UNA MIHA EH LA GUERRA CIVIL por Plora García Ivars Arxiu DATA mu LA RGCADtk01ÉS y¥"' ENTRAI>A i&»:¿»:3,-..(i.:í;:.ifi:Mfirf,s • 1 UNA NINA EM LA QUERRÁ CIVIL Escribo este relato para traer al presente el impacto que en un espíritu infantil y en el de mi familia ocasionaron ;. los hechos que se produjeron entre Noviembre de 1936 y Octubre de 1939* En ningún momento pretendo hacer una historia de aquella gran tragedia sino relatar lo que viví, visto con los ojps de una ni la, sus sensaciones, sus miedos. En una palabra, remover mis recuerdos, y quisa así, al contarlos» me libere de la sensación de angustia que estos hechos me han producido a lo largo de la vida. Al comensar la guerra, vivíamos en Madrid» en la calle Moreto. Eramos una familia de clase media* Manuel» mi padre» mi madre Ana y tres hez manas. Yo era la mayor, nacida en 1927* Me seguía Silvia, con dos aaos menos y Alicia, la pequeña, que nació en 1935. Mis padres tenían una formación intelectual muy superior^ a la de la clase social a la que perte nevían. Eran personas que leían y estaban muy al tanto de lo que ocurría en nuestro país. Sus ideas políticas estaban muy de acuerdo con la República que gobernaba Espatta en aquellas fechas. Al empeaar la guerra, mi padre trabajaba en el Ministerio de Educación au&ojue no era funcionario. En este Ministerio se comenzó a patrocinar y organisar grupos de nilos para ser enviados a pueblos alejados de la guerra y de los bombardeos. En estos pueblos, las familias que deseaban acoger a algún niao evacuado, se inscribían en el ayuntamiento. Los nj#0s quedarían a su cargo hasta el fin de la guerra o hasta que sus familias los recocieran* Mis padres también pensaron que era mucho mejor para nosotras, las dos hermanas mayores, alejarnos de Madrid cuando la guerra estaba ya a las puertas de la capital. En consecuencia, nos enviaron con un grupo de niños cuyo destino eran,,pueblos deala provincia de Valencia. Este aaaroso viaje eomenaó una noche del mes de Noviembre de 1936. Bramos dos niñas de 8 y 6 años, cogidas de la mano y caminando hacia un tren en la estación de Atocha. Sabíamos que nos separábamos de nuestros padres pero yo no sentía ni miedo ni pena, sólo recuerdo que estaba muy expectante con lo que parecía ser una aventura. Mi padre no dejaba de darme la lata con que no soltara a mi hermana. Nos instalaron en un vagón lleno de niñas. Nos dieron mil recomendaciones, muchos besos, abrazo» y dos cajas de caramelos de gotitas de limón. Nos acurrucamos la una sobre la otra y nos dormimos. Nos despertamos bien entrada la noche en medio de un griterío enorme. Las niñas, que eran nuestras compañeras de _ 2— viaje, se asustaron cuando vieron que un montón de chicos, algo mayores que nosotras, habían invadido el vagón. Fue la primera vez en mi corta vida que oí tantas palabrotas. Se hacían alusiones claras al sexo y a nosotras, se nos echaban encima y se reían. Sentí mucho miedo, máxime cuando no había ninguna persona mayor que nos pudiera ayudar. Tras muchos ruegos y forcejeos pude sacar a mi hermana al pasillo. Estaba muy asustada y-lloraba. Allí, mal que bien, pasamos toda la noche. Al llegar a Valencia nos metieron a todos en autobuses. El viaje hasta nuestro destino fue interminable, ya que iban dejando a los niños por los distintos pueblos de sus destinos. A mi hermana y a mí,junto con otros pequeños, nos dejaron en un pueblecito llamado Cárcer. Mi hermana había devuelto, poniéndonos perdidas. Teníamos mucha hambre y sueño. Al llegar a Cárcer era de noche. Cuando bajamos del autobús vimos una doble fila de gente, hombres y mujeres, que nos aguardaban. La fila iba desde el autobús hasta el Ayuntamiento» Silvia y yo íbamos bastante asustadas, cogidas de la mano. De pronto sonó una voz que dijo "ésta es para mí11, y alguien tiró de mi brazo. Empecé a llorar sin querer soltar a mi hermana. Alguien dijo algo en valenciano que no entendí, pero al fin ambas voces debieron ponerse de acuerdo pues nos llevaron juntas a una casa del pueblo. Una vez allí, nos dijeron: w0s dejamos juntas por ser la primera noche, pero mañana cada una irá a una casa, aunque os veréis todos los días" Mi padre me había dado una tarjeta postal dirigida a él» con su franqueo y todo, a fin de que le dijéramos en qué pueblo estábamos. Toda mi preocupación fue cumplir el encargo, cosa que hice al día siguiente. La familia que me acogió constaba del padre, un hombre bajo y fuerte, la madre y dos hijos mayores. El más grande había estado en el frente donde fue herido en un codo. La herida nunca se cerraba. Había que curársela todos los días y llevaba el brazo en cabestrillo. El menor no había aún entrado en filas. La madre era una mujer de edad mediana, vestida de negro y con el pelo entrecano. Me dijo que me había escogido aquella noche porque le recordaba a una hija suya que había muerto a los ocho años. No sé cuánto tiempo estuvimos viviendo con aquellas familias. Recuerdo que eran muy cariñosos con nosotras. Se preocupaban de que comiéramos al máximo, y siempre nos daban de comer lo que más nos gustara, para merendar - 3me hacían siempre un bocadillo de butifarra asada a la brasa. Les llamábamos MpareH y "raare", padre y madre en valenciano. A veces el "pare" me llevaba a la acequia con la intención de que aprendiera a pescar, pero yo me aburría y pronto soltaba la cafía. También íbamos al huerto, donde había muchos naranjos y toda clase de hortalizas. Alguna vez fuimos a buscar caracoles. Había que hacerlo al caer la noche, por lo que llevávamos un farol. Nos metíamos entre las hierbas altas, y subiendo por ellas estaban los caracoles. Cuando al poco tiempo transladaron el Gobierno de la República a Valencia, mi padre, como empleado del mismo, también fue allí junto con mi madre y mi hermana pequeñasAlicia. Allí nos cedieron una casa que estaba situada en las afueras del pueblo y que pertenecía a unos ricos que habían huido a la zona nacional. La ocupábamos nosotros y dos familias más de