lleno de agujeros, y recordó que en una época cercana aquella casita
de madera con innumerables puertas no estaba vacía, sin vida, sino habitada por
animalitos pardos y blancos que picoteaban con insistencia cruzando la madera de
surcos y que a veces revoloteaban sobre los árboles y las flores de la huerta. Pensó con
nostalgia en lo débiles y cariñosos que eran: confiadamente venían a posarse en su
mano, donde siempre les llevaba algunos granos, y cuando hacía presión entornaban
los ojos y los sacudía un débil y brevísimo temblor. Luego no pensó más en ello. Cuando
el mayordomo vino a anunciarle que estaba lista la cena, ya lo tenía decidido. Esa noche
durmió bien. A la mañana siguiente olvidó haber soñado que una perversa fila de
grandes hormigas rojas invadía sorpresivamente el palomar y causaba desasosiego
entre los animalitos, mientras él, en su ventana, miraba la escena con un catalejo.
Había imaginado que limpiar la calavera sería un acto sencillo y rápido, pero se
equivocó. El polvo, lo que había creído que era polvo y tal vez era excremento por su
aliento picante, se mantenía soldado a las paredes internas y brillaba como una lámina
de metal en la parte posterior del cráneo. A medida que la seda blanca de la bufanda se
cubría de lamparones grises, sin que disminuyera la capa de suciedad, iba creciendo la
excitación de don Eulogio. En un momento, indignado, arrojó la calavera, pero antes de
que ésta dejara de rodar, se había arrepentido y estaba fuera de su asiento, gateando
por el suelo hasta alcanzarla y levantarla con precaución. Supuso entonces que la
limpieza sería posible utilizando alguna sustancia grasienta. Por teléfono encargó a la
cocina una lata de aceite y esperó en la puerta al mozo, a quien arrancó con violencia la
lata de las manos, sin prestar atención a la mirada inquieta con que aquél intentó
recorrer la habitación por sobre su hombro. Lleno de zozobra, empapó la bufanda en
aceite y, al comienzo con suavidad, después acelerando el ritmo, raspó hasta
exasperarse. Pronto comprobó entusiasmado que el remedio era eficaz: una tenue lluvia
de polvo cayó a sus pies durante unos minutos, mientras él ni siquiera notaba que se
humedecían sus dedos y el borde de los puños. De pronto, puesto en pie de un brinco,
admiró la calavera que sostenía sobre su cabeza, limpia, resplandeciente, inmóvil, con
unos puntitos como de sudor sobre la ondulante superficie de los pómulos. La envolvió
de nuevo, amorosamente; cerró su maletín y salió del Club. El automóvil que ocupó en la
puerta lo dejó a la espalda de su casa. Había anochecido. En la fría semioscuridad de la
calle se detuvo un momento, temeroso de que la puerta estuviese clausurada. Enervado,
estiró su brazo y dio un respingo de felicidad al notar que giraba la manija y la puerta
cedía con un corto chirrido.
En ese momento escuchó voces en la pérgola. Estaba tan ensimismado, que incluso
había olvidado el motivo de ese trajín febril. Las voces, el movimiento, fueron tan
imprevistos que su corazón parecía el balón de oxígeno conectado a un moribundo. Su
primer impulso fue agacharse, pero lo hizo con torpeza, resbaló de la piedra y se cayó
de bruces. Sintió un dolor agudo en la frente y en la boca un sabor desagradable de
tierra mojada, pero no hizo ningún esfuerzo por incorporarse y continuó allí, medio
sepultado en las hierbas, respirando fatigosamente, temblando. En la caída había tenido
tiempo de elevar la mano que conservaba la calavera, de modo que ésta se mantuvo en
el aire, a escasos centímetros del suelo, todavía limpia.
165
La pérgola estaba a unos cincuenta metros de su escondite, y don Eulogio oía las
voces como un delicado murmullo, sin distinguir lo que decían. Se incorporó
trabajosamente. Espiando, vio entonces en medio del arco de los grandes manzanos
cuyas raíces tocaban el zócalo del comedor, una silueta clara y esbelta y comprendió
que era su hijo. Junto a él había otra, más nítida y pequeña, reclinada con cierto
abandono. Era la mujer. Pestañeando, frotando sus ojos trató angus-tiosamente, pero en
vano, de distinguir al niño. Entonces lo oyó reír: una risa cristalina de niño, espontánea,
integral, que cruzaba el jardín como un animalito. No esperó más: extrajo la vela de su
saco, a tientas juntó ramas, terrones y piedre-citas y trabajó rápidamente hasta asegurar
la vela sobre la piedra y colocar a ésta, como un obstáculo, en el sendero. Luego, con
extrema delicadeza para evitar que la vela perdiera el equilibrio, colocó encima la
calavera. Presa de gran excitación, uniendo sus pestañas al macizo cuerpo aceitado, se
alegró: la medida era justa; por el orificio del cráneo asomaba el puntito blanco de la
vela, como un nardo. No pudo continuar observando. El padre había elevado la voz y
aunque sus palabras eran todavía incomprensibles supo que se dirigía al niño. Hubo
como un cambio de palabras entre las tres personas: la voz gruesa del padre, cada vez
más enérgica; el rumor melodioso de la mujer, los cortos grititos destemplados del nieto.
