Latinoamérica: Surgimiento del orden neocolonial

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HISTORIA ARGENTINA Y LATINOAMERICANA
Unidad 3 - 1862 – 1890. Conformación de las Repúblicas Oligárquicas
Latinoamérica: Surgimiento del orden neocolonial
A mediados del siglo XIX se comienza a delinear lo que muchos historiadores califican como
“nuevo pacto colonial”.
Ese nuevo pacto colonial transforma a Latinoamérica en productora de materias
primas para los centros de la nueva economía industrial, así como de productos
alimenticios para dichos centros.
Por otro lado, la hace consumidora de la producción industrial de esas áreas, no solo de bienes de
consumo (textiles, por ejemplo) sino también, y cada vez en mayor medida, de los bienes de capital
(maquinarias, transporte) así como combustibles.
Las nuevas funciones de Latinoamérica en la economía mundial son facilitadas por la adopción de
políticas librecambistas y de reformas liberales.
En lo político, los países latinoamericanos comenzaron a organizar sus Estados nacionales. El orden
interno se fue alcanzando lentamente en cada uno de los territorios.
Los diferentes acuerdos políticos ayudaron a
superar la conflictiva relación
entre los gobiernos
centrales y el interior. El objetivo era garantizar la integración de cada país a la economía mundial.
La característica de los regímenes políticos que se formaron fue una convivencia entre
políticas liberales y conservadoras, sobre modelos republicanos oligárquicos.
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Algunos casos nacionales
México: el estado liberal. Benito Juárez y Porfirio Díaz
Benito Juárez García nació en San Pablo Guelatao, Oaxaca, el 21 de marzo de 1806. Sus
padres fueron los campesinos indígenas Marcelino Juárez y Brígida García. Ellos fallecieron
cuando Benito tenía 3 años de edad, por lo que fue criado por sus abuelos y trabajó como
pastor hasta los 12 años. Entonces partió rumbo a la Ciudad de Oaxaca, para trabajar y
estudiar. Con mucho esfuerzo se tituló de abogado en 1834, y empezó a trabajar defendiendo
a los indígenas. Paralelamente enseñó en el Instituto y logró ocupar puestos importantes en
Oaxaca.
En 1847, fue elegido diputado federal y se trasladó a Ciudad de México donde afianzó sus
relaciones con los liberales. En 1853, fue expulsado a Cuba por el dictador López de Santa
Anna, pero regresó en 1855 gracias al presidente Juan N. Álvarez que lo nombró Ministro de
Justicia e Instrucción. Desde este cargo recortó los privilegios del clero y el ejército.
En 1858, se convirtió en Presidente de México. Sus medidas más importantes fueron: la
nacionalización de los bienes del clero; organización del Registro Civil; establecimiento del
matrimonio civil, como única forma de constituir la familia; trato igual para todos los cultos,
los cuales deberían celebrarse en el interior de los templos; y, secularización de los
cementerios. Logró derrotar la dura oposición de los conservadores en 1860 con la ayuda de
Estados Unidos.
Pero en 1862 los franceses -reclamando el pago de la deuda externa- invadieron México e
impusieron como emperador a Maximiliano de Habsburgo. Entonces Benito Juárez lideró la
resistencia. Sus tropas derrotaron al usurpador y lo fusilaron en 1867. El mismo año fue
reelegido como Presidente de la República. En esta nueva etapa Benito Juárez expandió la
educación gratuita y laica por todo el país. También se esforzó por implementar ferrocarriles y
telégrafos. En 1871, postuló nuevamente a la presidencia y resultó ganador. Entonces se
sublevaron Lerdo de Tejada y Porfirio Díaz acusándolo de fraude electoral, pero fueron
derrotados en 1872.
En el año 1876 Porfirio Díaz protagonizó una prolongada serie de acciones militares y derrocó
al presidente Sebastián Lerdo de Tejada, asumiendo la presidencia de la República. Según la
Constitución Mexicana, no podía permanecer en la presidencia durante dos mandatos
consecutivos por lo que tuvo que renunciar en 1880 aunque continuó en el gobierno como
secretario de Fomento. Fue reelegido en 1884 y consiguió la aprobación de una enmienda a la
Constitución que permitía la sucesión de mandatos presidenciales, permaneciendo en el poder
hasta 1911.
Durante su mandato, la economía de México se estabilizó y el país
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experimentó un desarrollo económico sin precedentes: se invirtió capital
extranjero en la explotación de los recursos mineros del país; la industria
minera,
la
textil
y
otras
experimentaron
una
gran
expansión; se
construyeron vías férreas y líneas telegráficas; y el comercio exterior
aumentó. Por otra parte, los inversores extranjeros agotaron gran parte de
la riqueza del país, casi todos los antiguos terrenos comunales (ejidos) de
los indígenas pasaron a manos de un pequeño grupo de terratenientes, y se
extendió la pobreza y el analfabetismo. Las manifestaciones del descontento
social fueron reprimidas duramente hasta que se produjo la Revolución de
1911, encabezada por Francisco I. Madero. Díaz fue obligado a dimitir y a
abandonar el país.
Brasil: Independencia y expansión
En 1807, la corte portuguesa de la casa Berganza tuvo que huir a Brasil cuando
las tropas de Napoleón invadieron su país. Nace entonces el Reino Unido de
Portugal, Brasil y Algarve.
A pesar del desalojo de las tropas francesas desde 1813, la corte no se decide a retornar a
Portugal, permaneciendo en Brasil como cabeza del imperio colonial. En 1820 una revolución
liberal estalla en Portugal, el rey Juan VI decide retornar al continente europeo, dejando a su
hijo Pedro como regente de Brasil. La ruptura fue acelerada por la disuión de tendencias
republicanas en Brasil y por la intensión dominante en las cortes portuguesas de devolver a
Brasil su situación de subordinación colonial a la metrópoli. Mientras tanto, el regente don
Pedro ensayaba una política intermedia: la guerra de independencia se libraba de modo
informal entre las tropas portuguesas y las brasileñas en el nordeste del país. Finalmente,
ante las exigencias de las cortes portuguesas al regente don Pedro a volver a la obediencia a
la metrópoli y al rey, don Pedro proclamó la independencia en Ipiranga (7 de septiembre de
1822). Es el único proceso independentista sudamericano resuelto sin largas luchas
emancipadoras. Hubo patriotas que pagaron con su vida en siglos precedentes en conatos
independentistas, pero ninguno de ellos logró la trascendencia necesaria para poner en riesgo
la preeminencia portuguesa. De esta manera nacía el Imperio de Brasil, que salvaba la unidad
de la América portuguesa, no sin dificultades:
En 1824 en el nordeste estalla un alzamiento que proclama una confederación republicana,
sofocado al poco tiempo. Simultáneamente estalla la guerra en el sur, en la Banda Oriental,
provocada por la decisión del gobierno de Buenos Aires de apoyar a los orientales para
desalojar a los brasileños, que ocupaban ese territorio desde 1821. Hacia 1828, Brasil había
sido derrotado, pero una hábil maniobra diplomática y la alianza con los ingleses le permitió
lograr sus objetivos estratégicos al obtener la independencia uruguaya y garantizar el tránsito
internacional por el Río de la Plata.
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En 1831 don Pedro 1 decide trasladarse a Portugal, a luchar contra la rebelión absolutista de
don Miguel y asegurar la sucesión para su hija María de la Gloria. Su retiro marca el comienzo
del imperio parlamentario. Entre 1831 y 1840 la regencia iba a intentar frenar el porceso
centrífugo, mientras enfrentaba disidentes en el norte y en el sur (desde 1835 Río Grande do
Sul está en guerra civil). En 1840 don Pedro II llega a la mayoría de edad y se hace cargo del
imperio, con el apoyo de los sectores liberales. En 1845 es vencida la revolución
riograndense, y en 1848 es sofocada la rebelión nordestina. Desde entonces, la Corona iba a
equilibrar la rivalidad de los partidos y el parlamento proporcionaría el espacio de acción de
una élite comprometida con la unidad nacional y el desarrollo económico basado en la trata
de esclavos: la paz era esencial para los terratenientes azucareros del norte y los cafetaleros
cariocas y paulistas.
Sofocadas las revueltas en el sur, el imperio reorienta las fuerzas separatistas de los
riograndenses hacia la expansión: entre 1850 y 1870 los dirigentes de Río Grande do Sul
forzarán al imperio a involucrarse en los conflictos del Río de la Plata: En 1851, en alianza
con el gobierno colorado uruguayo y las provincias argentinas de Entre Río y Corrientes
interviene en el derrocamiento de Juan Manuel de Rosas. Y en 1864 la guerra con Paraguay
(que se desarrollaremos más abajo).
La Guerra de Paraguay inauguró la crisis del imperio liberal. La ruptura entre el mariscal de
Caixias, jefe de las fuerzas brasileñas combatientes en Paraguay y el gabinete liberal, dio por
resultado la caída de éste y el retorno al gobierno de los conservadores, apoyados por Don
Pedro II. Pero el apoyo de Pedro II al mariscal de Caixias no le garantiza en control de las
fuerzas armadas. Un ejército profesional formado por una generación de oficiales que
encuentran en la ideología positivista la respuesta a lo que creen es el problema del imperio:
una clase política demasiado elitista y anticuada. Se configura así un republicanismo militar.
El republicanismo, cada vez más popular en el ejército, se había difundido en la provincia que
estaban al frente de la expansión cafetalera: San Pablo; en Minas Geraes, el liberalismo se
alejaba de su apoyo a la corona. Finalmente, el republicanismo ganó un adepto de
excepcional importancia: el mariscal Deodoro da Fonseca, que mantenía el orden en el
ejército para los conservadores. Un golpe militar que no encontró resistencia derribó en 1889
la monarquía: el ejército y las élites del Brasil central, donde se estaba desarrollando la
expansión del café, eran los beneficiarios del cambio institucional.
