LA MISIÓN DE LA PARROQUIA: CON TODA EL ALMA Y ABARCANDO AL MUNDO ENTERO Cardenal Rogelio Mahony Arzobispo de Los Angeles, California No pueden imaginarse cuánto me complace encontrarme aquí con ustedes. En el Sínodo de América presenté esta proposición: “Que convoquemos varias reuniones o seminarios de revitalización de parroquias en varios puntos del hemisferio… para aprender los métodos que han resultado más eficaces para crear comunidades parroquiales dinámicas, activas, llenas de vida”. Nos encontramos reunidos aquí por la maravillosa respuesta de tantas personas a mi proposición. Agradezco el apoyo financiero que se nos dio para convocar esta asamblea por la fundación dedicada al desarrollo de la Iglesia y al buen trabajo de planificación de trabajo del Centro Nacional de la Vida Pastoral en los Estados Unidos y del CELAM en América Latina que convirtieron un sueño en realidad ya que con su ayuda podremos avanzar en el histórico esfuerzo de nuestro Santo Padre, Juan Pablo II de reunir a la Iglesia en América en un cuidado y en un mutuo interés en una misión compartida para lo cual el Sínodo fue sólo un inicio. Estoy también muy agradecido con el Cardenal Norberto Rivera de la Ciudad de México, que no se encuentra ahora con nosotros debido a otras responsabilidades; con el Señor Obispo Jorge Jiménez Carvajal, Presidente del CELAM, por su apoyo en esta conferencia, y con el Señor Arzobispo Luis Morales Reyes, Presidente de la Conferencia Episcopal Mexicana en cuyo acogedor centro nos encontramos tan bien atendidos en esta reunión. Al resumir los numerosos enfoques del Sínodo, la Exhortación del Santo Padre Ecclesia in America, nos ofrece un marco de referencia para los trabajos de nuestra Asamblea. Ustedes recuerdan que hay cinco secciones en esta exhortación: El Encuentro con Jesucristo Vivo, El Encuentro con Jesucristo en el Hoy de América, El camino de la conversión, El camino para la comunión y El camino para la solidaridad. La centralidad de Cristo, el contexto social de nuestros continentes para este Encuentro y las consecuencias de encontrarnos para transformar nuestras vidas ahondando en la unidad y trayendo el poder evangelizador del Evangelio a nuestro mundo. ¡Qué mejor manera de enmarcar nuestras deliberaciones! Es especialmente importante que comencemos en Cristo. Estamos celebrando el milenio de Jesús, la Encarnación del Hijo de Dios que ha cambiado radical y eternamente nuestra condición humana. Desde entonces, nada es lo mismo. Pero cuántas distracciones hay que nos apartan de este hecho central. El milenio ha venido a ser una “palabreja comercializadora”, un nuevo truco para vender viejos productos. Los medios de información lo han convertido en una señal para recordar toda clase de acontecimientos y sucesos… excepto aquel que cambió el curso de la historia en forma que trasciende la misma historia. Es Jesús, su entrada y su presencia en nuestra vida y en nuestro mundo, es lo que celebramos. Es Jesús quien viene a ayudarnos a descubrir cuánto nos ama Dios y cuán preciosos son a los ojos de Dios todos los pueblos, no sólo los discípulos de Jesús. Es Jesús quien nos ha enseñado cómo debemos prepararnos para dar, por amor, nuestra misma vida, que es un don gratuito del Amor de Dios. Es muy importante que aprovechemos esta oportunidad entre los seguidores de Jesús, y por el bien de todos nuestros hermanos y hermanas de la familia humana a volver a descubrir el mensaje de Jesús, que “El Amor de Jesús se extiende a todos” y abarca más allá de los límites de la Iglesia, y nos hace a todos “uno”. En las palabras del Sínodo: La Iglesia debe centrar su atención pastoral y su acción evangelizadora en Jesucristo crucificado y resucitado. ¿Dónde vamos a encontrar a Jesús? El Santo Padre menciona tres caminos hacia Jesús: la Conversión, la Comunión y la Solidaridad. Encontramos a Jesús en lo más profundo de nosotros mismos, en la compañía de los Santos y a lo largo de la comunidad humana. Me concentraré especialmente en el llamado a la Conversión, la Comunión y la Solidaridad según son experimentadas y como se expresan en nuestras comunidades parroquiales. Estos son los caminos para encontrar a Jesús, y es claro que esta relación con la persona de Jesús siempre presente entre nosotros es la que nos une también unos a otros, la que tendremos que ofrecer y que el pueblo debe desear ante todo. MUTUALIDAD DE LA CONVERSIÓN, LA COMUNIÓN Y LA SOLIDARIDAD Quisiera empezar con una reflexión sobre cómo estos tres aspectos de nuestra misión se encuentran