Untitled - Andrés Fornells

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ANDRÉS FORNELLS
LA MUERTE TENÍA FIGURA
DE MUJER HERMOSA
Colección de Narrativa
Ediciones Irreverentes
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Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por
cualquier procedimiento y el almacenamiento o transmisión de la totalidad o parte de su
contenido por cualquier método, salvo permiso expreso del editor.
© Andrés Fornells, 2010
De la edición: © Ediciones Irreverentes S.L.
Marzo de 2010
Ediciones Irreverentes S.L.
http://www.edicionesirreverentes.com
ISBN: 978-84-96959-57-6
Depósito legal:
Diseño y composición: Absurda Fábula
Imprime: Publidisa
Impreso en España.
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Los héroes pueden serlo porque aún no
han descubierto que tienen miedo.
M. POMBO ANGULO
Ningún crimen tiene fundamentos razonables.
TITO LIVIO
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Al ya desaparecido bar La Sirena
y a toda la estupenda gente
que lo frecuentaba.
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Esta novela es una obra de ficción. Nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o se emplean como
ficción. Cualquier parecido con sucesos, situaciones o personajes
reales, vivos o muertos, es pura coincidencia.
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I
La joven tumbada perezosamente sobre una chaise longue, protegida del tórrido sol tropical por una gran sombrilla multicolor, poseía una belleza extraordinaria. El armónico conjunto de sus facciones rozaba la perfección. Y lo
mismo podía decirse de su cuerpo escultural cubierto por un exiguo bikini rojo.
Llevaba su rubia cabellera recogida en lo alto de la cabeza con un par de horquillas chinas. No lucía joya alguna. Sólo le gustaba llevarlas cuando se arreglaba para salir a algún lugar donde le importara lucirse, no cuando se
encontraba en su lujosa villa disfrutando del ocio que le permitía su buena
situación económica.
A poca distancia de ella, el sol reverberaba dentro de las aguas transparentes de una magnífica piscina hexagonal.
A un metro escaso de los pies de la espectacular mujer se hallaba sentado, con sus piernas cruzadas, contemplándola con ojos de perro fiel, un joven
nativo cuya notable musculatura acentuaba el natural bronceado de su piel.
Ella bajó unos centímetros la revista que hojeaba, le dirigió por encima una
mirada indiferente y, con voz autoritaria, le dijo:
–Mabú, tráeme una piña colada con mucho hielo.
–Sí, mi ama –respondió él, risueño y servil, poniéndose de pie y encaminándose con movimientos cadenciosos hacia la casa.
Los fríos ojos de la bella mujer lo siguieron. Nadie habría podido descubrir en su inexpresiva mirada si el enorme atractivo sensual que poseía su hermoso esclavo despertaba en ella algún tipo de sentimiento.
Abandonó la revista encima de la mesa de bambú situada a su lado,
estiró los brazos hacia arriba y cerrando los ojos murmuró con indolente
satisfacción:
–Me encanta la ociosidad. No planear nada. Vivir según los impulsos de
cada momento. Sin problemas ni preocupaciones, aquí, en mi refugio, en mi
paraíso secreto.
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Dejó caer los brazos. Una dulce pereza se iba apoderando de ella. Cerró
los párpados dejando sin visión sus grandes y bellos ojos negros. Y durante varios minutos quedó traspuesta, una sonrisa enigmática detenida en sus
labios carnosos.
Creyó percibir, a lo lejos, el sonido de un teléfono móvil. Provenía del suyo,
el que ella había dejado en el porche encima del pequeño mostrador del mueble bar. No se movió. No deseaba que nadie la molestase. Cesó la musiquita y
de nuevo las voces de la naturaleza fueron las que ella escuchó: el rumor de las
hojas de los árboles de su bien cuidado jardín, de las lacinias de las palmeras
mecidas por la suave brisa, y el rasposo susurro procedente de la cercana playa donde las olas lamían sus arenas blancas, con su incansable movimiento
de avance y retroceso serpenteante.
De pronto una lancha fuera borda rompió con su desagradable petardeo la tranquilidad reinante.
–Como me enfade de verdad, una noche cojo un hacha y las hundo todas
–murmuró pensando en las que estaban amarradas en el pequeño puerto local.
No sería capaz de hacerlo porque lo último que le convenía era buscarse
problemas, pero le complacía imaginarlo.
Advirtió el ruido de unos pasos acercándose presurosos. Entreabrió los
ojos. Delante tenía al criado que un momento antes limpiaba las hojas caídas
sobre el enlosado del porche.
–Señora, el doctor Espectro desea hablar con usted –dijo mostrándole el
teléfono móvil que sostenía su mano.
Se trataba de la única persona que ella tenía autorizado a sus sirvientes que
se lo pasaran directamente, sin consultarle si quería o no atenderle. Sin embargo, antes de coger el pequeño aparato de telefonía que le acercaba su empleado, maldijo entre dientes al inoportuno.
Su asalariado marchó a continuar su tarea de limpieza. La discreción
entraba dentro de sus obligaciones.
–Dime. ¿Qué hay de nuevo? –preguntó la hermosa joven a quien tenía al
otro lado del aparato.
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La voz ronca del intermediario respondió comunicándole que tenía un trabajo para ella.
–¿Para cuándo?
–Al cliente le conviene verse contigo el día cinco del mes próximo. Propón tú la hora y el lugar.
–Dile que le darás la respuesta el día dos.
–¿No crees que te pasas de precavida?
–Me gusta jugar siempre mis cartas –se burló ella–. Soy supersticiosa.
Las cosas acordadas con demasiada antelación pueden malograrse. El tiempo
es un personaje infiel y variable. No me fío de él.
–¿Y si el candidato a cliente no acepta tus condiciones?
–Que busque a otro para ese trabajo.
–Él quiere al mejor. Y el mejor eres tú.
–Pues que sepa lo que hay.
–Considerando la comisión que tú me pagas, lo convenceré para que
espere hasta la fecha que tú le impones.
–Una elevada comisión que tú te llevas sin arriesgar nada, aprovechado
–endureció ella el tono.
–Tener buenos contactos no carece de mérito, tenlo presente –dijo él,
sarcástico–. Volveré a llamarte. Sigue disfrutando de tus vacaciones.
–Hasta la próxima.
Ella cortó la comunicación. Soltó un suspiro de fastidio. Sus doradas
vacaciones tenían ya fecha de caducidad. Nueve días más podría disfrutar de
ellas, a no ser que el cliente no aceptase sus condiciones y encargara el trabajo a otra persona. Más baratos que ella no le costaría encontrarlos, pero correría el riesgo de que le hicieran una chapuza, o incluso fracasaran, mientras
que ella era muy buena, infalible en lo suyo.
–En todas las profesiones hay mediocres y genios. Y los genios merecemos ganar más. Papá lo decía siempre.
Ya se acercaba el otro hercúleo criado con una preciosa jarra que contenía la bebida favorita de su dueña. Cuando ella la tuvo en sus manos, echó un
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sorbo largo, la depositó a continuación encima de la mesita de bambú y dispuso, dominante, segura de no recibir objeción alguna sino más bien todo lo
contrario:
–Quítate el bañador. Nos vamos a la piscina.
