El sí de las niñas Escena VIII DON DIEGO, DOÑA FRANCISCA DON DIEGO.- ¿Usted no habrá dormido bien esta noche? DOÑA FRANCISCA.- No, señor. ¿Y usted? DON DIEGO.- Tampoco. DOÑA FRANCISCA.- Ha hecho demasiado calor. DON DIEGO.- ¿Está usted desazonada? DOÑA FRANCISCA.- Alguna cosa. DON DIEGO.- ¿Qué siente usted? (Siéntase junto a DOÑA FRANCISCA.) DOÑA FRANCISCA.- No es nada... Así un poco de... Nada... no tengo nada. DON DIEGO.- Algo será, porque la veo a usted muy abatida, llorosa, inquieta... ¿Qué tiene usted, Paquita? ¿No sabe usted que la quiero tanto? DOÑA FRANCISCA.- Sí, señor. DON DIEGO.- Pues ¿por qué no hace usted más confianza de mí? ¿Piensa usted que no tendré yo mucho gusto en hallar ocasiones de complacerla? DOÑA FRANCISCA.- Ya lo sé. DON DIEGO.- ¿Pues cómo, sabiendo que tiene usted un amigo, no desahoga con él su corazón? DOÑA FRANCISCA.- Porque eso mismo me obliga a callar. DON DIEGO.- Eso quiere decir que tal vez soy yo la causa de su pesadumbre de usted. DOÑA FRANCISCA.- No, señor; usted en nada me ha ofendido... No es de usted de quien yo me debo quejar. DON DIEGO.- Pues ¿de quién, hija mía?... Venga usted acá... (Acércase más.) Hablemos siquiera una vez sin rodeos ni disimulación... Dígame usted: ¿no es cierto que usted mira con algo de repugnancia este casamiento que se la propone? ¿Cuánto va que si la dejasen a usted entera libertad para la elección no se casaría conmigo? DOÑA FRANCISCA.- Ni con otro. DON DIEGO.- ¿Será posible que usted no conozca otro más amable que yo, que la quiera bien, y que la corresponda como usted merece? DOÑA FRANCISCA.- No, señor; no, señor. DON DIEGO.- Mírelo usted bien. DOÑA FRANCISCA.- ¿No le digo a usted que no? DON DIEGO.- ¿Y he de creer, por dicha, que conserve usted tal inclinación al retiro en que se ha criado, que prefiera la austeridad del convento a una vida más...? DOÑA FRANCISCA.- Tampoco; no señor... Nunca he pensado así. DON DIEGO.- No tengo empeño de saber más... Pero de todo lo que acabo de oír resulta una gravísima contradicción. Usted no se halla inclinada al estado religioso, según parece. Usted me asegura que no tiene queja ninguna de mí, que está persuadida de lo mucho que la estimo, que no piensa casarse con otro, ni debo recelar que nadie dispute su mano... Pues ¿qué llanto es ése? ¿De dónde nace esa tristeza profunda, que en tan poco tiempo ha alterado su semblante de usted, en términos que apenas le reconozco? ¿Son éstas las señales de quererme exclusivamente a mí, de casarse gustosa conmigo dentro de pocos días? ¿Se anuncian así la alegría y el amor? (Vase iluminando lentamente la escena, suponiendo que viene la luz del día.) DOÑA FRANCISCA.- Y ¿qué motivos le he dado a usted para tales desconfianzas? DON DIEGO.- ¿Pues qué? Si yo prescindo de estas consideraciones, si apresuro las diligencias de nuestra unión, si su madre de usted sigue aprobándola y llega el caso de... DOÑA FRANCISCA.- Haré lo que mi madre me manda, y me casaré con usted. DON DIEGO.- ¿Y después, Paquita? DOÑA FRANCISCA.- Después... y mientras me dure la vida, seré mujer de bien. DON DIEGO.- Eso no lo puedo yo dudar... Pero si usted me considera como el que ha de ser hasta la muerte su compañero y su amigo, dígame usted: estos títulos ¿no me dan algún derecho para merecer de usted mayor confianza? ¿No he de lograr que usted me diga la causa de su dolor? Y no para satisfacer una impertinente curiosidad, sino para emplearme todo en su consuelo, en mejorar su suerte, en hacerla dichosa, si mi conato y mis diligencias pudiesen tanto. DOÑA FRANCISCA.