El ruido cesó de pronto. El silencio fue brevísimo: lo fulminó el nieto, chillando: “Pero
conste: hoy acaba el castigo. Dijiste siete días y hoy se acaba. Mañana ya no voy.” Con
las últimas palabras escuchó pasos precipitados.
¿Venía corriendo? Era el momento decisivo. Don Eulogio venció el ahogo que lo
estrangulaba y concluyó su plan. El primer fósforo dio sólo un fugaz hilito azul. El
segundo prendió bien. Quemándose las uñas, pero sin sentir dolor, lo mantuvo junto a la
calavera, aún segundos después de que la vela estuviera encendida. Dudaba, porque lo
que veía no era exactamente la imagen que supuso, cuando una llamarada sor-presiva
creció entre sus manos con brusco crujido, como de un pisotón en la hojarasca, y
entonces quedó la calavera iluminada del todo, echando fuego por las cuencas, por el
cráneo, por la nariz y por la boca. “Se ha prendido toda”, exclamó maravillado. Había
quedado inmóvil, repitiendo como un disco: “Fue el aceite, fue el aceite”, estupefacto,
embrujado, ante la fascinante calavera enrollada por las llamas.
Justamente en ese instante escuchó el grito. Un grito salvaje, un alarido de animal
recién atravesado por muchísimos venablos. El niño estaba delante de él, con las manos
alargadas frente al cuerpo y los dedos crispados. Lívido, estremecido, tenía los ojos y la
boca muy abiertos y estaba ahora mudo y rígido pero su garganta, independiente, hacía
unos extraños ruidos, roncaba. “Me ha visto, me ha visto”, se decía don Eulogio, con
pánico. Pero al mirarlo supo de inmediato que no lo había visto, que su nieto no podía
ver otra cosa que aquel llameante rostro de huesos. Sus ojos estaban inmovilizados, con
un terror profundo y eterno retratado en ellos, firmemente prendidos al fuego. Todo
había sido simultáneo: la llamarada, el aullido espantoso, la visión de esa figura de
pantalón corto súbitamente poseída de horror. Pensaba, entusiasmado, que los hechos
habían sido más perfectos incluso que su plan, cuando sintió cerca voces y pasos que
avanzaban y entonces, ya sin cuidarse del ruido, dio media vuelta y a saltos,
apartándose del sendero, destrozando con sus pisadas los macizos de crisantemos y
rosales que entreveía en la carrera a medida que lo alcanzaban los reflejos de la llama,
cruzó el espacio que lo separaba de la puerta. La atravesó junto con el grito de la mujer,
estruendoso también, pero menos puro que el de su nieto. No se detuvo, no volvió la
166
cabeza. En la calle, un viento frío hendió su frente y sus escasos cabellos, pero no lo
notó y siguió caminando despacio, rozando con el hombro el muro de la huerta,
sonriendo satisfecho, respirando mejor y más tranquilo.
(1959)
167
Índice de autores
Clemente Palma (Lima, 1872 - 1946)
Periodista, psicólogo y aficionado a la filosofía, fue en verdad, ideólogo y practicante de
cuentos y narraciones modernistas (ver Cuentos malévolos, 1904), bajo el abierto influjo
de los “decadentistas” franceses. Favorecido por el apellido de su padre ante una parte
de la crítica, tiene un valor propio, inferior al divulgado, y sus últimos libros, Historias
malignas (1925), y X Y Z (1934), merecen estudios serios.
Junto a los cuentos y a su novela final, la contribución de Clemente Palma a la literatura
peruana es asimismo valiosa como director de publicaciones periódicas, como, por
ejemplo, de Variedades (1908-1931), órgano que difundió específica- mente textos
ahora revalorizados, a la luz del estudio de las escuelas modernista, vanguardista e
indigenista.
Enrique López Albújar (Chiclayo, 1872–Lima, 1966)
Uno de los grandes narradores peruanos de todos los tiempos. Sus famosos Cuentos
andinos se entenderán mejor si recordamos el subtítulo del libro: Vida y costumbres
indígenas, frase que explica el libro (realista, psicologista y sociológicamente hablando)
en un abanico de miradas distintas. La denuncia social predomina sobre el ser humano y
su explotación histórica. Matalaché, novela superior a los cuentos, le permite mayor
variedad temática, de personajes y aun de costumbres, sin olvidar su puño de defensor
del mulato. En todo caso, para no discutir por qué defendió menos al indio que al mulato,
mejor es elogiar Matalaché como novela del mestizo peruano y su trágico ambiente de
dos mundos.
