LO OMINOSO EN LOS ELIXIRES DEL DIABLO DE E. T. A. HOFFMANN Bruno Cancio El 24 de enero de 1776 en Königsberg, capital de Prusia, nace Ernst Theodor Wilhelm Hoffmann, músico, pintor y uno de los máximos exponentes de la literatura fantástica alemana del siglo XIX. Artífice de una obra que escapó siempre a los tranquilizadores términos medios y poseedora de la virtud, reservada tal vez a unos pocos, de tocar ese punto que engendra las más disímiles pasiones y rara vez dejar indiferente a quien se atreve a aventurarse en ella. Denostado por Goethe, quien calificó su producción de “enfermiza”, considerándola mala influencia para los espíritus sanos. Admirado por Poe y Baudelarie, para los que ofició de capital influencia y alimento. Fuente de inspiración para una variadísima serie de artistas, desde Offenbach, quien compuso la ópera “Los cuentos de Hoffmann” tomando como material su vida y literatura, hasta Delibes, autor del ballet Coppélia sobre la base del famoso cuento “El hombre de la arena”. Hoffmann se nos presenta como apasionante paradigma de una época en la que el concepto de “vocación” o la idea de elección profesional aún no llevaban al humano a limitarse exclusivamente a una disciplina. Entre 1915 y 1916, luego de escribir la colección de cuentos fantásticos que incluye “El Hombre de la Arena”, publica en dos partes la novela Los elixires del diablo. Novela que hace que un estudiante en Göttingen se vuelva loco luego de su lectura, de acuerdo a lo narrado por Heine, quien no duda en calificar como el libro que “contiene las cosas más terribles y espantosas que pueda imaginar el espíritu humano”1. El propio Hoffmann define a su obra como inspirada por Oneiros, dios del sueño, y la describe de forma musical: […] la novela comienza con un grave sostenuto –mi héroe nace en el convento del Santo Tilo, en Prusia Oriental, y su nacimiento sirve de expiación al padre pecador– San José y el Niño Jesús aparecen, etc. Luego sigue un andante sost. e piano- la vida en el convento 1 Bravo-Villasante, C. El Alucinante Mundo de E. T. A. Hoffmann. Palma de Mallorca: José J. de Olañeta, Editor, 1992, p. 11. 1 donde toma el hábito –del convento sale hacia el bullicioso mundo– aquí comienza un allegro forte.2 Una visita al convento de los Capuchinos en Bamber que provoca una fuerte exaltación del “ánimo religioso” del escritor aparece como uno de los detonantes para la producción de la obra, remarcando el artista un significante en particular: “fantasía”. El interés de Hoffmann hacia la psiquiatría es señalado por sus biógrafos como antecedente de la novela. Entre su círculo de amigos íntimos se contaba al doctor Adalbert-Friedrich Marcus, administrador de las clínicas y hospitales públicos de Franconia y director del manicomio de Sankt Getreu, en donde será internado uno de los personajes del relato. Con Marcus, el escritor comparte noches de taberna, visitas a hospitales psiquiátricos así como la lectura y disertación acerca de una importante cantidad de tratados de psiquiatría, entre los que se destaca el clásico de Philippe Pinel “Traité medico-philosophique sur l´alienation mental”. Como buen romántico (aunque no faltan quienes cuestionan esta etiqueta) también se apasiona con todo lo referente a los sueños, el sonambulismo, las artes adivinatorias, el magnetismo animal y la magia3. Para quienes nos dedicamos al psicoanálisis, el mote de “maestro inigualado de lo ominoso en la creación literaria” que le atribuyera Freud ha quedado fuertemente ligado a su nombre. En su clásico artículo sobre “Lo ominoso”4, la mención de Freud a Los elixires del diablo es breve en comparación con el pormenorizado análisis que le dedica al cuento “El hombre de la arena”. Sobre la obra que nos ocupa, hace alusión a lo enredado y rico del contenido y a la dificultad de extractarlo, señalando la “perplejidad total” con la que suele quedar el lector al finalizarla. Se propone, por lo tanto, limitarse a tomar los elementos que son provocadores de “efecto ominoso” para indagar si los mismos son derivados de raíces infantiles. Es así que remarca dos grandes elementos. El primero de ellos lo constituye la presencia de dobles, situación que considera se ve acrecentada por: […] el salto de procesos anímicos de una de esas personas a la otra –lo que llamaríamos telepatía–, de suerte que una es coposeedora del saber, el sentir y el vivenciar de la otra; 2 Bravo-Villasante, C. Prólogo En: Hoffmann, E. T. A. Los elixires del diablo. Palma de Mallorca: José J. de Olañeta, Editor, 1995, p. 10. 