íntimamente entrelazados porque puede haber peligro de concentrarnos en uno u otro de estos aspectos y olvidar otro. En pocas palabras, que no descuidemos la conversión individual que brota de nuestra comunión que compartimos en el Señor, la Comunión, para ser auténtica debe expresar nuestra solidaridad con toda la familia humana. De hecho, para algunos, las obras de solidaridad serán las que abran los corazones a la conversión y a la comunión. Permítanme insistir un poco en eso. Primero, respecto a la Conversión. Como sabemos, los principios de una conversión pueden resultar de diferentes experiencias; algunas veces, una profunda experiencia de vulnerabilidad, otras veces una inmensa experiencia de amor o de compañerismo en relación a alguna causa. El principio de una conversión puede tener lugar en un momento dramático -como Pablo en el camino de Damasco- o ser el resultado de un largo proceso de ir entrando a un nuevo estilo de vida. Podemos confundir lo que puede llamarse “experiencia de conversión” con la conversión de sí misma -esos momentos intensamente emocionales de una vida o un programa- cuando somos atrapados a pesar de nosotros mismos. Porque, por importantes que sean estos momentos, la verdadera conversión debe infiltrar nuestro modo de pensar o de ver por las cosas; requiere un “catecumenado” de la conversión. Aún más, una verdadera conversión nos llama a salir de nosotros mismos y a entrar en una comunión más profunda con el cuerpo de los discípulos y una solidaridad más estrecha con la familia humana, especialmente los que se encuentran en mayor necesidad. Nunca puede ser algo solitario, ni algo por sí mismo. La prueba de la conversión está en sus consecuencias para la comunión y la solidaridad. Igualmente la Comunión; o sea, -nuestro compartir en la Unidad del Espíritu de Cristo y en la comunión de la Iglesia- debe, en un punto dado, hacerse profundamente personal y abiertamente pública. La Comunión en la cual muchos de nosotros entramos como niños en el bautismo, debe ser ratificada, en un momento dado, por nuestra conversión personal, entrando en una relación tal con Jesús y en una respuesta a su llamado que recibimos como una herencia, y que confirma nuestro compromiso. También, la comunión de los discípulos no es de sí misma, sino es para otros. Como un escritor lo notó, la prueba del discipulado que Jesús estableció no es qué tanto cuidamos por los que están cerca de nosotros sino qué tanto alcance tiene nuestro amor más allá de nuestra familia y de los que nos rodean. Estamos llamados no a una compañía donde nos sintamos a gusto y confortables, sino a una “compañía de extraños”. Especialmente una compañía de compasión para los más necesitados. Si vamos a encontrar a Cristo no basta buscar en nuestros propios corazones transformados por la conversión o en nuestras asambleas congregadas por la Eucaristía, sino en los lugares de los pobres y oprimidos con quienes Cristo se ha identificado. Finalmente, la solidaridad no es una alternativa secular que nos exime de la comunión o de la conversión. La solidaridad se convierte en ideología cuando cambia a ser un substituto social de una profunda unión personal con Cristo, así como el compartir la comunión con el Cuerpo de Cristo. La solidaridad en sí misma, es la realización de que la vida y el amor de Dios nos atraen a la comunión y a abrazar a la familia humana entera. En las palabras de otro escritor, la solidaridad es “cuando la caridad va más allá del círculo de intimidad”. Y es aún más que esto, la solidaridad es la urgencia por la justicia que viene del hecho de que en el género humano todos somos hermanos y hermanas en Dios. La solidaridad es en sí una expresión de comunión y constantemente exigirá de nosotros la más fundamental conversión, la adopción del modo de vida de Jesús que requiere estar dispuestos a dar la vida por los demás. La solidaridad sin la conversión puede resultar en una simple ideología, la solidaridad sin la comunión puede confundir fácilmente estructuras humanas por la realidad del Reino de Dios. La conversión y la comunión sin la solidaridad pueden fácilmente negar la Encarnación que precisamente celebramos en el milenio. En realidad, la solidaridad comienza con la “compasión” y antes de ser una organización, la solidaridad es la expresión del corazón compasivo de Dios a través de nuestra presencia con aquellos que sufren, aún en el caso en el que no podemos hacer nada para aliviar su sufrimiento. Es entrar en el misterio de la Cruz, es decir, del