Él se libró del tanga al instante, en su boca una sonrisa gozosa, en sus ojos
un brillo lujurioso.
–¿Tengo que llamar a Buba? –dijo él deseando en verdad una negativa por
parte de ella.
Fue complacido su deseo.
–Esto será cosa de nosotros dos. Dentro del agua prefiero tener a uno solo
de vosotros.
El nativo soltó un grito de júbilo, y ya desprendido de su tanga corrió
hacia el agua y se zambulló. Sonriendo con la frialdad de expresión que la
caracterizaba, la estatuaria joven se libró del bikini. Al exponerla al sol, su
bronceada piel cubierta por crema protectora brilló como si desprendiera luz
propia.
Mabú se extasió contemplándola. Se hallaba de pie. En aquella parte de
la piscina el agua cubría sólo un poco por encima de la cintura.
Su ama descendió por la escalerilla. Consciente de la excitación y el deseo
que despertaba en su sirviente, lo hizo con lentitud, dándole la espalda, regalándole la visión de sus esféricas nalgas y la ranura depilada cuyos labios hinchados mostraban su propia excitación.
Llegó junto al nativo. Curvó sus labios una extraña sonrisa. Acercó su
mano a la enhiesta hombría del joven y hercúleo nativo. La oprimió con tanta fuerza que él soltó un gemido mitad de dolor y mitad de placer.
–Eres un auténtico semental, Mabú –le dijo susurrante, apreciativa.
Él rió orgulloso. Los elogios de aquella bellísima, autoritaria y rica mujer
lo hacían feliz. Ella le advirtió:
–Al principio acaríciame suavemente, despacio, como a mí me gusta.
Luego, cuando yo te diga, lo haremos a lo salvaje.
–Sí, mi ama. Deseo con todas mis fuerzas hacerte inmensamente feliz.
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La mirada del hombre devoró el prodigioso cuerpo femenino, antes de
comenzar a acariciarlo sus manos trémulas de la emoción de un adorador
pagano con su diosa venerada.
Ella apretándola, torturándola, acercó su virilidad y la aprisionó entre
sus muslos cerrándolos a continuación.
–¿Deseas mucho follarme, Mabú? –le dijo incitándolo un poco más.
–Muchísimo, mi ama. Muero por follarte.
–Antes tendrás que ganártelo, Mabú.
–Sí, mi ama –jadeó sumiso, ansioso por complacerla.
Ella entreabrió ahora sus piernas librando la poderosa, endurecida, carne de él. A continuación el nativo se sumergió colocando su cabeza entre el vértice de las piernas de su voluptuosa dueña y la estuvo dando el tratamiento
exigido por ella hasta que cercano a la asfixia emergió, tomó aire y volvió a reemprender la gozosa tarea interrumpida durante unos segundos.
Mientras él se esforzaba en procurarle placer, una mueca entre placentera y cruel mantenía abierta la boca de la mujer que lo tenía totalmente sometido.
Mantuvo durante varios minutos a su sometido en el penoso ejercicio
de permanecer sumergido hasta casi asfixiarse y, cuando sintió que le venían
ganas de ser penetrada, lo apartó de ella con un violento empujón, salió del agua
y tumbándose de espaldas encima de la colchoneta de la tumbona invitó, autoritaria, a su esclavo:
–Ahora puedes penetrarme con todas tus fuerzas, como una bestia. Como
me gusta a mí.
Su criado abandonó rápidamente la piscina y vino junto a ella. Refrenó un
instante la urgencia de su deseo para contemplar la excitante belleza de la
mujer blanca que, con las piernas entreabiertas le mostraba los sonrosados
labios verticales que mantenía separados con los dedos de ambas manos.
–¿A qué esperas, imbécil? –le apremió ella con tono desabrido. Él situándose delante de ella, se inclinó hacia adelante, apoyó las manos a los lados de
los hombros de su ama y, bajando la vista dirigió su exaltada carne a la grieta
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que ella le estaba ofreciendo. Y cuando la cabeza violácea de su poderoso falo
la hubo penetrado un par de centímetros embistió con todas sus fuerzas desapareciendo éste en su totalidad dentro del estrecho pasaje femenino.
Ella dejó escapar entonces un grito salvaje, apretó los dientes y clavó sus
largas uñas en las nalgas de su esclavo que se mordió los labios para no gritar
también, en su caso de dolor.
–Entra y sal de mí como si quisieras atravesarme de parte a parte –masculló la hermosa joven, sus uñas continuaban martirizando los musculosos
glúteos de su servidor.
Él obedeció poniendo todas sus fuerzas en el empeño. El continuado y
duro ejercicio no tardó en bañar de sudor todo su cuerpo. Su ama tardaba
siempre mucho en alcanzar el orgasmo. Pero él era fuerte y resistente y la idolatraba. Hubiera dado por ella mil vidas, si tantas tuviera.
La bellísima mujer alcanzó por fin la explosión de placer que la calmaba.
Y premió al que se la había procurado arañándole violentamente toda la espalda y mordiéndole ferozmente en el cuello provocándole un gran hematoma.
Él recibió sus brutalidades con una sonrisa feliz. Otra vez más había conseguido que su ama disfrutara con el sexo.
–Ahora voy a castigarte por lo cruel que has sido conmigo, Mabú. Ponte de rodillas con el tronco inclinado sobre la hamaca. Ya sabes cómo quiero.
Ella abandonó la chaise longue para dejársela a él. Por entre sus bien torneadas piernas resbalaba una buena cantidad de líquido blanco y espeso. El nativo se colocó de la forma que acababa de indicarle su dueña. Ella sacó del
interior del cajón de la artística mesita de bambú un látigo de cuero cuyas tiras
terminaban con apretados nudos.
–Di que te vas a sentir inmensamente feliz con lo que te voy a hacer,
Mabú –le exigió perversa su voz y su actitud.
–Me sentiré inmensamente feliz con lo que vas a hacerme, mi ama.
Ella, con parsimonia, una sonrisa malvada en su bellísimo rostro, gozando cada segundo que transcurría, cogió el látigo y lo mantuvo en alto para que
él sufriera esperando el comienzo de la flagelación. Para retrasarlo más des14
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cendió el brazo y pasó el látigo por el punto estriado que separaba las martirizadas nalgas masculinas con algo de sangre en los lugares que habían sido
más torturados por las uñas de la sádica joven. El poderoso adonis mulato se
estremeció.
–¡No es gozo lo que quiero causarte, esclavo! –le gritó ella furiosa con su
reacción.
–No gozaré, si eso es lo que tú quieres, mi ama –mostró él total sometimiento y obediencia.
–Más te valdrá.
Ella aprovechó la momentánea distracción de él para propinarle, a traición,
con todas sus fuerzas, un latigazo brutal.
Mabú soltó un alarido en el que se mezclaban a partes iguales el dolor y
el placer, imitando con ello la reacción de su dueña un rato antes cuando la
penetró salvajemente.
–¡Toma, cabrón! ¡Esto por haberme violado! ¡Y esto, y esto!
