La secularización

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La secularización
o el proceso de separación
de las diversas esferas de la vida
Miguel Ángel Hernández
Uno de los temas tratados a lo largo de esta Cátedra es la relación
entre la religión, la modernidad y todo lo que acarrea la modernidad en
términos de secularización, de racionalización, de diferenciación, de individualización y de desencantamiento del mundo. Entonces, hacer un
pequeño repaso de esos términos nos podrá poner en camino para orientarnos hacia el presente e intentar una aproximación, un poco sintética,
acerca de la relación entre la religión y el presente.
Siempre que pensamos en estos términos, desde Occidente, tenemos
forzosamente que volver la mirada hacia la Edad Media europea en donde
encontramos una sociedad que está característicamente articulada en torno a un eje religioso. Europa no es una noción fuerte en la época antigua,
en tiempos de Grecia y en tiempos de Roma, sino que básicamente se va
a consolidar durante ese milenio que dura la Edad Media, y lo va a hacer
básicamente porque es un producto del cristianismo. Fue la cristiandad la
que pudo darle unidad a un conjunto enormemente diverso de pueblos,
tanto los que residían en Europa antes de la caída del imperio romano,
como las oleadas que trajeron las distintas invasiones, de diversos orígenes, culturas, lenguas y tradiciones de todos los estilos, que fueron poco a
poco amalgamándose en una unidad cultural, no por la vía de la unidad
económica, porque Europa no era esa unidad, ni en términos de política
–porque la unidad que existía con base en el imperio romano había saltado
en pedazos y se había recompuesto en pequeños componentes– sino con
base en una unidad espiritual, en un corpus de creencias, en una interpretación homogénea, que se impuso uniformemente en el mundo en todos
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esos fondos. El vehículo de conformación de lo que entendemos hoy como
Europa es precisamente el cristianismo.
En una ocasión anterior, en este mismo escenario hablábamos acerca
de la función de la religión como algo que puede articular la trama de sentido, que puede darle unidad y simplificar las distintas cosas que existen en
la vida y en el mundo. En el caso de la Edad Media, esa expresión alcanza
plenitud en la medida en que el cristianismo tiene la capacidad de permear
todas las instancias de la vida, tiene la capacidad de dar una versión acerca
de cada uno de los aspectos que son importantes para la existencia, y de
articularlos en un cosmos unitario, en una visión que tiene coherencia y
que tiene consistencia de sentido. En esa medida las distintas actividades
de la vida están todas incorporadas en una misma unidad: lo político,
lo económico, lo intelectual, lo estético y lo erótico. Todas esas distintas
manifestaciones de la existencia humana, todos esos distintos conjuntos
de órbitas de la actividad quedan incorporados en una misma unidad de
sentido: el trabajo, la producción, las condiciones materiales de la reproducción de la sociedad, las formas de la organización mítica, las relaciones
políticas entre los individuos, las relaciones entre las clases, la manera de
interpretar teóricamente el mundo, las conductas cotidianas, los comportamientos más privados (como por ejemplo los comportamientos sexuales)
y las expresiones estéticas; todas ellas están absortas, están incorporadas,
están sumidas en una poderosa unidad de visión que es precisamente el
cristianismo, en cuyo centro está la institución fundamental de la Iglesia
católica. La historia en su conjunto de la época medieval gira en torno a
esta institución central, porque puede extender sus ramas, unir y someter
todos los ámbitos de la vida, y en esa medida logra darle esa impronta que
nosotros reconocemos en cualquiera de las representaciones que nos llegan
del mundo medieval, de la Europa medieval.
