El llanto de mi guitarra

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El llanto de mi guitarra
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Cuba
El llanto de mi guitarra
- LITERATURA - Cuentos -
Fecha de publicación en línea: Sábado 8 de diciembre de
2007
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El llanto de mi guitarra
Cuando le ponÃ-an algún sobrenombre a alguien enseguida te dabas cuenta de la alusión, pero en aquel viejo
melancólico y taciturno me la pusieron en China. Le decÃ-an El Beatle, y solo lo veÃ-amos, cuando lo veÃ-amos,
mientras pasaba hacia el comedor o al regreso del mismo.
Creo que Ulises Botello, que estaba en el Quintomundo en esa época, fue el que nos despejó la incógnita.
Le decÃ-an asÃ-, porque se pasaba todo el santo dÃ-a y buena parte de la noche llorando, gimiendo quedamente,
soplándose los mocos, suspirando.
Le importaba un carajo que le dieran dos o tres bofetones y no hacÃ-a el menor caso de los gritos de “¡cierra la
maldita boca, viejo e mierda!―
Siempre y a todas horas con aquella letanÃ-a. Entonces a un jodedor se le ocurre decir:
-— No podemos quejarnos: tenemos en el dial a los Beatles con su éxito de siempre “El llanto de mi
guitarra― –y ya no hubo quien le quitara el apodo.
No era el único que lloraba. Al Quintomundo lo inauguraron con los asegurados –como les decÃ-an los
guardias—por la Ley de Peligrosidad en el 80. Estaban consternados: ninguno habÃ-a sido detenido cometiendo
delito alguno, y más de un viejo lloraba mientras contaba la historia de su detención; pero este era el peor lloricón
que pasara jamás por esta prisión.
Nadie querÃ-a vivir a su lado, y terminaron por ponerlo solo en una celda tapiada. Bueno, en realidad todas las del
Quinto eran tapiadas.
Eso fue cuando lo de las embajadas y el Mariel. Todo el que la policÃ-a lo tenÃ-a entre ceja y ceja era llamado y le
decÃ-an: “te largas del paÃ-s, o te metemos preso; escoge―. Todos los que se quedaron pensaban que era
una amenaza más, que a nadie lo encerrarÃ-an asÃ-, sin más ni más; pero estaban equivocados.
Después la gente especulaba sobre las razones por las cuales inventaron esa Ley extraña. Que si faltarÃ-a
mano de obra, después del éxodo masivo; que si la poli no podÃ-a coger in fraganti a los jodedores, y qué se
yo cuantas más.
Lo cierto es que llenaron el Quintomundo con esa gente, y ya en junio no habÃ-a quien soportara el calor. Las
puertas estaban enchapadas con una tola de acero, con un hueco a ras de suelo para pasar las bandejas de
comida, y los ventanucos de las celdas también estaban tapiadas con gruesas persianas de hormigón, las que
apenas dejaban pasar el aire suficiente para respirar.
Súmale a esto que se pasaban semanas sin que bajara el agua, que se tupÃ-an los tragantes, que muchos no
tenÃ-an visita, que jamás le echaban desinfectante a los hoyos de cagar, y tendrás una idea remota de lo que era
agonizar en el Bloque de Castigo llamado el Quintomundo por los presos.
Esa gente venÃ-a de la calle, muchos de ellos sin antecedentes y sin experiencia carcelaria –otros con lejanos
historiales-—, trasladados de golpe desde sus casas hasta el infierno.
Por eso es que muchos de nosotros comprendÃ-amos que lo raro era que todos, o por lo menos la mayorÃ-a, no
estuvieran halándose los pelos, o gritando como endemoniados, o haciendo preparativos para suicidarse.
El viejo no era de los que les iba peor.
TenÃ-a una hija que era un pastel de manzana, y nunca faltaba el guardia buen samaritano que estuviera dispuesto
a pasarle algo a su padre. En general, nadie creÃ-a en la bondad desinteresada o los sentimientos humanitarios, en
tanto pocas veces las viejas desdentadas y pobres conseguÃ-an ese tipo de favor.
Eso era lo que pensaba la gente, y esto parecÃ-a dolerle mucho más al Beatle. Cuando le traÃ-an algo y el mono
se largaba la gente hacÃ-a comentarios casuales sobre lo útil que era tener una hija con el culo lindo.
Eso lo sacaba de quicio, lo hacÃ-a vociferar palabrotas y en algún momento tuvo la cabrona ocurrencia de lanzarle
el paquetico a los de enfrente –convirtiendo la burla en una operación lucrativa, y ya no pudo librarse de ello.
Yo ya conocÃ-a más o menos su historia y esa tarde final estaba en el patio, junto a la puerta del Uno, cuando
pasó la hilera del Quinto hacia el comedor.
Saludé a Alfredito, al que le decÃ-amos el Padrino a sus espaldas, y luego me fijé en la patética estampa del
Beatle.
Caminaba como un autómata.
Al atravesar la triple alambrada que separa al comedor de los bloques se detuvo, con las manos en el pecho en
actitud de monje. Como si estuviera orando. Algunos lo esquivaron y otros tropezaron con él.
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El llanto de mi guitarra
El guardia que venÃ-a detrás de la fila lo golpeó sin rudeza con el bastón, y el viejo comenzó a dar unos pasitos
inseguros.
De pronto se detuvo, abrió los brazos, levantó la mirada hacia el cielo, estuvo un instante asÃ-, y cayó como un
tronco.
Los que estaban cerca dicen que gritó:
-— ¡Dios mÃ-o, libérame!
Y Dios lo escuchó.
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