refugiados. Afortunadamente, nos llevábamos muy bien. Tenían hijos de nuestra edad, y como no había colegio nos pasábamos todo el día jugando. Allí aprendimos a nadar en las acequias del entorno, enseñadas por mi madre. En algunas no nos permitían meternos por ser muy profundas y de corriente muy fuerte. Por las noches se encendían grandes hogueras con paja a fin de que produjeran mucho humo y así poder ahuyentar a los mosquitos. Mi padre venía a Cárcer los fines de semana y trataba de que aprendiéramos algo. Nos daba clases de matemáticas, lengua y geografía. Recuerdo todo ese tiempo como muy feliz. Supe que el Gobierno fue transladado a Barcelona pero no sé en qué momento. Hubiera sido fácil sabeflo-ii pero a mí entonces me daban igual las fechas, Así que nos tocó también a nosotros el irnos a Barcelona. El translado lo hicimos en un camión del ejército. Ho tengo ni idea de la razón. Imagino que el tren debía ser poco seguro. Mi padre, Silvia y yó íbamos en la parte descubierta. Hacía un día luminoso, con mucho sol. Ai pasar por las costas de Garraf vi pop primera vez el mar, con grandes olas que rompían en los acantilados. Me pareció un espectáculo maravilloso. Mis padres, siempre preocupados por alejarnos de los bombardeos y de la guerra, nos instalaron en una casa sita en Masnou, un pueblecito de veraneo de los barceloneses. La casa pertenecía a unos amigos de mis tías. Era un chalet enj&edio, del pueblo. Estaba perfectamente amueblado. Koso- - 4 tras descubrimos en el hueco de la escalera que subía al segundo piso una casa de muñecas preciosa. Tenía varias habitaciones, todas con sus correspondientes muebles y con unos muñecos diminutos. Aquello era maravilloso. Nos pasábamos el día entero jugando ya que salíamos poco debido al mal tiempo. Supongo que sería Otoño pues los días eran grises y lluviosos. Un día vino a visitarnos un amigo de mis padres, Ricardo, que muchos años después sería y es mi marido. Nos trajo un "chusco", un pan de tropa,grande, blanco y riquísimo. El que lo recuerde me hace pensar en que debía haber cierta escasez de comida, nada comparable a lo que fue después del fin de la guerra. De nuevo tuvimos que cambiar de sitio. La razón fue sin duda de que Masnou estaba sólo a 17 kilómetros de Barcelona y ya habían empezado los bombardeos aéreos sobre el litoral. Precisamente, un año después Masnou y Ocata fueron bombardeadas un par de veces. Esta vez fuimos a vivir a Vilada, un pueblecito de la provincia de Lérida, junto a los Pirineos. Mis padres y nosotras» exceptuando a Alicia que aún no había nacido, ya habíamos vivido en dicho pueblo en los años entre 1932 y 1934. En 1931, vivíamos en Barcelona. Ko sabemos si por causa de exceso de trabajo o debido a causas hereditarias, mi padre contrajo una grave tuberculosis, llamada galopante en su forma más destructiva. Tuvo que estar varios meses en un sanatorio, y luego se trasladé' ". a Vilada, donde el clima, la altitud y el reposo harían posible su curación. Allí permanecimos durante tres años. Después de este tiempo nos trasladamos a vivir a Madrid. Vilada era un pueblo pequeñísimo. Sus habitantes vivían de una fábrica textil y de los enfermos tuberculosos que allí iban a reponerse. Nosotros alquilamos una casa situada en la calle principal sobre un taller de herrería. Según me contó mi madre, el alcalde°.ñ.9h sumblo, que se llamaba Pedro Bartolomeu, pertenecía al partido de Esquerra Republicana. Al comenzar la guerra tuvo serios problemas con las patrullas de la CNT-PAI que preten dían entrar en elpieblcK para darles el "paseo11 a los ricos ja. los fascistas -el "paseo11 era el fusilamiento por las buenas- Bartolomeo se opuso e incluso organizó una defensa con el resto de los miembros armados del Ayuntamiento, situándolos en la carretera a la entrada del pueblo y no dejando - 5pasar a los vehículos de esas patrullas. En Vilada no murió nadie a manos de los "rojos". Algunos de los que se marcharon era jóvenes que habían sido llamados a filas y que huyeron a los montes de los alrededores. Todo el mundo sabía que las familias les llevaban comida pero nadie se dio por enterado. Los únicos que se marcharon del pueblo, posiblemente para pasarse a la zona nacional fueron el cura y el médico, que era una especie de cacique. Durante el tiempo que permanecimos en Vilada, el Alcalde, con la ayuda de mi madre, organizó un comedor infantil para todos los niños del pueblo. También montó un taller de confección de pantalones y camisas para los soldados del ejército republicano. Abrió una pequeña biblioteca para los niños. Recuerdo cuántos cuentos leímos en aquella librería. Nosotras íbamos al colegio. El idioma no fue ningún problema pues re«> cordábamos el catalán que habíamos aprendido en la primera estancia en Vilada. Allí lo pasábamos estupendamente. Íbamos al bosque a buscar níscalos y otras setas que luego asábamos en la lumbre. Jugábamos a las casitas con las otras niñas del pueblo en pleno campo. De vez en cuando una de las niñas gritaba: "¡Barcelonins, hi-ha perill de bombardeigí", que es lo que oíamos a menudo por la radio. Todas salíamos corriendo a meternos bajo unos cartones que eran nuestros "refugios". Era el tínico juego en el que recordábamos que estábamos en guerra, Solamente una vez conseguí que mi padre me llevara a Barcelona a pasar unos días con él y con mis tías en la casa en la que habitaban. Era un chalet situado en la parte alta de Barcelona* en el barrio de Sarria. Fue la única vez que presencié un bombardeo desde lejos. Estaba durmiento y me despertó mi padre para que pasáramos de la casa a un jardín contiguo. Desde allí vimos los reflectores que iluminaban el cielo en busca de los aviones enemigos, la estela que dejaban las explosiones de los proyectiles antiaéreos y el ruido de las bombas al caer sobre la parte baja de Barcelona. lo no sentí ningún miedo, sin duda porque el bombardeo estaba lejos y porque los niños no tienen una clara sensación del peligro. Silvia y yo, de forma inexplicable, contrajimos la sarna, una enfermedad de la piel muy molesta porque te picaba todo el cuerpo. Mi madre nos bañaba todas las noches, y aquello era una tragedia. Las dos llorando por- - 6 que nos escocía la piel al contacto con el agua y el producto que nos ponía. Había que hervir toda la ropa parsonal y la de la casa. Como no ha bía jabón se hervía con agua y ceniza de la chimenea. En el colegio se organizó una función teatral que debía representarse en un teatro de Berga» un pueblo grande y cercano. Dirigía la función el maestro del colegio pero era supervisada por un oficial que no sé qué cargo tenía. A mí ese señor me era profundamente antipático. Unos días antes de la representación nos llamó a su despacho a los que íbamos a actuar. A los que Íbamos a recitar nos hizo pasa£,.