- Hello, Madame - Saludó César. -What do you want? – Preguntó

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Antonia Arbona Pérez
- Hello, Madame - Saludó César.
-What do you want? – Preguntó aquella señora sin mucho entusiasmo,
como si le molestara que estuvieran allí.
César le estuvo pidiendo muchas cosas en inglés ante la atenta mirada de
su hijo que no perdía detalle de lo que le rodeaba. La señora, moviendo
lentamente su gran cuerpo y sudando como si estuviese en pleno verano, fue
entregándole el material: dos cañas de pescar, una grande y otra pequeña con sus
respectivos carretes y anzuelos, una red que parecía más un cazamariposas que
un artilugio para pescar- a juicio de Sergio -, un bote lleno de pequeños gusanos y
dos pequeñas sillas plegables. Además, un cubo, dos impermeables, una sombrilla
y crema de alta protección solar. Después de pagarle, los dos salieron cargados
con todo aquello, listos para pasar una mañana de pesca a orillas del mar.
Al lado del embarcadero había una pequeña cala donde se encontraban
cuatro hombres y una mujer pescando con caña. Allí se dirigieron sin mediar
palabra. Buscaron un buen sitio y, ante la curiosa mirada de los que allí se
encontraban, se embadurnaron la cara con la crema, se pusieron los impermeables
y se dispusieron a preparar las cañas con sus cebos.
Sergio miró con cara de asco como su padre ponía las lombrices en los
anzuelos. Después, tomando impulso, lanzó los anzuelos los más lejos que pudo de
la orilla y clavo las cañas en la arena de la playa. Abrió la sombrilla y puso las dos
sillas debajo.
- ¿Ahora qué? – Preguntó el muchacho.
- Ahora nos sentaremos a esperar que piquen – Le indicó su padre.
Los dos se quedaron allí esperando, bajo un cálido sol de finales de
invierno. Sergio se aburría y echó de menos su cuaderno de dibujo.
- ¿Tienes frío? – Le preguntó su padre.
- No, estoy bien – Contestó el pequeño que sentía calor con aquel
chubasquero y las botas de agua.
- Dentro de un rato nos comeremos unos bocadillos que he traído.
- De acuerdo, ahora no tengo hambre.
La espera se hacía cada vez más pesada mientras veían como sus vecinos
no paraban de sacar peces del agua. Sergio pensó que la pesca no era tan
divertida como él había pensado y que le gustaría volver a casa para seguir
dibujando en su cuaderno. Dibujaría la playa con los peces, a él y a su padre
sentados en la orilla, las cañas clavadas en la arena con los cepos en el agua, la
sombrilla de colores cubriéndoles con su sombra y todo amenizado por un sol
radiante.
- ¿Por qué ellos pescan y nosotros no? – Protestó.
- Porque tenemos que estar muy callados sino se asustan los peces.
- Si no estamos hablando – Contestó el pequeño susurrando.
- Ya picarán, paciencia – Afirmó su padre que en el fondo también se
estaba impacientando – Acabamos de llegar.
Al cabo de veinte minutos, el sedal de la caña de Sergio comenzó a
moverse. El pequeño se puso muy nervioso.
- ¡Papá, han picado, han picado en mi caña! – Gritó desesperado mientras
se levantaba de su silla y se dirigía hacia la orilla - ¡Corre! ¡Corre! ¡Sácalo que se
escapa!
- ¡Ya voy, tranquilo! – César comenzó a recoger el hilo intentando no
parecer nervioso. Al cabo de unos instantes apareció un pez enganchado en el
anzuelo. Su cuerpecito se retorcía y daba pequeños saltos en la arena. Sergio fue
corriendo con su cubo lleno de agua salada y colocó al pobre pez dentro, después
de que su padre lo desenganchara. El pez comenzó a dar vueltas
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El dueño de los sueños
desesperadamente, buscando una salida que no encontró. El niño lo miraba
preocupado.
- Pobrecito – Pronunció con voz lastimera.
- ¿No te apetece pescado para comer?
- Sí, pero me da lástima – Volvió a mostrar disgusto.
- Cuando te comes los que te prepara mamá no te quejas.
- Es que no es lo mismo – Afirmó – No es lo mismo comprarlo que
capturarlo.
- Como quieras, si quieres lo devuelves al mar y nos vamos a casa.
- ¿Lo pescarán esos hombres? – Preguntó refiriéndose a los demás
pescadores que se encontraban en la cala.
- Puede que sí, o puede que se lo coman peces más grandes, o puede que
muera por la herida de la boca...
El muchacho se quedó pensativo, mirando como el pobre pez picoteaba el
cubo intentando volver a su gran océano, lleno de peligros igual que su mundo.
- ¿Qué hacemos?– Volvió a insistir su padre - ¿Recogemos las cañas y nos
comemos el bocadillo?
- Sí - Dijo por fin – Pero primero voy a liberarlo. Prefiero comerme los que
trae mamá del supermercado - Dicho esto, se levantó y acercó el cubo a la orilla. El
agua que iba y venía le cubrió las botas. Dobló el cubo y lo vació, junto con su
huésped, en la orilla del mar. Las olas arrastraron al pez mar adentro de nuevo y se
sintió feliz por su hazaña - ¡Vete, pececito, vete! – Gritó - ¡Eres libre! ¡Escóndete!
¡Qué no te capturen!
César, que se había apresurado a retirar su caña del agua se acercó a su
hijo y agarrándolo por debajo de los brazos comenzó a rodar como una peonza.
Sergio sentía la brisa en su cara y le pareció que volaba. Sus carcajadas se oían
por toda la cala. Todos los que allí estaban empezaron a mirarse entre ellos y a
sonreír contagiados por aquellas carcajadas y por aquella escena tan llena de
ternura. Asentían con sus cabezas y sus risas se convirtieron en aplausos y
silbidos. César cayó rendido y mareado en la arena y su hijo cayó encima de él. Al
mirar hacia los lugareños vieron como cada uno de ellos cogía sus cubos, con la
pesca capturada y la echaban al mar imitando al niño. Los peces volvían a
adentrarse arrastrados por el agua, algunos saltando cuando el mar se retiraba
pero volviéndose a subir a aquellas olas para que los condujeran mar adentro.
- ¡Escapad, pececitos! – Sergio corría y corría saltando por la orilla,
chapoteando y mojándose con el agua, agitando sus brazos arriba y abajo, riendo
a carcajadas - ¡Marcharos, escapad!
Todos los que estaban allí miraban al pequeño y se reían. César le
observaba feliz, pocas veces podía ver a su hijo brincando y saltando de aquella
manera. Pero de pronto cambió su semblante, comenzó a preocuparse al darse
cuenta de que se estaba mojando demasiado y le llamó a pesar de verle tan
contento.
- ¡Sergio! ¡Para ya que te vas a empapar! – Le gritó - ¡Sergio! ¡Sergio para!
– Continuó gritando mientras echaba a correr detrás de él.
- ¡Marcharos, pececitos! – Estaba imparable, seguía corriendo y brincando
por la orilla sin oír a su padre que casi le alcanzaba.
- ¡Para ya! – Le volvió a gritar cogiéndole y apartándole de la orilla – No
ves que te estás mojando.
- Llevo las botas y el impermeable papá – Protestó el muchacho.
- Pero mira – Señaló sus pantalones – Están mojados, ahora tendremos
que volver a casa.
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Antonia Arbona Pérez
- Si no pasa nada, no están muy mojados – Siguió protestando sin ganas
de volver ahora que se estaba divirtiendo – ¡No me dejáis hacer nada!
- ¿Y si te resfrías? ¿Quieres que te ingresen de nuevo en el hospital?
- No quiero ir a casa todavía, quiero comerme el bocadillo, tengo hambre –
Le dijo con rotundidad a su padre – Se secarán con el sol.
- Bien, pues vamos a sentarnos, nos comemos el bocadillo y nos vamos –
Accedió no muy convencido – Como te resfríes mamá se va a enfadar con los dos,
deberíamos haber traído más ropa.
Padre e hijo se sentaron en las sillas y apartaron la sombrilla para que les
diera el sol. El pequeño se quitó también el chubasquero para que el sol le secara
el pantalón, tenía calor por la carrera y sintió alivio al quitárselo. César abrió su
mochila y sacó dos bocadillos envueltos en papel de aluminio, un par de
servilletas, dos vasos de plástico y una botella de agua. Ambos estaban
hambrientos y se los comieron sin apenas hablar.
- Qué bueno está, de queso y jamón york – Sergio engullía el bocadillo
como si se lo quitaran de las manos.