En el traspaso hacia la modernidad esa unidad se va fragmentando, y
eso es lo que reconocemos desde la sociología como el gran proceso de la
diferenciación. Las distintas actividades van adquiriendo autonomía propia; el caso más concreto en la economía es precisamente el de la actividad
capitalista, que comienza a moverse como un proceso de racionalización
de todos los pasos que están orientados a la búsqueda de la ganancia. Es
necesario en un contexto de mercado, donde se compite con otros productores, cerciorarme de que mi producto tenga una ventaja frente a los
demás, ventaja que se expresa en términos de calidad y de precio. Para
poder reducir los precios, tengo que someter a un análisis riguroso cada
uno de los momentos del proceso productivo, distanciarlos del resto de mis
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actividades, separar lo que es la economía doméstica de la economía de la
empresa (de esta última yo puedo extraer lo necesario para el presupuesto
familiar, pero no puedo de ninguna manera confundir las unas con la
otra), etc. Esa actividad económica implica estar permanentemente alerta,
desarrollar una contabilidad rigurosa, organizar permanentemente los procesos, replantear la acción, estar dispuesto a un cambio y a una renovación.
Todo eso supone una tensión que absorbe conjuntamente al individuo, que
llega hasta el punto de convertir la actividad económica en el eje absoluto
de su existencia.
En el contexto del protestantismo ascético, la búsqueda de la certidumbre de la salvación frente al dilema de la predestinación que enfrentaba
el calvinista y el puritano, de alguna manera está mediada por sus logros
económicos, porque el logro económico significaba la prueba de su eficacia,
dado que en ello residía la convicción de que Dios lo había elegido como
instrumento suyo, como instrumento de su bondad, y en esa actividad
todo lo que hacía lo hacía en nombre y gloria de Dios; había una relación
estrecha entre la actividad económica y la actividad de la salvación. Pero
luego la maquinaria del capitalismo va adquiriendo su propia dinámica y
progresivamente esa fuerza, esa energía ética que aplica el creyente a la racionalización del proceso económico, deja de ser una creación y comienza
a constituirse en el orden dado de las cosas. De ahí en adelante lo que hay
que hacer es adaptarse a ese orden, y por tanto la racionalización de los procesos productivos, de los procesos económicos, no dependerá de una decisión moral, de una búsqueda religiosa, sino simplemente de un principio
de supervivencia. Quien entra a competir en el mundo de la competencia
capitalista tiene que aceptar sus leyes, y esas leyes implican la sistemática
racionalización de la vida, que es la que puede garantizar la supervivencia
en este frenético mundo de la competencia.
En esa actividad comienza a desarrollarse la lógica propia de la vida
económica que se va a ir desprendiendo completamente de cualquier tutela
religiosa. Las ideas de Santo Tomás de Aquino acerca del precio justo que
deberían tener las cosas, poseían efectivamente un componente moral que
intervenía en la dinámica del mercado. La dinámica capitalista ya no puede tolerar una restricción de esa índole; por ejemplo, si hay poco capital
y demasiada gente que lo demanda, automáticamente los precios suben,
los intereses suben, la usura sube, y eso corresponde a unas leyes que no
tienen ningún contenido moral, no tienen absolutamente ninguna connotación ética; son las leyes ciegas del mercado, de la oferta y la demanda.
La legislación religiosa de la vida, la voluntad de insuflar una regla de
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bien en el orden económico queda en esa medida restringida y finalmente
eliminada de ese gran sistema que va desarrollándose a partir de un proceso de acumulación que no puede tener descanso alguno. La característica
fundamental del capitalismo quizá sea precisamente esa: estar sometido
a una inercia de crecimiento que no puede parar. En la medida en que el
capitalismo se estanca en su desarrollo, inmediatamente sobreviene la crisis
que conmueve todo el sistema económico, y a partir de la conmoción del
sistema económico se conmueve totalmente la sociedad.
El capitalismo no puede parar; su lógica es la del incremento permanente; su aire radica precisamente en la fuerza del crecimiento, y la utópica
idea de que llegará un momento de plena satisfacción de las necesidades,
en el que la economía encontrará su calma y se vivirá en una rutina sin
afanes, simplemente es algo que escapa por completo a las posibilidades
modernas; es algo completamente opuesto a la idea del capitalismo, que
se alimenta precisamente de la generación de nuevas necesidades. Nunca ningún sistema económico tuvo una capacidad tan expansiva y tan
extraordinaria como el capitalismo. En esa medida, se independiza completamente de cualquier tutela religiosa, de cualquier tutela ética. Además, tiene la capacidad extraordinaria de replicarse en los más distintos
sistemas sociales e imponerse sobre las más diversas tradiciones, porque
entre otras cosas está valorado por una dinámica de expansión mundial
que supone la extensión del mercado. Esto quiere decir que el capitalismo
no se pone barreras; si las barreras se oponen a él, éste tiene la capacidad
de traspasarlas, filtrarlas y romperlas, ya sean barreras impuestas por la
tradición, la religión, el lenguaje, o cualquiera otra dimensión de la cultura. Barreras de todas las clases han sido perforadas y traspasadas tras la
expansión del capitalismo que hoy alcanza la plenitud de su poder en ese
concepto que llamamos la globalización.