Obra narrativa principal: Cuentos andinos. Vida y costumbres indígenas (1920). Pról. de
Ezequiel S. Ayllón. Libro dedicado a sus hijos. Matalaché (1928), “novela retaguardista”.
Nuevos cuentos andinos (1937), El hechizo de Tomayquichua (1943), novela. Las
caridades de la señora Tordoya (1955), cuentos.
José Antonio Román (Iquique, 1873–Barcelona, 1920)
Es una figura injustamente olvidada, y por ello es necesario reconocerla y divulgarla
cada vez más. Graduarse de doctor en 1895 con una tesis sobre Enrique Ibsen es casi
como estar al día con la literatura europea, como lo estaba el juvenil James Joyce, quien
también amaba a Ibsen casi por el mismo tiempo. Luego, es autor de cuentos en que la
psicología y el estilo se disputan la primacía. Por fin, es uno de los pocos doctorados
tres veces en San Marcos, como la historiadora Ella Dunbar Temple.
Su destreza técnica y su morosidad para pintar retratos destacan en su única novela
Fracaso (1918), que no fue tal, por supuesto. Tres años antes de que Pirandello
estrenara, el 10 de agosto de 1921, Seis personajes en busca de autor, ya Román había
168
entretejido su historia sobre los posibles enredos entre los autores y sus personajes. Él
convierte en personaje a una dama real, a doña Lucrecia, de quien la Lima chismosa se
hacía malas lenguas. Al publicar sobre ella, pierde a una amiga y a su pequeño círculo.
La fantasía, pues, es un mundo difícil y aun peligroso.
Obra narrativa principal: Hoja de mi álbum (1903), cuentos; Almas inquietas (1916), dos
novelas cortas y un cuento; Sensaciones de Oriente (1917), apuntes de viaje; y Fracaso
(1918), novela.
Carlos E. B. Ledgard (Tacna, 1877–Lima,1953)
Los trabajos de investigación de los críticos Estuardo Núñez y Ricardo González Vigil lo
han señalado como uno de los primeros, cronológica y artísticamente hablando,
prosistas de nuestro siglo. Su único tomo de cuentos, conocido hasta ahora, Ensueños
(1899) es buena muestra de su elección por el modernismo, cauto y bello a la vez, sin
los excesos de otros, además de dosificar el argumento y desarrollar éste con
propiedad. Él es en verdad nuestro gran pionero del cuento, junto con Román.
Ventura García Calderón (París, 1886–1959)
Devoto del estilo modernista, castizo y enjoyado de adjetivos, apareció como súbito
crítico literario, a quien la generación de “Colónida” (Federico More, en especial) atacó a
fondo. Luego, desde 1914 y 1924, escribió cuentos “peruanistas”, que sin duda le
recordaban el país, pero cada vez con mayor vaguedad y menos nitidez, marginándose
de la realidad nacional —lo cual no es defecto alguno—, pero sin crear un mundo valioso
y propio. Sus principales cuentos se hallan en Dolorosa y desnuda realidad (1914), La
venganza del cóndor (1924), Páginas escogidas (1947) y Cuentos peruanos (1952).
Abraham
Valdelomar
(Ica,
1888–Ayacucho,
1919)
Mucho se ha dicho y se dirá de las virtudes cuentísticas de este gran literato, casi un
autodidacta, pero formado en una variedad de artes, desde el dibujo y la caricatura,
desde el periodismo y el humor, hasta la estampa regional, el cuento, la novela corta
artística, además de la profundidad de su mente polifacética y genial. Todavía faltan
estudios sobre sus aficiones históricas, estilísticas, filosóficas y teatrales. Valde- lomar
da para mucho.
Obra narrativa principal: La ciudad muerta, novela corta, 1911; La ciudad de los tísicos,
novela corta, 1911; El caballero Carmelo, cuentos, 1918; Los hijos del sol, cuentos,
1921; Obras completas, 4 tomos, ed., pról., y notas de Ricardo Silva–Santisteban (Lima:
PetroPerú, 2001). Ver además El cuento peruano hasta 1919, 2 tomos, por Ricardo
González Vigil (Lima: PetroPerú, 1992).
169
César Vallejo (Santiago de Chuco, 1892–París, 1938)
Excelente poeta, cada vez mejor comprendido en el ámbito internacional, pero, al mismo
tiempo, gran experimentador de la prosa narrativa, desde las estampas quietas y
extáticas de Escalas, hasta los cuentos más enigmáticos y osados de la segunda parte
de este mismo libro, de 1923. Ahora circulan ediciones revisadas por él, cuya pugna de
dos estilos, el retórico y el coloquial, se ha resuelto a favor del segundo, y así el libro ha
ganado en soltura y propiedad artística. Tales nuevas ediciones llevan el nombre de
“Manuscrito Couffon”, en honor al crítico francés que, en 1994, lanzó la edición corregida
en Arequipa.
