LA RENDICIóN DE UN SOLDADO

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la rendición
de un soldado
La conversión de san Camilo de Lelis
EDICIONES PALABRA
Madrid
Colección: Arcaduz
© Ignatius Press, 2011
© Ediciones Palabra, S.A., 2012
Paseo de la Castellana, 210 - 28046 MADRID (España)
Telf.: (34) 91 350 77 20 - (34) 91 350 77 39
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[email protected]
© Traductor: José Manuel Mora Fandos
Diseño de cubierta: Marta Tapias
Fotografía de portada: ©Istockphoto
ISBN: 978-84-9840-715-0
Depósito Legal: M. 23.040-2012
Impresión: Gráficas Anzos, S.L.
Printed in Spain - Impreso en España
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informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea
electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos,
sin el permiso previo y por escrito del editor.
Susan peek
la rendición
de un soldado
La conversión de san Camilo de Lelis
Arcaduz
A NUESTRA SEÑORA,
REFUGIO DE LOS PECADORES.
Os digo que, del mismo modo,
habrá en el cielo mayor alegría por un pecador que se convierta
que por noventa y nueve justos
que no tienen necesidad de conversión.
Prólogo
Cuando la autora (mi mujer) me pidió que escribiera la
introducción a su novela, orilló, hasta cierto punto, una
carga. No es que me incomodara hacerme cargo de la petición, porque al hacerlo yo también podría contribuir de
algún modo, aunque muy pequeño, a la difusión de la devoción a san Camilo de Lelis.
Si al leer estas palabras estás casualmente en tu librería habitual buscando un buen libro, pero piensas que estás bastante avanzado en tu camino hacia la santidad, lo
más seguro es que este libro no sea para ti. No, esta es una
historia para el resto de nosotros, el rebaño de la gente
común, los que cuando entramos en un confesonario todavía pensamos que tenemos auténticos pecados que confesar. San Camilo es para nosotros. Es nuestro héroe. Podría ser descrito muy acertadamente como el patrón no
oficial de los que luchan.
Desde luego, es sobradamente conocido como el patrón de los enfermos, las enfermeras y los hospitales. Muchos hospitales en todo el mundo llevan su nombre. Su
emblema con una cruz roja todavía se ve hoy, pues quienes lo llevan realizan obras de misericordia corporales en
casi todas las zonas bélicas del mundo. Tristemente, en estos tiempos sin Dios incluso este signo santificado ha perdido, con mucho, la mayor parte de su significado. Que
san Camilo tenía una genuina compasión por el prójimo
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la rendición de un soldado
sufriente, no hace falta ni mencionarlo; pero no era un
mero humanista al que se le derretía el corazón. Para él la
sanación del cuerpo, o incluso de la mente, tenía poco sentido o ninguno si no servía para alcanzar el objetivo principal de la curación del alma enferma por el pecado. Como
hombre, el solo pensamiento de un soldado herido agonizando entre dolores en el campo de batalla llenaba a Camilo de tristeza. Como católico, la posibilidad de que el
mismo soldado muriera en pecado mortal, y que por lo
tanto su alma fuese al infierno, le embargaba con un
miedo angustioso. Tenía fe. Era realista.
San Camilo fue él mismo soldado anteriormente, por
lo que conocía los horrores de la guerra. Pero también el
abyecto y absoluto horror de cometer un pecado mortal
personal. Es un verdadero penitente, pero de un tipo no
habitual. La Iglesia católica se enorgullece con razón de
algunos ejemplos magníficos de valerosa penitencia. Los
nombres de santa María Magdalena, san Pablo y san Agustín vienen rápidamente a la cabeza. Y, sin embargo, estas
figuras monumentales nos dan la impresión de que, una
vez convertidos, nunca tuvieron ningún revés. Aunque posiblemente fueron tentados, nunca volvieron a pecar una
sola vez. Parecen haber alcanzado una santidad casi instantánea.
San Camilo no puede aspirar en modo alguno a pertenecer a tal grupo de élite. De hecho, es más bien lo contrario. Tuvo sus debilidades, sus recaídas. Su temprano progreso espiritual se alzó, trastabilló, cayó, se alzó de nuevo,
pero solo para caer una vez más. Pero nunca dejó de intentarlo. Nunca desesperó hasta el punto de abandonar
toda esperanza. Era un soldado y batalló sin detenerse.
¿Por qué? ¿Qué le impulsaba? En última instancia, simplemente el amor de Dios. Por encima de todo este amor,
esta caridad divina que sobreabunda y se convierte en el
afán de toda una vida es lo que veneramos en los altares
de la Iglesia católica.
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susan peek
Así que, para nosotros, este libro nos trae un mensaje
vivo de fe, esperanza y caridad. Tras leerlo, uno se queda
con la impresión de que, si un hombre inicialmente tan
malo como nuestro héroe pudo alcanzar la santidad, entonces la santidad es alcanzable por todos. Pero esto también ha de servirnos como un pequeño aviso: Si incluso
Camilo pudo llegar a ser santo, ¿qué excusa pondremos
nosotros entonces, cuando seamos juzgados por el Dios
todopoderoso, si no hemos hecho lo mismo?
San Camilo de Lelis, ruega por nosotros.
Jeff Peek
Fiesta de Nuestra Señora, Auxilio de los Cristianos,
24 de mayo de 2006.