Todas las religiones universales ligadas a las grandes civilizaciones,
presentes en los grandes países, están hoy en día atravesadas, por igual,
por esa dinámica portentosa del capitalismo. Entonces, en este primer momento la vida económica se independiza de la totalidad de la cosmovisión
religiosa, se hace ajena a la institución que la regula, gana su propia dinámica y se lleva consigo las demás dinámicas, arrastra el resto de las fuerzas.
Ese es el espectáculo al que hemos asistido durante los últimos 500 años
desde que despunta Europa occidental, pero particularmente en el último
siglo, que ayudado por la producción científico-tecnológica ha potenciado
su capacidad de permear los últimos meandros y las últimas instancias del
planeta; se ha hecho absolutamente contundente. Hoy en día cada uno de
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nosotros está de alguna manera conectado con una infinitud de anónimos
que están en cualquiera otra parte del mundo; todos somos universalmente
dependientes del resto por esa red densísima, intensísima, potentísima que
ha esgrimido el capitalismo a lo largo del planeta, en sus procesos de producción, distribución y consumo.
Pero la religión no sólo ha perdido su influencia sobre el orden económico (en un mundo capitalista globalizado), pues un proceso análogo
ocurre también en el plano del orden político. En Europa Occidental, la
Iglesia tenía una influencia poderosa entre los hombres y sobre la competencia por el poder entre los seres humanos, sobre esa lucha del hombre
contra el hombre que se escenifica fundamentalmente en el ámbito de la
política, pues tenía la capacidad de legitimar los órdenes políticos y las
autoridades políticas. La idea de que el poder político tenía una última
legitimación en los cielos, de que había una voluntad divina en la selección
de los monarcas, algo que el papado posibilitaba o negaba, comportaba un
poder extraordinario.
El orden social medieval es un orden concebido como parte del designio divino desde el momento de la creación, en un sistema que integra el
orden social con las leyes mismas de la naturaleza. En él los seres humanos
tienen una condición al nacer, y con esa condición perecen; no existe lo que
nosotros llamamos la movilidad social. El que nace siervo muere siervo, y
el que nace señor muere señor, y ese es un orden tan poderosamente inmutable como el de la naturaleza. Las cosas están dadas así y, por tanto, en la
experiencia social no se tiene la fuerza del cambio; más bien, las sociedades
tienden a reproducirse idénticamente ellas mismas siguiendo el paradigma
de la sociedad tradicional, en la que todo está dispuesto para que nada
cambie, pues la sociedad siente que ese es su mecanismo de protección
frente a un sinnúmero de contingencias que existen en el ambiente.
En ese orden de cosas, la religión penetra profundamente el orden
político, lo rige, lo sanciona, y en un momento dado también lo puede derrocar. La actividad social en la vida moderna es completamente diferente;
en ella los compartimentos estancos entre las clases sociales empiezan a ser
rotos por el capitalismo y las personas pueden migrar de una condición
social a otra durante su vida. En el seno del capitalismo es posible que las
personas corran el riesgo de formularse proyectos en la vida que no sean los
que están marcados por su origen, por su condición social. En él, las personas pueden desprenderse del fatalismo que está determinado desde la cuna;
la sociedad comienza a abrirse y las facultades de la inventiva y de la ima-
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ginación permiten a los individuos conseguir una posición en la sociedad
que el orden tradicional nunca les habría dado. Esta posibilidad determina
una sensación de que el orden de la sociedad no es tan inmutable como se
creía, y a la larga esto va a propiciar una transformación fundamental, que
se evidencia en la democracia, en la medida en que las personas son capaces
de reunirse para construir las reglas de juego de su convivencia. De esta
manera surge la idea de que un orden social en buena medida se organiza
en torno a un orden jurídico, y que el orden jurídico es una construcción
social, es una construcción colectiva, es una obra de los hombres; en consecuencia, no es una ley natural sino una ley positiva la que va a conformar
el orden jurídico de allí en adelante.