Obra narrativa principal: Escalas (1923), estampas y cuentos; Fabla salvaje (1931),
novela corta. Novelas y cuentos completos, ed. Ricardo González Vigil (1998). Narrativa
completa, ed. Ricardo Silva–Santisteban (Lima, 1999), que incluye la versión corregida
del “Manuscrito Couffon”. Contra el secreto profesional (1973). El arte y la revolución...
(Lima: Mosca Azul, 1973).
Francisco Vegas Seminario (Piura, 1899-Lima, 1988)
En este autor piurano, precoz periodista y maestro de historia universal, se produce una
mezcla plausible de escritor regional, que no olvida escenas y temas de su terruño
norteño, con su pronta maestría del lenguaje formal y efectivo (su principal maestro fue
Ventura García Calderón), así como el desenvolver las fuerzas internas del cuento. De
otro lado, fue un dilatado e infatigable novelista, y aquí también, de los primeros temas
regionales, pasó a la modernidad de una novela cosmopolita, entre romántica y bélica,
como es Hotel Dreesen.
Obra narrativa principal: Chicha, sol y sangre (1946), cuentos, prólogo de V.G. Calderón;
Entre los algarrobos (1955), cuentos; Taita Yoveraqué (1956), novela; El honorable
Ponciano (1957), novela; y Hotel Dreesen (1999), novela. Para una bibliografía completa
del autor Cfr. El cuento peruano, 1942–1958, por Ricardo González Vigil (Lima, 1991),
pp. 225-226.
Emilio Romero (Puno, 1899–Lima, 1993)
Muy conocido como geógrafo, economista, experto en carreteras y en descentralización
del país, Emilio Romero sintió como pocos el problema indígena. Balseros del Titicaca
(1934) sigue siendo un libro pintoresco, pero emotivo, con cuentos sencillos y valiosos.
José Diez Canseco (Lima, 1904–1949)
Quienes juzgan ligeramente a Diez Canseco como ligado al costumbrismo y a sus
repeticiones locales, olvidan el papel protagónico suyo al descubrir nuevos temas
urbanos, así como personajes del mundo popular. Si lo llaman “criollo” es porque
desconocen la variada extensión de sus cuentos y narraciones, donde él se ha impuesto
por su manejo gradual del tema, por el simbolismo del personaje que él pone en relieve,
170
y por la armazón narrativa que envuelve y sobrecoge al lector. Es uno de los mejores
cuentistas del país, y no le ha importado usar las modas costumbrista, romántica, y aun
psicologista y de monólogo interior, para describir por fuera el barrio y la ciudad, y por
dentro el alma íntima y variadísima del costeño.
Obra narrativa principal: Es muy amplia, pues se inició en 1929, en la revista Amauta. En
1930 aparecieron tres novelas cortas, El Gaviota, El Kilómetro 83, Estampas mulatas,
con prólogo de Federico More; Estampas mulatas, en conjunto, volvió a salir en 1938.
Hay un tomo II de sus Obras completas, de 1951, con prólogo del autor, y en 1973, ed. y
pról. de Tomás G. Escajadillo.
Fernando Romero (Lima, 1905)
Su vida de marino mercante, y su posterior dedicación a la enseñanza y la fundación de
universidades, le permitió a Romero conocer bien el país y escribir, especialmente,
sobre la selva, primero unas “novelas” breves, que luego llamó “relatos”, todos vívidos,
de lenguaje espontáneo y natural, y que se rinden plenamente a las necesidades del
género del cuento: el tema interesante, novedoso, los personajes cambiantes y el
desenlace muchas veces inesperado.
Obra narrativa: Doce relatos de selva (1958), versión corregida de sus Doce novelas de
selva (1934), y Mar y playa (1959), cuentos.
Estuardo Núñez (Lima, 1908)
El propio maestro Núñez se sentiría extraño en esta colección; pero él, en sus primeros
escritos de la revista Amauta, exhibió una especie de “estilo de época”, que recuerda
tanto a la novela Bajo las lilas, (1923), de Manuel Beingolea, como a La casa de cartón
(1928), de Martín Adán, ambas ambientadas en Barranco. Sin duda, leyendo esas
“prosas vanguardistas”, sentimos de algún modo que el gran crítico peruano nació en
1928 como escritor.
Obra narrativa: Ver Amauta, Nos. 13 y 14, 1928.
José María Arguedas (Andahuaylas, Apurímac, 1911–Lima, 1969)
Por más multiforme y polifacético escritor que haya sido, tanto en español como en
quechua, hay un sitio especialísimo para el cuentista Arguedas, que, inclusive
confirmando virtudes iniciales de observación del país y el hombre andinos, evolucionó
con espléndida prontitud hacia el cuento artístico. Empezó en 1934, publicando sus hoy
llamados Cuentos olvidados, en que usaba un buen castellano coloquial, pero sólo se
dedicaba a revelar costumbres de grupos, de comunidades indígenas, y sólo en uno de
ellos (“El vengativo”) hay un personaje “individual”. De ese mundo inocente y amorfo,
pasó a su aventura lingüística, lograr nuevas expresiones del quechua dentro del
español, y así avanzó de modo firme desde los textos de Agua hasta los consagratorios
171
de los años 50 (“Orovilca”) y 60 (“La agonía de Rasu Ñiti”). Su maestría acabó siendo
innegable, y su ejemplo, imperecedero.
