Urdiendo el Futuro Corría el 1870 cuando Don Bartolomé Mitre en un largo discurso en el Senado, exaltó la labor de los inmigrantes italianos en el campo de la agricultura, diciendo que eran los más hábiles y laboriosos de Europa, que las puertas estaban abiertas a toda esta gente trabajadora porque la Argentina necesitaba brazos fuertes; ese mismo año nacía en Pálmoli (Monteverdi) Miguel Ángel Cieri. Al cumplir los l8 años, éste junto a dos primos prepararon el largo viaje a tierras lontanas. En la despedida del puerto pañuelos se elevaban y lágrimas caían; el plan era volver en dos o tres años, trayendo dinero para sus fliares y reecontrarse con una muchacha que le gustaba. Acostumbrado a ver en su juventud el azul del Adriático y al otro lado las cumbres de los Apeninos: calmaba su nostalgia perdiendo los ojos mansos en el mar verde de los campos argentinos. No volvió más, pero Dios quiso que conociera a María Ángela Tilli, que sería su compañera hasta la muerte. Se enteraron que el gobierno daba tierras, a pagar con cosechas (y mucho sacrificio) al Oeste de Chacabuco, y comenzaron como dos horneritos a levantar primero un rancho; plantaron muchos árboles, criaron gallinas y cerdos. Cuando el nido les quedó chico (llegaban los hijos), fueron levantando la casa definitiva (donde conocí y disfruté a los queridos bisabuelos). Nunca juntaron dinero, pero enterados de la sangrienta guerra que enlutaba a Europa, se entristecieron por sus Flias. y agradecieron que por lo menos aquí tenían para comer y estaban en paz. Tuvieron doce hijos y el primer varón fue mi abuelo Domingo Antonio. En ocasión de concurrir con sus dos hermanas mayores a la Sociedad Italiana, para ver la orquesta de Juán Maglio “Pacho”: conoció por el 1917 a María Antonia Stéfano, con quién más adelante se casó. El campo no rendía para tanta gente y vinieron al pueblo, compraron un terreno donde instalaron una “chacarita” con herrería al fondo. Así, a martillo y fra- gua, el abuelo ablandaba los hierros y endurecía su carácter. Cuando fue ahorrando para hacerse la casa, contrató los servicios de un albañil de esa barriada; un buen ta- no con varios hijos que cobraba poco, para que no le faltara trabajo. Por otra parte el bisabuelo materno, habló con toda la Flia.. para que lo ayudaran porque no quería venir solo; Entonces por el 1905 don Francisco Di Giovanni y Giovina Fabricio, llegaron a Chacabuco con sus hijos Lucía y Vicente (mi abuelo); éste vino muy triste porque no pudo traer al amor de su vida, una gringa grandota de 17 años llamada Giovina Aímola, a la que prometió volver a buscar a Chieti. Trabajó en lo que viniese: lloró y apretó los dientes como changarín, empajador de sillas, juntador de maíz y albañil. Mientras las cartas de ella le expresaban su amor, el contestaba que hacía lo posible para poder ir a buscarla, que lo esperara, que no le iba a fallar! El tano porfiado no gastaba un peso ahorrando para el viaje: hasta que después de cuatro agotadores e interminables años, pudo decirle a la Flia. ¡¡Me voy a buscar a GIOVINA!! El viaje en barco de casi dos meses le pareció de dos años; llegar y ver a los amigos, reconocer el pueblo y dirigirse a la casa de su amada le agitaban el corazón; abrazos, lágrimas de felicidad, llevar los saludos y contar como era su vida en Argentina: revolucionaron al poblado esa tarde de emociones, recuerdos y reencuentro. Los bisabuelos (José Aímola y María Rosa Carrié) estaban conmocionados: Vicente ¡había cumplido la promesa con su hija!! Ya casados, al abuelo le costó un año convencer a Giovina para regresar a Chacabuco: estaba embarazada y además se daba cuenta que nunca más volvería a ver a sus padres y hermanos. El recuerdo de ellos abrazados en el puerto, saludándola hasta perderse de vista, fue la postrera imagen que tuvo de sus seres queridos. Pero esta gran aflicción fue compensada: diez días antes de desembarcar, ¡tuvieron su primer hijo! De esta unión nació Lucía (la séptima de nueve hermanos); vivieron humildemente cerca de la Plaza Garibaldi (hoy Manuel Belgrano); los varones aprendían un oficio y salían a ganarse el pan; las mujeres el trabajo de la casa y algunas