Presentación a los Entremeses de Miguel de Cervantes

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Alonso Zamora Vicente
Presentación a los Entremeses de Miguel
de Cervantes
2003 - Reservados todos los derechos
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Alonso Zamora Vicente
Presentación a los Entremeses de Miguel
de Cervantes
En 1615 y en Madrid, Miguel de Cervantes publicó sus Ocho comedias y ocho
entremeses nuevos, nunca representados, donde nos encontramos con la primera aparición
en público de las obritas minúsculas y prodigiosas que figuran en la presente edición. El
género, destinado a llenar huecos en las representaciones del teatro «serio», ya tenía su
pequeña historia cuando Cervantes edita sus entremeses y hasta contaba con algunas
personalidades destacadas que lo cultivaban: Quiñones de Benavente, por ejemplo, le había
dado un notorio brillo. La trayectoria literaria venía de Lope de Rueda (1505?-1565), quien
los llamó pasos, voz que fue dejando su sitio a entremés a lo largo del siglo XVI. De una u
otra manera, Cervantes se encuentra con un procedimiento, una actitud artística aceptada
por el público y consagrada en los escenarios. ¿Qué tienen las obritas cervantinas para que
hoy, olvidados poco menos que en su totalidad los demás entremeses, tenaz exposición de
tipos y situaciones, sigan vigentes, interesando, fascinando en ocasiones?
Los entremeses cervantinos han sido admirados sin vacilaciones, siempre. Su calidad
está basada en el doble juego de fantasía y realidad, tan cervantino. Hechos para reír, como
todos sus [8] hermanos literarios, manejan los grandes supuestos de la sociedad
contemporánea, burlándose suavemente, con un último regusto de amargura y desencanto.
Solamente tras la cáscara de la broma podían decirse, en dos o tres ocasiones, los ecos
desengañados que los entremeses (mejor, la voz cervantina) lanzan a la cara del espectador.
Siempre ha llamado la atención la circunstancia de que no fueran representados nunca,
como su autor enuncia en la primera línea de su existencia. Quizá la razón esté en la
novedad que encierran, ese «nuevos» que se desliza en el título. Los contemporáneos se
entregaron a los entremeses consagrados, los que mostraban los tipos más cómicos y
familiares. No creo arriesgado suponer que actores y empresarios se sintieron quizá un poco
recelosos ante el deje crítico de los entremeses cervantinos. No debía de resultar muy
difícil, para algunos de ellos, entrever lo que de queja trascendente se ocultaba, en
ocasiones, detrás de la aparente broma, del lenguaje gracioso y chispeante de los
personajes. En una sociedad decididamente acorde con su circunstancia -la que aplaude el
teatro de Lope de Vega- esas leves insinuaciones, por ligeras que fueren, resultarían,
cuando menos, poco «comerciales». Quizá algo de esto se agazapa, irónicamente, en la
aseveración de Cervantes, escrita en la dedicatoria de la primera edición, dirigida al Conde
de Lemos. Sus entremeses «no van manoseados ni han salido al teatro merced a los
farsantes que, de puro discretos, no se ocupan sino en obras grandes y de graves autores,
puesto que ('aunque') tal vez se engañen». [9]
Desde el punto de vista de la forma, el entremés cervantino responde con cierto rigor al
modelo vigente. Destinados a ser, ya queda dicho, representados entre los actos de la
comedia principal, constan de un solo acto. Los personajes se han de mover, poco menos
que forzosamente, en un círculo de risas y, a veces, de francas carcajadas. Una vez
expuesto y desentrañado el problema o cuestión planteados, se resuelve todo en una viva
escena de bailes, danzas, música o estacazos, recursos que indican al espectador el final de
ese descanso y le arrancan, por su energía, los aplausos y un sabor de contenta satisfacción.
Los personajes, en el entremés usual, son tipos consagrados: el viejo achacoso, gruñón,
celoso; el rufián; el santurrón; el soldado fanfarrón; el vizcaíno, etc. Es decir, el público, a
las primeras palabras cruzadas en la escena, sabe de qué va, sabe a qué atenerse. Como en
todas las obras breves, el autor ha de poner al máximo rendimiento su personal habilidad,
sus recursos, su gracia expresiva, para mantener vivo el interés y llenar cumplidamente el
tiempo y el espacio. Los entremeses de Cervantes, en lo externo, siguen esas pautas con
bastante fidelidad. Es la personal manera de enfocar los problemas y de exponerlos -y la
particular adscripción de algunos de esos problemas a realidades del momento- lo que
distingue y eleva los entremeses cervantinos sobre todo el género.