*uno a uno a la habitación. Yo re citaba "La luna vino a la fragua ..." de García Lorca. Empecé mi poema y me interrumpió, gritando: "íAsí no, eso está muy malí". Lo volví a intentar y nuevos gritos. Yo no sabía cómo hacerlo hasta que al fin descubrí que lo que pretendía esa que lo recitara como si fuera "La marcha triunfal" de Rubén Darío. Al fin salió a su gusto pero yo me prometí hacerlo como me diera la gana el día de la representación. Para indicarme cómo debía de ser mi actuación hizo entrar a un tal Simón, el malo del. colegiot un chico bruto y mal educado que nos traía mártires a las chicas de la clase. Bastante más alto que nosotras, vestía siempre una de las camisas que se hacían en el taller de mi madre y una botas negras muy relucientes. Su poema empezaba con la siguiente frase: M!No pasareu y si paseu morireu...¡M. Ni que decir tiene que lo hacía a grito pelado y con mucha energía, con gran satisfacción por parte del oficial. Llegó el día de la representación. El teatro estaba de bote en bote. Salí al escenario llena de miedo, más bien, aterrorizada. La luz de los focos me deslumhraba y no veía nada. Empecé a recitar, supongo que muy bajito. Alguien gritó n?más altoí". Me tranquilicé, y al tercer verso la voz me salió lo suficientemente fuerte para que todo el mundo la oyera. Cuando terminé me aplaudieron muchísimo, lo que me llenó de satisfacción. Todo esto debió ser por \. Enero de 1939. La guerra estaba perdida, todo el mundo lo decía. Mis padres habían quedado de acuerdo que en el caso de tener que huir a Francia y no lo hicieran juntos se pondrían en contacto a través de los amigos que tenían en París de la época en que vivieron allí, que creo fue entre 1925 a 1927. Era casi seguro que nosotros tuviéramos que entrar a Francia por un lado de la frontera y mi padre, por otro. - 7Las cosas se precipitaron cuando el pueblo se llenó de soldados y de altos mandos del ejéreitoq»« se instalaron en espera sin duda de acontecitos, y tomaron un giro trágico cuando mataron al oficial que tan antipático me era. Este hombre vivía en un chalet a la salida del pueblo que se llamaba la Villa Rosa. Precisamente era la casa que mis padres habían ocupado años atrás cuando mi padre estuvo enfermo. Era de noche y estaba escribiendo frente a un gran ventanal que daba a la parte trasera del edificio. Le dispararon con una escopeta y con cartucho de postas, les que solían emplear en la caza de jabalíes. Recuerdo la sensación áe> pánico que tuvimos cuando no3 enteramos del suceso. Mi madre se había comprometido políticamente quizás más que él. Nunca se supo quienes fueron los autores del asesinato. La muerte de este hombre determinó que mi madre dicidiera marcharse a Francia. Sabía que ai no la mataban los fachas camuflados la matarían las tropas cuando entraran en Vilada. Preparó para nosotras unas especies de mochilas hechas con cajas de cartón y unos tirantes que se ataban a la espalda. Ella llevaba una bolsa y a mi hermana Alicia que sólo tenía tres años. Puso en las mochilas lo imprescindible y lo que menos podía pesar. En esta huida nos acompañaba Pedro Bartolomeu, su mujer y una hija casi de la misma edad que Alicia. Salimos del pueblo una noche, imagino que medio clandestinamente. Mi madre nos despertó y nos vestimos. Hacía mucho frío pues eran los primeros días de Febrero del 39. En la puerta de la casa nos esperaba una camioneta que en la parte de atrás llevaba una ametralladora antiaérea. En ese lugart envueltas ea una manta nos pusieron a mi hermana Silvia y a mí. Como esa parte de la camioneta estaba descubierta veíamos pasar los pinos. Hacía mucho frío, y las estrellas brillaban sobre nuestras cabezas. Silvia me decía: "me da miedo la ametralladora11 y yo le contestaba muy llena de sapiencia: Msi no la tocamos, no nos hará nada11. Al amanecer llegamos a Camprodón, un pueblo grande cercano a la frontera con Francia. A mi madre y a nosotras nos condujeron a un chalet abandonado que estaba totalmente vacío. No tenía muebles, solamente un colchón en el suelo donde dormíamos las cuatro. Allí pasamos dos o tres días. íbamos a comer a un lugar al aire libre donde tras hacer cola nos daban un cucharón de rancho. Había muchísima gente, niños, mayores y soldados con sus - 8 largos capotes y sus barbas de varios días. Aquello era un desconcierto total, i;adié sabía cómo ~ podíamos llegar a la frontera. Una tarde entraron en la casa un montón de soldados y nos dijeron que teníamos que irnos de la casa , que allí se establecía una oficina del ejército. Mi madre les convenció para que nos dejaran al menos pasar la noche. Tras mucho discutir accedieron al fin. Aquella misma tarde nos encontramos con Pedro Bartolomeu, que se había quedado en otro sitio. Creo que en una casa de payeses. Le acompañamos hasta su casa, y allí estaba su mujer llorando amargamente. Le pregunté qué le ocurría y me dijo: "tengo que dejarlo todo". Se había traído de su casa montones de sosas, entre ellas dos grandes sacos de ropa. Encima de uno de los sacos había un manguito de color azul que a mí me pareció precioso. Le dije a mi madre si me lo podía llevar ya que todo se iba a quedar allí, y me dijo que no. Pasó lo mismo con mi colección