Jose Maria Gatti - Victimas inocentes

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José María Gatti
Víctimas inocentes
De Víctimas inocentes, Tahiel Ediciones, Buenos Aires, 2012.
Conocí a Alexandre en la Universidad de Vermont, durante el invierno de 2000. Tres años antes, él se había incorporado al colegio Míddlebury y también tenía una cátedra en Norwich. Estaba casado con
Augusta Dover, una norteamericana oriunda de Rhode Island, profesora de la Universidad de Brown, en Providence, ciudad famosa porque
en el año 1676 quedó destruida por los incendios y agresión de los
indios. Diez años después ya se había repoblado.
La pareja no tenía hijos y vivían en una modesta granja rodeados de
ovejas, cerdos y un par de vacas lecheras.
Alexandre es un hombre obeso, estatura mediana, de aproximadamente 55 años. Usa una barba abundante poco arreglada. Viste
informalmente y no es nada prolijo en su aseo. Sus chalecos guardan
las manchas de grasa de las comidas anteriores y sus pantalones no
conocen el alisado de ninguna plancha.
Augusta luce delgada, fibrosa, rústica. Habla pausadamente, es tímida
y prefiere estar la mayor parte de su tiempo libre atendiendo a los
animales y a su huerta.
Me vinculé con ellos por intermedio del profesor Hartford, a quien
primero descubrí a través de sus trabajos y después por su inesperada
invitación a la Universidad.
Con Paúl Hartford nos intercambiábamos información desde hacía
unos quince años. Él conocía mi trabajo sobre la personalidad del
mito. Yo sabía todo sobre su teoría del mito global.
Recuerdo que en una extensa carta, me decía que a pesar de los tiempos, de la historia de los siglos y de la triste realidad de las esperanzas
utópicas, la humanidad siguió atrapada al esquema del mito. Diagnóstico muy a pesar de los psicólogos y filósofos que no acuerdan y se
resisten a reconocer que el mito está por entero en nuestra vida cotidiana.
En rigor, de toda esa etapa tengo el grato recuerdo del tiempo compartido con esos seres a los que sólo me unía el trabajo. Paúl, pocos días
antes de mi regreso, se sincero conmigo. De manera precipitada trató
de blanquear una desordenada relación que vivió acaloradamente con
Augusta, cuando su amigo Alexandre había viajado a dictar un seminario en Basilea. Fueron veinte días de extrema pasión, de enorme
entendimiento, de mutuos interrogantes. Mi impresión ligera acerca
del carácter de esta mujer medrosa, quedó sepultada con el relato
compulsivo del Paúl. A medida que hablaba, su testimonio se abría en
una especie de desvanecimiento que me llevaba a una encrucijada. En
cierta medida, yo era parte de su componenda y esta confabulación me
comprometía. Pero también era real que Paúl no era mi amigo y su
decisión de precisarme los más íntimos detalles de su vínculo con
Augusta, formaban parte de su pesadumbre. Al principio me limité a
escucharlo, a tratar de ser su acompañante. Hartford, en cambio, me
tomó de rehén, de cómplice, de encubridor.
La noche anterior a mi partida, cenamos los cuatro en la cocina de la
granja. Augusta había preparado un guisado de conejo. Alexandre
bebió demasiado, a tal punto que cuando intentó levantarse cayó al
piso desvanecido. Quise auxiliarlo, pero Augusta me detuvo. “En unos
minutos se incorpora y solo se va a dormir”, balbuceó. Paúl me miró
fijamente. Sentí que mi presencia era un obstáculo. Argumenté estar
agotado y tener necesidad de descansar. No se opusieron. En la carretera, camino a la Universidad, pensé en aquello que Hartford siempre
repetía: “El mito es una forma especial de la fantasía”.
Roberta tuvo la deferencia de llevarle a Paúl mi libro sobre El Mito
Personal. Hartford ya lo conocía porque un mes antes se lo había adjuntado por mail.
Roberta es mi pareja. Convivimos desde 1996 en una casa reciclada de
Montserrat. Su viaje estaba programado para permanecer alejados más
de seis meses. Durante su estadía en la Universidad, Roberta tendría
que defender su tesis sobre La longevidad de las Civilizaciones, un
trabajo que confieso contó con mi colaboración y el asesoramiento de
Marcel Grinaut, quién nunca se decide a regresar a París, donde lo
espera su esposa Mirelle.
Nos despedimos sin festejo. Somos bastante remisos al adiós. En otras
oportunidades, por despegues menos prolongados, acordamos darle al
trámite de la separación un carácter nada dramático. La realidad del
corte no ofrece misterio. Cada uno lleva del otro la sustancia necesaria
de vida que hace falta para sujetar la maleta de la angustia.