La república brasileña, que inscribió en su bandera el lema positivista de “Orden y
Progreso”, significó la alineación de Brasil sobre el modelo de regímenes
oligárquicos apoyados en el ejército, común al resto de Latinoamérica.
El Brasil del café no iba a necesitar de la esclavitud, la inmigración europea iba a cubrir en
parte sus necesidades de mano de obra: a plazo más largo será la expansión demográfica la
que asegurará la disponibilidad de una mano de obra abundante y barata. También Brasil
ingresaba de esta manera en los ciclos de crecimiento y crisis del orden neocolonial.
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Argentina: Formación del Estado Nacional
Introducción
Tras el triunfo de Mitre en Pavón, se inició un nuevo período en la historia política
de la Argentina. Se trata del primer presidente electo de acuerdo con la
Constitución de 1853, cuya legitimidad no obstante dejaba lugar a dudas.
Su gobierno se identificó con los intereses de la provincia de Buenos Aires, a los que trata de
hacer prevalecer sobre los del Interior del país. El mitrismo – con su nuevo partido, el
nacionalista, que de nacional tenía poco- que ya había propugnado por la secesión de Buenos
Aires en 1852, fue definido por un historiador, Milciades Peña(1), como la “Restauración del
rosismo sin Rosas”.
Mitre volvió a someter a un país ahora unificado a los intereses del puerto de Buenos Aires.
Durante su presidencia el país fue entregado sistemáticamente al capital extranjero, en forma
de “inversiones” en el sector servicios. Destinadas estas a aumentar la productividad de la
producción agropecuaria (ferrocarriles) del sector pampeano, estaban en abierta consonancia
con los intereses de la oligarquía portuaria, pues ocupaban un nicho – el de las inversiones –
que la clase terrateniente se había negado a ocupar.No obstante, no consiguió imponer su
“orden” al Interior del país: su mandato coincidió con las últimas sublevaciones federales
(Peñaloza, López Jordán), tratando de embarcar al conjunto de la nación en un conflicto
externo, la guerra del Paraguay, para unificar el frente interno (2). Este conflicto, conocido
como “Guerra de la Triple Alianza” (por haber estado la Argentina aliada al Brasil y al
Uruguay en el mismo), fue sumamente impopular a tener que luchar contra una nación
hermana, y marcó un período de crisis, provocado tanto desde el ámbito internacional como
desde el local, y ocasionado ante todo, por los gastos de guerra.
(1) Peña, Milciades: La Era de Mitre: de Caseros a la guerra de la Triple Infamia, Buenos Aires,
Ediciones Fichas, 1975 p 7.
(2) Halperin Donghi, Tulio: Una Nación para el Desierto Argentino, Buenos Aires, CEAL, 1982, pp. 75
y sigs.
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La presidencia de Mitre y la venta sistemática del país
al capital extranjero: guerra y crisis
Por primera vez, en la historia argentina, un ciclo (el del lanar) experimentaría
variaciones de manera crítica, y no por la simple reorientación de los mercados
como había sucedido con los ciclos anteriores (cuero, tasajo).
Esta crisis se originaría en 1866, coincidiendo con el estallido de la Guerra de la
Triple Alianza, y afectaría particularmente a la producción lanera, siendo origen
de la adopción de medidas proteccionistas que se aplicaron en la década siguiente
(3).
A partir de un fuerte crecimiento experimentado en 1865, se pasó a un período de depresión;
el precio de los cueros subió fuertemente. El tasajo, en franca declinación también subió: pero
lo que más subió fue el precio del lanar. Desde 1864 la moneda argentina experimentó una
fuerte valorización en su valor oro; sin embargo debido a gastos militares, las continuas
emisiones, que constituían un recurso obligado por parte de los gobiernos, llevaron a generar
una enorme masa de circulante (4). A partir de 1862 se produjeron síntomas de “un grave
pánico financiero” (5), con consiguientes retiros de depósitos bancarios. La escasez de oro y
de plata fue consecuencia de los pagos de los servicios de deuda, puesto que Mitre – a
diferencia de Rosas – cumplió con creces con los acreedores. A comienzos de 1864, el
proceso se invierte, revalorizándose la moneda argentina. A partir de este momento, la
producción lanar había continuado en fuerte y constante ascenso. Esto influyó muy
favorablemente en la revalorización de la moneda argentina. Esta valorización del papel
moneda provocó vivas reacciones de disgusto entre los ganaderos. “…La baja en el cambio –
se lee en los Anales de la Sociedad Rural Argentina (6)- arruinaba la fuente de riqueza del
país: la campaña. Con el desnivel que se producía entre el valor de los productos y los gastos
de la explotación en la agricultura y la ganadería, la ruina era inevitable en poco tiempo…”. La
valorización de la moneda, implicaba desde luego el encarecimiento del producto argentino,
con el comprensible descontento por parte de los ganaderos. La crisis fue ante todo de
superproducción, aunque para la historia quedó un poco soslayada por haber tenido lugar
contemporáneamente a la guerra del Paraguay. La crisis se prolongó hasta 1867, y motivó a
los ganaderos a nuclear sus intereses en torno de una entidad gremial empresaria, que
defendiese sus “intereses”: la Sociedad Rural Argentina (1866). Su primer presidente Eduardo
Olivera, resume de esta manera la situación vivida: carencia de circulante, papel moneda
prácticamente
inexistente,
hasta
un
30%
de
interés
anual
por
préstamos
a corto
plazo(porcentaje usurario para la época).No obstante, los orígenes de la crisis deben
rastrearse en el exterior: cambio de la demanda de lana por la de algodón, más rentable, en
la producción textil de los países europeos ; guerra de Secesión Norteamericana que produjo
el cierre del mercado algodonero, y cierres de las fábricas del Rin donde se procesaba bruta
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por una amenaza de conflicto entre Francia y Prusia(7). Ante la crisis, se hacía evidente que
el lanar había tocado su fin; otra clase de ovinos, que ofrecieran carne en lugar de lana era lo
que se imponía. La crisis ante todo, tuvo el efecto de iniciar un período de crítica al
liberalismo económico imperante estimulando proyectos proteccionistas, que implicaban ante
todo, añadir valor agregado al producto argentino: en lugar de producir lana sucia, lavarla y
procesarla, y en segundo lugar, combinarla producción de lana con la de carne (sustitución de
merinos por la raza Lincoln).
Por último, la SRA- que no era sino una “entidad gremial” articulada en función de intereses
de ricos y poderosos - recomendaba la disminución de los fuertes impuestos que pesaban
sobre la producción rural, así como la reducción de los intereses, reestableciendo el crédito.
Hacía1867 asimismo se prescribía – proyecto que nunca se realizó-, la constitución de una
fábrica de paños, que serían confeccionados con lana argentina, cimentando el proyecto una
industria textil nacional (8).
(3) Chiaramonte, José Carlos: Nacionalismo y Liberalismo Económicos en Argentina, Buenos
Aires, Solar, 1971, p.45 y sigs.
(4) Scobie, James: “El desarrollo monetario de la República Argentina durante el período
1852-1865”, Buenos Aires, Revista del Museo Mitre, Nº 7, 1954, p. 15
(5) Cf. Chiaramonte, José Carlos: Nacionalismo y Liberalismo Económicos en Argentina,
Buenos Aires,Solar, 1971, p. 59 (6) Ibid. p. 50, (7) Ibid. p. 65, (8) Ibid. p. 73
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La guerra del Paraguay: “cruzada” de Mitre a favor del
imperialismo extranjero
“La guerra de la triple alianza contra el Paraguay aniquiló la única
experiencia exitosa de desarrollo independiente” por Eduardo Galeano(1)
El hombre viajaba a mi lado, silencioso. Su perfil, nariz afilada, altos pómulos, se recortaba
contra la fuerte luz del mediodía. Íbamos rumbo a Asunción, desde la frontera del sur, en un
ómnibus para veinte personas que contenía, no sé cómo, cincuenta. Al cabo de unas horas,
hicimos un alto. Nos sentamos en un patio abierto, a la sombra de un árbol de hojas
carnosas. A nuestros ojos, se abría el brillo enceguecedor de la vasta, despoblada, intacta
tierra roja: de horizonte a horizonte, nada perturba la transparencia del aire en Paraguay.
Fumamos. Mi compañero, campesino de habla guaraní, enhebró algunas palabras tristes en
castellano. «Los paraguayos somos pobres y pocos», me dijo. Me explicó que había bajado a
Encarnación a buscar trabajo pero no había encontrado. Apenas si había podido reunir unos
pesos para el pasaje de vuelta. Años atrás, de muchacho, había tentado fortuna en Buenos
Aires y en el sur de Brasil. Ahora venía la cosecha del algodón y muchos braceros paraguayos
marchaban, como todos los años, rumbo a tierras argentinas. «Pero yo ya tengo sesenta y
tres años. Mi corazón ya no soporta las demasiadas gentes.»
