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VIERNES 1
21’30 h.
Entrada libre (hasta completar aforo)
Salón de Actos de la E.T.S. de Ingeniería de Edificación
UNA JORNADA DE CAMPO (1936)
Francia
45 min.
Título Orig.- Partie de campagne. Director.- Jean Renoir. Ayudantes de dirección.- Jacques
Becker, Henri Cartier-Bresson, Yves Allégret, Jacques Brunius, Claude Heymann & Luchino Visconti.
Argumento.- El cuento de Guy de Maupassant. Guión.- Jean Renoir. Fotografía.- Claude Renoir Jr.
(B/N). Montaje.- Marguerite Renoir, Marinette Cadix & Marcel Cravenne. Música.- Joseph Kosma.
Productor.- Pierre Braunberger. Producción.- Pathéon Production. Intérpretes.- Sylvia Bataille
(Henriette Dufour), Georges Darnoux (Henri), Jane Marken (Juliette Dufour), André Gabriello
(Cyprien Dufour), “Jacques Borel” [Jacques Brunius] (Rodolphe), Paul Temps (Anatole), Jean Renoir
(Poulain), Marguerite Renoir (la criada). v.o.s.e.
Música de sala:
En algún lugar del tiempo (Somewhere in time, 1980) de Jeannot Szwarc
Banda sonora original de John Barry
“UNA JORNADA DE CAMPO y Los bajos fondos ilustran bien lo que pienso de la relación
entre el guión y las tomas. Estas relaciones se caracterizan por una aparente falta de fidelidad. Existe
un abismo entre el proyecto y el resultado final. Sin embargo, mi infidelidad sólo es superficial, pues
creo haber permanecido siempre fiel al espíritu general de la obra. Un guión, para mí, no es más que
un instrumento que se modifica en la medida en que se progresa hacia una finalidad que no debe
cambiar. El autor lleva dentro de sí esa finalidad, muchas veces sin darse cuenta, pero si falta el
resultado será superficial (…) Me había propuesto rodar una película basada en el cuento de
Maupassant ‘Une partie de campagne’. La película había de ser un cortometraje, y es un cortometraje
que dura cuarenta y cinco minutos. Sin embargo está basada en un tema tan importante como lo
hubiese sido el de un largometraje. La historia de un amor fracasado, seguido de una vida frustrada,
puede ser el tema de una novela enorme. Maupassant, en pocas páginas, nos dice lo esencial. La
trasposición a la pantalla de lo esencial de una gran historia me atraía. Para el rodaje, nos
instalamos a orillas del Loing, a algunos kilómetros de Marlotte. Aquello me recordaba mis
comienzos: allí rodé La hija del agua. Había concebido el guión para el buen tiempo. Mientras que lo
escribía, me imaginaba planos con sol resplandeciente. Y hay algunos rodados entre dos nubes. Pero
los vientos cambiaron y una gran parte de la película se rodó con una fuerte lluvia. Se hacía necesario
renunciar o cambiar el guión. Me gustaba demasiado el tema para abandonarlo, por eso cambié el
guión. Y aquello resultó positivo para la película. La amenaza de tormenta aportó una dimensión
nueva al drama. Al final de las tomas, Braunberger, que era el productor de la película, estaba tan
contento con los resultados que me propuso transformar el cortometraje en una película de duración
normal. Yo no estaba de acuerdo. Era ir contra el espíritu de Maupassant y el de mi guión. Jacques
Prevert, una vez consultado, se puso de mi parte. Yo mismo tuve que abandonar la película para ir a
rodar Los bajos fondos. La dejé en manos de Marguerite, la encargada de montaje y mi compañera.
Luego vino la guerra y América. Marguerite hizo sola el montaje. Braunberger estrenó la película tras
un sueño de diez años. Tal y como yo había previsto, habría resultado imposible convertirla en un
largometraje.”
