1 ¿DESDE CUÁNDO ES RELIGIOSO EL HOMBRE? (Lectura única) SOBRE EL SUPUESTO ATEISMO DE LOS PRIMITIVOS Alberto del Campo Cuando el famoso naturalista español Félix de Azara visitó el Uruguay a fines del siglo XVIII, tuvo la impresión de que los indios charrúas -una raza muy primitiva que habitaba a las márgenes del Río de la Plataeran ateos. Estos indígenas -afirma rotundamente Félix de Azara- "no adoran a ninguna divinidad ni tienen religión alguna" (Viajes por la América Meridional 11,9). La etnología americana ha podido establecer en estos últimos años que estos indios uruguayos eran sólo una rama de una gran entidad racial y cultural patagónica que, a través de la Pampa y del Chaco, se extendía hasta el Matto Groso, en las profundidades mismas de la selva brasileña. El tipo de flecha que utilizaban, su manto de pieles cuadrado, sus costumbres funerarias y su propio lenguaje, parecen indicar muy claramente que estos charrúas pertenecían a esa gran nación indígena. Pues bien: los misioneros y los colonizadores españoles que recorrieron ese extensísimo territorio de la actual Argentina sacaron la misma impresión que Azara durante su viaje al Uruguay. El jesuita español Pedro Lozano nos dice en su Historia de la conquista del Paraguay, Río de la Plata y Tucumán que los antiguos pampas eran unos "finísimos ateístas". (Citado por Canals Fraud en Las poblaciones indígenas de la Argentina, p. 223). Por su parte, el P. José Sánchez Salvador sostiene en su obra Los indios pampas, puelches y patagones, que los indios puelches no tenían en su idioma ninguna palabra que significase "Dios". (Citado por A. Serrano en Los aborígenes argentinos, p. 193). ¿Qué significa este ateísmo tan repetidamente señalado por los misioneros españoles? Afortunadamente, la actual historia de las religiones ha afinado mucho sus conceptos y nos permite interpretar con mayor precisión las ideas religiosas de los pueblos primitivos. Ahora sabemos que muchas razas antiguas profesan una creencia muy curiosa: creen que Dios en verdad existe, pero que ha abandonado a los hombres. Este Dios es realmente un Ser Supremo eterno y todopoderoso, pero un buen día se marchó y desde entonces vive en los Cielos indiferente a las cosas del mundo y a la suerte de los hombres. Dios existe pero es frío, lejano e impasible como un astro. Para los indios ona, de Tierra de Fuego, Dios vivió hace mucho entre los hombres, pero se marchó y se convirtió en la estrella Alfa del Centauro. Los historiadores de las religiones han bautizado a este tipo de Dios con el nombre de "Dios ocioso", es decir, un Dios que no hace nada por los hombres ni escucha sus ruegos y plegarias. No es fácil explicar con palabras exactas y apropiadas este tipo de creencia de los viejos pueblos americanos. No es un ateísmo, porque no niegan explícitamente la existencia de Dios, pero no es tampoco un teísmo porque no cuentan para nada con su ayuda ni con su asistencia. Mircea Eliade ha ensayado explicar la creencia en un Dios ocioso con la ayuda de la nueva teología de "La muerte de Dios". Como enseña Zubiri, estos teólogos piensan que es absolutamente indiferente que Dios exista o no, porque no interviene para nada en la vida de los hombres. Lo importante, nos dicen, es el mensaje de Cristo, la doctrina de su vida y ejemplo. Al decir de Zubiri, en esta teología se remplaza la fe en Dios por la fe en Cristo. Es un ateísmo porque se suprime la fe en Dios, pero es religioso porque se cree en Cristo. Se trata de un "ateísmo religioso" o de una "cristología atea". Para Mircea Eliade, estos sentimientos religiosos no pertenecen exclusivamente al mundo contemporáneo sino que han existido siempre, como lo demuestra la creencia en los "dioses ociosos" de los pueblos primitivos. El "Dios ocioso" es, a su juicio, el primer ejemplo histórico que puede encontrar la teología de la "muerte de Dios". Un Dios ausente y olvidado, un Dios que no tiene actualidad religiosa entre los hombres es, en opinión de este eminente historiador de las religiones, un "Dios muerto". La analogía que establece Mircea Eliade entre la creencia en los Dioses ociosos y la moderna