El arte de escuchar según Claudio Abbado

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El arte de escuchar según Claudio Abbado
Lucerna, 20.08.2005. Konzertsaal. Rachel Harnisch, soprano I; Juliane Banse, soprano II; Susanne
Otto, contralto; Marek Torzewski, tenor; Caroline Chaniolleau, narradora; Mathias Jung, narrador;
Jacques Zoon, flautas; Manfred Preis, clarinetes; Robin Haggart, tuba -Strobel-Stiftung de la Radio del
Suroeste de Alemania; Freiburg I. Br., realización electrónica; André Richard y Joachim Haas,
dirección sonora. Thomas Quasthoff, barítono (Schubert). Lucerne Festival Orchestra. Claudio Abbado,
director de la orquesta. Luigi Nono: Prometeo-Suite; Franz Schubert: Siete lieder para barítono y
orquesta: Tränenregen –Lluvia de lágrimas– (de “Die schöne Müllerin” –“La bella molinera”–) D 795
nº 10 (orquestación de Anton Webern); Der Wegweiser –El poste indicador– (de “Winterreise” –“Viaje
de invierno”-) D 911 nº 20 (orquestación de Anton Webern); Du bist die Ruh' –Tú eres el reposo–
(orquestación de Anton Webern) D 776; Prometheus –Prometeo– (orquestación de Max Reger) D
674; Memnon (orquestación de Johannes Brahms) D 541; An Schwager Kronos –El cochero Cronos–
(orquestación de Johannes Brahms) D 369; Erlkönig –El rey de los silfos– (orquestación de Max
Reger) D 328; Propina: An die Musik –A la música– D 547 (orquestación de Max Reger); Richard
Wagner: Preludio y Muerte de amor de Tristan und Isolde WWV 90. Festival de Lucerna. Aforo: 1800;
ocupación: 100%
Pablo-L. Rodríguez
En una de las entrevistas incluidas en el famoso
documental de Paul Smaczny sobre Claudio Abbado
(publicado en DVD en 2003 y reeditado este año), el
director milanés afirmaba que “el mejor público es el que
permanece el mayor tiempo posible en silencio al final de
ciertas obras donde se representa la muerte como la
Novena de Mahler o el Requiem de Verdi. Esos silencios en
los que al final nadie puede aplaudir. Y cuando más dura
ese silencio más se siente la presencia del público en la
sala que está ahí sin respirar... Es otra acústica, otra
atmósfera”.
En los tiempos que corren resulta interesante esa
insistencia de Abbado por “escuchar el silencio” al final de
algunas composiciones. Digo esto porque, como es bien
sabido, en todos los países del mundo hay exaltados entre
el público que tienen por costumbre aplastar con sus
manos el sonido del último acorde de una composición que
a veces resulta incluso inaudible. Evidentemente hay
obras, como la Séptima de Mahler, en las que la tensión
acumulada hace que el público estalle literalmente al final, pero hay otras, como recuerda
Abbado, que si uno las escucha con atención llega al final en un profundo estado de
embelesamiento y donde un aplauso frenético destruye toda la magia.
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En los últimos años son bien conocidos, a través de las grabaciones audio y video, los famosos
y extensos silencios del público que se suceden al término de una interpretación bajo la batuta
de Abbado de la Novena de Mahler o del Requiem de Verdi. De hecho, el director milanés es tan
exigente con sus músicos como con el público que escucha sus conciertos, pues para Abbado
cualquier ruido puede arruinar una interpretación. Por ejemplo, en los recientes conciertos de
Lucerna hemos tenido ejemplos de ello como el pasado día 12 en donde el sonido de un móvil en
el segundo movimiento de la Séptima de Bruckner afectó profundamente a Abbado o el día 18
en donde la caída de un libro-programa del festival al parqué de la Konzertsaal poco después del
comienzo del primer movimiento de la Séptima de Mahler hizo a Abbado volverse muy
enfadado al público y desatender por un segundo a su orquesta.