3 Bravo-Villasante, C., op. cit., 1992. 4 Freud, S. 1919, op. cit. 2 la identificación con otra persona hasta el punto de equivocarse sobre el propio yo o situar el yo ajeno en el lugar del propio –o sea, duplicación, división, permutación del yo–.5 Como segundo aspecto ubica lo que nietzscheanamente llama “el permanente retorno de lo igual”; los mismos rostros, destinos, nombres y crímenes se repiten una y otra vez a lo largo de toda la novela. En relación a la figura del doble, Freud afirma que su “ominosidad” radica en el vínculo que el mismo posee con épocas “primordiales” ya superadas, tratándose de “un retroceso a fases singulares de la historia de desarrollo del sentimiento yoico, de una regresión a épocas en que el yo no se había deslindado aún netamente del mundo exterior, ni del Otro”.6 El eterno retorno de lo igual es relacionado con la compulsión a la repetición, noción introducida en 1914 con el texto “Recordar, repetir y reelaborar” y que vinculará años más tarde con la pulsión de muerte en “Más allá del principio de placer”. La compulsión a la repetición le daría a las denominadas “neurosis de destino” su carácter o halo “demoníaco”, venciendo al principio de placer y exteriorizando aspiraciones infantiles. Afirma, por ende, que lo ominoso radicaría en el hecho de “recordarnos” esa tendencia de fuerte raigambre infantil que actúa en nosotros de forma permanente. En su interesantísimo libro sobre El doble7, publicado en 1914, Otto Rank toma como elemento de análisis, entre otras obras, a Los elixires del diablo: La primera novela de Hoffmann… depende, para su efecto, de un parecido del monje Medardo con el conde Viktorin, ambos desconocedores de que son hijos del mismo padre. Este parecido lleva a extrañas complicaciones. El notable destino de estas dos personas es posible –y comprensible– sólo sobre la base de ese presupuesto místico. Como poseen una herencia patológica de su padre, los dos hombres se enferman mentalmente, estados cuya descripción maestra constituye el contenido principal de la novela. Viktorin, que enloquece luego de una caída, cree que es Medardo, y así se identifica con todo. Su identificación con Medardo llega tan lejos (la licencia poética, sin duda, debe tenerse en cuenta), que emite los pensamientos de éste; Medardo cree que se oye hablar a sí mismo, y que sus pensamientos más íntimos son expresados por una voz exterior a él.8 5 Ibíd., p. 234. Ibíd., p. 236. 7 Rank, O. El Doble. Bs. As.: JCE Ediciones, 2004. 8 Ibíd., pp. 24-25. 6 3 En el tercer capítulo del libro, Rank intenta capturar o aislar los rasgos psíquicos “característicos” que presentarían diferentes escritores decimonónicos que han abordado la temática del doble. Cataloga a sus personalidades como “decididamente patológicas”, sosteniendo que “en más de un sentido desbordaban inclusive el límite de la conducta neurótica en otros aspectos permitida al artista”9 y hace hincapié en rasgos que tendrían en común, tales como excentricidades en el comportamiento, en las relaciones sexuales y un consumo anormal de alcohol o narcóticos. En relación a Hoffmann, nos recuerda la personalidad “histérica” de su madre y el carácter nervioso y excéntrico del artista, que hacía variar con alta frecuencia sus estados de ánimo. Menciona también las alucinaciones, ideas compulsivas y delirios de grandeza, que el escritor experimentaba y solía transcribir a sus textos. Nos relata que con frecuencia, en los períodos en los que el autor se encontraba escribiendo acerca de la temática, solía experimentar temor a volverse loco y, por las noches, ver su propio doble aparecerse como imagen espectral. Concluye, por tanto, en la “constitución neuropática” del autor, constitución que “compartía con la mayoría de sus compañeros de adversidad”10. Entre estos compañeros incluye a otros escritores del siglo XIX que han abordado la temática del doble en sus obras, tales como Poe, Jean Paul, Maupassant o Dostoievski. Asevera que existiría una “estrecha relación psicológica” entre este grupo de escritores, derivada de una disposición patológica vinculada con el narcisismo, que produciría un interés anormalmente fuerte por su propia persona, una dificultad, cuando no incapacidad, para amar así como fuertes ansias de ser amado. La predilección por el tema del doble se explicaría, para Rank, por coincidencias psicológicas: “en el escritor, lo mismo que en su lector, aquí parece vibrar en forma inconsciente un factor sobreindividual, que otorga a estos motivos una misteriosa resonancia psíquica”.11 En este punto, se podría criticar en Rank la operación que he denominado como psicopatologización del autor a partir de su obra, en tanto que de elementos artísticos presentes en cuentos o novelas deriva conclusiones acerca de una constitución psíquica patológica que los explicaría. Pero Rank va un paso más allá y realiza una operación de generalización. El interés pasa a estar centrado en características comunes a ese grupo de artistas que han abordado una misma temática, llegando hasta el punto de mencionar lo 9 Ibíd., p. 51. Ibíd., p. 68. 