Obra narrativa principal: Cuentos olvidados (1973), con textos de los años 30, ed. y
notas de José Luis Rouillón; Amor mundo, y todos los cuentos de José María Arguedas
(Lima, Moncloa, 1967), Relatos completos (Madrid, Alianza, 1983). J.M.A. y M. Vargas
Llosa, La novela y el problema de la expresión literaria en el Perú (Buenos Aires, 1974).
Porfirio Meneses (Huanta, Ayacucho, 1915)
Cuando la generación del 50 (a la cual pertenece, pese a su edad) se apartó del
costumbrismo y del indigenismo, Meneses continuó ligado sutilmente con la segunda
escuela, de la cual siempre ha sido amante, bebiendo de temas, leyendas y cuentos
andinos. Ganó en 1947 un importante premio en los Juegos Florales de San Marcos, y
desde entonces, si bien de modo esporádico, ha mantenido una carrera sobria y valiosa,
concediéndole una gran dignidad a sus contados libros. Por fin, se ha dedicado a
traducir al quechua importantísimos poemarios como, por ejemplo, Los heraldos negros.
Esta nueva tarea enaltece su sobriedad.
Obra narrativa: Cholerías (1946), junto con cuentos de Alfonso Peláez Bazán y de
Francisco Izquierdo Ríos; Campos marchitos (1948); El hombrecillo oscuro y otros
cuentos (1954); y Sólo un camino tiene el río (1975), con prólogo de Luis Alberto
Sánchez.
Sara María Larrabure (Lima, 1921–1962)
En los mismos Juegos Florales de 1947, esta juvenil autora ganó un premio de ensayo
con tema clásico. Fue una novedad que pervivió; se dedicó a apoyar revistas culturales
como Centauro (1950–1951); y a traducir esporádicamente a Omar Khayam o a T.S.
Eliot. Además, casi en secreto, había publicado una interesante novela Ríoancho (1949),
en Barcelona. Con este bagaje, se lanzó con admirable brío al cuento, y ahí están, como
valiosas pruebas de su dedicación y esmero, sus tres libros: La escoba en el escotillón
(1957), Dos cuentos (1963), y Divertimentos (1966), cuentos, estampas y artículos.
Varios críticos han subrayado que, perteneciendo a la clase alta, haya comprendido tan
bien, psicológica y socialmente, a sus personajes populares. Otra vena por destacarse
es su pasión por la vida interior y riquísima de sus personajes, en especial femeninos.
Armando Robles Godoy (Nueva York, 1923)
Este autor es muy rico en facetas: es un reconocido director de cine, es asimismo
guionista, ahora columnista de diarios, pero sigue siendo un buen cuentista, que animó
los años 50 con sus producciones ganadoras de diversos premios literarios. Justamente
el cuento que hemos escogido ofrece sus virtudes: penetración psicológica, y un viaje
simbólico a través de la selva, ámbito que es todavía poco tratado en la narrativa
172
peruana, y que se presta para imágenes literarias y visuales. Su sólida cultura literaria y
artística enriquecen sus textos.
Obra narrativa: Veinte casas en el cielo (1964), novela; La muralla verde y otras historias
(1971), cuentos; y El amor está cansado (1976), novela.
Glauco Machado (1924–1952)
En su antología de 1956, Alberto Escobar publica un texto de Julio Fernando Machado
Cabello, nacido en Salaverry, el cual reproducimos ahora, por la dificultad de obtener
otras narraciones, debido a que Glauco Machado publicó sólo en revistas o volúmenes
especiales, y en periódicos. El concepto mismo de “Locura” y su desarrollo
desenfrenado son un signo de la dedicación de este autor a las honduras psicológicas
del ser humano.
Sebastián Salazar Bondy (Lima, 1924–1965)
Polígrafo, poeta, narrador, dramaturgo, periodista; ningún otro autor habrá crecido en su
obra como la de éste luego de su muerte. Primero se le reconoció como dramaturgo,
luego como excelente promotor de la cultura nacional, y sólo más tarde se prestó la
debida atención sobre su poesía y su obra narrativa. Ahora es uno de los grandes
poetas y dramaturgos de las décadas de los 40 a los 60, y por fin, un laborioso y
refinado cuentista, quien, lamentablemente, no pudo culminar su novela Alférez Arce,
Teniente Arce... Por otro lado, su ejemplo fue mayúsculo en el cultivo de la prosa culta o
coloquial, según las circunstancias, ejemplo que difundió a través de su larga trayectoria
periodística.
Obra narrativa: Náufragos y sobrevivientes (1954), cuentos; Dios en el cafetín (1958?),
cuentos; Pobre gente de París (1958), novela; y Alférez Arce, Teniente Arce, Capitán
Arce ed. y prol. de Tomás G. Escajadillo (1969).