Suman medio millón los paraguayos que han abandonado la patria, definitivamente, en los
últimos veinte años. La miseria empuja al éxodo a los habitantes del país que era, hasta hace
un siglo, el más avanzado de América del Sur. Paraguay tiene ahora una población que
apenas duplica a la que por entonces tenía y es, con Bolivia, uno de los dos países
sudamericanos más pobres y atrasados. Los paraguayos sufren la herencia de una guerra de
exterminio que se incorporó a la historia de América Latina como su capítulo más infame. Se
llamó la Guerra de la Triple Alianza. Brasil, Argentina y Uruguay tuvieron a su cargo el
genocidio. No dejaron piedra sobre piedra, ni habitantes varones entre los escombros. Aunque
Inglaterra no participó directamente en la horrorosa hazaña, fueron sus mercaderes, sus
banqueros y sus industriales quienes resultaron beneficiados con el crimen de Paraguay. La
invasión fue financiada, de principio a fin, por el Banco de Londres, la casa Baring Brothers y
la banca Rothschild, en empréstitos con, intereses leoninos que hipotecaron la suerte de los
países vencedores".
Hasta su destrucción, Paraguay se erguía como una excepción en América Latina: la única
nación que el capital extranjero no había deformado. El largo gobierno de mano de hierro del
dictador Gaspar Rodríguez de Francia (1814–1840) había incubado, en la matriz del
aislamiento, un desarrollo económico autónomo y sostenido. El Estado, omnipotente,
paternalista, ocupaba el lugar de una burguesía nacional que no existía, en la tarea de
organizar la nación y orientar sus recursos y su destino. Francia se había apoyado en las
masas campesinas para aplastar la oligarquía paraguaya y había, conquistado la paz interior
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tendiendo un estricto cordón sanitario frente a los restantes países del antiguo virreinato del
Río de la Plata. Las expropiaciones, los destierros, las prisiones, las persecuciones y las
multas no habían servido de instrumentos para la consolidación del dominio interno de los
terratenientes y los comerciantes sino que, por el contrario, habían sido utilizados para su
destrucción. No existían, ni nacerían más tarde, las libertades políticas y el derecho de
oposición, pero en aquella etapa histórica sólo los nostálgicos de los privilegios perdidos
sufrían la falta de democracia. No había grandes fortunas privadas cuando Francia murió, y
Paraguay era el único país de América Latina que no tenía mendigos, hambrientos ni
ladrones; los viajeros de la época encontraban allí un oasis de tranquilidad en medio de las
demás comarcas convulsionadas por las guerras continuas. El agente norteamericano Hopkins
informaba en 1845 a su gobierno que en Paraguay «no hay niño que no sepa leer y
escribir...» Era también el único país que no vivía con la mirada clavada al otro lado del mar.
El comercio exterior no constituía el eje de la vida nacional; la doctrina liberal, expresión
ideológica de la articulación mundial de los mercados, carecía de respuestas para los desafíos
que Paraguay, obligado a crecer hacia dentro por su aislamiento mediterráneo, se estaba
planteando desde principios de siglo. El exterminio de la oligarquía hizo posible la
concentración de los resortes económicos fundamentales en manos del Estado, para llevar
adelante esta política autárquica de desarrollo dentro de fronteras.
Los posteriores gobiernos de Carlos Antonio López y su hijo Francisco Solano continuaron y
vitalizaron la tarea. La economía estaba en pleno crecimiento. Cuando los invasores
aparecieron en el horizonte, en 1865, Paraguay contaba con una línea de telégrafos, un
ferrocarril y una buena cantidad de fábricas de materiales de construcción, tejidos, lienzos,
ponchos, papel y tinta, loza y pólvora. Doscientos técnicos extranjeros, muy bien pagados por
el Estado, prestaban su colaboración decisiva. Desde 1850, la fundición de Ibycui fabricaba
cañones, morteros y balas de todos los calibres; en el arsenal de Asunción se producían
cañones de bronce, obuses y balas. La siderurgia nacional, como todas las demás actividades
económicas esenciales, estaba en manos del Estado. El país contaba con una flota mercante
nacional, y habían sido construidos en el astillero de Asunción varios de los buques que
ostentaban el pabellón paraguayo a lo largo del Paraná o a través del Atlántico y el
Mediterráneo. El Estado virtualmente monopolizaba el comercio exterior: la yerba y el tabaco
abastecían el consumo del sur del continente; las maderas valiosas se exportaban a Europa.
La balanza comercial arrojaba un fuerte superávit. Paraguay tenía una moneda fuerte y
estable, y disponía de suficiente riqueza para realizar enormes inversiones públicas sin
recurrir al capital extranjero. El país no debía ni un centavo al exterior, pese a lo cual estaba
en condiciones de mantener el mejor ejército de América del Sur, contratar técnicos ingleses
que se ponían al servicio del país en lugar de poner al país a su servicio, y enviar a Europa a
unos cuantos jóvenes universitarios paraguayos para perfeccionar sus estudios. El excedente
económico generado por la producción agrícola no se derrochaba en el lujo estéril de una
oligarquía inexistente, ni iba a parar a los bolsillos de los intermediarios, ni a las manos
brujas de los prestamistas, ni al rubro ganancias que el Imperio británico nutría con los
servicios de fletes y seguros. La esponja imperialista no absorbía la riqueza que el país
producía. El 98 por ciento del territorio paraguayo era de propiedad pública: el Estado cedía a
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los campesinos la explotación de las parcelas a cambio de la obligación de poblarlas y
cultivarlas en forma permanente y sin el derecho de venderlas. Había, además, sesenta y
cuatro estancias de la patria, haciendas que el Estado administraba directamente. Las obras
de riego, represas y canales, y los nuevos puentes y caminos contribuían en grado importante
a la elevación de la productividad agrícola. Se rescató la tradición indígena de las dos
cosechas anuales, que había sido abandonada por los conquistadores. El aliento vivo de las
tradiciones jesuitas facilitaba, sin duda, todo este proceso creador.
El Estado paraguayo practicaba un celoso proteccionismo, muy reforzado en 1864, sobre la
industria nacional y el mercado interno; los ríos interiores no estaban abiertos a las naves
británicas que bombardeaban con manufacturas de Manchester y de Liverpool a todo el resto
de América Latina. El comercio inglés no disimulaba su inquietud, no sólo porque resultaba
invulnerable aquel último foco de resistencia nacional en el corazón del continente, sino
también, y sobre todo, por la fuerza de ejemplo que la experiencia paraguaya irradiaba
peligrosamente hacia los vecinos. El país más progresista de América Latina construía su
futuro sin inversiones extranjeras, sin empréstitos de la banca inglesa y sin las bendiciones
del comercio libre.
Pero a medida que Paraguay iba avanzando en este proceso, se hacía más aguda su
necesidad de romper la reclusión. El desarrollo industrial requería contactos más intensos y
directos con el mercado internacional y las fuentes de la técnica avanzada. Paraguay estaba
objetivamente bloqueado entre Argentina y Brasil, y ambos países podían negar el oxígeno a
sus pulmones cerrándole, como lo hicieron Rivadavia y Rosas, las bocas de los ríos, o fijando
impuestos arbitrarios al tránsito de sus mercancías. Para sus vecinos, por otra parte, era una
imprescindible condición, a los fines de la consolidación del estado oligárquico, terminar con el
escándalo de aquel país que se bastaba a sí mismo y no quería arrodillarse ante los
mercaderes británicos.
El ministro inglés en Buenos Aires, Edward Thornton; participó considerablemente en los
preparativos de la guerra. En vísperas del estallido, tomaba parte, como asesor del gobierno,
en las reuniones del gabinete argentino, sentándose al lado del presidente Bartolomé Mitre.
Ante su atenta mirada se urdió la trama de provocaciones y de engaños que culminó con el
acuerdo argentino–brasileño y selló la suerte de Paraguay. Venancio Flores invadió Uruguay,
en ancas de la intervención de los dos grandes vecinos, y estableció en Montevideo, después
de la matanza de Paysandú, su gobierno adicto a Río de Janeiro y Buenos Aires. La Triple
Alianza estaba en funcionamiento. El presidente paraguayo Solano López había amenazado
con la guerra si asaltaban Uruguay: sabía que así se estaba cerrando la tenaza de hierro en
torno a la garganta de su país acorralado por la geografía y los enemigos. El historiador
liberal Efraím Cardozo no tiene inconveniente en sostener, sin embargo, que López se plantó
frente a Brasil simplemente porque estaba ofendido: el emperador le había negado la mano
de una de sus hijas. La guerra había nacido. Pero era obra de Mercurio, no de Cupido.
La prensa de Buenos Aires llamaba «Atila de América» al presidente paraguayo López: «Hay
que matarlo como a un reptil», clamaban los editoriales. En septiembre de 1864, Thornton
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envió a Londres un extenso informe confidencial, fechado en Asunción. Describía a Paraguay
como Dante al infierno, pero ponía el acento donde correspondía: «Los derechos de
importación sobre casi todos los artículos son del 20 o 25 por ciento ad valorem; pero como
este valor se calcula sobre el precio corriente de los artículos, el derecho que se paga alcanza
frecuentemente del 40 al 45 por ciento del precio de factura. Los derechos de exportación son
del 10 al 20 por ciento sobre el valor...» En abril de 1865, el Standard, diario inglés de
Buenos Aires, celebraba ya la declaración de guerra de Argentina contra Paraguay, cuyo
presidente «ha infringido todos los usos de las naciones civilizadas», y anunciaba que la
espada del presidente argentino Mitre «llevará en su victoriosa carrera, además del peso de
glorias pasadas, el impulso irresistible de la opinión pública en una causa justa». El tratado
con Brasil y Uruguay se firmó el 10 de mayo de 1865; sus términos draconianos fueron dados
a la publicidad un año más tarde, en el diario británico The Times, que lo obtuvo de los
banqueros
acreedores
de
Argentina
y
Brasil.