Los latigazos caían con saña sobre las enrojecidas nalgas de Mabú que,
aullando de dolor, suplicaba que no siguiera castigándolo, aunque se lo merecía por haber osado violentarla.
Su vengativa ama babeaba de placer viéndole sufrir. Se detuvo finalmente cuando el cansancio le dificultó seguir torturando a su esclavo al que tenía
a punto de perder el conocimiento. Sólo entonces devolvió el látigo al cajón y
dijo sin haber recuperado todavía el aliento:
–Quién me viola lo paga muy caro. ¿No es cierto, Mabú?
–Sí, mi ama, lo paga muy caro –logró balbucir el criado asimilando el
terrible castigo con sumisión y humildad.
La hermosa y despiadada joven se tumbó de nuevo en su chaise-longue y continuó bebiendo su piña colada con una expresión de malsana satisfacción
reflejada en su rostro, sin dignarse mirar a su dolorido esclavo que, con esfuerzo y muecas de sufrimiento comenzaba a ponerse en pie. Sin embargo, cuando logró la verticalidad dirigió a su dueña una mirada de incondicional
adoración.
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II
Alberto conducía el utilitario esforzándose por mantenerlo dentro de la calzada, tarea que le resultaba casi imposible, pues cada pocos metros no conseguía
evitar que las ruedas del vehículo rozaran, chocaran contra los bordillos de las
aceras. A su lado, Meli, no menos ebria que él, sonreía de manera estúpida.
Por culpa de lo bebidos que estaban no se dieron cuenta de que acababan
de meterse dentro de Los Palacios –irónico nombre que le habían puesto sus
siniestros habitantes, al barrio más lúgubre y peligroso de toda la ciudad–.
Hasta tal punto esto era así, que incluso la policía, si podía evitarlo, no se
adentraba en él. Los pobladores de Los Palacios eran, mayoritariamente, delincuentes peligrosos que vivían de muchas cosas que nada tenían que ver con un
trabajo honrado.
Estas gentes de Los Palacios, podían pelear a muerte entre ellas, pero se
volvían sordas, mudas y ciegas cuando los representantes de la ley, cumpliendo órdenes de sus superiores, entraban buscando a algún criminal que se
escondía allí.
–Ahí veo un bar –avisó de pronto Alberto–. Pediremos dos zumos de
tomate… y se nos pasará la enorme cogorza que llevamos. Es infalible el
zumo de tomate…
–Tengo muchas ganas de vomitar –gimoteó Meli, apretándose con ambas
manos la garganta.
Alberto detuvo el coche delante del tugurio que había descubierto de
pronto. Con no poca dificultad los dos jóvenes descendieron del coche y dieron unos primeros pasos vacilantes.
–Voy a vomitar –anunció la muchacha doblando de pronto el cuerpo
hacía adelante y arrojando, acto seguido, en lo alto de la deteriorada acera todo
lo que contenía su estómago, sus manos apoyadas en la pared para no caerse.
Su acompañante la observó con una expresión de lástima y asco. Él
aguantaba el alcohol bastante mejor que ella. Se había emborrachado, anterior17
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mente, muchas más veces. Sus consentidores padres le permitían ir de botellón todos los fines de semana, mientras que los estrictos padres de Meli se lo
tenían prohibido, y aquella noche había conseguido la excepción escapándose de casa sin ser vista, mientras ellos dormían.
Pasaron varios minutos. Ella luego de haber vaciado su estómago, empezó a sentirse levemente mejor. Estaba toda bañada en sudor, temblorosa y la
boca le sabía a cloaca.
–Creí por unos momentos que me iba a morir, Berto –balbució.
–Sé lo que es eso –respondió comprensivo él.
Las trémulas manos femeninas sacaron unas servilletas de su bolso colgado del hombro y secó con ellas su rostro empapado. Estaba tan pálida como
la víctima de un vampiro.
–Un zumo de tomate nos dejará como nuevos –se empecinó Alberto.
Con pasos inciertos entraron en el local. Se trataba de un tugurio infame,
mal alumbrado por una sucia bombilla colgada del techo y una cochambrosa
lámpara de pie situada junto al pringoso mostrador por encima del cual se
paseaban sin ser molestadas un par de cucarachas. El lugar apestaba a licor rancio, a sudor sucio y a humo de tabaco. Los torvos ojos de la media docena de
parroquianos de mala catadura que se hallaban allí reunidos centraron su
inmediata atención sobre los recién llegados, a los que por su pinta y sus ropas
de marca reconocieron que pertenecían a la clase acomodada.
Dos de aquellos aviesos individuos decidieron castigar a los intrusos por
la osadía de haber penetrado en su territorio.
Alberto y Meli se dieron cuenta demasiado tarde de que acababan de
meterse en un siniestro avispero. Les entró miedo y pretendieron marcharse,
pero les fue imposible hacerlo porque aquellos dos tipos malcarados, cuyas
bocas torcidas sonreían perversamente, les impidieron el paso.
–Quietos ahí, capullos. Que vamos a divertirnos un poco con vosotros.
Los otros cuatro sujetos presentes, que eran de su misma catadura, abandonaron sus asientos y rodearon a los aterrados e incautos jóvenes.
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La mujer gorda y mugrienta que atendía el mostrador también sonrió
maquiavélicamente disponiéndose a disfrutar de la diversión que iban a procurarle sus malignos parroquianos.
Uno de ellos apresó con una mano el brazo de Meli y con la otra le cogió
un pecho. Ella, aterrada, lanzó un chillido que fue celebrado con ruidosas carcajadas por parte de los acosadores.
Alberto, paralizado por el espanto, lo presenciaba todo con los ojos
desorbitados, incapaz de intervenir.
De pronto, alguien que acababa de entrar, advirtió con voz suave y sin
embargo intensamente amenazadora:
–¡Tú, pedazo de mierda! ¡Aparta tus puercas manazas de esa gachí!
Todos los presentes se volvieron hacia el que acababa de hablar. Quienes
habitaban Los Palacios conocían su apodo, pero desconocían su nombre.
Para todos ellos era el Serpiente, por la fría mirada de sus ojos amarillos y la
inexpresividad de su anguloso rostro. Llevaba poco tiempo viviendo en el
barrio y no parecía interesarle hacer amigos. Era bastante joven, fuerte, reservado y peligroso. Días atrás, dos matones le habían buscado las cosquillas. A
uno de ellos le partió la mandíbula de un puñetazo y, al otro, le reventó los testículos de una patada.
En Los Palacios, las dos aptitudes que más se respetaban de un hombre
eran la valentía y la violencia, y ambas había demostrado poseerlas el Serpiente. De su vida pasada lo ignoraban todo. Corría el rumor de que era un jugador profesional y se había refugiado en el barrio porque alguien lo andaba
buscando para matarle.
Remedios Corona, que le tenía alquilado un cuchitril infecto, había contado –por haberlo visto– que el Serpiente llevaba escondida una navaja de
muelles en la caña de su bota campera y no guardaba en su habitación propiedad alguna que valiera la pena robarle, ni documento alguno que revelara su
identidad.