- Come despacio, a ver si te sienta mal – Le indicó su padre.
- No creo, hoy no me he tomado los medicamentos, por eso me gusta
tanto el bocadillo - Le respondió mientras seguía engullendo.
- Pues nada más volvamos a casa te los vas a tener que tomar, quieras o
no quieras.
Era mediodía cuando César decidió que tenían que volver. Los pantalones
de Sergio seguían húmedos, a pesar de la calidez del sol. Recogieron todo y se
dirigieron al coche. Los dos se despidieron de todos con la mano y estos les
devolvieron el gesto. Todos habían retirado las cañas, después de haber devuelto
los peces al mar y habían estado tomando el sol y comiendo como ellos.
Al llegar al aparcamiento, cargaron todos los artilugios en el maletero y se
dispusieron a irse. En aquel momento se les acercó una anciana. Era una anciana
muy extraña, con rasgos indios y comenzó a decirle cosas a su padre. No debían
ser de su agrado puesto que su padre le cogió y le sentó rápidamente en su silla,
le puso el cinturón y haciendo caso omiso de aquella extraña mujer, se apresuró a
sentarse delante. Arrancó el coche y salió lo más veloz que pudo con cuidado de
no atropellarla. Sergio la observó por el cristal de atrás mientras ella le miraba y
asentía con la cabeza.
- ¿Qué quería, papá? – Preguntó intrigado una vez que se habían alejado.
- Nada Sergio, esa señora no parece estar bien – Respondió restándole
importancia al asunto.
- ¿Está enferma?
- Más o menos, dice tonterías.
- ¿Qué clase de tonterías? – Insistió Sergio no muy convencido.
- Tonterías Sergio, tonterías sobre la casa.
- ¿Qué dice sobre la casa?
- Tonterías, no tienen importancia Sergio, dice tonterías – César se puso
nervioso – No te preocupes tanto, no ha dicho nada que tenga importancia.
Sergio se quedó pensativo, le vinieron a la cabeza los sueños que
últimamente había tenido ¿Qué habría dicho aquella extraña mujer? ¿De verdad
serían tonterías como decía su padre o habría dicho algo sobre sus amigos y las
extrañas mujeres que había visto en sus sueños? Sintió un escalofrío por todo su
cuerpo y abrió los ojos como platos “¿Estará encantada la casa y los fantasmas
estarán comunicándose conmigo a través de mis sueños?” “No quiero soñar más
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El dueño de los sueños
con ellos, no quiero”. Sergio apretó los ojos mientras deseaba no soñar más con
aquellas personas.
Capítulo doce
Cuando Sergio y su padre llegaron a casa, María estaba ocupada delante
de una cámara digital y de su ordenador siguiendo la reunión de su empresa. En la
cabeza llevaba unos auriculares con micrófono. Sergio iba a irrumpir como un rayo
en el despacho de su madre cuando su padre le cogió del brazo y le frenó en seco.
- ¿Dónde crees que vas, campeón? Quítate esos pantalones mojados
antes de que se dé cuenta tu madre y date una ducha caliente.
- Sí, papá – Obedeció dirigiéndose a su cuarto.
- Ya estamos aquí, cielo – César saludó a su esposa desde la puerta para
no molestarla. María le contestó con una sonrisa y levantando la mano a modo de
saludo, sin dejar de hablar por su pequeño micrófono.
Sergio entró en la ducha y dejó caer el agua caliente sobre su cuerpo, se
enjabonó, se enjuagó como su madre le había enseñado y después se secó con
una toalla. Al mirarse en el espejo se dio cuenta de que sangraba por la nariz. Se
limpió con el agua del lavabo y esperó allí a que la hemorragia se detuviera por
completo. No quería que sus padres se percataran. Total... era lo de siempre.
- ¿Estás bien? – La voz de su madre, detrás de la puerta, le sobresaltó.
- Sí, mamá – Se apresuró a contestar - Ya termino.
- Date prisa que vamos a comer.
Sergio no paraba de limpiarse la sangre pero la hemorragia no cesaba.
Optó por colocarse una bola de algodón en el fondo de cada orificio nasal y bajar a
comer. Las empujó hacia dentro hasta que desaparecieron. Al ver que no salía más
sangre se vistió y bajó a la cocina. Sus padres estaban sentados, esperándole en la
mesa, con un plato de pasta delante. Su madre le sirvió su plato y comenzaron
todos a comer.
- Mamá está orgullosa de ti – Le dijo.
Sergio le sonrió pero no dijo ni palabra. Temía que se dieran cuenta de
que tenía los orificios de la nariz tapados.
- ¿No me preguntas por qué? – Le preguntó su madre al ver que no decía
nada.
- No – Dijo escuetamente y siguió comiendo.
- Por haber devuelto el pez al agua – Le dijo su madre de todas formas.
Su hijo asintió con la cabeza pero siguió sin decir nada, ante el cruce de
miradas de sus padres.
- ¿No le das las gracias a tu madre por lo que te acaba de decir? –
Preguntó extrañado su padre.
- Gracias – Contestó Sergio con alivio al ver que no se había notado que su
nariz estaba tapada.
Durante el resto de la comida y el postre, el pequeño no abrió la boca más
que para comer, ante la extrañeza de sus padres que no se explicaban el motivo
de su silencio. Ni siquiera comentaba su hazaña ni lo bien que se lo había pasado
en la playa. Después de tomarse la medicación, se levantó de la mesa y
despidiéndose con la mano se fue corriendo al cuarto de baño de la habitación de
sus padres. El pequeño cogió el neceser de su madre y rebuscó hasta encontrar
unas pinzas. Se subió a una silla para poder ver mejor los orificios de su nariz en el
espejo. Se las metió en la nariz y hurgó intentando sacar una de las bolas de
algodón. Cuando tuvo enganchada una de ellas estiró pero sólo consiguió sacar
una parte del algodón. Volvió a meter las pinzas y acabó de sacar el resto. Al ir a
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Antonia Arbona Pérez
sacar la otra bola no la encontró y se quedó petrificado. Miraba y miraba pero no
conseguía verla. Rebuscó de nuevo en el neceser de su madre y sacó un pequeño
espejo de bolsillo. Intentó que se reflejara en el espejo de la pared lo que estaba
reflejando el pequeño, pero no conseguía divisar la bola de algodón. Se levantó la
nariz con el dedo índice mientras movía de un lado a otro el espejito, no vio nada.
Se tapó el otro orificio y echó el aire con fuerza por si el algodón salía disparado,
tampoco tuvo éxito.
- Mamá – Susurró Sergio – Mamá – Levantó un poco la voz – ¡Mamá! – La
levantó un poco más - ¡¡Mamá!! – Dijo en voz alta - ¡¡¡Mama!!! – Esta vez gritó
todo lo que pudo.
La consulta del médico de la villa olía a lejía. María se dirigió a la
recepcionista y le enseñó la tarjeta de su seguro. Después de que tomara nota de
sus datos les indicó que se dirigieran a la sala de espera. Al entrar en la sala,
Sergio reconoció a dos de los hombres que estaban allí. Les había visto en la playa
pescando.
- Hello, “Serwio” – dijo uno de ellos sonriéndole.
- Ser – giiiii – o – Le contestó el pequeño corrigiéndole – Hello.
- Are you unwell? – Le preguntó de nuevo el señor.
- Soy un niño español, no hablo inglés – Le dijo Sergio que no había
entendido la pregunta.
- Don’t worry – Se apresuró a contestar su madre - It’ s ok.
- ¿“Maniana” vendrás a “peiscar”, “Serguio”? – Preguntó el otro señor muy
despacio, recalcando todas las letras.
- Ser – giiii- o – Volvió a indicar el niño – No, sólo hoy. Mañana mi padre se
va a Orlando a trabajar.
Los dos hombres asintieron y en ese mismo momento entró una
enfermera parecida a la señora que había visto por la mañana en la tienda, un
poco más arreglada. Llevaba una gran bata blanca y el pelo recogido. Además,
Sergio se fijó en que ésta no tenía bigote.
- ¿“Serguio Odoniez”? – Preguntó la enfermera.
- Ser- giii- oo – El pequeño empezaba a mosquearse – Orrr – do – ñez.
La enfermera sonrió y le dio un par de caramelos mientras les
acompañaba al despacho del Dr. Muller. Nada más entrar, les recibió un señor
canoso y barrigón, con un bigote prominente debajo de una amplia nariz. Al ver a
Sergio se agachó y le preguntó en inglés qué era lo que le ocurría.
- Soy español, no le entiendo – Sergio estaba ya bastante mosqueado y le
respondió bruscamente.
