Mi vida artística

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Pepe Isbert
Mi vida artística
Memorias. Su teatro, su cine, su época
nausícaä ·
MMIX
Las letras de la Filmoteca
Coordinación:
Jesús Antonio López
Copyright © herederos de José Isbert, 2009
Copyright © de la edición, Nausícaä Edición Electrónica, S.L. y
Filmoteca de Albacete
Copyright © de las fotografías: Archivo personal de la familia Ysbert
Con la colaboración de:
Ilustración de cubierta: Caricatura de Pepe Isbert, por Tony Isbert
(con autorización de Andrés Spitzer Ysbert, www.isbert.com)
1.ª edición de Mi vida artística, Nausícaä enero del 2009
Agradecimientos: Familia Ysbert, en general, y Alfonso Spitzer Ysbert
en particular, por su entrega y completa disposición desde el primer
momento al proyecto de reedición de este libro.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares,
salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos
Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento
de esta obra.
Compuesto en Warnock Pro 11,5/14
isbn: 978-84-96633-75-9
Depósito Legal: mu-108-2009
Impreso en España - Printed in Spain
Imprime:
nausícaä edición electrónica, s.l
Pol. Ind. La Polvorista, C/ Pulpí c 12
30500 · Molina de Segura · Murcia
www.nausicaaedicion.com · [email protected]
Índice
El más grande . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Una lágrima se evapora…. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Mi vida artística
i. Con cólera, por azar, aunque no soy iracundo, en
Madrid llegue a este mundo sin poderlo remediar. . . . 17
ii. Debut del gran artista, y polifácetico «Fígaro» . . . . . . . 27
iii. Un «alto» empleado llamado Ysbert . . . . . . . . . . . . . . . . 37
iv. El aprendiz de cine . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47
v. Dos grandes éxitos: cinco pesetas más el sueldo y un
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puro
vi. El cine español empieza a andar por si solo. . . . . . . . . . 73
vii.Ysbert acaba de casarse… y ya tiene a su mujer «enBarazal» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83
viii. ¡Anda, me he metido en el departamento de una
señora! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95
ix. Como actuar con un huevo en la mano . . . . . . . . . . . . . 109
x. Un pájaro con el ala rota . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 127
xi.«A mi Pepe…, su Lulú» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 139
xii. Loor, loor al Ford… ¡qué olor!. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 155
xiii. Un paquete de actores con destino a París . . . . . . . . . . 171
xiv.Yo, con dos fusiles no discuto; siempre tienen razón. . 187
xv.«Una limosnita para este pobre, que acaba de heredar» 203
xvi.«Bien venido, bien venido» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 221
xvii Un año, que llega… en coche . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 239
xviii. No soy viejo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 259
Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 275
Apéndice fotográfico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 277
Filmografía y bibliografía de José Isbert . . . . . . . . . . . . 305
Una lágrima se evapora…
Prólogo original de María Isbert
Esta frase, que parece incompleta, está escrita al pie del pilar que
preside su mausoleo. En el centro del mismo, la palabra ysbert,
en letras de hierro, es como un punto final en la historia de su
vida:
Una flor se marchita,
una oración la recoge Dios.
Este epílogo de sus memorias será mi oración emocionada y llena
de cariño.
Ha de ser cierto, porque es triste y él huía de la tristeza como
de una ofensa a Dios, que pone a nuestro alcance los medios de
evitarla: la Fe, el Trabajo, el Arte, la Caridad, la Oración, la buena
conciencia…
Me siento orgullosa de mi padre por muchos motivos, pero especialmente porque supo vencer en la batalla contra las pruebas
difíciles, y quiero seguir su ejemplo.
La tragedia de sus tres años de enfermedad, llenos de dolor,
angustia, miedo y silencio, fue superada con paciencia y resignación heroicas, tomándola incluso a broma algunas veces y feliz
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josé isbert · m i v ida a rtística
otras, al descubrir sus pequeños motivos de felicidad; esos diminutos consuelos que él sabía apreciar tan bien: una visita, una
carta, un beso de Borja, un saludo de su pajarito, un chiste, unas
rosas…
Es en el conjunto de estas pequeñas cosas donde se esconde la
verdadera felicidad.
Demostró ser valiente como un general e ingenuo como un
niño. Uno de sus amigos periodistas le supo definir muy bien:
«Ysbert es un señor travieso, y si no llevara en la solapa la Medalla del Trabajo, diría que es un niño travieso.»
Es verdad. Y como niño supo ser siempre feliz. Como artista, tuvo su espíritu siempre abierto a cualquier manifestación de
arte y el arte llenó su vida de belleza y, por lo tanto, de alegría;
una alegría contagiosa, que salía de sus ojos azules, su amplia
sonrisa y su sentido del humor.
