El anillo de los deseos Richard von Volkmann-Leander (1830-1889) Traducción: Manuel Lucas Gómez (2015) Título original: Der Wunschring Un joven labrador, al que las cosas no le marchaban del todo bien en el aspecto financiero, estaba sentado sobre su arado cuando hizo una breve pausa para enjugarse el sudor de la cara. En ese instante apareció una vieja bruja y le espetó: ―¿Te matas trabajando y sigues siendo pobre? Camina en línea recta durante dos días hasta que llegues a un gran abeto, se alza solo en el bosque y descolla sobre los demás árboles. Si lo tumbas, conseguirás lo que te propongas. El labrador no se lo pensó dos veces, agarró su hacha y se puso en camino. A los dos días encontró el abeto. Comenzó a talarlo de inmediato, y cuando al fin cayó, golpeando el suelo con violencia, de la rama más alta salió despedido un nido con dos huevos. Los huevos rodaron por el suelo y se rompieron, y al romperse salió del primero un águila joven, y del segundo un pequeño anillo dorado. El águila creció ostensiblemente hasta alcanzar la mitad de la altura de un hombre, batió las alas como si quisiera probarlas, se elevó ligeramente sobre la tierra y vociferó: ―¡Tú me has liberado! ¡Coge como agradecimiento el anillo que estaba en el otro huevo! Es un anillo de los deseos. Si lo giras en el dedo mientras formulas un deseo, se cumplirá inmediatamente. Pero hay un único deseo en el anillo. Una vez concedido, el anillo perderá todo su poder y será un anillo normal. Por ello, piensa bien qué es lo que deseas, no vayas a lamentarlo después. A continuación el águila se elevó en el aire, planeó durante un rato en grandes círculos sobre la cabeza del labrador y partió como una flecha hacia oriente. El labrador cogió el anillo, se lo puso en el dedo y emprendió el camino a casa. Ya estaba anocheciendo cuando llegó a una ciudad; allí encontró al orfebre en su tienda, que tenía a la venta un montón de anillos espléndidos. El labrador le mostró su anillo y le preguntó por su valor. «¡Una baratija!», respondió el orfebre. El labrador soltó una carcajada y le contó que se trataba de un anillo de los deseos y que era más valioso que todos los anillos juntos de su tienda. Pero el orfebre era un hombre falaz e insidioso. Invitó al labrador a pasar la noche en su casa y le dijo: ―Alojar a un hombre como tú, con una alhaja como esa, trae suerte; ¡quédate en mi casa! Lo atendió a las mil maravillas con vino y gratas palabras, y por la noche, mientras dormía, le sacó el anillo del dedo sin que se diera cuenta y puso en su lugar un anillo normal, prácticamente idéntico. A la mañana siguiente, el orfebre estaba impaciente por ver partir al labrador. Lo despertó a primera hora de la mañana y le dijo: ―Tienes un largo camino ante ti. Es mejor que salgas temprano. Apenas se hubo marchado el labrador, se dirigió a toda prisa a su negocio, cerró la tienda para que nadie viera nada e incluso atrancó la puerta, se colocó en el centro de la estancia, giró el anillo y exclamó: «Quiero tener ahora mismo cien mil táleros». En cuanto pronunció estas palabras comenzaron a llover táleros, duros y lisos táleros, como recién acuñados, y los táleros le golpeaban en la cabeza, los hombros y los brazos. Comenzó a chillar miserablemente e intentó llegar de un salto hasta la puerta, pero antes de que pudiera alcanzarla y abrirla, cayó al suelo, sangrando por todo el cuerpo. Pero la lluvia de táleros no cesó; pronto cedió el suelo de madera y el orfebre cayó con todo el dinero en el hondo sótano. Todavía continuó lloviendo hasta que hubo cien mil monedas, y el orfebre terminó tendido en el sótano con un montón de dinero sobre él. Alarmados por el ruido llegaron rápidamente los vecinos y, cuando encontraron al orfebre muerto bajo el dinero, dijeron: «Ciertamente es una gran desgracia, cuando la bendición cae con tanta fuerza». Después llegaron los herederos y se repartieron el dinero. Entre tanto el labrador llegó alegre a casa y le mostró el anillo a su mujer. ―Ahora no nos va a faltar de nada, amor mío ―dijo él―. La suerte nos ha sonreído. Pero tenemos que pensar muy bien qué vamos a desear. Sin