de cromos de "Viaje al centro de la tierra" y de "Dos afíos de vacaciones". No se podía llevar nada supérfluo. A la mañana siguiente el cielo estaba encapotado y llovía. Hacía mucho frío. Nos subieron en la parte de atrás de un camión donde ya había mucha gente, mujeres, niños y algún que otro hombre que no llevaba uni forme. Así iniciamos el viaje hacia Francia. La carretera iba ascendiendo. l£L suelo de la misma era de tierra y estaba llena de charcos y de barro. Al poco de salir empezamos a ver coches caídos en los "barrancos laterales. Cada vez eran más numerosos. La explicación estaba en que la carretera se acababa unos kilómetros más arriba. Había mucha gente que iba a pie. Se veían algunos carromatos pequeños que metían sus ruedas en el barro haciendo jurar a quienes tiraban de ellos. Como un kilómetro antes de llegar al final de la carretera nos quedamos asombrados al ver el suelo alfombrado de colchones, y a alguien se le ocurrió la idea de tirarlos al suelo a lo largo del camino. La gente se había llevado de todo en la huida, incluso estos colchones que entonces sirvieron para que los camiones no se atascaran en el barro. En los lados de la carretera había de todo, maletas, cacharros de cocina, ropas, pero sobre todo, coches. Serían como las 11 de la mañana cuando nos hicieron bajar del camión. Mi madre nos dio un bulto a cada una. Pedro Bartolomeu llevaba una enorme maleta y un montón de bultos más. Su mujer, una bolsa y la niña. Emprendimos el camino que iba siempre subiendo. En él no había mucha - 9 nieve pero sí mucho barro. Vimos que cerca había otra senda limpia de lodo pero no se podía transitar por ella porque era sólo para los camilleros que llevaban heridos. Era tremendo verlos subir cargados eon las camillas. ¿ Al momento de empesar a andar por aquel terreno embarrado» a Silvia y a mí se nos mojaron los zapatos, y por lo tanto» los pies. Be ves en cuando nos parábamos a descansar. A poco de comenzar nuestro camino las dos niñas pequeñas » primero una y luego la otra, se pusieran¿a llorar y hubo que llevarlas en brazos. Entre eso y la cantidad de bultos que llevaba la familia Bartolomeu, no hubo más remedio que hacer el caminos en etapas, o sea» se avanzaba con unos bultos (tejando atrás una parte que luego había que volver para recogerlos. Era mucha genta la que subia por las sendas pero nadie podía ayudarnos» todos iban muy cargados. En una de las etapas» en las que dejamos atrás unos bultos» cuando volvimos mi madre y yo a por ellos» estaban despaneurrados y las ropas esparcidas por el suelo enfangado. Los guardias fronterizos franceses» que en su mayo ría eran senegaleses» se pasaban la frontera y robaban lo que podían. Pedro y su mujar se peleaban eonstantemente* Todos estábamos cansa dos y el día no había hecho más que empesar. Continuamos subiendo aquella montaña que parecía no tener cima. Nos paramos a comer lo poco que llevábamos, pan y una butifarra. Para la bebida había abundante nieve. Seguíamos haciendo etapas. Yo no entendía cómo aquella mujer se empeñaba en llevar tanta carga. Por su causa estábamos haciendo el doble del camino. A todo esto» empesaba a anochecer. Mi madre propuso que nos quedáramos a paaar la noche en el monte como habíamos visto hacerlo a otros» pero la maldita mujer aquélla dijo que de ninguna manera.Que si era necesario ella seguiría sola. Sabíamos que la carretera francesa» que tampoco llegaba a la frontera» estaba al otro lado de las montañas y debíamos llegar a ella para entrar en el primer pueblo franees» si era posible antes de que se hiciera de noche» pero por más que avanzábamos no llegábamos a vislumbrarla* íbamos dando tropezones por el bosque «uando al fin la vimos. Unos que nos habían adelantado nos dijeron que el pueblo francés, PrateaL- de Molld, no estaba muy lejos. Seguimos andando* Era noche cerrada paro había luna. Al menos daba lus suficiente para saber por dónde pisábamos. Silvia y yo no podíamos más pero sacando fuersas de flaquesa le d i u rnos a la mujer de Pedro que nos diera una de sus bolsas y que la lleva riamos entre las dos. Nos íbamos quedando rezagadas. Las cintas de núes- - 10 tras mochilas se nos clavaban en los hombros. Ya no pasaba nadie* Recuerdo que nos cojirnos de la mano y seguidos andando sin parar. La carretera tenía muchas curvas y los perdíamos de vista de vez en cuando. Al fin divisamos a todos sentados en el pretil de un pequeño puente. Según nos ;.. acercamos,, lo que vimos nos de ¿ó asombradas. Mi madre estaba llorando amargamente, con mi hermana Alicia dormida en sus brasos. Soltamos los bultos y corrimos hacia ella dieiéndole, "mamá* no estamos cansadas» danos tu bolsa". Ella seguía llorando con una angustia tremenda. Era la primera ves en nuestra vida que veíamos llorar a nuestra madre. Al fin se serenó y seguimos caminando sin ver ni una lus en aquella inacabable carretera. Hacía mucho frío» Teníamos hambre y un cansancio infinito. Y no era extraño pues llevábamos andando más de 14 horas. Habíamos atravesado a pie el puerto de Ares, de 1*540 metros de altitud. Al fin divisamos una lúa lejana. Cuando llegamos a ella vimos que era de una casa al borde de la carretera. Mi madre y Pedro se dirigieron a ella y llamaron a la puerta varias veces. Al fin salió una mujer medio dormida. Le habló a mi madre en franees y le dijo que las autoridades les habían prohibido meter a ningún refugiado en sus casas. Se le pidió que nos dejara entrar por favor aunque fuera para dormir en el suelo de la cocina porque no podíamos más* Sras mucho rogarle nos dijo que tenía una especie de almacén de grano, cubierto, y que si queríamos nos quedáramos en él. Subimos al granero por una especie de escalera de gallinero. Estaba obscuro como boca de lobo» El suelo cubierto de matas o tronóos de maia para las vacas. Eran durísimos y hacía un frío del dempnio. Nos acurrucamos unos contra otros y nos dormimos. Amaneció un día de sol. Le dimos las gracias a la mujer y emprendimos de nuevo el camino. El