Lloré al proclamarse la República porque preví los males que iba a

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Asturias
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LA NUEVA ESPAÑA
Lunes, 6 de febrero de 2012
Memorias [2]
Cayo Rodríguez-Ponga
Farmacéutico jubilado
Cayo Rodríguez-Ponga Ajuria nace en La Felguera hace 101 años, el 23 de enero de 1911.
En la rebotica de la farmacia de su padre, Gerardo, escucha de niño conversaciones sobre
el agitado primer tercio del siglo XX en España. A los 6 años ya escucha en directo la declaración del estado de guerra en La Felguera, a causa de la huelga de 1917. Estudia con
La Salle y con los agustinos de León. Tras el
fallecimiento de su padre, en 1925, cursa el
Bachillerato por libre y su madre le envía a
estudiar Farmacia a Madrid.
«Lloré al proclamarse la República porque
preví los males que iba a traer a España»
«En el 34 se me acabó la efetonina y no la pude servir a un paisano, por
lo que vinieron a detenerme dos mocetones con pañoleta roja y pistolón»
Oviedo, J. MORÁN
Cayo Rodríguez-Ponga, de 101
años, relata sus «Memorias» para
LA NUEVA ESPAÑA, contemplando la llegada de la República, la Revolución del 34 y la Guerra Civil.
● Rey tachado. «En Madrid, los
mentecatos de mis compañeros, hijos de la burguesía, fueron los que
iniciaron los alborotos en la Universidad Central, que fue clausurada en
enero de 1931. El ambiente ya anunciaba la República; había pintadas
insultantes contra el Rey y la gente
comentaba que Alfonso XIII se pasaba el día encerrado en palacio y
conspirando con los nombramientos.
Yo veía ese ambiente y pensaba:
“Estamos perdidos”, y mis compañeros, de la clase social que vivía un
poco mejor, tirando piedras a los
guardias. Hubo uno que me enseñó
muy gozoso su título de Farmacia
con una tachadura sobre “Su Majestad Alfonso XIII”. “Al jefe del Estado hay que elegirlo por votación”, y
yo le replicaba que había que estar
en la realidad del país y no crear problemas con la Monarquía. “Si insultáis a éste, vais a insultar al que venga, sea rey o presidente”, le decía».
● Exaltaciones del pueblo. «Ya
licenciado, volví a La Felguera el 1
de abril de 1931 y me hice cargo de
la farmacia de mi difunto padre, como regente, porque la propiedad seguía siendo de mi madre, la viuda.
Me daba un pequeño sueldo y yo se
lo daba a ella, para mantener a la familia.Yo tenía seis hermanos menores que estaban estudiando: Gerardo,
Ana María, Carmina, Encarnación,
Berta y Gonzalo. La proclamación
de la República en La Felguera no
fue violenta; tampoco lo fue en Madrid, pero al cabo de un mes llega la
quema de conventos e iglesias, entre
ellas la que yo solía visitar los domingos en Madrid, la de San Francisco de Borja, de los jesuitas, una de
las mejor atendidas. En una ocasión
me había confesado allí con el Padre
Rubio, canonizado hace pocos años.
Tras la quema de conventos, el ministro de la Gobernación declaró:
“No podemos hacer nada, son exaltaciones del pueblo jubiloso”.Yo no
simpatizaba con la República y lloré. Preví los males que iba a traer a
España: se quería la República para
establecer la revolución del pueblo y
al pueblo, por su mayoría, y si está
airado y en armas, no lo puede vencer nadie. El pueblo estaba envenenado por su pobreza y era un toro
que embiste a ojos cerrados».
● Historia y El Quijote. «La Re-
MUISMA MURIAS
Cayo Rodríguez-Ponga, en su domicilio de Oviedo, durante la conversación con LA NUEVA ESPAÑA.
«En el 36 se repitió
lo del 34: voladura
del cuartel y gente
tirando tricornios y
sables al aire»
volución de Asturias de 1934 nos
sorprende cuando en La Felguera oímos una noche unas explosiones tremendas. Estaban atacando el cuartelillo de la Guardia Civil del barrio de
Urquijo. Sabíamos que iba a pasar
algo, se respiraba en el ambiente y se
había publicado en la prensa que se
habían descubierto alijos de armas
en la costa. “¡Dios!, ¿qué pasa? ¿Ya
empezó la revolución?”, nos dijimos
al saber que estaban asediando la casa cuartel. “Adiós, no va a salir vivo
ni uno”, pensé. Desde los tejados de
las casas circundantes estaban lanzando dinamita. Por la mañana hubo
silencio y nos enteramos de que los
guardias, una media docena con un
sargento al frente, pudieron huir milagrosamente. Sin embargo, en Sama, donde estaba el capitán Nart, de
familia distinguida, enérgico, con aspecto señorial, y que tenía 20 o 30
guardias, el asedio había sido más
fuerte y habían destruido el cuartel
con ellos dentro. Y los que habían
huido fueron perseguidos por las ca-
lles, a la caza del pichón. No apareció ni un botón del capitán Nart. Teníamos un miedo tremendo. “Ahora,
¿qué va a pasar? No tenemos guardias que nos protejan”. En la calle
había gritos de “¡Manda el pueblo, la
burguesía abajo, y a apagarlas todas!”. La gente de orden, asustada y
metida en casa.Yo estaba en la rebotica y ni me asomaba. Me puse a estudiar historia; me leí cinco de los 25
tomos de la “Historia de España” de
Lafuente.Y después me leí «El Quijote» entero. Es lo que saque de bueno de la revolución. Fueron unos 15
días de revolución y no les dio tiempo a socializar la botica. No pudieron organizar el sistema comunista».
