oracional 18 - Congregación de los Misioneros de Mariannhill

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Fascículo N.O 24
CAPÍTULO VIII: María, Madre de Mariannhill (VI)
© BRADI BARTH
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Y TODA LA LUZ DE DIOS
–CRISTO–
SE POSÓ EN NUESTRA ORILLA
–MARÍA–
© BRADI BARTH
Contemplemos a Cristo como el Sol, que nace de lo alto y contemplemos a María como aquella Luna que refleja la luz de dicho
Sol. Veamos así cómo Jesús y María van siempre juntos y cómo la relación entre ambos pertenece a la entraña de nuestra fe. Si empezamos el camino por María es para llegar a Jesús como destino; si
saludamos al lucero del alba es porque sabemos que la salida del sol
es inminente. En definitiva honramos a la Madre por causa del Hijo
y, queriendo ver al Hijo, le pedimos a la Madre: “Muéstranos a Jesús,
fruto bendito de tu vientre”.
Orientados por María, lucero del alba, emprendamos el viaje
hacia Cristo, sol que nace de lo alto. El itinerario a recorrer está jalonado por estas etapas: estrella, luz, resplandor, candela, calor, fuego,
incendio, lumbre.
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ESTRELLA
La estrella, al espolear la vida apacible de aquellos sabios de oriente,
les urge a emprender un incómodo viaje para encontrar a alguien muy
especial, del que ella misma era su señal. Guía segura para el camino, la
estrella desaparece cuando confunden al rey de Jerusalén con el Rey de
Belén. Habiendo encontrado Jesús, la estrella empieza a lucir en el firmamento interior de aquellos sabios, que vuelven a casa por otro camino.
Esa estrella luminosa y exigente es Dios mismo, ayudándonos a reconocer la mentira y fugacidad de los ídolos. Esa estrella también es
Cristo, iluminando nuestra conciencia, orientándonos hacia la meta,
amonestándonos contra lo que nos empobrece. Y detrás de la estrella
también podemos reconocer a María, que tiene por misión avisar de la
inminente aparición del Sol. Fiel esclava y generosa colaboradora del
plan salvador de Dios, María inquieta a los hombres para que no se conformen con lo dado y miren hacia lo alto. María impulsa y guía a los que
buscan a Dios. María avisa, ocultándose, cuando confundimos a Dios
con los ídolos. María nos introduce en la casa de la Iglesia, mostrándonos a Jesús, para que le adoremos y le hagamos la ofrenda de nuestra
vida. María nos urge a compartir la alegría del hallazgo y a retornar a
nuestra morada personal por ese otro camino que se llama conversión
y vida nueva.
LUZ
La luz define la naturaleza del mismo Dios, quien envió al mundo a
su Hijo, como luz del mundo. La luz de Cristo recibida en el bautismo
nos urge a caminar como hijos de la luz y a ser nosotros mismos misioneros de esa luz. Llamados a ser amigos de la luz, conservamos limpio
y abundante el aceite de nuestras lámparas, pues con esa luz debemos
salir al encuentro del Señor.
Iluminada por Dios, María colaboró para que brillara en medio de la
oscuridad del mundo la anhelada luz de Cristo. Cuando dio a luz al Salvador en la cueva de Belén, no se lo guardó para sí, sino que lo alzó y lo
presentó ante la faz de todos los pueblos. Recorrió el camino de su existencia vital, guiada por la luz de su Hijo, guardándole fidelidad de discípula, al no permitir se apagara en ella la luz divina. Habitando ahora en
la ciudad de la luz, María no deja de trabajar para que la Iglesia, sacramento de la luz, no cese en su misión de presentar a Aquél que ha venido
para iluminar a los que viven en tinieblas y sombras de muerte. María ha
sido la que ha dado a luz en nosotros la vida nueva de los hijos de Dios el
día de nuestro Bautismo. Si en esta luz nos mantenemos y al resplandor
de la misma caminamos, llegaremos también al país de la luz, iluminado
día y noche por la luz misma del Cordero degollado y vencedor.
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RESPLANDOR
Siendo Cristo el resplandor de la verdad, vivir al amparo del mismo
es edificar la propia vida sobre roca. Vivir rodeados de las tinieblas de la
mentira es levantar la propia existencia sobre arena. Corremos tras el
resplandor de la verdad, porque necesitamos un punto de referencia que
oriente nuestra existencia y que dé sentido a nuestro vivir y a nuestro
morir, a nuestro obrar y a nuestro padecer.
