Tu pelo rojo John Wayne Cómo de costumbre se nos había comido el tiempo el reloj. Un poco ansioso un amigo espetó: - Oye, nos movemos o qué. Van a cerrar. Aunque esa noche nada nos debía preocupar, él empezaba a estar un poco molesto con ser el único integrante del piso en dignarse a hacer el camino, que no era mucho, que iba de nuestro campus al supermercado del pueblo de al lado. Fueron unos segundos de tensión que poco a poco fueron diluyéndose mientras nos levantamos de aquellos sofás nuevos, los que venían con el piso eran algo incómodos, y nos colocábamos las chaquetas y gorros. Hicimos la compra, preparamos algo de comida mientra íbamos tomando algunas copas. Era febrero y habíamos terminado exámenes y trabajos, ante nosotros se habría una noche de desfase, noche que algunos quemarían demasiado pronto, muertos por la ansiedad de compartir su júbilo con el calor de alguna mujer. Un rato más tarde empezamos a invitar a gente a nuestra casa, pusimos un poco de música, algo moderno aunque no muy estridente, nos gustaba crear algo de ambiente. A oleadas la gente terminaba de cenar y se iba aglomerando a las puertas de nuestro piso, todos con sus propias medicinas iban entrando y saliendo, mientras dentro nadie paraba un instante quieto. Al rato unos ruidos golpeando la puerta nos sorprendieron, seguimos bailando, nada importaba, volvieron a sonar, ahora más fuertes. Fue entonces cuando desalojamos el piso como una manada, pues dos personajes provistos de traje y linterna invadieron el lugar con el convencimiento de hacer el bien más supremo, obligando a cerrar las luces en un pueblo dónde aquella noche nadie pedía dormir. Como viejos y experimentados “cowboys” nos condujeron por el pasto verde, a un lado la piscina, al otro el campo de fútbol, llegando al fin delante de tres enormes y brillantes buses. Satisfechos por su trabajo ellos se fueron a vigilar que durmieran los gatos mientras la muchedumbre iba colocándose en fila para entrar, y digo fila y perdóname tu que estas leyendo pero aquello era algo a años luz de ser una fila en armonía. Nadie respetaba el orden ancestral de una linea recta, sino que intentaba colar su cuerpo, aunque fuera a trozos, dentro del autocar. Vi a algunos dislocarse hombros con disimulo para poder decir que su mano estaba delante de otro. Algo hastiados esperamos a que ser rebajara la bruma de gente para entrar. Como buenos últimos, al subir ya no teníamos lugar en ningún asiento. Me apoderé de una barra horizontal, el cartel decía muy claro que nadie podía sentarse, pero creo que no me intimidó demasiado el dibujo de un hombrecillo de azul y cara seria. Más bien fueron otros ojos, sus ojos, los que quebrantaron mi cuerpo cuando alejándome del dibujo me topé con su mirada. Ante mi sorpresa, ella me soltó un hola, seguido de una breve carcajada; le sostuve la mirada mientras buscaba en mi cerebro algo ingenioso con que sorprenderla. Le volví su hola con otro hola y un intento de pícara sonrisa; no era muy original así que le conté cómo me llamaba. – Es un poco raro, me suena bonito pero es extraño tu nombre. – A sí? Yo creo que es de lo más normal. – Bueno, normal es, en mi país llamamos a los perros así, es extraño para mi ponerle su mismo nombre a tu bonita cara. – Vaya, entonces olvida mi nombre y contempla mi cara. A partir de este punto, mi querido lector, la situación se sucede en un presente reciente y todavía caliente. Seguimos jugando, los dos ocultamos bien al otro los auténticos reyes de nuestros corazones, claro esta que nunca antes habíamos reído como reímos; y mentimos cuando decimos que nunca antes nos hemos enamorado, pero esa noche sólo pretendemos gustarnos, mentirnos en lo simple si es preciso para terminar riendo juntos en cualquier cama, sofá o lugar. Alguien del público dice que ya llegamos, todo el mundo baja, arriba seguimos charlando, unos cuántos más se han unido, a nadie le apetece pagar la