Capítulo 3

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El Horizonte de la Reina | Capítulo 3
El horizonte de la Reina
Lágrimas de pólvora
Aunque era del todo imposible, la voz resonó sumamente cercana:
“acércate, Dimitri, deja que mis viejos ojos te contemplen por
última vez tal como eres” y la imagen, como siempre sucedía, se
desvaneció, con la misma rapidez con la que habían aparecido las
palabras, envuelta por el viento incesante que dominaba sus
sueños. Según los médicos que le atendieron después de la
ejecución, probablemente fuera una secuela sicológica producto del
profundo trauma vivido. “Sí, menudo trauma” se dijo a sí mismo,
recuperando la consciencia reparadora.
En efecto, para Dimitri Grigoriyevich Bogrov el sueño se había
convertido
en
una
pesadilla
constante
desde
aquel
24
de
septiembre de 1911 en el que se consumó su ejecución por orden
del Zar de todas las Rusias, Nicolás II. Un castigo proporcional al
delito cometido diez días antes.
El 14 de septiembre, Bogrov había asesinado al primer ministro
ruso, Pyotr Stolypin, en la ópera de Kiev. Lo había hecho delante
del Zar y dos de sus hijas para que el atentado además de un fin
en sí mismo se convirtiera en un aviso de lo que estaba por venir.
El anarquista murió ejecutado por un pelotón de fusilamiento al
amanecer del 24 de septiembre y, ese mismo día, a última hora de
la tarde, resucitó de entre los muertos por una disposición secreta
de la Okhrana. Amañar su vuelta al mundo de los vivos no resultó
ningún problema para la policía secreta del zarismo. Sólo era una
cuestión de papeles.
Paradójicamente esa había sido una de las luchas entabladas por
Stolypin durante su mandato: acabar con una burocracia corrupta
que, en su opinión lastraba el avance del imperio ruso hacia la
modernidad. Claro que el primer ministro cometió un error de
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El horizonte de la Reina
cálculo mayúsculo en su particular Cruzada: nadie en la corte de
Nicolás II quería cambiar el orden establecido. Evidentemente, el
Zar precisaba de ministros en apariencia renovadores como
Stolypin para cuidar las formas tanto dentro como fuera de su país.
Sólo las formas.
Acechado por miles hordas revolucionarias, el que había de ser el
último gobernante de los Romanov, tenía que hacer ese tipo de
concesiones cara a la galería. Pero la realidad era bien distinta, en
opinión del Zar en la madre Rusia el único cambio necesario
pasaba por acabar con la insurgencia. Con toda la insurgencia. Y
en
ese
amplio
paquete
compartían
destino
revolucionarios
comunistas, agitadores sociales y anarquistas, especuladores
judíos
y,
sobre
todo,
los
reformistas
que,
como
Stolypin,
resquebrajan el imperio desde dentro.
Esa fue la verdad que nunca se dijo. La verdad que probablemente
sólo entendió la viuda del primer ministro asesinado cuando pidió
clemencia para Bogrov en el tribunal que lo juzgaba: “tomar la
vida de este joven -Bogrov tenía entonces veinticuatro años de
edad- no me devolverá a mi marido”. A Stolypin lo asesinó la
Okhrana, y la temible policía secreta del Zar no habría ejecutado
nunca esa acción sin el consentimiento expreso de Nicolás II. Por
eso Bogrov -la necesaria mano ejecutora- seguía vivo, o al menos,
como el mismo diría, entre los vivos, que la vida sin sueño es poca
vida. Y por eso, desde aquel 24 de septiembre de 1911, Bogrov, el
anarquista que en realidad nunca lo fue (la Okhrana lo había
reclutado cinco años antes como agente doble) no tenía vida ni
sueños propios.
Después del simulacro de ejecución, los jefes de Bogrov le habían
dado otra identidad y lo mandaron fuera del país como agente
durmiente. Una situación en la que se mantuvo hasta que la
Revolución de Octubre cambió la faz de su universo. La revolución
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El horizonte de la Reina
-y la guerra civil que la siguió- asolaron durante años su país,
solaparon los daños de la Gran Guerra y propiciaron la definitiva
atomización de sus mandos. Algunos acabaron siendo, como rojos
conversos, padres de la Cheka de Lenin (la que después sería la
NKVD de Stalin), otros murieron en las estepas heladas donde los
rusos blancos perdieron cualquier opción de recuperar el sueño de
una Rusia imperial y unos pocos optaron por refugiarse en distintas
capitales
europeas
y
agazaparse
a
la
espera
de
que
la
reconstrucción de Europa después de la Primera Guerra Mundial
deparara los hombres y los medios necesarios para acabar con el
cáncer de la revolución.