Silenciosamente hermosa, María resplandece sobre nuestro caminar
diario. La que pisó la cabeza de la serpiente embustera siempre está preparada para salir al quite de los que, alguna vez, nos dejamos enredar
por las tinieblas del error y no seguimos el camino de la verdad. Intercesora para que siempre triunfe en nosotros la verdad de su Hijo, María
también es modelo luminoso y maestra resplandeciente a la hora de
orientarnos y enseñarnos a vivir y actuar según la verdad. Así lo hace
con su palabra acertada y segura, con su silencio elocuente y convincente. Pero su orientador magisterio alcanza toda su eficacia gracias a
su misma existencia: Ella vivió en la verdad y actuó según los dictámenes de la misma. Por ello cuando nos acercamos a María percibimos de
inmediato la solidez y la coherencia de alguien que ha hecho de Cristo
su verdad y al resplandor de la misma vive, obra, sufre y muere.
CANDELA
La candela, sea lumbre para cocinar o lámpara para alumbrar, no
tiende a llamar la atención. Pero, ¿qué sería de nosotros sin la candela?
Hagamos el elogio de la delicada candela de la normalidad. Gracias a ella
nuestra existencia humana y nuestra vida cristiana tienen el gusto del
hogar caliente y luminoso. Maravillosa aventura aquella de poder vivir
en cristiano nuestra vida cotidiana.
En el interior del hogar de Nazaret la vida cotidiana y sencilla de sus
moradores se regía por la candela de la normalidad. Quiso Dios que la
normalidad fuera la característica de aquel hogar. Allí todo transcurría
con normalidad: los trabajos de José y los quehaceres de María; los juegos y los rezos del Niño; los silencios de José, las meditaciones de María
y el crecimiento del Niño en edad, sabiduría y gracia; la muerte del marido y la vida de una viuda con su hijo único; la marcha de Jesús y la soledad de María. Todo tan normal como normal era la candela, donde
aquella familia cocinaba y a la luz de la cual vivía. Pero aquella pasmosa
normalidad estaba transida por el misterio de Dios, que llenaba la casa,
las existencias y las almas de cada uno de sus moradores. Gracias a la
candela de Nazareth la vida cristiana tiene el gusto del hogar caliente y
luminoso.
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CALOR
La fuente del amor cristiano está en Dios mismo, que es Amor.
Siendo Dios hoguera ardiente del amor, acertada es la imagen del calor
para hablar de la caridad cristiana y evangélica. El amor de Dios hacia el
hombre hace cálida la vida de los hombres. Con el calor del amor de
Dios en nosotros podremos luego devolverle amor y repartir a los demás
el calor mismo del amor.
Dios bendijo a María con todo su amor y por ello pudo María devolverle
a Dios el fiat de su amor y realizar más tarde un viaje de caridad para atender a su prima Isabel, uniendo así el amor al prójimo y el amor a Dios.
Llena del amor de Dios, María amó a Jesús y a José, poniendo calor en
aquel hogar sagrado de Nazaret. Jesús y José eran sus prójimos más próximos con los que compartió el calor del amor con gestos concretos propios de una madre y de una esposa. El amor de María, como el de todas
las madres, no conocía el límite ni la medida, ni esperó nunca recompensa
alguna. Recordemos cómo amó María a la Iglesia naciente, acogiendo
como hijos a los discípulos de su Hijo, sin echarles jamás en cara su cobardía al dejar a su Jesús abandonado en los momentos más críticos. Y no
olvidemos que María sigue amando desde el cielo a todos los discípulos de
su Hijo, que bien se están purificando o se encuentran peregrinando.
FUEGO
Nadie nunca logró encadenar el Evangelio. El fuego del Evangelio se
las arregla para llegar a los oídos y transformar los corazones de todos
los hombres y mujeres. Los que hemos experimentado el fuego de la salvación de Jesús hemos de fomentar un espíritu católico de apertura y generosidad. Compartamos todo aquello que estimamos de gran riqueza
y valor para nosotros.
