libros de hispanoamericanos, y ligeras consideraciones.

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LIBROS DE HISPANOAMERICANOS, Y LIGERAS CONSIDERACIONES
Sobre la mesa tenemos, esperando turno, un grupo de libros
de autores hispanoamericanos, que a cualquier pueblo fueran motivo
de honor. Pueblo, y no pueblos, decimos de intento, por no
parecernos que hay más que uno del Bravo a la Patagonia. Una ha de
ser, pues que lo es, América, aun cuando no quisiera serlo: y los
hermanos que pelean, juntos al cabo en una colosal nación espiritual,
se amarán luego. Solo hay en nuestros países una división visible,
que cada pueblo, y aun cada hombre, lleva en sí: y es la división en
pueblos egoístas de una parte, y de otra generosos. Pero así como de
la amalgama de los dos elementos, surge, triunfante y agigantado
casi siempre, el ser humano bueno y cuerdo; así, para asombro de
las edades y hogar amable de los hombres, de la fusión útil en que lo
egoísta templa lo ilusorio surgirá en el porvenir de la América,
aunque no la divisen todavía los ojos débiles, la nación latina; ya no
conquistadora, como en Roma, sino hospitalaria.
El fasces romano se ha clavado en la tierra; y, al calor de la
América, enramado y florecido: a su sombra se juntan los hombres.
Mucho pensar es, de tener unos cuantos libros sobre la mesa; pero
los libros son serios y buenos, y dan orgullo y gozo; y luego, que en
meditando en América, los pensamientos se inflaman, relucen,
triunfan y caracolean, y son bandera, palma y lava.
Este: ¿qué libro es este? En tierras en que se habla el
castellano, como el alma tiene más de mariposa que de bestia
famélica, y vive de mieles; y el suelo da lo que se necesita, y lleno el
espíritu de generosidad y ternura, del suelo se necesita poco,―han
escaseado las ciencias, hijas de las necesidades humanas, que
obligan a la pesquisa y a la observación, y de cierta disposición
tranquila de la mente, que entre ojos negros y palmeras de sombra
calurosa, no anda casi nunca desocupada. Hambre e invierno son
padres de ciencias. Por lo que no hay que buscar en castellano
muchos vocablos científicos,―y el industrioso y erudito cubano,
Néstor
Ponce de León, hace bien en ingerir, con discreción y
propiedad, la lengua corriente y necesaria de la industria y el
comercio en el idioma español, para expresar los estados del alma
muy propio y rico, pero lastimosamente escaso de la verbología
moderna. Y como no se ha de decir que para vivir entre los hombres
es bueno desconocer su lengua, sino aprender a hablarla, y hoy los
hombres se han apeado del caballo de batalla, y se están montando
sobre arados y ruedas dentadas, es libro de mucho alcance y servicio
el Diccionario Tecnológico, que con miras y materias más vastas que
las de todos los diccionarios de ciencias o artes hasta ahora
conocidos, escribe desde su librería de Broadway, el cubano Ponce de
León. Ya se anuncia el Diccionario de Regímenes, de un hablista
ilustre, que es el colombiano don Rufino Cuervo, notabilísimo filólogo,
y como un verdadero filósofo del idioma.
Buena lengua nos dio España, pero nos parece que no ha de
quejarse de que se la maltratemos: quien quiera oír a Tirsos
y
Argensolas, ni en Valladolid mismo los busque, aunque es fama que
hablan muy bien español los vallisoletanos:―búsquelos entre las
mozas apuestas y mancebos humildes de la América del Centro,
donde aún se llama galán a un hombre hermoso, o en Caracas, donde
a las contribuciones dicen pechos, o en México altiva, donde al
trabajar llaman, como Moreto en una comedia, “hacer la lucha”. Y en
cuanto a las leyes de la lengua, no hay duda de que Baralt, Bello y
Cuervo son sus más avisados legisladores:―lo cual no quita lustre al
habla en que con singular donosura dicen literarios pensamientos los
varones del Guadalquivir y Manzanares,―ya como Hartzenbusch la
acicalen y enjoyen cual a moza en fiesta; o como Guerra y Orbe,
bruñen y saquen lumbre a la plata antigua; o como Alarcón, la den
matices árabes; o como Galdós, la hagan llorar, y tener juicio a par
que gracia con Valera.
Mejor será, antes que entre en regalos la pluma, decir los
títulos de los libros que están esperando turno en nuestra mesa.
De García Merou, de la República Argentina, están aquí los
Estudios literarios en linda edición de Madrid, de casa de Fortanet.
Hacen bien al alma, y dan gusto a los ojos, esos libros impresos en
letras redondas, y a la usanza antigua. Recuérdanse los tiempos
pasados, que por muertos ya son buenos, y parece como que se
acaricia la barba blanca de un abuelo hermoso. Merece el libro de
García Merou esta edición artística, y se desborda de ella, como de un
cesto de plata un ramo de flores. El estilo, con matices franceses, es
buen estilo de España; tiene del vino la generosidad, la transparencia
y el aroma; y las burbujas, tornasoles y rumor discreto de la espuma.
Es un hombre ingenuo que estudia, con mente culta y ánimo libre, la
Literatura Poética, no en lo que rima y halaga los ojos, ni en lo que la
literatura
tiene
de
rubensiano
y
carnal;
sino
en
las
penas
desgarradoras, esperanzas inocentes, y aladas aspiraciones que la
animan. García Merou sabe llorar y cincelar, y aquel y este son
méritos
que
van
cayendo
en
desuso,
y
sobre
todo
aquel.
Conocimiento amoroso y sazonado de las buenas literaturas revela
este libro, y esa fuerza de decante y juicio directo que señala a los
literatos de raza. He ahí un escritor que se levanta.
Juan Ignacio de Armas, de Cuba, que en pocos años ha
ganado renombre de buscador ingeniosísimo y esmerado poeta,
registra ahora a Parras y Bernáldez, y Cabezas de Vaca y Garcilasos,
y con todos estos venerables pergaminos desmiente, contra lo que
San Jerónimo creyó ver, y pintó en su globo Martin Behaim, que haya
habido antropófagos jamás. Alegato ameno es esta Fábula de los
Caribes, y no hay que decir que es victorioso, porque el que está con
la naturaleza humana, está en lo cierto. Los datos que tantos otros
historiófilos abalumban y revuelven sin orden, aquí van diestramente
conducidos, como si los llevase capitán amaestrado, hasta que llegan
a dar de sí, como sin esfuerzo y de manera inevitable, lo que el
historiófilo quiere que digan. Y de vez en cuando, una sutil ironía
aguza un pensamiento, y otras veces, una severa justicia realza un
detalle minucioso. Este Juan Ignacio de Armas vivió en Caracas unos
cuantos años entre los grandes de la mente de todas las edades; y de
andar
entre
libros,
llegó
a
tener
su
color
y
sabiduría.
Es
perspicacísimo de naturaleza, y de aquellos que tienen la noble y
desusada capacidad de poner por encima de sí mismos, y sacar salvo
de todo, su amor al estudio;―títulos dan los reyes; pero de
ennoblecimiento de alma, ninguno mayor que el que se saca de los
libros. Las ideas, purifican. Venir a la vida usual después de haber
estado del brazo con ellas por bajo de los árboles o por espacios
azules, es como dar de súbito en el vacío. Una adementada angustia
se apodera de la mente en el primer instante del choque. Y se sigue
caminando adolorido, hasta que se ve al fin que los hombres son
buenos y se está bien entre ellos.
La América. Nueva York, julio de 1884.
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