- ¡Sergio! – Le riñó su madre – No hables en ese tono a las personas
mayores.
- Es que no le entiendo – Le dijo gimoteando a su madre.
- My son has put a cotton ball into his nose –María informó al doctor sobre
el algodón que tenía dentro de la nariz.
- Oh, oh! – Exclamó el Doctor – Follow me, please.
Los dos le siguieron a una sala contigua. En medio de la sala había una
camilla y el Doctor Muller le indicó a María que su hijo debía tumbarse en ella. El
niño le obedeció sin rechistar. Seguidamente aquel señor se puso una especie de
lupa gigante metálica delante de sus ojos, encendió un foco y lo enfocó a la nariz
de Sergio.
- Uhummm – Murmuró aquel hombre – I can see it.
El pequeño se quedó petrificado cuando aquel señor se levantó y volvió
con unas pinzas enormes. Por su enfermedad le habían hecho decenas de pruebas
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El dueño de los sueños
con aparatos de toda índole y le habían realizado punciones con agujas enormes,
le habían sacado sangre cientos de veces, le habían realizado biopsias, miles de
auscultaciones y medidas de temperatura. Pero aquellas pinzas…
- Mamá – Llamó a su madre asustado.
- Tranquilo Sergio – Le tranquilizó cogiéndole de la mano – Seguro que
este señor no te hace daño.
En ese momento se arrepintió de haberse colocado aquellos algodones en
la nariz. Si no se lo hubiera ocultado a sus padres no estaría ahora en aquella
situación. El pequeño siguió con la vista aquellas pinzas gigantescas hasta que sus
pupilas se juntaron a ambos lados de su nariz y sintió como se metían por su
orificio nasal derecho. Aguantó la respiración por miedo a que le hiciera daño y
volvió a coger aire una vez que vio salir aquella bola roja.
- It’s over – Señaló felizmente el doctor.
- Ves Sergio, ya está, no te ha hecho ningún daño ¿Verdad?
- No, mamá – Respondió a su madre mientras bajaba de la camilla y
notaba como le temblaban las piernas.
- Thank you, very much – Le dio las gracias María mientras salían de
aquella sala.
- Your son is very kind and he looks very well– Alabó el doctor a Sergio.
- In spite of everything, he’s in good health now – Le informó de su buen
estado de salud.
- ¿De qué estáis hablando mamá?- Sergio no paraba de observarles
nervioso por no saber lo que estaban diciendo.
- De nada cariño, ya nos vamos.
María se despidió del doctor y ambos se marcharon de la consulta. Al salir
a la calle se estremecieron de frío pero se dieron cuenta de que no tenían ganas de
volver tan pronto a casa.
- ¿Habrás aprendido la lección, verdad? – Le preguntó a su hijo en tono de
advertencia – No debes ocultarnos nada. Podrías hacerte daño de verdad.
- Sí mamá, no lo volveré a hacer más.
- ¿Te apetece merendar y dar un paseo por el pueblo?
- De acuerdo, mamá – Respondió entusiasmado – Vamos.
Los dos se dirigieron a la cafetería donde habían desayunado el primer
día. Al entrar, todos los presentes les clavaron sus miradas como de costumbre y
empezaron a cuchichear entre ellos. Los pescadores de la cala ya habían hecho
correr la noticia de lo ocurrido por la mañana y de dónde vivían los nuevos
habitantes del pueblo. Todos se preguntaban quiénes eran y qué habían venido a
hacer a su pequeña población. No estaban acostumbrados a que se escogiera su
pueblo como lugar de residencia. Más bien ocurría lo contrario, la gente se iba a
las grandes ciudades porque no había mucho futuro en aquel lugar. Era una
población pequeña que sobrevivía de la pesca y en menor medida, del turismo
estival.
Madre e hijo se sentaron en una mesa, cerca de la barra. Nada más
sentarse acudió la camarera a tomarles nota. Un café con leche y un vaso de
cacao con dos rosquillas fue su elección.
- ¿Son ustedes españoles? – Preguntó la camarera en perfecto español con
acento mejicano.
- Sí, así es – Respondió María.
- ¿Son los que han alquilado la casa azul del faro? – Volvió a preguntar.
- Sí, así es – Asintió de nuevo con una sonrisa.
- Por el pueblo hay rumores de que está encantada pero no debe hacer
usted caso, son cuentos de viejos – Le advirtió la camarera.
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Antonia Arbona Pérez
- Suele ocurrir con las casas antiguas pero yo no he notado nada en la
casa que me hiciera pensar en encantamientos – Le comentó María sonriendo.
- Yo sí – Dijo orgulloso Sergio.
- Mi hijo tiene mucha imaginación – Volvió a sonreír mientras daba un
sorbo a su café con leche.
- Es verdad mamá – Replicó el muchacho – He soñado con un niño y una
niña varias veces, con Víctor y Elena. En el hospital y aquí.
- Qué imaginación – Volvió a decir María un poco nerviosa al percatarse de
que todos estaban mirando a Sergio como hipnotizados, su hijo iba a ser más
famoso en el lugar de lo que se esperaba.
- Sí, claro – Le respondió la camarera sin quitarle ojo a Sergio. Después dio
media vuelta y lentamente volvió a la barra con cara de haber visto un fantasma.
María, por el rabillo del ojo, podía ver todas aquellas miradas posadas en
ellos. Sintió que intentaban meterse en su cuerpo, como queriendo sentir en sus
propias carnes las experiencias que pudieran haber tenido en aquella casa.
- ¿Qué estás diciendo, Sergio? – Le preguntó su madre un poco enfadada –
Sabes que no me gusta que digas mentiras o que te inventes cosas.
- Es verdad, no he dicho ninguna mentira – Replicó de nuevo.
- Te lo habrás imaginado. Habla más bajo, no alces la voz.
- ¡No! ¡Lo he soñado! – Sergio también se estaba enfadando porque su
madre no le creía, entre sollozos comenzó a gritarle - ¿Te acuerdas que te pregunté
si los sueños se convertían en realidad? Tú me contestaste que si lo deseaba con
mucha fuerza se convertirían en realidad. Deseé volver a soñar con ellos y
volvieron a aparecer en mis sueños. También soñé con la casa, el faro y la playa.
Todo se ha convertido en realidad porque lo deseé con fuerza. Anteayer soñé con
una mujer que estaba en la cocina y me echaba de casa y me fui a la playa y vi a
la madre de Víctor y Elena. Era la mujer que está pintada en el cuadro de la
habitación oscura. Me preguntó dónde escondía a sus hijos y yo me asusté mucho.
- Sergio, basta ya – Su madre empezó a asustarse puesto que al pequeño
le volvía a salir sangre de la nariz y estaba muy nervioso.
- ¡No estoy mintiendo! – Sergio estaba muy alterado, se levantó de la silla
y emprendió una carrera hacia la puerta.
Su madre se levantó para ir a por él pero nada más llegar a la puerta
alguien obstruyó el paso al niño. Era un señor vestido de cowboy. Llevaba unos
pantalones vaqueros negros ajustados, una camisa a cuadros con las líneas negras
y un chaleco de cuero negro. Sergio se quedó mirando sus botas grises de piel de
serpiente que acababan en punta y al levantar la vista vio su larga melena negra
con trenzas y su sombrero beige de vaquero. En el cuello llevaba una especie de
amuleto indio, como un collarín con huesos. Era un indio muy alto y musculoso
vestido de vaquero. Se quedó fascinado y petrificado mirando aquel personaje. En
ese momento notó que alguien le ponía las manos en sus hombros y se disculpaba
en inglés. Era su madre. Le dio la vuelta y le condujo al cuarto de baño.
La camarera le acercó el botiquín y un vaso de agua antes de acudir de
nuevo a la barra para atender al recién llegado. María cogió una de las gasas y
mojándola con agua le limpió la cara y la nariz a su hijo. Después le dio el vaso
para que bebiera.
- Mamá, te estoy diciendo la verdad – Volvió a lloriquear – No me lo estoy
inventando. También he soñado con un malvado pirata que no les deja en paz. Pero
desde que me he enterado que son fantasmas, no quiero soñar más con ellos. No
quiero.
- Vale, cariño, tranquilízate – Su madre lo abrazó y le dio un beso en la
frente – Ya hablaremos en casa.
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El dueño de los sueños
Cuando salieron del baño, Sergio miró hacia la barra, todo el mundo lo
observaba con cara de asombro, pero el pequeño sólo miraba a uno de ellos, al
recién llegado ¿Sería familiar de la señora india que esa mañana habían visto él y
su padre?