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Quizá haya sido esa cruzada de Abbado a favor de una escucha atenta de la música en sus
conciertos la que le ha llevado a plantear un programa tan variado como el que cerraba su
intervención por este año en el Festival de Lucerna. De nuevo, volvían a sonar orquestaciones
de lieder de Schubert realizas esta vez por Johannes Brahms, Max Reger y Anton Webern junto
a una obra para gran orquesta como el Preludio y muerte de amor en versión instrumental del
Tristan und Isolde de Richard Wagner. Pero para abrir el concierto Abbado optó por una obra
muy ligada a su carrera y a sus afectos: la opera Prometeo de su difunto amigo Luigi Nono, de
la que pudimos escuchar algunos fragmentos en forma de suite.
Hacía mucho tiempo que Abbado no volvía a poner en el atril de una orquesta esta partitura de
Nono. Ya en 1984 dirigió en Venecia la primera audición completa de la misma y después al año
siguiente programó en La Scala la versión revisada de esta obra. Tras el fallecimiento del
compositor en 1990, Abbado volvió a dirigir una selección de esta ópera en forma de suite, esta
vez a comienzos de su etapa como titular de la Filarmónica berlinesa y como parte de un
famoso programa monográfico dedicado al mito de Prometeo que incluía, además de la obra de
Nono, una suite de Las criaturas de Prometeo de Beethoven, el poema sinfónico Prometheus de
Liszt y Prometeo, el poema del fuego de Scriabin. De hecho, una selección de la filmación de
ese concierto que tuvo lugar en la Philharmonie berlinesa en mayo de 1992 fue utilizada al año
siguiente en un curioso experimento visual titulado Prometheus. Musical Variations on a Myth
realizado por Christopher Swann que hoy se encuentra disponible en DVD.
Lo que pudo escucharse en Lucerna fue precisamente esta Suite de 1992 del Prometeo de Nono
o, más bien, una versión acortada de la misma. Concretamente, se suprimieron las partes
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tituladas “3 voci B” e “Io. Prometeo” con la que se inicia la “Seconda Isola”, lo que ahorró algo
más de veinte minutos, quedando la suite reducida a poco más de media hora. Con esa
duración esta obra de Nono se convierte en algo verdaderamente asequible y donde el
compositor consigue su objetivo que, según afirma el propio Abbado en el libro de
conversaciones con Lidia Bramari titulado Musica sopra Berlino (Bolonia, Tascabili Bompianti,
1997; reeditado en 2000), es “obligar a reflexionar sobre el proceso de la escucha y la
comunicación”. Reconozco que previamente al concierto había escuchado la grabación de EMI
dirigida por Ingo Metzmacher de esta ópera de Nono o había visto la filmación de un fragmento
de la misma en el referido filme de Swann sobre Prometeo, pero es en la audición en directo
donde cobra sentido esta música de Nono.
La obra combina la voz humana con diferentes agrupaciones instrumentales que son alteradas
en tiempo real a través de procedimientos electroacústicos. Así, la partitura dispone el uso de
cuatro orquestas, diferentes solistas instrumentales, varios solistas vocales y partes
habladas junto a doce altavoces distribuidos por toda la sala. Nono se inspira en la policoralidad
veneciana para conseguir, a través de procedimientos electrónicos, la sensación de que el
sonido envuelva al oyente por todas partes. Para ello resulta fundamental la colaboración de un
arquitecto, pues el espacio cobra un protagonismo capital en esta obra. Curiosamente, Abbado
colaboró en el estreno de esta ópera con el arquitecto italiano Renzo Piano, que diseñó la
estructura acústica de la obra en la veneciana iglesia de San Lorenzo. En esta ocasión, fue Jean
Nouvel quien dispuso en su Kozertsaal del KKL Luzern una disposición acústica para esta obra.
Así, las cuatro orquestas ocupaban aquí las dos galerías laterales del primer piso y las
balconadas situadas a ambos lados del órgano central. Por su parte, los instrumentistas de
percusión, flauta, clarinete y tuba se colocaban en el centro del escenario frente al director. De
igual forma, los solistas vocales y actores se apostaban a ambos lados de Abbado, y el
conjunto se completaba con los encargados de la realización electrónica que se colocaron en el
centro de la sala.
El resultado exige una gran atención por parte del oyente pero resulta sorprendente y
emocionante al mismo tiempo. La dinámica general es de una suavidad muy tenue y no rebasa
prácticamente el nivel de piano, llegando incluso al inaudible séptuple pianissimo. Por otra
parte, los textos extraídos por Masimo Cacciari entre otros de Esquilo, Hesiodo, Hölderlin,
Nietzche o Benjamin resultan incomprensibles al mezclarse unos con otros y perderse
continuamente dentro de la música, un efecto que es intensificado por las manipulaciones
electroacústicas que hacen que el sonido inunde la sala. Sin duda, estos elementos configuran
una “Tragedia de la escucha” tal y como el propio Nono denominó a esta composición.