A esos últimos se debía Bogrov, el anarquista que nunca lo fue, el
hombre al que el viento azotaba sus sueños y al que, como
postrero reproche, su vieja madre (muerta en la ignorancia de su
verdadera identidad) le pedía noche tras noche que se dejara ver
por última vez tal como era. “Pero, cómo soy madre -se reprochó
el hombre recién levantado- si solo vivo como no soy”.
Dimitri Grigoriyevich Bogrov, que desde 1911 había pasado a
llamarse Misha, se deshizo de los últimos vestigios del sueño
frotándose la cara con agua. Como le sucedía desde su llegada a
Sevilla, la tibieza del agua de la palangana le resultó molesta. A
pesar de los años transcurridos, seguía añorando el clima de Kiev.
Bueno, no sólo el clima, en realidad, un modo de vida del que
nunca pudo disfrutar plenamente. Misha se miró al pequeño espejo
y contempló a un hombre de cuarenta años -que representaba diez
más- perdido en una sórdida pensión del sur de España, inmerso
en una vigilia sin fin y empecinado en una persecución que sólo
podía tener un desenlace: la caída de la princesa Alexia, traidora a
su clase, vergüenza de su país y recuerdo ominoso de una familia
vilmente asesinada en el altar de la revolución.
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El horizonte de la Reina
Cambio de viento
Tras horas de calma comenzó a levantarse una leve brisa del norte
que animó un poco a la tripulación, que no se había atrevido a
pronunciar ni una palabra desde la paliza a Seis Tetas. A lo lejos, a
estribor, se podía ver la arisca silueta de los acantilados del cabo
de San Antonio, el punto desde el que esperaban no volver a
perder de vista la línea de la costa. La Mameluca navegaba
remolona impulsada solamente por la cangreja del palo mayor, que
por intervalos flameaba. Durante horas, el timonel había tenido
que corregir constantemente el rumbo.
-
Vamos a tener buen viento. Fue la lacónica expresión con la
que Roxo deshizo el hechizo del silencio a las puertas de la
cabina de proa en presencia de su primer oficial y del grumete
ruso Anatoli, que fue el segundo en hablar.
-
¡Poyejali!, gritó, mientras salía corriendo a contar a todos que
por fin el capitán había hablado, como si esa novedad fuera la
señal del final de una prohibición.
Recorrió toda la cubierta hasta la popa para bajar primero a la
cabina donde Pascal trataba de curar las heridas del maltrecho Seis
Tetas alumbrado por los únicos rayos que se filtraban entre la
suciedad del tragaluz. Allí, juntos en la penumbra, componían una
escena íntima que nada tenía que ver con la que el alicantino había
imaginado. Su aspecto, el de Seis Tetas, era entre aterrador y
ridículo. La hinchazón exageraba todavía más la asimetría de su
rostro, que ya no era agradable en estado de normalidad, tenía un
brazo vendado y permanecía postrado con las piernas abiertas y
desnudo de cintura para abajo, lo que dejaba al descubierto unos
testículos grotescamente inflamados. Al verlo, Anatoli no pudo
esconder la sonrisa, algo que irritó todavía más al iracundo
marinero.
Fue Pascal quien preguntó:
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El horizonte de la Reina
-
¿Dónde nos encontramos?
-
Hay tierra a la vista. Creo que es ya el cabo de San Antonio,
respondió el grumete.
Al oírlo, Manolo Seis Tetas saltó del camastro y se apresuró,
cojeando, hacia la escalera. Pascal salió tras él pero no pudo
impedir que subiera a la cubierta y empezara a otear el horizonte.
Cuando llegó a su lado, aquel hombre mal encarado y cruel, el
mismo que poco antes había conspirado para romperle el culo, le
pasó el brazo vendado por encima del hombro y, al tiempo que
señalaba con el dedo un punto indefinido en la costa que se
vislumbraba a lo lejos, le dijo:
-
Mira, Jávea.
Pascal se conmovió al ver aquella expresión distorsionada, aquel
ojo abierto que no pestañeaba, como si quisiera compensar el
espectáculo que le era negado al otro, prácticamente cerrado por
efecto de la inflamación. Un ojo que Seis Tetas se frotaba quizá
para enjugar una lágrima.
