Desde la ventana

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Desde la ventana
Graciela García
Desde la ventana Eva diría que la mujer parece melancólica. Yo no puedo saberlo desde la ventana. Yo sólo la veo colgar la ropa y lo hace como todo el mundo: la coge del cubo, la extiende en la cuerda y la fija con una pinza. Su novio debe ser artista. Lo sé porque pinta cuadros grandes que me gustan. No los entiendo pero sé cuando algo me gusta, no hace falta que nadie venga a decirme: eso es una obra de arte o ese chico pinta bien. Y menos aún cuando sigo todo el proceso. Para mí los cuadros son un poco míos. Vivo incluso momentos de tensión, justo antes de que estén acabados, cuando apenas se notan los cambios. Pero quién soy yo, me digo, tras lamentar algunas pinceladas. Entonces me aparto un poco de la ventana y continúo la partida. Ella es así porque él es un hombre triste, diría Eva. Siempre echándonos la culpa de todo. Aunque hay que admitir que se les ve poco juntos y eso es un poco raro. Dos chicos guapos y jóvenes, deberían estar deseando verse. Sin embargo parecen evitarse, o quizás es la gente así ahora. El caso es que ella sale a trabajar por la mañana y cuando vuelve, él está en su estudio. Entonces, en lugar de avisarle de su llegada, continúa con sus cosas. No comparten la cocina y rara vez el salón. A medianoche él se va, apaga la luz del estudio y no lo veo volver a entrar. Todo lo que atisbo me lo quedo para mí porque Eva diría cualquier cosa en vez de pararse a observar. Me llamaría cotilla. Y eso no lo puedo soportar porque yo cotilla no soy. Veo cosas mientras juego al solitario, pero no juzgo a nadie ni miro lo que no se puede ver. Desde la ventana
Graciela García
Ahora son las doce y como cada noche él apaga la luz y en un rato saldrá del portal. Ahí está. Normalmente ella duerme a estas horas, pero hoy está despierta, fumando en la ventana de la cocina. Me he fijado en que utiliza tabaco de liar y papel color marrón. Nunca he visto a una mujer fumar de ese color. Ni tanto. También viste curioso, jerséis anchos, nórdicos como ella. Son poco femeninos, pero el conjunto es agradable. La evoco sentada como la he visto otras veces, con las piernas en alto y calzoncillos para estar por casa. Casi me río imaginando a Eva con mis calzoncillos. Ni cuando éramos jóvenes se dejaba ver sin arreglar. Un ruido de llaves me hace dar un respingo, quizás por miedo a que Eva me pille, hasta que al fin reconozco la puerta del vecino. Al otro lado, se enciende de nuevo el estudio, esto sí que es raro, él ha vuelto. No, un momento, es ella. Entra y se sienta en el taburete donde suele sentarse él. Caigo en la cuenta de que nunca la veo en esa habitación. Me pregunto si a él le molestará que entre. Apenas se mueve. Parece hipnotizada ante un papel del caballete. Ella comienza a dibujar, allí, sobre la hoja preparada por él. Su mano se desliza con seguridad y enseguida aparece una mancha. Está empezando a chispear, si él regresa cómo reaccionará. Una parte de mí lo desea, para averiguar si es un desafío. Poco a poco la mancha empieza a parecerse a un animal, o puede que a una persona. La lluvia no me deja distinguir y el dibujo es una forma pequeña en el centro del papel. De pronto suelta el carbón o lo que sea que está utilizando (o quizás se le cae). Se mira las manos, se toca la cara y luego el dibujo. Algo más tarde apaga la luz y yo me resisto a dejar la ventana todavía, por si él vuelve. Hasta que unos pasos en el descansillo me retiran. Aunque no es Eva, porque no puede ser. Aprovecho y me preparo para acostarme, tras un último vistazo perdido. Reconozco que estoy intrigado y en la cama pienso en lo que he visto. Me entretengo con una fantasía: ella tiene su propio estudio al otro lado del edificio, es allí donde va por las mañanas. Él acude por las noches a contemplar sus dibujos. La última vez él dibujó en uno de ellos y ella, en respuesta, continuó trabajando en el Desde la ventana
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estudio de él. Esta fantasía es especialmente divertida porque imagino que los vecinos del otro lado ven la mitad de sus vidas que yo me pierdo. Al día siguiente estoy pendiente de ellos, casi desde que me levanto. Como de costumbre, él entra en su estudio hacia la hora de comer. Primero se pone la bata, sacude unos pinceles, los seca en su manga y al fin, lo descubre. Primero se queda quieto, luego se sienta en el taburete. Se inclina un poco hacia el dibujo y se vuelve a alejar. Vuelve a quedarse quieto, sólo se mueve en una ocasión para desviar la mirada por la ventana. Me escondo tras la cortina. Cuando me asomo de nuevo tiene la cara tapada y su espalda se mueve arriba y abajo (o a lo mejor es una deformación de la lluvia). De pronto llaman al timbre (al mío) y mi corazón sale del pecho. Es sólo la joven de arriba, que deja las llaves de la asistenta. Enseguida vuelvo a mi punto de observador. Sigue lloviendo, lleva así todo el día. Un momento, ella aparece. Está empapada. Se acerca al portal con las llaves en la mano. ¿Qué hará él? De momento está en la misma posición en el taburete del estudio. Ella sigue las pautas de su costumbre. Distingo su sombra por el salón, ya sin la gabardina mojada. Luego en la ventana de la cocina, con el pelo rubio chorreando y uno de sus cigarros marrones. Apenas puedo creer cuando él se acerca a su espalda y parece que la abraza, sí, la abraza. Ella tarda en darse la vuelta, se hace levemente ovillo y luego busca su cara. No hablan, se miran y al final, creo que se besan mientras salen del marco de la ventana. Debería apartarme, dejar de mirar como un viejo verde. Sobre todo porque no se ve nada. Me alegro por ellos, me repito, y al final es casi verdad lo que pasa es que no tengo hambre y no sé qué hacer con el resto de la tarde. Me fuerzo un poco con las lentejas y caigo en una pesada siesta. Cuando estaba Eva las tardes eran a veces amargas pero sin duda menos tediosas. Pongo la tele para distraerme y no escuchar tanto la lluvia. Por suerte, se hace pronto la hora de dormir. Echo un último vistazo en vano antes de terminar el día. Nada. Los dientes, las gárgaras, el peine y siempre al final, Tristán, que sube de un salto a la cama. También como Desde la ventana
Graciela García
cada noche, giro el retrato de Eva, pues no le gusta que el perro suba al colchón. Por fin me acurruco en mi lado, dándole la espalda al retrato, para coger mejor el sueño. 
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