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I. El mercenario
I
Italia, 1570 / Los copos de nieve se arremolinaban
alrededor del par de cansados soldados que caminaban
por el desierto camino entre los campos. El crepúsculo
caía con rapidez y, con él, la temperatura. El que abría
paso se ajustó con fuerza el capote que le envolvía, buscando algo más de resguardo por poco que fuese, y se detuvo a echar un trago de su petaca.
El otro, varios metros por detrás, tenía dificultades
para ir al paso de su robusto y joven hijo –dos metros de
altura y todo músculo–, pero estaba determinado a no
quedarse atrás. Giovanni de Lelis siempre había sido un
hombre fuerte, pero estos últimos días de travesía habían
minado su resistencia, casi hasta el límite. Le dolía el pecho y cada inspiración era más costosa. Bien, pensó con
impaciencia, no se estaba haciendo más joven con la edad,
y arar contra aquel despiadado viento, kilómetro tras kilómetro, ciertamente no se lo ponía más fácil.
Para colmo, un acceso de tos se hizo súbitamente con
él, así que no tuvo más remedio que abandonar el camino
e intentar recobrarse apoyado en un árbol.
Su hijo lo rodeaba, observándolo con preocupación:
—¿Se encuentra bien, padre? –le preguntó.
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la rendición de un soldado
Pero De Lelis simplemente rechazó la pregunta con un
gesto de impaciencia mientras la agresiva tos remitía un
instante. Con esfuerzo, volvió al camino, determinado a
continuar.
Su hijo, sin embargo, permaneció quieto, obviamente
con otro tipo de pensamientos: —Padre, no tiene buen aspecto. Quizá deberíamos descansar un rato.
—¡No me ocurre nada, Camilo! –protestó el sufrido
viejo soldado. Pero sus pasos vacilantes y el rostro desencajado traicionaban sus palabras.
Camilo intentaba ignorar aquel familiar dolor en su
propia pierna derecha que una vez más volvía a incordiarle. Llegó hasta su padre en pocas zancadas y, delicada
aunque firmemente, lo condujo fuera del camino hasta un
tronco caído. Despejó rápidamente la nieve que lo cubría y
ayudó al anciano a sentarse. Luego se acuclilló frente a él,
mientras intentaba decidir qué hacer.
Otro violento acceso de tos se hizo con el viejo De Lelis, que luchaba esforzadamente por respirar. Camilo esperó a que cesara aquella agitación y entonces le pasó la
petaca.
—Creo, padre, que deberíamos desviarnos más adelante y hacer una pequeña parada en la posada del signor
Vitali. No vale la pena marchar con tanta prisa en estos
días, sin ningún lugar al que ir. Un cálido fuego y una
cama de verdad es lo que necesitáis esta noche.
—¡Una cama! Aah… ha pasado tanto tiempo desde la
última vez que dormí en uno de aquellos catres… casi me
había olvidado de lo que es una cama.
De Lelis bebió y devolvió la petaca a Camilo, que apuró
el contenido y sonrió ampliamente. —Si he de serle sincero, padre, mis motivos son un poco egoístas. Realmente
tampoco me importaría regalarme con algo de la bien cuidada bodega del signor Vitali.
Aquella idea trajo una sonrisa al rostro del hombre enfermo. —Ni a mí me importaría, hijo mío –le aseguró con
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susan peek
un guiño–. Además, supongo que la posada es tan buen
lugar como cualquier otro para saber si algún ejército está
buscando un par de espadas listas para el combate.
Camilo asintió y se quitó el capote. El movimiento de
ponerse en pie le hizo estremecer: una cuchillada de dolor
le había atravesado la pierna derecha. Sin embargo, apretando los dientes tomó su capote y envolvió con delicadeza
a su tembloroso padre.
—¿Te está molestando la pierna otra vez, hijo?
—No es nada, solo el frío.
—Verdaderamente deberíamos ir a un hospital un día
de estos para que te viera esa pierna un doctor. Deberíamos haberlo hecho hace mucho tiempo.
Camilo se encogió de hombros. —No es para tanto. No
se preocupe –echó un vistazo a los bosques que se ensombrecían a su alrededor, y entonces le ofreció su hombro al
padre, que lo aceptó agradecido. Los dos hombres volvieron a incorporarse al camino.
***
—¡Vaya, si es Giovanni de Lelis y su incorregible criatura que reaparecen tras todos estos meses! –exclamó el signor Vitali gratamente sorprendido cuando se abrió de golpe
la puerta y una ráfaga de viento helado pareció hacer entrar
a la pareja cubierta de copos de nieve. Caminó hasta ellos y
les dio un caluroso apretón de manos–. Parece que voy a
tener que suavizar un poco mis normas esta noche y ponerme a servir bebidas para una ocasión tan especial.
Los únicos ocupantes que también quedaban en la habitación a aquella hora tardía eran otros dos jóvenes soldados. Levantaron la vista de su partida de naipes y uno de
ellos sonrió al reconocer a los recién llegados. —¡Ah! –exclamó con sorna–. ¿Por qué será que cada vez que me en15
la rendición de un soldado
cuentro en una de mis poco frecuentes buenas rachas a los
naipes, tenéis que aparecer siempre vosotros dos y fastidiármela?
Camilo sonrió abiertamente y se acercó hasta los dos
hombres. —Vamos, Antoni –le picó–, no pensarás que puedes salirte con la tuya en una partida sin que vengamos
pisándote los talones desde más allá de la frontera, ¿verdad?