A partir de este proceso la legitimidad de los ordenamientos sociales
comienza a cambiar de signo. Si antes la legitimidad era descendente, venía desde las estructuras, venía desde lo sagrado, ahora el orden legítimo
se configura inversamente en un sentido ascendente: las instituciones se
construyen desde abajo, y los individuos participan en la elaboración de
esos órdenes. Esto trae al ámbito de la voluntad humana la posibilidad de
la construcción de ese estrato fundamental de la vida real humana que es
el orden social. El orden social es algo que se construye; es una creación
humana. En ese sentido, la religión va perdiendo su ascendente sobre la
conformación de ese orden, y al mismo tiempo la ética religiosa de la fraternidad, la ética religiosa que quiere reunir a los seres humanos en esa
comunión que supone la generación de la cohesión social, el replegare de
la religión sobre la base de una misma visión, sobre la base de una misma
voluntad, ese principio que está determinado por una voluntad de unir,
de congregar fraternalmente, va a tener, por una parte, un enfrentamiento
directo con el individualismo que se desarrolla en la economía capitalista,
y por otra parte va a enfrentarse con otro elemento fundamental que tiene
que ver con la creación de una institución como lo es el Estado, lo que
nosotros conocemos como el Estado-nación.
El Estado-nación reúne demasiada gente y se constituye en una sumatoria de fuerzas extraordinariamente poderosas frente a las antiguas
ciudades-estado, frente a los antiguos reinos. El nuevo Estado supone una
comunicación del poder absolutamente extraordinaria, un salto en la escala del poder, y se pasa de la lucha entre los príncipes a la lucha entre los
Estados y aparece la guerra moderna, la guerra de las grandes movilizaciones, de masas de soldados. La caballería queda desalojada por la infantería,
porque la infantería puede reunir miles y miles de hombres. Se cambia la
lógica de la confrontación, y en ese proceso va surgiendo la racionalidad
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del Estado-nación que nosotros conocemos como razón de Estado, la cual
se impone sobre cualquier consideración moral y otorga la posibilidad de
recurrir a cualquiera de los medios sin ninguna recriminación moral; es la
exclusión de la moralidad del orden político que expone Maquiavelo en El
Príncipe. La moralidad religiosa y la autoridad eclesial comienzan a ser excluidas de la lógica del orden de la política; entonces la religión se repliega
también en este ámbito de la vida a esa nueva autoridad que es el Estadonación. De ahí viene como consecuencia natural la separación entre el
Estado y la Iglesia, que le quita poder a la Iglesia de Roma, hasta reducirla
a un pequeño gentilicio, y hoy la vemos limitada al Estado Vaticano.
Esa dinámica que adquiere la vida política está fuertemente asociada
y complementada por la dinámica del capital. El capitalismo y el Estado se
asocian en un mismo principio de racionalidad en el que lo fundamental es
la adecuación de los medios a los fines; hay que atenerse fundamentalmente a aquello que se busca, la ganancia o el poder, la acumulación del capital
o la conquista de un Estado. Todos los medios tienen que estar sometidos
a esa misma lógica. La posibilidad de pensar que hay medios sagrados y
medios profanos, que hay medios moralmente repulsivos y otros que no lo
son, que hay medios que son lícitos y otros que no, comienza a ser evacuada
de las lógicas de la dinámica de la construcción del poder.