–Seguro que ese cabrón ha hecho algo gordo en alguna parte y lo andan
buscando para quitarlo de en medio –aventuraba la mujerona–. Lástima no
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saber quién es, para dar el chivatazo y cobrar un buen taco de billetes –dijo la
cínica casera, a quienes les tenía confianza.
En el inmundo local se hizo un repentino y tenso silencio. Los dos individuos que habían empezado a molestar a la chica, intercambiaron una mirada de entendimiento. Se consideraban más fuertes que el tipo que acababa de
plantarles cara y estaban dispuestos a cargárselo, si se terciaba. Encorvaron hacia
adelante sus corpachones y se fueron para él, despacio, abriéndose con la
intención de atacarle por los lados. El más corpulento de ellos masculló vibrando de ira:
–Te voy a hacer mierda, chulo hijo de puta.
El Serpiente había sabido siempre aprovecharse de las ventajas que procuraban para decantar la balanza de una pelea a su favor, los factores sorpresa, rapidez y contundencia. Tenía muy bien asumido que con rufianes como los
que tenía enfrente, su vida estaba en juego.
Esta apreciación suya se la confirmaron sus dos adversarios sacando de
sus bolsillos sendas navajas y avanzando hacia él dispuestos a usarlas. Les
delataba el brillo homicida aparecido en sus traicioneros ojos. El Serpiente, sin
perderles un instante de vista, entreabrió unos centímetros sus fibrosas piernas, metió la mano dentro del bolsillo de sus holgados pantalones y los dedos
de esa mano se deslizaron dentro del puño americano que llevaba en él.
A continuación, de un velocísimo salto se plantó delante del enemigo
que le quedaba más cerca y le estrelló el puño de hierro en la boca rompiéndole varios dientes y también la nariz. El alarido de dolor que soltó el agredido,
paralizó por un instante a su compañero. Instante de inmovilidad por su parte que aprovechó el Serpiente para clavarle con ferocidad, en la entrepierna, la
punta de su bota de pico de golondrina. El bramido que lanzó el que acababa
de recibir este demoledor impacto hizo temblar los cristales de la ventana. Se
tambaleó un momento y al final cayó al suelo como un fardo, muy cerca de donde permanecía su inconsciente compañero. El fulminante desenlace había
durado apenas un par de minutos. Uno solo de ellos le había bastado a Alberto para escapar cobardemente con su coche, abandonando a Meli a su suerte.
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Ella, a la que el miedo pasado había devuelto casi la sobriedad, apartó
sus horrorizados ojos del rostro ensangrentado del cafre que la había estado
manoseando, para dirigir a su valiente y fiero defensor una mirada en la que se
entremezclaban el temor y la admiración, y balbuceante logró suplicarle:
–Por favor, sáqueme de aquí… Por favor… Le recompensaré…
El Serpiente, observándola un instante, pensó de ella: «Parece una muñeca con ese cutis tan fino, esa boca inocente, los enormes ojos azules, los largos
y lacios cabellos rubios, y esos ademanes delicados». O sea que ella era todo lo
contrario al tipo de mujeres que a él le gustaban: anchas de hombros, de pecho
abundante, caderas redondeadas y piernas grandes con músculos bien marcados. Sin embargo, al verla indefensa, le surgió de esa parte suya que todavía no
se había maleado, el impulso de defenderla.
–Vámonos de aquí, niña.
Sorprendió a la chica la suavidad con que él la cogió del brazo, y lo siguió
sumisamente. Todos se apartaron para dejarles pasar. En un suburbio donde
impera la brutalidad, se respeta y teme al que la ejerce de forma contundente.
Llegaron a la calle. Él tenía su coche aparcado allí. Era un Mercedes de los
años setenta bastante bien cuidado.
–Sube –se limitó a ordenarle.
Ella obedeció sin dudarlo. La intrepidez que él había demostrado la
tenía fascinada por completo. Ya sentados los dos dentro del vehículo, el
Serpiente le dirigió una penetrante mirada de sus fríos ojos amarillos y preguntó:
–¿Dónde quieres que te lleve?
–No tengo donde ir. Me marché de mi casa –expuso ella, mintiendo,
impulsada por un extraño sentimiento que anulaba toda sensatez por su parte.
–¿Y el chico que estaba contigo?
–Ese cobarde se puede ir a la mierda. Es un mal amigo.
–¿De verdad no tienes a dónde ir?
–No. Tendré que pasar la noche en la calle, y me da muchísimo miedo…
–siguió ella faltando a la verdad.
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–Vale. Por esta noche puedes dormir en mi casa –ofreció él, tomando
una decisión que obedecía también a otro repentino impulso que no había
razonado–, pero mañana tendrás que espabilarte y ver qué haces con tu vida.
¿Vale?
–Gracias. Muchas gracias.
Meli, acostumbrada a la blandura e insulsez de sus amigos, sentía una
poderosa atracción hacia este hombre que, convertida ella en víctima indefensa, se había erigido en su salvador afrontando por ella el riesgo a que lo matasen a navajazos.
El Serpiente puso en marcha su vehículo, muy lejos de imaginar la temeridad que estaba cometiendo y lo duro que iba a pagarla.
Meli sintió que el cansancio acumulado y el abuso alcohólico derrotaban su voluntad de permanecer despierta. Sus ojos se cerraron y al poco quedó dormida, la cabeza inclinada sobre el musculoso hombro del Serpiente.
Llegaron enseguida al solar donde el Serpiente acostumbraba aparcar su
vehículo. Volvió entonces su cara hacia la muchacha. Le conmovió extrañamente la dulzura que expresaba su aniñado semblante en reposo. Pensó que parecía un ángel y esbozó una mueca irónica encontrando ridículo lo que acababa
de ocurrírsele. No existían los ángeles dentro del mundo podrido en que le había
tocado vivir.
Meli despertó un momento cuando se sintió transportada por los fuertes
brazos del hombre joven que la había protegido. Pero cerró de nuevo los ojos
y dejó escapar un corto suspiró cuando el Serpiente la depositó encima del maltrecho colchón de su cama. Y como en sueños sintió que unas manos la quitaban con delicadeza parte de su ropa.
Los ojos del Serpiente acostumbrados a la penumbra que reinaba en la
estancia, la estuvieron contemplando mientras fumaba un cigarrillo sentado
en una silla baja y descoyuntada. Le había sorprendido al quitarle el vestido y
dejarla solo con el sostén y las bragas puestas el cuerpo tan bien proporcionado que poseía la chica, aunque él prefería las mujeres con algo más de carne y curvas.
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«Me gustaría tirármela, descubrir cómo reacciona al sexo. Descubrir si
reacciona como un ángel mientras follamos, o como una gata ardiente».
Pero esto no pasaba de ser una especulación, pues el Serpiente nunca
quiso de las mujeres nada que ellas no le entregaran de buen grado y libremente. Con todo lo que había sufrido con su madre durante tantos años, no
podía ser de otra manera.