Se quedaron allí los dos en silencio. Un silencio que selló una
reconciliación, o al menos una tregua. La destreza con la que el
joven francés había curado sus heridas había desdibujado su
feminidad a ojos del javiense y la había cambiado por la
respetabilidad de un doctor que, además, parecía ser el protegido
del capitán.
Mientras esto sucedía en la aleta de estribor, el grumete había ido
ya hasta el puesto del timonel, donde Ángel Rodríguez, al que
todos
conocían
como
Gallardo,
no
perdía
detalle
del
comportamiento de la huérfana vela ante la inminencia de cambios
en los vientos. Era Gallardo un marino experimentado que había
adquirido su destreza durante las competiciones de las flotas de
Estados Unidos y Canadá por la pesca del bacalao en los Grandes
Bancos, a donde llegó desde Lisboa a bordo del “Gazela Primeiro”.
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El horizonte de la Reina
En Halifax se ganó su reputación de buen marino, y también allí la
perdió cuando le acusaron de haberse desentendido de salvar vidas
para desvalijar cadáveres tras el hundimiento del Titanic. Tenía 30
años cuando fue expulsado de Canadá y volvió a Bouzas, el pueblo
cercano a Vigo donde conservaba alguna familia y muy pocos
amigos. Roxo estaba en el también exiguo grupo de viejos
conocidos. Volvió a encontrarse con él por casualidad en una
taberna de O Berbés al poco tiempo de haberse cobrado La
Mameluca y le ofreció el puesto de piloto, una responsabilidad que
perdió con la llegada de Piero de la Mata, que de esta forma se
ganó un enemigo.
-
Parece que la cercanía del hogar cura el dolor de huevos, dijo
Anatoli para iniciar conversación con el timonel mientras frente
a ellos, a un costado, se sucedía la extemporánea escena entre
el joven doctor y el tosco marino.
-
Y no me extrañaría nada que, al final y después de todo lo que
pasó, esos dos acabaran dándose por el culo, respondió
Gallardo.
El grumete le anunció que el capitán había vaticinado buenos
vientos, por lo que habría que estar preparados para iniciar las
maniobras. Y entonces escucharon un grito con el inconfundible
timbre de Jasper “Donkey” McLoughlin, un gigante originario de
Cork que se ganó el puesto de contramaestre por el inverosímil
volumen que podían alcanzar sus alaridos. Todos en el barco le
llamaban McLoughlin porque sabían cuánto le molestaba el
sobrenombre
de
Donkey,
que
al
parecer
provenía
de
la
proliferación de burros en aquella zona de Irlanda, aunque todos lo
relacionaban con su habilidad para rebuznar. En el momento no
supieron si había sido un grito de alerta o si realmente había dicho
algo, pero aquello, lo que fuera, bastó para que todos los
marineros se pusieran en movimiento.
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El horizonte de la Reina
Diez cajas. Doscientos kilos
Anatoli corrió hacia la proa y se refugió en la cocina. El capitán le
había advertido que durante las maniobras no quería verlo en la
cubierta atestada de hombres que corrían de un lado para otro y
no paraban de gritar. Su presencia inexperta en aquel estratégico
caos solamente podría acarrear problemas. La cocina del barco era
un cuchitril inhabitable donde pesaba el calor y se concentraban los
olores que difícilmente podían salir a través de la estrecha
chimenea que afloraba a la cubierta allí donde arranca el bauprés.
Algo que no parecía importarle a Chinchulín, un cocinero coreano
del que nadie en el barco, tal vez con la excepción de Roxo, sabía
cómo se llamaba realmente. Fue rebautizado en Argentina, donde
trabajó en una cantina en la que se servían intestinos asados. Así
se ganó el mote que habría de acompañarle probablemente hasta
el resto de sus días.
En la bodega contigua se escuchaban los golpes apresurados de
martillo con los que el calafate aseguraba algunas tablas de la
amura de babor. Piño Baz había sido uno de los mejores
carpinteros de ribera del astillero de los hermanos Candeira de O
Pasaxe de Camposancos, en A Guarda. Su llegada a La Mameluca
era incierta. Al parecer, era familia de cierta mujer a la que Roxo
tenía mucho aprecio y a la que había confiado la más valiosa de
sus pertenencias. Pero sobre estos detalles Piño era una tumba y
tampoco era una persona con demasiada relación social, ya que su
ritmo de trabajo apenas coincidía con el del resto de la tripulación
porque tenía que aprovechar los momentos de calma chicha y
descanso para poder hacer sus reparaciones.