misterio amor y la impotencia a través de los cuales le place a Dios actuar a veces. En Chile, este acuerdo fue la base para el “Vicariato de la Solidaridad”, así mismo en años, fue la base en otros países para otras agrupaciones similares en favor de la justicia. No podemos responder a las demandas de la solidaridad sin el testimonio de los mártires de la solidaridad en nuestro hemisferio. La profundidad de la conversión personal y compartir en comunión con el Señor y con otros, ha sido la prueba que vivieron estos mártires. Entonces, nos reunimos en medio de esta nube de testigos que son nuestros compañeros de viaje, y a quienes la Iglesia ha canonizado como testigos de solidaridad como el Arzobispo Oscar Romero, a los Jesuitas y a las mujeres que los asistieron en El Salvador, al Obispo Juan Gerardi de Guatemala, y a los muchos catequistas cuyo testimonio de fe fue coronado con el martirio. No podemos separar conversión, comunión y solidaridad, y aún ser fieles a nuestra tradición, o auténticos en nuestros esfuerzos pastorales. Así, algunos encontrarán a Cristo, primeramente por medio de una experiencia repentina y enorme del amor de Dios, ellos deben continuar hacia la Comunión y la Solidaridad; otros encontrarán a Cristo por comunión de bienvenida dentro de una verdadera comunidad parroquial. Sin embargo, el primer paso para otros puede ser la experiencia de Cristo en la acción de preocuparse y de servir a los pobres y a los que sufren injusticia, cuyas acciones les abrirá sus corazones a la experiencia del amor de Dios y de la comunión de la Iglesia. LOS MOVIMIENTOS Y LA PARROQUIA La tentación de aislar estas dimensiones entre sí puede tomar la forma de los movimientos, y quisiera distinguir entre la función de los movimientos y la función de la Parroquia como parte de mi introducción en cómo las parroquias pueden llevar a cabo su misión de Conversión, Comunión y Solidaridad. Los Movimientos han sido y continuarán siendo importantes fuerzas en el desarrollo de la comunidad de la Iglesia y su misión. Piensen en los grandes beneficios que han sido aportados a la Iglesia por los movimientos litúrgicos, para nombrar unos cuantos está el Movimiento Jocista, el Movimiento Familiar Cristiano, la Renovación Carismática, los Encuentros Matrimoniales, los Cursillos, y en terrenos más seculares, el Movimiento de Derechos Civiles y el Movimiento del Trabajo. Por supuesto, las Ordenes Religiosas en sí comparten muchas de estas características de los movimientos. Lo que caracteriza un movimiento es el enfoque que tienen sobre un aspecto en particular de la vida de la Iglesia, una necesidad en especial, y en particular, por el método para enfrentarlos, llamando así a aquellos quienes toman parte en ello. Los movimientos requieren un serio compromiso, y con frecuencia se concentran en un área en particular. Los movimientos indican o sugieren una necesidad urgente de resolver un problema crítico o con frecuencia un valor vital que ha sido descuidado. Estos superan la rutina, y movilizan recursos y energías en favor a la Reforma y a la Renovación. Un movimiento no puede abarcar todos los aspectos de la vida de la Iglesia -su fuerza se encuentra en su mismo enfoque-. En los movimientos no hay lugar para los que no quieren comprometerse ni para los incapaces de trabajar generosamente por una causa. Ciertos movimientos tienen como objetivo “la conversión”. He aquí donde se puede vivir intensas experiencias en sitios donde las personas son transportadas más allá de ellos mismos donde abren su corazón al Señor, y dejan que el amor de Dios los sane. Hay otros movimientos que se concentran en fortalecer los lazos de la Iglesia, en construir el compromiso y la lealtad de la fe, al culto, y a la comunidad de la Iglesia. Otros trabajan en fomentar la justicia y en rectificar o reparar injusticias, y en aliviar la pobreza y las carencias asegurando el respeto por la dignidad de todo ser humano. Como dije, los movimientos son importantes fuentes de renovación, de compromiso y de energía para los diversos aspectos de nuestra vida religiosa y social. Podemos discutir aún, que se necesitan nuevos movimientos en donde el Espíritu Santo puede inspirar una nueva vida, una nueva creatividad, y un nuevo impulso para la misión de la Iglesia. Pero, la parroquia no es un movimiento. Está basada en el principio de la inclusión -la inclusión de muchas formas de espiritualidad, del llamado a la conversión personal y a la transformación social, a la comunión de la Iglesia, y a la