CATEDRA LA CAIXA DE ECONOMIA Y SOCIEDAD. “EDUCACIÓN Y VALORES EN UNA SOCIEDAD ABIERTA” “Hacia otro concepto de valor” Angel Gabilondo, Catedrático de Metafísica y Rector de la Universidad Autónoma de Madrid. Recientemente Angel Gabilondo ha sido elegido Presidente de la Conferencia de Rectores. Junto a su labor docente, desde hace 27 años, ha traducido e introducido numerosas obras, además de publicar, entre otros títulos: “Dilthey: vida, expresión e historia” (1988), “El discurso en acción” (1990), “Trazos del eros: del leer, hablar y escribir” (1997), “Menos que palabras” (1999), “La vuelta del otro. Diferencia, identidad y alteridad” (2001), “Mortal de necesidad” (2003), “La fiesta del ser nuevo” (2006) y “Alguien con quien hablar” (2007). Angel Gabilondo inició su presentación definiendo los valores como “afectos que son conceptos” y poseen una serie de cualidades, entre las que destacan la intensidad y la duración. Representan la unidad fundamental del ser humano en sus dimensiones intelectual y afectiva. Hay valores dotados de una gran intensidad, a los que otorgamos mucha importancia, y otros que lo son menos. A lo largo de una vida, o en la evolución de una cultura, los valores pueden cambiar, perder protagonismo y ser sustituidos por otros. Pero lo que los caracteriza fundamentalmente es su dimensión práctica, su capacidad para configurar la realidad: “de lo contrario no serían valores”, asegura Gabilondo. Un valor que no llega a realizarse en la sociedad, en la vida, que se queda al nivel del discurso, de la simple intención, no tiene ningún sentido, es una mera abstracción sin contenido. La educación es uno de los ámbitos donde mejor puede verse el carácter práctico de los valores: no es posible aprender un valor si no puede experimentarse. “Educar para la justicia, por ejemplo, consiste principalmente en vivir de una manera justa”, precisa el conferenciante, y añade: “Los valores están hechos para ser vividos”. Podemos preguntarnos qué valores predominan en la sociedad contemporánea, saturada de tecnocracia y aburrimiento, donde incluso “pensar” es sinónimo de “poseer” y “dominar”, traduciendo una necesidad de control que responde a uno de nuestros valores fundamentales: la seguridad. “Pero pensar es algo distinto”, reflexiona el rector. Para pensar es necesario arriesgarse, entrar en relación con las cosas, permitir que nos afecten, dejarse contagiar, contaminar por ellas. Confundimos a menudo el deseo con la voluntad, con las ganas de hacer. Si el primero puede permanecer a un nivel ideal, sin concretar, las ganas de hacer sólo pueden venir del pensar y el sentir, de abrir nuestros sentidos al mundo. Es en el mundo donde se asienta el hacer, en las sensaciones que percibimos y los pensamientos que producimos. Otro problema de nuestra sociedad es la prisa. Queremos hacerlo todo muy rápido, obtener resultados inmediatos, conseguir el éxito, ganar a la primera jugada...”Pero detrás de la prisa se esconde el miedo”, afirma Gabilondo. Quien tiene prisa teme el fracaso y quizás también la muerte. Desea aprovechar el tiempo al máximo, apurar la vida, consumirla..., y se consume en el intento. La mortalidad sin embargo es un gran regalo; desde esa conciencia podemos disfrutar intensamente cada instante. La prisa nos lleva a confundir el deseo con el placer, a instalarnos en la insatisfacción de la búsqueda. Nos impide disfrutar de las cosas sencillas, de la vida, saborear su lentitud, su cadencia. “El deseo prima sobre el placer, al igual que prima el poder sobre la justicia, dos valores que también suelen confundirse”, asegura el rector de la Universidad Autónoma. En nuestros días se piensa que voluntad y ejecución deben ir juntas; ambas son iguales a la eficacia que tanto se valora actualmente. A esta prisa por ejecutar Hegel la llamaba “terrorismo de la voluntad”. Hay que hacer las cosas sin prisa ni miedo. Hoy en día se habla de muchas cosas, pero lo que la mayoría de la gente busca, en realidad, son honores, riquezas, poder...Estos son los valores que priman y estamos dispuestos a sufrir para conseguirlos, porque pensamos que “merecen la pena”. Sin embargo, cuando nos detenemos a reflexionar, ninguna de esas cosas merece nuestro sufrimiento. Debemos resistir a la presión de esos valores, tratar de evitar caer en esos dolores, para lo cual disponemos del valor de la