1 Parecía dormir con la conciencia tranquila. El

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Parecía dormir con la conciencia tranquila. El rostro relajado. Como
aquellas personas de bien que jamás han lastimado a nadie, al menos no con
intención de hacerlo. Serena, como madrugada de enero entre volutas de neblina.
Y su beatifica sonrisa, mínima, apenas perceptible por la penumbra de la
habitación iluminada a medias.
Clara Ruiz. Escuché su nombre por primera vez, seis años atrás,
pronunciado por sus labios de voz aguda y afirmado por su delicada mano,
tendida a modo de saludo. Toda ella ínfima, minúscula, frágil. Igual a una
golondrina. Su metro cincuenta y tantos, acompañado de una caballera corta,
varonil, andrógina, y un cuerpo prieto de pecho plano y caderas enjutas, serrano,
fibroso, con la etiqueta impresa de ser alguien a quien nada la ha regalado la vida.
Al verla, imaginé fatigadas horas cargando cestos de la siembra recién cosechada
y semanas de inmisericorde sol sobre la espalda encorvada a ras de suelo,
calcinando deseos, deseos y sueños de desear algo. Llegó vestida con ropa de
faena, pantalón de mezclilla y playera; prendas baratas compradas a toda prisa
por un padre satisfecho de encontrarle empleo en alguna casa. La nuestra. Y
sonriendo ante todo, ante todos, con timidez manifiesta y un punto, casi oculto, de
burla entre sus ojos. No era bonita.
Mi madre le tomó inmediato afecto por sus desventuras: la vida en un
rancho miserable, la falta de educación, de oportunidades; todo el conjunto de
infortunios que la sociedad citadina imagina de algo que desconoce y que le es
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ajeno; sin saber, palabras de la misma Clara, que para ella nunca existió tal cosa;
aventuras, en todo caso, la aventura de vivir una vida con diferentes variables; la
ocasión perdida de respirar aire puro con olor a mezquite, el beber agua fresca de
las entrañas de la tierra y ver al puma ladino escabullirse en la montaña o dormir
con las almas de todos los muertos velando los sueños, su particular definición de
las estrellas.
Ustedes creen que esto es vida, se quejaba asomada a la ventana de su
habitación en el fondo del jardín trasero, observando el asfixiante humo del tiro de
la chimenea de la fábrica vecina, que ocultaba la noche con su velo gris puerco.
Éramos amigos, o casi. Dos mundos diferentes con los mismos años y un
futuro diametralmente opuesto. Ella, seria, formal a su manera, ocupada en los
menesteres de mantener una casa limpia y la comida preparada a las dos treinta
que regresaba mi viejo de su oficina; con las tardes enterrada entre mis
estropeados libros de primaria, por voluntad propia y las noches presumiendo
avances y suplicándome asesoría, mientras me servía mi solitaria cena. La vida de
ciertos padres suele ser muy ocupada cuando asoma la luna; la canasta uruguaya
y la copa con amigos son cosas de suma importancia. Luego, las madrugadas,
todas nuestras; una mirada cruzando las fronteras de las dos ventanas, la suya y
la mía. Imagen velada por la cortina de tela translucida que transparentaba su
diminuta silueta. Se desnudaba sin prisa, despojándose de su vestimenta
masculina con movimientos delicados, sensuales. Sabía que la veía y sabía que
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yo lo sabía. Voyerismo inverso. No le importaba el que la observara, disfrutaba el
conocer mi miedo y saberme parapetado tras un mueble que me servía de
barricada, ocultando mi temor a ella. El poder de una mujer, cualquier mujer, sobre
los instintos primigenios de un hombre. Y yo, sin poder disimular el bochorno en mi
cara cuando la encontraba en las mañanas que partía a la universidad. Jamás me
reprochó nada.
Una rutina silenciosa de seis años, coreografiada, con algunas variantes en
el transcurso del tiempo. La primera, aprendió a fumar; un cigarrillo que ponía
punto final a su jornada; descorría la cortina, ya vestida con su combinado
deportivo que utilizaba de pijama, abría la ventana y se recargaba en el alfeizar a
competir con la fabrica vecina; la brasa iluminando, a intervalos, su rostro prieto, y
sus ojos pensativos, clavados en la ventana de mi alcoba en la parte alta de la
casa. Mi rutina no variaba, me mantenía tras el mueble sin mover un músculo,
amparado en la luz apagada, observándola terminar su cigarro y consumiéndome
mi latente cobardía. Dualidad convulsa, el deseo de mirarla y avergonzarme de
ello.
Después fueron sus salidas; conoció a alguien en algún lugar y los sábados
por la tarde desaparecía hasta entrada la madrugada. La constancia del trabajo
bien realizado le premió con la llave de la puerta de servicio y el permiso de usarla
a discreción en horas no laborales. Regresaba sonriente, cansada, esas veces sin
ejecutar el ritual de la ventana, solo se preocupaba por dejar descorrida la cortina
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y se tendía en su cama, dejándome a mi albedrío el siguiente movimiento. Me
obligaba, sin pedírmelo, a bajar y atravesar el jardín en silencio culpable; pararme
tras su ventana y observarla dormir, tranquila, inmóvil, en la misma posición con la
que se recostaba; de costado, un brazo bajo la almohada y el otro extendido sobre
su cabeza; la espalda encorvada y las piernas recogidas, protegiéndose cual feto
de algún daño externo; la sábana cubriendo medio cuerpo y su rostro de frente a
la ventana. Variantes que modificaban mi rutina, convirtiéndola en lo mismo con el
transcurrir de los meses. Nunca le pregunté a dónde, ni con quién se marchaba.
El resto de nuestras vidas continuaba inmutable, aun se encerraba con mis
libros por las tardes, ya leía despacio; me servía mi solitaria cena y me mostraba
sus avances, letras infantiles con las que trazaba su nombre en las servilletas,
junto al dibujo de un pájaro desproporcionado y un cactus. Ni una palabra de esas
madrugadas, ni reproches, ni frases de aliento que me incitaran a modificar el
esquema de las cosas.
Es lo que somos, me decían sus ojos cuando se retiraba a su habitación a
esperar el resplandor del auto que paraba en la cochera y contar treinta minutos a
que se apagara la luz de la habitación de mis padres para encender la suya.
Sin variar la rutina…hasta ahora.
Parecía dormir con la conciencia tranquila, inmóvil, frágil, su sonrisa
perceptible, apenas, por la penumbra de la habitación iluminada a medias. Cuatro
cirios aportan poca visibilidad a una escena. Su rostro, sereno, como madrugada
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de enero entre volutas de neblina. Yo la miré, confuso, contradictorio; esta vez sin
ocultarme detrás de mueble alguno. Una mirada sin mirada de retorno, la última,
cruzando la frontera de la minúscula ventana de su ataúd de pino. Añorando las
futuras e imposibles madrugadas y desterrando el humillante peso de la culpa, en
la certeza de saberla ida.
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