solidaridad que compartimos con nuestros semejantes de nuestra parroquia, independientemente de su relación con Cristo-. Como dice un escritor Estadounidense, “la Iglesia está hecha para los pecadores, lo cual provoca consternación en el presuntuoso”. Esto se aplica de una forma prominente a la Parroquia. Todos tienen su lugar en la parroquia, los que han sido bautizados, y en cierto aspecto, todos nuestros hermanos y hermanas de la familia humana. Compartimos muchos aspectos con los cristianos cuya idea de la conversión y aún de la solidaridad es esencialmente individualista -una experiencia individual de ser salvados, y actos individuales de caridad-, pero nuestra idea de la conversión es más colectiva, corporativa, y social. Mientras que podemos aliarnos con los que trabajan por la justicia, sin embargo, nuestra idea de la solidaridad tiene una base más profunda, y retos muy fuertes sobre nuestra misma transformación personal. Nuestro compromiso a la unidad de la Iglesia nunca va a sustituir la necesidad de nuestra conversión personal y de nuestra responsabilidad social. Nuestra conversión personal debe siempre expresarse en esfuerzos para transformar las estructuras de la cultura y de la sociedad de tal manera que éstas se expresen mejor y apoyen la dignidad y comunidad del género humano. Los movimientos que fomentan la intimidad con Dios tienen un gran mérito. Los movimientos que fortalecen la fidelidad a la enseñanza de la Iglesia fortalecen de igual forma a la misma Iglesia. Los movimientos que invitan a los católicos a trabajar por la justicia aumentan la expresión auténtica del discipulado. Solamente cuando los movimientos dentro de la comunión Católica u otra comunión cristiana dan a entender que hay un acuerdo elitista de la Iglesia o parroquia, o dan a entender que existe una salvación reducida o una misión social a experiencias individuales de gracia y de compasión, es entonces cuando no respetan el amor infinito de Cristo, el cual debe ser reflejado en la vida de nuestras parroquias. Con estas palabras de introducción, quisiera añadir algunas ideas acerca de la Conversión, Comunión y Solidaridad, en cuanto que son vividas y expresadas en la vida parroquial. Con esto, se entiende que la parroquia es una parte necesaria en nuestro concepto de la Iglesia, pero en sí, la parroquia individual no expresa adecuadamente lo que es la Iglesia. La parroquia individual es parte de la Iglesia Universal al formar parte de la diócesis local. Esto debe expresarse concretamente en la colaboración entre las parroquias dentro de la diócesis, y más allá de las fronteras de la diócesis, y con otras parroquias a través del hemisferio y del mundo. Espero que las relaciones que hayan iniciado entre las parroquias representadas aquí en esta asamblea, encuentren métodos para continuar un apoyo mutuo. CONVERSIÓN ¿Entonces, qué de la conversión? El modelo que deseo proponerles es el nuevo orden de la iniciación de los adultos. Aunque familiarmente conocido como “el catecumenado” estrictamente se aplica a los que no han sido bautizados, este nuevo rito adaptado también para los niños, ha resultado para nosotros en los Estados Unidos, un medio no sólo de iniciación para los no bautizados, sino también para conducir a una plena comunión a los bautizados en otras iglesias, y también a los bautizados pero nunca completamente iniciados dentro de la Iglesia Católica. ¡Qué admirable contribución ha hecho este rito a la Iglesia en las pasadas décadas! Siguiendo el Concilio y la conmoción social de los años sesenta, hemos visto que el número de convertidos ha disminuido en forma dramática. En mil novecientos setenta y cuatro, el número de convertidos fue menos de la mitad comparándolo el número del año de mil novecientos sesenta. Con la adopción del Catecumenado por las parroquias, y su adaptación a varias situaciones hemos sido testigos de un notable cambio -ahora más de ciento sesenta mil adultos- son iniciados como Católicos cada año y miles de Católicos que nunca habían sido plenamente iniciados entran de lleno en la vida de la Iglesia. El Catecumenado es el ejemplo para todas las conversiones. Es personal, relacional, litúrgico y público. El Catecumenado inicia de una búsqueda personal, una jornada personal, un deseo personal por encontrar significado a la propia vida e incluye una profunda relación personal con Jesús. Al mismo tiempo, es comunitaria, comienza frecuentemente con una invitación de algún miembro de la comunidad parroquial. La formación para la iniciación