Apagó la colilla en el cenicero que tenía encima de la superficie de la
mesita de noche. Se lo pensó un momento y decidió desnudarse también y
meterse en la cama. Le dio la espalda a la muchacha sintiendo contra su duro
trasero, el suave y cálido de ella. Este contacto lo excitó, pero no derrotó su
férrea voluntad. Tardó un buen rato en dormirse. Repasó mentalmente lo
sucedido aquella noche en el bar de La Puerca. Se había ganado dos enemigos
muy peligrosos. En adelante tendría que ir por el barrio con todos sus sentidos
en alerta máxima. Aquellos dos navajeros, al menor descuido no dudarían en
acuchillarlo a traición.
Y con respecto a la chica, cuando se hiciera de día la llevaría hasta el centro de la ciudad y allí la dejaría para que se las apañara. Su futuro no era asunto suyo. Lo venció el sueño por fin.
Meli despertó cuando la luz que se colaba por los empañados cristales de
la ventana le dio de lleno en la cara. Le dolía la cabeza y tenía en la boca un sabor
tan malo que sintió ganas de vomitar. Permaneció muy quieta pensando que
así podría pasársele el terrible malestar que sufría. Tardó un par de minutos en
recordar todo lo acontecido el día anterior, mientras sus ojos adormilados
todavía recorrían el cuarto. En las paredes de un blanco sucio, manchas y desconchaduras. Ningún ornamento en ellas. Descubrió su ropa encima de una silla
arrimada a la cama. Apreció entonces que se hallaba en paños menores. Una
oleada de vergüenza incendió sus aterciopeladas mejillas. ¿Dónde estaría el
hombre joven que la había protegido evitando que fuera violada en aquel
tugurio asqueroso?
Como si quisiera con su presencia responder a su pregunta, en aquel
momento se abrió la puerta del diminuto cuarto de baño y apareció el Serpien23
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te. Estaba totalmente desnudo. Su cuerpo era un poderoso amasijo de duros
músculos sin un gramo de grasa. Tenía una cicatriz en el pecho y otra en el vientre. Ambas de considerable tamaño. A Meli no le resultaron repulsivas. Sus ojos
celestes quedaron presos de los ojos amarillos e imperturbables de él.
–Hola, mi héroe –dijo ella con voz que le salió algo temblorosa y encantadoramente tímida.
–¿Has dormido bien, muchacha? –respondió él avanzando con la mayor
naturalidad hacia el destartalado sillón donde tenía reunidas sus ropas.
–Me respetaste –dijo ella, como si la sorprendiera este hecho.
–Nunca he tomado nada a la fuerza –sentenció orgulloso.
No parecía inhibirle lo más mínimo mostrarse delante de ella igual que su
madre lo había parido. Estaba ya junto a sus prendas de vestir, pero no mostraba prisa por ponérselas. Meli, destapada de cintura para arriba, con parte de
sus duros pechos asomados por encima del bonito sujetador, estaba ejerciendo sobre él una atracción poderosísima.
Aunque su pétreo rostro no expresó en absoluto lo que sentía, la intuición
femenina lo percibió, y superando su cortedad, sonrojada hasta la raíz de sus
dorados cabellos, Meli desafió irresistiblemente seductora:
–¿No me deseas?
Él no llevó adelante su propósito de ponerse la camisa que tenía ya entre
sus manos. Sus ojos no habían perdido la impasibilidad, pero habían incrementado su brillo.
–¿Me deseas tú a mí? –preguntó buscándole a ella el fondo de los ojos.
Meli ni tuvo que pensárselo.
–Sí, te deseo. Te deseo muchísimo. Como nunca antes deseé a nadie –aseguró convincente.
El Serpiente tuvo un instante de indecisión. Su instinto quiso avisarle de
que podía estar a punto de dar un paso que repercutiría de manera trascendental en su vida. Pero Meli, mujer y por lo tanto dueña de una innata habilidad para
la provocación y la seducción que caracteriza a las de su sexo, se quitó en
aquel momento el sostén dejando al descubierto sus senos pujantes, orgullo24
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sos, con los pezones ya enhiestos. Su visión descontroló la voluntad del Serpiente. Llevaba algún tiempo sin disfrutar de mujer y toda su naturaleza se rindió
a la tentación.
Recorrió los cuatro pasos que lo separaban de la chica que lo miraba con
ojos entre anhelantes y temerosos y, tomando asiento junto a ella en la cama,
requirió que le confirmara:
–Dime, ¿quieres con todas tus ganas joder conmigo?
–Con todas mis ganas. Como jamás lo he querido con nadie. Jódeme y me
harás la mujer más feliz del mudo. Lo necesito –destilaban encendida pasión
sus palabras.
Decidido ya, el Serpiente se inclinó sobre ella y sus manos con una suavidad nunca empleada con ninguna otra mujer antes, comenzaron a recorrer
las sensibles, cálidas y sedosas formas del cuerpo femenino.
Meli se estremecía de placer bajo las expertas caricias que estaba recibiendo. Empezó a gemir, a tocar tímidamente el fibroso cuerpo de este hombre desconocido que estaba sabiendo despertar en ella unas irresistibles ansias
de entregársele sin reservas. Curvó el cuerpo para facilitar que él le quitase la
última prenda que ella aún conservaba puesta. Exhaló grititos de inconmensurable gozo cuando el fuego húmedo de él recorrió sus pechos y fue descendiendo hasta terminar recreándose en su empapada y pequeña cavidad.
Los rosados pétalos se abrieron derramando su más exquisita fragancia líquida para que el Serpiente la absorbiera.
Cuando finalmente él la penetró, Meli experimentó un placer tan intenso, que por unos instantes temió fuera a matarla. Pero asumiéndolo respondió
a las vigorosas embestidas del hombre al que se había entregado, rotando
ardientemente sus caderas y manteniendo todo el tiempo preso el poderoso
miembro que la llevaba hacia la cumbre del delirio. Cumbre que alcanzó lanzando grititos de inmenso gozo, convulsionando dentro de un océano de placer al que nunca habían sabido llevarla los pocos muchachos inexpertos con
los que ella había mantenido esporádicas relaciones sexuales. Y como si un misterioso oráculo acabase de revelarle el futuro, tuvo la sorprendente certeza de
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que nunca volvería a conocer otro hombre al que ella pudiera amar tanto
como ya estaba amando a éste. «Es tan inexplicable como un milagro. Hace unas
horas no lo conocía y ahora, si él me lo permite, me quedaré a vivir para siempre con él convertida en su amante y, siéndolo, me sentiré infinitamente feliz».
–Deja que me quede contigo el resto de mi vida, por favor –suplicó, iniciada la recuperación del voluptuoso desvanecimiento–. Haré lo que me pidas.
El Serpiente, impresionado por la inesperada confesión de la muchacha,
soltó una carcajada seca, enigmática. Le tiró a ella sus ropas encima de la cama
y le dijo en un tono casi afectuoso:
–Vístete. Iremos a comer algo.
–La dicha que siento me ha quitado el apetito, y el dolor de cabeza… y
todo –expuso ella temiendo que abandonar aquel cuartucho significara perder
para siempre a este hombre al que además de su cuerpo, le había entregado ya
también su alma–. Hazme el amor otra vez más, por favor.
Él esbozó una sonrisa que, por un momento suavizó la dureza de su
anguloso rostro, pero ignoró su apasionada petición.
–Recuperarás el hambre en cuanto te pongan comida delante. Vamos,
¿o esperas que te vista yo?