El ritmo del martillo se rompía con el sonido desacompasado de los
pasos en cubierta donde gritaban los marineros: el asturiano al que
llamaban El Asturiano, el portugués Serafín Amarante, el maltés
Luca Oliva, los inseparables italianos Lionardo Baracca y Dago
Urpani, y el holandés Sjaak Zeldenthuis. Una tripulación a imagen
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El horizonte de la Reina
y semejanza
escarpada
de
para
Roxo,
las
desarraigada, heterogénea, babélica,
alianzas
internas
que
pudieran
originar
desacuerdos o dudas sobre el liderazgo.
Cuando cesó el bullicio, Anatoli emergió a la cubierta y asistió al
milagro de la propulsión silenciosa. Allí estaban, hinchadas y
omnipresentes: las imponentes cangrejas de mesana y mayor
coronadas por sendas escandalosas, la trinquetilla y los dos foques.
Arreciaba el viento del norte tal y como predijo el capitán, y La
Mameluca mostraba todo su carácter, perfectamente adrizada
gracias al viento de popa y apenas apoyada en las crestas de las
olas.
Fue el viento el que trajo la calma después de las tempestuosas
horas que sucedieron al embarque de Pascal en Marsella. Fue el
viento el que calmó la galerna interior de Roxo que así, mientras
sentía los crujidos del impetuoso corazón de La Mameluca, parecía
feliz.
Pasaron menos de siete horas cuando en plena noche Seis Tetas
reconoció la luz del faro del cabo de Palos y La Mameluca volaba
con rumbo sur-suroeste. Aquello causó una notable desazón entre
la marinería, que había hecho cábalas sobre el destino y concluido
que arribarían al puerto de Cartagena. Al menos habían esperado
una pequeña recalada para pertrecharse y rezar en los conventos
del Molinete.
En Marsella, Roxo había ordenado llevar a bordo diez cajas de
madera de unos 200 kilos que fueron minuciosamente aseguradas
con cabos en una parte cerrada de la bodega de la que sólo el
capitán tenía la llave. Desde el comienzo de la singladura, aquellas
cajas fueron objeto de curiosidad por parte de todos, aunque nadie
tenía arrojos suficientes como para preguntar, aún a pesar del
desasosiego que les causó haber visto que llevaban impreso un
sello con una calavera que coronaba unas tibias cruzadas. Una
mercancía peligrosa que había confirmado la sospecha acerca del
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El horizonte de la Reina
puerto minero de Cartagena; una mercancía valiosa, que por sí
sola justificaba aquella larga travesía; una mercancía ilegal por las
prevenciones que se tomaron cuando fue cargada; una mercancía
lucrativa, porque Roxo nunca aceptaría una que no lo fuera.
Nadie podía dormir, nadie podía dejar su puesto. Eran las órdenes.
El capitán estaba encerrado en la cabina de proa, pero las
constantes idas y venidas de Piero de la Mata confirmaban que
también se mantenía en vela. No estaba dispuesto a desperdiciar
ni un solo instante de aquel viento propicio.
Mantuvieron la fabulosa velocidad de 15 nudos durante otras seis
horas y al amanecer descubrieron que habían perdido de vista la
costa. Gallardo era consciente de que, con el rumbo marcado, el
destino más probable era algún punto en las costas de África. El
doctor subía, preguntaba, y bajaba a dar las novedades a Seis
Tetas. Nada, sólo el mar ocupaba el horizonte a estribor donde
debería estar el perfil ocre del Cabo de Gata o la costa de Almería.
Nadie podía dormir. El primer oficial no había accedido siquiera a
que, como era habitual, Luca reemplazara a Gallardo durante
algunas horas de la noche. La incertidumbre, además, intensificaba
el cansancio hasta el punto de que los marineros empezaron a
maldecir el viento que el día anterior fuera recibido como una
bendición.
Sólo
la
calma
o
la
llegada
a
puerto
podrían
proporcionarles un poco de descanso.
La agotadora rutina se rompió unas cinco horas más tarde. El
capitán había estado utilizando la radio, algo que pareció muy
extraño a los marineros por los recelos que siempre había
mostrado hacía este sistema de comunicación por una especie de
pavor supersticioso a ser localizado. De hecho, La Mameluca no
contaba con un telegrafista, y era el capitán el único que podía
acceder al aparatoso artefacto en el caso de ser necesario lanzar
un mensaje de socorro.
