MISCELÁNEA // // OPINIÓN Adela Celorio Correo-e: [email protected] Las criadas Además, si la despido, ¿quién va a cuidar a mis perritos?, ¿quién regará las plantas? Y si tengo que ocuparme del trabajo doméstico, ¿a qué hora voy a escribir? No, ni hablar de despedir a mi Pauli Usted tiene sus flores y yo mi fregadero… Jean Genet C omienzo esta nota con un mal humor que no logro identificar; aunque responsable como soy, malhumorada y todo, me aplico al tema que hoy me ocupa. Anticipándome a la censura de los policías del lenguaje, les pido que acepten el uso de la palabra “criada” sin resonancias discriminatorias ni ánimo peyorativo sino como un guiño a la obra de Jean Genet; y un rescate al origen de dicha palabra que viene de la antigua costumbre de los padres que sin recursos para sostenerlas, buscaban destino a sus hijas entre las familias ricas para que a cambio de la crianza, las jovencitas colaboraran con las labores domésticas de la familia que las recibía. Aclarado esto, voy al tema que hoy me re-fastidia. Resulta que en preparación para una luna de miel que sólo sucedería en mi calenturienta fantasía, además del “campo de plumas” que para las batallas de amor recomendaba don Luis de Góngora, me aprovisioné también de algunas piezas de exquisita lencería italiana que sin luna ni miel para estrenarlas, quedaron guardadas en su envoltura original en espera de una nueva fantasía. Así estaban las cosas hasta que esta mañana, antes de viajar a su pueblo para atender a una hija enferma, al inclinarse mi Pauli para servirme el café, reconocí en su escote el encaje de mi precioso body negro, nada menos que la pieza maestra de mi trousseau lunamielero. ¡Aghh! Se me atragantaron los huevos revueltos que desayunaba. No, no puede ser, seguro estoy alucinando -pensé- y corrí a buscar en mi clóset, donde confirmé que en efecto mi body había desaparecido. ¡Dios!, en este momento le ordeno a Pauli que se lo quite y me lo devuelva, tiene que entender que la antigüedad y la fidelidad otorgan ciertos derechos pero entre ellos no está el de estrenar mi lencería. “¡Qué abusiva!, ahora sí la despido, pero primero me va a oír”. Todo eso blasfemaba en mi frustración cuando de pronto recordé que aún debo preparar un ensayo sobre Faulkner. Además, si la despido, ¿quién va a cuidar a mis perritos?, ¿quién regará las plantas? Y si tengo que ocuparme del trabajo doméstico, ¿a qué hora voy a escribir? No, ni hablar de despedir a mi Pauli, quien bien trenzada su negra cabellera, lustrosa su piel morena, blanquísimas mazorcas los dientes, aparece como el sol cada mañana, dispuesta a ganarle la batalla al polvo, a la mugre, a los desagradecidos platos sucios que nunca se dan por vencidos. A mantener el orden en la casa y, lo mejor de todo, a acompañar mis días con lo bueno y lo malo que ella tiene, porque ya sabemos que nada es perfecto, y a cambio de sus destrezas debo aceptar también su mala costumbre de intervenir en mis conversaciones y opinar lo que nadie le pide, como cuando le dice sin la menor consideración a mi amiga Bagatela: “Usted ya no había de comer tanto porque está bien gordita”, o cuando como Sancho Panza, mi escudera suelta sus refranes: “mujer sumisa, lava la camisa”, “hombres mirones, ¿quién les lava los calzones?”, repite ella, venga o no venga al caso. Yo callo y aguanto, pero lo que más me molesta son las desapariciones que según sospecho tienen que ver con ella: un día faltan mis tijeras de manicura, otro la pashmina de cachemir que me regaló mi hermana, ahora es mi body… “Hay que buscar, las cosas no se van solas”, le insisto, pero lo perdido nunca aparece. Y pues sí, pero como a la muñeca fea, a mi Pauli la quiere la escoba y el recogedor, la quiere el plumero y el sacudidor, también yo la quiero, y la quiero feliz. Respiro profundo, me tranquilizo y vuelvo al desayunador para, con la mejor de mis sonrisas, ofrecerle que a su regreso encontrará en su cuarto la televisión nueva que me ha estado pidiendo porque desde el apagón analógico la suya ya no funciona. Mientras escribo todo esto, empiezo a identificar la razón de mi mal humor. SIGLO NUE V O • 19