pueblo estaba cerca. En las primeras casas había un hombre con unas grandes cestas de pan y chocolate. Llevaba-un sombrero negro y nos sonreía. No olvidaré jamás su cara de buen campesino y el pan con chocolate que nos comimos encantados. Un poco más adelante estafe bañ los gendarmes, que nis cachearon a todos* A su lado, en el suelo, había un montón de pistolas, fusiles y bombas de mano. Nos preguntaron los nombres y de qué localidad veníamos. Luego separaron a Pedro Bartolomeu y lo pusieron junto a otro grujió de hombres, refugiados como nosotros. No olvidaré el efecto que me hicieron, eon sus caras macilentas y con la sensación de derrota que transmitían. Bel resto de ese día no recuerdo nada* Creo que pasamos la noche allí. - 11 ~ Al día siguiente nos metieron en unos autobuses, sólo a las mujeres y a los niños, y más tarde en un tren. Me desperté en una estación. El tren estaba parado, y las ventanas, llenas de vaho. Los limpiamos y vimos a mujeres que corrían por el andén portando carritos eon grandes termos que contenían caldo. Iban de vagón en vagón repartiéndolo. Abrimos la ventanilla y nos dieron una tasa de caldo oalentito que nos supo a gloria. Había mucho ruido. Todo el mundo hablaba a gritos, los franceses del andén y los españoles del tren. Esta escena de darnos cosas de «omer se repitió en todas las estaciones en las que paró el tren. No sé quienes eran los organizadores. Se decía que el Socorro Rojo» Recordándolo ahora me emociona pensar en toda esa gente que estaba en las estaciones aguardando los trenes de los refugiados. Llegamos por la mañana a una gran ciudad, Orleans. Bajamos del tren. Eramos una multitud. Emprendimos la marcha a pie hacia donde nos guiaron, una gran sala de fiestas llamada Harmos. Era un enorme salón con una amplia balconada que lo envolvía. En esa balconada estaban instalados multitud de jergones, unos ...pegados a otros. Eran de color crudo y tenían una manta obscura cada uno. En la parte de abajo estaba instalado el comedor. Eran mesas larguísimas son bancos para sentarse. En una de las esquinas del salón estaba la enfermería, atendida por un médico y dos enfermeras. Un sitio al que nos daba pánico ir eran las letrinas. Estaban en el patio y eran como doce hoyos en el suelo eon una tabla que los atravesaba y sobre la que uno se ponía para hacer sus necesidades. Estaban llenos dé excrementos y ate gusanos blancos. Siempre pensaba con terror en la posibilidad de caerme allí. Teníamos un ¿efe de cocina que era italiano. Siempre nos daba golosinas y nos llamaba "bandiditos"• Lio único malo de aquel sitio, aparte de las letrinas, es que no podíamos salir. Los niños lo pasábamos bien, jugando y corriendo todo el día. Uno de los juegos era perseguid a una vieja que llevaba una toquilla negra por la que se veían correr a los piojos. Mi madre, como hablaba francés; era la intérprete de aquella multitud y siempre estaba la mar de ocupada. No sé cuántos días estuvimos allí cuando mi madre me dijo queja^ü: iba a vivir a casa del doctor Segell -qwera él médico que se ocupaba de la enfermería;*- El tenía una niña de mi edad con la que podría jugar, y que - 12 * estaría eon ellos hasta ver lo que pasaba* Yo no sabía si alegrarme o no. Una tarde -riño a buscarme el doctor Segell y su esposa» una mujer guapísima. He llevaron a su casa y me quedé impresionada de lo bonita y elegante que era. Me ensenaron la habitación de su hija* en la que había montones de juguetes y me dieron a entender que podría usarlos. También me ensenaron la mía, algo más pequeña pero muy aeogedora. A continuación me llevaron al cuarto dé baño. Me quitaron toda la ropa y me metieron en una bañera de agua caliente• Enjabonaron y restregaron mi euerpo a fondo pero yo pasé una vergüenza tremenda pues en el cuarto de baño entró todo el mundo mientras me bañaban¿ El doctor, su mujer, una «riada que me enja bonaba y otra pareja que también trabajaba en la casa. Mfc ropa se la llevaron. Estaba en el suelo y la oriaáa la cogió eon aire de repugnancia y de la llevó. Me pusieron un camisón precioso y una bata. Cené y me metieron en la cama, una cama que tenia sábanas limpias, algo maravilloso. Al dia siguiente la señora me llevó de compras. Lo primero a una sapateria en la que me compró unos zapatos marrones preciosos. Los míos, los del agujero en la suela, se quedaron allí*fcuegoa un lugar de ropa interior. Seguimos a otra tienda donde me compró un vestido y una chaqueta asul que era una maravilla. A todo esto yo estaba vestida con la ropa de su hija. Me sentía como loca eon tantas cosas. Aquella noche me dormí enseguida pero desperté al amanecer empapada en sudor. Me encontraba fatal. Por la mañana el doctor me puso el termómetro. Estaba enferma y tenían que llevarme al hospital. Allí hube de pasar cuarenta días y estuve a punto de morir. El hospital era para niños refugiados. Estábamos en unas grandes salas. Las enfermeras francesas no eran lo que se diee muy amables. Al lado de mi cama había una niña muy pequeña, tendría tres o cuatro años y pedía agua constantemente. Nadie le hacía el menor caso. En la cama del otro lado había un ehico más o menos de mi edad. Tenía la cara y los brazos llenos de pústulas. Las noches eran terribles. Me entraba una tiritona espantosa* Luego me empernaba a subir la fiebre hasta 40 © 41 grados. Tenía el tifus. Supongo que debí cogerlo al beber la nieve cuando pasamos los Pirineos. Nos alimentaban , al menos a mí, a base de caldo. Desde entonces no me gustan ni los caldos ni las sopas. Por lo que supe después, me habían ya deshauciado. Y no fui trasladada a otro hospital donde llevaban a los moribundos gracias al doctor Segell que se empeñó en esperar contra el parecer de los otros médicos. - 13 Es indudable que mi vida se la debo a este doctor, que, por cierto, más tarde me enteré que había sido Ministro de Sanidad después de 1945. Recuerdo que mi madre vino a verme acompañada del doctor Segell cuando empezó mi convalecencia. Yo debía tener un