está dentro del contexto del culto de la comunidad y guiada por los miembros de la misma, y termina con el Bautismo, con la recepción dentro de la comunidad en la cual el nuevo miembro ya compartirá nuevas responsabilidades. Requiere instrucción en la fe, en el lenguaje y en el modo de pensar, de la comunidad de los discípulos de Cristo, y en los hábitos y acciones por los que vive su fe en su vida pública y personal. Es fundamentalmente un proceso relacional. Las parroquias están encontrando que deben continuar ofreciendo oportunidades para la conversión como nuestro Santo Padre nos lo recuerda en Ecclesia in America. Se están uniendo en la preparación para los sacramentos a los padres con sus niños, para el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía. La instrucción en la fe va a dar forma al modo de pensar y a la experiencia en celebrar el amor de Dios. Aquí también, los aspectos personales, litúrgicos, y comunitarios de la fe son expresados. Además, están presentando estos sacramentos no como algo que recibimos de la Iglesia, sino como pasos que damos en la jornada que nos conduce a una más profunda y amplia experiencia del amor de Dios, a una expresión del sentido del seguimiento de Cristo. Es en la relación con Cristo y la relación de unos con otros en Cristo que encontramos la gracia y el ánimo para el discipulado. Es aquí donde el fervor y el entendimiento crecen y la fe viene a ser un modo de vida, y no solamente una membresía en una organización. Así se va abriendo camino a muchos otros aspectos de la vida de la Iglesia. Muchos de los esfuerzos para promover la justicia social han combinado enseñanza, oración y comunidad como las dimensiones de la formación. Encontramos esto en los programas de retiros, en donde hay una conexión entre la clase media y los pobres al entender la dinámica y las consecuencias de las injusticias. Un programa popular entre nuestros sacerdotes ha sido los retiros del Padre Walter Burghardt “Predicando la Palabra Justa” que combinan el proceso de oración de San Ignacio de la conversión con la instrucción en las técnicas de la predicación, y la predicación de las Escrituras, todo en un medio o ambiente comunitario. Encontramos que estos medios preparan la gente para cambiar sus corazones también en asuntos tan difíciles como discutir la pena de muerte, que implican encontrarse con personas afectadas por el homicidio, aprender lo que implica la pena de muerte y enterarse de la enseñanza progresiva de la Iglesia sobre el asunto. Esto ha ayudado a muchas personas, en lugar de exigir una justicia vengativa a una “justicia restauradora”, esto es, los esfuerzos que cambiarán las condiciones que han fomentado la violencia en nuestra sociedad. Estas varias iniciativas reflejan una nueva manera de apreciar el hecho de que la conversión es un proceso continuo, una necesidad constante y una compleja realidad. Nuestras parroquias están llegando a ser lugares de conversión. La conversión, en sus numerosas dimensiones, debe continuamente caracterizar nuestro acercamiento a la liturgia, a la catequesis, al cuidado pastoral, y a la vida entera de la parroquia. En las décadas pasadas, ayudaba recordar la distinción entre kerygma y didache, entre proclamación del mensaje salvífico de Cristo y la formación en la fe de los que han aceptado la proclamación. Hay quienes distinguen entre evangelización y lo que han llamado pre-evangelización, que significa poner los cimientos que van a capacitar a las personas para escuchar el mensaje del Evangelio. Guiados por Evangelii Nuntiandi, del Papa Pablo VI, y el llamado a la Nueva Evangelización, del Papa Juan Pablo II, apreciamos la Evangelización como una formación multidimensional en la fe y para la transformación del mundo. La Evangelización implica conversión continua y supone transformación en el Señor Jesucristo, en atención al Cuerpo de Cristo, y en proseguir la Misión de Cristo. Este modo de entender la Evangelización, y por consiguiente, la conversión, está comenzando a plasmar la vida de la parroquia. COMUNIÓN El Sínodo puso las raíces de nuestra comunión en la vida misma de Dios, con estas palabras: “Ante un mundo roto y deseoso de unidad es necesario proclamar con gozo y fe firme que Dios es comunión, Padre, Hijo y Espíritu Santo, unidad en la distinción, el cual llama a todos los hombres a que participen de la misma comunión trinitaria”. Una muy lamentable condición de la cultura moderna es un individualismo que invade todo, después de una lucha secular para reconocer