disciplina, del control interno. Gracias a su riguroso ejercicio, no buscaremos honores ni riquezas sino sólo ser “alguien”, sin desear el éxito o la perfección “y si no quieres ser alguien siquiera, si quieres ser nadie, al menos ser un don nadie”, bromea Gabilondo. Para este profesor, la belleza debería ser uno de nuestros valores fundamentales, un valor moral y no exclusivamente estético: “llevar una vida bella, hablar bellamente, hablar para decir, arriesgarse a convertirse en otro, mostrar curiosidad por lo diferente en lugar de un apego exagerado por el yo....”, explica. Por esta razón, la educación es, en primer lugar, un ejercicio sobre sí mismo, implica ayudarse a uno mismo, aprender a cuidarse, a vivir y a disfrutar de la vida...Somos artífices de nuestra existencia, nos vamos haciendo. En estrecha relación con el valor de la belleza está el de la amistad que según Gabilondo “equivale al gusto, a la capacidad de escuchar la palabra ajena, de dejarse decir”. El otro nos es indispensable, no podemos prescindir de él, ni forjarnos una identidad sin esa alteridad. Por eso el individualismo, otro valor en alza en nuestra sociedad, es una posición impensable, insostenible. Pero a la vez que nos es indispensable, representa para nosotros un gran desafío, porque solemos buscar a otro que se nos parezca bastante, cuando lo bonito, lo realmente difícil es encontrarse con un auténtico otro, con otro de verdad. Hablar bellamente para decir, escuchar al otro, dejarse decir...La belleza y la amistad se realizan en la palabra que es también, en sí misma, uno de los valores más importantes. Nuestra sociedad dispone de mucha información pero, desgraciadamente, hay en ella muy poca comunicación auténtica: “Comunicación viene de lo común, lo de todos”, afirma Gabilondo. No puede desplegarse en un solo sentido ni darse sin fuera de una comunidad. La palabra común tiene entonces que ver con la noción de justicia y nos lleva a una importante distinción entre palabra y voz. La voz dice lo que le gusta y lo que no le gusta, opina, juzga, expresa. Pero en la palabra hay algo más, hay una promesa, un compromiso: “Hay quien tiene voz, pero no tiene palabra”, se lamenta el conferenciante. Pero la palabra que se implica, la que se compromete, sabe decir lo que es justo y lo que es injusto. En el mundo griego, la palabra o “logos” se entendía como una unidad coherente del sentir, el pensar y el hacer. Hoy, desgraciadamente, conoce una terrible fractura. Pensamos sin sentir y hacemos sin sentir ni pensar; tampoco solemos realizar lo que pensamos ni muchas veces sentimos lo que hacemos... El ser humano se encuentra dividido, ha perdido su integridad y ya no puede vivir en esa falta de coherencia que desde luego afecta a los valores, que los pone en “crisis”. El valor de la palabra, su sentido, su utilidad, es la de lograr acuerdos. Acordarse con los otros es conseguir una forma de concordia, de cordialidad, de amistad. En los acuerdos son esenciales la decencia y el decoro, la capacidad de ser neutros, de no dejarnos llevar por nuestro afán individual, de no movernos exclusivamente por un interés. Los valores no son absolutos, ni tampoco permanentes; no pueden imponerse ni resultan obvios. Todo valor es siempre discutible, hay que hablarlo, se hace con los demás, con los otros. Se construye hablando y haciendo. Cuando hablamos no debemos tratar de vencer sino de convencer, es decir, de motivar, de emocionar. “Cuando dos personas se emocionan juntas se produce una conmoción que lleva a la convicción”, afirma Gabilondo. Y la convicción es la base del acuerdo, de la solidez de las relaciones, de la capacidad de hacer en común, de crear comunidad. Pero la palabra no solo nos aporta amistad y concordia. A veces también produce dolor. “Hay dolores de palabra”, se lamenta el conferenciante, y añade: “a mí, por ejemplo, una palabra que me duele es la de justicia”. El valor también es valor en el sentido de valentía, de valía. Valentía para ir “con la verdad por delante”, para ser sinceros con nosotros mismos haciendo lo que pensamos, y también sinceros con los demás. La valentía para osar las cosas, el coraje que viene del corazón, la entereza y la integridad de nuestra persona en el sentir, el pensar y el hacer, la belleza de vivir en coherencia con lo que somos. También valentía para atreverse a soñar, a tener