- ¡Dichas para mí!... Ya se acabaron. DON DIEGO.- ¿Por qué? DOÑA FRANCISCA.- Nunca diré por qué. DON DIEGO.- Pero ¡qué obstinado, qué imprudente silencio!... Cuando usted misma debe presumir que no estoy ignorante de lo que hay. DOÑA FRANCISCA.- Si usted lo ignora, señor Don Diego, por Dios no finja que lo sabe; y si en efecto lo sabe usted, no me lo pregunte. DON DIEGO.- Bien está. Una vez que no hay nada que decir, que esa aflicción y esas lágrimas son voluntarias, hoy llegaremos a Madrid, y dentro de ocho días será usted mi mujer. DOÑA FRANCISCA.- Y daré gusto a mi madre. DON DIEGO.- Y vivirá usted infeliz. DOÑA FRANCISCA.- Ya lo sé. DON DIEGO.- Ve aquí los frutos de la educación. Esto es lo que se llama criar bien a una niña: enseñarla a que desmienta y oculte las pasiones más inocentes con una pérfida disimulación. Las juzgan honestas luego que las ven instruidas en el arte de callar y mentir. Se obstinan en que el temperamento, la edad ni el genio no han de tener influencia alguna en sus inclinaciones, o en que su voluntad ha de torcerse al capricho de quien las gobierna. Todo se las permite, menos la sinceridad. Con tal que no digan lo que sienten, con tal que finjan aborrecer lo que más desean, con tal que se presten a pronunciar, cuando se lo mandan, un sí perjuro, sacrílego, origen de tantos escándalos, ya están bien criadas, y se llama excelente educación la que inspira en ellas el temor, la astucia y el silencio de un esclavo. DOÑA FRANCISCA.- Es verdad... Todo eso es cierto... Eso exigen de nosotras, eso aprendemos en la escuela que se nos da... Pero el motivo de mi aflicción es mucho más grande. DON DIEGO.- Sea cual fuere, hija mía, es menester que usted se anime... Si la ve a usted su madre de esa manera, ¿qué ha de decir?... Mire usted que ya parece que se ha levantado. DOÑA FRANCISCA.- ¡Dios mío! DON DIEGO.- Sí, Paquita; conviene mucho que usted vuelva un poco sobre sí... No abandonarse tanto... Confianza en Dios... Vamos, que no siempre nuestras desgracias son tan grandes como la imaginación las pinta... ¡Mire usted qué desorden éste! ¡Qué agitación! ¡Qué lágrimas! Vaya, ¿me da usted palabra de presentarse así..., con cierta serenidad y...? ¿Eh? DOÑA FRANCISCA.- Y usted, señor... Bien sabe usted el genio de mi madre. Si usted no me defiende, ¿a quién he de volver los ojos? ¿Quién tendrá compasión de esta desdichada? DON DIEGO.- Su buen amigo de usted... Yo... ¿Cómo es posible que yo la abandonase... ¡criatura!..., en la situación dolorosa en que la veo? (Asiéndola de las manos.) DOÑA FRANCISCA.- ¿De veras? DON DIEGO.- Mal conoce usted mi corazón. DOÑA FRANCISCA.- Bien le conozco. (Quiere arrodillarse; DON DIEGO se loestorba, y ambos se levantan.) DON DIEGO.- ¿Qué hace usted, niña? DOÑA FRANCISCA.- Yo no sé... ¡Qué poco merece toda esa bondad una mujer tan ingrata para con usted!... No, ingrata no; infeliz... ¡Ay, qué infeliz soy, señor Don Diego! DON DIEGO.- Yo bien sé que usted agradece como puede el amor que la tengo... Lo demás todo ha sido... ¿qué sé yo?..., una equivocación mía, y no otra cosa... Pero usted, ¡inocente! usted no ha tenido la culpa. DOÑA FRANCISCA.- Vamos... ¿No viene usted? DON DIEGO.- Ahora no, Paquita. Dentro de un rato iré por allá. DOÑA FRANCISCA.- Vaya usted presto. (Encaminándose al cuarto de DOÑA IRENE, vuelve y se despide de DON DIEGO besándole las manos.) DON DIEGO.- Sí, presto iré. Escena XIII DON CARLOS, DON DIEGO, DOÑA IRENE, DOÑA FRANCISCA, RITA Sale DON CARLOS del cuarto precipitadamente; coge de un brazo a DOÑA FRANCISCA, se la lleva hacia el fondo del teatro y se pone delante de ella para defenderla. DOÑA IRENE se asusta y se retira. DON CARLOS.