Capítulo trece
Después de lo ocurrido, María se quedó intranquila. Al llegar a casa, ni ella
ni el pequeño Sergio le comentaron nada a su padre. Ni siquiera entre ellos
volvieron a hablar del tema.
Al terminar de cenar, María le preparó un vaso de leche caliente a su hijo
para que durmiera más tranquilo, le arropó en su cama y se quedó recostada a su
lado hasta que se quedó profundamente dormido. Unos minutos después, se
levantó poco a poco con cuidado de no despertarle para volver con su marido. Sin
embargo, algo la detuvo, el cuaderno de su hijo encima de la otra cama. Con las
manos temblorosas y respirando profundamente volvió a abrir el cuaderno de
dibujo. Volvió a observar el dibujo de los dos niños desconocidos. Se quedó
mirando cada detalle de la ropa. A pesar de que su hijo todavía garabateaba, se
dio cuenta de que las ropas no eran actuales. La niña, con tirabuzones como los de
él pero castaños, llevaba un vestido con volantes en el cuello y en la parte baja de
la falda y mangas de farol. El niño vestía pantalones bombachos abotonados por
debajo de la rodilla y llevaba atado un lazo negro en el cuello de la camisa.
Recordó entonces el sueño que había tenido la noche anterior y se le erizó la piel
recordando los niños que estaban al lado de su hijo despidiéndose. Volvió a oír en
su mente las palabras de la mujer del cuadro, advirtiéndola de que no les volverían
a ver más. Rápidamente pasó la página pero horrorizada dejó caer el cuaderno que
se quedó abierto en el suelo. El dibujo que había visto por la mañana de la playa
estaba completamente modificado. Había dibujadas grandes olas. En el barco dos
personas, con las bocas desfiguradas y los brazos levantados parecían pedir auxilio
desesperadamente. El dibujo estaba atravesado por rayas simbolizando una fuerte
lluvia y su hijo y los dos niños misteriosos corrían asustados hacia la casa azul. El
pirata ya no estaba en el dibujo.
Un fuerte rayo se oyó por la ventana en aquel preciso momento. María se
incorporó de la cama de su hijo empapada en sudor y respirando
entrecortadamente. Todo había sido otro mal sueño. Tragó saliva con dificultad,
tenía la boca seca. La luz de la mesita seguía encendida y su hijo estaba
profundamente dormido, agotado por todo lo que había experimentado en un solo
día. Se levantó cuidadosamente y miró por la ventana, estaba lloviendo pero no se
percibían ni truenos ni relámpagos. Vio el cuaderno de su hijo encima de la cama,
tal y como lo había visto en su sueño, pero no lo quiso abrir. Apagó la luz de la
lámpara y se fue a su habitación. Se dirigió antes al cuarto de baño y se bebió dos
vasos de agua. Al entrar en su cama se acurrucó al lado de su marido, sentía que
su corazón latía a mil por hora. Tenía miedo. Toda aquella historia le sobrepasaba y
le ponía los pelos de punta.
Al día siguiente, César se levantó muy temprano, procurando no despertar
a su esposa. Entró en el cuarto de baño, se duchó y se aseó. Después, con mucho
sigilo se vistió y bajó a desayunar. Todavía era de noche. Al cabo de un rato María
entró en la cocina, le dio los buenos días y seguidamente le dio un beso. Por la
ventana se veía llover a cántaros y se oía las olas golpear con fuerza las rocas del
acantilado.
- Bonito día para viajar – Le comentó a su esposo.
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Antonia Arbona Pérez
- Espero que el vuelo no se suspenda – Respondió César preocupado –
Tengo una reunión muy importante con unos clientes.
- Si se suspendiera no pasaría nada, estarías otro día más con nosotros –
María no tenía ninguna gana de que su marido se fuera después de lo ocurrido la
tarde anterior.
- No te preocupes cariño – Le dijo César acariciándole la mejilla – Dentro
de un par de semanas os venís al parque de atracciones.
- ¿Dentro de un par de semanas? Me dijiste este fin de semana, se lo he
dicho a Sergio – Comentó sorprendida y un poco desilusionada.
- Te confundirías, cielo – Le contestó corrigiéndola – Te dije que este fin de
semana lo necesito para ponerme al día y que vosotros vendríais al siguiente.
- Bueno, no importa – Contestó resignada – Ya me inventaré una excusa
para Sergio. No será la primera vez ni la última.
- María...
- No importa, de verdad, no importa – Insistió.
Por la ventana se veían despuntar las primeras luces de un día nublado y
gris. El cielo estaba encapotado por espesos nubarrones y no cesaba de llover. Los
barcos que normalmente se veían en el horizonte faenando, no estaban. El mar
estaba muy revuelto y no habían salido por precaución.
- Voy a despedirme de Sergio, el taxi estará a punto de llegar – César se
levantó de la silla y se dirigió hacia las escaleras.
- Procura no despertarle – Le indicó María.
Entró sigilosamente en la habitación de su hijo. Seguía durmiendo
plácidamente. Le besó en la frente y lo arropó con cuidado. Después, se quedó
observándole durante unos instantes antes de salir hacia su habitación para coger
su equipaje. Dejó su maleta en la entrada y regresó a la cocina para despedirse de
su mujer.
- Está profundamente dormido, ayer fue un día duro para él – Comentó
antes de quedarse parado mirándola - ¿Estás llorando?
- No es nada – María tenía los ojos rojos y mojados de llorar y se apresuró
a secarse las lágrimas con los dedos.
- ¿Qué pasa? – Insistió sentándose al lado de su mujer – Nunca antes has
llorado cuando me he ido.
- Es que esta vez es diferente, estoy lejos de mi mundo, no quiero que te
vayas – Le contestó tajantemente - ¿Por qué no has alquilado una casa en Orlando?
- Porque creí que este lugar te encantaría y estaríais más tranquilos. Un
día me escapé de Nueva York y fui a parar aquí. Me enamoré al instante de este
lugar. Supuse que te gustaría igual que a mí.
- Y me gusta pero... – se quedó callada unos segundos y después cogió
aire – si estás con nosotros.
En aquel momento sonó un claxon en el exterior, era el taxi que llevaría a
César al aeropuerto.
- Bueno, dame unos días para que busque algún apartamento en Orlando
y cuando lo tenga os trasladáis. Ya me encargo de la casera. Daba la impresión de
ser muy amable, me imagino que lo comprenderá.
- Déjalo César, ya nos apañaremos; no quiero que te preocupes por
nosotros, tienes mucho trabajo.
- No es ninguna molestia para mí ocuparme de mi familia.
- No importa, de verdad, seguro que acabo adaptándome a este lugar,
vete que llegas tarde – Estaba arrepentida por haberle preocupado.
- ¿Estás segura? – Insistió.
- Segurísima – Buscó su mejor sonrisa para tranquilizarle.
72
El dueño de los sueños
- ¿Sabes que os quiero mucho, verdad?
- Claro que lo sabemos. Ahora vete o perderás el avión. Ambos se
fundieron en un fuerte abrazo y un apasionado beso mientras se oía sonar de
nuevo el claxon - Vete que va a despertar a Sergio – Le apresuró.
César salió corriendo hacia el taxi mientras María le observaba desde el
porche de la casa. Caía el agua a borbotones. El taxista abrió el maletero y colocó
las maletas dentro. Se sentó en el asiento de atrás y el taxista tomó rumbo a
Nueva York. El joven se despidió con la mano. María beso su mano y después sopló
suavemente enviándole un beso. Durante un rato se quedó en la puerta, viendo
como caía el agua. Con la mirada perdida en aquel océano revuelto, se acordó de
su madre. Siempre que se iba su marido tenía el apoyo de ella. Ahora estaba
completamente sola, con un hijo enfermo de Leucemia, una casa encantada y un
océano rugiendo frente a ella.
- Mamá – Oyó que la llamaban.
- Sergio - Entró de nuevo en la casa pero no vio a nadie. Subió las
escaleras y vio la habitación de su hijo cerrada. Abrió la puerta con cautela y
observó que seguía durmiendo. Respiró profundamente. Apartó el cuaderno de
dibujo de la otra cama y se acostó en ella. Cerró los ojos y al poco tiempo se quedó
dormida.
Capítulo Catorce
Aquella semana a solas transcurrió sin ningún otro sobresalto. De lunes a
miércoles estuvo lloviendo prácticamente sin pausa. María y Sergio apenas
salieron de aquella casa a causa de la lluvia y aprovecharon para repasar el
idioma. Pronto Sergio tendría que asistir al colegio y necesitaba reforzar algunas
nociones básicas de inglés. Sus padres confiaban en que su hijo aprendiera rápido
a hablarlo cuando se relacionara con otros niños de su edad. Ella seguía estando
intranquila con la historia de la casa encantada, tenía miedo, así que se había
instalado en la habitación de su hijo, no quería dormir sola. A Sergio le había
entusiasmado la idea de tener a su madre durmiendo en su habitación; también
tenía miedo.