Antoni asintió con pesar. —Sí, a estas alturas ya debería tenerlo muy claro, supongo –admitió. Entonces, señalando a su oponente en las cartas, hizo las presentaciones–: Dario Tellini… Camilo de Lelis –Tellini se levantó
para ofrecerle la mano y las estrecharon mutuamente.
—¿No os he visto circulando, a tu padre y a ti, hace ya
tiempo, Camilo? –comentó Antoni suavemente–. ¿A qué os
habéis dedicado estos últimos tiempos?
Camilo se encogió de hombros, evasivamente. —Pues
más o menos a lo mismo que tú –acercó una silla y tomó
asiento con gesto cansado–. Solo que esta vez… bien, en
cierto sentido hemos estado trabajando para la otra parte,
eso es todo.
Antoni esbozó en su ceño un signo de sorpresa, pero
sofocó el comentario que iba a hacer. Tellini, sin embargo,
le lanzó a Camilo una mirada de velado desprecio. Pero,
antes de que ninguno tuviera oportunidad de hablar, se les
unieron dos hombres de más edad, cargados con bebidas.
—Entonces, Giovanni –preguntó el posadero–, ¿qué
alto y encumbrado comandante ha sido el que esta vez no
ha podido aguantar por más tiempo en sus filas a un par
de chuchos como vosotros?
De Lelis movió la cabeza. —¡Aah… el propio sultán en
persona! –se jactó divertido–. ¡El impiísimo Turco es incapaz de reconocer a un par de soldados decentes cuando le
miran a los ojos sin pestañear!
Tellini bajó la mano que sostenía la copa y miró a los
dos con patente disgusto. —Señores, no se puede conside16
susan peek
rar decente a ningún soldado católico –saltó con firmeza–,
que quiera sumarse a las tropas del infiel contra Dios y su
pueblo.
El viejo De Lelis, en modo alguno molesto por lo que
había oído, rechazó la implicación con un encogimiento
de hombros y se sirvió una copa. Camilo, sin embargo,
miró a Tellini a los ojos retadora y juguetonamente, y contraatacó: —Dios y su pueblo no nos pagaban lo suficiente.
Los turcos, sí.
Se creó un crispado silencio mientras los dos se levantaban tomándose mutuamente por las pecheras.
Antoni sabía que el temperamento de Camilo se inflamaba con facilidad. Por lo tanto, en un intento de desviar
cualquier posible desavenencia entre sus dos amigos, se
aclaró rápidamente la garganta y terció: —Si lo que buscas es un empleo de soldado de alto nivel –dijo–, ¿por qué
no te unes a nosotros en Venecia? Darío y yo íbamos ahora
hacia allí. Mi tío es el capitán de un barracón estacionado
en aquella área y seguramente sabrá cómo pagar decentemente a dos mercenarios de… ejem… tan dilatada experiencia –sonrió queriendo congraciarse y añadió–: De hecho, resulta que precisamente ahora se están haciendo
preparativos para batallar contra el ejército del sultán la
próxima primavera.
Los ojos de De Lelis se avivaron y miró a su hijo. —Uum…
el sultán. Quizá podríamos darle la oportunidad de lamentar
los bruscos modales que tuvo con nosotros.
—¿Y bien, padre? –preguntó Camilo–. ¿A Venecia,
pues?
El anciano reflexionó, y asintió con la cabeza. —¡A Venecia! –respondió.
Los dos De Lelis se miraron y sonrieron. Levantaron
sus copas y brindaron en silencio por su nuevo destino.
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la rendición de un soldado
II
Camilo concluyó que más le valdría coger su mosquetón y pegarse un tiro. ¿Por qué diablos había sido tan estúpido de dejar que su padre continuara viajando en un estado tan débil? Debería haber reconocido los signos de lo
que era… y haber insistido en quedarse en la posada unos
cuantos días más.
Escuchaba la nieve endurecida chirriando bajo sus botas. Él y su padre avanzaban trastabillando, solos y a través de los bosques en medio de la heladora oscuridad. Estrechaba el abrazo al cuerpo exhausto de su padre y se
aferraba a la esperanza contra toda esperanza de que darían pronto con una granja. La débil respiración y los pasos vacilantes de su padre le avisaron de que apenas se encontraba consciente. Incontables veces antes Camilo había
visto aquellos mismos signos en camaradas heridos en el
campo de batalla, y embargado por un sentimiento de desánimo reconoció que bien poco podía hacer. Ahora le sobrevenía aquel sentimiento de amarga inutilidad que
siempre experimentaba tras una batalla, al ver la devastación ocasionada.
Sabía que debería endurecerse contra aquella visión
del sufrimiento. ¡Sí, ya había visto mucho de aquello, con
solo veinte años cumplidos! Después de todo, los hombres
vivían y morían, y el dolor era una inevitable parte de todas las cosas. Especialmente en su trabajo. Pero por alguna razón Camilo siempre había sido incapaz de superar
la pena que le producía la contemplación de la desgracia
de otro hombre. Incluso si el caído a su lado era un turco.
Algo de simpatía le quedaba aún cuando veía a uno de
aquellos perros en las fauces de la muerte.
Quizá ni él ni su padre hubieran debido trabajar para
el enemigo, reflexionó con algo de remordimiento. Nunca
se encontraba a gusto consigo mismo cuando lo pensaba.