11 Ibíd., p. 69. El resaltado en cursiva es mío. 10 4 “sobreindividual”. En el capítulo siguiente (capítulo cuarto), lo sobreindividual dará paso a la etnología y, Frazer mediante, el vínculo entre el doble y el narcisismo será buscado en los pueblos “primitivos”, el folclore y la mitología. Nos encontramos aquí con el Rank más próximo a su libro El mito del nacimiento del héroe12, en el que busca aislar el elemento común a diferentes mitos pertenecientes a diversas culturas. Frente a la propuesta de Rank de buscar lo general, lo común, llegando hasta la mención de lo sobreindividual, una posible respuesta sería la de resituar la apuesta psicoanalítica en el lugar de la singularidad. Podría plantearse que una lectura de ese tipo no pasaría por buscar o intentar “aislar” lo común del texto con otros textos similares o que abordan la misma temática, sino en detenernos en la irrepetible particularidad que está desplegando su escritura. Siguiendo a Allouch13, podríamos sostener la noción que asevera que “el paradigma de Freud es el caso”, orientando nuestra lectura del texto no a la generalización o al develamiento de una estructura psicopatológica subyacente que se concluiría del mismo, sino a un empeño que apunte a la más irreductible singularidad y al momento en el que el autor, sin saberlo, se adelanta y va más allá de los postulados teóricos con los que en psicoanálisis nos manejamos. La idea del artista como predispuesto a lo psicopatológico parece basarse en el mito romántico, tan caro al siglo XIX, del creador como loco o torturado. Mito fuertemente criticado por Nietzsche en La genealogía de la moral14, donde nos muestra su vinculación con el ideal cristiano de ascetismo y rechazo a lo terrenal. Un virulento aforismo lacaniano, proclamado en el seminario sobre El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica15 tal vez sirva para resituarnos: Hay que partir del texto, y a partir de él –así lo hace y aconseja Freud– como de un texto sagrado. El autor, el escriba, no es más que un chupatintas y está en segundo término… pido a ustedes que presten más atención al texto que a la psicología del autor: ésta es, en suma, la orientación de mi enseñanza. La mención a Los elixires del diablo hecha por Lacan en su seminario sobre La angustia16 es breve y realizada como “al pasar”. En la sesión del 5 de diciembre de 1952 12 Rank, O. El mito del nacimiento del héroe. Barcelona: Paidos, 1991. Allouch, J. Freud, y después Lacan. Bs. As.: Edelp, 1994. 14 Nietzsche, F. La genealogía de la moral. Barcelona: Alianza Editorial, 2006. 15 Lacan, J. Seminario: El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica. Bs. As.: Paidós, 2006. 16 Lacan, J. Seminario: La Angustia. Bs. As.: Paidós, 2006. 13 5 se encuentra trabajando lo ominoso (unheimlich) tomando la relación entre menos–phi, castración o falta a nivel imaginario no especularizable, y el objeto pequeño a (que acaba de aparecer en su enseñanza). Señala que Heim, lo familiar u “hogareño” en alemán, es representado por menos-phi. Lo ominoso (unhemilich) aparecería cuando falta la falta y, en el lugar en donde uno esperaba encontrar a menos-phi, aparece algo vinculado con el objeto a. Esta operación es ejemplificada con la clásica escena de “El hombre de la arena”, en la cual Nathaniel espía a Olimpia, muñeca creada por Coppelius, en el preciso momento en el que está siendo completada del elemento que le falta y que atraviesa todo el relato: el ojo. Y señala Lacan: “el ojo del que se trata no puede ser sino el del héroe”17; el ojo del propio Nathaniel, en tanto que objeto a, viene a taponear la falta imaginaria. Algo vinculado con un a aparece en el lugar en el que se esperaba encontrar la castración. A continuación, recomienda la lectura de Los elixires del diablo, y lo hace a través de una extraña paráfrasis de Freud: Resulta significativo de no sé qué embarazo – sin duda ligado al hecho de que era la primera vez que el arado entraba en esta línea de la revelación de la estructura