Eleodoro Vargas Vicuña (Acobamba, Tarma, 1924–Lima, 1997)
Escritor singularísimo por su parquedad narrativa, pese al profundo conocimiento que
tenía del campesino indígena. Nadie como él para sintetizar motivos y exaltaciones
emotivas, pero al mismo tiempo cauto, sobrio, a ratos indeciso, otras desbocado. Se le
ha llamado con justicia “el poeta del cuento”. Empezó con sus brevísimos textos entre
1950 y 1951, pero su timidez y su ansia de perfección lo llevaron a publicar solamente
Nahuin, en 1953, libro que significó una clarinada para toda su generación, pues su
ejemplo desencadenaría los libros de Congrains, Salazar Bondy, Zavaleta y Ribeyro.
Debido a esa fecha, 1953, en que asimismo Juan Rulfo publicó su primer libro en
México, el cual tardó unos meses en llegar a Lima, cualquier influencia de Rulfo sobre
Vargas Vicuña sólo puede estudiarse hacia adelante, no hacia atrás. Cuentos suyos
como “Taita Cristo” ofrecieron precisamente una vena propia, local y al mismo tiempo
universal. Su economía verbal y su precisión de adjetivos iban parejas con su
sensibilidad exquisita y su bonhomía.
173
Zavaleta sostiene que hay una coincidencia de los miembros de origen rural de la
generación del 50 (Meneses, Vargas Vicuña, Sueldo Guevara, Zavaleta, Carrasco) con
Rulfo, debido a la similitud del ambiente rural. La niñez de estos escritores transcurrió en
aldeas pequeñas, semejantes a las de las sierras mexicanas, pobres, olvidadas y
miserables, pues la reacción conjunta y general explica la coincidencia en ambientes, en
estados de ánimo, en la apatía y la fatalidad, visibles asimismo en Vargas Vicuña y en
los otros citados.
Obra narrativa: Nahuin (1953), cuentos; Ñahuín. Narraciones ordinarias 1950–1975
(1978), prólogo de Wáshington Delgado.
Carlos Thorne (Lima, 1924)
Carlos Thorne, y todavía más, su hermana la poeta Lola, fueron constantes animadores
de las actividades culturales del grupo. Los días fáciles (1959), no indican justamente
eso, sino la apariencia de las cosas, la envoltura de la verdad. Carlos Thorne, abogado y
ensayista, pasó pronto a ocuparse asimismo de temas sociológicos y de crítica literaria.
Obra narrativa: Los días fáciles (1959), cuentos; Mañana Mao (1974), cuentos; y ¡Viva la
República! (1981), novela.
José Durand (Lima, 1925–1990)
Su sólido prestigio de historiador no le impidió cultivar la prosa, sobre todo cuando viajó
a Europa y México y conoció directamente tanto a escritores como a ensayistas. Por
ello, tanto en sus investigaciones históricas como en sus pocos cuentos, Durand se
dedicó a encantar al lector con un ritmo y melodía especiales, además de con su
infaltable humor. Pocos saben que él gustaba tanto del cuento que transformó el texto
Talpa, de uno de sus amigos, Juan Rulfo, en el argumento del ballet La manda,
estrenado en México D.F.
Obra narrativa: Ocaso de sirenas (1950), textos variados, poéticos y narrativos; y
Desvariante (1987), cuentos.
Manuel Mejía Valera (Lima, 1925–1992?)
Dedicado mayormente al estudio de la historia de las ideas en el Perú, Mejía Valera
siempre tuvo ánimos para artículos, ensayos y cuentos donde depuraba su prosa, una y
otra vez, de modo incansable, aspirando a una inexistente perfección. Su admiración por
Borges fue grande y lo imitó a veces. Pero lo esencial en él (y en la generación de los
50), es su afán por la cultura, que va paralela al pulimento de la prosa.
Obra narrativa: La evasión (1954), cuentos; Lienzos de sueño (1959), cuentos; Un cuarto
de conversión (1966), cuentos; El testamento del rey Midas (1982), prosa poéticonarrativa.
174
Luis León Herrera (Chiclayo, 1925)
Luis Felipe Angell, “Sofocleto”, y León Herrera son los humoristas que nos faltaban en la
mesa de jóvenes serios. Jamás León Herrera se perdía una lectura colectiva o una
conferencia. Su humor culto y sutil, en textos breves e incisivos, eran un descanso en el
duro trabajo diario. En él se unieron, hasta el día de hoy, la literatura, la psicología y la
filosofía.
Obra narrativa: Animalia y otros relatos (1986), cuentos, con nota de Luis Jaime
Cisneros.
