La tolerancia a la corrupción ha crecido desde la caída del

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ENFOQUE
¿Por qué no le
tenemos asco a la
corrupción?
escribe Rocío Silva Santisteban
E
l asco es una emoción que
surge cuando buscamos
inconscientemente una
manera de cuidarnos de algo
contaminante. Es una emoción de doble entrada: puede ser muy
negativa al convertirse en un elemento
jerarquizador, pero puede ser muy productiva cuando permite cohesionar a
un grupo en peligro de contaminación.
La pregunta se refiere a la alta tolerancia
a la corrupción que tenemos los peruanos y a nuestra permisibilidad frente a
actos corruptos. Tal vez simplemente
nos hemos acostumbrado a su pestilencia y nos hemos dejado embaucar
por ese brillo de putrefacción. Porque
el asco se deja de sentir cuando se traspasan los límites y los miasmas se instauran como un halo excrementicio que
todo lo permea.
Nunca antes en la historia peruana
se había instalado, desde los más altos
niveles gubernamentales, una maquinaria de corrupción tan grande y a su
vez tan efectiva como aquella que pusieron en marcha Vladimiro Montesinos
30| Opinión
y Alberto Fujimori. ¿Cómo fue posible
que una red de dimensiones industriales pudiera controlar con tal perfección a tantas personas de tan diferente
condición? Esta pregunta latente ha
sido la clave para que, desde el mismo
gobierno de transición del presidente
Valentín Paniagua, en abril de 2001, se
instituyera en el Perú una organización
estatal para frenarla: la Comisión Nacional Anticorrupción, que forma parte del
Plan Nacional Anticorrupción.
Luego de la caída de Montesinos, se
han incriminado a 1,453 personas en
147 procesos por delitos de corrupción
(gracias a las pruebas mediáticas: los
“vladivideos”). Para entender la forma
como fue montada esta maquinaria de
corrupción es preciso tener en consideración que en el Perú la tolerancia a la
corrupción es muy alta y el Índice de
Percepción de Corrupción en el Perú
es cada vez más bajo: según Transparencia Internacional, en el 2001 fue de
4,1 y en el 2008 de 3,6, siendo el puntaje de 10 el de mayor transparencia.
Esto significa que la tolerancia a los
actos de corrupción ha crecido desde
la caída del fujimontesinismo y se ha
convertido incluso en parte del sentido
común, mentalidad inculturada profundamente en el imaginario criollo.
“Que robe, pero que haga” es una
máxima de nuestra institucionalización de lo político, un ejercicio de
la administración pública eficiente
a cambio de que el corrupto pueda
“ganarse alguito”. Estos son indicadores de una cultura que se organiza
éticamente en torno a mediaciones y
conciliaciones con todo tipo de actos
inmorales e ilegales y cuyo origen, sin
duda, deviene de una serie de hábitos
jurídicos y cívicos que se iniciaron con
el Virreinato y las dificultades para
mantener en orden una administración colonial tan amplia y lejana.
Muchos autores han reflexionado,
desde la ética y la política, sobre el
funcionamiento de esta tolerancia a
la corrupción y la cultura criolla, pero
son pocos los que se han preguntado
cómo funciona la estructura moral del
trasgresor de la normatividades para
poder organizar sus actos a partir de
una razón de Estado mafiosa. Precisamente ese es el espacio donde se deben
desarrollar más investigaciones para
poder entender el modus operandi
de nuestras significaciones sociales
imaginarias y la forma como las transmitimos, ¡con cuánta eficiencia!, de
generación en generación. n
La tolerancia a la corrupción ha crecido desde la
caída del fujimontesinismo, y se ha convertido
incluso en parte del sentido común, mentalidad
inculturada profundamente en el imaginario criollo.
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también en otros continentes viven en la miseria, por
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y mucha perseverancia para conservar esta honestidad que debe surgir de una
nueva educación que rompa el círculo vicioso de esta tradición de corrupción imperante”
(Documento de Aparecida n. 507)
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