De la interpretación hay que destacar la extraordinaria calidad del equipo vocal, especialmente
de la soprano Rachel Harnisch que inicia en solitario esta obra. El gesto de Abbado siempre
claro y preciso resulta aquí muy apropiado ya que permite conjugar con facilitad a todos los
músicos implicados en esta aventura sonora. Asimismo, fue destacada la intervención André
Richard como manipulador electrónico del sonido pues consiguió trasladarnos a un espacio
imaginario donde el sonido rebotaba por todas partes.
Durante el descanso, y mientras se colocaba la disposición habitual de la orquesta, me
inmiscuí en una airada discusión acerca del cantante Thomas Quasthoff. Según parece, una
señora afirmaba que prefería escuchar a Quasthoff y no verlo, pues le daba mucha pena
verificar sus tremendas limitaciones físicas resultado de la terrible talidomida. Sin embargo,
yo mantuve una postura diametralmente opuesta y defendí la capacidad expresiva de la cara
del bajo-barítono alemán. Y no me equivoqué, pues incluso a la salida esa señora me dio la
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razón con una sonrisa.
Muy pocos cantantes tienen la capacidad de Quasthoff de representar toda la complejidad de un
drama en los cinco o seis minutos que dura un lied. Eso lo demostró este cantante en ocho
ocasiones y resultó especialmente espectacular en la wagneriana orquestación de Reger de
Erlkönig (que suena al principio como el inicio de Die Walküre) donde Quasthoff representó con
su cara y con su voz los cuatro papeles de la historia: el narrador con voz neutra, el padre con
voz grave, el hijo con voz delicada y apesadumbrada y el malvado rey de los silfos con un tono
seductor maravilloso. Fue una delicia también el acompañamiento de Abbado muy cuidadoso
en todo momento por no tapar el más mínimo matiz del cantante, pero también haciendo
verdaderas diabluras con la dinámica y el fraseo. La emoción embargó la sala y todos nos
pusimos en pie para ovacionar al gran Quasthoff. Pero él humildemente nos recordó con una
propina que lo verdaderamente importante era la música y en su voz la orquestación de Reger
de An die Musik funcionó como un himno de alabanza a ese “arte benévolo”.
Tras el recital de lieder central, la orquesta del Festival de Lucerna se preparó para interpretar
la última obra por este verano. Abbado hizo una versión eminentemente sinfónica del Preludio y
Muerte de amor del Tristan und Isolde wagneriano donde delineó perfectamente los contornos,
coloreó la distintas partes de las obra y dio buenas proporciones a su discurso, si bien el
resultado careció de la intensidad necesaria. Fue una versión contemplativa en la que la
muerte aparece como algo inevitable a la que los dos enamorados se rinden sin remedio, pero
no como resultado de un delirio. Una muerte que lejos de ser un supremo deleite se convirtió
aquí en un merecido descanso, lo que conforma una visión humanista y desmitificada del
drama wagneriano. Y es que al Abbado actual ya no le interesa el teatro y no busca ese sonido
tan misteriosamente oscuro y dramático de antaño. Su postura es ahora más cercana y
meditada aunque, si bien eso le funciona a la perfección con la complejas sinfonías de Mahler,
no resulta convincente del todo en Wagner donde la música carece de sentido al margen de lo
teatral.
Al final de la obra escuchamos ese formidable acorde de Si mayor donde intervienen todos los
instrumentos a excepción del corno inglés, que para Richard Strauss era el final mejor
orquestado de la historia de la música. La razón del elogio era lógicamente teatral y no
sinfónica, pues Strauss veía en el corno inglés la representación del filtro amoroso que había
dejado de actuar tras la muerte de los dos amantes. Precisamente, ese acercamiento
narrativo a Wagner es el que Abbado no tuvo y por ello tras extinguirse el sonido de su
magnífica orquesta se sucedieron tan sólo cinco o seis segundos de silencio. No falló en esta
ocasión el público, sino la atmósfera.
Este texto fue publicado el 07.09.2005
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