Y la terrible inactividad de su continuo reposo —esa inactividad que fatiga más que el trabajo— también fue vencida con la
pluma. Antes lo había sido con los pinceles, porque aprendió a
pintar en Alicante; estudió métodos y ensayó los diferentes sistemas con un entusiasmo más propio de un muchacho que de un
joven de ochenta años…
Dos meses antes de su marcha aún escribía estas memorias.
Así ha podido dejarme datos suficientes para terminarlas.
Y no perdió su buen humor.
Cuando mi madre le hablaba de una comunión especial para
ganar el jubileo, levantaba los brazos en actitud de baile flamenco y daba una palmadita…
—¡El jubileo! ¡Ole!
Decía que estaba ganando tal cantidad de indulgencias que
resultaba muy difícil su contabilidad y seguro se había pasado…
—Voy a poner un «negociado de indulgencias», y las que me
sobren, las vendo… Alguien las puede necesitar.
Harto de inyecciones, se negaba a que le pusieran la prescrita
para la circulación de la sangre.
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prólogo original
—¡Pero hombre! ¡Que es para la circulación!
—¡Pues que me traigan un guardia de la porra! —decían sus
expresivas manos.
El 5 de enero de 1966, el médico le daba dos meses de vida. Y él
echaba de menos su medalla de Caballero del Pilar. Le conseguí
una en la parroquia de San Ildefonso y me permitieron pasarla
por el manto de la Virgen.
Desde aquel momento la llevó en su bolsillo, y mejoró tanto,
que el médico declaró que la enfermedad había hecho un alto, y
tuvimos padre once meses más.
El verano de ese mismo año, al llegar con mis hijos a la aldea,
me dieron una terrible noticia:
—Papá no puede tragar. Los médicos dicen que no se le puede
hacer ninguna operación más porque el corazón no respondería.
Parece que es el final.
Y fue la Virgen del Pilar y los niños de la aldea quienes resolvieron el problema.
Reuní a todos los niños mañana y tarde, para subir juntos a rezar y cantar en la ermita. Un montón de chiquillos: los rubitos del
mayoral, los del pastor, los morenitos de mi hermano, mis cinco
más pequeños y los gitanillos hijos de los segadores… Todos acudían al toque de trompeta por todos los rincones del pinar. Y se
llenaba la cuesta de piernecillas desnudas y voces alegres, que
cantaban a la Virgen, pidiendo que «el yayo pudiese tragar».
Y al día siguiente quedó resuelto el problema. El yayo tragaba
divinamente, y mejoró tanto, que pudo asistir al santo de las Julias en «la casa de la tía María».
Siguieron las oraciones infantiles, pidiendo que «su yayo no
sufriera los terribles dolores de la enfermedad»…, y así fue el final: un fallo cardíaco. La muerte se acercó a él y le besó dulcemente, sin hacerle daño, sin asustarle; con mimo le durmió.
Y aquel sueño, terrible para nosotros, significaba para él su
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josé isbert · m i v ida a rtística
liberación. ¡Habían acabado los ahogos, el miedo!… Ahora empezaría el premio. Se lo había merecido.
Es preciso morir y es triste morir, pero es grande y magnífico
morir así: a los ochenta y un años, en paz con Dios y rodeado de
personas que le quieren y de un país entero que le conoce.
Aprovecho esta ocasión para expresar nuestro agradecimiento a todos los familiares, actores y amigos que nos acompañaron,
tanto en Madrid como en Tarazona.
A la Prensa y a Televisión Española, la Radio… y al pueblo entero de Tarazona, con su alcalde a la cabeza.
Imposible detallar todos los nombres. Sería una lista muy larga y además quedaría incompleta, porque ocurrió que, al estampar su firma, muchos no la hicieron bien clara y ha sido imposible
descifrar algunas.
Considero que esas firmas desconocidas representan a los que
no pudieron asistir, y cuando vaya a enfadarme con alguien por
haber faltado, siempre podré pensar: quizá fue el autor de una de
aquellas firmas ilegibles…, y así no habrá nadie en España que no
sea digno de todo mi agradecimiento.
En el año 1957, en el discurso inaugural de la plaza de Tarazona que lleva su nombre, habló mi padre de su panteón familiar y
terminó alegremente:
—Ya sabéis dónde tenéis vuestra casa para la eternidad.
Y el 29 de noviembre de 1966 tomó posesión de la paz en aquel
panteón: allí, en lo más alto del pueblo, lejos del ruido. Al lado de
un camino que empieza, quedó una vida que termina… Al fin de
esa vida, empezará otro camino mejor.
Y en el mundo, el eco de la risa germinará y dará su fruto de
risa. El latido de la emoción seguirá haciendo latir los corazones.