los derechos y la dignidad de la persona humana. En muchas partes de nuestras sociedades el proceso ha alcanzado a erosionar los lazos de la comunidad que son esenciales para la vida humana y la responsabilidad social. Vemos también esta misma erosión en la vida de familia, en la Iglesia y en las comunidades locales. El individualismo toma la forma de sociedades anónimas en los negocios, y en la forma de mercados de acciones, y en la movilidad de compañías sin lealtad alguna a la comunidad. En nuestras conversaciones de estos días, sin embargo, podemos llegar a la conclusión de que nuestras respectivas sociedades difieren en forma significativa por lo que se refiere a este individualismo. Aún en los Estados Unidos, sería un error actuar como si nuestra gente sufriera del mismo grado de individualismo que insiste en los derechos a costo de sus responsabilidades o que aísla al individuo de la red de relaciones que nos dan apoyo mutuamente. De todos modos, queda el hecho de que nuestra sociedad occidental y en la cultura masiva extendida por el comercio y las comunicaciones, existe un individualismo exagerado, mientras que en las sociedades más tradicionales y en regímenes opresivos es sumamente importante esa lucha para ayudar a los individuos a forjar nuevos lazos de comunidad. Ya he mencionado el Catecumenado como modelo de conversión por el aspecto comunitario que éste tiene, y su apertura a la solidaridad. Hay otras formas en las que nuestras parroquias están expresando y fortaleciendo la comunión que compartimos en el Señor. De máxima importancia es, por supuesto, la celebración de la Eucaristía. Hemos llegado a apreciar que la participación activa en culto en la que el Concilio Vaticano Segundo insistió no es sólo la participación de los individuos sino una expresión de comunión. La participación en los Ministerios Litúrgicos y en la música, que ya nos une en un cuerpo orante, y un estilo de presidir y predicar, de acuerdo con la vida de la comunidad, son poderosos medios para expresar el hecho de que somos uno en el cuerpo de Cristo. Un segundo paso hacia la expresión y profundización de la comunión que ya existe en el Señor es la adopción de pequeñas comunidades como parte de la estructura de nuestras parroquias. Son las comunidades eclesiales de base -que en Norte América llamamos pequeñas comunidades cristianas- y que forman grupos de fieles que se reúnen en la fe y en la oración para apoyarse mutuamente y establecer lazos entre su fe y sus actividades en la familia, en la comunidad y en su trabajo, y para encontrar formas en que puedan llevar adelante la misión de Cristo en el mundo. Aún estos grupos deben encontrar un equilibrio entre lo personal, lo comunitario, y lo social. Necesitamos encontrar mejores maneras de ayudar a los miembros de estos grupos a tener una mejor formación en la enseñanza de la Iglesia, y que ésta sea la base de sus reflexiones, y así puedan unir el apoyo personal que encuentran estos grupos con la reflexión que los capacite mejor para su misión social. He dicho que es asunto de estructura y estilo, y he hablado de estructuras específicas. Pero el estilo que ha emergido en nuestras pequeñas comunidades -un estilo que incluye oración, reflexión en la fe, apoyo y capacitación para la acción- puede aplicarse también a los otros grupos parroquiales. Nuestros consejos pastorales y de finanzas, los grupos de ministerio y de liderazgo, aprovecharían también, si adoptan este estilo de tal manera que sus reuniones no sean sólo para atender asuntos de la parroquia, sino también ocasiones de crecimiento en su parroquia como comunidad de fe. La tercera área que quisiera mencionar para el mejoramiento de nuestras parroquias en la comunión es la colaboración entre los sacerdotes religiosos y laicos, hombres y mujeres, líderes y fieles. Una expresión que tomamos de ustedes. Pastoral de Conjunto lo dice muy bien -no hay una traducción exacta al inglés de esta expresión-. Tendríamos que llamarlo Ministerio Pastoral Unificado y Compartido. Mientras que cada uno tiene su propia función y es un error confundir las distintas responsabilidades de pastores y fieles, sus funciones y relaciones entre ellos deben complementarse en un conjunto de ministerios. La parroquia debe ser una comunidad de ministerios; ejerce sus funciones en comunidad. En estos últimos tiempos hemos aprendido a hacer Pastoral de Conjunto y todavía nos queda bastante por aprender, pero ya hay un nuevo espíritu y práctica en las parroquias, un espíritu de