Conferencia General Abril 1976 AMANECER SIN ESPERANZA. . . GOZOSA MAÑANA por el élder Thomas S. Monson M e siento honrado de estar en este púlpito donde hace unos momentos estuvo el Presidente de la Iglesia, el Profeta de Dios, Spencer W. Kimball. Y mis pensamientos han ido hacia la tierra de sus antepasados, Gran Bretaña. Su capital, Londres, es una ciudad llena de historia y con lugares famosos en todo el mundo; entre éstos se cuentan los magníficos museos de arte que posee. En una gris tarde invernal visité uno de ellos, la conocida Galería Tate. Allí me maravillé frente a los paisajes de Gainsborough, los retratos de Rembrandt y las nubes tormentosas de los cuadros de Constable. Pero el cuadro que no sólo me llamó la atención, sino que me cautivó, se encontraba en un humilde rincón del tercer piso; en él se ve una sencilla casita frente al mar borrascoso y, arrodillada junto a una mujer de edad, se encuentra una joven traspasada por el dolor de haber perdido a su esposo marino: la vela consumida en el antepecho de la ventana, nos dice de su larga e infructuosa vigilia, y los grandes y oscuros nubarrones son lo único que queda de la tempestuosa noche. Pude sentir su soledad, su desesperación. El nombre que el artista dio a su obra, describe vividamente la desdichada historia: "Amanecer sin esperanza". Para aquella joven, como para muchas personas que han perdido un ser amado, cada amanecer es sin esperanza. Estos son los sentimientos de aquellos que ven la muerte como el fin y para quienes la inmortalidad no es más que un sueño imposible. La famosa científica Madame Curie, al volver a su casa después del funeral de su esposo, Pierre, muerto en un accidente en las calles de París, escribió en su diario lo siguiente: "Taparon la tumba y pusieron sobre ella coronas de flores. Todo ha termina-do. Pierre duerme su último sueño bajo la tierra; este es el fin de todo, todo, todo." (Madame Curie, por Eve Curie. Garden City Publishing Co., pág. 249.) El filósofo Bertrand Russell, un ateo, dijo: "No hay fuego, ni heroísmo, ni integridad de pensamiento o sentimiento, que pueda preservar la vida más allá de la tumba". Y Schopenhauer, el filósofo alemán conocido por su pesimismo, fue más amargo aún: "Desear la inmortalidad, sería desear la perpetuación de un gran error". En realidad, muchas son las personas que han meditado al respecto y se han hecho la misma pregunta que se hizo el venerable, perfecto y justo hombre llamado Job, hace cientos de años: "Si el hombre muriere, ¿volverá a vivir?" (Job 14:14). Después de recibir inspiración de lo alto, él mismo la respondió: "¡Quién diese ahora que mis palabras fuesen escritas! ¡Quién diese que se escribiesen en un libro; Que con cincel de hierro y con plomo fuesen esculpidas en piedra para siempre! Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo; Conferencia General Abril 1976 Y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios (Job 19:23-26.) Hay pocas declaraciones en las Escrituras que revelen tan claramente una verdad divina, como ésta de Pablo a los corintios: "Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados." (1 Cor. 15:22.) Frecuentemente la muerte llega como una intrusa, una enemiga que aparece súbitamente en medio del espectáculo de la vida, apagando sus candilejas y disipando su alegría; visita a los ancianos que ya caminan con paso inseguro; su llamado llega a oídos de aquellos que todavía no han llegado a la mitad de la jornada y, muchas veces, acalla las alegres risas de los niños. La muerte descarga su pesado golpe sobre nuestros seres queridos y nos deja abrumados y confusos. En algunos casos, cuando viene a poner una larga enfermedad y gran sufrimiento, la vemos como un ángel de misericordias pero generalmente la consideramos el enemigo de la felicidad. Las aflicciones de las viudas, por ejemplo, son un tema repetido en las Escrituras. Todos nos hemos sentido conmovidos por el caso de la viuda de Sarepta que, después de muerto su esposo y consumidas las escasas provisiones que le quedaban, se dispuso a esperar la muerte con su hijo. Entonces llegó Elías, el Profeta de Dios, que por medio de su fe le llevó la paz celestial. Y recordamos también a la viuda de Naín, que lloraba la pérdida de su hijo; su inalterable fe, su ferviente oración, le llevaron un divino regalo: el Señor Jesucristo mismo devolvió la vida al hijo y lo puso nuevamente en los brazos de la madre. Pero, ¿qué sucede en nuestros días? ¿Encuentra consuelo el corazón destrozado? ¿Recuerda Dios todavía a la viuda en su aflicción? No lejos de este Tabernáculo vivían dos hermanas; ambas tenían un esposo amante y dos hermosos hijos; ambas vivían rodeadas de comodidad, prosperidad y buena salud. Pero la tenebrosa segadora las visitó un día. Primero, cada una de ellas perdió uno de sus hijos; después, los esposos de ambas murieron. Los amigos trataron de consolarlas y aliviar su pesar; mas no hubo alivio al sufrimiento. Pasaron los años y las dos hermanas, con el corazón todavía destrozado por el dolor, buscaron consuelo en la reclusión aislándose completamente del