subjetiva– , que Freud nos dé esta referencia desordenadamente. Dice algo así –Lean “Los Elixires del Diablo”, no puedo decirles hasta qué punto es completo, hasta qué punto se encuentran allí todas las formas posibles del mecanismo, hasta qué punto se explicitan todas las incidencias en las que puede producirse la reacción de lo unhemlich. Manifiestamente, no se adentra más, como desbordado por el carácter en efecto lujuriante de esta breve novela.18 Lo curioso de este pasaje radica en que Lacan le hace decir a Freud algo que jamás enunció. Freud en ningún momento afirma que Los elixires del diablo sea completo ni que muestre “todas las formas posibles del mecanismo” de lo ominoso. Esa aseveración corre por cuenta de Lacan, quien tampoco se adentra demasiado en la “lujuriante” novela. En relación a la misma, nos muestra como en ella el deseo del monje Medardo, que en tanto deseo es desde siempre deseo del Otro, en este caso es deseo en el otro, quedando el protagonista como objeto y exiliado de su subjetividad. El acceso al deseo de Medardo pasará por sustituirse en la figura de su doble. 17 18 Ibíd., p. 58. Ibíd., p. 58. 6 Pues bien, ha llegado la hora de intentar adentrarnos en la novela, en este texto inspirado por Oneiros, cuya trama Lacan catologó de entreverada y Freud de poco comprensible. Francisco, quien más adelante será conocido como hermano Medardo, capuchino de un monasterio ubicado en la Prusia Oriental, tiene un particular nacimiento. Su padre, un criminal y asesino atraído por Satanás, muere en el momento del alumbramiento de su hijo, cuando se encontraba realizando severas penitencias para expiar sus pecados. El primer encuentro de Medardo con su doble se da a temprana edad: “Algunas veces el anciano traía consigo a un niño hermosísimo que tenía mi edad. Nos sentábamos en la hierba acariciándonos y besándonos”.19 Vínculo que aún no está marcado por lo ominoso, en el que la relación con el doble adquiere el carácter de intercambio homoerótico, vivido de forma apacible y placentera. Es allí que hace aparición por primera vez la figura del pintor: Recuerdo de este modo, como si la estuviera viendo en la iglesia desierta, la extraña figura de un hombre serio. Se trataba, precisamente, del pintor forastero que apareció antaño, cuando se estaba construyendo la iglesia, y que, sin que nadie entendiese su idioma, se puso a pintarla con mano hábil y ligera, dejándola maravillosa en poco tiempo, para desaparecer cuando la hubo acabado.20 Siendo aún joven, nuestro protagonista ingresa al monasterio de los “Capuchinos de B…” en donde toma del santo el nombre de Medardo. Una princesa lo amadrina, convirtiéndose en su protectora. Su doble continúa apareciéndosele de forma mística a través de visiones extáticas, descriptas como regocijantes y maravillosas: “…aparecía el niño prodigioso, entre lirios, y me preguntaba: ¿Dónde has estado tanto tiempo, Francisco? Tengo muchas flores muy hermosas que te regalaré si te quedas conmigo para toda la vida”.21 Lo ominoso continúa sin emerger en el relato, pero una cosa es cierta… Medardo tendrá que permanecer unido a su doble por el resto de su vida. La libación por parte de Medardo de Los elixires del diablo, vino que San Antonio obtuvo del mismísimo Satanás y que se encontraba guardado en el monasterio en forma de reliquia, provoca un giro en la novela. 19 Hoffmann, E. T. A. Los elixires del diablo. Palma de Mallorca: José J. de Olañeta, Editor, 1995, p. 21. Ibíd., p. 21. 21 Ibíd., p. 26. 20 7 Medardo comienza a predicar en la iglesia durante los días festivos, convirtiéndose en un gran orador. Los fieles se agolpan en la puerta del monasterio para escuchar sus sermones, hecho que lo llena de orgullo y felicidad: “parecía como si una locura religiosa se hubiera apoderado de la ciudad; con cualquier pretexto, aun los días corrientes, todos se dirigían al Monasterio para ver y hablar al hermano Medardo”22 . Estar ubicado en el lugar del deseo del Otro23, aparece como la posición subjetiva que adopta Medardo en ese momento. Mediante sus dotes oratorias, busca exhibirse como el falo refulgente que completaría al Otro. Los fieles, la princesa y hasta el propio dios, aparecen como un Otro deseante al que capturar con su brillo: “Yo tenía ardientes deseos de mostrar mis luces ante la Princesa”.24 Sin haber escrito nada, yo tenía ordenadas en mi memoria las partes del sermón y contaba con el entusiasmo que despertaría en mí el sagrado oficio, la devoción del pueblo reunido y la magnífica iglesia abovedada.25 Más adelante expresa: Tenía, pues, gran interés en saber lo que diría la princesa; era grande mi deseo de conocer la expresión de su contento al recibir a aquel que, siendo niño, ya le había llenado de asombro y hecho presentir su superioridad.26 [ y ] De esta manera, fue tomando cuerpo en mí la idea de que era un escogido del Cielo.27 Su madre y la princesa rechazan su discurso, y le escribe esta última, frustrando a Medardo y dejándolo en un estado de desasosiego. La orgullosa vanidad de tu sermón, tus evidentes esfuerzos para decir algo brillante y sorprendente, me han demostrado que, en vez de instruir a la comunidad y despertar devotas reflexiones, sólo has buscado el aplauso y la admiración del mundo…28 22 Ibíd., p. 40. Lacan, J. Seminario: La Relación de Objeto. Bs. As.: Paidós, 2001. 24 Hoffmann, E. T. A., op. cit., 1995, p. 47. 25 Ibíd., p. 47. 26 Ibíd., p. 48. 27 Ibíd., p. 40. 28 Ibíd., p. 48. 23 8 Pero la trama dará otro vuelco con la aparición de un particular objeto de deseo que lo sacará del monasterio y provocará un quiebre irreversible en su vida. De repente, oí un murmullo a mi lado y vi a una doncella delgada y de gran estatura que, vestida de manera extraña y con un velo que le cubría el rostro, se acercaba a mí con intención de confesarse… Sentí su respiración ardiente y noté como si me sofocase un hechizo embriagador antes mismo de que comenzara a hablar. ¿Cómo podría describir yo el tono singular, penetrante, íntimo de su voz?... Cada una de sus palabras me producía gran emoción.29 Aurelia, como más adelante nos enteraremos que se llama la joven, le confiesa su amor, dejándolo “en tal estado de tensión nerviosa que parecía que iba a sufrir un ataque. Me sentía fuera de mí; un sentimiento desconocido desgarraba mi pecho”.30 Medardo, descentrado de su imagen yoica, es movido por un incontrolable y no volitivo deseo que lo descoloca, desarma la autoimagen que hasta ese momento reaseveraba y lo hace a abandonar el monasterio y lanzarse al mundo. Cerca de un bosque de abetos se produce un nuevo encuentro con su doble. Nuestro personaje se topa con un joven idéntico a sí mismo que, vestido de uniforme, duerme pendiendo de un abismo. Se acerca a despertarlo y lo hace caer y estrellarse con las rocas y peñascos. Este pasaje bien podría servir de ilustración a unos de los puntos desarrollados en el clásico artículo de Lacan acerca del estadio del espejo31. La lógica paranoide de “o bien tú o bien yo”, propia de lo especular, hace que un yo no pueda coexistir con su doble, no hay lugar para ambos, por fuerza uno debe desaparecer. Medardo, “sin darse cuenta”, asesina a su doble y al adentrarse nuevamente en el bosque de abetos… lo suplanta. Se encuentra allí con un hombre vestido de cazador que lo confunde con el conde Victorino, doble a quien Medardo acaba de matar. El conde planeaba disfrazarse de capuchino para ingresar de incógnito a un palacio, por lo que Medardo adquiere la identidad de Victorino y se adentra en el castillo para pasar a vivir una folletinesca aventura. En el palacio se desarrolla una curiosa intriga en la cual Medardo es confundido con el conde Victorino (su doble) por el personaje de la baronesa, maquiavélica cortesana 29 Ibíd., p. 49. Ibíd., p. 50. 31 Lacan, J. El estadio del espejo como formador de la función del yo (je) tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica En: Escritos 1. Bs. As.: Siglo Veintiuno Editores, 2002. 30 9 que cree que el protagonista ha llegado para establecer con ella una relación amorosa secreta; pero, a su vez, es reconocido por otros personajes como el famoso capuchino Medardo. Comienza a establecerse allí un clima ominoso que amenaza con enloquecer a nuestro personaje. La “escisión de su yo” genera angustia y confusión en Medardo: ¡y así soy para él en realidad el que soy!... Pero la relación que Victorino tiene con la baronesa viene a mi mente, pues también yo soy Victorino. Soy lo que parezco, y no parezco lo que soy: ¡Para mí mismo soy un enigma indescifrable, y mi yo está escindido!32 La escisión que nos refiere Medardo en este punto dista de la que describen Freud en su artículo “La escisión del yo en el proceso de defensa”33 o Melanie Klein a lo largo de su vasta obra. Lo que parece enloquecer al desdichado personaje es la coexistencia de él y su doble en completa unión, del reflejo especular y el yo en el mismo sitio, a y a´ (si nos remitimos al álgebra lacaniana) aplastados en un preciso lugar y sin que medie la más ínfima separación. Confusión que provoca desesperación y que nos muestra una variante