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El horizonte de la Reina
Gas mostaza y oro
Fue el contramaestre el primero en anunciar que a proa se divisaba
una columna de humo. Toda la tripulación, con las excepciones de
Gallardo, Seis Tetas y el capitán, se concentró en las amuras para
descubrir a lo lejos primero la forma de un gran barco; luego un
gran barco de guerra; luego un gran barco de guerra junto a una
isla; luego un gran barco de guerra con bandera española junto a
una isla plana con un faro y altos acantilados.
Era el acorazado Alfonso XIII que permanecía fondeado junto a la
isla de Alborán. En tierra pronto se distinguieron varias figuras
humanas que observaban impávidas el acercamiento de
La
Mameluca.
Por fin, el capitán salió de su cabina y ordenó echar anclas a
menos de un cuarto de milla de la isla. Mandó subir las cajas de la
bodega y lanzar el bote al agua. Gallardo se había unido ya al
grupo de hombres que asistían estupefactos el extraño desarrollo
de los acontecimientos.
– Cousas veredes, exclamó extrañado por el modo en el que el
capitán se comportaba en presencia de aquellos hombres de ley.
Normalmente, la mera intuición de un buque de la armada era
motivo suficiente para que La Mameluca se hiciera invisible.
Las cajas fueron desembarcadas de una en una. Roxo salió en el
primer viaje y se quedó con los marinos que estaban en tierra. En
el bote, Serafín, el Asturiano, Gallardo y Piño se turnaban para
remar y, una vez en la isla, trasladaban la mercancía hasta una
lancha del acorazado.
Así pudieron descubrir que se trataba de
algún tipo de líquido, que se movía con los vaivenes de la estiba.
Fantasearon con la posibilidad de que fuera un vino especial para
el rey, que acostumbraba a viajar en el buque que llevaba su
nombre, o algún tipo de droga para aumentar la eficacia de los
soldados.
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El horizonte de la Reina
Ni una cosa ni la otra. Las cajas portaban frascos de gas mostaza
suficientes para fabricar cien bombas como las que ya habían
utilizado antes los ejércitos de España y Francia contra las
poblaciones del Rif. Sólo que, ahora, oficialmente la guerra había
acabado meses atrás, y este tipo de armas habían sido prohibidas
por el Protocolo de Ginebra hacía un año.
Esa era la razón por la que el capitán había elegido a los hombres
que creía más fieles para desembarcar. Fue a ellos a quienes confió
sus planes cuando regresaron después de cargar en el bote una
mercancía que recibieron de los tripulantes del acorazado. Roxo
llevaba en sus manos una valija con el pago comprometido en
Marsella, donde agentes del Deuxième Bureau le habían entregado
la mercancía y las instrucciones para su entrega.
Se dirigirían al lugar más cercano en España donde poder convertir
aquel dinero devaluado en el resto del mundo en un sistema de
pago aceptable: el oro. En Huelva había personas capaces de
reunir cantidades aceptables de este mineral, de procedencias
incierta, que tenían que vender a un precio muy por debajo de las
cotizaciones oficiales.
Una vez a bordo de La Mameluca, Roxo reunió a toda la tripulación
en cubierta y repartió algún dinero, con la promesa de que en poco
tiempo harían un negocio que les llenaría los bolsillos. Fue una
inyección de optimismo, que se completó cuando McLoughlin
apareció con un barril de aguardiente de hierbas que el capitán
nunca hasta entonces había querido compartir. Chinchulín mató y
cocinó media docena de gallinas de las veinticuatro que habían
embarcado en Francia para proveerse de huevos durante la
travesía.
La cadenciosa luz del faro les acompañó mientras dormían después
de haber estado alerta de forma interrumpida dos días y una noche.
Los que hicieron turnos de guardia vieron cómo la luz se filtraba
desde la cabina del capitán.
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El horizonte de la Reina
Al despertar, el acorazado había zarpado y a ratos se podía
escuchar la voz del farero que hablaba con alguien. Una suave
brisa propagaba por todo el barco el olor al café que el coreano
preparaba en la cocina. Uno a uno se fueron acercando con sus
tanques esmaltados y llenos de desconchones.