–¿Sabrías hacerlo?
Se había puesto en plan cría. Él la siguió el juego, aunque ahora sentía un
inquietante desasosiego. Las ropas de ella eran de marcas caras. Su familia
debía estar muy bien económicamente. Era de temer que hubieran denunciado su desaparición y la estuviera buscando la policía. «Puedo meterme en un
lío de cojones», reconoció, mientras le colocaba el sujetador. Meli aprovechó
que él tenía sus manos ocupadas para rodearle el cuello con sus brazos y sembrar su rostro de pequeños y cálidos besos.
–Estoy locamente enamorada de ti. Quiero estar contigo hasta el fin de
mis días.
Lo dijo con una firmeza conmovedora. El Serpiente se apartó de ella, casi
con brusquedad. No podía consentir que esta cría lo dominara con su capricho.
–El resto de tu ropa te la pones tú. ¡Vamos! ¡Aligera!
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–Quiero que me vistas tú –insistió ella sin entender su repentino y turbado enojo.
Ya vestidos abandonaron la reducida vivienda. Ahora, a la luz del día,
Meli se dio perfecta cuenta de la suciedad y abandono que mostraban las calles
de aquel barrio y de la mala catadura que tenía la mayoría de la gente con la que
se cruzaban. «Si fuera sola por aquí, me cagaría de miedo. Pero con él estoy segura. Él no permitirá que nadie me haga nada. Es un tío muy valiente y creo,
que algo le gusto».
Apretó con fuerza el brazo del Serpiente que llevaba cogido con sus dos
manos, y él se volvió a mirarla con aquella mirada suya que parecía esforzarse
por no expresar nada.
–¿Qué te ocurre ahora, mocosa? –le preguntó forzando un despego que
no sentía.
–Te quiero –confesó ella con espontánea emoción.
–Estás loca.
–Por completo.
Le entró la risa. Una risa contagiosa, que a su acompañante no pareció
hacerle mella.
El coche se hallaba en el cercano solar donde él lo aparcó la noche anterior. El lugar estaba sembrado de jeringuillas, condones, basura, muebles rotos
y excrementos humanos y de animales. Meli no dijo nada, pero se tapo la boca
y la nariz. Le peste que allí había la estaba dando arcadas. Se subieron al viejo
Mercedes. El Serpiente lo condujo hacia la parte céntrica de la ciudad. Meli apoyó, confiada, la cabeza en su hombro. Permanecieron callados todo el tiempo.
Lo vivido durante las dos últimas horas les llenaba la cabeza.
–¿No te importa saber cómo me llamo? –rompió ella el largo silencio.
–Te mueres de ganas de decírmelo, ¿eh?
–Sí, tengo un nombre bastante bonito –se rió–. Me llamo Meli. ¿Cuál es
el tuyo, tu nombre?
Él movió la cabeza como si la conversación que acababan de iniciar le pareciera una completa tontería.
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–Mi madre me llamaba Toni.
–Me encanta. ¡Toni! Has hablado de tu madre en pasado. ¿Es que murió?
–Si sigues haciéndome preguntas personales, paro el coche y te echo–
amenazó abruptamente serio.
–Perdona –reaccionó desconcertada y dolida por su reacción.
Durante varios minutos no se hablaron. El Serpiente estuvo pendiente del
tráfico, y ella observando con obsesiva fijeza el granítico rostro de él. Reconocía que no era guapo, pero poseía atributos que ella consideraba infinitamente más atractivos: virilidad, carisma y carácter. Por fin, incapaz de mantener más
tiempo cerrada su boca, Meli preguntó cargada de avidez su actitud:
–¿Lo has pasado bien conmigo, en la cama, Toni?
Él agitó la cabeza como queriendo significar que consideraba una tontería su cuestión.
–Lo he pasado bien. ¿Contenta?
–¿Lo has pasado de maravilla? –insistió ella, coqueta.
El Serpiente apretó la boca en un gesto que pretendía denotar paciencia
y concedió:
–Lo he pasado de maravilla, pero cállate ya.
Meli le dedicó una carcajada dichosa.
El Serpiente estacionó su viejo automóvil en un aparcamiento subterráneo, y escogió una buena cafetería para desayunar los dos. Pretendió darle a su encandilada acompañante lo que supuso que estaba acostumbrada.
Con esto le demostró a Meli y a sí mismo lo mucho que le importaba esta
muchacha cariñosa, ardiente e inocentona que le había procurado enorme
gusto precisamente por la torpeza y poca experiencia que había demostrado
copulando.
Pidieron dos cafés con leche, otros tantos huevos fritos, pan tostado y
mermelada.
Meli esperó a que se marchara el camarero para tratar de saber algo que
la tenía intrigada desde que las descubrió:
–¿Cómo te hiciste esas dos grandes cicatrices que he visto en tu cuerpo?
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–Peleas –respondió él, escueto, mostrando claramente que le molestaba
su curiosidad.
Meli seguía sintiendo la apremiante necesidad de saber más cosas de él.
–¿A qué te dedicas, Toni?
La hizo estremecer la frialdad con que él la miró ahora. Sus ojos parecían despedir brillantes partículas de hielo amarillo.
–A vivir –respondió seco, añadiendo amenazador–. No pretendas saber
de mí más de lo que yo quiera decirte. ¿De acuerdo? Sólo así nos llevaremos
bien.
A pesar de la severidad con que el Serpiente había hablado, Meli se sintió
invadida por una oleada de contento, al deducir de sus palabras que él quería
que los dos continuasen la relación que acababan de empezar.
Comieron con enorme apetito. El tiempo que llevaban sin probar alimento y el ejercicio realizado en la cama lo justificaba. Pasaba de la una cuando terminaron.
–¿Y ahora qué hago contigo? –le preguntó el Serpiente después de haber
abonado la cuenta.
–Tengo otra vez ganas de ti. ¿Quieres que volvamos a tu casa y follemos
mientras nos queden fuerzas?
–Lo que te gusta, no te cansa, ¿eh, viciosilla? –gratamente sorprendido él.
–Contigo no me cansará nunca.
En el aparcamiento subterráneo no había nadie cerca del Mercedes, y en
el asiento trasero del vehículo el Serpiente se colocó a Meli encima, luego de
abrirse la cremallera de los pantalones. Ella apartó a un lado sus bragas y lo recibió con un gritito de extasiado júbilo. Meli tuvo un rápido orgasmo y complaciendo la petición del Serpiente lo terminó dentro de su boca sin sentir con ello,
aunque era la primera vez que lo hacía, asco ninguno. Así se lo dijo para que él
apreciara hasta que punto ella lo amaba.
El Serpiente se guardó de hacer comentario alguno. No quería seguirle el
juego a esta cría inexperta, convencida de que estaba locamente enamorada de
él. Con las hembras nunca había querido relaciones que durasen más allá del
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tiempo que tardaba en satisfacer su necesidad sexual. Una relación duradera no
la deseaba. Siempre huyó de posibles compromisos largos. Cuando internaron
a su madre se convirtió en un solitario, y solitario deseaba seguir siendo. Pero
esta chica bonita, entusiasta e inexperta le gustaba mucho. Pasaría con ella el
resto del día, la noche, y a la mañana siguiente se desharía de ella, aunque le llorase como una Magdalena.