Los
futuros
vencedores
se repartían
anticipadamente, en el tratado, los despojos del vencido. Argentina se aseguraba todo el
territorio de Misiones y el inmenso Chaco; Brasil devoraba una extensión inmensa hacia el
oeste de sus fronteras. A Uruguay, gobernado por un títere de ambas potencias, no le tocaba
nada. Mitre anunció que tomaría Asunción en tres meses. Pero la guerra duró cinco años. Fue
una carnicería, ejecutada todo a lo largo de los fortines que defendían, tramo a tramo, el río
Paraguay. El «oprobioso tirano» Francisco Solano López encarnó heroicamente la voluntad
nacional de sobrevivir; el pueblo paraguayo, que no sufría la guerra desde hacía medio siglo,
se inmoló a su lado. Hombres, mujeres, niños y viejos: todos se batieron como leones. Los
prisioneros heridos se arrancaban las vendas para que no los obligaran a pelear contra sus
hermanos. En 1870, López, a la cabeza de un ejército de espectros, ancianos y niños que se
ponían barbas postizas para impresionar desde lejos, se internó en la selva. Las tropas
invasoras asaltaron los escombros de Asunción con el cuchillo entre los dientes. Cuando
finalmente el presidente paraguayo fue asesinado a bala y a lanza en la espesura del cerro
Corá, alcanzó a decir: «¡Muero con mi patria!», y era verdad. Paraguay moría con él. Antes,
López había hecho fusilar a su hermano y a un obispo, que con él marchaban en aquella
caravana de la muerte. Los invasores venían para redimir al pueblo paraguayo: lo
exterminaron.
Paraguay tenía, al comienzo de la guerra, poco menos población que Argentina. Sólo
doscientos cincuenta mil paraguayos, menos de la sexta parte, sobrevivían en 1870. Era el
triunfo de la civilización. Los vencedores, arruinados por el altísimo costo del crimen,
quedaban en manos de los banqueros ingleses que habían financiado la aventura. El imperio
esclavista de Pedro II, cuyas tropas se nutrían de esclavos y presos, ganó, no obstante,
territorios, más de sesenta mil kilómetros cuadrados, y también mano de obra, porque
muchos prisioneros paraguayos marcharon a trabajar en los cafetales paulistas con la marca
de hierro de la esclavitud. La Argentina del presidente Mitre, que había aplastado a sus
propios caudillos federales, se quedó con noventa y cuatro mil kilómetros cuadrados de tierra
paraguaya y otros frutos del botín, según el propio Mitre había anunciado cuando escribió:
«Los prisioneros y demás artículos de guerra nos los dividiremos en la forma convenida».
Uruguay, donde ya los herederos de Artigas habían sido muertos o derrotados y la oligarquía
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mandaba, participó de la guerra como socio menor y sin recompensas. Algunos de los
soldados uruguayos enviados a la campaña del Paraguay habían subido a los buques con las
manos atadas. Los tres países sufrieron una bancarrota financiera que agudizó su
dependencia frente a Inglaterra. La matanza de Paraguay los signó para siempre.
Brasil había cumplido con la función que el Imperio británico le había adjudicado desde los
tiempos en que los ingleses trasladaron el trono portugués a Río de Janeiro. A principios del
siglo XIX, habían sido claras las instrucciones de Canníng al embajador, Lord Strangford:
«Hacer del Brasil un emporio para las manufacturas británicas destinadas al consumo de toda
la América del Sur». Poco antes de lanzarse a la guerra, el presidente de Argentina había
inaugurado una nueva línea de ferrocarriles británicos en su país, y había pronunciado un
inflamado discurso: «¿Cuál es la fuerza que impulsa este progreso? Señores: ¡es el capital
inglés!». Del Paraguay derrotado no sólo desapareció la población: también las tarifas
aduaneras. los hornos de fundición, los ríos clausurados al libre comercio, la independencia
económica v vastas zonas de su territorio. Los vencedores implantaron, dentro de las
fronteras reducidas por el despojo, el librecambio y el latifundio. Todo fue saqueado y todo
fue vendido: las tierras y los bosques, las minas, los yerbales, los edificios de las escuelas.
Sucesivos gobiernos títeres serían instalados, en Asunción, por las fuerzas extranjeras de
ocupación. No bien terminó la guerra, sobre las ruinas todavía humeantes de Paraguay cayó
el primer empréstito extranjero de su historia. Era británico, por supuesto. Su valor nominal
alcanzaba el millón de libras esterlinas, pero a Paraguay llegó bastante menos de la mitad; en
los años siguientes, las refinanciaciones elevaron la deuda a más de tres millones. La Guerra
del Opio había terminado, en 1842, cuando se firmó en Nanking el tratado de libre comercio
que aseguró a los comerciantes británicos el derecho de introducir libremente la droga en el
territorio chino. También la libertad de comercio fue garantizada por Paraguay después de la
derrota. Se abandonaron los cultivos de algodón, y Manchester arruinó la producción textil; la
industria nacional no resucitó nunca.
(1) Las venas abiertas de América Latina, Buenos Aires, Siglo XXI, 1971, pp. 308-324
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La reacción popular contra Mitre; las últimas
“Montoneras”.
Felipe Varela y “El Chacho”
Los caudillos federales fueron derrotados en los campos de batalla, a pesar
de su coraje, por el mejor armamento y mayores recursos de sus
adversarios; asimismo fueron vencidos en las páginas de nuestra historia
consagrada escrita por la oligarquía porteña.
Uno de los caudillos más denostados y menos conocidos es Felipe Varela, a quien la
presidenta de la Nación acaba de elevar al generalato post-mortem. Catamarqueño, es
coronel del ejército de la Confederación Provincial de Urquiza. Luego pelea a las órdenes del
Chacho en victorias y derrotas, hasta su asesinato en Olta.
Exiliado en Chile, Varela contacta con la “Unión Americana” presidida por Rafael Valdez, y se
impregna de una convicción americanista, la Patria Grande americana. Es testigo del
bombardeo de Valparaíso por parte de la flota española sin que la Argentina, evidenciando su
escaso espíritu americanista, se solidarizara con las agredidas Chile y Perú.
El canciller de Mitre, Rufino de Elizalde, a mediados de 1862, respondió a la invitación del
gobierno del Perú a adherirse a un tratado que establecía el propósito de la integración
continental en defensa de las ambiciones británicas: “Puede decirse que la República
Argentina está identificada con la Europa hasta lo más que es posible (...). Puede asegurarse
que más vínculos, más intereses, más armonía hay entre las Repúblicas Americanas con
algunas naciones europeas que entre ellas mismas”.
Varela se indignaría también cuando se desató la Guerra de la Triple Alianza: “Guerra
premeditada, guerra estudiada, guerra ambiciosa de dominio, contraria a los santos principios
de la Unión Americana cuya base fundamental es la conservación incólume de la soberanía de
cada república”.
Entonces decide cruzar la frontera hacia la Argentina con cuarenta hombres, algún
armamento de desecho, dos cañoncitos, sus legendarios “bocones”. Y una banda de músicos
chilenos que crearían la célebre zamba.
A pocos días de llegar, sus fuerzas suman 4000 milicianos, a quienes les leería la Proclama
americanista fechada el 10 de diciembre de 1866 que había ordenado repartir por toda la
república: “¡Argentinos! El pabellón de Mayo, que radiante de gloria flameó victorioso desde
los Andes hasta Ayacucho, y que en la desgraciada jornada de Pavón cayó fatalmente en las
manos ineptas y febrinas de Mitre, ha sido cobardemente arrastrado por los fangales de
Estero Bellaco, Tuyutí, Curuzú y Curupayty (...). Nuestro programa es la práctica estricta de
la Constitución, la paz y la amistad con el Paraguay y la Unión con las demás repúblicas
americanas”.
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Para el caudillo catamarqueño, como para la mayoría de los jefes populares de su tiempo, el
problema de su patria es Buenos Aires. “La Nación Argentina goza de una renta de diez
millones de duros que producen las provincias con el sudor de su frente. Y sin embargo,
desde la época en que el gobierno libre se organizó en Buenos Aires, a título de Capital, es la
provincia única que ha gozado del enorme producto del país entero, mientras que a los demás
pueblos, pobres y arruinados, se hacía imposible el buen quicio de las administraciones
provinciales por la falta de recursos.”
Taboada, al frente de fuerzas enviadas por Mitre, quien debió regresar del Paraguay para
ponerse al frente de la represión, dispuso una emboscada en el Pozo de Vargas. Varela
sostuvo el combate en base al coraje que en definitiva no alcanzó para contrarrestar la
enorme diferencia en armamento y en experiencia.
Los vencedores apresaron y ejecutaron a los músicos chilenos y cambiaron la letra de la
zamba de Vargas, a pesar de lo cual la original se siguió cantando en los fogones: “A la carga
a la carga, dijo Varela, salgan los laguneros rompan trincheras. Rompan trincheras sí,
carguen los laguneros de dos en fondo. De dos en fondo sí, dijo Guayama, a la carga,
muchachos, tengamos fama. ¡Lanzas contra fusiles! Pobre Varela ¡Qué bien pelean sus tropas
en la humareda! Otra cosa sería armas iguales”.
Don Felipe es derrotado finalmente en Pastos Grandes el 12 de enero de 1869, y sería Chile
otra vez entonces el refugio de ese anciano y de una veintena de gauchos leales,
desharrapados y famélicos. Murió el 4 de junio de 1870 cerca de Copiapó. El embajador
argentino en Chile, Félix Frías, escuetamente y sin pesar, informó a Sarmiento: “Este
caudillo, de triste memoria para la República Argentina, ha muerto en la última miseria,
legando sólo sus fatales antecedentes a su desgraciada familia”.(2)
(2) Revista Reseñas y Debates, Nº 67, año 7, agosto de 2011
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Lanzas contra fusiles
Por José María Rosa
El 10 de abril de 1867, en torno al jagüel de Vargas, en el camino apenas saliendo de La Rioja
a Catamarca, durante siete horas desde el mediodía hasta el anochecer, se libró la batalla
más sangrienta de nuestras guerras civiles.