entrada y preferimos volvernos con el mismo bus a seguir la fiesta en otra casa. El bus da media vuelta y en instantes llenos de calientes confesiones, desvergonzadas miradas y algún que otro tonto comentario, terminamos llegando donde habíamos estado veinte minutos antes. Nos bajamos del bus, y muy animados nos dirigimos a casa de alguien, creo que ya sé donde vamos y decido coger un atajo. Ella me sigue, nos colamos dentro de un ascensor y pulsamos el botón más alto de todos. Juguetones nos reímos nerviosos, cada uno aguantando su pared nos miramos, parece que algo se quema. Aunque sé que el viaje dura poco me sorprende ver como se para el ascensor. La blanca luz parpadea y se apaga, sólo queda la luz de emergencia con su bonito color rojo. Algo nerviosa buscas un motivo. Ajetreada mueves tu cabeza buscando una salida, ignorante de la belleza que percibo, te cae un mechón de pelo rojizo sobre tus labios mojados por antiguas bebidas. En un acto reflejo, casi imperceptible alejo el cabello y rozo tu cara. Te das cuenta y sigues el camino que ha trazado mi brazo para colocarte delante de mi; invadiendo mis labios con tu lengua mojada rompes todo lazo que me une a la cordura, cruzando tus dedos por todo mi pelo consigues ahuyentar de mi todas las nubes, mientras el calor que desprende tu cuerpo arde en mi sin quemarme. Me fundo en tu pelo y te levanto, sé que gimes cuando notas tu cuerpo entre el mio y la pared. Embestimos como fieras, nos comemos para luego curarnos con lenguas y salivas. El sabor de tu carne es algo mágico, el placer que siento nadando dentro de ti es algo viejo pero alegremente nuevo. Nuestra jaula de metal, hecha para bajar y subir ha cambiado su función, atada sólo a un cable dónde ya no circula nada, se convierte en nuestro péndulo, que se mueve de lado a lado, marcando el tempo de mis entradas y tus recibidas. Me olvido del tiempo que flotamos tambaleándonos a quince metros sobre el suelo. Tras un rato de bonito ajetreo cierras los ojos, te olvidas de mi, de ti y del mundo, creo que mueres durante unos segundos, tu cuerpo cae como un árbol quemado sobre mí mientras tu mente se va lejos, dejando la puerta de tus pensamientos entreabierta. Aprovecha la ocasión un astuto narrador para colarse en su mente y describir con asombro lo que pasa por su cabeza. Y la ve, la sala donde esta es alta y oscura, no puede ver el final, el techo se aleja cuando intenta abarcarlo con la mirada, tiene frío. A lo lejos hay fuego, un brasero esta encendido, se acerca, sus manos están heladas, no nota los pies del frío suelo. Decide agarrarse a las brasas, se quema pero se agarra, el calor baja por su cuerpo, se estremece y al fin despierta. Relaja sus brazos y se aleja lentamente de mi cuerpo, nunca olvidaré como se aferraba en esos instantes. Pide calma a sus pupilas que se van cerrando a su vez. Al fin, los dos desnudos nos contemplamos dentro de nuestro ascensor. Y es así, alguien debe haber tocado los hilos, reparado las viejas conexiones y haber dado luz otra vez al edificio. El ascensor vuelve a funcionar y ahora sí, nos lleva a lo más alto del edificio, al piso de un desconocido nos colamos sonriendo y charlando anímadamente. No hay mucha gente, la música esta rebajada pero la cerveza aun esta algo fría. Nos mezclamos entre la gente, nos hacemos partícipes de sus risas y juergas, aunque nos seguimos mirando desde lejos. No me quito de mi cabeza su rojo pelo como se colaba entre mis dedos, no puedo olvidarme de sus ojos y anhelo más besos. Me despido de un grupo de amigos, la encuentro en medio de la sala, desprovista de sillas y mesas, la tomamos nuestra. No es la primera vez que bailamos, nuestros cuerpos se conocen y les damos rienda suelta para seguir descubriéndose. Alegres, locos y drogados de endorfinas, testosteronas y estrógenos bailamos una danza enfermiza, contagiosa. Y no controlamos nuestro calor, se extiende por toda la sala, invadiendo