El sábado fueron de compras al pueblo. Los habitantes estaban un poco
revueltos por lo que había pasado en la cafetería y todo era un mar de cuchicheos
y miradas que la incomodaban un poco. Sin embargo, no quería que nada ni nadie
les fastidiara el día de nuevo y siguió arrastrando el carrito de la compra por el
supermercado, intentando hacer caso omiso a las habladurías.
- Hello, Serwio – La voz de uno de los pescadores resonó a sus espaldas.
- Hello – Sergio dio por imposible que se pronunciara bien su nombre en
aquel lugar.
- ¿Estás bien? – Le preguntó con una sonrisa de oreja a oreja.
- Sí, señor – Le contestó gentilmente.
- Yo “penso”, si tu madre querer, tú “venes” a “peiscar” con nosotros next
week.
- Sergio empieza el colegio el lunes – Se apresuró a contestar María – Va a
ir al colegio del pueblo.
- Oh, very well, Serwio!
Aquel señor se puso muy contento al ver que Sergio iba a ir a la escuela
del pueblo. Quedaban muy pocos niños en aquella pequeña villa de pescadores y,
que hubiera otro más, garantizaba la subsistencia del Centro Escolar.
73
Antonia Arbona Pérez
El domingo por la tarde, madre e hijo se fueron al cine. Sergio no entendió
nada de lo que hablaban pero se lo pasó muy bien puesto que era una comedia y
algunas escenas no necesitaban palabras. El edificio era muy antiguo y la sala sólo
contaba con un centenar de butacas. Parecía que anteriormente había sido un
pequeño teatro ya que debajo de la pantalla había un estrecho pero alargado
escenario y en el techo se veían raíles de cortinas. Las paredes estaban
enmoquetadas y el sonido no era muy bueno. Al salir del cine, Sergio se sorprendió
al ver de nuevo al cowboy indio. Estaba en la taquilla intentando comprar un par
de entradas con una mujer rubia, alta y esbelta. Aquel hombre se le quedó
mirando también y le sonrió. Él y su madre le devolvieron el saludo y se dirigieron
hacia donde tenían aparcado el automóvil amarillo. Sergio volvió a girar la cabeza
para verle de nuevo. El cowboy, esta vez le guiñó un ojo.
Se dirigieron a la cafetería y allí cenaron unas hamburguesas con patatas
fritas, acompañado de un chispeante refresco. Para culminar la velada, pidieron un
gran batido de chocolate que les preparó la camarera. Averiguaron de ella que se
llamaba Elisabeth y que su abuela, por parte de madre, era mejicana, por eso
hablaba perfectamente el español ya que su abuela nunca había aprendido a
hablar inglés y les hablaba a todos, hijos y nietos, en su lengua materna. La dueña
de la cafetería era tía suya y se encontraba de viaje visitando a unos familiares de
su esposo, por lo que se había quedado sola a cargo del negocio. De todas formas,
regresaba al día siguiente y, por supuesto, en aquel pueblo no había demasiado
trabajo; había gente que permanecía allí toda la tarde con un café y un sándwich.
De vez en cuando pasaba algún que otro forastero o turista pero la temporada de
mayor actividad era el verano, cuando la gente de la gran ciudad se trasladaba a
pequeñas localidades como aquella para huir del mundanal ruido y del asfixiante
calor del verano, acrecentado más si cabía en medio de la gran ciudad.
Al llegar a casa, Sergio se fue directamente a dormir. Estaba muy cansado
y a la mañana siguiente tendría que madrugar para ir al colegio. Conocería a los
niños de allí y quizá tendría ya a alguien con quien jugar.
- ¿Vas a tardar mucho, mamá? – Gritó desde arriba de la escalera.
- ¡No, subo enseguida!
María terminó de arreglar la cocina y subió las escaleras dispuesta a
acostarse. Sin embargo, entró en su escritorio y encendió el ordenador. Después
entró en un buscador de la red y escribió las palabras “Naufragios Costa Este
Estados Unidos”. En la pantalla aparecieron miles de entradas. Desistió, al día
siguiente intentaría averiguar qué había ocurrido en aquella casa, la causa de que
todo el mundo estuviera tan alterado. Su móvil sonó sobresaltándola. Era César
que llamaba para interesarse por ellos. Había tenido mucho trabajo y casi no había
tenido tiempo de llamarles. Desde que había llegado a Orlando sólo había llamado
una vez para decirles que había llegado bien y otra a media semana. Se disculpó
por no haberles llamado más, había estado muy liado poniéndose al día. El juicio
era dentro de un mes pero tenían muchas cosas que preparar aún. María le quitó
importancia a pesar de que le había echado mucho de menos y estuvieron
hablando durante varios minutos.
Sergio no podía dormirse, estaba muy nervioso y no podía parar de
pensar en cómo serían los niños de allí, si le aceptarían o no, si entendería a los
maestros y otras muchas inquietudes que le rondaban sin parar por la cabeza y
que no le permitían conciliar el sueño. Así pues, harto ya de darle vueltas a la
cabeza y a la cama decidió ir a buscar a su madre.
- ¿Estás hablando con papá? – Le preguntó nada más entrar y verla
hablando por el móvil.
- ¿Qué haces todavía despierto? – Le preguntó sorprendida.
74
El dueño de los sueños
- No puedo dormir si no vienes ¿Es papá?
- Sí, es papá, ponte – María entregó el móvil a su hijo.
- ¡Papá! – Gritó entusiasmado – No puedo dormirme.
- ¿Por qué? – Le preguntó su padre.
- Porque estoy muy nervioso, mañana voy a ir al cole en inglés y no
conozco a nadie.
- ¿Te has preparado ya la cartera?
- Sí, mamá me ha comprado los libros en la librería, pero no entiendo nada
de lo que pone.
- No te preocupes, poco a poco los entenderás – Le indicó su padre ¿Estás bien?
- Sí, un poco cansado.
- Pues vuélvete a acostar, mamá va a ir enseguida. Buenas noches, cielo –
Se despidió César.
- Buenas noches papá – Sergio le devolvió a su madre el móvil y después
se dirigió de nuevo a su cama dispuesto ya a dormirse.
María no tardó más de cinco minutos en entrar en la habitación y, lejos de
encontrarle ya en la cama, le descubrió sentado en su escritorio dibujando en su
cuaderno. Intrigada, se acercó y le preguntó a quién estaba dibujando con tanto
interés.
- Al indio – Sergio contestó sin levantar la vista ni el lápiz del dibujo.
Se acercó para ver mejor el dibujo y vio que su hijo había garabateado al
cowboy con sus botas de piel de serpiente, sus pantalones tejanos negros, su
camisa a cuadros, su chaleco, su amuleto en el cuello y su sombrero de vaquero.
No había omitido ningún detalle del vestuario de tan pintoresco personaje.
- Qué bien dibujas cielo, pero... – cogió el cuaderno y lo cerró antes de que
Sergio acabara su obra -... es hora de dormir, no de dibujar.
- Mañana lo acabaré, mamá – Aseguró mientras entraba de nuevo en su
cama.
- Buenas noches mi vida – Enganchó la ropa de la cama por debajo del
colchón para que su hijo no se destapara y después le dio un beso en la frente.
- Buenas noches, hasta mañana – Le contestó el pequeño mientras
cerraba los ojos para dormirse – Te quiero, mamá.
- Yo también te quiero cariño – María apagó la luz de la mesita y se tapó
con las mantas. Las agujas del despertador marcaban las once y media de la
noche. “Demasiado tarde para Sergio” pensó.
