17 Cuando han de suceder grandes cambios en nuestras vidas

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Cuando han de suceder grandes cambios en nuestras vidas, algo cambia, antes, en la atmósfera
que nos envuelve. Lo inmediato cotidiano sigue semejante a sí mismo, nada varía en nuestras
costumbres, los tránsitos diarios son los mismos de siempre, pero una serie de pequeños
factores, a veces apenas perceptibles, empiezan a modificar el mecanismo de lo habitual. Mi
viaje a México había quebrantado un tanto la fe que hubiese puesto, anteriormente, en la
incuestionable cabalidad evolutiva del arte europeo en sus rumbos actuales. La pintura mural
mexicana, estrechamente vinculada a un proceso revolucionario, me resultaba de una
inquietante eficiencia –y más ahora que Diego Rivera, según acababa de saberlo, había sido
invitado a Rusia, por Lunacharsky, para pintar frescos en la Casa del Ejército Rojo. Mi ánimo,
ahora, vacilaba entre la Rue La Boétie y la calle de Mixalco. Me sorprendía, por otra parte, que
París ignorara la figura de un compositor, Edgar Varese, que me resultaba importantísimo
después de haber escuchado unas partituras suyas, dirigidas por Carlos Chávez, en el anfiteatro
de la Escuela Preparatoria de México. Me parecía ahora que si mucho sabía París, París no lo
sabía todo. Por el momento, más mexicano que parisiense –¿acaso podía uno contentarse con lo
producido en nuestra modesta plaza artística de La Habana?...–, veía diariamente a Amadeo
Roldán, violín concertante de la Orquesta Filarmónica, cuyo gran talento de compositor se había
revelado en dos obras, de un carácter nacionalista, recientemente estrenadas: Obertura sobre
temas cubanos y Tres pequeños poemas (Oriental, Pregón, Fiesta Negra) para gran orquesta. A
la vez me había ligado de íntima amistad con Alejandro García Caturla, joven músico de un
temperamento absolutamente genial a quien yo habría de presentar algunos meses después –¿y
quién iría a predecirlo?– a Nadia Boulanger. Con Amadeo Roldán organicé unos conciertos de
Música Nueva en los cuales se ejecutaron algunos Nocturnos de Erik Satie, las Tres piezas
para cuarteto de Stravinsky, la Rapsodia Negra de Francis Poulenc, y numerosas páginas de
Debussy, Ravel, Manuel de Falla, Prokofieff y Malipiero. Ante el éxito singular de eses
conciertos, cuyas obras yo glosaba brevemente desde el escenario, comenzamos a reunir el
material destinado a una auténtica temporada en la cual nos proponíamos estrenar el primer
Cuarteto de Schoenberg, el Concertino de Honegger, varias partituras de Daríus Milhaud, Bela
Bartok y Hindemith, así como el Octandro de Varese. En espera de que nos llegara el material
encargado a París, Londres y New York, empezamos a trabajar, Amadeo Roldán y yo, en dos
ballets. La Rebambaramba y El Milagro de Anaquillé, el primero inspirado en grabados
coloniales cubanos (Miahle, Landaluze, etc.…), el segundo en rituales mágicos afrocubanos,
que sólo serían objeto de una suntuosa realización coreográfica, en Cuba… ¡treinta años
después! Volveré, más adelante, sobre las tribulaciones de esos ballets, siempre próximos a
estrenarse, en New York (allí con Ted Shawn y Ruth Saint-Denis), en París, y hasta en La
Habana. En cada caso, la dificultad primordial estaba en que, por nuestra inexperiencia,
habíamos confiado en la posibilidad de reunir conjuntos enormes, tanto en la escena como en la
fosa de la orquesta, en una época caracterizada, en el dominio del ballet, por una universal
limitación de medios. Con la ingenua prodigalidad de la gente muy joven, pedíamos orquestas
de cien músicos, masas de danzantes, escenarios enormes (¡y los tuvimos finalmente!) donde lo
razonable hubiese sido atenerse a los exiguos medios requeridos por Los marineros de Georges
Auric. Pero nuestros modelos –en cuanto a movilización de efectivos– eran todavía El Pájaro
de Fuego y Petrouchka, allí donde las tarifas sindicales invitaban a una mayor economía.
Repito que había algo cambiado en la atmósfera que me circundaba. No me era posible pensar
en viajes, en aquellos días, por razones meramente materiales. Ganaba un buen sueldo: habían
terminado los tiempos de la miseria. No debía desprenderme de lo presente. Y sin embargo,
andaba como desarraigado. La Habana había de hacérseme antipática, por fuerza, obligado
como lo estaba a estampar mi firma, cada lunes, en un registro carcelario cuya permanencia,
además, implicaba la prohibición estricta de ausentarme del país, bajo pena de nueva prisión.