Texto:
Jean Renoir, Mi vida y mi cine, Akal, 1993
En la primavera de 1966, en el curso de la memorable serie de entrevistas que sirvieron de
cañamazo a los tres programas de televisión conocidos con la denominación de Jean Renoir, le
patron, éste se explicaba así ante las cámaras de Jacques Rivette:
“El cinematógrafo está muy retrasado en relación con la pintura. Lo que se ha hecho en
pintura se hace en cine cincuenta años después. Cincuenta años más tarde. Es evidente que ciertos
directores de entre mis colegas, y yo mismo, tenemos la tendencia a considerar que el mundo es uno,
que las cosas no existen separadas, que no existen los hombres de un lado, los animales, los árboles,
los estanques de otro. No, lo que existe es un mundo completo y en este mundo cada elemento
condiciona a los demás, y es imposible pensar en un moscón, por ejemplo, sin pensar en el pájaro que
se comerá a ese moscón”.
Me parece que UNA JORNADA DE CAMPO aporta un buen número de elementos para
poder comprender, junto a la esencial filosofía panteísta de su autor, la manera en que Renoir pensaba
treinta años antes, en un época decisiva de su carrera de cineasta, en volver concreta la posibilidad de
contribuir a colmar ese hiato, a tender un puente entre dos artes tan lejanas y tan próximas como el
cine y la pintura. Puente que nunca puede asentarse, de manera mecánica, sobre una acumulación
banal de citas más o menos explícitas. Por eso no parece relevante el que algunos críticos hayan
subrayado el que puedan reconocerse tres grandes cuadros de Auguste Renoir “reconstruidos” en el
film, porque, sin mayores problemas, podría ampliarse la referencia hasta, por ejemplo, Fragonard.
Más interesante es prestar atención, mediante cuidadosa observación, a la forma en que
procedimientos, técnicas, motivos y temas del arte pictórico son transformados, adaptados y recreados
bajo nuevos parámetros estéticos en la película. De hecho, lo que Renoir hace no es más que situar su
trabajo de hombre de imagen “en relación” con la pintura. Y lo hace de una manera que escapa a toda
mecánica inclusión del mismo en los límites trazados por la célebre triple fórmula del homenaje, la
parodia o el enigma. Tres ejemplos bastarán, creo, para probar estas afirmaciones.
Desde el umbral de la Maison Poulain, dos jóvenes y saludables remeros hacen planes para el
día mientras comentan, contrariados, la inminente llegada de esos “domingueros” parisienses que
arruinan, con su mera presencia, el idílico lugar. Mientras asiste a la charla que estos personajes
mantienen con la sirvienta y con monsieur Poulain, el espectador es invitado a tomar nota, gracias a la
profundidad de campo, del paso entre los árboles, al fondo de la imagen y en el hueco que dejan los
personajes que colman el encuadre dentro del encuadre que forma la puerta del restaurante, del paso de
la carreta de los Dufour. Inmediatamente después, los dos amigos toman asiento en una mesa y junto a
una ventana cerrada. En un momento dado, uno de ellos (Rodolphe, interpretado por Jacques B.
Brunius) sugiere observar las acciones de las mujeres que antes han atisbado: “Echemos un vistazo”.
Cuando la ventana se abre dejando entrar la luz y la vida del exterior y definiendo un nuevo marco en
el interior del encuadre, podemos asistir a una reconstrucción aproximada del cuadro de Auguste
Renoir que lleva por título “La balançoire”.
Este hecho, que no deja de ser banal en sí mismo, no debe ocultar que a lo que estamos
asistiendo no es a una operación de erudición filial sino a una profundísima reflexión sobre la
diferencia de funcionamiento del encuadre cinematográfico en relación con el pictórico. Si una pintura
es convocada ante nuestros ojos es para marcar mejor la distancia que media entre un “marco” que
tiende a dirigir todas las fuerzas dramático-plásticas de la escena hacia el interior de la imagen, y esa
“mirilla” que se abre necesariamente a todos los elementos potenciales que pueden integrarse en su
interior provenientes de cualquiera de sus bordes o de la parte del espacio que el decorado oculta
momentáneamente. La arrebatadora belleza del instante pertenece, me parece, a partes iguales tanto al
genio mostrado en la utilización específica del espacio fílmico, como al carácter metacinematográfico
(la reflexión explícita sobre el tipo de relación existente entre el cine y la pintura) del gesto que pone
en escena ese espacio.