José Bonilla Amado (1927)
Este autor, junto con “Sofocleto” y con Enrique Congrains Martín, se dedicó al nuevo
tema de las barriadas o pueblo jóvenes, en especial al antiguo El Porvenir, donde por los
años 50 se reunía por las noches toda clase de gente, incluso los escritores, a probar el
caldo de gallina que disolvía los estragos de la bohemia. Y además, Bonilla fue un
excelente editor, que publicó la segunda edición de La casa de cartón, en 1958, y los
dos tomos de la antología poetica de Alberto Escobar, en 1965.
Obra narrativa: La calle de las mesas tendidas (1957), cuentos.
Wáshington Delgado (Cusco,1927)
Casi consagrado a la poesía y la crítica literaria más exquisitas y profundas a la vez,
Delgado, excelente poeta, sólo ha publicado un cuento, el que publicamos, ganador en
1979 del premio Copé de ese año. En tal texto apreciamos su regusto por los temas
iridiscentes, que provocan muchos caminos secundarios, y su humor fino y habitual en
su charla. Por otra parte, su Historia de la literatura republicana (1980), se aleja de las
perspectivas usuales, y propone con valentía y sapiencia, una nueva interpretación
estética, guiada por la gradua-lidad de escuelas literarias.
Obra narrativa: Cuento “La muerte del doctor Octavio Aguilar”, en Premio Copé de
cuentos 1979 (PetroPerú, 1979).
Juan Gonzalo Rose (Tacna, 1928–Lima, 1983)
Poeta notable y bohemio creativo, Rose escribió muy pocos cuentos, pero lo hizo en
nuestra principal revista, Letras Peruanas, y participó en actos amistosos o literarios del
grupo, ora en San Marcos, ora en Palermo o el bar Zela.
Carlos Eduardo Zavaleta (Caraz, Ancash, 1928)
Abandonó los estudios de Medicina en 1948, año en que fue publicada por los Juegos
Florales de San Marcos su novela premiada, El cínico. Luego, eligió las letras, y
sucesivamente ha ido entregando al lector libros que para él son experimentos —
175
muchos de ellos logrados—, que buscan el avance no sólo de la prosa peruana, sino de
la estructura narrativa, de la atmósfera dramática, y de la incorporación de grandes
temas sociales a la literatura. Su obra es resultado de una profunda reflexión sobre
métodos narrativos, estudiados por él en James Joyce, William Faulkner, y en otros
egregios autores de los siglos XIX y XX.
Obra narrativa principal: Sus primeros once libros de cuentos, entre ellos La batalla, El
Cristo Villenas, Vestido de luto, se reunieron en Cuentos completos, 2 tomos (1997),
completando un centenar de textos, a los que se han sumado los cuentos de Contraste
de figuras (1998) y Abismos sin jardines (1999). Entre sus ocho novelas destacan Los
Íngar (1955), Los aprendices (1974), Retratos turbios (1982), Un joven, una sombra
(1993), El precio de la aurora (1997) y Pálido, pero sereno (1997).
Antonio
Gálvez
Ronceros
(Chincha,
1932)
Considerado como uno de los cuentistas peruanos de mayor pericia técnica, el crítico
Ricardo González Vigil afirma que Gálvez Ronceros, con Los ermitaños, y más
claramente, en Monólogo desde las tinieblas, “efectúa una tarea trascendente: retratar
desde adentro el campesino de la costa, con especial intervención de los negros, su
lenguaje, su sensibilidad, su picardía, su sabiduría. Plasma uno de los mejores
humorismos de nuestras letras. De otro lado, fue uno de los animadores de la importante
revista Narración, siendo fecundo su magisterio para los integrantes jóvenes, en especial
Gregorio Martínez, Augusto Higa e Hildebrando Pérez Huaranca”.
Obra narrativa: Los ermitaños (1963), cuentos; Monólogo desde las tinieblas (1975),
cuentos; Historias para reunir a los hombres (1988), cuentos; y Aventuras con el candor
(1989), notas y crónicas.
Tulio Carrasco (Huancavelica, 1933)
Como Congrains y Sueldo Guevara, practicó el neorrealismo y el neoindigenismo
esquemático y a la vez poético. Quizá fue siempre un personaje de Chéjov, estatuario,
silencioso, observador de la tropa que entraba en Palermo.
Obra narrativa: La escalera (1956), cuentos.
Edgardo Rivera Martínez (Jauja, 1935)
Valioso autor, cada vez más aplaudido en el cuento y la novela a nivel latinoamericano.
Es uno de los narradores más exigentes consigo mismo y por ello más conspicuos y
maduros. Su larga trayectoria desde sus primeros cuentos, en 1963, señala logros
siempre en ascenso, donde el estilo, la forma, la estructura, se encajan plausiblemente
en el tema (nacional, regional, o imaginario), y así el lector goza en varios niveles de
plenitud. También es un reconocido novelista y traductor. Cultiva asimismo la
autobiografía en Casa de Jauja (1985).
176
Obra narrativa principal: Sus siete primeros libros de relatos, entre ellos, El unicornio,
Azurita, Angel de Ocongate, se reunieron en los Cuentos completos (1999). Su novela
más conocida es País de Jauja (1993), además de sus novelas cortas reunidas en
Ciudad de fuego (2000); y por otro lado, se dedica asimismo, y metódicamente, a las
traducciones de distinguidos viajeros como Wiener, Markham, Marcoy y otros.
Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936)
El precoz surgimiento literario de Vargas Llosa, quien fue testigo algo silencioso de la
marcha de los narradores de los 50, se manifestó en su primer cuento, de 1956, que
publicamos aquí, y que fue recogido en su primer libro de narraciones breves, Los Jefes
(Barcelona, 1959). Luego, abandonó este género y pasó a descollarse como uno de los
primeros novelistas peruanos de todos los tiempos. Elegimos “El abuelo” porque acá se
halla el punto inicial, todavía inmaduro e indeciso, del cual crecerá un escritor
descomunal.
Obra narrativa principal: Los jefes (Barcelona, 1959). Entre sus numerosas y aplaudidas
novelas destacaron, inicialmente también, La ciudad y los perros (1963), La casa verde
(1966), Los cachorros (1967), Conversación en la catedral (1969), y La guerra del fin del
mundo (1981). Los éxitos continúan hasta hoy y desbordan el marco de este libro,
exclusivamente consagrado a los cuentos.
Nota: El segundo volumen de esta antología se dedicará a los autores sanamrquinos de
fechas más recientes.
177
Índice cronológico de títulos
1899
“Don Quijote”, por Carlos E. B. Ledgard. Tomado de Ensueños.
1903
Hojas de album, cuentos por José Antonio Román. Aquí reproducimos “El cuaderno
azul”, texto de 1916, tomado de Almas inquietas.
1904
“Una Historia Vulgar”, por Clemente Palma, tomado de Cuentos malévolos.
1904
“Yerba Santa”, por Abraham Valdelomar, texto redactado ese año.
1920
“Dedicatoria a cuentos andinos” y “Cómo habla la coca”, por Enrique López Albújar,
tomado de Cuentos Andinos.
1923
“Más allá de la vida y de la muerte”, por César Vallejo, tomado de Escalas.
1924
“A la criollita”, por Ventura García Calderón, tomado de La venganza del cóndor.
1924
“El abrazo”, por Fernando Romero, tomado de Doce relatos de selva.
1928
“El malecón” y “Puntos”, por Estuardo Núñez, tomados de Amauta Nos. 13 y 15,
respectivamente.
1930
“Jijuna” por José Diez Canseco.
1934
“El pututo” por Emilio Romero, tomado de Balseros del Titicaca.
1946
“Taita Dios nos señala el camino”, por Francisco Vegas Seminario, tomado de Chicha,
sol y sangre.
178
1946
“Casicha”, por Porfirio Meneses, tomado de Cholerías.
1952
“La captura”, de Juan Gonzalo Rose, tomado de Letras peruanas No. 5, febrero 1952.
1953
“Esa vez del huaico”, por Eleodoro Vargas Vicuña, tomado de Nahuín.
1954
“Volver al pasado”, por Sebastián Salazar Bondy, tomado de Náufragos y
sobrevivientes.
1955
“El viaje”, por Carlos Thorne, tomado de Letras peruanas, No. 12, agosto 1955.
1955
“Látigo”, por Tulio Carrasco, tomado de la antología Cuentos peruanos, segundo
tomo, comp. Círculo de Novelistas Peruanos (léase Enrique Congrains Martín).
1956
“Locura”, por Glauco Machado. A falta del original, citamos la fecha de la Antología de
Alberto Escobar, que tampoco señala datos precisos.
1957
“Peligro”, por Sara María Larrabure, tomado de El cuento peruano, antología por
Ricardo González Vigil, 1942-1958 (Lima: Copé, 1991).
1957
“La sequía”, por José Bonilla Amado, tomado de Cuentos contemporáneos, por
Alberto Escobar.
1958
“Ensalmo del café”, por José Durand, tomado de Desvariante.
1959
“El abuelo”, de Mario Vargas Llosa, tomado de Los Jefes.
1960
“Una vez por todas”, por Manuel Mejía Valera, tomado de Un cuarto de conversión.
179
1961
“La agonía del Rasu-Ñiti”, por José María Arguedas, ed. especial de La Rama Florida.
1969
“Juana la campa te vengará”, por Carlos Eduardo Zavaleta, tomado de la revista
Visión del Perú.
1971
“En la selva no hay estrellas”, por Armando Robles Godoy, tomado de La muralla
verde y otras historias.
1979
“La muerte del doctor Octavio Aguilar”, por Wáshington Delgado, tomado de Cuentos
Copé.
1979
“El animal está en casa”, por Antonio Gálvez Ronceros, tomado de la antología de
Marco Martos, Entre milenio y milenio, en la víspera.
1979
“El Ángel de Ocongate”, de Edgardo Rivera Martínez, tomado de Cuentos completos
(1999).
1986
“Animal fantástico indomesticable”, por Luis León Herrera.
180
Descargar