Pero su padre no había visto nada malo. Los tiempos ha18
susan peek
bían sido duros y la necesidad de dinero les había acuciado desesperadamente. Un trabajo era un trabajo, después de todo. Además, solo había sido durante una breve
temporada. A los musulmanes no les gustaba tener mercenarios católicos en sus filas por mucho tiempo. Camilo
suspiró. Oh, bien… lo hecho, hecho estaba e importaba
poco ya.
Repentinamente, sus erráticos pensamientos fueron
reconducidos al presente por un leve gemido de su padre.
Escrutó el paisaje con creciente desesperanza y sintió alivio al descubrir una pálida luz entre los árboles.
—Hay una casa no muy lejos, subiendo –dijo con ánimos–. Solo unos pocos minutos más, padre –con un último golpe de esfuerzo, Camilo lo llevó casi a rastras y al
llegar se puso a aporrear la puerta.
Pareció transcurrir una eternidad antes de escuchar el
sonido de un pasador y que la puerta se abriera dejando
una tímida rendija. Una mujer somnolienta les observaba.
—¿Qué quieren a estas horas? –bostezó.
—Mi padre está enfermo. Necesito encontrar cobijo
para él.
La mujer dudó.
—Mire, tengo dinero –quiso persuadirla Camilo–,
puedo pagarle todo lo que sea menester.
En aquel momento un hombre somnoliento apareció
detrás de ella y se hizo cargo de la situación. El padre de
Camilo, como para confirmar su estado crítico, se desmoronó de repente hasta el suelo.
El hombre apartó a su mujer y se apresuró a ayudar.
Entre él y Camilo llevaron adentro al soldado enfermo y lo
situaron frente al poco calor que aún desprendía un fuego
agonizante.
Camilo percibió que al granjero todo aquello le parecía
sospechoso. —¿De viaje, con este tiempo? –preguntó con
desgana–. ¿Con su padre en este estado?
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la rendición de un soldado
Camilo pensó: «Y a ti qué te importa». Pero considerando su propia situación dijo: —Pues ya ve, todo comenzó con una batalla contra los turcos…
No había necesidad de continuar. Su calculada mentira
dio inmediatamente en la diana. Tanto el granjero como su
mujer rompieron en sonrisas ansiosas, y el hombre exclamó excitado: —¿Contra los turcos? ¡Ay, Dios les bendiga! Mamá, trae algunas mantas, sí, ¡Sí! ¡Rápido, mujer!
—¡Sí, papá! –convino con idéntica satisfacción.
—¡Y trae algo de vino, y también de pasta! –añadió el
marido, dando unas palmadas para apresurar a la mujer.
—¡Y no vamos a aceptar ni una lira! –aseguró la mujer
a Camilo con un tono maternal mientras salía corriendo
de la habitación.
III
Camilo tenía la sensación de que los días siguientes se
arrastraban sin fin. Su padre perdía y recuperaba la consciencia intermitentemente, y él tenía miedo de dejarlo
unos instantes solo.
La signora Rocci había hecho todo lo que había podido para que el soldado enfermo se encontrara confortable. La cama más blanda que tenían la habían dispuesto
en una habitación con chimenea. Tres veces al día la maternal patrona intentaba superarse en la cocina, pero
aquellas obras de arte culinarias que hacían la boca agua
no llegaban a ser apreciadas. Él no podía comer y su hijo
no tenía apetito. Este se sentaba inmóvil junto a la cama,
un día tras otro, y el poco sueño que se permitía tenía lugar frecuentemente en una silla cercana.
Incluso la misma habitación parecía abatida, pensó
descorazonado. Las ventanas cerradas mantenían el calor
interior, era verdad, pero al mismo tiempo dejaban fuera
el esplendente sol de invierno. Solo un objeto en la habita20
susan peek
ción parecía ofrecer alguna esperanza, y Camilo no sabía
por qué. Había pasado mucho tiempo ya desde la última
vez que había visto un crucifijo. Y más incluso desde que
se había arrodillado frente a uno.
Aquellos recuerdos le llevaban muy lejos… hasta su
más temprana infancia. Sí, su querida madre había hecho
todo lo posible para enseñar a rezar a Camilo. Le había
contado todas las típicas historias de santos, con todas
aquellas osadas acciones que su amor les había llevado a
hacer por Cristo. Incluso algunas veces estas historias le
habían inspirado hasta hacer que sus sueños infantiles
surcasen el más alto Cielo. Pero, entonces, siempre ocurría lo mismo. Su padre volvía a casa de esta o aquella
guerra, orgulloso e invencible, con sus impresionantes cicatrices de batalla y sus fascinantes armas. Sentaba al pequeño sobre sus rodillas y le contaba cuentos de aventuras
y heroísmo que, en la mente del niño, superaban a las pías
historias de su madre.
Durante un tiempo Camilo dudó dividido entre los dos
mundos: el invisible del Cielo y los santos que su madre
tan amorosamente pintaba para él; y el del campo de batalla, el de la excitación y la gloria que las palabras de su
padre dibujaban ante su impresionable mente.
Quizá las cosas habrían sido diferentes, Camino reflexionaba ahora, si su madre no hubiera muerto cuando
él todavía era un niño. La gente pensó que era muy pequeño entonces para comprender; pero él había visto las
miradas hostiles de la gente del pueblo, a espaldas de su
padre, había escuchado las susurrantes acusaciones de
que había sido aquella díscola manera de vivir del marido
la causa de que ella muriera de sufrimientos.