Fue Piero de la Pata el que dio las órdenes de levar anclas y zarpar,
y McLoughin las difundió a su manera. Navegaron de través hacia
el oeste. El viento, flojo, seguía soplando del norte.
La Mameluca pasó el Estrecho a la mañana siguiente sin novedad y
todavía tuvo que navegar casi un día más hasta avistar la entrada
de la Ria de Huelva, a cuya boca llegó un día soleado, mediado el
mes de octubre.
Los que no olvidan
Si la tierra hablara contaría historias que abochornarían al hombre.
Por eso nos congratulamos de su silencio, porque de manera
repetida infringimos el sagrado equilibrio que nos une a ella como
el niño que comete travesuras a espaldas de sus padres. Y si no se
respeta ese vínculo qué respeto cabe esperar que guarden entre sí
los hombres.
La Mameluca cabeceaba suavemente en el muelle como si en su
movimiento diera la razón a la queja de esa tierra que no habla. La
imagen no está exenta de lógica. El buque está atracado en las
costas del antiguo Reino de Tartessos, un emporio minero con más
de seis mil años de antigüedad. Desde entonces se han levantado
cien reinos y cien reinos han caído. Pero da igual quién reine el
corazón de los hombres ya que éstos perseveran invariablemente
en abrir la tierra y extraer su riqueza, cada vez más hondo, cada
vez con más hambre de metal.
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El horizonte de la Reina
Y así, mecida por una cortina de silencio, asiente La Mameluca. La
tripulación sabe que, a diferencia de su operación en Alborán, el
mercadeo de Huelva va a ser peligroso ya que está de espaldas a
la ley del hombre. Una ley que en estas tierras se conjuga en
términos de explotación: el amo dispone qué quiere obtener y
cómo quiere conseguirlo y el minero, mal pagado y peor tratado,
hinca la rodilla en tierra y cava más profundo.
Aunque han pasado treinta y ocho inviernos desde el denominado
“Año de los tiros”, un velo de sangre e ignominia sigue presente en
estos pagos. De hecho, cuando Pascal quiere ahondar más en la
historia que se intuye en las vidas castigadas que observa desde la
borda lo único que obtiene son incómodos silencios y miradas
evasivas. Al final, como ya se está convirtiendo en costumbre, la
verdad va saliendo a la luz a modo de retazos cogidos por aquí y
por allá en el universo de limitado infinito que representa La
Mameluca.
De este modo, el joven francés se ve trasladado a 1888, a la época
en la que
los ingleses
-que
siguen dominando
Rio
Tinto-
controlaban no sólo Huelva sino buena parte de España por el aire
que su dinero le había dado a las depauperadas arcas de un país
exhausto por las malas regencias y un largo despertar de fantasías
imperiales.
La Rio Tinto Company Limited gestionaba con diligencia la
extracción del cobre y del hierro (incluso del oro, que aún siendo
poco todavía quedaba) presentes en las entrañas de una tierra que
si pudiera hablar cuántas cosas diría. Y la diligencia de la
extracción sólo se conseguía a base de controlar con mano de
hierro a trabajadores y vecinos y de comprar con guante de seda a
los políticos y a los militares que debiendo velar por el bien de su
gente solamente se mostraban en realidad sensibles al peso de sus
bolsillos.
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El horizonte de la Reina
Las condiciones de trabajo eran extremas. Y los hombres, sin más
alternativa que la delincuencia o la inanición, las encaraban con un
patina de fatalidad en sus rostros. Con todo, su situación todavía
fue a peor cuando los ingleses optaron por métodos productivos
intensivos. De esta manera, para fundir el mineral, se empezó a
utilizar las denominadas teleras, quemas al aire libre que emitían
una enorme cantidad de humo (lo que se daba en llamar la manta).
Y no de un humo cualquiera. Aquellos gases eran tan venenosos
que cuando la manta se hacía especialmente densa la gente no
podía ni salir a la calle. La vida productiva de las minas se
paralizaba como todo su entorno a la espera de que los vientos
fueran lo
suficientemente
dominantes como
para disipar la
humareda.
La tierra no habla pero si lo hiciera su voz no sería más que un
susurro. Y en ese susurro, contaría la historia de los hombres que
se levantaron para reclamar un trato que hasta la más humilde de
las criaturas demandaría como digno. Y de cómo la voz de esos
hombres creció y se convirtió en un rio de protestas. Y de cómo
todos los habitantes del entorno de las minas, todos: mineros,
agricultores, ganaderos… unieron sus fuerzas para exigir el fin de
las teleras.
