HOMENAJE A GONzALO SUáREz BELMONT

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Homenaje a
Gonzalo Suárez
Belmont
José Manuel Orozco*
U
na de las mejores experiencias que
ofrece la vida es conocer a un ser humano integral. Me refiero a una
persona íntegra en todo sentido. Y que a partir de ese encuentro deriven
otros que permitan ser mejores a quienes coexisten o conviven con uno.
Cada momento de nuestra vida se encuentra vinculado e inmerso en
entornos donde están los otros. Y el resultado de esas relaciones constantes, de entorno en entorno, demandan que uno sea responsable,
moralmente recto, capaz de dialogar y aportar argumentos, pero, sobre
todo, capaz de ofrecer siempre un mínimo de cortesía a los demás. Esa
ruta de vida, o paso en el ir por la vida, de entorno en entorno, puede
definirse como una peregrinación impregnada de valores. Es preciso
tener presente que los valores se aprenden y asumen mediando la fa­
milia, la gente cercana, y la ejemplaridad de vida que ofrecen las per­
sonas que se van conociendo. Valores morales, estéticos, cívicos. Incluso
aficiones recreativas y apetitos cognoscitivos. Cuando una persona
adquiere valores y los mantiene, suele vivir los entornos con entusiasmo.
No siente el peso de tener que estar con los otros. Vive entonces la
conciencia del nosotros.
Algo parecido me ocurrió cuando conocí a Gonzalo Suárez Belmont.
Primero, porque al llegar al itam, cuando comenzaba a trabajar como
profesor de asignatura, lo encontraba en la vieja sala de control de listas
* Departamento Académico de Estudios Generales, itam.
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que ahora es el espacio de las aulas casi inmediatas a las escaleras que
bajan a la biblioteca. Recuerdo que lo primero que vi fue a Gonzalo
hablando por teléfono y resolviendo problemas propios de su profesión
en su despacho. Vestía una chaqueta de piel color marrón, pantalón de
casimir gris Oxford y corbata roja (lo recuerdo muy bien). Hace 27 años,
en 1987, pues, comencé como profesor de asignatura. Después tuvimos
una plática sobre las montañas, el alpinismo, los bosques de México, y
es­pecialmente lo que descubrí que era una afición común: el amor a
la naturaleza. De ahí pasamos a temas políticos y sociales. Estuvimos de
acuerdo en que eran momentos de crisis. ¿Cuándo no lo han sido? ¿Acaso
no siguen siendo momentos difíciles? Lo que dijimos y conversamos
durante casi una hora nunca lo olvidaré. Decíamos que era necesaria
la transparencia, la equidad, el sentido de la ley y su introyección; que
había mucha corrupción y que estábamos entrando a una etapa en la
que el sistema económico tenía a millones de mexicanos en la pobreza.
Hoy, esos temas siguen vigentes lo mismo que nuestras ideas de entonces.
Quizás ahora diríamos que no se ve la ley y el sentido de la misma, que
hay una crisis del Estado de Derecho. De hecho, la semana pasada
Gonzalo, con su cortesía y seriedad de siempre, me dijo: “hoy mismo
le decía a mis muchachos que es urgente que se restablezca el orden y
que haya justicia aplicando la ley”. Ambos pensamos que en la medida
en que se permite que el caos impere y crezca la violencia, la gobernan­
za democrática está en peligro.
En ese entonces hablábamos de lo que cada uno enseñaba en el itam.
Y Gonzalo me dijo que lo importante era que me comprometiera con
mis estudiantes y con la institución. Un hombre leal, respetuoso, traba­
jador a cual más, siempre responsable y entregado, que llegaba muy
temprano a sus clases, se iba al despacho y volvía por las tardes a dar
clases. Incesante y tenaz, sin faltar prácticamente un solo día. Pero no
por obligación, sino por gusto relativo al compromiso con la academia.
Gonzalo Suárez se me fue desvelando cada vez más como un hombre
de compromiso. Pero doble, porque se trataba del abogado que tiene
asuntos varios y de varias disciplinas jurídicas (laborales, civiles, por
lo menos), y los resuelve; al mismo tiempo, es el académico que gusta
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Homenaje a Gonzalo Suárez Belmont
enseñar a los futuros abogados y a los jóvenes de diversas licenciaturas en el área humanista de los Estudios Generales. Hombre práctico
y humano, abogado en la praxis y profesor de vocación, me fueron
ganando la admiración y el respeto. Sobre todo respeto. Ese sentimien­to
ahora es de amistad. Una verdadera amistad en el mejor de sus sesgos:
lo fraterno.
Recuerdo los días que desde hace 26 años (y el lleva 42, de modo
que apenas y sé algo de todo lo que él sabe de nuestra casa de trabajo),
llegábamos a las seis de la mañana. Nos estacionábamos al lado de lo
que ahora es la sala de maestros, justo frente a lo que ahora es la Plaza
de las Palmeras. Yo tenía un coche pequeño (ustedes saben que suelo
cambiar de coche, pero recuerdo que era una Caribe roja muy en des­
gracia). Yo en mi Caribe GL vieja y Gonzalo tenía un Grand Marquis
muy cuidado (no recuerdo si azul marino o negro), flamante, aunque
no nuevo. Y cerrábamos los ojos un poco. Apenas algo de descanso
previo por haber madrugado, y justo faltando cinco minutos para las
siete nos bajábamos del coche para ir caminando hacia las aulas. Lo cu­
rioso es que sigue siendo igual. Idéntico, lo mismo. Llegamos cada
martes y jueves a las seis y bajo el mismo ritual hacemos lo mismo.