La vida sigue. La risa sigue.
Nacerán nuevos Ysbert, Morán, Cassen, Casal, Leblanc, Ozores, etc., para alivio y alegría de la Humanidad.
Y cuando hablen de Ysbert, muchos esbozarán, sin querer, una
sonrisa de simpatía que será su mejor saludo.
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prólogo original
Para mí, sin embargo, una palabra muy dulce habrá perdido
su sonido: la palabra padre.
Esa palabra me emociona y hiere,
y al querer pronunciarla es un gemido
de pena y desesperación, porque tu oído
no escucha ya mi grito dolorido;
¡qué lejos se va siempre el que se muere!
No puedo ya soñar con que me veas,
son tus afanes de índole divina,
sólo quieres llegar a la alta cima
y ver desde allí el mundo por encima
al lograr ese Cielo que deseas.
Pensar que nunca más volveré a verte
es el dolor que siempre había temido,
y quisiera gritar junto a tu oído
aquella frase que ya nunca olvido
y aprendí de pequeña:
¡Buena suerte!
Tu María Vicenta
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I. Con cólera, por azar, aunque no
soy iracundo, en Madrid llegue a
este mundo sin poderlo remediar
¿Qué sucedía en la plaza del Progreso? Pues que los chicos que
estaban jugando en los jardinillos han salido alborotados hacia
la Concepción Jerónima, gritando; «¡El señor alcalde! ¡El señor
alcalde!».
En efecto: doblaba la plaza, para entrar en la breve calle de
San Pedro Mártir, el landeau oficial del alcalde de Madrid, que
en aquel año de 1885 lo era el excelentísimo señor don Alberto
Bosch y Fustegueras.
Al llegar al número 5 de la referida calle, paró el coche. Se
apearon la hermana política y el hijo mayor del señor alcalde,
la señorita Matilde Herreros Alvarruiz y Enriquito Bosch y Herreros. Subieron al piso principal, hogar de don Vicente Ysbert
y Cuyas, ingeniero geógrafo; de su esposa, doña María Vicenta
Alvarruiz Alcaúd, y de sus tres hijos: Isabel, Julián y el recién
nacido, que era a quien iban a recoger dichos jóvenes para apadrinarle.
El acto se celebró en la parroquia de San Cayetano. La comitiva salió del templo con un nuevo cristiano, que se llamaría: José,
Enrique, Benito y Emeterio.
Ese niño era yo.
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josé isbert
Al poco tiempo de mi nacimiento murió mi hermano Julián.
El trastorno que tal pérdida ocasionó a mi madre, que me estaba criando, repercutió gravemente en mi salud, manifestándose
en varios ataques meningíticos, de los que me salvó el eminente
doctor don Mariano Benavente, padre del glorioso dramaturgo y
premio Nobel don Jacinto Benavente.
En ese fatal año de 1885, España fue víctima de dos catástrofes,
la terrible epidemia de cólera asiático que invadió toda la península e irrumpió con especial virulencia en Madrid y en Aranjuez,
y el día 24 de noviembre, la muerte del rey Alfonso XII, en El
Pardo. La muerte de tan ilustre persona planteó el problema de
su sucesión por haber quedado en estado de buena esperanza su
viuda, doña María Cristina de Habsburgo. De no haber ocurrido este hecho, automáticamente hubiese sido reina de España la
princesa de Asturias, doña María de las Mercedes.
Para salvar el bache de mi inconsciente infancia describiré el
ambiente y la vida de Madrid por aquellos años, ilustrado con
informes y lecturas.
Madrid ostenta los títulos de Imperial, Coronada, Muy Noble,
Muy Heroica y Excelentísima Villa del Oso y el Madroño.
Entonces era un pueblo grande, cuyo censo no pasaba del medio millón de habitantes.
Los límites de la villa podían establecerse así: Hipódromo (final de la Castellana), final de Bravo Murillo, carretera de Carabanchel, puente de Segovia, Moncloa, Pacífico, muro del Asilo de
San Bernardino, paseo del Molino, (derecha del hipódromo).
Sus fiestas principales eran: Navidad, Año Nuevo, Carnaval,
Semana Santa, Dos de Mayo, la Cara de Dios, etc., etc.
Entre sus típicas verbenas podría situarse en primer lugar la
de San Antonio, como nos dice el verso:
La primera verbena
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que Dios envía
es la de San Antonio
de la Florida.
Pero hay que reconocer que la más madrileña era la de la Virgen
de la Paloma, aunque en aquella época la fiesta del santo de Su
Majestad, el 17 de mayo, le iba a la zaga.