de lo ominoso específicamente imaginaria. En su catálogo de emociones y afectos vinculados a lo especular, Lacan describe el júbilo, la fascinación, lo paranoide, la captura alienante y la tensión agresiva34. Hoffmann, yendo un paso más allá, en su “completa” novela, nos presenta un momento en que un sentimiento de ominosidad se desprende específicamente del registro de lo imaginario. No es la aparición de algo que hace de objeto pequeño a en el lugar de la falta imaginaria lo que está en juego en este punto, sino específicamente la dialéctica del espejo produciendo una angustia vinculada con lo siniestro. Al día siguiente del mencionado episodio, en el momento y lugar más inesperado, sin que el protagonista pueda dar crédito a lo que está viviendo, reaparece Aurelia, su objeto de deseo. Es allí que nos encontramos con uno de los mecanismos descriptos por Freud, que atravesará toda la novela: la repetición continua de elementos. Aurelia reaparecerá una y otra vez, ominosamente, a lo largo de la obra. Pero no es exclusivamente la repetición, podría aventurarse, lo que causa el efecto siniestro en este caso. La repetición sigue un ritmo preciso, una cadencia. Aurelia reaparece al ritmo de un compás o partitura. Hasta casi podría escribirse en un pentagrama la métrica con la 32 Hoffmann, E. T. A., op. cit., 1995, p. 69. Freud, S. (1938). La escisión del yo en el proceso de defensa En: Sigmund Freud, Obras Completas, T. XXIII. Bs. As: Amorrortu Editores, 1996 34 Lacan, J., op. cit., 2002. 33 10 que, bajo las más variadas formas y en los más insospechados lugares, emerge el objeto de deseo. Freud definía su propio temperamento como antimusical y confesaba no poder disfrutar cuando no lograba comprender qué le estaba produciendo un determinado efecto estético.35 Hoffmann, músico/escritor, explicitó el haber escrito la obra que nos ocupa como si se tratase de una pieza musical. Y es apasionante realizar una notación de las reapariciones oníricas, pictóricas, reales o alucinadas, de Aurelia a lo largo de la novela. Las mismas se producen siempre en el entorno de la mitad de cada capítulo, generando una rítmica especial. Claude Chabrol hablando de su concepción del guion cinematográfico nos dice: Pero esa dramaturgia debe tener en cuenta, en la medida de lo posible, los elementos rítmicos y musicales que la película exige. Creo que enseguida hay que ejercitarse en planteamientos como estos: –Ahora toca una escena muy lenta, tengo que forzar un tanto el ritmo–; o, al contrario: –Tengo que ir si hace falta hasta un punto muerto– A realizar el guion en términos rítmicos se aprende de verdad con el tiempo: es la relación existente entre la rítmica y la dramaturgia”. 36 En la misma línea, Cortázar en su famosa entrevista realizada por Soler Serrano para el programa “A Fondo”, afirmaba que reescribía cualquier cuento si no hallaba en el mismo determinado ritmo; determinado “swing”, podríamos aventurar en su caso. A la repetición de elementos como productor de lo estético ominoso le agregaríamos, a la hora de analizar esta novela, el factor rítmico con el que la misma se produce. La trama prosigue con el asesinato por parte de Medardo de la baronesa y Hermógenes, su hijastro loco. Pareciera que es una fuerza sobrenatural ubicada por encima del protagonista la que lo lleva a realizar el crimen. Al huir del palacio, ríe sardónicamente y exclama: – ¡Insensatos! ¿Queréis prender al destino, que ya ha juzgado al asesino?–… Pero… he aquí que, de pronto, tuve una visión horrible… Ante mí se hallaba la figura ensangrentada de Victorino, y no yo, sino él, era quien había pronunciado mis últimas palabras.37 35 Gay, P. Freud. Una Vida para Nuestro Tiempo. Barcelona: Paidós, 1989. Chabrol, C. Cómo se Hace una Película. Madrid: Alianza Editorial, 2004, pp. 16-17. 37 Hoffmann, E. T. A., op. cit., 1995, p. 88. 36 11 Con la misma cadencia con la que reaparece Aurelia a la largo de la novela reaparecerán también la figura del pintor y el doble de Medardo. Mientras que el primero lo hará siempre de forma similar, teñido del mismo halo fantasmagórico, el doble reaparecerá bajo diversas facetas, mostrándonos en cada una de ellas una variante del repertorio de efectos siniestros que puede generar lo especular. La siguiente aparición se da mientras Medardo se encuentra hospedado en la casa de un guardia forestal, luego de la huída del palacio. Su doble se le presenta vestido de capuchino y completamente loco. Un elemento a resaltar es el efecto enloquecedor que pasará a producir a partir de este