Puedo decir sin eufemismos que los momentos del café fueron me­
morables por años. Coincidíamos en la sala de control de listas para dar
clase a las cinco de la tarde durante casi dos años. Siempre llegamos pun­
tua­les a las cuatro y nos sentábamos a tomar un café y repasar la agenda.
En esas charlas nos acompañó Manuel Ramos, quien es otro amigo y
querido colega profesor de Historia Socio-Política de México. Gonzalo
sacaba de pronto un billete de la época de Porfirio Díaz, nos mostraba
algún incunable, un texto curioso, un documento con la firma de Lafragua
o una pieza de obsidiana prehispánica. Recuerdo que Rodolfo Vázquez
entró una tarde por café y nos vio extrañado. Muy perplejo, exclamó:
“¡Pero si es que ustedes parecen tres hombres del siglo xix; parecen
parte de una logia!” Yo le decía que no, que no éramos eso, a lo que Ro­
dolfo dijo: “Es que así eran, como ustedes, los hombres del xix”. Gonza­
lo el hombre que colecciona piezas, libros, antigüedades propias de
nuestro pasado. A la exposición de libros raros fuimos varios cuando
en la biblioteca se colocaron en tres vitrinas conteniendo esas hermosas
rarezas.
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Puedo pensar en el amigo y el maestro como un hombre de pocas
palabras. En efecto, Gonzalo no es proclive a lucirse, a dar oratorias preña­
das de adjetivos. Reflexivo, pensante, va emitiendo sus juicios con gran
prudencia. De pronto una pregunta que deja helado; una frase que
acierta. La sonrisa y de nuevo la escucha atenta.
El privilegio de conocer a su hijo Gonzalo, con quien tuve incluso
la experiencia de hablar también de muchos temas, de apoyarlo en sus
ímpetus que lo iban perfilando hacia la actividad política misma, me
reveló que igual que su padre yo trataba con un joven hecho de una
sola pieza, responsable, trabajador, comprometido con el país. Ahora
desempeña labores de seguro fundamentales en su área.
Quiero también decir algo más sobre el temple de Gonzalo Suárez
Belmont. Una mañana de tantas en que suelo bajar de mi oficina e ir a
buscar un café, soy hombre de rituales, entonces, frente al itam, donde
mi colega Miguel del Castillo nos ofrecía el mejor café que he probado,
me topé con Gonzalo. Venía muy triste, caminaba aprisa. Se detuvo
un momento casi frente a la oficina de rectoría. Y me contó que su
querida madre había fallecido. Solamente una lágrima esbozó, nunca
se le quebró la voz, y venía preocupado porque ya llegaría algo tarde
a su clase. Eso pinta la madera de la que está hecho. Un hombre forjado
en recios valores, de seriedad e integridad, de compromiso y como he
sostenido, un amigo siempre leal y noble.
Creo que haber entregado 42 años de vida a la labor docente en
nuestra casa de estudio y trabajo es decir velozmente lo esencial. Se trata
de una vida de entrega sin duda a la actividad más bella que puedo ima­
ginar: formar a los jóvenes que irán a asumir responsabilidades impor­
tantes en los sectores público y privado del país. Formar e informar.
Nunca fallar. Y sobre todo, querido por sus estudiantes. Me decía una
alumna que tomó clases con él hace seis meses: “el profesor Suárez
hace reflexionar sin enojarse, pacientemente, con tranquilidad, nos va
mostrando el amor a la historia, a nuestras tradiciones y el profundo res­
peto por nuestras instituciones. Nos enseña sus objetos que colecciona”.
Estoy cierto de que Gonzalo Suárez Belmont ha vivido los entornos cuya
experiencia ha llevado desde el itam de Marina al itam de hoy. Desde
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los años en que en el itam de Río Hondo teníamos un huerto, árboles,
estacionábamos los coches incluso bajo los edificios, los pisos eran de
mosaico rojo, paredes verdes y techos altos, corredores fríos propios
de ese edificio que fue seminario, el que ahora es síntesis de todo lo
anterior en su forma actual, moderna, articulada, más grande y desde
luego con más carreras, estudiantes, cursos, telecomunicaciones, redes.
Esos procesos los ha vivido Gonzalo, que es testimonio viviente de
buena parte de la historia del Instituto.
Finalmente, Gonzalo, te agradezco la amistad (lo reitero), y admiro
tu labor. Espero que sigas muchos años más entregando tu experiencia
y saber a los jóvenes. Y que obviamente la alegría y salud de esta oca­
sión nos enseñen que uno puede amar lo que hace, si lo hace con ver­
dadera vocación. Gonzalo Suárez Belmont es un hombre de vocación
profunda.
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