Quizá ella les estuviera mirando desde algún lugar
ahora… quizá desde aquel Cielo del que había hablado y
que había deseado tan ardientemente. Bien, si alguien se
merecía el cielo, concluyó Camilo con convicción, era claramente su madre. Ya en vida, las mujeres de Bucchianico
21
la rendición de un soldado
habían apodado a Camila de Lelis «la santa». Quizás incluso estaba rezando por su marido…
Sin saber cómo, encontraba aquella idea consoladora.
Sus reflexiones, sin embargo, fueron interrumpidas por
un suave toque en la puerta. Camilo alzó la mirada, trayendo su cabeza de vuelta al presente. —¿Sí? –exclamó.
La signora Rocci entró silenciosamente en la habitación. —Pobre chico –dijo–, debes de estar exhausto. Apenas has dormido desde que llegaste.
Camilo podía imaginarse la pinta tan horrible que debía de tener. No se había afeitado en varios días, llevaba el
pelo erizado y sus ropas estaban hechas unos zorros.
La mujer se acercó a la cama para observar al padre.
—Ahora duerme –susurró–. Ve y descansa un poco tú. Yo
me quedaré con él un rato.
Camilo le agradeció aquella bondad. Pero estaba tan
cansado que dudaba de que el sueño le llegara fácilmente.
De mala gana se levantó y se pasó una mano por el cabello. Beber una copa podría atraer el sueño… pero de algo
más fuerte que el vino. Y una partida de cartas, también.
Sí, aquello le despejaría más que lo que pudiera hacer el
sueño.
La idea le iluminó el rostro. Sonrió de oreja a oreja a la
patrona y le preguntó, con un tono como de manso corderillo: —Ejem… ¿por alguna casualidad hay alguna taberna
en los alrededores?
***
Había sido una noche larga. Demasiado larga, de hecho. La cabeza le retumbaba como un tambor y el estómago no dejaba de darle retortijones, así que Camilo deseó, con obvio retraso, no haber bebido tanto. No había
sido tan buena idea, después de todo, con tan poca comida
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susan peek
y descanso en los últimos días. Las cartas tampoco le habían ido muy bien. Su suerte habitual se le había acabado
rápido, y su habilidad le había abandonado totalmente.
Qué pensamiento más tonto el de que podría concentrarse
en las cartas mientras su padre yacía agonizando, quizá
incluso muriéndose, en una cama que ni siquiera era suya.
Había sido una buena lección perder todo lo que había
traído consigo ante el astuto tahúr que le hacía muecas
con su desagradable rostro. Aquel tipo se había divertido
mucho viendo cómo su joven rival perdía mano tras
mano…
De Lelis se revolvió en la cama y abrió los ojos. Miró a
su hijo e hizo un expresivo signo. —Tienes una pinta horrible –le dijo.
—Pues debería verse usted, padre –contraatacó atontado Camilo. Cuidadosamente le ayudó a sentarse en la
cama y llenó un vaso con el jarro de agua de la mesilla de
noche. De Lelis bebió agradecido y sus ojos examinaron la
habitación. Para consternación de su hijo, se acordaba de
todas las cosas.
—¿Dónde está tu espada, Camilo? –le preguntó–. ¿Y tu
mosquetón?
Camilo se encogió de hombros, azorado. —Eeh… supongo que no tenía la cabeza muy puesta en la partida…
–explicó desvalido.
Su padre gruñó comprensivo. Su voz sonó amable:
—¿Demasiado preocupado por tu padre para tener la cabeza puesta en una partida de cartas? –dijo con reprobación–. Pues no era esto lo que yo esperaba de un hijo mío.
Era un alivio ver a su padre volver a su imperioso
modo de ser. Con una sonrisa Camilo extendió su brazo
hacia el vacío de la pequeña habitación e improvisó con
ingenio: —Bueno, al menos todo este hueco es nuestro.
De Lelis rió con ganas por primera vez en los últimos
días. —Nada mejor para una pareja de rectos soldados
cristianos –añadió divertido.
23
la rendición de un soldado
—Nada mejor –concedió Camilo, pero una inexplicable punzada de culpa cayó sobre él de repente, arrebatándole la alegría. Sabía que no debería haber engañado al
patrón y la patrona.
El viejo soldado raramente se equivocaba al adivinar el
interior de su hijo, pero esta vez ocurrió. —No te preocupes, hijo, no te preocupes. Todavía tengo suficiente dinero
para que vayas a Venecia. Y mis armas… bien, ya no las
voy a utilizar más.
Camilo le lanzó una mirada de desconcierto. —¿Qué
quiere decir? –le exigió.
—Ya lo sabes, hijo mío. Se han acabado mis días de
lucha.
—¡Padre, no hable así! ¡Se pondrá bien! Todavía es joven. ¡Todavía tiene mucha vida dentro!
Pero el padre simplemente sacudió la cabeza. —No,
no, ya no más. No soy más que un débil anciano ahora,
Camilo, y tú lo sabes.
Camilo estaba sacudido por la franqueza con la que su
padre le hablaba. Echó una desesperada mirada por la habitación, como esperando que alguna ayuda desde la nada
se materializase. Inconscientemente, y de algún modo sin
querer, se le fueron los ojos al crucifijo que colgaba de la
pared. Tuvo que hacer un esfuerzo para apartar su mirada
de él.