Los primeros días de abril el ejército "nacional" (mitrista) del Noroeste –reforzado con los
veteranos del Paraguay y su brillante oficialidad y con los cañones Krupp y fusiles Albion y
Brodlin que los buques ingleses habían descargado poco antes en el puerto de Buenos Airesal mando del general liberal Antonio Taboada (del clan familiar unitario de ese apellido que
dominó Santiago del Estero durante casi todo el siglo XIX), entró a la ciudad capital de La
Rioja aprovechando la ausencia de su caudillo y obligó al coronel Felipe Varela a volver al sur
para liberarla. Al frente de los batallones de su montonera iban los famosos capitanes Santos
Guayama, Severo Chumbita, Estanislao Medina y Sebastián Elizondo. En plena marcha, el día
9 el caudillo invitó caballerescamente a Taboada "a decidir la suerte y el derecho de ambos
ejércitos" en un combate fuera de la ciudad "a fin de evitar que esa sociedad infeliz sea
víctima de los horrores consiguientes a la guerra y el teatro de excesos que ni yo ni V.S.
podremos evitar". Pero el general no era ningún caballero y no respondió. Ubicó sus fuerzas
en el Pozo de Vargas, una hondonada de donde se sacaba barro para ladrillos, en el camino
por dónde venían las montoneras. El sitio fue elegido con habilidad porque Varela llegaría con
sus gauchos al mediodía del 10, fatigados y sedientos por una marcha extenuante, a todo
galope y sin descanso. Mientras, los "nacionales" habían destruido los jagüeles del camino,
dejando solamente al de Vargas, a la entrada misma de la ciudad, a un par de kilómetros del
centro. Taboada les dejará el pozo de agua como cebo, disimulando en su torno los cañones y
rifles; sus soldados eran menos que los guerrilleros, pero la superioridad de armamento y
posición era enorme.
En efecto, la montonera se arrojó sedienta sobre el pozo ("tres soldados sofocados por el
calor, por el polvo y el cansancio expiraron de sed en el camino"), y fue recibida por el fuego
del ejército de línea. Una tras otra durante siete horas se sucedieron las cargas de los
gauchos a lanza seca contra la imbatible posición parapetada de los cañones y rifles de
Taboada. En una de esas Varela, siempre el primero en cargar, cayó con su caballo muerto
junto al pozo. Una de las tantas mujeres que seguían a su ejército –que hacían de
enfermeras, cocineras del rancho y amantes, pero que también empuñaban la lanza con
brazo fuerte y ánimo templado cuando las cosas apretaban- se arrojó con su caballo en
medio de la refriega para salvar a su jefe. Se llamaba Dolores Díaz pero todos la conocían
como "la Tigra". En ancas de la Tigra el caudillo escapó a la muerte.
Al atardecer de ese trágico día de otoño se dieron las últimas y desesperadas cargas, y con
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ellas se terminaron de hundir todas las esperanzas de un levantamiento federal. Felipe Varela
dio la orden de retirada, diciendo al volver las bridas: "¡Otra cosa sería / armas iguales!". La
retirada se hizo en orden: Taboada no estaba tampoco en condiciones de perseguir a los
vencidos. Pero del aguerrido y heroico ejército de 5.000 gauchos que llegaron sedientos al
Pozo de Vargas al mediodía, apenas quedaban 180 hombres la noche de ese dramático 10 de
abril de 1867. Los demás han muerto, fueron heridos o escaparon para juntarse con el
caudillo en el lugar que los citase, que resultó ser la villa de Jáchal. Pero Taboada también
había pagado su precio: "La posición del ejército nacional –informa a Mitre- es muy crítica,
después de haber perdido sus caballerías, o la mayor parte de ellas, y gastado sus
municiones, pues en La Rioja no se encontrará quien facilite cómo reponer sus pérdidas". En
efecto, como nadie le facilitaba alimentos ni caballos voluntariamente, saqueó la ciudad
durante tres días.
Alto, enjuto, de mirada penetrante y severa prestancia, Felipe Varela conservaba el tipo del
antiguo hidalgo castellano, tan común entre los estancieros del noroeste argentino. Pero este
catamarqueño se parecía a Don Quijote en algo más que la apariencia física. Era capaz de
dejar todo: la estancia, el ama, la sobrina, los consejos prudentes del cura y los
razonamientos cuerdos del barbero, para echarse al campo con el lanzón en la mano y el
yelmo de Mabrino en la cabeza, por una causa que considerase justa. Aunque fuera una
locura. Fue lo que hizo en 1866, frisando en los cincuenta años, edad de ensueños y
caballerías. Pero a diferencia de su tatarabuelo manchego, el Quijote de los Andes no tendría
la sola ayuda de su escudero Sancho en la empresa de resolver entuertos y redimir causas
nobles. Todo un pueblo lo seguiría por los llanos. Varela era estanciero en Guandacol y
coronel de la nación con despachos firmados por Urquiza. Por quedarse con el Chacho
Peñaloza (también general de la nación) se lo había borrado del cuadro de jefes. No le
importó: siguió con la causa que entendía nacional, aunque los periódicos mitristas lo
llamaran "bandolero", igual que a Peñaloza.
La muerte del Chacho lo arrojó al exilio en Chile. Allí leyó dolido sobre la iniciación de la
impopular guerra al Paraguay. Además, presenció el bombardeo de Valparaíso por el
almirante español Méndez Núñez, y se enteró con indignación que Mitre se negaba a apoyar
a Chile y Perú en el ataque de la escuadra. Si no le bastara la evidencia de la guerra contra
Paraguay, ahí estaba la prueba del antiamericanismo del gobierno de su país. Pero cuando
conoció en 1866 el texto infame del Tratado de la Triple Alianza (revelado desde Londres), no
lo pensó dos veces. Dio orden que vendieran su estancia y con el dinero compró unos fusiles
Enfield y dos cañoncitos (los "bocones" los llamará) del deshecho militar chileno. Equipó con
ellos a unos cuantos exiliados argentinos y esperaron el buen tiempo para atravesar la
cordillera. Cuando se hizo practicable, al principio del verano, retornó a la patria mientras la
noticia de Curupaytí con sus 10.000 bajas sacudía a todo el país. Como la plata no le daba
para contratar artilleros, los bocones apuntarían al tanteo, pero Varela no reparaba en esas
cosas.
A mediados de enero está en Jáchal, San Juan, que será el centro de sus operaciones. La
noticia del arribo del coronel con dos batallones de cien plazas, sus dos bocones y su banda
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de música corrió como el rayo por los contrafuertes andinos. Cientos, y luego miles de
gauchos de San Juan, La Rioja, Catamarca, Mendoza, San Luis y Córdoba sacaron de su
escondite la lanza de los tiempos del Chacho, custodiada como una reliquia, ensillaron el
mejor caballo y, con otro de la brida, galoparon hacia el estandarte de enganche. A los quince
días el coronel contaba más de 4.000 plazas con apenas 100 carabinas. No hay uniformes, ni
falta que hacen: la camiseta de frisa colorada es distintivo suficiente; un sombrero de panza
de burro adornado con ancha divisa roja ("¡Viva la Unión Americana! ¡Mueran los negreros
traidores a la patria!") protege del sol de la precordillera. A veces la divisa se ciñe como una
vincha sobre la frente, evitando que la tupida melena caiga sobre los ojos. Y, ¡cosa notable!,
hay una disciplina inflexible: un soldado de la Unión Americana debe ser ejemplo de
humanidad, buen comportamiento y obediencia. Por las tardes, Varela les leía la Proclama
que había ordenado repartir por toda la República: "¡Argentinos! El pabellón de Mayo, que
radiante de gloria flameó victorioso desde los Andes hasta Ayacucho, y que en la desgraciada
jornada de Pavón cayó fatalmente en las manos ineptas y febrinas del caudillo Mitre, ha sido
cobardemente arrastrado por los fangales de Estero Bellaco, Tuyutí. Curuzú y Curupaytí.
Nuestra nación, tan grande en poder, tan feliz en antecedentes, tan rica en porvenir, tan
engalanada en gloria, ha sido humillada como una esclava quedando empeñada en más de
cien millones y comprometido su alto nombre y sus grandes destinos por el bárbaro capricho
de aquel mismo porteño que después de la derrota de Cepeda, lagrimeando juró respetarla.
"Tal es el odio que aquellos fratricidas porteños tienen a los provincianos, que muchos de
nuestros pueblos han sido desolados, saqueados y asesinados por los aleves puñales de los
degolladores de oficio: Sarmiento, Sandes, Paunero, Campos, Irrazával y otros varios dignos
de Mitre.
"¡Basta de víctimas inmoladas al capricho de mandones sin ley, sin corazón, sin conciencia!
¡Cincuenta mil víctimas inmoladas sin causa justificada dan testimonio flagrante de la triste e
insoportable situación que atravesamos y es tiempo de contener! "¡Abajo los infractores de la
ley! ¡Abajo los traidores de la patria! ¡Abajo los mercaderes de las cruces de Uruguayana, al
precio del oro, las lágrimas y la sangre paraguaya, argentina y oriental!
"Nuestro programa es la práctica estricta de la constitución, la paz y la amistad con el
Paraguay y la unión con las demás repúblicas americanas.
