Modernas armas de guerra

Anuncio
EEUU en guerra
Modernas armas de guerra
Alberto Piris
Centro de Colaboraciones Solidarias. España, octubre del 2001.
Algunos medios de comunicación no ocultan su entusiasmo ante la nueva exhibición de
armamento moderno utilizado contra Afganistán. Expertos de diversa condición ensalzan en las
pantallas de nuestros televisores las ventajas de los distintos cazabombarderos, los alcances
de los misiles de crucero, la capacidad de los portaaviones desplegados en la zona y otros
detalles del variado material bélico, con entusiasmo propio del departamento de ventas de
cualquier multinacional del armamento. Hasta un enfebrecido periodista se refería hace unos
días al "mítico Stinger", un misil antiaéreo portátil bastante pasado ya de moda, en poder del
ejército afgano, que sólo con mucha suerte a su favor podría derribar algún helicóptero
atacante. Su carácter de mito pertenecía sólo a la calenturienta mente del informador.
En este delirio armamentístico hasta se llegan a confeccionar complejos cuadros para
comparar las armas de EE UU y el Reino Unido disponibles en esa zona con las de Afganistán.
Algo que resulta ridículo. Pero el entusiasmo bélico de prensa, radio y televisión parece no
conocer barreras y, ante las acciones de guerra, muestran su voluntad de explotar a fondo el
filón sensacionalista que lo bélico lleva consigo.
Situación próxima al arrebato se ha producido con la entrada en el escenario bélico de dos
espectaculares sistemas de armas: las bombas en racimo y las bombas de penetración.
Suficientemente descritas en las páginas de los diarios como para que aquí sea necesario
volver a recordar sus modos de funcionamiento, bastaría añadir que sus efectos y las misiones
para las que se utilizan son las habituales: matar o dejar fuera de combate al personal y
destruir o inutilizar bienes y equipos.
Desde las primeras armas que usaron nuestros antecesores preneolíticos, sus finalidades
esenciales apenas han variado. La tecnología ha permitido multiplicar sus alcances, potencias,
radios de acción y contundencia de empleo, a la vez que ha alejado cada vez más a los que las
usan de los que sufren sus efectos. Una bomba de penetración logra en unos segundos un
efecto muy superior al que los zapadores de hace un par de siglos conseguían en varias
semanas de laboriosa perforación de minas bajo las murallas de un bastión. Y el disparo de
una bomba de racimo sobre un campo de batalla consigue, también en el acto y desde una
distancia remota, lo que hubiera requerido la acción prolongada de una unidad de infantería.
Dejando aparte la peculiar naturaleza de algunas armas que, como las minas contra personas,
siguen activas cuando el conflicto bélico ha concluido, lo que las hace especialmente
insidiosas, ningún arma está preparada para hacer distingos entre combatientes y población
civil. De ahí que resulte hipócrita que los gobiernos anuncien anticipadamente que se hará todo
lo posible por no causar bajas "colaterales" y también aparezca un alto grado de hipocresía
entre quienes, aplaudiendo las acciones ofensivas, se horrorizan después ante sus funestos
resultados.
Durante la Primera Guerra Mundial se discutió extensamente sobre la letalidad de las armas
utilizadas. Se llegó a la conclusión de que era más apropiado emplear armas que, en vez de
matar directamente, mutilaran seriamente a quienes sufrieran sus efectos. De este modo se
obtenían dos resultados interesantes. Por un lado, se sobrecargaban los servicios sanitarios de
atención de urgencia en primera línea y los de evacuación a retaguardia, provocando
complicaciones en rutas e itinerarios, mientras que los muertos, enterrados in situ, apenas
producían molestias a los Estados Mayores. Por otra parte, en su recorrido hasta los hospitales
de la zona del interior, no se podían mantener ocultas a las desventuradas víctimas, y su sola
presencia, escuchando sus quejidos y contemplando sus mutilaciones, contribuiría a minar la
1
moral de la población civil y la de los soldados de relevo que eran trasladados a los frentes.
Esta idea llegó a ser aceptada en países nominalmente democráticos, socialmente avanzados
y de acendradas creencias cristianas, de las que hacían gala a menudo en actos religiosomilitares. Pocos capellanes castrenses alzaron su voz contra tal aberración. Tenían una
justificación: se trataba de defender a la patria.
Sirva lo anterior para apuntalar la idea de que, en cuanto las armas hablan, el diálogo de la
razón se desvanece, el apasionamiento ofusca las mentes y es el reino de los instintos el que
es llamado a prevalecer. Ahora que sobre las miserables ciudades afganas está lloviendo el
fuego de la venganza, en alas de armamentos refinados y complejos, en cuya capacidad de
muerte y destrucción se han invertido ingentes recursos humanos, la necesidad de mantener
una fría capacidad de reflexión crítica se hace cada vez más necesaria.
2
Descargar