mundo. Así vivieron por algún tiempo, solas con su aflicción. Pero un día, un Profeta de Dios que las conocía, recibió la inspiración del Señor de atender a la triste situación en que vivían. El presidente Harold B. Lee visitó a las solitarias viudas en su hogar, prestó oído a sus lamentos y sintió el pesar que les oprimía el corazón. Después, las llamó para ponerlas al servicio de Dios y de sus semejantes. Cada una de estas hermanas dirigió su mirada hacia el sufrimiento y las necesidades de los demás; cada una de ellas sintió sobre sí la mirada de Dios y entonces la paz reemplazó a la consternación, el desaliento dio paso a la esperanza. El Señor había recordado una vez más las aflicciones de las viudas y les había brindado consuelo por medio de su Profeta. Conferencia General Abril 1976 La oscuridad de la muerte puede ser reemplazada para siempre por la luz de la verdad revelada. "Yo soy la resurrección y la vida", dijo el Maestro; "el que cree en mí aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente." (Juan 11:2526.) Esta seguridad, esta confirmación sagrada de que hay vida más allá de la tumba, puede muy bien ser la paz que el Señor prometió cuando les aseguró a sus discípulos: "La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo." (Juan 14:27.) "En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho: voy, pues, a preparar lugar para vosotros. . . . para que donde yo estoy, vosotros también estéis." (Juan 14:2-3.) Desde las tinieblas y el horror del Calvario salió la voz del Cordero, diciendo: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lu. 23:46). Y las tinieblas se dispersaron porque Él va estaba con su Padre. Había venido de su lado y a su lado había vuelto. Los que recorremos este peregrinaje terrenal junto a Dios, sabemos por benditas experiencias que El no abandona a aquellos de sus hijos que en El confían. Ante la oscura presencia de la muerte, su presencia será "más clara que la luz y más segura que el camino más protegido". La realidad de la resurrección del Señor fue proclamada por Esteban cuando, poco antes de morir apedreado, el mártir levantó los ojos al ciclo y exclamó: "He aquí, veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios" (Hechos 7:56). Y Saulo de Tarso, en su camino a Damasco, tuvo una visión del Cristo resucitado y exaltado. Después, ya como Pablo, defensor de la verdad e intrépido misionero, dio testimonio del Señor resucitado a los santos en Corinto declarando: "Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras: y que apareció a Cefas, y después a los doce. Después apareció a más de quinientos hermanos a la vez. . . Después apareció a Jacobo; después a todos los apóstoles: y al último de todos . . . me apareció a mí." ( 1 Cor. 15:3-8.) En nuestra dispensación, José Smith y Sidney Rigdon dieron valerosamente al mundo el mismo testimonio: "Y ahora, después de los muchos testimonios que se han dado de él, este testimonio, el último de todos, es el que nosotros damos de él: ¡Que vive! Porque lo vimos, aun a la diestra de Dios: y oímos la voz testificar que él es el Unigénito del Padre Conferencia General Abril 1976 Que por él, y mediante él, y de él los mundos son y fueron creados, y los habitantes de ellos son engendrados hijos e hijas para Dios." (D. y C. 76:22-24.) Este es el conocimiento que nos sostiene, la verdad que nos consuela; es la seguridad que saca de las tinieblas de la desesperación a aquellos que se encuentran anonadados por el dolor, y los conduce de regreso a la luz. Y esta certeza no está reservada sólo para un grupo selecto de personas, sino que está a la disposición de todos nosotros. Hace unos cuantos años, me enteré de la muerte de una amiga cercana, una joven mujer a quien la muerte llevó en la flor de su vida, y fui a visitar a su marido y sus hijos para expresarles mis condolencias. De pronto, la niña más pequeña me reconoció, se acercó y me tomó de la mano. "Ven conmigo", me dijo, conduciéndome junto al féretro donde descansaba el cuerpo de su amada madre. "Yo no lloro y tú tampoco debes llorar. Muchas veces mamá me enseñó lo que es la muerte, y la vida que podemos tener con nuestro Padre Celestial. Yo les pertenezco a ella y a papá, y todos vamos a volver a estar juntos después". Al oírla, recordé las palabras del salmista: "De la boca de los niños . . . fundaste la fortaleza . . . " (Sal. 8:2). A través de mis propias lágrimas pude ver la hermosa y confiada sonrisa de mi amiguita. Para ella jamás habrá un amanecer sin esperanza. Sostenidos por un testimonio inquebrantable, con la seguridad de que la vida continúa más allá de la tumba, ella, su padre, sus hermanos, y todos aquellos que comparten el conocimiento de esta divina verdad, pueden ciertamente declarar al mundo: "Por la noche durará el lloro, y a la mañana vendrá la alegría" (Sal. 30:5). Con toda la fuerza de mi alma os testifico que Dios vive, que su amado Hijo tuvo las primicias de la resurrección, que el evangelio de Jesucristo es la luz radiante que hace de cada amanecer sin esperanzas, una mañana gozosa. En el nombre de Jesucristo. Amén.