—¡Se pondrá bien! –insistió, mientras se sorprendía
por la vehemencia de sus propias palabras–. Solo descanse
unas pocas semanas más… ¡Verá! Y entonces nos iremos a
Venecia… –iba ganando en seguridad y sonrió maliciosamente–: Cuando lleguemos y comencemos a barajar las
cartas no se van a enterar ni de por dónde les da el aire.
¡Hay tanto que ver en el mundo todavía y tantas cosas que
hacer!
—Para ti, hijo mío, sí.
24
susan peek
Para fastidio de Camilo, se escuchó un inesperado
golpe en la puerta. —¿Qué ocurre? –gritó, más cortante de
lo que habría deseado.
Con paso vacilante el señor y la señora Rocci entraron
acompañados de otro hombre. —Disculpen, señores, perdón –dijo dubitativo Rocci–. Este es mi sobrino, es doctor.
***
—¿Bien? –terminado el reconocimiento, De Lelis clavó
su inflexible mirada en el médico y le exigió–: Quiero la
verdad.
El doctor asintió serio. —La verdad –hizo eco a aquellas palabras. Respiró concentrado y guardó silencio por
un momento–. La verdad, señor… es que usted es un hombre muy enfermo. Me temo que no puedo hacer nada.
El viejo soldado no parpadeó ante su virtual sentencia
de muerte. Su hijo, sin embargo, sintió el impacto de las
palabras como si el doctor le hubiese golpeado a él en toda
la cara. Rápidamente se dio la vuelta, confiando en que su
padre no hubiese visto su expresión. No tenía sentido hacérselo más difícil a un moribundo, mostrándole que su
propio hijo –su único hijo– era demasiado débil para soportar la carga con coraje.
Pero no llegó a tiempo. De Lelis, siempre observador,
leyó claramente lo que cruzaba la mente y el corazón de
Camilo. Eran algo más que padre e hijo, y siempre había
sido así. Eran los mejores amigos. Un equipo inseparable
y algo más. De Lelis siempre había sido un héroe a los ojos
de su hijo, y lo sabía. Un héroe invencible, inconquistable.
De hecho, en la mente de su hijo se encontraba más allá de
las garras de la muerte.
De Lelis suspiró con tristeza. Su pena no era por él, no,
sino por aquel joven que permanecía de pie frente a él, que
25
la rendición de un soldado
le parecía de repente tan vulnerable, de repente tan niño,
como nunca antes.
Un centenar de palabras atravesaban la mente del moribundo. Un centenar de cosas que le diría a su hijo, si no
fuese por aquellos tres desconocidos allí plantados, mirándole como idiotas. Deseaba desesperadamente que se fuesen. Que se marcharan y le dejasen a solas con su niño.
De repente se sintió cansado. Terriblemente cansado.
Se dejó caer sobre la almohada, consumido.
—Iré a por el cura del pueblo –Rocci se aprestó con
suavidad.
Pero De Lelis ya había tenido bastante. Bastante de
aquel trasiego e intromisión.
—¡No! –objetó enfadado, concentrando toda su fuerza
en incorporarse de nuevo en la cama–. ¡No necesito un
cura!
A Rocci se le desencajó la mandíbula ante lo que acababa de oír. Su mujer y el doctor se miraron desconcertados. Seguro que no le habían oído bien. O, si habían oído
lo que había dicho, quizá no había querido decirlo…
Rocci recuperó el habla: —Pero…
—¡He dicho que no!
El esfuerzo había sido demasiado. De Lelis se desplomó de nuevo en la cama. La voz se le volvió muy débil.
—El doctor no puede hacer nada por mí. Ni puede ningún
otro hombre en este mundo.
Camilo había conseguido controlar sus emociones y se
dio la vuelta. Su rostro era duro, impenetrable.
La señora Rocci tomó la súplica donde su marido la
había dejado. —Pero, señor… un cura… lo más seguro…
–las palabras murieron inútilmente en sus labios al recibir
la mirada fulminante de De Lelis.
Instintiva y simultáneamente tres pares de ojos suplicantes se dirigieron hacia Camilo con la confianza de que
él pudiera hacer, al menos, que su padre descubriese algún sentido en lo que le proponían.
26
susan peek
Sus esperanzas, sin embargo, se disiparon inmediatamente cuando el joven clavó una gélida mirada en sus rostros suplicantes. Se encogió de hombros, casi instintivamente, y dijo: —Ya le han oído. Déjenle en paz. ¿Es que no
pueden dejarle morir tranquilo?
IV
La fuerza de De Lelis disminuyó rápidamente con el
paso de los días. Se le iba haciendo más difícil respirar y
soportar los dolores convulsos que torturaban su cuerpo, e
incluso más difícil conjuntar las palabras para decir una
sencilla frase. Hervía de fiebre y no parecía que fuese a
aminorar.
Camilo permanecía resuelto a su lado. La espera era
horrible. Esperar, solo esperar a que la muerte llegara y
terminase con los dolores de su padre. Deseaba que el dolor le pasase a él. Pero lo único que podía hacer era estar
allí sentado, inútilmente, y observar. Nunca había conocido tal pena y dudaba de si volvería a experimentar algo
así.
Arrancó su mirada buscando cualquier otro sitio al
que dirigirla. Era insoportable. Tenía que hacer algo, ¡lo
que fuese!, o se volvería loco.
