Zu LEMAS Y NARVÁEZ Mala, mala la hubieron siempre los Zulemas con los Narváez. Se conocían de mucho tiempo, se habían hallado muchas veces frente a frente. Sabían unos y otros dónde les apretaba el zapato. En esta o aquella orilla del Mediterráneo, lo mismo daba, que en ambas calentaba el sol lo suyo y en ambas se combatía de la misma manera, aunque no lo supieran los cristianos y así les fue a los ignorantes. Sí los Narváez, que llevaban siglos con la lección aprendida. La enseñó entre otros Rodrigo, el alcaide primero. La historia de este encuentro está en las crónicas, en versos graves hechos en caliente, cuando la cosa acababa de tener lugar, compuesta por un tal Juan Galindo, jinete que estuvo en la ocasión. Buenos tiempos aquellos en que los jinetes podían aprovechar las treguas del batallar para contarlo en verso. Luego y casi simultáneamente un romancista lo puso en octasílabos para difundir la hazaña por todas partes. Era el medio mejor y más rápido. Un periódico gracioso y digno. De este romancista se ocupó ya puntualmente don Ramón Menéndez y Pidal, antes de que yo naciera. Existe otra versión de poeta cortesano y, por último, los historiadores locales lo pusieron en prosa siglos después. En la ciudad era voz corriente y repetida de hijos en hijos. Los testigos de la probanza lo cuentan en 1605, casi dos siglos después de ocurrido el hecho. Todos coinciden en lo esencial. Día de San Felipe y Santiago apóstoles, 11 de mayo de 1424, para que la fecha fuera de fácil recordación. Mil y quinientos de a caballo y de cuatro a cinco mil peones (que en esto hay variación) dio el rey de Granada a Ben Zulema, con los que se adentró en las fronteras cristianas dispuesto a hacer de las suyas. Se fue el moro al grano, al riñon del mismo país, campiña sevillana adentro, hacia Estepa, dándose la vuelta por Osuna y rematando la jornada en Écija para no desaprovechar el tiempo: tierras todas ricas en frutos y ganados, botín de rey. Arrampló con lo que pudo, que no debió ser poco. Derribando los molinos y los molineros lleva y del ganado bacuno hecha avía grande presa, y de mancevos del campo lleva las trayllas llenas. La vuelta la dio por Antequera, no sólo porque le cogía de paso, sino por hacerle la pascua a Rodrigo de Narváez, pasándole por las narices sus presas, y cobrar las nuevas que se le presentaran. Avisos tuvo Rodrigo por el alcaide de Estepa de lo que se le venía encima. Avisos que no tardaron en confirmar el tropel divisado a lo lejos primero y los alaridos de los cautivos confusos con el bramar de los ganados, más tarde. A sus oídos debieron llegar lastimeramente las demandas de socorro. Socorre señor Narvaez por la Virgen Madre Nuestra que si vos no socorréis a Granada va la impressa. Doscientos años más tarde se cantaba todavía el romance en la ciudad. Lo sabían Bartolomé de Casasola, por ejemplo, que era confesor del prepósito y cabildo de la ciudad, y Francisco Cano, otro presbítero, y Gonzalo Gómez May^or, que añade un par de versos bien significativos: Las bozes de los cautibos a Narbaez davan gran pena. Y tanta. Pena y coraje, porque ya podía echar a remojar sus barbas si Ben Zulema se salía con la suya y volvía por él. Claro que la ocasión era para pensarla. Si las cuentas no marraban, a seis moros por cristiano cabían. Dividid 4.500 moros entre 650 cristianos y os saldrá la cuenta. Entre los que Galindo menciona está el hermano de Rodrigo, Juan Ruy de Narvaez, abuelo de nuestro Ruy Díaz con su lanza en ristre. Con esta mi lanza sin toda pereza entiendo ferir. De casta le vendría luego al galgo. Las voces y alaridos de los cautivos no admitían espera. Se clavaban en el corazón de Rodrigo. ¿Qué hacer? Estos guerreros tenían sus letras clásicas. Si el jinete Galin-do nos pinta a Gonzalo Chacón, uno de los defensores de la plaza, leyendo a Valerio, ¿por qué Rodrigo no había de conocer a Plinio? Plinio es quien cuenta (según nos dice un historiador local), en su libro de las Estratagemas, aquella de que el alcaide se valió. Algo sencillo con tal de tener por aliado al viento solano, que en la vega suele soplar frecuentemente, fuerte y calentón en verano. Se anuncia con unos algodones en el Torcal, unas madejas de nubes colgantes sobre la sierra. Por eso Rodrigo no quitaba ojo a sus perfiles. ¡Ay, Dios, si soplara el solano! Por fin apareció su nuncio: las nubes sobre la sierra. Apriesa, apriesa, con los prepares a la angostura de la Peña. Los preparos eran huesos, pellejos viejos, cuernos y cuanto de maloliente al quemarlo se pudo hallar. Mientras más mejor. En tanto él con sus soldados esperó la ocasión en un chaparral, como a una legua corta, y a la vista de la ciudad. Asomándose a las murallas podía verse la acción. Ya estaba cerca la cabalgada mora. Ya se clavaban más adentro los alaridos de los prisioneros cristianos que en ella venían. Ya... Sopló un solano de bendición, llevando en sus alas un humo y olor de todos los demonios. -Quietos, que todavía no es nuestra hora, hermanos. Quie-tecitos. Dejad que esta peste haga lo suyo. No tardará. No tardó. Demasiado sin embargo para la impaciencia de los que esperaban la señal de acometer y para los cautivos que no veían la hora de su liberación. Días de San Felipe y Santiago. Cuando la vega estalla y revientan las adelfas y no hay quien pare a los jaramagales y el campo se enciende en rojos y amarillos, cuando el solano agosta lo que encuentra delante. La cabalgada se alborota. El hedor y el humo han llegado a los ganados conducidos y no lo pueden resistir. Huelen, braman, se arremolinan, aterrados se desmandan. Era la ocasión de Rodrigo. Seis por cristiano no cayeron porque los moros, al ver el desbarajuste, trataron de quitarse de en medio cuanto antes. Hasta Archidona los fue Rodrigo persiguiando. Un moro dice el romance que se escapó, un moro alcaide, gracias a su caballo. Que era el alcaide de Loxa que buen caballo truxera. Una gran victoria de Rodrigo. Y la última. Murió ese mismo año de 1424. Pero su hazaña se ha conmemorado en la ciudad durante siglos, el día de San Felipe y Santiago apóstoles, con muestras de regocijo, funciones, fiestas y fogatas en acción de gracias. Buen peso se les quitó ese día a los an-tequeranos.