responsabilidad compartido y un ministerio mutuo que contiene enormes promesas para el futuro. En los Estados Unidos estamos enfrentando una seria disminución en el número de sacerdotes para el servicio de una población Católica siempre creciente, y esto sin mencionar nada sobre la misión de la Iglesia de ir más allá del límite de sus miembros parroquiales. Ustedes han experimentado esta condición durante muchas décadas en muchas de sus comunidades y necesitamos aprender de ustedes, como también compartirles nuestra experiencia en fomentar las vocaciones al sacerdocio que Cristo ha dado a su Iglesia. En todo lo que hacemos es necesario encontrar modos para favorecer y cultivar las vocaciones al sacerdocio e impulsar a muchos otros en sus vocaciones al ministerio, a la familia, y al mundo que el Espíritu da a la Iglesia. Yo creo que éstas y muchas otras formas de expresar comunión serán de enorme importancia al dar la bienvenida a las nuevas generaciones para que participen activamente en la vida de la Iglesia, y para superar las tendencias del individualismo que fragmentan y aíslan, y para vencer la tendencia consumista en la que la parroquia aparecería como un simple centro de servicios más que como una comunidad sacerdotal. La calidad de la comunión en la vida parroquial exige un nuevo liderazgo de parte de los párrocos. A este propósito, encuentro sumamente prácticas las palabras del Santo Padre, “Los presbíteros, en cuanto pastores del pueblo de Dios en América, deben además estar atentos a los desafíos del mundo actual, y ser sensibles a las angustias y esperanzas de sus gentes, compartiendo sus vicisitudes y sobre todo, asumiendo una actitud de solidaridad con los pobres. Procurarán discernir el carisma y las cualidades de los fieles que puedan contribuir a la animación de la comunidad, escuchándolos y dialogando con ellos, para impulsar así su participación y co-responsabilidad” (39). Este liderazgo pastoral es en último término, una cualidad personal del pastor. Como Nuestro Santo Padre escribe, “Se necesitan pastores con una profunda experiencia del Cristo Vivo, un espíritu misionero, y un corazón de padre capaz de promover la vida espiritual, predicar el Evangelio y fomentar la cooperación” (41). Necesitamos ayudar a nuestros pastores, frecuentemente abrumados por las múltiples exigencias del tiempo presente, para que tengan la suficiente formación y logren la remodelación de sus parroquias, que al mismo tiempo los ayudarán en su liderazgo. SOLIDARIDAD “La Iglesia entera necesita recordar el vínculo entre la Eucaristía y la caridad: participar en la Eucaristía debe llevarnos a un más fervoroso ejercicio de la caridad”. Estas son palabras del Papa Juan Pablo II que nos recuerdan sus enseñanzas en el Sínodo de América. La comunión que compartimos debe extenderse más allá del Altar en que nos reunimos, de hecho, debe extenderse más allá de la comunidad que es la Iglesia. La plena expresión de comunión nos conduce a las obras de solidaridad. Con palabras del Sínodo que nuestro Santo Padre hace suyas, “La solidaridad es fruto de la comunión: Se expresa en el amor del cristiano que busca el bien de los otros, especialmente de los más necesitados” (52). Nuestra Asamblea es una expresión especial de Solidaridad. Porque esta asamblea es el reconocimiento de los lazos que nos unen a través de naciones, idiomas y culturas. El futuro de nuestros pueblos nos une. Ya sea por medio del comercio o del tráfico de drogas, lo que sucede en una parte del hemisferio afecta a todo el hemisferio. En estas condiciones, las fronteras que dividen profundamente a los ricos y a los pobres vienen a ser más importantes que las fronteras entre las naciones. Porque, como Iglesia, estamos enraizados en nuestros respectivos países y culturas, y al mismo tiempo, a la Iglesia Universal; tenemos especial obligación y oportunidad de ser agentes de solidaridad. La solidaridad debe extenderse en nuestra conciencia personal de miembros de nuestra parroquia, a los programas más amplios de la Iglesia y de la sociedad. Debe comenzar con un renovado sentido de servicio en el cual nuestras propiedades y talentos y los recursos de nuestra tierra no son vistos como propiedades sino como dones de Dios al servicio del bien común. La solidaridad requiere organización, y tendrá que enfrentarse con las organizaciones y estructuras del mundo en que vivimos. Como escribe nuestro Papa Juan Pablo II en Ecclesia in America: “La Gracia Divina, prepara, además, a los cristianos, a ser agentes de la