En la Edad Media, el cristiano obra orientado por lo que considera es
el mandato que viene de Dios, y no se preocupa por lo que va a pasar después. Existe la famosa fórmula: “El cristiano obra según lo manda el Señor,
que por sus consecuencias se preocupará Él”. Esa lógica que corresponde
mucho al comportamiento religioso y a la convicción que se tiene de que se
obra como un deber sacro, comienza a ser desalojada y eliminada de estas
órbitas, de la actividad monetaria y de la actividad política. En ellas se va a
imponer la ética de la responsabilidad como aquella ética que se hace cargo
de las consecuencias de las propias decisiones. Yo no puedo decir que simplemente actúo por convicción y ser indiferente frente a las consecuencias
que acarrea mi conducta; tengo que obedecer a mi conducta, a mi convicción, pero sólo puedo llevar las consecuencias de mis acciones hasta el
punto en el que puedan convertirse en mías, en mi propia causa. Cuando
yo pienso solamente en mi convicción, actúo en una dirección en la que no
calculo los resultados, y es posible que los resultados terminen negando lo
que yo estoy esperando al comienzo; entonces esa actitud de la ética de la
responsabilidad, que es la que domina en el análisis de las consecuencias, es
la que se impone en la óptica de la política, que de alguna manera manda
en el capitalismo del Estado nacional, y también se sale de la religión que
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sigue insistiendo porque su fundamento es la fe. En la ética de la convicción, las cosas hay que hacerlas porque se cree en ellas, porque se siente el
mandato que proviene de ellas.
Esta es la situación que se presenta en el campo de las dimensiones
más racionales de la vida, que son la economía y la política, pero hay otras
dimensiones que son profundamente irracionales o que se encuentran
entre lo racional y lo irracional, que es precisamente lo que sucede con
la órbita del arte. Desde tiempos muy antiguos las manifestaciones del
arte han estado poderosamente asociadas a la vida religiosa: los cantos,
las danzas, las coreografías que hacen los grupos para asegurar el poder
de sus prácticas totémicas, asociadas con la experiencia de la magia…,
etc. La elaboración sistemática de la música es algo que está relacionado
con los rituales religiosos; desde el comienzo, las representaciones pictóricas son representaciones que tratan de acercarse a esa dimensión de lo
trascendente, de lo extraordinario. Incluso las expresiones más antiguas,
como pueden ser las de Altamira, que tienen 15.000 o 20.000 años, están
asociadas con rituales mágicos con los cuales el hombre de las cavernas
representaba a un alce, y esa representación expresaba la posibilidad de
arrancarle el ánima, de vencerle el ánima en el momento en el que se hace
el ritual previo a la caza; gracias a esto se entra en el éxtasis.
Si recorremos la historia del arte, siempre encontraremos esta asociación con lo religioso; por ejemplo en la arquitectura, la construcción de
monumentos está asociada generalmente con la construcción de templos.
El templo es una construcción extraordinaria; en ella se rompe el estilo de
las demás construcciones; no puede ser simplemente un lugar de habitación: es un lugar donde se encuentra la tierra con el cielo, y en ese punto de
encuentro de la tierra con el cielo es necesario construir un espacio absolutamente distinto, y esa condición es precisamente la que aporta el arte. Con
esa historia de los templos llegamos hasta la Edad Media y encontramos
que las mayores expresiones estéticas son las grandes catedrales góticas. En
esas prodigiosas obras arquitectónicas están incorporados además los otros
géneros artísticos: la escultura es parte de los nichos, es un elemento de
composición; la pintura en mural está subordinada a la arquitectura tanto
como la escultura, porque la arquitectura es la que construye el templo y
el templo es el lugar fundamental del culto y del encuentro religioso, es
el escenario fundamental de la comunidad. La comunidad se recrea en el
escenario del templo y se recrea en el rito de la misa que es una comunión.
Todo esto nos está demostrando el hecho de que el arte siempre estuvo
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fuertemente asociado a la religión y completamente subordinado a ella en
el caso de la Edad Media europea.
