SOBRE UN DIBUJO DE ORTEGA POR ENRIQUE SEGURA 2 J^N mi ya lejana adolescencia tuve la íibre de leer de forma desmedida, me pasaba noches enteras con los libros entre las manos, tengo que confesar que muchos de ellos no debidamente comprendidos por mi dureza de mollera o mi temprana edad. Entre las obras que intenté leer varias veces, sin poder entender a fondo, fue la Divina Comedia, sin embargo, lo que me deleitaba más eran sus ilustraciones, grabados de Gustavo Doré, magníficos. En esta etapa de mi vida tuve ocasión de, entre mis autores preferidos, leer casi toda la obra de Pío Baroja; era el que más comprendía, no sé por qué. Después algunos escritores franceses y por supuesto muchos españoles, entre ellos Orte; recuerdo tuve que hacer grandes esfuerzos para poder asimilar algo. Hoy, cuando lo he vuelto a leer, me he asustado de mi osadía. Ahora pienso que fue bueno este atrevimiento, lástima que aquel cúmulo de conocimientos no fuera asimilado debidamente, pero quizá algo quedó. Ya en mi juventud, salí por primera vez de mi tierra, pensionado por la Diputación, al extranjero. Después de algún tiempo en París, regresé a España y me afinqué en Madrid, año 1931. Fueron años muy difíciles, porque, como es sabido, la Administración paga tarde y mal, así es que tuve que realizar para poder subsistir dibujos en numerosos periódicos, la mayoría de ellos retratos. En mi quehacer de ilustrador de periódicos tuve encargos para hacer casi todos los personajes importantes. Por este motivo traté con infinidad de ellos y así surgió la realización de este dibujo. Creo que la edad de Ortega, por entonces, sería alrededor de unos cincuenta años, yo tenía veinticuatro. Era hombre de mirada profunda, ante la cual me sentía disminuido, en mi caso con razón. Sin embargo, ante Ramón Gómez de la Serna, al que — 7 también retrate, no sentí esa sensación extraña de superioridad del personaje, Ramón era otra cosa, no sé, más asequible, no sentía ante él tanto distanciamiento, era más próximo, más comunicativo. Observé, cuando éste posaba, que arrojaba las cerillas al suelo habiendo sobre la mesa un gran cenicero, haciéndome pensar si no sería una reacción inconsciente por falta de adaptación al marco lujoso donde realicé el retrato; fue en el Hotel Ritz. Su mundo era otro, casi siempre entre cachibaches. Eran dos polos opuestos, Ortega estaba siempre atildado, con gran corrección en el atuendo, no exento de alguna coquetería al cruzar el cabello de un lado a otro para ocultar en parte su despejado cráneo. Esto me hacía pensar por qué la mayoría de estos penasdores profundos no han podido superar lo que pudieran parecer ante los demás o ante ellos mismos. Hoy en día veo que florecen las barbas apostólicas y me pregunto para qué, para diferenciarse de los demás, por estética, seguir la moda. Pienso que lo importante es lo que se realiza, porque al fin y al cabo es lo perdurable, la obra, la imagen es lo efímero. Pido perdón por esta pedantería, porque grandes monstruos del saber como Velázquez, Quevedo, Lope de Vega y Cervantes también iban a la moda, luego esto justifica mi tremenda equivocación, porque se puede tener cierta coquetería, estar a la moda y ser un genio. Por cierto, he dicho "genio", palabra empleada hoy con gran frecuencia en contemporáneos. No sé si estaré también equivocado en esto, creo que este calificativo tiene que pasar por el tamiz del tiempo, cuando la obra se quede sola, libre de pasiones y otras influencias que la arropan. Si pudiéramos levantar la cabeza después de hecha esta criba y ver el resultado, creo que del susto nos volveríamos a poner horizontal rápidamente. Queramos o no esto va a suceder, aunque no tengan algunos la intención de que su obra perdure. Por otro lado, según van las cosas en el mundo, puede ser que algún día la ciencia y las circunstancias hagan alguna de las suyas y no quede nada de nada, sólo un profundo silencio y con un poco de suerte es posible que sobreviva un inquieto jilguerillo lanzando sus alegres trinos sobre una pequeña rama de jaramago. No hay que perder nunca la esperanza. 8 —