artesanías, donde se destacaban abuela y mamá (sobre todo en tejidos de varias agujas). Y aquí se quedaron hace más de un siglo, al principio con húmedas nostalgias, luego al ver crecer los hijos los corazones doloridos se brindaron al trabajo, a la paz y esperanza, en una tierra que se ofrecía fértil para alimentarlos. Como anécdota cuento, que esta paz cada tanto se alteraba y mi abuelo “marchaba preso” entre dos agentes por las calles de tierra: rebelión en el barrio –cómo iban a encarcelar a Don Vicente que era “más bueno que el pan”- esto sucedió varias veces: los vecinos atestiguaban y a los dos o tres días lo soltaban. La cuestión era que provenía de la Región de los Abruzzos, y al igual que el famoso maestro y anarquista Severino Di Giovanni, había nacido en Chieti (eran parientes); Asi que cuando Severino robaba o tiraba una bomba: ¡el abuelo a la comisaria a declarar! Mamá contaba que una vez lo visitaron estos parientes, llegaron en tren y se fueron el mismo dia (por eso la policía rondaba la casa, supongo). Y el destino fue tejiendo las vidas de las Flias.; Domingo y María ya tenían siete hijos y precisaban un albañil, y éste tenía nueve (necesitaba trabajar): Así se conocieron el hijo mayor del herrero Obdulio Miguel (obrero gráfico) y Lucía ; se casaron jóvenes (21 y 19 años) y alquilaron casa a pocas cuadras. Primero nací yo en 1943; dos meses antes de nacer mi hermano Julio César (1946), fallece mi abuela María con 41 años (una santa); con dos años un recuerdo que no se me borra: es estar con ella jugando en su cama (ya enferma). Caos familiar: quedaba el abuelo solo con varios hijos chicos (si se quedaba a atenderlos, no trabajaba: si no trabajaba no podían vestirse ni comer; así de sencilla era la cosa en esos tiempos). Solución: mi padre sacrificando su pequeña familia y tranquilidad (especialmente a mi madre), nos llevó a vivir a lo del abuelo; donde aprendí lo que es compartir alegrías, tristezas y necesidades. En 1950 nació mi hermana María del Carmen, por lo tanto dormimos varios años los cinco en una pequeña pieza, y los tíos con el abuelo igual de incómodos. Y todos marchaban a pie a trabajar (la bicicleta era lujo), luz tenían los que vivían sobre el asfalto, los teléfonos eran pocos y solo en negocios grandes; pero en mi cuadra la pobreza nos igualaba: teníamos luz de lámparas a kerosene, bomba de mano para el agua, plancha de carbón, lavado de ropa y a veces de niños, en una batea en el patio cuya agua se congelaba en invierno; por supuesto el baño instalado con yacuzzi, inodoro, agua fría y caliente, bidet, luces y espejos: se encontraba al fondo del solar y le llamábamos excusado (o letrina, queda más importante). ¡Qué años los cincuenta! Con que poco nos conformábamos. El cariño de mamá y papá y algún juguete de madera, que quedaba en la bolsa flaca de los reyes. Pero que dicha cuando le traían un fútbol a algún amigo (seguro quedaba como capitán del equipo), dejábamos por un tiempo la pelota de trapo; al revés cuando alguien quería estrenar botines de fútbol (de esos con tapones que lastimaban): no se lo dejábamos usar, porque para no romper las zapatillas, nosotros jugábamos descalzos!! Las carreras de catangas (hechas en casa, con madera de cajón y ruedas de pata de silla serruchadas en rodajas) los kilómetros que corríamos tirándolas! Cuando llovía mucho los zanjones por la estación de trenes se llenaban de agua; entonces aprovechábamos para refrescarnos y hacer mil piruetas en esas “piletas” de color marrón ¡que Mar del Plata ni Club Social! Cabe aclarar que algunos se bañaban con pantalón corto y otros desnudos. Una hermosa tarde de domingo en que el “balneario” (sobre la calle, de dos metros de ancho por diez de largo), estaba lleno: nos sorprende un sulky que manejaba una Sra. acompañada por su hija adolescente ¡cómo se enojó la mujer! Le gritaba a la chica ¡Nena, no mires a esta manga de degenerados; SINVERGUENZAS! Mientras hacía silbar el amenazante látigo sobre su cabeza, se alejó gritando INDIOS, LOS VOY A DENUNCIAR!!! Nosotros por supuesto, metidos en el agua hasta las orejas. A los cinco minutos disfrutábamos nuevamente del lugar, hasta