¿Pero qué pasa en el Renacimiento? En el Renacimiento los temas religiosos continúan, pero su función ya no es la de despertar el sentimiento
religioso. Ya su motivación no está dada por la búsqueda de admiración de
lo divino, sino por la búsqueda de admiración de la obra de arte misma, y
a través de ella, de su autor. Por primera vez se utiliza el término de genio
para llamar a Leonardo; a Miguel Ángel lo llaman el divino. Es la noción
de genio la que aparece para denominar al creador de arte, y alguien que se
emparenta de alguna manera con Dios tiene esa capacidad extraordinaria
de crear cosas prodigiosas de la nada, porque nunca se sabe de dónde saca
el genio el prodigio que le permita la creación estética. Esto significa la relación del individuo con la obra de arte. Ya no es el relato de lo sagrado de
una población analfabeta como lo era la sociedad medieval, sino que ahora
se entra en un estado completamente nuevo en donde las personas ingresan
en un mundo que es propio y autónomo del arte. Los valores del arte se
independizan completamente de los valores de la religión. Ahora lo bello
puede ser lo bello y profano, no necesariamente lo bello y sagrado que era
lo que dominaba en la Edad Media.
El arte es, entonces, otra órbita de la cultura que se independiza de la
religión. La libertad de las formas es algo ajeno a las fuerzas de sentido que
es lo que más importa al hombre religioso; la experiencia mística es una
experiencia que quiere deshacerse de las formas y concentrarse completamente en el sentido; todo lo formal es trivial y puede ser hasta diabólico en
la conciencia religiosa más intensa. Cuando el arte se libera en sus propias
dinámicas, hay otro momento de independización que escapa a la autonomía de la religión.
Una religión como la cristiana es una religión del amor. El amor está
en el principio del Evangelio. Su buena nueva consiste en un llamado hacia
el amor, un amor cósmico, un amor universal, pero a ese amor se opone
el amor erótico. Cuando las personas se encuentran en una relación con
el otro, algo así como una mutua predestinación, cuando en el clímax de
la vivencia amorosa se siente que el resto del mundo pierde significación
o que por el contrario todo sonríe, y ese mensaje se proyecta sobre todo lo
demás, hay una sensación extraordinariamente plenaria de quienes están
viviendo esa experiencia religiosa, y en esa misma medida puede haber una
trascendencia de todo lo trascendente y de todo lo divino, o encuentran
minimizada su persona por esa misma fuerza del amor. En la medida en
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que haya un discurso sobre el amor, en la medida en que el amor se convierte en el centro de una vivencia, un relato o una cultura, la religión
pierde también el monopolio sobre la noción del amor, porque el amor se
hace mucho más concreto, mucho más denso, mucho más personalizado,
y se construye independientemente de una ética religiosa. En el mundo
moderno asistimos a esa autonomización de la dimensión erótica que hoy
en día podemos ver no sólo en la literatura, sino más bien condensando
una dimensión cultural al margen de una vivencia religiosa.
Finalmente asistimos, también, a una independización de la órbita
intelectual. El intelecto se desarrolló durante muchísimo tiempo en el seno
de las grandes religiones y fundamentalmente de las religiones bíblicas, que
tenían libro. Alrededor del libro se formó una elite culta que se esfuerza
en interpretar, en hacer la exégesis, en traducir las verdades trascendentales que están en esos textos, a la praxis y a la vida social. Eso significó
que buena parte del pensamiento humano a lo largo de toda la historia se
desarrolló en esos núcleos intelectuales de las grandes religiones, pero a
partir de la época moderna, con el desarrollo de la ciencia, después de esa
dura confrontación que se dio en los comienzos entre la fe y la razón, la
ciencia va adquiriendo también una autonomía extremadamente grande y
se va independizando de la tutela religiosa. El experimento es la argumentación, es la racionalización que toma un camino separado a partir de esa
fórmula famosa de Galileo Galilei que planteaba que él no decía cómo se
va a los cielos, sino cómo iban los cielos, y que por tanto a los sacerdotes
les quedaba libre e intacto su monopolio de decir cómo se iba a los cielos,
y que por favor le dejaran a los científicos la pregunta acerca de cómo van
los cielos. Es el mismo proceso de creación de la ciencia moderna que nos
muestra el mundo como un inmenso complejo, como un cosmos: con
leyes, con orden, e independiente de una disposición última, de una finalidad trascendente. La lectura del cosmos desde la finalidad religiosa supone
que el cosmos tiene el sentido del gran proyecto de Dios. En el caso de la
ciencia, el cosmos se autonomiza frente a cualquier pregunta acerca de su
sentido, acerca de un proyecto, acerca de cualquier determinación que sea
religiosa.