A pesar de que había deseado con mucha fuerza no volver a soñar con
Víctor, Elena, el pirata y todos los que se relacionaban con ellos, Sergio no pudo
evitar que volvieran a aparecer en sus sueños. Se encontraba en la orilla del mar
con una caña de pescar, esperando que los peces picaran. De pronto, un enorme
pez quedó enganchado en su anzuelo. El pequeño empezó a recoger sedal poco a
poco, como le había enseñado su padre. Sin embargo, el pez estiraba y estiraba,
cada vez con más fuerza. Cogió su caña con las dos manos intentando retroceder y
alejarse de la orilla para que aquel pez enorme saliera del agua. Sus pies
empezaron excavar un agujero en la arena por el esfuerzo. Pese a todos sus
forcejeos por sacar aquel enorme animal, éste pudo más que él y empezó a
arrastrarlo hacia el agua. El pequeño quiso soltar la caña pero sus manos estaban
adheridas a ella. No podía soltarse y fue arrastrado hacia el interior, siendo inútiles
todos sus esfuerzos por evitarlo. El pez lo llevaba hacia alta mar, cada vez más y
más adentro. Dando un fuerte tirón, el pez se desvió hacia abajo, en dirección al
fondo del océano. Sergio primero aguantó la respiración pero al instante descubrió
75
Antonia Arbona Pérez
que, como la otra vez que había visitado las profundidades oceánicas, podía
respirar como si estuviera en la superficie. El gran pez bajaba y bajaba sin
detenerse, cada vez más y más profundo. Al cabo de un tiempo comenzó a divisar
algo muy grande. Conforme se iban acercando se hacía cada vez más enorme y
también más nítido, puesto que también veía todo como si estuviera en su mundo,
“¡Era un galeón hundido!” Se quedó maravillado ante lo que había aparecido ante
sus ojos. Nunca en su vida hubiera imaginado que vería un barco naufragado en el
fondo del mar. Era estupendo, el pez nadaba dando vueltas alrededor de aquel
amasijo de madera y hierro. Repentinamente, sus manos se soltaron de la caña de
pescar y quedó libre. Nadó hacia el interior del barco entrando por una de las
ventanas de popa. Enseguida tuvo la sensación de que ya había estado allí dentro.
Era el barco con el que había soñado anteriormente, el día que le dieron el alta en
el hospital. Una voz a sus espaladas le sobresaltó, era Víctor que le saludaba.
- Hola Sergio.
- No quiero hablar más con vosotros ni quiero veros más – Contestó
tapándose los ojos.
- Pero… ¿Por qué? ¿Qué te hemos hecho nosotros? – Preguntó el
muchacho desconcertado ante la nueva postura de su amigo – Creía que éramos
amigos.
- No me habéis hecho nada, pero sois fantasmas – Contestó mirándoles de
nuevo.
- Los fantasmas no existen – Respondió Elena.
- ¿Y por qué la gente del pueblo dice que la casa azul está encantada? –
Preguntó con determinación.
- No lo sé – Respondió Víctor levantando los hombros.
- Si no sois fantasmas… ¿Qué sois entonces? – Siguió preguntando
intrigado.
- ¡Somos niños! ¡Simplemente somos niños que queremos estar con
nuestros padres y no podemos! – Gritó Elena enfadada - ¡Ese malvado pirata no
nos devuelve el colgante! ¡Sin el colgante nuestros padres no nos reconocerán!
- ¿Por qué? ¿No son vuestros padres? ¿Cómo puede ser que no os
reconozcan? – El pequeño Sergio no entendía nada.
- Porque vinieron aquí nada más nacer Elena. Nos quedamos con nuestros
abuelos, los padres de nuestra madre, en España. Después viajamos hasta
Inglaterra donde estaban nuestros abuelos paternos y de allí, cuando tuvimos edad
para viajar solos, nos enviaron aquí con nuestros padres, después de casi cinco
años – Explicó Víctor – Mi hermana era un bebé, sólo tenía un año cuando se
fueron y yo tenía casi tres. Nos dejaron el medallón para reconocernos, no éramos
los únicos niños del barco.
- ¿Y dónde están los demás? – Sergio no salía de su asombro.
- Con el tiempo, encontraron la manera de volver con sus padres –
Respondió Elena más tranquila y melancólica – Sólo quedamos nosotros, el
cocinero y el comandante del barco.
- ¿Qué pasó? ¿Por qué se hundió el barco? – Sergio intuyó que el barco
donde viajaban era el que estaban pisando sus pies.
- Se hundió por culpa de una tormenta muy fuerte. Perdimos nuestro
colgante y buscándolo encontramos la brújula. Al cabo de dos días apareció Rudolf
haciéndonos chantaje – Explicó Víctor.
- ¿Cómo os puedo ayudar? – Volvió a preocuparse por sus amigos, ya no le
parecían fantasmas sino niños que le necesitaban para poder reunirse con sus
padres.
76
El dueño de los sueños
- Sólo necesitamos el colgante, así mamá y papá nos verán y sabrán que
somos sus hijos.
- ¿Y sin el colgante no os ven?
- No, Sergio, sin el colgante no pueden encontrarnos, necesitamos ese
colgante - Víctor agachó la cara, triste – Ayúdanos Sergio, ayúdanos.
Sergio abrió los ojos, estaba a solas en la habitación. Todavía le
retumbaban las últimas palabras de Víctor en su mente, palabras de
desesperación. Su madre no estaba, ya se había levantado. Los primeros rayos de
sol entraban por la ventana y miró el despertador. Eran las siete y media. Se
levantó y fue a asearse. Se dio una buena ducha, se vistió con la ropa que le había
dejado su madre encima del escritorio y bajó a desayunar.
- ¿Ya te has levantado? - Por las escaleras se topó con su madre que subía
a despertarle.
- Sí, me he despertado y al ver que no estabas me he levantado –
Respondió - ¿Qué hora es?
- Son las ocho en punto – Le respondió ella – Ahora mismo subía a
despertarte.
- Pues ya me he duchado y me he vestido – Contestó orgulloso de sí
mismo.
- ¡Uhm!... Pero que valiente es mi niño – María besó a su hijo mientras le
hacía cosquillas.
- ¡Basta Mamá! – Sergio se reía a carcajadas mientras suplicaba que
parara a su madre.
- Venga... a desayunar.
Eran las nueve menos veinte cuando arrancó el gran coche amarillo y
tomó la dirección del pueblo. Nada más llegar al colegio, María se dirigió a la
Secretaría del Centro Escolar, acompañada por su hijo. Una vez allí, la mujer de la
ventanilla le hizo pasar al despacho de la directora. La directora era una mujer de
unos cincuenta años, alta y espigada. No parecía que estuviese casada pero
llevaba una gargantilla de oro con una placa en la que había entallado el rostro de
un joven. Más adelante, se enterarían de que la Señora Marshall había perdido a su
marido y a su hijo en un accidente de coche y que su hija se había casado con un
dentista y se había ido a vivir con él a Boston. Todavía no tenía nietos pero su hija
estaba embarazada de una niña que nacería en verano.
- So... – Dijo mirando a Sergio de arriba a bajo – This is Sergio, isn’t it?
- Yes, he’s my son – Contestó – He’s Sergio.
El pequeño en aquel momento se alegró mucho. Por fin había alguien en
aquel pueblo, a parte de Elisabeth por supuesto, que sabía pronunciar su nombre
correctamente, sólo con un poco de acento. Su madre y la directora estuvieron
hablando durante varios minutos. Después, ambas se levantaron y se dieron la
mano.
- Bueno Sergio – Le dijo su madre – Esta señora te va a conducir a tu
nueva aula. Pasaré a buscarte a mediodía cuando acabes ¿De acuerdo?
- De acuerdo, mamá.
Los tres salieron al pasillo y María se quedó mirando como su hijo se
marchaba con aquella mujer. Un par de veces, el muchacho se giró para
comprobar que su madre seguía allí y ella le sonrió.
Al entrar en su nueva aula, unos veinte niños de distintas edades clavaron
su vista en él. Un niño de siete años, con unos vaqueros y una sudadera roja, no
hubiera llamado tanto la atención, a no ser porque su cabeza estaba
77
Antonia Arbona Pérez
completamente cubierta por un pañuelo azul marino y todos en el pueblo hablaban
de él como el niño que se comunicaba con los fantasmas de la casa azul. A pesar
de que ya les habían hablado del pequeño y de su enfermedad, la directora volvió
a presentarlo y, a pesar de que Sergio no entendió nada, se imaginó que estaba
hablando de él.
- Welcome Sergio! – Sonaron al unísono todas las voces del aula.
- Hello – Logró pronunciar, sonrojado, el pequeño.
Seguidamente se dirigió a un pupitre que había en medio del aula,
siempre ante la curiosa mirada de sus nuevos compañeros de clase. A su lado, una
niña de su misma edad, con el pelo naranja y el rostro repleto de pecas, le sonrió.
Entonces, se acordó de su querida amiga Marta “¿Qué estaría haciendo en
aquellos momentos? ¿Estaría en el hospital o en su colegio?”.