La Semana Santa siempre se celebró con gran solemnidad. En
las principales calles se suspendía la circulación y en la de Alcalá
se reunía el «todo Madrid» para visitar las estaciones. Rezaban
un poco y se lucían un mucho. Los padres iban orgullosos con
sus hijas, tocadas con magníficas mantillas de blonda. Presumían
tanto de su linaje como del bastón de puño de oro, la chistera y la
levita que guardaban desde el día de su boda.
Una de las iglesias más visitadas era la de San Sebastián, y
dentro de ella, la popular «Capilla de los Cómicos». Su monumento fue obra del insigne escenógrafo don Amalio Fernández.
Las primeras actrices de todos los teatros de Madrid, alternando,
ocupaban las dos mesas petitorias y sus magníficas recaudaciones eran destinadas a sostener el culto de Nuestra Señora de la
Novena —patrona de los actores— y los gastos de entierro y funeral de los congregantes fallecidos.
Durante muchos años fui secretario de la congregación; su
presidente era el gran humanista don Juan Pérez Zúñiga.
Un dato muy curioso: Como la tradición imponía en el secretariado a grandes y gloriosos poetas, los libros de actas estaban
casi todos redactados en verso, lo que les daba un notable valor
como curiosidad y muestra de inspiración. ¡Pobres actas mías,
redactadas en mediocre prosa!
Ya que no es fácil que vuelva a tratar de mi querida capilla, no
quiero dejar en el tintero un hecho inédito:
Un buen día recibimos un oficio del Ministerio de Fomento,
ordenando se buscase en la cripta de la capilla —donde antiguamente eran enterrados todos los cofrades— los restos del Fénix
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josé isbert
de los Ingenios, fray Lope de Vega Carpio. Era voz general que
reposaban en dicha cripta.
El presidente, el sacristán, dos albañiles y un servidor nos pusimos a cumplir las órdenes del Gobierno.
En uno de los nichos encontramos unos restos rodeados de
paños negros que bien podían ser de una sotana; sobre todo, lo
que nos decidió a afirmar que habíamos acertado eran aquellos
zapatos, como recién estrenados, con unas hebillas de plata, que
conservaban el brillo de puro nuevas.
En el piso de las oficinas de la congregación encontramos una
enorme caja de sombreros de señora, que contenía uno precioso,
perteneciente a la eminente actriz doña Matilde Díez, destinado
al proyectado Museo del Teatro. Ni cortos ni perezosos, allí colocamos los restos del Fénix de los Ingenios españoles.
A los pocos días recibimos otro oficio, de la misma procedencia, ordenándonos que devolviéramos los restos a su primitivo
lugar.
No cabe la menor duda de que los restos mortales de fray Lope
de Vega reposaron en la caja de sombreros de una insigne actriz.
Una de las facetas más típicas de aquel viejo Madrid eran sus pregones, maravillosos indicadores de las estaciones del año: ¡Buenos tiestos de claveles dobles! ¡Buen requesón de Miraflores y a
prueba!
Para los estudiantes eran un tormento: eran el prólogo de los
exámenes.
En invierno: ¡Chuletas de huerta y van «jumeando»! ¡El traperooooo! ¡Las burras de leche! El clásico silbato del afilador, etc.,
etc.
Los organillos popularizaban las piezas más sobresalientes del
repertorio zarzuelero, que luego tarareaba a gritos, por todos los
patios de la ciudad, la servidumbre de las barriadas.
Abundaban los cuartetos musicales de ciegos —algunos, ver20
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daderamente notables—, para quienes cualquier esquina era una
sala de conciertos.
Los medios de transporte consistían en unos tranvías arrastrados por un par de mulas. Para poder subir las muchas cuestas,
esperaba al pie de ellas un hombre con una mula —sin más aparejos que un collarón y un tiro— y la enganchaba al lado de las
otras en el momento de la ascensión.
Otros vehículos eran los «ripels», pequeños tranvías que rodaban por las calzadas, produciendo el roce de sus ruedas en las
piedras del pavimento un ruido ensordecedor.
Los clásicos «simones» eran penosamente arrastrados por un
caballejo escuálido y trotón. La gente decía que el cochero era el
animal intermedio entre el caballo y el hombre.
El ingenioso dibujante y humorista Manolo Tovar popularizó
una caricatura de la época, que representaba una inspección de
carruajes del servicio público en el paseo de coches del Retiro.
Uno de los inspectores se acercó a un caballo, que era una verdadera calamidad por su extraordinaria delgadez, y le preguntó
a su conductor;
—¿Por qué no llevas ese caballo a los toros?
Y rápidamente le contestó el auriga:
—¡Si ya lo he «llevao», pero le gusta más el teatro!
En los coches oficiales, y para distinguirlos de los demás, llevaban los servidores de los ministros un galón de oro en la chistera,
mientras que los del alcalde se adornaban con galones de plata.
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