aspecto espantoso. Más o menos como las personas de los campos de concentración nazis. Mi madre me miraba con una sonrisa triste pero no recuerdo nada de lo que me dijo. También tengo la idea de que vi a mi padre pero no estoy segura. Un día el doctor me anunció que me iban a bañar. Todos los días me lavaban la cara y las manos, lo que no era mucho como higiene personal. Me metieron en una gran tina puesta en el suelo. Una especie de barreño. El agua no estaba muy caliente. Luego me envolvieron en una sábana y de nuevo me metieron en la cama. El odioso caldo fue substituido por un puré que yo tragaba con grandes esfuerzos. Focos días después me dejaron levantarme un ratito después del baño. Me puse en la ventana que daba a un jardín y me pareció maravilloso el ver los árboles. En toda la enfermedad no recuerdo que en ningún momento pensara que me iba a morir. Solamente el sufrimiento de las tiritonas y de la fiebre y el echar mucho de menos a mi madre. Mi madre y mis hermanas continuaban en la sala Mermoz. Pronto el Go bierno francés decidió repartir a los refugiados que no querían volver a España, mujeres y niños, en los pequeños pueblos de los alrededores de Orleans. A mi madre, como única que sabía francés, la pusieron al frente de uno de esos grupos, que fue enviado a un pueblo llamdo Varennes en Gati nais. Líos alojaron en una casita pequeña a la salida del pueblo. Se llamamabaMLa Charbonniere". La casa constaba de una planta baja donde se guisaba, se comía y se dormía, más una especie de altillo donde situaron a una mujer que tenía dos nietos de 12 y 14 años. Tenía delante un pequeño lago como de cuento y atetrás, un inmenso bosque. Según me contó mi madre, la entrada del grupo en el pueblo fue triunfal. La gente se apartaba de ellos. Eramos "les rouges1* -los "rojos% y sólo faltaba que i tuvieran cuernos y rabo como al diablo. La. alimentación del grupo estaba organizada de la forma siguiente. Todas las mañanas venía el alguacil del pueblo a buscar a mi madre y a otra compañera para hacer la compra. Se compraba lo que hacía falta para el día, y la cuenta la pagaba la Gendarmería. . *.*•", : **. - , f i.' - 14 Mi madre se daba cuenta de que .pese a hablar en francés a la gente del pueblo, éraaw» siempre mirados con mucho recelo. Pensando lo que podría hacerse para atenuar el recelo de esta gente, se le ocurrió al llegar el primer domingo de estancia en Varennes que los refugiados llevaran unas flores a la tumba de los soldados caídos en la guerra del 14, un monumento que hay en todas las ciudades francesas, y aáemás ir a misa. Todos los refugiados aceptaron este plan, y el citado domingo, todos, incluidos los niños, fueron a misa. El resultado fue un éxito. Dejaron de vernos como asesinos o poco menos. Los vecinos empezaron a traernos comida, ropa y regalos cosas oüe las que carecíamos en gran medida. A los niños nos permitieron -yo en esa época ya estaba en el grupo- subirnos a los árboles frutales y hartarnos de frutas. En resumen, que poco a poco se fueron acostumbrando a nuestra presencia e incluso se fueron estableciendo amistades. De la historia del éxodo de mi padre sé poco. Le movilizaron al final de la guerra y salió de Barcelona con las tropas que se dirigían al Pirineo. Allí, con la desbandada general entró en Francia pero no a pie como nosotras . Fue a parar a un campo de concentración junto con otros miles de refugiados. En el campo no había nada, ni barracones ni tiendas de campaña. Los primeros días creo que lo pasaron fatal. Mi padre escribió en seguí ia a su amigo Vidal,, en París, el cual lo reclamó, y muy pronto estuvo C01Í él en la capital. Mi madre por su lado hizo lo mismo, con lo que así supieron el uno del otro como habían concertado. Este amigo se comportó maravillosamente» Sufragó los gastos de mi padre el tiempo que estuvimos en Francia, primero en Orleaas y más tarde, en Varennes en Gatinais. Bi padre se reunió con nosotros en el pueblo pero como no podía estar con los refugiados, Vidal le pagaba el hotel y la comida para que pudiera estar con la familia. Pienso que el caso de mi padre debió ser una excepción en el conjunto de los refugiados españoles que eran hombres. En cuanto a mí, seguía en el hospital pero un poco mejor cada día. Al fin, el doctor Segell me dio el alta y me dijo que me llevarían con mi madre y mis hermanas. Una mañana entró en el hospital muy contento, con una maleta que según me dijo estaba llena de reconstituyentes. Bajamos a la calle, conde nos esparaba su coche y su chofer y emprendimos la marcha. Fue enorme la alegría de la familia cuando llegué a 3a Cfcarbonniere, pero no sé por qué no me instalaron allí sino que me mandaron a estar en ca- - 15 sa del doctor Clerchot, que era el médico del pueblo, ün hombre fuerte, siempre vestido de negro, con una barba blanca que imponía respeto. Yivía en un chalet enorme. En la buhardilla había dos habitaciones. Una era ocupada por dos refugiados y sus hijos pequeños; la otra me la dieron a m£. Me instalaron allí porque en la Charbonniere no quedaba sitio. Me iba de allí por las mafíanas y regresaba por las noches. El doctor tenía un petfro enorme, un San Bernardo. Al principio yo le tenía al doctor mucho respeto pero pronto nos hicimos amigas» y de vez en cuanfio me permitía que montara en el perro como si éste fuera un caballo. Recuerdo que fue una época muy feliz. Estábamos todo el día correteando por los bosques de los alrededores. Sieapre nos acompañaban los chicos vascos que vivían con su abuela en la Charbonniere. Nos bañábamos en el laguito que había enfrente, aunque el agua sólo nos llegaba al muslo. En esta etapa sólo hubo un punto negro. Se me caía el pelo a mechones, consecuencia del tifus que acababa de pasar. No hubo más remedio que cortármelo al cero. Pasé muchos días muerta de vergüenza, sin querer que nadie me viera, lo que allí era imposible, pero al fin me acostumbré a verme como un quinto. Debí ponerme enferma de nuevo. Creo que esta vez fueron anginas, pues