que alguien gritó ¡Viene la Policía! Al instante saltamos como despedidos del agua para tomar la ropa y salir corriendo: creo que si medían mi tiempo, batía el record de los cuatrocientos metros juvenil sobre tierra descalzo. En el año 1951 inauguramos la Escuela N° 3 Amado Nervo, que alegría teníamos buena luz, calefacción y pizarrones nuevos; no queríamos salir a jugar en los recreos para quedarnos calentitos en el salón, las maestras trabajaban mucho más cómodas y hasta daban útiles cuando alguien no tenía. En tercer grado nos enseñaron a cantar canciones patrias ¡con un piano! (que muchos no conocían); así le tomamos cariño a la querida escuela, yo que no soy de muchas luces estaba siempre en las delegaciones, tomando parte o como escolta y siempre cantando a viva voz, en aquellos hermosos actos. Cursé el primer grado en la escuela vieja y su estado era realmente lamentable; ahí entendí que la educación no era gasto sino buena inversión! Entusiasmado quise seguir estudiando pero había obstáculos insalvables, nos pidieron como 15 libros (entre comprados, fiados y prestados reuní 10); aunque me esforcé (ayudaba a mi padre y estudiaba) no se podía deber dos o tres materias; los compañeros asistían de traje (tenían varios), yo uno heredado de pantalón corto azul (hay!, si lo habré usado); mi entorno carecía de esta experiencia (apoyo nulo). Entonces con 14 años tomé la decisión ¡A TRABAJAR!! A no esperar nada sin esfuerzo o de regalo; en eso estoy hace más de cincuenta años. Y si, quedaron sueños en el camino del laburo; pero gracias a Dios conocí a Libia (otra gringa trabajadora), y a los 25 años estaba casado; llegaron los hijos (Gastón en l970 – Santiago y Martín (gemelos) en l973). Con un pequeño negocio en el que hice de todo para lograr una posición (menos robar); también con la ayuda de la Flia: fui logrando metas (a destiempo, pero que importa): terminar el Secundario a los 35; Cursar Terciario a los 50 Años, llenaron un poco el vacío de conocimientos que me desvelaba (hasta me di el lujo de ejercer como Profesor varios años en el Área de Act. Estéticas). Desde siempre creí una obligación realizar trabajos en la querida comunidad que me cobija, por ello integré Comisiones y Asociaciones durante tantos años, por supuesto con gran placer y “ad-honorem”. Así tuve el honor de ser Socio Fundador y Presidente del Foto Club Chacabuco; Tenor Jefe de Cuerda del Coro Polifónico Municipal; también Fundador y Primer Tenor del Coro Italiano Ricordi; integrante de la Comisión de Cultura Municipal. En la actualidad soy Vicepresidente de la Asociación de Escritores ADECH, con quienes he participado con Prosa en siete libros (Antologías); integro como Tesorero la Sociedad Italo Argentina de S.M. de Chacabuco y la Federación Regional de Entidades Italianas del Noroeste (Pcia.Bs.As.). Como fotógrafo amateur realicé varias exposiciones , y he obtenido premios tanto en Escritura como en Fotografía. Por mi madre conocí la templanza y humildad de tanta gente buena; de mi padre heredé la contracción al trabajo y la pasión por el canto. Para mí, el sumo homenaje que puedo hacerle a la vida, es cuando interpretando un tango o una canción italiana, regalo música con el mejor instrumento, mi garganta. Esto lo entendí cerca de los seis años, cuando me llevaron al Prado Español para ver al famoso Antonio Tormo ¿saben quién cantó antes con un conjunto de guitarras? ¡Si, mi padre y en el escenario! La alegría que sentí fue increíble y me marcó una meta a cumplir. Y así voy casi a los setenta, escribiendo mis recuerdos, cantando las emociones y disfrutando este paso por la vida; sin tratar de ser ejemplo para nadie; siendo lo más positivo posible en todo momento; rodeado de gente buena (que me hace bien) y siempre aprendiendo algo nuevo. Deseando lo mejor a mis amigos; rezando por quienes me defraudaron, para que les vaya bien y tomen la buena senda; y por supuesto: agradeciendo al Señor todo lo que me dio (bueno y malo), sabiendo que mi vida está en sus manos para cuando la necesite. Podría seguir, pero ya serían temas como para un libro. Respetables jubilados me despido con un fuerte abrazo. Miguel A. Cieri