ilusiones, a creer en utopías: Tal vez la utopía no sea ningún lugar pero “ es el horizonte que nos sirve para caminar”, afirma Gabilondo. Otro de los valores fundamentales para el rector de la Universidad Autónoma es la salud en un sentido global. Salud del cuerpo cuyo bienestar hay que cuidar a través de una alimentación saludable, de la meditación, de un deporte en su medida justa. Salud para la felicidad. Y salud también en las relaciones con los demás, en el contacto con los otros, en ese dejarse contaminar: “si quieres ir rápido ve sólo, si quieres ir lejos ve acompañado”, reza un popular proverbio chino. Por último, destacar el valor de la armonía, la dulzura de la música, de sentirse y pensar en un movimiento equilibrado. “El arte de vivir tiene mucho de musical”, concluye el conferenciante. Heike Freire “La ética como máxima creación de la inteligencia” José Antonio Marina, catedrático de Bachillerato, Premio Nacional de Ensayo. José Antonio Marina ha dedicado su labor investigadora al estudio de la inteligencia, especialmente a los mecanismos de la creatividad artística, científica, tecnológica y económica. Ha elaborado una teoría de la inteligencia que comienza en la neurología y acaba en la ética. Sus últimos libros tratan de la inteligencia de las organizaciones y de las estructuras políticas. Mantiene una asidua presencia en los medios de comunicación - prensa, radio y televisión - e imparte numerosas conferencias y cursos en congresos, universidades, empresas y asociaciones profesionales. Es colaborador habitual de El Mundo, el Semanal y otras publicaciones. Sus principales obras son: "Elogio y refutación del ingenio", "Teoría de la inteligencia creadora", "Ética para náufragos", "El laberinto sentimental", "El misterio de la voluntad perdida", "La selva del lenguaje", "Crónicas de la ultramodernidad", "Memorias de un investigador privado", "Dictamen sobre Dios", "La creación económica", "El vuelo de la inteligencia" y "Los sueños de la Razón". Ha recibido, entre otros, los siguientes premios: el Premio Nacional de Ensayo, el Premio Anagrama de Ensayo, el Premio del Periodismo Andrés Ferret, el Premio Juan de Borbón al mejor libro del año y el Premio Giner de los Ríos de Innovación Educativa Jose Antonio Marina comenzó su presentación asegurando que el estudio de la inteligencia humana es el gran tema filosófico de nuestro tiempo y “la ética, la forma más inteligente de vivir”. ¿Cómo es esto posible?, ¿Cuál es la relación entre la ética y la inteligencia?. Lo primero que debemos entender es que la inteligencia tiene como culminación la ética y no la ciencia. En primer lugar porque la inteligencia es libre y la libertad es una cualidad ética, no científica. Contrariamente a lo que suele decirse, la libertad es más un destino del ser humano que una posibilidad. “Aunque prefiero hablar de liberación que de libertad. Considero que esta palabra, en sentido abstracto, tiene mucha fuerza retórica, pero muy poco contenido científico”, afirma Marina. Todos nacemos sometidos, en una situación de sumisión. Crecemos dentro de un sistema que continuamente nos está imponiendo cosas. A partir de ahí, solo podemos tratar de liberarnos de ellas. El niño tiene que empezar a liberarse, unas veces de las limitaciones que tiene mediante el aprendizaje, otras del miedo, de la relación, de la dependencia de su familia, de la influencia de los media, de la influencia política o de un régimen dictatorial. No todo el mundo consigue la misma libertad; cada persona dispone de aquella que va consiguiendo como resultado de sus liberaciones. Por otro lado, muchas personas tienen miedo a la libertad, no quieren comprometerse y prefieren seguir la rutina, hacer lo que hacen todos los demás. Posiblemente esto explique por qué la gente se implicó en regímenes dictatoriales. “Cuando se tiene miedo no se quiere libertad, se quiere seguridad", sentencia Marina. Sin embargo, una de las libertades más importantes es la libertad de pensar, la capacidad de analizar y reflexionar para crear nuestras propias razones, nuestros propios argumentos y no dejarnos influir por los demás, por las modas. Nuestro gran recurso, también para la libertad, es la inteligencia, la gran inteligencia creadora e inventiva. Se la relaciona generalmente con el saber, con el conocimiento; pero se trata de un error. “La inteligencia