Consideró recorrer de nuevo las pocas millas de distancia hasta la taberna. Pero no. ¿Y si pasaba algo mientras estuviese fuera? Solo una calamidad de hijo dejaría
solo a su padre agonizante. Además, se había reabierto la
herida de su propia pierna, y el dolor no le daba tregua. La
había vendado lo mejor que había podido… pero el pensamiento de ir caminando a cualquier sitio era suficiente
para desautorizar inmediatamente aquella idea.
Camilo miró de nuevo a su padre. Estaba dormido.
Ocasionalmente se agitaba en un espasmo de agonía; pero,
quitado aquello, parecía tranquilo por el momento.
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la rendición de un soldado
Tomó una baraja, distribuyó las cartas sobre los pies
de la cama y acercó su silla. Jugar al solitario era lo único
que pensó que podía hacer. Abrió una garrafa de vino y se
llenó una jarra. Dio un largo trago, se calmó y comenzó a
descubrir las cartas.
El vino desaparecía rápido. Absorto, rellenó la jarra y
entrecerró los ojos por la concentración. Expectante, dio
la vuelta a la última carta.
¡Qué juego tan estúpido! ¡Absurdo y estúpido! Impaciente, barrió de un manotazo las cartas de la cama y se
arrellanó en la silla. Apuró la jarra mientras su frustración
aumentaba. Entonces Camilo tomó una vez más la garrafa
y se sirvió otra jarra.
***
—¡Camilo…!
Apenas podía escuchar. Era poco más que un susurro.
—¡Camilo, hijo…!
A algún lugar de su subconsciente le llegaba aquella
débil voz que intentaba arrancarlo de las turbias fauces
del sueño. ¿Quién demonios le estaba llamando ahora…?
Estaba tan cansado, tan somnoliento…
—Por favor… ayúdame…
Por supuesto, Camilo recobró la conciencia, era su padre quien le hablaba. ¡Su padre!
Camilo despertó como un relámpago e intentó centrar
su difusa mirada. Fue capaz de encontrar la cama. Su padre yacía allí –o eso le parecía– y sin embargo Camilo apenas podía reconocerle. Le bajaban las lágrimas por las mejillas, cayendo sin obstáculo hasta la almohada, mientras
se esforzaba por respirar como un hombre que se ahoga.
Camilo no lo había visto nunca así. No, nunca.
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susan peek
—Un cura… –De Lelis jadeaba débilmente–. Por favor,
hijo mío… un cura…
Camilo solo podía mirar, sin comprender. —¿Quiere
un cura? –le preguntó, con una voz que le sonaba a él
mismo poco natural y estúpida.
—Por favor… corre… –gemía el moribundo, con la
cara contraída por el esfuerzo de las palabras.
Camilo tragó con dificultad y asintió. —Por supuesto,
padre, por supuesto –se levantó con rapidez y se dirigió
bamboleándose hacia la puerta.
***
La habitación estaba tranquila. Mortalmente tranquila.
Dos parpadeantes candelas se consumían sobre la mesilla de noche donde el cura del pueblo había preparado
apresuradamente las pocas cosas necesarias.
Había extendido cuidadosamente una sábana blanca
sobre aquel muerto que yacía en la cama frente a él. Con
tristeza dirigió la mirada al huérfano soldado joven. Camilo, de espaldas a la habitación, había encontrado un refugio en la ventana abierta. El cura se dirigió lentamente
hacia allí y le puso una paternal mano sobre el hombro.
—Tu padre murió abrazando a la santa madre Iglesia y
en la gracia de Dios –dijo tan delicadamente como pudo–.
No debes temer por su alma.
Pero el joven no se movió ni giró su rostro hacia él.
El cura esperó pacientemente un momento y lo intentó
de nuevo. —Hijo mío, ¿hay algo…? –su pregunta, sin embargo, no tuvo ningún eco. No hubo un solo movimiento
ni signo alguno de que Camilo le hubiera escuchado.
Su corazón sacerdotal se dolió por aquel chico herido
que anhelaba un consuelo, un sentido para aquello. Pero
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la rendición de un soldado
sabía que no se podía forzar la voluntad de la otra persona. Más aún, ni siquiera el Dios todopoderoso podía hacerlo. Él solo podía ayudar o hacer una intentona, si Camilo se lo permitía. Con pesar, le dijo lo último que le
quedaba por añadir: —Si me necesitas, hijo, ya sabes
dónde encontrarme.
Esperó durante unos instantes alguna respuesta. Pero
no tenía pinta de que fuese a ocurrir nada. Sin acabar de
querer, el hombre de Dios apartó su mano y se dirigió hacia la puerta. Echó una última mirada a Camilo, sabiendo
con pesar que el chico no podía encontrar consuelo. Con
un profundo remordimiento se giró y salió de la habitación dejándole solo con su padre muerto, y con su dolor.
Durante un largo rato Camilo permaneció junto a la
ventana, inmóvil. Notaba en sí una falta de sensibilidad
como nunca antes, un vacío como el de quien agoniza. Se
preguntaba de dónde le vendría el valor para sobrellevar
tal pena. Le parecía que aquel valor no podía existir, aunque sabía que tendría que encontrarlo en algún lugar. No
tenía alternativa.
Se giró lentamente, su mirada quedó atrapada forzosamente por la figura envuelta en un sudario que estaba sobre la cama. Se sentía incapaz de marcharse. Su padre.