"¡Compatriotas nacionalistas! El campo de la lid nos mostrará el enemigo. Allí os invita a
recoger los laureles del triunfo o la muerte vuestro jefe y amigo, el coronel Felipe Varela".
Un día llega a los fogones de Jáchal donde se preparaba el ejército nada menos que Francisco
Clavero, a quien se tenía por muerto desde las guerras del Chacho cuatro años atrás. Antiguo
granadero de San Martín en Chile y el Perú, era sargento al concluir la guerra de la
Independencia. Integrará bajo Rosas las guarniciones de fronteras donde su coraje y
comportamiento lo hacen mayor. Don Juan Manuel lo llevará mas tarde al regimiento escolta
con el grado de teniente coronel. Asiste a la batalla de Caseros –del lado argentino- y será
con el coronel Chilavert el último en batirse contra la división brasileña del marqués de Souza.
Urquiza, que prefería rodearse de federales antes que de unitarios, después de Caseros no
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admite su solicitud de baja y en 1853 estará a su lado en el sitio de Buenos Aires. Con las
charreteras de coronel otorgadas por Urquiza combate en el Pocito contra los "salvajes
unitarios" y fusila al gobernador Aberastain después de la batalla. Cuando llegan las horas
tristes de Pavón debe escapar a Chile perseguido por la ira de Sarmiento, pero vuelve para
ponerse a las órdenes del Chacho. Herido gravemente en Caucete, cae en poder de los
"nacionales" que lo han condenado a muerte y tienen pregonada su cabeza. Sarmiento,
director de la guerra, ordena su fusilamiento, que no llega a cumplirse por uno de esos
imponderables
del
destino:
un
jefe
"nacional"
cuyo
nombre
no
se
ha conservado,
compadecido del pobre Clavero, lo remite con nombre supuesto entre los heridos nacionales
al hospital de hombres de Buenos Aires e informa al implacable director de la guerra que la
sentencia "debe haberse ejecutado" porque el coronel "no se encuentra entre los prisioneros".
Un milagro de su físico y de la incipiente ciencia quirúrgica le salva la vida en el hospital. No
obstante faltarle un brazo y tener un parche de gutapercha en la bóveda craneana, abandona
el hospital cuando llegan a Buenos Aires las noticias del levantamiento del norte. El viejo
sargento de San Martín consigue llegar al campamento de Varela, donde todos lo tenían por
muerto; se dice que, sin darse a conocer entre la tropa –donde su nombre tenía repercusión
de leyenda- se acercó a un fogón, tomó una guitarra y punteando con su única mano cantó:
"Dicen que Clavero ha muerto,
y en San Juan es sepultado.
No lo lloren a Clavero,
Clavero ha resucitado"
El entusiasmo de los gauchos fue estruendoso, tanto que sus ecos retumbaron en Buenos
Aires, donde los diarios se preguntaban por qué no se cumplió la sentencia contra el coronel
federal, y quién era responsable por no haberlo hecho. La noticia de la resurrección de
Clavero llegó hasta Inglaterra, donde Rosas, viejo y pobre pero nunca amargado ni ausente
de lo que ocurría en su patria, seguía con atención la "guerra de los salvajes unitarios contra
el Paraguay" y llegó a esperar que fuera realidad la unión de los pueblos hispánicos "contra
los enemigos de la causa americana". El 7 de marzo de 1867 escribe a su corresponsal y
amiga Josefa Gómez (otra ferviente paraguayista), en una carta que se guarda en el Archivo
General de la Nación: "Al coronel Clavero, si lo ve V., dígale que no lo he olvidado ni lo
olvidaré jamás. Que Dios ha de premiar la virtud de su fidelidad".
Pero volvamos al Quijote de los Andes, que después del desastre de Pozo de Vargas no se
siente vencido. Entra a Jáchal entre el repique de las campanas y el júbilo del pueblo entero.
A los pocos días sus fuerzas aumentan con los dispersos que llegan de todos los puntos
cardinales y se dispone a marchar por los llanos. En los altos de la marcha, los sobrevivientes
cantan la letra original de la zamba de Vargas.
Los "nacionales" vienen
¡Pozo de Vargas!
tienen cañones y tienen
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las uñas largas.
¡A la carga muchachos,
tengamos fama!
¡Lanzas contra fusiles!
Pobre Varela,
qué bien pelean sus tropas
en la humareda.
¡Otra cosa sería
armas iguales!
Luego el ejército mitrista se apropiaría de esa música (como se apropiaría de tantas cosas) y
le cambiaría la letra a la zamba de Vargas.
El coronel es baqueano de la cordillera. Deja la villa y por escondidos senderos se interna en
las montañas para caer por sorpresa en los lugares más inesperados. Es una guerra de
recursos, difícil, pero la única posible cuando no se tienen armas y se sabe que la inmensa
mayoría de la población le apoyará y seguirá. Como un puma se desliza entre sus
perseguidores. No se sabe donde está. Diríase que está en todas partes al mismo tiempo. No
es posible arrearse maneado un contingente de "voluntarios" para la guerra del Paraguay,
porque los jefes "nacionales" siempre temen que Varela se descuelgue de los cerros y ponga
en libertad a los forzados como hizo el otro Quijote, el de la Mancha, con los galeotes. Pero
estos no le pagarán a pedrada limpia, sino que se le unen para seguir la lucha imposible por
la alianza con las repúblicas de la misma sangre. Cuerpeando las divisiones nacionales, Varela
se desliza por los pasos misteriosos de la cordillera. En octubre, mientras se lo supone en San
Juan y se lo espera en Catamarca, Varela baja de la cordillera con mil seguidores, esquiva a
los "nacionales" que han corrido a cerrarle el paso, y al galope va a Salta donde espera
proveerse de armas y alimentos. Toma la ciudad por una hora escasa (aunque los defensores
contaban con 225 entre escopetas y rifles contra 40 de las montoneras). De allí siguió a Jujuy
y por la quebrada de Humahuaca llegó a Bolivia, donde Melgarejo –en ese momento
simpatizante del Paraguay- le dio asilo. En Potosí, Varela publicará un manifiesto explicando
su conducta y prometiendo el regreso.
Cuando Mitre terminó su presidencia y lo reemplaza el candidato opositor Sarmiento (si bien
era el máximo culpable de la muerte del Chacho –o tal vez por eso- con el apoyo electoral de
Urquiza), se esperó por un momento que terminase la guerra con Paraguay. No hubo tal
cosa, y eso decide el regreso de Varela. (También que Melgarejo ha cambiado de opinión y
ahora está muy amigo de Brasil). El coronel, con escasos seguidores y sin armas de fuego,
toma el camino de Antofagasta. Su hueste no alcanza a cien gauchos. Esto pone en alerta a
Buenos Aires, que manda al general Rivas, al coronel Julio A. Roca y a Navarro a acabar
definitivamente con el ejército gaucho. No tremolará mucho tiempo el estandarte de la Unión
Americana en la puna de Atacama. Basta un piquete de línea para abatirlo en Pastos Grandes
el 12 de enero de 1869. Los dispersos intentan volver a Bolivia, pero Melgarejo lo impide.
Toman entonces el camino de Chile. Dada la fama del caudillo, el gobierno chileno manda un
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buque de guerra para desarmar al "ejército". Encuentran un enfermo de tuberculosis
avanzada y dos docenas de gauchos desarrapados y famélicos. Les quitan las mulas y los
facones y los tienen internados un tiempo. Después los sueltan, vista su absoluta falta de
peligro. Varela se instala en Copiapó, donde morirá el 4 de junio de ese año. "Muere en la
miseria –informará el embajador Félix Frías al gobierno argentino- legando a su familia que
vive en Guandacol, La Rioja, sólo sus fatales antecedentes".
Pero también debemos decir que Felipe Varela nos dejó a los argentinos –además de su
magistral legado de hombría de bien, dignidad y coraje- una creación esencial de nuestro
patrimonio cultural, al traer la zamacueca chilena que tocaban los músicos para distraer los
ocios y entonar el combate de sus montoneras. Tal vez la tierra argentina y el acento del
canto de los gauchos hizo mucho más lánguidos sus compases. Lo cierto es que en los
fogones de Jáchal y en los llanos riojanos nacerá la zamba, que rápidamente se extenderá
por toda la región.
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El liberalismo en el poder: las primeras presidencias
nacionales, Mitre, Sarmiento, Avellaneda y Roca. La
sociedad argentina en formación
Durante el período que se extiende entre 1862 y 1886, las cuatro presidencias
“fundacionales” (les asignamos ésta denominación por ser las primeras basadas
en la Constitución de 1853) es decir las de Mitre, Sarmiento, Avellaneda y Roca,
las premisas principales en base a las cuales se extendieron sus acciones de
gobierno estaban ligadas al positivismo europeo, y ante todo, a la conformación
de un mercado capitalista que integrara a una Argentina libre de conflictos
internos “en el concierto de las naciones”.
Tales premisas, harto conocidas puesto que una de ellas es divisa de varios escudos
latinoamericanos, fueron “orden y progreso”, “gobernar es poblar”, y por último “educar al
soberano”, siendo el soberano, en teoría, el pueblo. Se necesitaba tierra productiva, y ante
todo, gente que la trabajase. El proceso inmigratorio ultramarino, vinculado con la
conformación de un mercado de trabajo, se iniciaría precisamente en este período. En 1869,
durante la presidencia de Sarmiento, se efectuaría el primer censo nacional, que a decir de
algunos autores, tiene el valor de una “radiografía nacional” (11). Se trataba del primer censo
realizado desde la Revolución de Mayo, que arrojaba un saldo de 1.737.000 habitantes, de los
cuales 495.000, es decir el 28% de la totalidad, residía en la provincia de Buenos Aires. La
ciudad de Buenos Aires, a la sazón tanto capital de la nación como de la provincia del mismo
nombre, tenía 177.700 pobladores, constituyendo el conjunto urbano más poblado del
territorio nacional. Sólo dos ciudades excedían los 20.000 habitantes: Córdoba (28.000), y
Rosario (23.000). Del resto de los núcleos urbanos del país, sólo cinco superaba los 10.000
habitantes.