no tiene como objetivo adquirir conocimiento, sino dirigir actividades, comportamientos”, asegura el profesor. Su función primordial es la acción. Su meta, la felicidad personal y la convivencia justa. Desde el principio de los tiempos, en todas las culturas surgen una serie de creaciones que parecen inherentes a la condición humana: el lenguaje, el arte, las religiones.... Y aparece también una marcada tendencia del propio hombre a la insatisfacción, a no estar contento con lo que hace, lo que le impulsa a seguir creando cosas nuevas, inventando y modificando. La inteligencia creadora es una cualidad inherente al hombre que surge como resultado de liberarse de muchas cosas, y especialmente de la rutina, de la pasividad. La capacidad de reflexión nos permite esforzarnos para ir más allá de lo previsible. La creación es la punta de lanza de la inteligencia y “una especie de competición contra uno mismo para llegar donde nunca antes habías llegado”, señala el conferenciante. Crear es producir intencionadamente novedades eficaces. La calidad de la creación depende de la calidad del proyecto. .La inteligencia humana es capaz de anticipar y desear cosas que no conoce con precisión. Es capaz de abrirse a lo desconocido para mejorar su vida Pero para crear necesitamos el lenguaje. La palabra es esencial para la inteligencia por dos razones. Primero porque nuestra inteligencia es estructuralmente lingüística, no podríamos pensar sin la palabra. Con ella manejamos nuestra memoria, dirigimos nuestra acción, nos hablamos a nosotros mismos y reflexionamos sobre las cosas. En segundo lugar porque nuestro hábitat ecológico es lingüístico. Además de preocuparnos de las impurezas del aire y del agua, deberíamos ocuparnos también de las impurezas del lenguaje, porque ello imposibilita el entendimiento y la comunicación, ambas cosas indispensables para la supervivencia del ser humano. “Si no se parte de ahí, se llega a los malos entendidos e incluso a la violencia”, añade Jose Antonio Marina. Por esta razón la globalización financiera y tecnológica de nuestro mundo requiere la creación de códigos universales, leyes y tribunales que ofrezcan una protección mínima respetando la pluralidad cultural y creadora. Toda la evolución moral de la humanidad consiste en salir de la selva y alcanzar la dignidad ética gracias a la inteligencia. A nivel neurológico encontramos la misma tendencia. Nuestro cerebro se ha ido desarrollando por estratos, desde las funciones biológicas más primarias, ligadas al puro mantenimiento de la vida, a la complejidad de los sentimientos, de la afectividad. Para llegar más tarde a las funciones más avanzadas relacionadas con la capacidad de análisis, la facultad de discriminar entre el bien y el mal y de actuar en consecuencia. La función de la inteligencia no puede limitarse al conocer. El conocimiento sin acción no sirve de nada. La principal función de la inteligencia es dirigir el comportamiento gracias a esa capacidad de discriminación que es la ética. En la acción no solo interviene el conocimiento; intervienen también los sentimientos y otros mecanismos de control de la conducta como por ejemplo los valores. Los dos grandes enemigos de la inteligencia son la pereza y la maldad. “Cuestión esta un poco extraña, ya que la maldad parece gozar de un prestigio intelectual que no se merece”, se lamenta Marina. Pero la forma más inteligente de ser inteligente es la bondad, “aunque mucha gente aún siga pensando que los buenos son tontos” bromea el conferenciante. Por tanto la ética, y no la ciencia, es la máxima creación de la inteligencia humana. Su meta, que es también la meta del ser humano, no es conocer sino alcanzar la felicidad. La meta de la inteligencia es alcanzar la felicidad. La felicidad para uno mismo esta estrechamente vinculada a la felicidad de los otros. La ética como creación de la inteligencia nos enseña también a crear una convivencia justa, basada en la bondad y el respeto. La necesidad de resolver los problemas de la convivencia ha dotado al ser humano de esa dimensión “trascendental” que le caracteriza. La ética nace del imperativo, de la voluntad de hacer con los otros, de vivir con los otros. Los filósofos griegos ya señalaron la nítida línea que va de la ética privada a la ética pública. Para Aristóteles, la Política era la gran ética. “Hoy en día, una