¿Cómo era posible que tras tanto pelear codo con codo en
tantas batallas, resistiendo tantas dificultades juntos durante aquellos años… cómo era posible que hubiera dejado morir a su padre de aquel modo? ¿Cómo había sido
tan ciego para no ver que la salud de su padre iba decayendo en los últimos meses? ¿Que era algo más que cansancio y fatiga lo que había ido poco a poco minando al
anciano? Camilo lo había estado viendo venir durante meses, lo reconocía ahora ante sí mismo, y sin embargo se
había negado a aceptar que podía haber algo seriamente
malo. No, se había convencido a sí mismo de que nada
podría tocar a su padre, de que nada podría llevárselo.
Muchas espadas lo habían intentado y habían fallado. Mu30
susan peek
chos mosquetones, muchos golpes, sí, incluso el hambre y
la sed extrema y el agotamiento… pero todos habían fallado. Y, al final, solo la ceguera de su hijo había derrotado
al viejo soldado curtido. Con que solo Camilo lo hubiera
llevado a un hospital… con que solo hubiera insistido en
que descansara…
Haciéndose fuerza, Camilo apartó la mirada de la
cama y caminó hacia el lavamanos. Se lanzó un poco de
agua de hielo a la cara, como si pudiera quitarse del rostro
el dolor. Algo ayudaba, desde luego, para aclarar un poco
sus pensamientos. Percibió que necesitaba desesperadamente un afeitado. Y beber.
Con una mano temblorosa registró su chaqueta en
busca de la petaca hasta llevársela a los labios. Estaba vacía. Frustrado, fue al armario y lo abrió de golpe. Asió una
garrafa y rápidamente se sirvió una jarra. Aquello le entonó un poco y le ayudó a calmar sus destrozados nervios.
Pero no, aquello nunca sería suficiente. Camilo respiró. ¡Tenía que recomponerse! Dejó la copa y se impuso
un alto para pensar con orden.
Le parecía que iba a ser imposible. Se sentía tan completamente seco. Tan, tan joven e inseguro e incapaz de
seguir adelante. ¡Ni siquiera quería seguir adelante en solitario! ¿Qué le quedaba en el mundo, si no lo podía compartir con su padre? Incluso el pensamiento de continuar
la marcha a Venecia para unirse a su amigo Antoni y a las
tropas que se estaban formando había dejado de tener
atractivo alguno.
Miró inseguro al crucifijo en la pared. Y entonces, aún
aturdido, tomó una decisión. La única decisión que pensó
que podía tomar.
Se puso el capote y se colocó sobre el hombro el mosquetón de su padre. Estaba envainando la espada cuando
escuchó un suave toque en la puerta. Lo ignoró. No estaba
de humor para hablar con nadie en aquel preciso momento.
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la rendición de un soldado
Continuó recogiendo las pocas posesiones que le quedaban
y las embutió desordenadamente en su petate de cuero.
La puerta se abrió cautelosamente. La señora Rocci
entró con una bandeja de comida humeante balanceándose levemente en sus manos. Su marido la seguía.
—Hemos pensado que algo de esto te podría servir
para ponerte más fuerte —explicó la mujer con suavidad.
Camilo los miró, inseguro de cómo responder. Sabía
que había sido un despreciable engaño el haberse aprovechado de su bondad durante todas aquellas semanas. Sentía que las mejillas comenzaban a quemarle con vergüenza
por todo lo que había hecho.
—Han mostrado auténtica hospitalidad con mi padre y
conmigo, creyendo que éramos valerosos soldados cristianos –dijo débilmente–. Pero, a estas alturas, sin duda que
ya habrán descubierto lo engañados que estaban. No
puedo aceptar su caridad por más tiempo –alcanzó su petate y extrajo un saquito de monedas. Era todo el dinero
que le quedaba en el mundo, y se lo entregó a la pareja.
Ninguno, sin embargo, hizo ademán de tomarlo. El saquito cayó ruidosamente a sus pies, pero no parecían haberse percatado.
—Señor, no se encuentra en condiciones de viajar –Rocci
objetó con tacto–. No tiene más que verse… ¡Está tan agotado que apenas se mantiene en pie!
Pero Camilo se enganchó la espada al cinto y con determinación dirigió sus pasos a la puerta. Ante el aspecto decidido de su mirada, la pareja instintivamente dio un paso a
un lado para que pasara aquel soldado joven y grandote.
Se detuvo, sin embargo, en el umbral. ¿Cómo podía
marcharse así, sin decir gracias de algún modo al bondadoso granjero y a su mujer?
—Han sido muy buenos con nosotros –consiguió decir–. No se imaginan lo agradecido que les estoy.
—¡Pobre chico, al menos quédate a comer hoy –persistió la mujer–. No te queda fuerza para viajar.
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susan peek
Camilo se giró para mirarles y suspiró. —No –respondió–. Tengo un largo trayecto que recorrer. Ya no puedo
perder más tiempo.
—¿A Venecia? ¡Bah! La guerra puede continuar sin ti
–Rocci declaró con énfasis, haciendo un gesto de desaprobación con las manos.
Camilo inspiró profundamente. —No, no a Venecia –replicó–. A l’Aquila –y sin darles más explicaciones volvió la
mirada por última vez a la cama, donde quedó fija durante
un largo rato, como en una silenciosa despedida.
Al final, pidió con pesar: —Por favor… encárguense de
que mi padre tenga un entierro católico de verdad.
Entonces se giró y se marchó, dispuesto a enfrentarse
en solitario con el desconocido futuro.
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