transformación del mundo, instaurando en él una nueva civilización, que mi predecesor Pablo VI llamó justamente Civilización del Amor” (10). En otras palabras, la solidaridad nos empuja más allá de lo que nos rodea cómodamente hacia la familia humana, y de las obras de caridad, a las estructuras de la justicia. También, el Papa hace notar la necesidad de desarrollar organizaciones para promover buenos proyectos de ley, y así se impidan aquellos otros que amenazan a la familia y a la vida que son dos realidades inseparables (63). Para lograr esto, es necesario que el laicado tome la iniciativa de organizar foros de consulta en asuntos de política y negocios. Requiere también, la colaboración de todos los niveles de la Iglesia, entrelazando parroquias, diócesis y conferencias de Obispos en compartir una misma misión. Las parroquias no pueden actuar aisladamente para poder cumplir las exigencias de la solidaridad. Frecuentemente tendrán que formar organizaciones y coaliciones que habiliten a los fieles para actuar con todas las gentes de buena voluntad, y enfrentar los retos contra la vida desde la concepción hasta la muerte. Las parroquias vienen a ser, como otros ya lo han notado, escuelas para la vida pública, al equipar a sus fieles con habilidades y confianza en sí mismos para ejercer liderazgo en la vida pública. Las parroquias invitan a sus fieles a aprovechar las oportunidades de ejercitar la caridad, por medio de las cuales, y con la debida reflexión, se darán cuenta de las exigencias de la justicia que van junto con la necesidad de la caridad. Esto ya está sucediendo, y necesitamos resaltar los ejemplos y celebrar las ocasiones de solidaridad, de tal manera que las que se consideren prácticas, se consideren también posibles. Porque hay un gran peligro en nuestro mundo, cada vez más complejo, y en el que los conglomerados toman decisiones cada vez más fuera del alcance de nuestra gente, y hacen que se sientan impotentes de ejercer sus misiones de caridad y justicia, las cuales yo estoy convencido que ellos desean cumplir fielmente. TODOS Y CADA UNO A estas notas que ya les he presentado, les dí el título de “la misión de la parroquia: con toda el alma y abarcando el mundo entero”. Nuestra unión con Jesús debe llegar al fondo de nuestras almas. Debe ser intensamente personal si es que vamos a encontrar al Señor dentro de nosotros mismos. Pero mientras más profunda sea nuestra relación, y más amplias sus demandas y exigencias, más unidos quedaremos con Cristo y más plenamente apreciaremos nuestra comunión con todo el Pueblo de Dios. Mientras mayor cuidado tengamos de nuestros hermanos y hermanas necesitados, más llenos del Espíritu nos encontraremos para completar la Misión de Cristo, de transformar al mundo. Nuestras parroquias, con todas sus diferencias, son el cimiento para estas dimensiones de discipulado. Las parroquias están suficientemente cercanas para darse cuenta del grado de intimidad del encuentro de Cristo con la persona, y enraizadas en la cultura, en la sociedad, y en la Iglesia Universal para fortalecer los lazos vitales que comparten con la familia humana. En todo lo que nuestras parroquias hacen deben formar comunidad de tal manera que la gente se sienta en casa y suficientemente organizada para llevar a cabo la misión de Cristo en el mundo de hoy. Deben siempre respetar la dignidad de cada individuo y la variedad de las legítimas espiritualidades a través de las cuales los cristianos han aprendido el lenguaje de la fe. Será con la experiencia de este respeto y hospitalidad como los fieles quedarán capacitados para respetar a otros que están todavía más distantes de ellos. La afirmación sobre la vida parroquial en la Iglesia y en América merece esta última cita: La parroquia es un lugar privilegiado en que los fieles pueden tener una experiencia concreta de la Iglesia: la parroquia debe renovarse continuamente, partiendo del principio fundamental de que “la parroquia tiene que seguir siendo primeramente Comunidad Eucarística”. Este principio implica que las parroquias están llamadas a ser receptivas y solidarias, lugar de la iniciación cristiana, de la educación y la celebración de la fe, abiertas a la diversidad de carismas, servicios y ministerios, organizadas de modo comunitario y responsable, integradoras de los movimientos de apostolado ya existentes, atentas a la diversidad cultural de sus habitantes, abiertas a los proyectos pastorales y superparroquiales y a las realidades circunstantes (41). 30 de Noviembre de 1999