de las tareas principales que tenemos pendientes es la de recuperar la nobleza de la política”, asegura Marina. Buena parte de los problemas de la enseñanza primaria se derivan de la falta de socialización básica de muchos de sus alumnos. Y sin embargo, la socialización es mucho más importante que los conocimientos técnicos. Aprender la amistad, el amor, la convivencia, el diálogo, la negociación... La enseñanza secundaria, por su parte, está en crisis en todo nuestro mundo cultural. Las sucesivas reformas han insistido en el cambio de currículos, pero no han cuidado al profesor que es el protagonista de la actividad educativa. El alumno es el beneficiario. El problema de las humanidades se ha planteado mal desde el principio. No se pueden enfrentar las humanidades a la ciencia, como si la ciencia fuera inhumana. La ciencia es conocimiento al servicio del hacer, del buen hacer, del hacer para la convivencia justa y la felicidad. En estos momentos, la ética se perfila como el nuevo contenido de las humanidades que engloba, también, los conocimientos científicos y técnicos. “Esto incluye y pone en su lugar el resto de las enseñanzas, ya sean literarias o científicas”, concluye el profesor. Heike Freire “La educación y el mínimo común ético” Victoria Camps. Catedrática de Filosofía moral y política de la Universidad Autónoma de Barcelona. Victoria Camps tiene a sus espaldas casi 35 años de labor docente. Vicerrectora de la Universidad Autónoma de Barcelona entre 1990 y 1993, fue también Senadora independiente por PSOE de 1993 al 96. Durante ese periodo presidió también la “Comisión de estudios de los contenidos televisivos”. Más tarde presidió el Comité Etico del Hospital del Mar, del Val d’Hebron y de la Fundación Esteve, y en 1997 creó, junto con Ferrater Mora, el Comité de Bioética que actualmente preside. Entre sus obras cabe destacar: “La imaginación ética” (1983), “Etica de la esperanza” (1985), “Etica, retórica y política” (1988), “Virtudes públicas” (1990), “Paradojas del individualismo” (1993), “Por una política feminista”, “Los valores de la educación” (1994), “Historia de la ética” en tres volúmenes (1988/92) “El malestar de la vida pública” (1996) o “El siglo de las mujeres” (1998). “Los valores éticos siempre han estado en crisis”, comenzó precisando Victoria Camps, para quien dichos valores han sido y serán siempre ideales hacia los cuales tendemos, sin llegar nunca a realizarse plenamente; “siempre nos han gobernado otro tipo de valores”, añade. Lo que caracteriza nuestra época, no es tanto una crisis cuanto la profunda desorientación que vivimos, especialmente en lo que se refiere a la educación : ¿podemos transmitir esos valores? ¿Y cómo hacerlo? ¿Cómo actuar? Son algunas de las preguntas que suelen hacerse los actores sociales encargados de formar a los nuevos ciudadanos. La reciente introducción en el currículo de una nueva asignatura titulada “Educación para la ciudadanía” muestra cómo la educación en valores, la moral, ha terminado por convertirse en educación cívica. “El civismo sería entonces el mínimo común ético que todos los miembros de nuestra sociedad deberíamos compartir”, sentencia Camps. Reflexionando sobre las relaciones entre ética y educación, la conferenciante se plantea tres preguntas fundamentales, a las cuales responde afirmativamente: - ¿Tiene la educación un compromiso con la ética, con la moral?. - ¿Es posible consensuar unos mínimos morales, un mínimo común ético? - Y por último, ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo enseñar ese mínimo común ético? En lo que se refiere al compromiso de la educación con la ética, la Constitución Española, en su artículo 27.2, atribuye a la primera el objetivo de formar a las personas, contribuyendo al pleno desarrollo de su personalidad, en el respecto a la convivencia democrática y a los derechos fundamentales. El objetivo de la educación es entonces básicamente moral. La idea de contribuir a formar la personalidad en su aspecto moral es fácilmente aceptada entre las familias, pero tropieza con bastantes dudas y resistencias en el otro agente de la educación que es la escuela: ¿somos nosotros quienes para educar en valores? ¿Podemos decidir qué valores enseñar y cómo hacerlo? ¿No es esta principalmente una tarea de la familia? Se preguntan a menudo los docentes. No se trata de culpar a la