Capítulo quince
María salió del centro y tomó rumbo a la cafetería, tenía algunas
preguntas que hacerle a Elisabeth, la camarera. Al entrar, se dio cuenta de que
prácticamente estaba la misma clientela de siempre. Muchos ya la saludaron con
simples gestos y sonrisas, como si de aquella manera ya les consideraran parte de
los suyos. Optó por sentarse en un extremo de la barra donde apenas había gente,
así se aseguraba la intimidad. Nada más verla, de la cocina salió una mujer
morena y regordeta. Inmediatamente intuyó que era la tía de Elisabeth.
- What would you like to have, madam? – Preguntó la mujer.
- Ya me encargo yo, tía – Una voz a su espalda la hizo girarse, era
Elisabeth – Es amiga mía.
- Hola Elisabeth – La saludó.
- Llámame Elisa, así es como me llaman mis amigos – Le indicó la joven
camarera - ¿Qué te apetece tomar?
- Un café con leche, gracias – Respondió – Pero… también me gustaría
hablar contigo en privado ¿Puedes?
- Sí, claro, hasta la hora del almuerzo no hay mucho trabajo.
Elisa salió de la barra después de preparar un café con leche para María y
un té para ella y las dos se sentaron en una mesa apartada del gentío. La
camarera estaba intrigada por saber de qué querría hablar María, aunque tenía
una ligera sospecha de lo que se trataba. Una vez estuvo sentada frente a ella, la
invitó a hablar, estaba impaciente por saber qué quería la nueva vecina.
María, sin demorar sus intenciones, le pidió que la pusiese en
antecedentes, que le explicara brevemente la historia de la casa azul. La camarera
primero le dejó claro que todo lo que sabía era lo que la gente rumoreaba. Desde
pequeña había estado oyendo historias sobre la casa. María insistió en que
tampoco quería robarle mucho tiempo, sólo necesitaba un resumen de lo más
importante. Así pues, Elisa sonrió, se aclaró la garganta y comenzó a explicarle
que, por lo que había oído comentar aquí y allá, a principios del siglo diecinueve
llegó un matrimonio que compró el terreno e hizo construir su casa a los pies del
faro. Él era banquero y abrió le primera entidad bancaria del pueblo. Si no
recordaba mal, era inglés y su mujer era española. Vinieron solos, dejaron a sus
hijos con los abuelos en España con el propósito de reunirse con ellos cuando su
situación se hubiese estabilizado. Aquí, mientras, tuvieron dos niños más. La
señora que les había alquilado la casa era descendiente directa de ellos. María
preguntó qué les había pasado a los otros hijos y si eran un niño y una niña. La
respuesta de Elisa se demoró el tiempo que tardó en darle un sorbo a su te y fue
rotundamente afirmativa. Siguió comentándole que sus planes de reunirse con
78
El dueño de los sueños
ellos se retrasaron un poco por la edad de los pequeños. Cuando fueron un poco
más grandes, después de estar un tiempo con sus abuelos maternos, viajaron
hasta Inglaterra y vivieron un par de años más con sus abuelos paternos. Más
tarde, fueron enviados en un galeón junto a otros niños hasta aquí. La joven
detuvo su relato y observó a María que la miraba expectante. La segunda, al ver
que su interlocutora se callaba, no pudo contenerse y preguntó qué había pasado
después. Elisa abrió los ojos como platos para informarle que nunca consiguieron
llegar a su destino. El galeón se hundió justo enfrente del pueblo debido a una
fuerte tormenta.
- Pobre gente – María se acordó de los ojos de la señora del cuadro.
Y fue a partir de ahí cuando verdaderamente comenzó toda aquella
historia, continuó la joven inclinándose hacia su interlocutora. Se rumoreaba que
sus espíritus no descansaban en paz. Los padres buscaban a sus hijos y los hijos a
sus padres y algunas veces, en su desesperación eterna, se ponían en contacto
con los vivos para que les ayudaran. María se quedó mirando los ojos chispeantes
de Elisa. No sabía si creerla o no. Le venían muchas imágenes a la cabeza. El
cuaderno de dibujo de su hijo, los niños dibujados, su extraña pesadilla, los gritos
de su hijo al despertar de aquellos sueños en el hospital, los cuadros en la pared,
los ojos desesperados de la madre “¿Por qué su marido había elegido aquella
casa?” O más aún “¿Por qué les habían elegido a ellos?”
Se levantó bruscamente de la silla, como si se hubiera acordado de algo
que debía hacer. Elisa le preguntó si ocurría algo y ella le indicó que debía irse.
María le pidió la cuenta al percatarse de que se iba sin pagar, pero la camarera no
quiso cobrarle nada, la invitó, la instó a que la tuviera informada si averiguaba
alguna cosa más y le rogó que no dudara en pedirle ayuda si lo necesitaba, estaría
encantada en colaborar con ella. Tras dudar un momento, María le confesó que se
iba a hablar con la dueña de la casa. Elisa, de nuevo, abrió los ojos como platos,
era una chica muy expresiva. Le volvió a rogar que, al terminar sus indagaciones,
regresara a contarle lo que había averiguado y volvió a brindarse para ayudarla en
lo que hiciera falta. Estaba eufórica, siempre le habían entusiasmado esas historias
de la casa azul. Ahora, gracias a aquella joven española, la única inquilina que no
había salido de estampida de aquella casa ante la primera señal de que algo
sobrenatural albergaba en ella, podría averiguar qué de cierto y qué de fantasía
había en aquellas historias. María la tranquilizó y le pidió que no se preocupara,
estarían en contacto. Intentaría averiguar algo más que no fueran tonterías de
viejos. Algo más sobre quiénes eran o si tenían más descendientes a parte de la
dueña de la casa.
Al salir del establecimiento notó que su bolso vibraba. Cuando abrió la
cremallera comenzó a sonar la melodía de su móvil. Era su marido preocupándose
por cómo había quedado su hijo el primer día de colegio. Se limitó a contestarle
que se había quedado allí y que más tarde, a mediodía, sabrían más. César la notó
distante y quiso continuar la conversación preguntándole cómo estaba y qué
hacía. Se puso nerviosa, no quería decir nada que le preocupara así que intentó
hablarle con naturalidad y le explicó que se había tomado un café en la cafetería y
que ahora se disponía a dar un paseo por el pueblo y por el embarcadero, para
conocer mejor el lugar. Él, recordando lo que había ocurrido el día de su marcha,
insistió en preguntarle preocupado si se encontraba mejor. María resopló
intentando que no le oyera su marido, se moría de ganas por ir a hablar con la
casera. Volvió a decirle que se encontraba bien, que no se preocupara por ellos,
que estaban divinamente y que había entablado amistad con la camarera de la
cafetería, por lo que tenía con quién hablar. Ya se verían el fin de semana. César
tenía ganas de verles y así se lo hizo saber a su mujer. Seguía sintiéndose culpable
79
Antonia Arbona Pérez
por no tenerles a su lado. Le envió un beso y le dijo que la quería y que la echaba
de menos. Ella también le quería y le echaba de menos, ya se verían el viernes.
La joven prosiguió su camino después de guardar su móvil en el bolso.
Elisa le había indicado el camino hasta llegar a la casa de la Sra. Clark. Después de
atravesar el pueblo, debía coger una senda que había a mano derecha. Al cabo de
diez minutos aproximadamente vería el buzón de la familia y la entrada a su finca.
En cinco minutos más llegaría a la casa.
La casa de la Sra. Clark no se distinguía mucho de la casa azul. Incluso
fijándose bien, la única diferencia era que estaba pintada de colores ocres. Era
idéntica, al menos por fuera. La joven subió las escaleras del porche y se acercó a
la puerta. Tras preguntarse qué diablos estaba haciendo allí, se atrevió a llamar al
timbre. Estuvo esperando varios segundos pero no recibió contestación. Volvió a
apretar aquel botón negro. Nada, no había nadie. Respiró aliviada y como una
revelación se volvió a preguntar, con alivio, que qué tonterías estaba haciendo. Al
girarse dispuesta a marcharse su corazón le dio un vuelco por el sobresalto. Detrás
de ella estaba la Sra. Clark. Llevaba una pamela de paja con un gran lazo verde
atado debajo de su barbilla y un ramo de flores silvestres en el brazo. Vestía un
chándal rosa pastel y zapatillas de deporte blancas pero manchadas de barro. La
casera se disculpó por haberla asustado en perfecto español, enseguida había
intuido quién era aquella joven. Aún así, María se presentó como la mujer de César
Ordóñez. La Sra. Clark le indicó que ya lo sabía y sacó las llaves de su bolsillo para
abrir la puerta de la casa. Una vez dentro se brindó muy amablemente a
prepararle un café. María no quería molestarla, sólo hacerle unas cuantas
preguntas. Se sonrojó de vergüenza al pensar qué diría aquella amable señora
cuando empezara con sus tonterías. Para la mujer no era ninguna molestia, no
solía tener muchas visitas y sabía que tarde o temprano iría a verla. La joven se
sorprendió ante aquella afirmación y, como si no la hubiera oído, le pidió que le
repitiera lo último que había dicho. La mujer volvió a comentarle que sabía que iba
a venir por los rumores de la gente del pueblo y le comentó riendo que la gente de
aquel pueblo cotilleaba más que respiraba.