Lo que diferenciaba a la ciudad de Buenos Aires del resto del país, era la elevada proporción
de extranjeros radicados en ella. Se calcula que representaban en ese momento alrededor del
12% de la población del país, si bien en la ciudad de Buenos Aires llegaban al 47%. Siendo la
población infantil escasa entre los inmigrantes, el porcentaje alcanzaba el 67% tomando en
consideración únicamente a los habitantes mayores de 20 años. Los extranjeros se
concentraban en un 48% en Buenos Aires y alrededores, área que incluye al puerto de
Buenos Aires y aledaños, y en la cual conseguían empleo con mayor facilidad, principalmente
en el sector servicios (puerto, ferrocarriles, administración, etc.), que estaba en pleno auge
en función de la estructura productiva del país. El 52% que restaba de los extranjeros, se
concentraba en los grandes núcleos urbanos (Santa Fe, Córdoba, Mendoza). El resto del país,
por el contrario, casi carecía de extranjeros. De esta manera, el equilibrio poblacional se
alteraba drásticamente a favor de las provincias del Litoral, en particular la de Buenos Aires.
Los contingentes inmigratorios procedían principalmente del área mediterránea de Europa
(Italia, España, y en menor medida Francia)en contra de las inmigraciones selectivas que
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había prescripto la llamada Generación del 37, grupo de intelectuales que había imaginado a
la sociedad argentina posterior a la caída de Rosas, entre los cuales se destacaban Alberdi y
Sarmiento(12), quienes habían depositado sus expectativas en una inmigración procedente
del norte de Europa, más adecuada para la constitución de un mercado capitalista. El
movimiento inmigratorio, que se había iniciado tímidamente en la década de 1850, había
cobrado impulso durante las presidencias de Mitre y de Sarmiento, declinando durante la
crisis del 73, pero el impulso decisivo lo cobró en 1880, tras la Conquista del Desierto
efectuada por Roca.“…Una tesis de la época – apuntan Floria y García Belsunce (13) ratificaba los conceptos de Alberdi y revelaba cuál era el problema. No somos ricos, decía,
tampoco conocemos la miseria. La riqueza es el trabajo y por ello un poderoso elemento de
prosperidad es la inmigración; ella poblará el desierto y asegurará las fronteras; es necesario
que el inmigrante penetre en el interior del país; la venta de la tierra pública facilitará su
asentamiento…”(14)La cuestión de la tierra pública constituirá un arduo debate: como
veremos, el acceso a ella por parte del inmigrante no era sencillo.
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La crisis de 1873: el proteccionismo
En 1873, siendo presidente Sarmiento, sucesor de Mitre, la Argentina volvió a
experimentar otra crisis de producción, esta vez por cierre de mercados: la
derrota de Francia – uno de los mercados más importantes para la lana
argentina-
y
la
aplicación
de
tarifas
proteccionistas
en
Europa
– como
consecuencia, por ejemplo, de la unificación alemana – y en EEUU, que
contrastaba abiertamente con el liberalismo de la década anterior.
En la Argentina se produjo un áspero debate en el parlamento acerca de la aplicación o no de
medidas proteccionistas tendientes a paliar esta crisis: en este sentido son contundentes los
discursos pronunciados en la cámara de diputados, y registrados en el Diario de Sesiones por
Vicente Fidel López, del partido Autonomista entonces en el gobierno: destaca López que el
liberalismo condena a la “…provincia de Buenos Aires y a la de Entre Ríos a la servidumbre
de los mercados europeos, y por lo tanto a una ruina y crisis permanentes, que el librecambio
conviene a países manufactureros de gran desarrollo, que así pueden obtener de otro una
oferta constante de materias primas que necesitan, e impedir que surja entre ellos una
industria capaz de elaborar dichas materias primas; que la producción de lanas, cueros y
sebo, única riqueza argentina, sufrirá constantemente las consecuencias de tal estado de
cosas, condenando al país a una crisis y a un atraso permanentes; y que sólo el desarrollo de
una industria nacional capaz de elaborar esas materias primas, y muchas otras que la
naturaleza del país ofrece, permitirá que queden en él, junto con el interés del capital, el
beneficio y otras ventajas que hasta el presente usufructúa el extranjero…”(9). La crisis del
73 fue distinta de la anterior, no sólo por su envergadura, ligada a las circunstancias
internacionales y del proceso de crecimiento experimentado en el país, sino por los alcances
que tuvo en los sectores de producción. Se trató de una crisis de orden internacional, que
comenzó con la bancarrota de Austria derivada de la derrota sufrida con Prusia. La crisis
afectó asimismo a los EEUU, nación que, junto con Alemania, emergerían de ella como
grandes
potencias,
aparentemente
no
resintiendo
tuvo
la
incidencia
inversión
ferroviaria
en
Bretaña,
Gran
en
ese
país.
país
que
por
Sin embargo,
aquel entonces
monopolizaba las inversiones en Argentina (FFCC ).
En nuestro país, la crisis afectó además de la producción lanera, al comercio y a las finanzas
estatales: para este momento, el recientemente electo presidente Avellaneda afirmaba que la
deuda con Gran Bretaña sería pagada “…sobre el hambre y la sed…” del pueblo argentino,
para lo cual emprendió un drástico proceso de reducción de gastos, que dejó en la calle una
cantidad hasta entonces inusitada de agentes públicos. Asimismo, se produjo un período
inflacionario, con subas de precios entre 1873 y 1875(10), iniciándose un marcado descenso
en el precio de la lana porteña, que asimismo, con ligeras variantes continúa hasta1875.
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De igual manera, la crisis produjo un acentuado proceso especulativo, por parte de
particulares y de bancos tanto oficiales, como privados (elevación de las tasas de interés)
yante toda especulación con tierras (cédulas hipotecarias), sumamente escasas entonces: se
imponía entonces fuertemente la necesidad de incorporar nuevas tierras al esquema
productivo: el adelanto de las fronteras contra los pueblos originarios era la única solución
posible.
(9) Cf. Chiaramonte, José Carlos: Op. cit p.93
(10) Chiaramonte, J.C.: Op. cit. p. 97
(11) Floria – García Belsunce,: Historia de los Argentinos, Vol II, p. 136
(12) Floria – García Belsunce: Op. cit Vol II p. 137
(13) Halperin, Donghi, T.: Op. cit pp 29 y sigs.
(14) Riera, Manuel: La inmigración, Buenos Aires, 1875. Cf. Floria – García Belsunce, II, pp.
137 oligarquía nacional, no vinculada exclusivamente al puerto de Buenos Aires.
20) Ferns, H.: Op. cit., Cap. II y sigs.
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La Conquista del Desierto, exterminio de los pueblos
originarios en nombre del progreso
A partir de la presidencia de Mitre se albergaba intenciones de establecer la
frontera en el Río Negro, tal como lo había anhelado Rosas en su campaña al
desierto.
Esto tendría por propósito asegurar los territorios pampeanos de los “naturales”, y por sobre
todo, abrir nuevos campos
todavía en manos de ellos a la explotación. Ya en 1875, el
entonces ministro de guerra de Avellaneda, Alsina, había abierto una zanja para contener los
avances de los originarios, pero le sorprendió la muerte cuando planeaba una campaña para
arrebatarle sus tierras. Su sucesor, Julio A. Roca – verdadero ideólogo de la campaña
proyectado por Alsina – inició una operación en gran escala (6.000 hombres) que arrojó como
saldo 4 caciques presos, 1.250 muertos y 3.000 prisioneros, proceso que repitió al año
siguiente quebrando definitivamente el “poder del indio” y abriendo a la producción la rica
área del sur de la provincia de Buenos Aires, que fue entregada a los estancieros, fomentando
una concentración de la tierra en pocas manos, ilegítimamente por haberla arrebatado a sus
verdaderos dueños . La Conquista del Desierto – conjuntamente con la incorporación de otras
áreas como el Chaco, y la supresión de las últimas revueltas federales – constituyó la
eliminación de todo foco alternativo de poder en el territorio argentino. El “orden” se había
establecido, y su consecuencia sería el “progreso”. El general Roca sería el beneficiario político
de ésta campaña, así como el candidato para gobernar, esta vez, de una Argentina unida,
esta vez mediante un pacto de oligarquías: el Partido autonomista Nacional, o simplemente
“PAN”.
El nuevo pacto de oligarquías; Roca y el PAN
Roca llegaría al poder en 1880 por medio de una “alianza de notables”, que
pondría fin a la añeja dicotomía entre Buenos Aires y en Interior de país.
Por primera vez se tendrían en cuenta en esta alianza los intereses de las oligarquías del
Interior, tradicionalmente opuestas a los de la provincia de Buenos Aires, que constituyeron
una “Liga de gobernadores” que levantaron el nombre del joven Ministro de Guerra, Julio
Argentino Roca, quien ya se perfilaba como el héroe del Desierto. San Juan, Mendoza, San
Luis, Córdoba, Catamarca, La Rioja, Santiago del Estero, Entre Ríos, Salta, Jujuy y Santa Fe
se pronunciaron a favor de Roca. Roca contaba asimismo con el apoyo del ejército, del que es
líder natural, pero para los intereses de Buenos Aires (representados por el mitrismo, y por el
autonomismo porteño) es un representante del “poder provinciano” en alza( 21), asumiendo
el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Carlos Tejedor la representación del localismo
porteño.