embargo, a la mujer se le ocurrió enseguida una idea. ―¿Qué te parece ―le dijo― si deseamos un poco más de tierra de labranza? Tenemos tan poca. Bastaría una cuña más entre nuestros campos; eso vamos a desear. ―Eso bien vale el esfuerzo ―replicó el hombre―. Si trabajamos duro durante un año y tenemos algo de suerte, quizá podríamos comprarla. Y el hombre y la mujer trabajaron durante un año con todas sus fuerzas, y esta vez la cosecha fue más abundante que nunca, de modo que pudieron comprar la cuña de tierra y aún les sobró un poco de dinero. ―¿Lo ves? ―dijo el hombre― Tenemos la tierra y el deseo aún sigue disponible. Entonces la mujer dijo que estaría bien si desearan una vaca y además un caballo. ―Mujer ―replicó a su vez el hombre, haciendo tintinear el dinero sobrante en el bolsillo del pantalón―, cómo vamos a desperdiciar nuestro deseo con una minucia como esa. La vaca y el caballo podemos conseguirlos de la misma manera. Y así fue, al año siguiente obtuvieron ganancias de sobra para la vaca y el caballo. El hombre se frotó las manos con alegría y dijo: ―Otro año más nos hemos ahorrado el deseo y hemos conseguido todo lo que deseábamos. ¡Qué suerte tenemos! Pero la mujer trató de persuadir a su esposo para que pidieran de una vez el deseo. ―No te reconozco ―dijo ella enfadada―. Antes te lamentabas todo el tiempo, suplicabas y deseabas todo tipo de cosas, y ahora que puedes tener lo que quieras, te matas a trabajar, estás satisfecho con todo y dejas pasar los mejores años. Podrías ser rey, emperador, conde, un labrador grande e importante, tener todos los cofres llenos de dinero… y no eres capaz de decidir qué quieres escoger. ―Deja de una vez tus apremios constantes y tus prisas ―replicó el labrador―. Todavía somos jóvenes, y la vida es larga. En el anillo hay un solo deseo, y enseguida se malgasta. Quién sabe si no nos va a pasar alguna cosa para la que necesitemos el anillo. ¿Acaso nos falta algo? Desde que tenemos el anillo, ¿no hemos llegado tan alto que todo el mundo se maravilla? Sé razonable. Entre tanto puedes seguir pensando qué podríamos desear. Eso puso fin a la cuestión durante un tiempo. Y en verdad parecía que el anillo hubiera traído todas las bendiciones al hogar, pues los graneros y los lagares estaban año tras año más y más llenos y, tras una larga serie de años, el pequeño y pobre labrador se había convertido en un labrador grande e importante, que por el día producía y trabajaba con los sirvientes como si quisiera conseguir el mundo entero, pero a la noche se sentaba tranquilo y satisfecho ante la puerta de la casa y recibía las buenas noches de la gente. Así transcurrió un año tras otro. En ocasiones, cuando estaban completamente solos y nadie les oía, la mujer le recordaba a su esposo el deseo del anillo y le hacía todo tipo de propuestas. Pero cada vez él respondía que aún había tiempo de sobra y que lo mejor se le ocurría a uno siempre al final, así que ella empezó a mencionarlo cada vez con menos frecuencia y al final casi nunca se hablaba ya del anillo. Y, aunque el propio labrador giraba el anillo en el dedo y lo examinaba unas veinte veces por día, se cuidaba mucho de formular un deseo. Y pasaron treinta y cuarenta años, y el labrador y su esposa envejecieron y el pelo se les volvió blanco como la nieve, pero el deseo aún no había sido pedido. Y Dios fue misericordioso con ellos y dejó que fallecieran juntos y felices en la misma noche. Sus hijos y sus nietos se reunieron en torno a los dos féretros y lloraron, y cuando uno de ellos intentó coger el anillo, el hijo mayor dijo: ―Deja que padre se lleve el anillo a la tumba. Toda su vida guardó un secreto con él. Es un recuerdo bonito. Además, madre también observaba a menudo el anillo; seguramente se lo regaló a padre en sus días de juventud. Y así es como el viejo labrador fue enterrado con el anillo, que debía ser un anillo de los deseos y no lo era, pero que trajo tanta felicidad al hogar como un hombre puede desear. Porque saber qué es bueno y qué es malo no es cosa sencilla; algo malo en buenas manos será siempre mucho más valioso que algo bueno en malas.