– Ya sabe, los pueblos pequeños donde no hay mucho que hacer.
María, para entablar un poco más de confianza le preguntó a qué se debía
que hablara tan bien el español y tomó asiento en la mesa de la cocina aceptando
la invitación a café de la mujer. La madre de la Sra. Clark lo hablaba y su abuela y
creía recordar que el padre de su abuela también. Se quedó pensativa y añadió
que la abuela de su bisabuelo era española.
- La mujer del banquero – Se adelantó la joven.
- Exacto – Dijo orgullosa la mujer mientras conducía a María hacia la
cocina – Veo que ha hecho los deberes.
- ¿Cómo es que esta casa es igual a la de la playa? – María estaba
asombrada de ver que el interior también era idéntico.
- El abuelo de mi bisabuelo, el banquero – aclaró la mujer –, la construyó
para apartar a su mujer de la playa y evitar que así enloqueciera. Pero... quería
que se sintiera como en su propia casa. Así pues, la construyeron siguiendo los
mismos planos que la anterior. Con algunas modificaciones por causa del terreno
pero que no son apreciables a simple vista, por supuesto.
- ¿Por qué tenía temor a que enloqueciera su esposa? – María continuó
preguntando una vez que la Sra. Clark hubo preparado el café.
- Antes de venir aquí, tuvieron un niño y una niña en España, donde
residían anteriormente – Continuó explicando la mujer mientras depositaba en
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El dueño de los sueños
medio de la mesa una bandeja repleta de galletas y pastas y le servía una taza de
café a María - ¿Con leche?
- ¿Eh? – María volvió a la realidad – Sí y una cucharada de azúcar, gracias.
- Lo siento, se me ha acabado el azúcar y todavía no he ido a comprar
más, soy diabética y lo utilizo poco – Le comentó la mujer – Sólo tengo
edulcorante.
- No importa, está bien – María dejó caer un pastillita de edulcorante en su
café.
- Como le iba diciendo, cuando vinieron aquí dejaron a sus hijos en España
hasta que pudieron viajar. Primero embarcaron hasta Inglaterra y después, los
niños embarcaron desde allí para venir a reunirse con ellos tras haber sido
cuidados por sus respectivos abuelos tanto en España como en Inglaterra… pero
nunca llegaron hasta aquí.
- Se hundió su barco – Se adelantó la joven.
- Si señora, enfrente de aquí – Asintió - Debido a una fuerte tormenta, a
pocos metros de la costa – Terminó la Sra. Clark.
- No me extraña que la madre enloqueciera.
- Se pasaba horas enteras en la playa con la vista perdida en el océano. El
banquero no consiguió que su esposa no acudiera a la playa pero, al menos, sí
redujo el tiempo en que permanecía allí, a la espera de un barco que nunca
llegaría.
María se quedó pensativa, mojó una galleta en su café con leche y le dio
un bocado.
- Qué buenas están estas galletas.
- Me alegro que le gusten, son caseras – Le explicó la mujer – En este
pueblo es difícil encontrar repostería apta para diabéticos, así que me las tengo
que hacer yo. A parte me encanta y me entretiene meterme en la cocina y
embadurnarme de harina.
- Pues… enhorabuena, están riquísimas.
- Gracias – Sonrió la mujer.
- Mi hijo sueña con los niños – Prosiguió y fue al grano con mucha
prudencia sintiendo cómo volvían a subirle los colores.
- Entiendo – Respondió la Sra. Clark – Ya hacía años que no se
manifestaban. Desde finales de los ochenta, no había tenido a ningún inquilino de
la casa preguntándome sobre ellos.
- ¿Qué quiere decir? – Preguntó confusa.
- Lo que quiero decir es que no son gratuitas las habladurías del pueblo,
en medio de todos los chismorreos hay cierta verdad.
- ¿La casa está encantada?
- No, la casa no está encantada – Sonrió la mujer - No oirá puertas ni
armarios que se abren y se cierran, ni verá platos volando, ni oirá voces en la
noche. Por esa parte puede estar tranquila, al menos hasta el momento no ha sido
así.
- ¿Podría ocurrir, entonces? – A la joven se le erizó la piel.
- No lo sé, no entiendo de espíritus, ni de fantasmas, ni de almas en pena.
Hasta el día de hoy sólo se comunican con los vivos a través de los sueños –
Explicó la Sra. Clark – Y no con todos los vivos. Sólo con los más sensibles.
- ¿A qué se refiere con eso, Sra. Clark? – Preguntó intrigada.
- Llámame Elena, por favor – Le indicó la mujer – Así se han llamado las
mujeres de esta familia durante generaciones. La mujer del banquero se llamaba
así y su hija, la que se ahogó, también.
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Antonia Arbona Pérez
- La madre de mi marido también se llama Elena, qué casualidad – María
tenía todavía su pregunta anterior en la cabeza – Perdone que insista pero... ¿A
qué se refería con lo de que sólo se comunican con los más sensibles?
Se refería a que normalmente se comunicaban con los niños o con
personas adultas que, como ella, no se conformaban con apartar de su mente los
chismorreos y buscaban más allá de sus narices, afirmó tajantemente la Sra. Clark.
Durante generaciones se habían comunicado con mucha gente, incluso con ella,
pero nadie hasta el momento había podido hacer nada por ellos. Por esa casa
habían pasado cientos de personas que decían poder ayudarles; videntes,
médiums, brujos, hasta estafadores y sinvergüenzas... pero no se habían obtenido
los resultados esperados. Seguían vagando en otra dimensión como almas en
pena.
María asintió, entendía perfectamente la situación y manifestó creer que
si los habían elegido a ellos sería porque confiaban en que les podrían ayudar. Esa
noche intentaría hablar con su hijo por si sabía cómo hacerlo. Antes de llegar a
aquel pueblo ya soñaba con ellos.
- Normalmente no eligen a las personas al azar – Siguió explicando la Sra.
Clark – Algo les ha llamado la atención de tu familia y, por supuesto, tu marido no
llegó a este pueblo por casualidad. Ni siquiera él decidió alquilar la casa
voluntariamente aunque crea que sí, ellos le han conducido hasta aquí, puedes
estar completamente segura de ello.
- Intentaré averiguar por qué nos han elegido – Afirmó María decidida –
Otra cosa; arriba, en el porche ¿queda alguna cosa que les perteneciera?
- Muchas – Respondió la mujer – Aunque lo he revisado todo a lo largo de
mi vida cientos de veces pero no he encontrado nada que me llamara la atención.
A lo mejor tú puedes, desde otro punto de vista, encontrar algo que yo no consigo
ver.
- ¿Existe alguna foto de los niños? – Continuó indagando la joven.
- No, nada de ellos. Solamente hay cuadros de los hijos que tuvieron aquí,
mis tatarabuelos, pero los tengo yo.
- ¿Puedo verlos?
- Sí, por supuesto.
La Sra. Clark se ausentó de la cocina y regreso con un cuadro de familia.
En el cuadro aparecía el banquero, su esposa, una niña de unos diez años y un
niño más pequeño con el pelo rizado y rubio, muy parecido a Sergio.
- Intentaré buscar algo con mi hijo, quizá descubra él alguna cosa que nos
sea de ayuda – Indicó María – Ahora debo irme, Sergio está apunto de salir del
colegio. Quizá otro día vengamos los dos.
- Os atenderé encantada - Se brindó la Sra. Clark – Ésta es vuestra casa.
- Adiós Sra. Clark... Elena – María se levantó y le tendió la mano a la
mujer – Me alegro de haberla conocido.
- Igualmente, adiós hija mía y que Dios os bendiga y os guíe en esta
misión – La mujer estrechó la mano de la joven entre las suyas.
Capítulo dieciséis
Cuando Sergio salió del colegio a mediodía, María le estaba esperando en
la puerta. Nada más verle le avasalló con todo tipo de preguntas sobre cómo le
había ido, si había conocido a otros niños, si se había hecho amigo de ellos. Sergio
le hizo saber con determinación que no se había enterado de nada, que se había
aburrido mucho y que sólo había disfrutado de la clase de dibujo y manualidades.
Su madre le animó a tener paciencia, ya vería como poco a poco les acabaría
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