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En los comicios, llevados a cabo el 1 de febrero de 1880, triunfa Roca casi por completo,
absteniéndose en Buenos Aires por “falta de garantías” el partido del Gobernador Tejedor,
aunque el fraude entonces era práctica habitual. La revuelta de Tejedor era inminente. El
ejército “nacional” derrotó al bonaerense. “…Era la victoria del gobierno nacional y el triunfo
político de Roca. El nuevo líder explota con decisión ambas cosas. Domina el Congreso,
expulsa a los disidentes…”(22). Para Leandro N. Alem –futuro líder y fundador de la UCR- “…
un dilema fatal, cuyos dos términos deben ser rechazados, se presentará después de esta
evolución. Una oligarquía provinciana vendrá a dirigirlo todo y a fin de que no se levante una
oligarquía porteña…”(23). Tras el triunfo de Roca, la Cuestión Capital era decisiva, puesto que
la ciudad de Buenos Aires era entonces tanto capital de la provincia de Buenos Aires como de
la Nación. A fin de solucionar el conflicto existente, se imponía la “Federalización de Buenos
Aires”, solución de carácter político. La ley de federalización, que da inicio a la “era de Roca”,
fue sancionada por el Congreso en Belgrano – donde se había retirado el Gobierno cuando la
revuelta de Tejedor el 21 de setiembre de 1880: “-…Declárase Capital de la República – reza
la ley 1029 de Federalización de Buenos Aires en su artículo 1º - al municipio de la ciudad de
Buenos Aires bajo sus límites actuales…”. La ley disponía el destino de los establecimientos y
edificios públicos, los que seguirían perteneciendo a la provincia de Buenos Aires, como el
Banco Hipotecario y sobre todo los ferrocarriles.
Con esto se puso fin a la “Cuestión Capital”, pero no, como veremos, a la
estabilidad política.
(21) Floria – García Belsunce: Op. cit., II, p. 182
(22) Alem, Leandro N.: Obra Parlamentaria, La Plata, 1949, Vol. III, p. 209. Cf. Floria –
García Belsunce, II, p. 182
(23) Floria – García Belsunce, II, p.180.
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La nueva Argentina, inserta en el capitalismo
internacional: la formación de los “mercados”
El problema de la tierra pública constituyó uno de los debates más importantes en
el contexto de la historiografía argentina: por una parte, la concepción tradicional
observaba al terrateniente argentino – y particularmente al pampeano – como un
propietario latifundista muchas veces ausente de su propiedad, quien derrochaba
el dinero sin realizar inversiones en su propiedad, siendo únicamente beneficiario
de las ventajas comparativas del agro argentino respecto del extranjero (15).
Por el contrario, otros lo reconocen como un hábil empresario cuya estrategia consistía en
privilegiar el capital móvil sobre el fijo: de ahí se desprende el hecho de que cuando los ciclos
se agotasen, cambiando de actividad, articulasen con tal maestría su producción respecto de
la demanda internacional (16). En ella por supuesto, el elemento tierra, del cual dependía la
totalidad de la producción, era la clave del sistema. Otros autores, si bien críticos de la
posición tradicional, asimismo asignan al terrateniente un carácter capitalista pero retrógrado
(17), sostienen que la clase terrateniente argentina obtenía sus ganancias a partir del
concepto marxista de renta diferencial (es decir la diferencia del costo de rendimiento entre la
misma producción de un terreno ubicado en el extranjero, y el ubicado en el territorio
nacional, siempre favorable a éste último de lo cual se comprende la importancia de su
apropiación), privilegiando abiertamente la ganadería sobre la agricultura, siendo la primera
una actividad que no genera “eslabonamientos” (es decir, generar una industria que sea
subsidiaria de la misma, como maquinaría agrícola, fertilizantes, etc.) amen de ser menos
rentable que ésta última. Pero, en última instancia, fuesen “clases ociosas” o “hábiles
empresarios”, sus intereses rara vez coincidían con la de la gente que venía a trabajar en la
tierra que era propiedad de ellos.
La existencia de un mercado de tierras por lo tanto, era muy improbable, si bien algunos
sostienen que éste tuvo existencia real(18) -basándose ante todo, en las ventas inmobiliarias,
realizadas entonces – que estaba supeditada a varios factores, a saber, la disponibilidad de
tierras (de la cual se colige la importancia de la Conquista del Desierto), de la llegada de las
inversiones que permitieran a las mismas entrar en producción (el ferrocarril, que permitía
trasladar la producción hacia los puertos de embarque) y por último de que existiera
transferencia de tierras del Estado (que acaparaba las tierras tras la incorporación del
Desierto) al sector privado.
Lo cierto es que no está comprobada la superioridad de la rentabilidad de la
agricultura
sobre
complementarias
la
ganadería:
(Estancia
como
Mixta);
por
veremos,
otra
ambas
parte,
actividades eran
tampoco
existió una
subdivisión importante de terrenos: el elemento tierra tenía una importancia
decisiva para el terrateniente, y por motivos de valorización, la adquisición por
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parte del inmigrante era, si bien no imposible, por lo menos dificultosa. Hasta
1890, la agricultura (trigo, y en menor cantidad maíz) se desarrolló en zonas
marginales.
El territorio de la provincia de Buenos Aires, que constituía el núcleo del área productiva
destinada al mercado internacional, estaba ocupado por la ganadería tales zonas marginales
correspondían al centro y norte de la provincia de Santa Fe (colonias agrícolas como La
Esperanza, y Tortugas, las más de las veces colonizadas por suizos o alemanes, instalados a
partir de la década de 1860, que ocupaban terrenos pertenecientes al ferrocarril) (19). En
1890, con la profunda crisis vivida por el país, la agricultura sería el principal remedio para la
misma. A partir de ese momento, los terratenientes observarían la importancia de la
agricultura, dando origen a una nueva explotación sobre la que avanzaremos más adelante:
la estancia mixta.
(15) Oddone, Jacinto: La clase burguesía terrateniente argentina, Buenos Aires, 1962.
(16) Sábato, Jorge Federico: Notas sobre la formación de la clase dominante en la Argentina,
BuenosAires, Biblos, 1979.
(17) Pucciarelli, Eugenio: El capitalismo agrario pampeano (1890-1930), Buenos Aires, 1986.
(18) Cortés Conde, Roberto: El progreso argentino, Buenos Aires, Sudamericana, 1979.
(19) Scobie, James: Revolución en las Pampas, Historia Social del Trigo Argentino, 18601910, Buenos Aires, Solar, 1968, pp. 45 y sigs
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Las inversiones extranjeras
Resulta notorio el hecho de que la clase terrateniente local, que controlaba
el comercio y las finanzas (es de destacar el hecho de que la Bolsa de
Comercio de Buenos Aires se fundara en 1857, precediendo a la creación de
la Sociedad Rural Argentina en casi un decenio), no realizara ninguna
inversión en el esquema productivo –aún en las estancias de su propiedad
incluso tomando en consideración que había acumulado una considerable
cantidad de capital producto del comercio internacional.
Las inversiones, en este sentido, quedaron libradas al capital extranjero, en
particular el británico.
Las inversiones se canalizaron por dos mecanismos, directas (como en el caso más célebre
el de los ferrocarriles), e indirectas (como los empréstitos concedidos al Estado Nacional,
que se habían iniciado con el mentado préstamo de Baring citado precedentemente). En caso
de los ferrocarriles, se había iniciado – si bien contando con tecnología importada- a partir de
iniciativas del Estado en la década de 1850. A partir de la década siguiente por el contrario,
un consorcio de financistas de origen inglés dio origen al primer ramal construido por
iniciativa privada, el ferrocarril Rosario-Córdoba. A partir de 1862, los ferrocarriles se
extenderían por la provincia de Buenos Aires, permitiendo conectar a la producción
pampeana
directamente con el puerto de Buenos Aires para facilitar su exportación. Las
compañías ferroviarias tenían un marcado carácter británico, excepto el del ferrocarril Central
Argentino, que reunió un consorcio de accionistas de diversos orígenes, en los que prevalecía,
sin embargo, el británico (20). Este ferrocarril tuvo el carácter de empresa propietaria de
tierras, entregadas por el Estado, hecho que permitió la colonización agrícola de terrenos
como los citados de la provincia de Santa Fe. Por el contrario, en el caso del Ferrocarril del
Sur, que atravesaba el territorio de la provincia de Buenos Aires- el área de mayor riqueza
del país-, el Estado no concedió tierras, y estaba exclusivamente integrado por capitales
británicos. Los ferrocarriles privados eran absolutamente necesarios para que la producción
saliera al mercado, y este hecho fue duramente criticado como una grave falta en la acción
estatal (no debe soslayarse el hecho de que habían nacido por iniciativa del Estado) por los
autores que defendían la posición nacional en una lucha de estricta justicia como R. Scalabrini
Ortiz en su conocida Historia de los Ferrocarriles Argentinos. En 1890, el último de los
ferrocarriles todavía propiedad del Estado, el Oeste, pasó a manos privadas.
La entrada en producción de tierras con la llegada del ferrocarril, dio origen a numerosas
maniobras de índole especulativo, como la emisión de cédulas hipotecarias, garantidas por el
Estado, que fueron adquiridas por capitales ingleses en gran medida. Estas sufrieron una gran
apreciación a partir de la década de 1890, única vez en la cual los inversionistas extranjeros
se vieron perjudicados en sus tratos con la Argentina.
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