Sin duda uno de los géneros mayores de la Historia de la Pintura es el conocido con el nombre
convencional de paisajismo. Y aquí también Renoir sitúa su trabajo en relación con los parámetros que
han venido definiendo, tradicionalmente, el arte del paisaje pictórico. Si en la pintura de paisaje se
trata de fijar para siempre el instante que huye, construyendo el oximoron de inmovilizar el
movimiento, de capturar lo que se modifica definitivamente, las “vistas” (utilizo, a conciencia, la
denominación que se daba a las imágenes de Lumière) del cinematógrafo permiten atrapar el cambio
en su mismo devenir. Ya Godard señaló que Lumière fue el último gran pintor impresionista, y no
debe extrañarnos, por tanto, que Jean Renoir se nos aparezca como el epígono admirable de una
tradición.
De ese intento de captura de la impalpable fugacidad de las cosas UNA JORNADA DE
CAMPO deja abundantes testimonios. Primero, en ese paseo en barca por el Sena en el que además de
procurar una alternativa a la erótica descripción de la yola realizada por Maupassant, la cámara
acaricia las orillas del río produciendo una suave melancolía que hace brotar esa “ternura por la
hierba, por los árboles, por el agua” que Henriette (Sylvia Bataille) dice sentir en su día de campo.
Después, en los doce planos que forman la secuencia de la tormenta y que encuentran su emblema en
esa prodigiosa imagen del cielo cargado de nubarrones, donde la luz, con sus alteraciones
atmosféricas, se presenta como materia básica de una visualidad reducida a lo esencial. Esta inmersión
en el paisajismo, este paso a segundo plano del relato ante el peso de una realidad cuya piel se roza, no
deja de recordar la anécdota, sin duda apócrifa, que relata la fascinación de Méliès ante El desayuno
del bebé (1895) de Louis Lumière: fascinación producida por las hojas de los árboles que se movían
por el viento al fondo de la imagen. En el fondo estas imágenes no son sino manifestación privilegiada
de una de las características esenciales del arte de Renoir: su “superficialidad”. O si se prefiere decirlo
con las palabras de André Bazin: “la puesta en escena de Renoir está hecha con la piel de las cosas”.
Finalmente, Renoir se entrega a una admirable plasmación de la idea de la “movilidad del
movimiento mismo”. Idea que encuentra una figuración paradigmática en el tema del agua que fluye.
Desde el plano inicial del film este proyecto se hace explícito, para terminar convirtiéndose en uno de
los leit-motivs visuales de aquél. Conviene no equivocarse: el agua está presente en el film por
necesidades estrictamente narrativas, sin duda; pero dejaríamos de lado su papel esencial si no
tuviéramos en cuenta su función en tanto que exigencia abstracta estética, al ser el punto de fuga de las
imágenes-movimiento en el marco de una historia todavía sólida.
Sin duda, la escena de amor junto al río es uno de los momentos cumbres de toda la obra de
Renoir. Se trata de uno de esos precarios instantes en que el cine es capaz de funcionar, más allá del
mero dramatismo, para colocarnos ante la insostenible revelación de un impúdico misterio. Una buena
parte de las cualidades de la escena tienen que ver, precisamente, con la manera en que la imagen
cinematográfica es llamada, en la misma, a dialogar con la pintura. ¿De qué manera? Mediante una
gestión particular del encuadre; más en concreto gracias a la utilización de un recurso genial que
consiste en el “desencuadre”. El admirable plano que cierra la escena, con la mirada de Sylvia Bataille
perdida en el abismo de la pasión, extrae una notable fuerza del hecho mismo de que el rostro de la
actriz esté brutalmente recortado por los límites del cuadro. Renunciando al centrado heredado de la
tradición pictórica, Renoir nos introduce de lleno, por el mero hecho de parcelar la figura, en el seno
de una interrogación que nada podrá colmar, ya que se sitúa en los márgenes de la necesidad narrativa.
Así, el cine reafirma, de nuevo, la singularidad de aquellos elementos que lo convierten en pariente de
otras formas de expresión visual.