● La verdad absoluta. «El comité de guerra de Langreo se estableció en el Ayuntamiento y con un
cuño se sellaban las recetas. Había
que despacharlas gratis y todo funcionaba por vales. No se recibían suministros e iban escaseando las medicinas. A mí se me acabaron los
comprimidos de efetonina, del laboratorio Merk, eficaces para el asma.
Y lo cuento por lo siguiente: me llega un paisano pidiendo efetonina
con el cuño de comité bien claro.
“No, no tengo, se me acabó”. “¿Cómo no va a haber si me lo recetó el
médico y lo que receta el médico
hay que respetarlo?”. “Pues imposible, se me terminó y no llegan repuestos”. “Bueno, ya lo veremos”, y
se marchó. “Ya me armó el lío este
hombre”, pensé. Ya me extrañaba
que pasasen tres días sin novedad.
Llegan después dos mocetones con
pañoleta roja y pistolón. “¿Dónde está el boticario?”. No creían que fuera yo, porque era un guaje con bata
blanca. “Soy yo”. Quedaron extrañados porque supongo que querían encontrarse con un hombre más fuerte,
para disfrutar humillándolo, porque
humillar a un débil no tiene mucha
gracia. “¿Por qué te negaste a despacha un medicamento a un ciudadano?”. “No me negué, no le pude dar
porque no lo tengo”. “Vamos al comité”. Quité la bata y cerré la farmacia, porque el auxiliar no había aparecido desde el comienzo de la Revolución. El comité estaba ocupando
unas oficinas del Banco Herrero. Se
me acerca un hombre y me alegré al
verle. Era una cara normal, una faz
no violenta. “Te acusan de esto”.
“No hice nada malo, ¿cómo me voy
a negar a algo que es referente a la
salud si mi profesión es protegerla?”,
y terminé diciendo: “Y esto es la verdad absoluta”. Me atreví a decir “absoluta” y veo que el hombre se mete
en filosofía. El comité de La Felguera era de la CNT, anarquista. “¿Cómo que absoluta? ¿Sabes tú cuál es
la verdad absoluta”. Pensé: “Vaya,
este es un filósofo” y le expliqué que
la cosa era verdaderamente así: “Si
no tengo algo, no puedo darlo”.
“Bueno, bueno”, y cortó la conversación. “Vuelve a la botica y no se te
ocurra negar nada a ningún ciudadano”. Me dije: “Salvé”».
● Suave extinción. «Hubo sucesos parecidos y algunos crímenes.
Corría la voz de que habían matado
a tal o a cual. La revolución cesó sin
lucha: los asturianos no somos tontos. Los dirigentes de la revolución,
en Sama, sabían que en el resto de
España no había triunfado el levantamiento. La revolución se extinguió
suavemente y quedamos maravillados. No hubo escaramuzas con las
tropas que vinieron a Asturias. Hubo
el pacto de Belarmino Tomás con el
general Ochoa. A Belarmino Tomás
no le conocí personalmente; una vez
le vi hablar por los altavoces. Dicen
que era inteligente y tuvo que serlo;
luego fue el presidente del Gobierno
de Asturias y León, en la guerra. La
revolución acabó de súbito, igual que
comenzó. Los comités y las casas
del pueblo se quedaron vacíos y el
Ejército hizo un parón para facilitarles la huida, y no volaron las fábricas, como se rumoreaba».
● Oviedo electrificado. «Y la
guerra del 36 también fue súbita,
aunque la esperábamos. Justo la víspera del alzamiento estábamos varios en el casino de La Felguera,
asomados al balcón, y comentábamos que había una tranquilidad muy
grande y que algo se estaría tramando. “Un día de éstos va a haber otra
revolución”, decíamos, pero de izquierdas, ya que no pensábamos que
se levantarían las derechas, que son
perezosas por naturaleza y educación. También comentábamos si había sido un acierto concentrar a toda
la Guardia Civil del valle del Nalón
en La Felguera, en el edificio de la
Escuela de Artes y Oficios, hermoso y con grandes ventanales, pero
inapropiado para cuartel. Era como
estar al aire libre. Y se repitió lo del
34. Hubo una noche de explosiones.
Como el cuartel estaba a unos ciento y pico metros de mi casa, se oían
las explosiones, tremendas, más
grandes que las del 34. “Adiós”, le
dije a mi madre, “No se salva nadie,
va a ser una hecatombe y detrás de
ellos vamos todos”. Y al cabo de un
tiempo hubo silencio. A la mañana,
me asomo a los visillos y empieza a
pasar gente tirando tricornios y sables al aire. Luego un silencio sepulcral. Así comenzó la guerra en La
Felguera. Se había producido el alzamiento y se pensaba que iba a ser
en todas las capitanías generales y
que en siete días, para la fiesta de
Santiago Apóstol, el día 25 de julio,
se habría acabado todo. Oviedo quedó sitiado. Los milicianos de La Felguera que iban y venía del asedio
decían que los fascistas de Oviedo
estaban armados hasta los dientes.
“No pudimos hacer nada, está todo
electrificado”, decían. Era pura propaganda».
Mañana, 3.ª entrega: Pendiente de revisión política
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