punto el encuentro con el doble. Siempre que se encuentren, uno de los dos estará loco, ambas figuras no pueden coexistir en la cordura. Pareciera que si la insinuación del doble resulta ominosa, la coexistencia aparece como enloquecedora. Pensamientos, recuerdos y vivencias se intercambian o transfieren entre Medardo y su doble Victorino, por momentos Victorino pasa a ser tomado por la psique de Medardo, por momentos Medardo adopta el yo de Victorino. Podría aventurarse que parte de la generación de ese efecto siniestro que Freud describió como de “intercambio y saltos de una persona a la otra” pasaría por el hecho de mostrarnos la fragilidad de nuestro yo, cuan débil es en realidad nuestra separación del otro, cuan tambaleante e ilusorio resulta nuestro asegurador ideal de unidad y autonomía. Quizás lo ominoso se produzca por tocar ese punto de debilidad constitutiva en lo que concierne a nuestra separación del semejante (ese grado de independencia infinitamente menor que el que desearíamos detentar), que el discurso psiquiátrico y psicoanalítico quiso muchas veces mantener alejado, reservándolo exclusivamente a quienes denominó como pacientes psicóticos o borderline. Cuando Medardo es finalmente apresado y se encuentra en la torre, a la espera del juicio por los asesinatos cometidos en el palacio, su doble adopta la apariencia de una alucinación pesadillesca que lo acosa y atormenta. Otra variante de lo especular, en este caso terrorífica y generadora de locura, se presenta en esta instancia: Por último, escuché que me llamaban con una voz horrible, temblorosa y ronca: “¡Me… dar… do! ¡Me… dar… do!” ¡Me quedé helado! Procuré serenarme y dije: “¿Quién está ahí? ¿Quién está ahí? Se rieron en alto y luego, gimiendo y golpeando, volvieron a balbucear: “Me… dar… do… ¡Medardo!” Me incorporé diciendo: “¡quien quiera que seas, si eres un fantasma, hazte visible a mis ojos para que pueda verte y cesa en tus tristes 12 risas y golpes!”… Así grité en la profunda oscuridad, pero, bajo mis pies, oí que golpeaban y balbuceaban: “Hi, hi, hi… hihihhi… hermanito… hermanito… Me… dar.. do… aquí estoy… ábreme… vámonos al bosque”. Entonces me pareció que la voz resonaba cavernosa en mi interior. Era una voz conocida que ya había oído otra vez, aunque no tan temblorosa ni entrecortada. Sí, con espanto, creí percibir el mismo tono de mi voz. Involuntariamente, como si tratase de probar si lo era, balbuceé: “¡Medardo… Me.. dar… do!” Volvieron a reírse, pero con risa burlona y horrible. Yo grité: “Her… ma… ni… to… her… ma… ni… to… ¿me conoces… conoces? ¡Ábreme… vamos al bosque… al bosque!” “¡Pobre loco –oí que decía con voz sorda–, pobre loco, no puedo abrirte, no puedo ir contigo al bosque… y respirar el aire primaveral que sopla ahí fuera ¡estoy encerrado en una cárcel espantosa, como tú!”. Se oyó gemir, con llanto inconsolable, y fueron haciéndose cada vez más débiles los golpes, hasta que callaron, se apagaron…38 En este momento, la aparición alucinada del doble adopta un mecanismo similar al descripto por Lacan en la sesión del 16 de noviembre del 1955 de su Seminario sobre Las Psicosis39. El sujeto se encuentra totalmente identificado a su yo (en tanto moi), habla desde una posición en la que está pegado al mismo, produciéndose por tanto la alucinación mediante una modalidad especular. Lacan afirma en ese pasaje que “…en el sujeto normal hablarse con su yo nunca es plenamente explicitable, su relación con el yo es fundamentalmente ambigua, toda asunción del yo es revocable”.40 La “ambigüedad” de la relación con el yo propia del habla “no psicótica” está en este momento abolida, Medardo habla desde un lugar de pegoteo absoluto con su yo (moi), trayendo como consecuencia la confusión alucinatoria entre sus enunciados y los de su doble especular, las palabras pueden provenir indistintamente de su yo o de la imagen del mismo (i(a)) mediante una alucinación en espejo: “el sujeto literalmente habla con su yo, y es como si un tercero, su doble, hablase y comentase su actividad”.41 La historia prosigue con Medardo atormentado en la mazmorra. Pero en el momento en que está por ser declarado culpable y condenado a muerte, su doble hace aparición en el pueblo; loco, vestido como capuchino, confiesa haber cometido los asesinatos ni bien es interrogado. Nuestro personaje es dejado en libertad… y reaparece Aurelia, esta vez confesándole su amor. 38 Ibíd., p. 179. Lacan, J. Seminario: Las Psicosis. Bs. As.: Paidós, 2009. 40 Ibíd., p. 26. 41 Ibíd., p. 27. 