–Toni, quiero hacerte un regalo –dijo ella que había terminado de arreglarse la ropa.
–¿Te sobra el dinero? –dijo burlón.
–Tengo unos pequeños ahorros que puedo sacar con mi tarjeta de crédito. Por favor. Es algo que me hace mucha, mucha ilusión. Venga… –suplicó.
A pesar de la vehemencia con que expresó su ruego, Toni estuvo a punto de negarse. Si la hería en sus sentimientos, le resultaría más fácil deshacerse de ella. Pero esa mirada anhelante de la muchacha, esa mirada cargada de
ternura puesta en él, lo desarmaba. Cerró el coche con brusquedad, después
que se bajaron los dos.
Meli rompió a reír. Su risa fue una explosión de puro contento. Cogió
de la mano a su acompañante y tiró de él.
–¡Soy tan feliz, que el corazón me revienta!
–Estás más loca que una cabra. – Él se mostró indulgente de nuevo.
–Por ti, como un billón de cabras locas– continuó ella su hilaridad.
Abandonaron el aparcamiento.
–Hay una tienda muy guay cerca de aquí. –Anunció Meli, que conocía
bien aquella parte de la ciudad.
Tonteó todo el tiempo. Se sentía tan feliz que necesitaba que la gente
que pasaba junto a ellos lo viera, lo supiera. Toni lo encontraba ridículo, pero
admirado por lo que había en el fondo de la actitud de Meli, lo soportó, la
dejó hacer.
Entraron en una boutique de lujo. Meli, muy decidida, con seguridad, comunicó a la dependienta que se les acercó exhibiendo una estereotipada sonrisa:
–Quiero una buena chupa de cuero para mi novio.
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La empleada miró al Serpiente y quedó impresionada con la seriedad que
mostraba su semblante. Sacó del expositor una chaquetilla de cuero negra.
Era de una marca prestigiosa.
–Ésta creo que es de su talla, caballero. La calidad de esta prenda es inmejorable. Se lo garantizo. Llevamos vendidas, en muy poco tiempo, más de cien.
–Pruébatela a ver, cariño.
Toni se sometió al capricho de Meli. Había decidido ver el lado divertido
de la experiencia que estaba viviendo con aquella adorable cría. Muy buen ojo
el de la dependienta. La prenda le sentaba como un guante.
–Estás guapísimo –elogio, entusiasmada, Meli.
–Vale –consintió él.
–¿Pagarán al contado, o con tarjeta?
Aunque había hablado en plural, la dependienta se había dirigido a Meli.
El Serpiente, con su permanente impasibilidad, la imponía.
–Tarjeta –dijo la muchacha sacándola del interior de su bolso y entregándosela.
La dependienta, tras pasarla por el datáfono le dio el pequeño recibo para
que lo firmara. Entonces les ofreció la bolsa con la elegante prenda de vestir
dentro. Toni indicó con un gesto, que Meli se hiciera cargo de ella. No iba con
él la figura del consumista saliendo con lo comprado de una tienda para pijos.
La muchacha consultó entonces su reloj y anunció como si lamentara el
hecho:
– ¡Oh, mierda! Dentro de una hora tendré que acompañar a mi madre al
dentista. Supongo que habremos terminado para las cuatro o así. ¿Dónde
estarás tú entonces, Toni?
Esta explicación reveló al Serpiente que ella le había mentido la noche anterior al decirle que se había escapado de su casa
–No es asunto tuyo –le cortó, furioso por ello.
Su áspera reacción la recibió Meli como una bofetada. Y comenzaron a
brotar de sus ojos abundantes lágrimas. Su explosión de dolor era honda,
genuina. Logró con ella inspirar lástima al Serpiente.
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–¡Maldita sea! ¡Pero qué numerito es este! –se mostró enfadado.
–No quieres verme más… ¿es eso? –entre sollozos, reaccionando ella
como si él acababa de romperle el corazón.
El Serpiente no pudo soportar su dolor. Le resultaba imposible ser duro
con ella. Lo había embrujado con su candidez y sus muestras de apego.
–Vale, vale, llorona. A las diez estaré en mi habitación –concedió, sorprendido de que le afectara tanto verla desdichada.
Meli le saltó al cuello y le llenó la cara de besos y humedad.
Al llegar a la próxima esquina, con ella cogida de su brazo, El Serpiente
descubrió la presencia del Cabezón, un tipo del barrio jugador de cartas como
él, con quien había coincidido en más de una partida importante. Existía buen
entendimiento entre ellos dos.
El Cabezón encajó sus grandes mandíbulas y sus pobladas cejas se elevaron un par de centímetros al mirar a la acompañante femenina del Serpiente.
–¿Y ella? –interrogó sorprendido.
–Mi chica –respondió el Serpiente con manifiesto sentido de propiedad.
–Su cara la he visto yo antes en alguna parte –trató el otro de hacer
memoria.
Sorprendió al Serpiente que Meli palideciera ostensiblemente, y cuando
el Cabezón se alejó quiso saber:
–¿Dónde puede haberte visto ése?
–En cualquier parte de la ciudad. Desde luego un tío tan feo no se encuentra dentro de mi círculo de amistades –respondió ella, burlona.
El Serpiente tuvo la impresión de que Meli le ocultaba algo más aparte de
que no se había escapado de casa, pero le concedió relativa importancia a este
hecho que lo tenía en sumo grado, como no tardaría en descubrir.
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III
En la pequeña pantalla del televisor se iban sucediendo las imágenes de una película antigua, en blanco y negro. Olga, ensimismada, fumaba pausadamente
un cigarrillo rubio americano sin concederle ninguna atención. Aquel aparato era para ella un servicio más que le procuraban los hoteles. Sus voces enlatadas servían para llenar el silencio. Olga podía odiar el silencio según fuera su
estado de ánimo, porque con el silencio su mente se relajaba y permitía que se
le colaran dentro algunos recuerdos que quería mantener alejados, ya que eliminarlos por completo le resultaba imposible.
Tenía el volumen muy bajo, para que no le impidiera escuchar el ruido de
pasos que de vez en cuando sonaban por el pasillo enmoquetado de la cuarta
planta del hotel donde se alojaba. De momento todos los pasos escuchados
habían pasado de largo.
La persona que debía reunirse con ella se estaba retrasando. No le preocupó. Tampoco iba a importarle mucho si no aparecía. Para ella sólo significaba un encargo más. De momento su situación económica era lo bastante
buena para permitirse el lujo de permanecer una larga temporada inactiva.
Cruzó sus largas y bien proporcionadas piernas produciendo este movimiento un apenas perceptible roce de las finas medias negras que las cubrían.
Siempre las llevaba negras, continuada señal de duelo en memoria a su difunto, idolatrado padre. Apagó la colilla en el cenicero situado junto a la taza de café
cuyo contenido se había terminado ya.