Era André Bazin el que recordaba que Renoir no ponía en escena historias sino temas (visuales,
dramáticos, morales). Por eso en UNA JORNADA DE CAMPO coexisten, sin interferirse, dos films:
el que se edifica sobre la historia tomada en préstamo a Maupassant y otro, esencialmente renoiriano,
que apoyándose físicamente en ese relato lo somete a una estilística del todo personal construida sobre
el diálogo con la pintura.
Texto:
Santos Zunzunegui, “Una jornada de campo”,
en Jean Renoir, rev. Nosferatu, nº 17-18, marzo 1995.
Hay dos maneras de abordar UNA JORNADA DE CAMPO. La primera de ellas consiste en
verla como un trabajo inacabado, como al parecer así fue: los problemas presupuestarios y los
compromisos con el rodaje de Los bajos fondos, su siguiente proyecto. Sin embargo, existe otro
enfoque por completo distinto: la contemplación de UNA JORNADA DE CAMPO como esbozo
frustrado de otra película no tiene ningún sentido, ya que es una de las obras más perfectas de toda la
filmografía de Renoir. Sea como fuere, es en esa tensión entre el fragmento y la totalidad donde se
encuentra la belleza radicalmente moderna de la película, lo que todavía hoy día la convierte en un
enigmático espejo en el que se contempla toda la obra de Renoir.
UNA JORNADA DE CAMPO adapta un cuento de Guy de Mauspassant en el que se narra el
devenir de un día festivo en la vida de una familia burguesa parisina, allá en el siglo XIX. Su excursión
a las afueras de la ciudad, el contacto con el entorno natural, el despertar de los sentidos de la madre y
la hija, que vivirán una breve historia de amor con sendos jóvenes, delatarán el absurdo de sus
existencias y dejarán al descubierto sus frustraciones. El relato de Maupassant empieza y termina con
dos escenas localizadas en París, en casa de los Dufour, antes y después de su excursión. Lo que queda
en la película, no obstante, se refiere únicamente a los pasajes que transcurren en plena naturaleza,
olvidándose de esos interiores. Son cuarenta y cinco minutos de exaltada intensidad mística, de
riguroso panteísmo, pero también de un delicado arabesco entre realidad y apariencia que conduce la
película hacia terrenos mucho más complejos que el simple elogio de lo rural frente a lo urbano. Para
Renoir, cualquier intervención del hombre en la naturaleza, por mínima que sea, termina
convirtiéndola en el escenario de su frivolidad.
Suele hablarse de Renoir como de un cineasta “realista”, pero casi nunca se define qué
significa, en su caso, esa etiqueta. André Bazin supo verlo con claridad cuando se refirió al arte del
cineasta no como el reflejo de una presunta “realidad”, sino como una representación de las
apariencias cuyo fin es llegar a una cierta verdad de las cosas. En otras palabras, lo que vemos no es
“lo real”, sino una construcción realizada por el hombre a partir de sus creaciones artísticas, filosóficas
y materiales. Y la misión del cineasta consiste en atravesar todos esos filtros para dejar al descubierto
el significado de las cosas. Así, en UNA JORNADA EN EL CAMPO no importa tanto la filmación
de la naturaleza en exteriores, el rechazo de las convenciones del rodaje en estudio, como la dialéctica
que se establece entre el arte amanerado de los actores y la impasibilidad de los escenarios naturales.
La familia Dufour toma posesión de la campiña como si se tratara de un nuevo espacio en el que
imponer sus reglas de lo que significa la separación entre trabajo y ocio. Y para ello no tienen más que
poner en escena su propia diversión. Los hombres pescan, las mujeres retozan, el almuerzo está
encargado: todo en su lugar. Pero un par de jóvenes atisban su llegada desde la ventana de la fonda y
reconvierten ese juego escénico para tomar las riendas de su dirección. Su destino, como buenos
muchachos desocupados en un agradable día de fiesta, consiste en flirtear con las recién llegadas,
conquistarlas, convertirlas en el trofeo ocasional de su propia “jornada de campo”. Y ése es el único
pensamiento que llena su mente desde el momento en que el marco de la ventana transforma a las
mujeres en las protagonistas de un artificio escénico en el que ellos deben penetrar si desean, a su vez,
reconvertirlo. Este enfrentamiento entre dos tipos de intervención humana sobre el medio natural
otorga a UNA JORNADA DE CAMPO toda su ambigüedad con respecto a lo que significa, para
Renoir, una representación realista.
