Fronteras de Tinta Carlos Fortea La condición de la tinta es extraña

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ENCUENTROS EN VERINES 2012
Casona de Verines. Pendueles (Asturias)
Fronteras de Tinta
Carlos Fortea
La condición de la tinta es extraña: posee una densidad que recuerda
en alguna medida la del aceite, un brillo acariciante que trae a la memoria el
esplendoroso del chocolate fundido, y, en el caso al menos de la que
utilizamos para escribir, un color abisal e inquietante.
Durante siglos ha sido utilizada para trazar fronteras. Algunos
recordamos la forma en que se desprendía de aquel viejo instrumento
llamado tiralíneas, imitando de forma voluntariosa la negra perfección del
trazo impreso, hasta que un borrón desfiguraba, irremediablemente, la
aspiración fallida.
Tengo, no obstante, la sensación de que hoy no vamos a hablar aquí
de la tinta que traza, sino de la muchísimo más atractiva que se derrama, la
que avanza brillante por la mesa cuando el tintero se vuelca, ominosa, casi
como la nada que devoraba poco a poco Fantasia en la clásica La historia
interminable.
El tintero con el que se escribía la literatura juvenil se ha volcado hace
años, y a la línea recta de lo encarrilado le ha sucedido el borde ondulado y
caprichoso de la libertad. Es una noticia que sin duda hubiera alegrado
mucho a precursores como Roald Dahl, pero aunque tardía es una noticia
que hay que celebrar.
Celebrémosla. Pongámosle fecha de nacimiento. Una cualquiera,
sencillamente para empezar a hablar. Pongamos, por ejemplo, que hace ya
quince años se publica un libro que hace tambalearse las vallas que cercan
la literatura escrita para jóvenes. Se titula Harry Potter y la piedra filosofal, y
no es el primero que leen los adultos además de los niños, pero sí es el
primero que impone sus derechos en el mercado de tal manera que ya nadie
se atreve a discutirlo.
El tintero se ha roto. La negra mancha se extiende por el mundo, y va
en dos direcciones: por una parte, lo que antes sólo era para jóvenes ahora
es para todos. Pronto hay nuevos títulos que vienen a confirmarlo.
Por otra, lo que antes era sólo para adultos empieza a ser puesto en
cuestión. La tinta deviene mar, y tiene oleaje. Y resaca.
Hace ya por lo menos quince años que hemos empezado a cruzar las
fronteras. Lo que nos hemos encontrado al otro lado ha sorprendido a todos:
centenares de miles de adultos prestan atención a libros que, se dice, no
estaban pensados para ellos. ¿Qué ha pasado? ¿Se trata de un súbito
ataque de infantilización? ¿O del puro poder de la literatura?
Como decía una vieja canción, dicen los viejos que la ficción ya no
explica el mundo. Que esa ambición total es cosa de tiempos solitarios, en
los que los humanos no vivían la historia en directo y se la contaban los
novelistas. Que ya no hay intérpretes para la realidad en un papel escrito
que, además, poco a poco, se está desdibujando.
Pero yo, como decía aquella vieja canción, solo veo gente que lee
más que nunca e interpreta la vida a través de unos libros que no eran los
intérpretes oficiales. Gente que ha vuelto la espalda a los castillos de tinta
sancionados por la autoridad, y busca explicaciones a lo que le rodea en
pequeños navíos que antes sólo surcaban mares interiores: en la novela
histórica, que explica lo que ocurre usando el pasado como metáfora; en la
novela negra, que retrata la vida rompiendo las costuras de lo aparente para
mostrar lo oculto.
Y, sí, en la novela juvenil, que tiene el privilegio de permitirse un cierto
grado -sólo un cierto grado- de sintetización para hacer comprensible este
planeta a un lector que empieza a abrirse paso en los enigmas gemelos del
mundo y la literatura.