era muy frecuente que me doliera la garganta. El caso es que estando en la casa del doctor Clerchot, en la cama, apareció en mi cuarto con un amigo también médico. Era el hombre más atractivo que había visto en mi vida. Me quedé alelada. Mi madre, que era una burlona, le dijo: "creo que mi hija se ha enamorado de usted". Yo me puse colorada y me dio una ¿rabia tremenda. Cuando llegó el verano, el lago de enfrente de casa se secó. Con la arena que quedaba en el fondo, muy húmeda, construímos un montón de castillos. Aquello parecía una gran ciudad. Una mañana aparecieron la mitad de los castillos por los suelos. No podíamos imaginar lo que había ocurrido hasta que descubrimos un enorme erizo que en cuanto intentamos tocarlo erizó sus púas. Con grandes precauciones lo trasladamos al otro bosque, el grande, y allí desapareció. ün día hicimos una excursión a casa de un español que vivía a tres kilómetros. El hombre nos recibió encantado. Comimos hasta hartarnos y nos regaló un montón de fruta. Como casi había olvidado el español era muy curioso su lenguaje, una mezcla de francés y de castellano muy divertida. Jugamos toda la tarde a ver quien encontraba más tréboles de cuatro hojas. Silvia fue la ganadora. - 16 Existía otro lago granáe cerca de la Charbonniere. Allí íbamos con los mayores. El agua estaba bastante fría y un poco embarrada pero podíamos nadar y luego tomar el sol en unas enormes praderas. Jugábamos a perdernos en el bosque pero nunca nos perdimos de verdad. Pasó el verano, que en Francia es muy corto. Llegó el otoño y empezaron las lluvias y el no poder salir de casa. Una de esas mañanas lluviosas acompañé a mi madre a hacer la compra en el pueblo. Todas las calles estaban llenas de gente, personas mayores y niños, algunos sentados en las aceras y con el mismo aire de abatimiento que nosotros tuvimos unos meses antes. En Septiembre había empezado la guerra europea. Esas gentes venían del Norte de Francia* que había sido atacado por los alemanes. Las gentes del pueblo se sumaban al abatimiento general. Decían: Veinte años. El tiempo justo para criar a nuestros hijos y que los maten en otra guerra" Mis padres, durante su estanciae en Francia habían intentado seguir el éxodo hacia México o luBia. Pero antes de tener preparado el papeleo comenzó la guerra y todas las gestiones quedaron suspendidas:. Aquella mañana fue como un clarín que nos despertó a todos. Se habían acabalo los días felices y la paz. No había más alternativa que volver a España. El Gobierno francés no podía hacerse cargo de nosotros. Se comentaba entre los refugiados aquella frase de Franco: "Quien no tenga las manos manchadas de sangre nada tiene que temer11. La verdad fue muy otra. In España, todos los hombres que hubieran estado en la zona "roja" tenían que pasar la "depuración'1 ante la policía o las fuerzas militares. Esta consistía en un examen minucioso de sus actividades durante la guerra. De resultas de esta"depuración", en los primeros meses de la postguerra las cárceles estaban llenas de presos políticos, y muchos eran condenados a muerte sin "haberse manchado las manos de sangre". Mi padre habíavconservado varias monadas de plata de curso legal. Pensó, que podrían servirfcQs cnaado llegáramos a Madrid, cosa que desgraciadamente no ocurrió. Ante el temor de que fuéramos registrados al entrar en España, idearon el medio de esconder las monedas. Se pusieron de acuerdo con el zapatero del pueblo. Este nos cambió los tacones de los zapatos a mi hermana y a mí. En el interior de los nuevos metieron las monedas. La despedida que nos hicieron en el pueblo fue emocionante. Organizaron en los salones del Ayuntamiento una fiesta con cena y baile. Todo el mundo nos mostró su afecto y fueron numerosos los regalos que nos hicieron. - 17 Las promesas de futuros encuentros y las lágrimas no faltaron en la despedida. Una mañana tomamos el tren. Era sólo de refugiados españoles que regresaban a la patria. Cada vez que el tren se paraba en una estación para recoger refugiadosf los bultos que había en las rejillas se caían sobre los viajeros. Al principio sólo nos reíamos los nifíos. Más tarde todo el mundo lo tomó a broma. Llegamos a la frontera y nos bajamos del tren. Eramos una multitud. Cruzamos a pie el puente internacional. Algunos levantaron el pufío _;oomo señal de despedida al estadio<. .republicano antes de pasar por delante de la Guardia Civil. Estaba anocheciente Hos hicieron entrar en una especie de almacén. Entró la Guardia Civil precedida de unos militares y nos toiaarojr ;l£>s lr~ nombres y las direcciones de todos los hombres y de sus familias. Después salieron cerrando la puerta. Hace pocos días he visto la película "Qué bella es la vidaw. Después de tantos años he relacionado lo que yo creía ser un almacén con lo que he visto en dicha película. En realidad, un lugar de confinamiento de personas exactamente igual que el de los campos de concentración nazis destinados a los judíos. Lo que yo creía que eran estanterías eran en realidad camas de madera superpuestas, con un poco de paja encima y extendidas a todo lo largo de las paredes. En el suelo había unas cuantas pacas de paja. A los nifíos nos subieron a las estanterías para dormir. El resto se distribuyó como pudo. La mayoría pasó la noche *» el »*»lo. ,„ Me despertó un gran alboroto. Estaba lloviendo a cántaros y el agua entreba por las ventanas que tenían los cristales rotos y por debajo de la puerta , que estaba aás baja que el nivel del suelo. Vi a mi padre con los pantalones remengados y los zapatos en la mano. Junto con otros hombres inteban abrir la puerta para poder desalojar los dos palmos de agua que había en el suelo. Pero la puerta estaba cerrada por fuera y por mucho que golpearon y gritaron nadie acudió a abrirla. Entonces despertaron a los nifíos y los juntaron lo más posible en las estanterías altas con el fin de dejar libre la balda más baja y que los mayores pudieran sentarse y no tener que pasar la noche con