escuela: que la familia acepte la idea no quiere decir que la esté realizando. Pero, entre los actores de la educación “hay una marcada tendencia a pasarse la pelota unos a otros, en lugar de asumir la responsabilidad compartida”, señala la profesora. En un artículo reciente, Sánchez Ferlosio criticaba la falsa distinción entre “instruir y educar” asegurando que no es posible hacer una cosa sin la otra. Al instruir se transmiten valores como el orden y la disciplina, se enseña la necesidad de escuchar y el valor del estudio, del trabajo. Se enseñan valores que forman parte de los derechos fundamentales. Esto hay que hacerlo al mismo tiempo que se instruye; no se puede instruir sin formar a la persona, pero tampoco lo contrario: “no formamos a las personas por arte de magia, sin la voluntad de hacerlo”, asegura Victoria Camps. La dificultad, en nuestras sociedades avanzadas, está en la ausencia de referentes unívocos. Por ejemplo, la familia hoy en día no ofrece un modelo único: existen cientos de familias distintas. Al ampliarse las libertades, se multiplican también los puntos de vista, la sociedad se hace plural. Por esta razón, es mucho más complicado educar en nuestros días que en la época de la dictadura. En aquel entonces, los valores estaban claramente definidos por el catecismo. Hoy la sociedad se define a sí misma como laica, “lo cual no quiere decir que sea neutral”, precisa Camps. Educar es también enseñar contenidos, conocimientos. En los años 60, la filósofa Hanna Arendt escribió un interesante texto sobre la crisis educativa en los Estados Unidos. Su conclusión es que la causa de la misma era la falta de autoridad de los educadores que habían dejado de enseñar cosas, pretendiendo educar sin ningún contenido, basándose en la pura crítica, en la nada. Para Arendt es claro que educador y educando no están al mismo nivel; el primero tiene una madurez que debe transmitir al educando. Por esta razón, según su opinión, la educación solo puede ser conservadora, no puede criticarlo todo, tiene algo que transmitir, debe darle al niño una visión del mundo y decirle que esto es lo que deseamos preservar. La asignatura de educación para la ciudadanía que se ha implantado en los centros de enseñanza este último curso, tiene dos pilares fundamentales: los derechos humanos y la democracia. Pero para que sea posible educar en la democracia y el respeto a los derechos humanos es necesario que se instaure una complicidad entre todos los agentes implicados. Para educar a un niño “debe estar presente toda la tribu”, subraya la catedrática, y concluye “no se puede cargar todo el peso en uno solo” . Hay un gran desconcierto social sobre la manera de transmitir los valores pero lo más grave es la reticencia constante que existe entre la escuela y las familias, la falta de complicidad. El creciente individualismo, presente especialmente en los medios de comunicación, contribuye a difundir una errónea comprensión de lo que significa la libertad: “no se trata de ir a lo suyo”, asegura la conferenciante. Hoy en día, los medios audiovisuales se han convertido en una especie de “tela de Penélope” que continuamente desteje lo que durante el día se teje en los centros de enseñanza: “Es cierto que no tienen la obligación de educar, pero al menos sí la de no deseducar”, asegura Camps. Son agentes de socialización básica muy poderosos y deben asumir esta responsabilidad social cuidando, al menos a ciertas horas, el lenguaje, las imágenes y los contenidos que difunden. “La educación moral, entendida como educación para la ciudadanía, requiere el compromiso de todos los agentes, la complicidad de todos”, vuelve a señalar la profesora. En este sentido se puede decir que ha habido un avance importante en los últimos años con el abandono del escepticismo por parte de muchos docentes. Sobre la posibilidad de consensuar un “mínimo común ético” y pese a la necesaria autonomía de la conciencia moral, Victoria Camps considera que “no se puede partir de una anarquía total respecto a los valores”. La Constitución Española establece unas libertades fundamentales y unos principios para la convivencia y la democracia basados en la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político, que bien podrían constituir ese mínimo común ético. Estos valores están también en la base de los derechos humanos. Frente