El momento de la seducción de la joven Dufour por parte de uno de los muchachos, Rodolphe,
es uno de los más famosos de la película y también el que proporciona la clave de sus intenciones.
Los prolegómenos son también importantes: la madre y el otro tipo corretean como dos faunos en celo,
transforman una gran explanada campestre en el escenario de una ridícula “commedia dell’arte”; la
chica y Rodolphe pasean a la sombra de los árboles, filmados por Renoir de manera que ramas y hojas
parecen el telón de fondo de esa mística ritual de la seducción cuyos pasos siguen religiosamente.
Todo tiene que terminar, claro está, en la puesta en escena del beso como sello final del juego
amoroso. Y es en ese punto donde Renoir pone todas sus cartas sobre la mesa. En 1994 la
Cinématheque Française descubrió algunos descartes del rodaje del film que dan abundantes pistas
tanto sobre el método de trabajo de Renoir como sobre sus intenciones finales. En ellos vemos a los
actores posando afectadamente para algunas pruebas de luz, lo cual constata la importancia que
adquiere en la película un cierto histrionismo interpretativo, en contraste con la naturalidad del paisaje.
Pero, sobre todo, esos fragmentos de celuloide muestran paso a paso el rodaje de la escena del beso,
las incontables repeticiones que ordenó Renoir, algo que niega, la supuesta espontaneidad del director
y revela su celo a la hora de representar las apariencias. De este modo, la célebre lágrima que se
desliza por el rostro de la chica, vuelto hacia la cámara, después de que Rodolphe haya logrado besarla,
se revela producto de complejos ensayos. Renoir no quería filmar la naturalidad del momento, sino
exprimirlo hasta el final para contarnos su verdadero significado: paradójicamente, tras la utillería y las
bambalinas se oculta el sentimiento verdadero, aquel que cambiará las vidas de los dos jóvenes, el
descubrimiento fatal del paso del tiempo y la obligatoriedad del retorno a la banalidad de la vida
cotidiana. Tras el sacramento del beso, la pareja vuelve al rígido teatro de sus existencias. Renoir filma
entonces lo único que importa, lo inalterable: el espacio vacío. Una tormenta se cierne sobre el lugar,
las gotas de agua traspasan la tersa superficie del río, las hojas de los árboles se mueven con el viento.
Ajenos a los afanes humanos, esos lugares, esos fenómenos discurren por su cuenta. Pero la cámara sí
estaba presente, de manera que quizá el hecho de que haya filmado esos planos y no otros también
supone una representación, una alteración de la realidad tan inevitable como inherente al dispositivo
cinematográfico, algo que confirma involuntariamente la música de Joseph Kosma añadida en 1946,
cuando la script Marguerite Houllé finalizó el montaje del material rodado por Renoir. Tras todo eso,
una elipsis. Han pasado los años. La muchacha está infelizmente casada y vuelve al lugar de los
hechos, donde Rodolphe vagabundea en busca del tiempo perdido. ¿Fue aquel beso el único momento
verdadero de sus vidas o ni siquiera eso? ¿También estaba previsto en su guión o fue la única
transgresión que pudieron permitirse? Fuera por los imponderables de la producción o porque Renoir
lo quiso así, cosa que nunca sabremos, UNA JORNADA DE CAMPO se revela una película esencial
en la historia del cine porque atestigua que tampoco las formas abiertas, la fragmentariedad, todo
aquello que luego heredaría la Nouvelle Vague, son capaces de dar cuenta de la dificultad de vivir.
Como mucho, sólo pueden enunciarla. Y con eso debería bastarnos.
Texto:
Carlos Losilla, “Flashback: Un jornada de campo, el momento de la sensación verdadera”,
rev. Dirigido, septiembre 2006.
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