los pies en el agua. Mis padres habían acordado que ante la perspectiva de que no lo pasa - - - 18 ramos nada bien al llegar a Madrid , que mi hermana Silvia se dirigiera con otro grupo a Barcelona, a casa de mi tía Caridad. No sé ni cuándo ni cómo se concertó y realizó este plan» pero Silvia llegó a Barcelona sana y salva. Allí permaneció unos dos meses hasta que pudo volver a Madrid con nosotros. Así, se ahorró bastantes sufrimientos de los que nosotros hubimos de pasar. Cuando nos abrieron por fin el almacén, salimos en estricta fila india, escoltados por la Guardia Civil. Antes de subir al tren que nos esperaba sacaron a mi padre de la fila y se lo llevaron al despacho de la policía. Nos quedamos horrotizadas pensando que lo iban a detener. Al rato volvió con gran alegría por nuestra parte. Hos contó que le hacían respo&safcfLe: de la gente que viajaba en el tren. Le entregaron unas listas con los nombres de los viajeros a fin de que las presentara en la policía de la estación de Atocha para su verificación. Ignoramos por qué le eligieron a él para esta misión. Suponemos que porque iba mejor vestido que los demás. En la estación nos condujeron a los vagones del tren. Nos quedamos de piedra al ver que nos metían en vagones para ganado, esos que tienen una gran puerta central y están divididos en dos pisos, que destinados a ovejas o cerillos,no permiten a una persona permanecer de pie. Allí nos metieron, o mejor dicho» nos hacinaron al máximo a base de empujones y gritos. Luego cerraron las puertas. En verdad, aquellos inhumanos vagones eran peores incluso que los que llevaban a los judíos a los campos de exterminio. El tren estaba más tiempo parado que en marcha. En los tres días que pasamos en aquel maldito tren nadie nos suministró ni agua ni alimentos. Cada uno comió lo poco que hubiera podido traer de Francia. El espacio que yo tenía para mí era tan pequeño que sólo me permitía estar sentada. Para dormir tenía que doblarme sobre las piernas haciéndome una especie de pelota. A mi lado tenía una argolla que era sin duda para atar a las reses. A ella me agarraba para dormir a fin de no caerme sobre los del piso de abajo. Las puertas siguieron cerradas todo el tiempo, hasta que una madrugada, cuando estaba parado el tren en medio del campo, alguien, suponemos que un guardabarreras, se debió compadecer de nosotros y nos abrió la puerta .levantando una gran barra que la cerraba por el exterior. La gente gritaba de contento. Pudimos bajar y, sobre todo, vaciar una especie de cubo en el que hacíamos lasaguas mayores . Las menores se hacían en el suelo del vagón y más o menos se colaban por las rendijas. - 19 Curiosamente, el tren no llevaba guardias ni nadie que nos vigilara. Lógicamente pensarían que oon las puertas cerradas nadie se podía escapar. Cuando pudimos bajarnos del tren, mi padre hizo correr la voz de lo que le habían encargado respecto a las listas, cosa que él no estaba dispuesto a cumplir. Recomendó a todo el mundo que abandonaran el tren antes de llegar a Madrid, pues con las puertas abiertas se disponía de esta posibilidad. El tren seguía su marcha. Cuando se paraba entornábamos las puertas por si hubiera alguna vigilancia y las volvíamos a abrir en cuanto el tren se ponía en movimiento. La madrugada del cuarto día estábamos ya en las cercanías de Madrid. El tren se paró y se corrió la voz de abandonarlo. Bajamos los bultos. Mi padre rompió las listas y emprendimos la caminata hasta nuestra casa. Hay que destacar la indudable complicidad de los ferroviarios con nosotros, los refugiados, pues naturalmente los conductores del tren se dieron cuenta de nuestros manejos y se callaron. Con aquella desbandada, a los tres años de nuestro éxodo, comenzaba una nueva y atroz etapa de nuestras vidas. Como decía al principio, una parte de mi vida había quedado marcada por todos estos acontecimientos, produciéndome un sentimiento muy difícil de definir. Sólo sé que no puedo hablar de este período sin que ia angustia me atenace el corazón y las lágrimas asomen a mis ojos. Según fui creciendo me hice más consciente de la tragedia que fue para nuestra familia y para todas las gentes a las que les tocó vivir aquellos tiempos terribles. A todo esto había que afíadir los años de la postguerra presididos por el hambre, la miseria y, sobre todo» el miedo. Uno a uno fueron cayendo, fusilados o presos, la mayor parte de nuestros amigos comprometidos con la República. Miedo sobre todo a que alguien supiera y denunciara las actividades de mi madre en Vilada o que alguien supiese que mi padre había pertenecido al Partido Comunista. La represión franquista a parientes y amigos fue total. Unos en la cárcel, otros, como mi tío, un alma candida, condenado a muerte. Era una espada de Damocles siempre suspendida sobre nuestras cabezas. A la vigilancia y la represión que ejercían los fascistas se sumaba la practicada por la Iglesia, mano derecha del régimen. Esta presión era enorme sobre los niños que teníamos que ir al colegio. Intentaban por todos los medios inculcarnos sus concepciones religiosas y morales, de una mora- - 20 lidad farisea. El sexo» por ejemplo, parecía ser , con sólo mencionarlo, la forma más directa de ir al infierno,, como si no hubiera más pecados. Recuerdo mis días de colegio como una sucesión de actos que estábamos obligados a acatar. Desde los himnos laudatorios al régimen y su jerifalte con los que empezaba el día, hasta el santo rosario de la tarde, pasando por el Ángelus y las Avemarias. Pero lo más importante era la "forma ción del espíritu nacional", cuyo contenido nunca comprendimos. Han pasado muchos años, más de cincuenta. Lo triste es la sensación de rencor y de impotencia que estos hechos hicieron surgir, produciéndonos un indudable daño psíquico mitigado solamente por la idea de que la dureza de aquellos años de sufrimiento sirvieron para fortalecernos y para llenarnos de admiración, ternura y cariño hacia nuestros padres. Madrid, 14 de Marzo de 1999