María, portadora del fuego divino y misionero, colaboró para que el
Salvador pusiera su tienda entre nosotros. Pero no se lo guardó para sí:
lo expuso a la contemplación de todos y lo entregó a todos. ¡Cuánto
bien nos hizo María al sembrar en nosotros a Jesús! Y así nos evangelizó.
Pero María también es sembradora apostólica por sus palabras y silencios, por sus obras y ejemplo de vida, por la práctica de las virtudes y por
la contemplación de sus imágenes. Su presencia activa en medio de los
discípulos de su Hijo, en los inicios de la vida de la Iglesia, le hace ser merecedora del título Reina de los apóstoles. Desde el cielo sigue María realizando hoy la sementera de la mejor de las semillas: la del Evangelio.
Como miembros de una Iglesia, que es misionera por naturaleza, debemos ser fuego misionero en medio del mundo, sembrando por nuestra manera de ser, vivir y hablar la buena semilla del Evangelio.
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INCENDIO
Si el hombre se expusiera al incendio del reino de Cristo, notaría
cómo se ve sanado, salvado y renovado de raíz. Nadie jamás saldrá perdiendo al escoger a Cristo por Rey; antes al contrario, el hombre todo
lo gana exponiéndose al incendio del reino de Cristo. Este Rey mendigo
también nos pide que colaboremos con Él y con el incendio de su reino,
siendo voceros y constructores del mismo.
Ahí tenemos a María, mujer nueva y renovada, porque supo dar cabida en ella al incendio de su Hijo. Ahí tenemos a María, que ahora es
reina con su Rey y Señor, porque supo primero ser su esclava y colaboradora. Ahí tenemos a María, que se vio promocionada y alcanzó el máximo de sus posibilidades en cuanto ser humano, porque colaboró para
que llegara a este mundo Cristo Rey y, con Él, el incendio de su reino. Sin
alejarse jamás de nosotros, se levanta María ante nosotros como el ideal
y el referente último de nuestra vocación humana y cristiana. Nada perdió y, en cambio, todo lo ganó sometiéndose al que era a la par su Hijo
y Señor. María pudo someterse a Cristo Rey porque no dejó de pisar
nunca la cabeza del príncipe de este mundo. María, la Inmaculada, la
llena de gracia, la toda Santa, la que no conoció el pecado, siempre nos
ayudará a someternos a Dios y a enfrentarnos con el Diablo.
LUMBRE
Las bienaventuranzas nos proponen un mundo opuesto y no sólo
distinto al actual. Las bienaventuranzas nos recuerdan que la mirada de
Dios no es como la de los hombres. Las bienaventuranzas transforman
el mundo en su raíz. Para vivir según ellas hay que ser muy valientes y
esforzados. Quien vive según este proyecto de Dios aporta a la humanidad la consistencia de la lumbre bienhechora
María llevó una vida según las exigencias del Evangelio de su Hijo, al
vivir según las bienaventuranzas, que fueron también el sueño y el proyecto de Dios para su vida. Y porque fue constante y perseverante en
este empeño, Dios puso en ella su mirada de complacencia. El fuego recibido, por la constancia y la perseverancia, se convirtieron en María en
lumbre bienhechora. María ha venido a ser brasero de lumbre evangélica.
Ella se preocupa para que los discípulos de su Hijo vivan el Evangelio de
las bienaventuranzas y no dejen se apague en ellos su lumbre, convirtiéndose en ceniza inservible. También se ocupa para que en este
mundo, que sufre del permanente frío del egoísmo y del incomprensible alejamiento de Dios, no falte quien ponga en él brasas de lumbre
bienhechora, al vivir según el Evangelio de las bienaventuranzas.
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Invoquemos a
Ntra. Sra. de la
Presentación,
Santísima Virgen
de la Candelaria,
y Madre de
Mariannhill:
María, tú que eres dulce,
clemente y piadosa,
vuelve hacia todos nosotros
tus ojos misericordiosos.
Espéranos en la meta,
ábrenos la puerta;
y muéstranos a Jesús,
fruto bendito de tu vientre.
Sigue, mientras tanto,
rogando por nosotros,
ahora mientras
es tiempo de caminar
y en aquella hora
en que nos recogerás cansados
en tu regazo.
Dormidos en ti,
el rocío de tus lágrimas
nos hará despertar en Dios.
Amén.
© GEREON CUSTODIS CPS
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