Limitado por las mismas limitaciones del ambiente artístico e intelectual, me veía doblemente
limitado ahora por la libertad condicional en que vivía. Cualquier acontecimiento inesperado, de
carácter político, podía conducirme, nuevamente y sin dilación, a la cárcel. Mis mejores amigos,
además, soñaban con proseguir sus existencias en otra parte. Desde hacía tiempo, José Manuel
Acosta preparaba un viaje a New York, con el propósito de quedarse en los Estados Unidos.
Alejandro García Caturla quería perfeccionar sus estudios musicales en París. Amadeo Roldán,
condenado a tocar en cines y cabarets para ganarse la vida, añoraba los tiempos de sus estudios
en Madrid, en la clase de Conrado del Campo. Algunos pintores se nos habían adelantado ya,
marchando al extranjero. Padecíamos, como nunca, un complejo de insularidad que acababa por
hacernos aborrecer el trópico. Con nosotros se producía, en mayor grado, el conflicto moral que
desde hacía muchos años impulsaba el latinoamericano, por tradición, a abandonar el país
apenas tuviese oportunidad de hacerlo. ¿No habían estado en París, Orozco y Rivera? ¿No
estaban en París Vicente Huidobro, cuya poesía cobraba una gran importancia renovadora en el
momento? ¿No estaban en París, en New York, algunos de los mejores escritores y músicos del
continente? En París, Héctor Villa-Lobos; en París, los jóvenes Miguel Ángel Asturias y Luis
Cardoza y Aragón. “Quien tiene la suerte de vivir en el siglo de Pericles no puede condenarse a
medrar en el Ponto-Maximo”, decía uno de los tantos amigos nuestros que contemplaban, cada
noche, con enrome envidia, a los viajeros que decían adiós a La Habana, desde las bordas de sus
buques constelados de luces, al salir por la boca del puerto, rumbo a las iluminaciones de toda
aventura posible… Atenaceados por el anhelo de evasión estábamos, cuando apareció en La
Habana el curios personaje de Adia Yunker, pintor llegado a punto para hacerse nuestro gran
maestro de invitation au voyage. Había venido a la ciudad, a bordo de un carguero de
Hamburgo, en calidad de marino. Letón de nacimiento, había asistido a la Revolución Soviética,
conociendo a los principales poetas rusos del momento. Residenciado luego en Suecia por algún
tiempo, había ejecutado allá algunos frescos, reproducidos en revistas de arte, que se
asimilaban, por el estilo, al expresionismo alemán. Vivía en La Habana antigua, en un alberque
de la Young Men Christian Association destinado a la gente de mar, donde pintaba telas que
jamás daba por terminadas y que se asimilaban, un tanto, a las naturalezas muertas del Picasso
de los años 1925. A poco de llegar había encontrado trabajo, como dibujante publicitario, en
una gran tienda de novedades. Yo lo había conocido de modo muy causal, y, de pronto, me
había asombrado hablándome de la pintura de Kokoshka, de Otto Dix, de Paul Klee, y, además
de la obra de Bert Brecht, Kurt Weil, Alban Berg, y otras gentes acerca de quienes teníamos
muy poca información –ya que escasa era la que se obtenía, acerca de ello, en las revistas “de
vanguardia” de un París muy vuelto hacia sí mismo, que no tenía el expresionismo alemán en
gran estimación y poco nos hablaba, por ejemplo, de la Bauhaus. El mundo de Viena, de Berlín,
de Zúrich –tercer mundo para mí– se me revelaba de pronto en la charla de Yunker, juez
implacable, mordaz, de cuanto hacían los artistas cubanos del momento. Conoció mis primeros
trabajos literarios –ensayos críticos publicados en revistas diversas– y los criticó sin
miramientos, diciéndome que todavía me faltaba por aprenderlo todo. Era duro también con una
revista de avance publicada aquel año con el título de 1927 –y de la que me contaba entre los
fundadores –probándome que, al editarla, ignorábamos algunos de los más importantes
movimientos plásticos y literarios de Europa. En lo que se refería al surrealismo, tanto como al
expresionismo alemán, esto era evidente. A pesar de querer estar al día, de recibir todas las
revistas extranjeras, carecíamos de informaciones esenciales. No habré de decir con ello que
nuestro papel habría de limitarse al de registrar dócilmente los movimientos de la aguja de
marear europea; pero era cierto, a la vez, que presumíamos de conocer las tendencias más
actuales, en todos los sentidos, y de que si habíamos fundado una revista titulada 1927, era para
que lo actual estuviese presente, bien presente, en sus páginas presentadas, por lo demás, con la
inequívoca intención de “informar” y “poner al día” a quienes no lo estuviesen aún… Un buen
día, Adia Yunker nos anunció que se marchaba a Berlín. Con el dinero ahorrado en Cuba como
dibujante publicitario había podido adquirir un edificio en Alemania, especulando con la
devaluación de la moneda. Habríamos de vivir en París, en un mismo hotel, dos años después.
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