Llegó hasta ella, con toda claridad, el sonido que produjo una cisterna
vaciándose. Este tipo de intromisiones sonoras sólo podían evitarse en los
hoteles de lujo, pero en estos establecimientos resultaba mucho más difícil
pasar inadvertido que en los de segunda o tercera clase.
Su vista fue a parar a la pantalla de la televisión. En la misma un hombre
besaba cariñosamente a una niña pequeña, y ella le sonreía complacida, confiada. Olga sólo había admirado y amado con toda su alma a un hombre: su
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padre, persona de notable inteligencia, amplia cultura, conocedor de varios
países, y que se había preocupado de enseñarle todo lo imprescindible para
sobrevivir en la desalmada jungla en que se ha ido convirtiendo la sociedad masificada y cada día más carente de valores morales y humanitarios. Su progenitor le había enseñado artes marciales y el manejo de armas blancas, y de armas
de fuego. La principal preocupación de él había sido prepararla para enfrentarse y triunfar ante cualquier situación de riesgo que se le presentara. Quizá presintió que moriría joven y ella necesitaría la instrucción que él la estaba
proporcionando.
Al lado de su padre, su madre fue una persona anodina, timorata y taciturna que influyó muy poco en ella. Y encima cocinaba fatal. Les significaba un
enorme sacrificio tragarse la comida que ella preparaba. Así que desde muy niña
la llenó de alegría que su padre las llevara a almorzar a un restaurante o una hamburguesería.
El repertorio de anécdotas divertidas que su padre guardaba en la memoria era inagotable. Viajero empedernido, conocía medio mundo. En una de
sus estancias en la India se alojó en una casa particular y, al llegar la noche
toda la familia se vino a dormir a la estancia por él alquilada. Pidió que le
explicaran esta extraña circunstancia y le comunicaron que estaban allí para que
él no se sintiera solo. Durmió mal y por la mañana del día siguiente lo despertó una vaca lamiéndole la cara. En cierta aldea perdida de Filipinas, debido a
la larga sequía que estaban padeciendo, le pidieron que se duchara vestido y así
aprovechaba, de paso, aquel agua para lavar la ropa que llevaba encima. En una
boda musulmana lo agasajaron dándole a comer un ojo del carnero sacrificado, porque lo consideraban la parte más suculento del animal. Ella se partía de
risa viendo sus exageradas y cómicas muecas de asco.
Su padre poseía además extraordinarias dotes de fabulador. Las digresiones que realizaba eran tan importantes como el mismo tema principal del
relato. Sabía graduar el interés, demorar el desenlace y remedar graciosamente a los diferentes personajes. Ella lo escuchaba fascinada, boquiabierta de
admiración. Y la risa sonora, franca, contagiosa de su padre, la guardaría eter34
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namente en su memoria. Para ella era la risa más hermosa que podía salir de la
boca de un hombre optimista.
Contaba solo diez años cuando el autor de sus días le enseñó a disparar
un revólver. A pesar de haberla prevenido de que debía sostenerla con todas
sus fuerzas, el retroceso del arma le hizo daño en la muñeca. No se quejó,
pero su padre se dio cuenta y decidió que aquella enseñanza la dejarían para un
año más tarde. «Tus manos tendrán mayor fuerza para entonces».
Ella demostró a muy temprana edad interés por el trabajo que realizaba su padre. Lo encontraba muy complicado y de enorme responsabilidad.
Era juez y su trabajo consistía en decidir, según los cargos existentes, el
castigo que, aplicando las leyes, merecían los delincuentes que sus superiores le encargaban juzgar. «Entonces eres un poco como Dios, papá; castigas a los malos», decía ella que había sido educada por su madre en la
religión católica. Él la dejaba oír esa alegre risa suya, que tanto le gustaba a
ella. «Sólo soy un dios enano que intenta impartir justicia dentro de su insignificante parcelita».
Una de las frases suyas que la impresionó más profundamente y que marcaría su vida para siempre, su padre no se la dijo a ella, sino a su mujer: «Mercedes, mis mayores enemigos no se encuentran entre los insignificante títeres
que juzgo, sino entre los que están detrás de ellos; criminales enmascarados de
personas honradas que, desde la sombra y la impunidad, amasan inmensas
fortunas traficando con armas y drogas a gran escala. Esos canallas son un terrible peligro para la humanidad entera y yo voy a desenmascararlos y enviarlos
a la cárcel que es donde merecen estar todos ellos».
Lo asesinaron una mañana en el garaje de su casa, cuando se disponía a
llevarla con su coche al colegio. Dos individuos encapuchados vaciaron sobre
su padre el contenido de sus pistolas. Mientras se retorcía de dolor, a él todavía le quedaron fuerzas para suplicar, agonizante ya: «Por favor, a la niña no le
hagáis nada… Es una criatura inocente…» A Olga nunca se le borraría la imagen bañada en sangre del hombre que ella tanto idolatraba, ni la amorosa
mirada que la dirigieron sus bellos ojos antes de que la muerte los velara para
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siempre. Ella, aterrada, se abrazó a su cuerpo moribundo, los ojos arrasados en
lágrimas, deseando un imposible, el milagro de que parte de su propia vida pasase a la de él y lo salvara.
La pena demostrada por su madre ante esta terrible desgracia, las aproximó más de lo que habían estado nunca antes. Como no podía ser de otra
manera, aquella muerte violenta las dejó marcadas para siempre. A su madre
hundiéndola en un pozo de tristeza del que nunca salió, y a ella dañándole
muy seriamente el sentimiento de la piedad. «Han matado a tu padre porque
era un hombre bueno, justo y honrado. Y mucho me temo que nadie lo vengará porque la justicia está cada vez más ciega y más corrupta».
Olga compartió el pesimismo de su madre, y a la hora del sepelio impuso su fuerte voluntad, y tuvieron que consentirle a pesar de su corta edad,
que estuviese presente todo el tiempo en la ceremonia mortuoria, primero en
la iglesia y después en el cementerio. Lloró mucho y sintió como su corazón se
henchía de rencor y ansias de venganza.
Tuvo que esperar muchos años, realizar numerosas, difíciles y peligrosas pesquisas antes no consiguió descubrir a los asesinos de su padre y también
a quienes los habían pagado. Y los fue eliminando uno tras otro, con una sangre fría y una perversidad que horrorizó a los ejecutados, a todos los cuales les
dio tiempo a implorar inútilmente por su vida. Y disfrutó con su espanto y los
despreció por su cobardía, antes de quitarles finalmente la vida.
La floreada cortina de la ventana se movió como consecuencia de una
repentina ráfaga de viento que penetró por la hoja de aluminio abierta hasta la
mitad. Olga se levantó y fue hasta ella. Echó un vistazo al exterior. Su mirada
recorrió la piscina profusamente iluminada y los setos que la rodeaban. Nadie
a la vista. Las noches eran todavía frías. Nada propicias para darse paseos. La
distancia existente desde allí hasta la calle motivaba que el ruido del tráfico le
llegase bastante amortiguado. Y para que nada pudiera verse desde fuera,
cerró la ventana y juntó las cortinas que había mantenido separadas.
Por su bonito y caro reloj de pulsera pasaba ya media hora sobre el tiempo acordado con el hombre que quería contratar sus servicios y que había
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