Si la tierra contara la historia de los hombres lo haría con las
lágrimas de rocío de aquella mañana de hace treinta y ocho años
en la que más de catorce mil personas convirtieron una protesta en
un encuentro comunal. Familias enteras llegaron de todas partes.
Venían precedidas por una banda de música. Más que una acción
de protesta aquello empezó siendo una verbena popular. Pero el
buen
tino
desapareció
con
la
llegada
del
gobernador
civil
acompañado por dos compañías de fusileros (tanta diligencia
sorprendió hasta a sus amos ingleses). No perdieron el tiempo: el
aviso de que se despejara la plaza y las primeras salvas de fusilería
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El horizonte de la Reina
se hicieron todo uno. La gente que estaba más alejada aún tardó
un rato en comprender que no se trataba de petardos pero para
entonces el caos era absoluto, los caídos por herida de bala se
mezclaban con los que simplemente habían sido arrollados por la
multitud en su huida. Hombres, mujeres y niños fueron, por igual,
pasto de la masacre. El Gobierno y la Compañía quisieron ocultar
los hechos. Como los muertos eran muchos se limitaron a reducir
la cifra de caídos. La versión oficial habló de catorce cuando más
de doscientos perdieron la vida.
Con un quejido se resumiría todo, pero no habría de llegar para
llenar el pozo de la opresión. Y los amos ingleses, en una muestra
más de la incongruencia de la historia de los hombres, todavía
echaron más sal a la herida cuando a la mañana siguiente, con el
rocío teñido de rojo sangre, anunciaron que el día de la masacre no
contaría como día de huelga y que, por lo tanto, no se descontaría
del jornal de los mineros.
Metal por vidas; si la tierra pudiera hablar llenaría de palabras la
verdad callada. Los periódicos de la época silenciaron la matanza,
el parlamento español fue fiel a su filosofía de no hacer nada, y la
regencia prefirió seguir hipotecada por el dinero inglés. Así que,
efectivamente, los poderosos, aquellos que supuestamente debían
velar por el bien de los más débiles no hicieron nada.
No lo hicieron entonces. No lo hacen ahora. Treinta y ocho años
después, el pueblo sigue solo en su dolor y en su lucha. Y La
Mameluca, la bella flecha que por viento corta el agua, vuelve a
asentir. Que cada vez que se acerca a estas aguas, siente como se
oprimen los corazones. Y es una opresión que no se pasa con el
tiempo.
Han pasado treinta y ocho años de silencio ignominioso. Al menos
en apariencia, todo hombre que conserva lo que ha de tener
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El horizonte de la Reina
recuerda los nombres malditos de este relato y se asocia en una
conjura universal para desear que los que sembraron aquellos
vientos
acaben
recogiendo
tempestades.
Así
se
maldice
al
gobernador civil de Huelva, Agustín Bravo y Joven, que dio la
orden, al General Pavía que facilitó las tropas y al Teniente Coronel
Ulpiano Sánchez que dirigió la masacre. Todos ellos malditos por
los tiempos de los tiempos. Por ellos y por todos los que como ellos
hacen del lamento del débil un ejemplo de provocación insultante.
Sí, definitivamente, si la tierra pudiera hablar habría de contar
cosas como ésta. Pero la tierra, como todos sabemos, no habla. Y
de hacerlo, no la entendemos que si lo hiciéramos bien distinto que
habría de ser todo. En esto piensa Pascal cuando la historia se
desgrana punto por punto hasta llegar al encuentro de los espíritus
cimarrones que lideraron aquella revuelta del Año de los Tiros y
todas las demás que desde entonces ha habido.
Los que sobrevivieron a la masacre hicieron el juramento de no
olvidar. Volvieron a sus quehaceres cotidianos como si todo lo
sucedido no hubiera sido más que un mal sueño. Se agazaparon
para no ser descubiertos a la espera de volver a levantarse y
devolver golpe por golpe todas las injurias sufridas. Se lo debían a
sí mismos y, sobre todo, a los que con su sangre regaron el sueño
de una tierra de nadie, que de ser de alguien habría de serlo para
quien bien la trabajara y mejor la respetara. El grito callado de los
anarquistas mece el suave balanceo de un barco con destino
incierto. El grito de los que no olvidan reverbera en las colinas que
se alzan en el horizonte: Tierra y Libertad.
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