Dicen los viejos que siempre ha sido así, pero yo solo veo gente que
antes leía sentencias morales e historias casi siempre edificantes que
terminaban bien y ahora explora los confines de su universo. De hecho,
como los líquidos adoptan siempre la forma del recipiente que los recoge, la
tinta derramada encuentra su forma en colecciones que han editado siempre
libros para jóvenes o en colecciones que han editado siempre libros para
adultos, y eso es lo que define cuál era su presunta intención inicial, pero ya
no nos basta. Antes, cuando un libro saltaba la cerca de su género se
editaba en volúmenes con doble portada, o saltaba de un sello al otro -José
María Merino, Michael Ende-, pero ahora es el lector el que salta la cerca, el
que se moja los pies en la tinta de una playa que no fue pensada para él.
¿Cuáles son las fronteras de esa playa? Me dicen que hemos venido
aquí para dar, quizá, alguna respuesta a esta pregunta, y me veo a mí
mismo escuchando a Fernando Marías cuando dice que, salvo tal vez
algunos de los aspectos más oscuros del alma, nada queda ya fuera del
ámbito de la literatura destinada a los jóvenes.
Pienso en algunas convenciones de género: Huckleberry, Alicia, los
Cinco, Harry Potter. El protagonista siempre tiene que ser un niño o un
adolescente. Pero ya no es verdad. Puede que ahora se trate de un joven en
edad militar, como en Morirás en Chafarinas, o de un joven profesional que
empieza su vida laboral. O es posible que el joven sea un vehículo a través
del cual narrar la peripecia de los adultos que le rodean. Y entonces, a
personajes adultos, problemas adultos.
Hemos roto las fronteras... Eso ya no hay nadie que lo ponga en
duda, algunos incluso ya han pasado a esa fase del viaje del explorador en
la que acomete el mal de altura, y teorizan sobre la forma de saltarse las
orillas del río, crossover, dicen, y encargan textos que sean para jóvenes
pero sean para adultos pero sean para jóvenes, y hasta que llega el sabio
lector y pone a todo el mundo en su sitio no se recupera la racionalidad. La
tinta se derrama, sí, pero, por fortuna, no hay forma conocida de encauzarla
una vez derramada.
Ni siquiera sé bien si la autoconciencia sirve de mucho: ¿Es
consciente la pluma de lo que escribe? Sin duda sí en los trazos generales,
en las intenciones, en los planteamientos. Sin duda sí al principio. Pero nos
hemos cansado de oír -nos hemos cansado de decir- que los personajes
tienen su propia vida, toman su propio rumbo, nos cuentan a nosotros su
propia historia para que la contemos. Y entonces, ¿qué sucede? ¿Acaso
establecemos a los personajes, como si fueran niños a nuestro cuidado,
límites que no pueden traspasar, actitudes que no deben tomar, horas
determinadas de volver a casa? ¿No hemos dicho siempre que eso no era
verdad?
La pluma tal vez no es consciente de lo que escribe, pero es cada día
más libre. Y enseguida descubre que la libertad, como todo lo que vale la
pena en este mundo, es paradójica. Han quedado atrás -parece que han
quedado atrás- discusiones antiguas sobre la influencia de la literatura, los
que la deseaban han tenido ocasión de lamentarse porque se perdía, los
que la rechazaban han podido decir, sin que nadie pidiera cuentas por ello,
"yo sólo cuento historias".
Pero ahora, al caer las fronteras, la tinta gana peso hasta sin quererlo.
Si la pluma alcanza más temas alcanza a más personas, si alcanza a más
personas alcanza más temas, y así hasta el infinito. Y los lectores -o quizá
habría que decir las lectoras, quizá tendríamos que dedicar algo de tiempo a
eso- ya no son solo gentes de expectativas ilimitadas, sino también personas
baqueteadas, no sólo personas cuya experiencia de la vida es corta, sino
también más larga, no se sabe si amplia, sin duda incompleta como todas,
pero que ya no tiene vergüenza de buscar agua salada en fuentes que
parecían de agua dulce. Personas, tal vez, cuya sensibilidad todavía es
impresionable, como lo eran las viejas placas de las viejas cámaras de fotos.