al resto. Nuestros besos son contagiosos, la beso a ella, y beso a otra, me besa ella, besa a otro, nadie lleva la cuenta de los besos, el mercado libre ha empezado. Una pareja hace suya la mesa de mármol que hay en la cocina, creo que el muchacho de verdad la desea, ella se deja amar, le invita a pasar sus finos labios por sus piernas, dobladas sobre la mesa. El chico bebe algo bueno y quiere más. Con sus largos dedos toma conciencia de la mujer, de sus oscuros secretos ocultos en su bajo vientre, ella se lo pide, creo que va a perder la cabeza cuando sus labios al fin encuentran dónde en verdad beber, y ya sólo veo los rizos de ese Apol·lo, moviéndose de lado a lado, la mujer pide que no pare el frenesí. Y grita, gime y grita, empieza entonces la orquesta de los gemidos, la banda sonora de soplos y risas cortas, el solo de algún tambor cada vez más encharcado, el ruido de platos que suenan a igual tempo, cada vez más empapados. Y contagiados todos por un frenesí desbocado nos confundimos, nuestros cuerpos se camuflan bajo cuerpos de otros, nuestras manos se mezclan con las de amigas, hermanos y conocidos. Nadie recuerda su nombre, ya nadie es alguien, todos somos todo, un solo ser que sopla, que ríe, que gime, que pide, que da y que recibe. En otro lado tres amigos se reconocen, se reparten besos cómo solían rodar sus porros, se tocan y se descubren, cuan calientes están sus cuerpos, arden por tocar y ser tocados, ansiosos se olvidan de quienes son y hacen suyo el sofá. Lamen y besan donde nunca antes, sus cuerpos vibran bajo algo que no saben interpretar, inquietante y agradable la combinación es tentadora. Se dejan llevar por el calor de sus manos, por el lamer de sus lenguas, por los labios de sus bocas y el áspero tacto de sus barbas. Ya no hay ropas, no queda nada de pudor, sólo amasijos de cuerpos amándose toda la larga noche. Nuestras mentes ya no pueden más, con parsimonia vamos cayendo unos encima de otros, hacemos de piernas cojines, de brazos almohadas, rendidos nos dormimos. Y el día nos descubre a todos con nuestras vergüenzas y temores; mi amiga y su amante nos largamos aún cuando los demás están despertando. Tememos que nos culpen de haber encendido calores y sensaciones que guardaban en sus adentros. Esto en sí nos da lo mismo, los dos sabemos que ha pasado, y me alegro de viajar al lado de una mujer que prende pero que no me quema. Me sonríe relajada y dice que me invita a croaissants y bebidas en el césped de la plaza. No puedo resistirme y después de llenar nuestras barrigas con manjares, nos acomodamos y nos dejamos llevar por el sueño. Aún es temprano, quizás las nueve de la mañana, cuando nuestros ojos se vuelven a cerrar. Mi apreciado lector, mi querida lectora; mientras nuestro protagonista sueña que viaja en un velero por un mar rojo y que hay sirenas que le invitan a quedarse, su amiga, su amante de fuego se despide de él con un tierno beso. Le ha gustado ese chico, pero se sabe incendio y al alejarse de él lo protege de ese fuego que lleva dentro. Sería irresponsable quedarse con él, lo quemaría pronto y no quiere, aún no ha aprendido a controlar sus ganas, demasiada tierra quemada lleva ya en sus adentros. Y así, me despierto cuando avanzada esta la mañana, oigo algunas risas, gente que charla animadamente, seres que curiosos miran mis pelos algo alborotados, mis ropas algo magulladas, mi resaca patente les incómoda. Me río de ellos y me acuerdo de su pelo rojizo. Pero ya no la veo a mi lado. Entra en mí una desesperación desconocida, se fue sin el portazo, se fue sin despedirse, me ha dejado prendido de su fuego, algo que me quema dentro y no puedo apagarlo. Tardo en comprender que se fue, que se ha largado cuando más quemaba mi ser. Deberá su fuego consumir su recuerdo antes de apagarse, deberé aprender a aplacar las llamas que se adueñan de mi, soy su antorcha encendida, sólo el tiempo sera capaz de extinguirme.