Roberta es pragmática, se desenvuelve con cierto criterio científico e
impetuoso. Difícilmente recurra a pensamientos paralelos, a adivinanzas banales. Entre ella y yo hay una distancia cierta y real. Aunque
para ambos la vida sigue siendo un enigma misterioso, una narración
de hechos y circunstancias que pretenden tener una explicación, una
respuesta, como aquella que buscaban los vikingos cuando imaginaron al mundo centrado en una isla a la que bautizaron Midgard ( el
patio del medio) o el reino del medio. Allí vivían los dioses, en el
patio de los dioses llamado Asgard. Todo el resto era el patio de afuera, el Utgard, donde moraban los trolls, esos gigantes que solo querían
destruir el Midgard.
Roberta se reía mucho porque los trolls, si llegaban al patio del medio,
se quedarían con Freya, la diosa de la fertilidad y entonces las mujeres
no tendrían nunca más hijos. Sin embargo, aquella risa tenía cara de
llanto oculto, porque ella se negaba a la procreación, a sentir que podía dar vida a otro ser. En este terreno nuestras prolongadas charlas
parecían no tener fin y, a veces, preferíamos dejar inconclusas las
ideas sobre el hilo rector de la especie.
Hartford, como era su costumbre, llevó a Roberta a la granja de
Alexandre. Desde allí ella me enviaba casi a diario las noticias sobre
como marchaba su tarea y lo bien que se sentía con Augusta.
Una vez más yo caía en el error respecto a la Dover. Estaba convencido que no se relacionaría bien con Roberta. Seguramente mi prejuicio
había aumentado después de las declaraciones de Paúl y aquella escena congelada de Alexandre desmayado.
En rigor, ahora a la distancia, me inclino a pensar que todo mi resquemor no podía incluir a Roberta. Estas dudas pasaban por mí, por
una extraña fantasía o realidad de ser querido o aceptado por esos
cordiales extranjeros.
Marcel Grinaut, quien a fuerza de compartir noches cargadas de café
jamaiquino y oporto portugués, me daba la posibilidad de hablar largamente sobre el mito, acaba de anunciarme que ya no quiere volver a
París y mucho menos reencontrarse con Mirelle. Lleva aquí dieciocho
meses, tiene dinero suficiente para comprar un departamento en la
zona de Barracas, barrio que le recuerda a cierto sector parisino, donde transcurrió gran parte de su niñez. Está decidido a montar un bar
temático y dejar de lado todo intento de sacrificio que se asemeje a la
rutina del trabajo.
Me habla de Roberta con marcado afecto. Admira su capacidad, la
voluntad que demuestra en cada tarea que se propone. La virtud de
separar la obligación y el ocio sin ningún dejo de culpa, la notoria
comunicación que mantiene con todos los que colman su afecto y esa
sinceridad que es propia de las mujeres con personalidad. Me dice que
la extraña y señala con profunda convicción que ninguna mujer tiene
dueño. Lo escucho, no me sorprenden sus referencias que por otra
parte me halagan, pero comienzo a percibir una especie de sentimiento
enfrascado. Me niego a creer que en mi ausencia pasajera, Marcel y
Roberta coincidieron en alguna mirada erótica o que el silencio cómplice los envolvió como un manto de telaraña. No puedo dudar un
instante sobre la lealtad de Roberta, sobre el compromiso del pacto
amoroso, pero eso de “ninguna mujer tiene dueño”, me acerca al terreno de la infidelidad.
Marcel encendió su cigarrillo negro, sorbió el resto de café de su taza
y permaneció callado. Sin proponérselo abría un tiempo de duda que
fatalmente terminaría con el regreso de Roberta.
Alexandre y Paúl se manejan en Buenos Aires como si fueran porteños. Rápidamente aprendieron a circular por la zona céntrica y, a pesar de mi negativa, insisten en alquilar un departamento en Parque
Lezama. Les explico que ese sector es peligroso, que con la crisis
económica muchas casas fueron tomadas. Paúl me dice: “¿Cortázar…Casa tomada?”. Le digo que algo parecido. Eso fue en otra época. Insisten porque les despierta cierta admiración las calles bohemias.
Habíamos decidido encontrarnos en la esquina de Alsina y Piedras.
Como referencia les hablé de la Iglesia de San Juan Bautista. Finalmente terminamos en el Café La Puerto Rico. Me pidieron datos referenciales, mayores detalles. Escasamente recordaba que el café fue
fundado en 1887 y que recién en 1925, Gumersindo Cabedo lo habilitó con ese nombre, en Alsina 420, después de un viaje que realizó a la
isla del Caribe.