- Eso no... Delante de mí nadie ha de ofenderla. DOÑA FRANCISCA.- ¡Carlos! DON CARLOS.- (A DON DIEGO.) Disimule usted mi atrevimiento... He visto que la insultaban y no me he sabido contener. DOÑA IRENE.- ¿Qué es lo que me sucede, Dios mío? ¿Quién es usted?... ¿Qué acciones son éstas?... ¡Qué escándalo! DON DIEGO.- Aquí no hay escándalos... Ése es de quien su hija de usted está enamorada... Separarlos y matarlos viene a ser lo mismo... Carlos... No importa... Abraza a tu mujer. (Se abrazan DON CARLOS y DOÑA FRANCISCA, y después se arrodillan a los pies de DON DIEGO.) DOÑA IRENE.- ¿Conque su sobrino de usted?... DON DIEGO.- Sí, señora; mi sobrino, que con sus palmadas, y su música, y su papel me ha dado la noche más terrible que he tenido en mi vida... ¿Qué es esto, hijos míos, qué es esto? DOÑA FRANCISCA.- ¿Conque usted nos perdona y nos hace felices? DON DIEGO.- Sí, prendas de mi alma... Sí. (Los hace levantar con expresión de ternura.) DOÑA IRENE.- ¿Y es posible que usted se determina a hacer un sacrificio?... DON DIEGO.- Yo pude separarlos para siempre y gozar tranquilamente la posesión de esta niña amable, pero mi conciencia no lo sufre... ¡Carlos!... ¡Paquita!... ¡Qué dolorosa impresión me deja en el alma el esfuerzo que acabo de hacer!... Porque, al fin, soy hombre miserable y débil. DON CARLOS.- Si nuestro amor (Besándole las manos.), si nuestro agradecimiento pueden bastar a consolar a usted en tanta pérdida... DOÑA IRENE.- ¡Conque el bueno de Don Carlos! Vaya que... DON DIEGO.- Él y su hija de usted estaban locos de amor, mientras que usted y las tías fundaban castillos en el aire, y me llenaban la cabeza de ilusiones, que han desaparecido como un sueño... Esto resulta del abuso de autoridad, de la opresión que la juventud padece; éstas son las seguridades que dan los padres y los tutores, y esto lo que se debe fiar en el sí de las niñas... Por una casualidad he sabido a tiempo el error en que estaba... ¡Ay de aquellos que lo saben tarde! DOÑA IRENE.- En fin, Dios los haga buenos, y que por muchos años se gocen... Venga usted acá, señor; venga usted, que quiero abrazarle. (Abrazando a DON CARLOS, DOÑA FRANCISCA se arrodilla y besa la mano de su madre.) Hija, Francisquita. ¡Vaya! Buena elección has tenido... Cierto que es un mozo muy galán... Morenillo, pero tiene un mirar de ojos muy hechicero. RITA.- Sí, dígaselo usted, que no lo ha reparado la niña... señorita, un millón de besos. (Se besan DOÑA FRANCISCA y RITA.) DOÑA FRANCISCA.- Pero ¿ves qué alegría tan grande?... ¡Y tú, como me quieres tanto!... Siempre, siempre serás mi amiga. DON DIEGO.- Paquita hermosa (Abraza a DOÑA FRANCISCA.), recibe los primeros abrazos de tu nuevo padre... No temo ya la soledad terrible que amenazaba a mi vejez... Vosotros (Asiendo de las manos a DOÑA FRANCISCA y a DON CARLOS.) seréis la delicia de mi corazón; el primer fruto de vuestro amor... sí, hijos, aquél... no hay remedio, aquél es para mí. Y cuando le acaricie en mis brazos, podré decir: a mí me debe su existencia este niño inocente; si sus padres viven, si son felices, yo he sido la causa. DON CARLOS.- ¡Bendita sea tanta bondad! DON DIEGO.- Hijos, bendita sea la de Dios. FIN Nota: Edición digital a partir de la de Madrid, Impta. de Villalpando, 1806, y la de París, Aug. Bobée, 1825. Disponível completa para consulta em: http://www.vicentellop.com/TEXTOS/moratin/sidelasninas.pdf