teología de la muerte de Dios es, sin duda, exacta y atinadísima, pero quizás no pueda expresamos de modo igualmente adecuado el sentimiento íntimo de aquellos hombres primitivos que se sienten abandonados por Dios. La 2 actitud subjetiva de los aborígenes americanos y la de los grandes teólogos de la muerte de Dios ha de ser necesariamente muy diversa. Para expresar con alguna precisión la actitud de las razas primitivas del sur del continente, tendríamos que recurrir a una espléndida frase de nuestro idioma y decir que aquellos hombres se sentían "dejados de la mano de Dios". Este hondo sentimiento personal de desamparo, de angustia y de desolación es seguramente, la terrible vivencia religiosa de unos pueblos miserables que, golpeados constantemente por el hambre y la enfermedad, piensan que Dios les ha abandonado. Estos pueblos antiguos que no cuentan para nada con la asistencia y la ayuda de Dios pierden, naturalmente, su interés por la Divinidad y terminan por suprimirle todo tipo de culto religioso. El Dios ocioso no tiene nunca ritos, altares, imágenes ni sacerdotes. No existe aquí un verdadero ateísmo -una negación explícita de la existencia de Dios- pero existe sí, un ateísmo "por desinterés". Zubiri suele decir que el hombre actual no es verdaderamente ateo porque el ateísmo es una respuesta negativa a un problema religioso, pero las grandes masas de la sociedad actual ni siquiera se lo plantean, lo marginan por completo. Son, al decir de Zubiri, "ateas por marginación". El "ateísmo por desinterés" de los pueblos primitivos nos parece muy próximo al "ateísmo por marginación" del hombre actual, y si no decimos que son idénticos es porque quizás las masas contemporáneas ni siquiera, se sienten abandonadas, "dejadas de la mano de Dios". Aunque los pueblos americanos no hayan sido ateos, en el sentido propio de la palabra, se comprende fácilmente que los europeos que tomaron contacto con ellos se sorprendiesen de esa falta total de cultos y los considerasen como ateos. Este ha sido, justamente, el caso de los indios fueguinos, patagones, pampas y huarpes. Todos ellos tenían un Dios ocioso. Aunque estas razas habían eliminado completamente el culto al Ser supremo, no habían olvidado el nombre de sus dioses y los etnólogos argentinos los han averiguado. Los fueguinos le llamaban Temaukel, los puelches Tekutzal y los pampas Soichu. El caso de los antiguos charrúas del Uruguay es verdaderamente insólito porque estos indios habían olvidado, al parecer, hasta el nombre de su Dios ocioso. Lo habían olvidado o, por lo menos, no ha llegado hasta nosotros. Consultando este problema con un historiador de las religiones -un especialista en las religiones primitivas de la costa atlántica africana- me decía con gran asombro que él no conocía ningún Dios ocioso africano que hubiere perdido hasta su nombre. Es muy probable, pues, que el Dios ocioso de los charrúas tuviese también un nombre. ¿Pero cuál? No se sabe; personalmente creemos que se puede averiguar. Se suele decir que los charrúas creían únicamente en un espíritu del mal al que denominaban "Gualichu", y es interesante comprobar que los campesinos uruguayos utilizan la expresión "estar engualichado" cuando se refieren a una persona que parece poseída por el mal, que está endemoniada. Pero el caso es que "Gualichu" es una deidad de los pampas. "Gualichu" era la causa de todos los males, el Dios opuesto a "Soichu" que, como ya explicamos, era el nombre del Dios ocioso de los indios pampas. Ahora bien, si los charrúas creían, como sus hermanos los pampas, en "Gualichu", debemos pensar necesariamente que también creían en "Soichu" porque ambos constituyen la pareja fundamental de los dioses de la pampa y no se puede concebir el uno sin el otro. Si los charrúas no nos han dejado constancia ni referencia alguna sobre "Soichu" no es, seguramente, porque no creyeran en él, sino porque se fue, porque es un Dios ocioso, un Dios frío e indiferente como un astro que permanece frío y mudo ante la angustia y la desesperación de los mortales. (Tomada de Cuadernos de filosofía latinoamericana, Bogotá, núm. 6 , 1981, pp. 35-38).