Al ensanchar nuestros horizontes, hemos ensanchado también los
suyos y hemos incrementado nuestro influjo. Si antes la literatura juvenil
planteaba conceptos claros, ahora plantea dilemas morales. Si antes
abordaba temáticas próximas a la experiencia del lector, ahora le introduce
en territorios desconocidos, toca zonas de sombra, se adentra incluso más
allá de sus bordes.
Matices: Esto siempre ocurrió, me diréis, siempre ha habido libros que
planteaban dilemas morales, siempre ha habido libros que se adentraban en
la zona de sombra, y algunos de los presentes en esta sala son muy buenos
ejemplos de ello. Pero quienes nadaban contra la corriente no es que naden
ahora a su favor, sino que, simplemente, ya no tienen que ir contra la
corriente.
Si cada vez más gente moja los dedos en nuestra tinta, es que están
encontrando respuestas en ella. Dicen los viejos, lo decía al principio, que tal
vez lo que pasa es que los lectores que parecían mayores están
infantilizándose, pero yo solo veo gente que lee, y me pregunto qué tenemos
que poner de nuestra parte para comprender lo que no comprendemos,
porque tal vez ocurre que cuando los que ejercen la autoridad reclaman a las
tramas de las ficciones una complejidad mayor sólo están reclamando salir
de su propio aburrimiento: durante ya demasiado tiempo hemos dividido la
literatura entre lo nuevo y lo no nuevo, y hemos querido ver que lo nuevo era
bueno, y lo nuevo no siempre es otra cosa que nuevo.
Reivindico la fuerza de las ficciones en las que la tinta se derrama a
chorros, me declaro lector de las novelas del XIX, esas cuya muerte se
proclama en un curso todos los veranos, y de las fantasías y de Galdós,
porque, si me hacen elegir entre lo garbancero y lo hidrogenado, me quedan
pocas dudas. Reivindico las tomas de posición porque permiten al lector
adoptar sus propias tomas de posición, que no tienen por qué ser las mías, y
pienso que la forma en que se diluyen y caen una tras otra las cercas y
vallados que rodeaban los géneros, es, fundamentalmente, una buena
noticia.
Matices: esto no es un panorama de felicidad. Es un horizonte.
Además, como tal vez un exceso de firmeza al empuñar el tiralíneas podría
resultar contradictorio con la complejidad de la realidad, quiero terminar
estas palabras con un borrón: Dicen los viejos que tal vez nos dejamos
seducir, en un mundo de tantas tentaciones, por la tentación de la limitación
verbal, y sus palabras me hacen vacilar, porque sí veo gente con dificultades
para pasar de una literatura a otra, de un siglo a otro, de unas palabras a
otras. Las veo en el entorno más inmediato, el de los chicos -las chicas- que
me rodean, veo que las palabras alpende, almazara, abigarrado, suscitan en
ellos una incomodidad que se suaviza al decir caseta de obra, molino de
aceite, colorido, y me preocupa perder las palabras y la resonancia de las
palabras. Me preocupa perder su fuerza evocadora y su precisión quirúrgica.
Me aterra que, ahora que caen todas las fronteras, levantemos fronteras de
palabras ininteligibles, justo en un momento en el que la vieja prevención de
la búsqueda en el diccionario ha perdido ya todo su sentido: los chicos no
tienen ningún problema cuando no entienden algo. La red está ahí, y ellos
creen que tiene respuestas para todo, y es verdad que las tiene para cosas
tan simples y tan fundamentales.
Me inquieta el uso de las palabras: llamamos exigente a un texto rico,
que no pide, sino que da. Llamamos versiones adaptadas a lo que queda de
un árbol frondoso después de hacerlo leña para el invierno. Llamamos
narrativa con adjetivos a la que se dirige a lectores sin adjetivos. Me
inquietan los peligros de los adjetivos. A veces ocultan los sustantivos.
Me diréis que también el abajo firmante se empeña en llamar tinta a lo
que son impulsos en una pantalla. Lo acepto. Yo tampoco sé quiénes somos
los viejos. Sea como fuere, a mí me parece que la magia consiste, desde el
principio de esta larga historia, en buscar cuál es el nombre de las cosas. O
las palabras mágicas que conducen a él. Me encantará saber qué os parece
a vosotros.
Muchas gracias.
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