39 13 Aurelia y Medardo planean casarse y ha llegado el día señalado para la celebración. Mientras aguardan ante el palacio ven pasar la carreta del verdugo que lleva al doble de Medardo rumbo al lugar en el que será ejecutado. El doble, al ver a Medardo exclama: “–Novio… novio!... ¡Ven. Ven al tejado… al tejado… allá lucharemos y el que tire al otro será el Rey y beberá la sangre!”42 . Aurelia se sobresalta y abraza a su prometido pero “los espíritus infernales” hacen que éste tome a su novia de forma violenta, confiese a gritos sus crímenes, la apuñale y huya. “Eché a correr escaleras abajo, crucé el pueblo en dirección a la carreta, la alcancé, agarré al monje y le tiré al suelo… Emprendí la fuga, siempre perseguido de cerca”. Medardo se adentra en el bosque perseguido por su doble, entabla lucha con él, pero consigue escapar. Finalmente, acaba en un monasterio que se encarga de la curación de enfermos, en donde realiza un largo proceso de expiación de sus pecados. Allí, mediante una entreverada historia que escucha de boca de un monje, se entera que su doble había sobrevivido a la caída del precipicio del bosque de abetos y adoptado su personalidad: “Es cierto que Victorino fue salvado de manera maravillosa del abismo donde le arrojaste, que él era el monje loco que acogió el guarda forestal, que te persiguió como tu doble y murió aquí, en el Monasterio”.43 Lee unos papeles dejados por el misterioso pintor que reaparece a lo largo de toda la obra, en los que se narra la historia de la familia de Medardo. Ahí nos enteramos de la existencia de una extraña saga familiar en la que se repiten nombres, relaciones y crímenes. El pintor que reaparece a lo largo de toda la novela no es otro que su tatarabuelo, que posee su mismo nombre: Francesco. De hecho toda la línea de descendencia hasta Francisco (el capuchino Medardo) ha recibido los mismos nombres: Francisco, Francesco o Franz. Medardo y su doble Victorino son hermanos y Aurelia también posee un vínculo de consanguineidad con la familia. A lo largo de generaciones los mismos crímenes se han repetido y el mismo vínculo con los elixires del diablo, el vino otorgado a San Antonio por Satanás, los ha obligado a realizar acciones y crímenes más allá de su voluntad, llevándolos a un mismo destino, del que ninguno ha podido escapar. Es la sobrenaturalmente obligada repetición de un destino familiar lo que hace que Medardo intente asesinar a Aurelia en la noche en que iba a desposarla. Nos encontramos allí con uno de los rasgos que Freud señala como productor de ominosidad: lo idéntico se repite de generación en generación, una y otra vez con un aire “demoníaco”. 42 43 Hoffmann, E. T. A., op. cit., 1995, p. 287. Ibíd., p. 287. 14 Pero Hoffmann, como suele hacerlo el artista, va un paso más allá, mostrándonos un mecanismo de producción de efecto ominoso no presente en la exhaustiva descripción freudiana: “Pero yo mismo me sentía juguete del misterioso y malvado poder que me tenía encadenado con lazos indisolubles, de suerte que, creyendo ser libre, sólo me movía en la jaula donde me hallaba encerrado sin salvación”44 , relata Medardo. Una lectura detenida de la novela nos muestra que tal vez el elemento siniestro por excelencia que se repite en la entreverada historia del capuchino se vincula con el hecho de ser controlado por una fuerza ubicada más allá de él, que restringe su libertad de acción y de la que no hay forma de escapar. Tal vez lo más inquietante a lo que pueda enfrentarnos esta obra es a ese punto en el que algo que está más allá de nosotros limita nuestro libre albedrío, coarta nuestra pretensión de autonomía, nos enfrenta a lo dudoso de nuestra preciada ilusión de libertad. El hacernos tomar conciencia, de forma fugaz y dosificada, del efecto que el gran Otro ejerce sobre nosotros, efecto que preferimos olvidar en nuestra vida cotidiana, provoca una incomodidad a la que es difícil ser ajeno. Pareciera que lo más terrible de Los elixires del diablo radica en mostrarnos ese punto de sujeción a algo que está más allá del yo, que nos precede y determina y que preferimos ignorar, frente al cual no hacemos más que intentar rebelarnos una y otra vez… Quizás el propio psicoanálisis no sea otra cosa que uno de los más enérgicos y desesperados intentos por luchar contra ese dominio. El contacto con la sensación de sujeción al gran Otro produce angustia y genera un efecto ominoso por excelencia. Y pareciera ser la locura, tal como se lo muestra en la presente novela, el estado en donde se toma más radical conciencia de la misma. 44 Ibíd., p. 129. 15