a la crítica de los neo-conservadores a la idea de igualdad (que no consideran una obligación del Estado), Camps entiende el concepto de justicia como el elemento de equilibrio en los otros dos valores, la libertad y la igualdad. “¿Qué significa entonces educar para la libertad y la igualdad?”, se pregunta la conferenciante. Durante la transición solía hablarse de “educar en libertad”, pero resulta más adecuada la expresión “educar para la libertad”, es decir, con el fin de que el menor aprenda a ser libre. Esto nos recuerda la necesidad de poner límites a la libertad. No hay otra manera de enseñar lo que significa ser libre porque, al mismo tiempo, no hay que despreciar otros valores como la limpieza, el orden, el silencio, el esfuerzo personal y el sacrificio. Hay que equilibrar estos valores con la libertad, no es posible educar sin normas. Educar en la autonomía (de “auto-nomos”, darse a uno mismo sus propias normas) es permitir a los niños descubrir por sí mismos qué normas deben seguir, de manera que acaben aceptando esas normas porque les parecen buenas y correctas. Para llegar a esto hay que aprender a temer el castigo y a respetar la autoridad. Como hemos dicho anteriormente, la educación forma el ethos (el carácter, la manera de ser) que, ya en la antigua Grecia, se entendía como una serie de cualidades necesarias para llegar a ser una persona virtuosa. Cualidades que se adquirían generalmente a través de la repetición, del entrenamiento en unos hábitos saludables. La adquisición de hábitos procede por tanto del autodominio, del aprender a controlarse para ser como se debe ser. Nadie nace siendo tolerante, solidario, respetuoso...Es algo que hay que aprender a través de la repetición. La libertad es esencialmente libertad para escoger el sentido del bien, la vida buena. Nadie puede imponerme una concepción de la felicidad, pero la mía posee también sus limitaciones como el daño al otro. Se trata de buscar la vida buena con valores que hagan aceptable la convivencia. La solidaridad y la tolerancia son un complemento de la justicia entendida como igualdad. Hay que enseñar que no es correcto discriminar, que hay que tolerar las diferencias. Por otro lado, sin individuos solidarios no es posible progresar en la justicia. Se precisa la coacción porque la naturaleza humana es lo que es, necesita una autoridad que le ponga límites. Pero esto debe ir acompañado de la formación de las actitudes. El movimiento denominado neo-republicanismo, inspirado en una nueva lectura de Maquiavelo, preconiza el respeto no como concepto jurídico sino moral. Considera que es posible compaginar la libertad moderna, entendida como individualismo en la sociedad de consumo, con un poco de sensibilidad hacia los problemas comunes, hacia los asuntos públicos: “El gran problema de los valores es que son abstractos y resulta difícil concretarlos en la vida ordinaria”, afirma Victoria Camps, y continúa: “Hoy en día asistimos a una explosión de los derechos y al olvido de los deberes que necesariamente los acompañan”. Por último, para enseñar ese mínimo común ético es preciso en primer lugar tener la voluntad de hacerlo, ser consciente de que no se aprende sin más, sin una voluntad organizada, sin una enseñanza ética en la teoría y en la práctica. Como sugirió Aristóteles, no es posible enseñar ética como se enseña geometría, es necesario completar las enseñanzas teóricas con el ejemplo, con la sabiduría práctica; aprender a discernir entre lo correcto y lo incorrecto en la experiencia misma. De otra forma es el sistema económico el que modela a las personas. En la actualidad está absolutamente presente, lo domina todo: “No es necesario enseñar a los niños a ser consumistas, o el valor del dinero; eso lo aprenden solos”, se lamenta la profesora. En cambio, es preciso educar las emociones porque como decía Hume lo que mueve el comportamiento es el sentimiento. Por eso hay que gobernarlo, educarlo. Educar el sentimiento es ser capaz de sentir vergüenza, culpa, indignación o miedo cuando hay que sentirlos. Es fácil sentir ira o culpa, pero difícil sentirlas en el momento adecuado y de la forma adecuada; “eso es la educación moral”, concluye Camps, ofreciendo como broche final de su discurso una frase de Confucio: “La persona ejemplar es aquella que sigue intentándolo aunque sabe que es en vano”. Heike Freire