Charlamos largamente, sin respeto al horario. En ningún momento
surgió el nombre de Roberta, menos aún el de Augusta. El diálogo
tenía característica de total informalidad. Habíamos dejado atrás todo
aspecto relacionado con la actividad docente. Paúl mostraba una euforia desmedida. Nunca lo había conocido tan extravertido, tan desbor-
dado. Contó historias de su adolescencia que nos llenó de sorpresa.
Sobretodo una relación con una mujer mayor llamada Suzanne, quien
resultó ser novia de su padre. Esto le valió la enemistad de su progenitor porque aquel engaño se mantendría, a pesar del tiempo, con la
complicidad e indiferencia de su madre. Suzanne era una pelirroja de
ojos verdes, piel lechosa y abundante pechos. Paúl nos hacía participar
dando forma de los mismos en el espacio imaginario de sus manos.
Según él, en el ritual de las sábanas era una brasa ardiendo. Tanto
marcó su sexualidad que después del corte no sintió placer por ninguna otra mujer. Por algo su padre seguía atado a las caderas de esa colorada. Por algo su madre la odiaba.
Alexandre también quedó sorprendido con las confesiones de su amigo. Siempre habían hablado de muchos temas. Uno advertía que entre
ellos circulaba una hermandad. A simple vista no existían secretos ni
historias ocultas. Es más, he llegado a creer que el compartir la misma
mujer no ha sido motivo de diferencias. Y por otra parte, aquella fórmula desgarrada de contar esa vivencia amorosa con Augusta, no
guardaba otro objeto que poner sobre la mesa las condiciones mínimas
e indispensables para sostener una convivencia armónica. Paúl nada
más me había dicho: “Así son las cosas”. Yo solamente tenía que mirar para otro lado. Pero en verdad, no estaba acostumbrado a la sensatez europea o para ser más preciso, a cierta pacatería cultural donde el
macho es centro de todo y nunca recibe el golpe. Ese resabio varonil,
gastado y desprolijo que arrastramos los cultores del Río de la Plata.
Yo estaba atado a la mesa y temblaba que le llegara el turno a mi informe sobre alguna debilidad pretérita. Contar hazañas de noches
orientales con mujeres promiscuas o entreveros con homosexuales
desgastados. Esperaba además que Marcel arribara y equilibrara el
diálogo trayendo la historia del El frac verde( L’hat vert), la comedia
de Gaston-Armand de Caillavet y Robert de Flers que, según él, estaba basada en sus malogrados días con Mirelle. Total mentira. Marcel
le imprimía al relato la cuota de humor necesario para hacer creer a
sus virtuales oyentes que la sátira mundana le pertenecía. Llegó. Respiré aliviado. Todo indicaba que mi situación ya no estaba comprometida. Todavía faltaba la exposición de Alexandre, algún que otro suspiro de Paúl y el ocaso de la reunión quedaría sellado.
Marcel no parecía dispuesto a transformarse en el bufón de la tarde.
Varias veces nuestras miradas se cruzaron y me pareció que algo estaba sucediendo. No era el que conocía. Estaba sentado pero ausente de
la conversación. Parecía incómodo, de prestado, en otra cosa. Bebía su
cerveza y apretaba los labios. Miraba a Paúl y Alexandre de manera
obligada. Me sentí molesto. Tal vez esta integración le resultara inapropiada. Tanto fue su exclusión que los invitados comenzaron a
notarlo aunque no resignaron la voluntad de continuar festejando.
Alexandre pidió una vuelta más de cerveza para todos y se excusó
antes de ir al baño. Paúl encendió la pipa y se recostó en el respaldo de
su silla. Marcel seguía en su cerrado laberinto y yo comenzaba a creer
que todo placer ha de ser pagado con una cantidad apreciable de disgusto, con la moneda fatal de cada hipocresía y con el azar y el error
de nuestra sospechada huída al futuro.
Paúl Hartford y Alexandre Soards regresaron a Vermont. Ambos continúan manteniendo sus cátedras. Augusta Dover Y Roberta Lerer
viven el Lugano (Suiza), totalmente desconectadas de sus anteriores
afectos.
Marcel Grinaut después de conocer que Roberta iniciaba una nueva
vida con Augusta, volvió a París. Mirelle Maccos, su esposa, ya había
formado otra pareja.
Ignacio Cavanagh firmó contrato con una editorial española para
publicar “El mito personal”, con prólogo de Alexandre Soards.
Su deseo es volver el próximo invierno a la Universidad de Vermont.
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