En el caso de la ciencia, encontramos también la autonomización
frente a lo religioso junto a las esferas del amor, la estética, la economía y
la política. A su lado hallamos otro tema que ha estado rondando todo el
tiempo; ¿Cómo es que la religión tiende a hacerse más subjetiva, tiende a
proyectarse más a la interioridad? ¿Cómo es que cada vez se va volviendo
más un asunto privado que un asunto público? Esto se da porque con la di120
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ferenciación de las órbitas la centralidad que poseía la religión se relativiza
y se convierte en otra órbita más de ese conjunto y de esa totalidad diversa y
heterogénea de la cultura; por decirlo metafóricamente, en la modernidad
estamos asistiendo a un politeísmo: así como los griegos tenían un Dios
de la guerra, un Dios de la alegría, una Diosa de la belleza, un Dios del
trabajo, hoy en día los seres humanos optan por esas distintas opciones, y
en cada una de esas órbitas encuentran fuentes de sentido.
En el mundo medieval el sentido era unitario, era el sentido de la
trascendencia, era el sentido de la salvación, todas las comunidades apuntaban a una única dirección de sentido, y la organización de la vida se
apoyaba fundamentalmente en ella. En la medida en que esas órbitas se
independizan, el sentido se viene desde el más allá hacia el más acá, desde
el allende hacia el aquende, y en el aquende se diversifica en una variedad
de opciones, y las personas encuentran en sus vidas esas distintas opciones
a partir de un proyecto que puede forjarse cada quien, que es un proyecto
profesional. En mi profesión yo encuentro el espacio particular de realización de mi vida, tengo la fuente de sentido básico que necesito, sea en la
economía, sea en el intelecto, sea en las diferentes opciones que se ofrecen
hoy en día; entonces ahí está ese factor que ha determinado ese elemento
de traspaso de la religión desde la objetividad social, desde la centralidad
social hacia la subjetividad.
Esta experiencia es una experiencia fundamentalmente acontecida en
Occidente durante los últimos 500 años, pero resulta que hay otro proceso
que ocurre de manera paralela y es la mundialización de Occidente. Si
nosotros revisamos de manera muy rápida lo que era la Tierra hace 500
años, antes del descubrimiento de América, encontramos en el panorama
una cantidad de civilizaciones repartidas a lo largo del planeta que tienen
conexiones más o menos intensas con sus vecinas, pero con total desconocimiento de las lejanas; había muchas historias dispersas a lo largo del
planeta. Desde el descubrimiento de América hacia acá, asistimos a una
experiencia completamente inédita de la historia universal, que es la plena
conciencia de la simultaneidad y de la omnipresencia de todos los seres
humanos sobre el planeta: todos asistimos a los mismos acontecimientos.
Si pensamos en un partido de la final del campeonato mundial, podemos
ver que los presentes en ese mismo momento, dado que se transmite en directo, son más o menos dos mil millones de personas a lo largo del planeta.
Es lo mismo que pasó durante 24 horas continuas con la celebración del
año 2000: todas las civilizaciones estuvieron desfilando, celebrando una
efemérides que era fundamentalmente cristiana y que no tenía mucho que
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ver con las demás religiones del resto del mundo, pero es que Occidente ha
producido esa hibridad, Occidente ha sido el factor que ha determinado
la construcción de esa simultaneidad, de esa copresencia de todos los seres
humanos que nos sentimos cercanos, involucrados y relacionados unos con
otros. Ese salto es un salto prodigioso porque podemos decir que el Homo
sapiens sapiens ha pasado la mayor parte de su historia en África, aunque
con una vocación expansiva ha logrado colonizar todos los rincones del
planeta. En los últimos 500 años este proceso se ha invertido, lo que significa que desde el copar las últimas fronteras del planeta hasta volver a
reencontrarse con todos los demás al mismo instante y en el mismo tiempo
sólo hemos gastado los últimos 500 años.
Bibliografía
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