No podemos fechar con rigor la redacción de los entremeses. Para algunos críticos, El
rufián viudo y La elección de alcaldes de Daganzo han debido ser añadidos a los seis que
Cervantes nos [10] dijo en una ocasión que tenía dispuestos. La razón de tal conjetura se
basa en que son los únicos escritos en verso, etapa indudablemente más moderna y
perfeccionada que la prosa. La cita, en El rufián viudo, de Escarramán, personaje creado y
popularizado por Quevedo en 1612, parece que retrotrae a este año o después la fecha del
entremés. La guarda cuidadosa y El vizcaíno fingido pueden ser de 1611 o muy poco
después, por el recuerdo de determinadas premáticas sobre el uso y abuso de coches y
mantos en El vizcaíno, y por la daración de una cédula de matrimonio, leída en el texto de
La guarda. La cueva de Salamanca cita al bandolero catalán Roque Guinard, también citado
en el Quijote (II, capítulo LXI), lo que coloca al entremés entre 1610 y 1611. El rufián
viudo puede ser fechado aprovechándonos de la existencia de un Escarramán a lo divino,
allí recordada, la cual ha de situarse en 1612. Los demás entremeses presentan diversos
problemas para su fecha, pero, de todos modos, todos son relativamente tardíos, y se
pueden emplazar entre las dos fechas del [11] Quijote: 1605 y 1616. Tampoco creemos que
sea de gran importancia el orden en que figuran en la primera edición (y que respetamos en
la presente).
El juez de los divorcios nos exhibe, jocosamente, varios casos de desavenencia
matrimonial. Una prosa viva y clara nos retrata a los personajes. En algunos trozos, el peso
de las palabras tiene regusto de novela, pero en todas se aprecia el exquisito talento verbal y
expresivo de Cervantes. La falta de acción real en el entremés es sustituida con ventaja por
la gracia de las situaciones narradas. La danza y canto finales nos vienen dados por unos
malcasados a los que el juez, excelente aplazador de los problemas, ha logrado reconciliar.
El rufián viudo, escrito en endecasílabos sueltos, nos lleva al mundo picaresco de
Rinconete y Cortadillo. En él nos encontramos con Trampagos, rufián que ha perdido a su
amante, la Pericona, y que con palabras de solemne gravedad, [12] lamenta la desaparición
de su fiel colaboradora y amiga. Oímos un intento de planto, de la mejor tradición literaria,
mutilado en sus comienzos por la aparición de colegas de oficio y por los acordes burlescos
del criado, Vademécum, cuyas ocurrencias se encargan de ir destrozando, en un pintoresco
ritmo de contrastes, los puntos de solemnidad y doblez de los presentes. La llegada de esos
colegas y de otras busconas, que pretenden sustituir a la muerta en el corazón del viudo
Trampagos, redondea el corto y delicioso tejemaneje. La presencia de Escarramán puede
interpretarse, en este entremés, como un homenaje a Quevedo (sugerencia apoyada por el
tono general de la obrita), por quien Cervantes sintió verdadero afecto y profunda
estimación.
La elección de alcaldes de Daganzo también, como el anterior, está en verso. Ya el
contraste se inicia violentamente entre las permanentes vulgaridades de los rústicos y la
andadura solemne del endecasílabo. El desajuste se logra muy adecuadamente, valga la
paradoja. En el entremés, sin apenas movimiento, nos enseña Cervantes mucho sobre
ciertos aspectos de la realidad social de España. Producen una extraña mezcla de pena y
desasosiego avergonzado esos hombres que pretenden ser alcaldes. La sátira nos va
creciendo entre las manos, hasta dejarnos presos de un asombro disculpador, clarificador.
Humillos (más adelante volveremos sobre los nombres que Cervantes regala a sus
personajes) quiere ser alcalde sin saber leer ni cosa que lo valga:
BACHILLER
¿Sabéis leer, Humillos?
HUMILLOS
No por cierto, [13]
ni tal se probará que en mi linaje
haya persona de tan poco asiento
que se ponga a aprender esas quimeras
que llevan a los hombres al brasero
y a las mujeres a la casa llana.
Leer no sé, mas sé otras cosas tales
que llevan al leer ventajas muchas.
BACHILLER
¿Y cuáles cosas son?
HUMILLOS
Sé de memoria
todas cuatro oraciones, y las rezo
cada semana cuatro y cinco veces.
RANA
¿Y con eso pensáis de ser alcalde?
HUMILLOS
Con esto, y con ser yo cristiano viejo
me atrevo a ser un senador romano.
Antes estas afirmaciones, y otras parecidas (especialmente la de «cristiano viejo»), de
otro pretendiente, surge la exclamación aclaratoria:
«¡Raras habilidades para ser alcalde,
necesarias y muchas...».
Realmente, Cervantes nos hace meditar en silencio sobre innúmeras situaciones de
nuestra vida pública, a las que podríamos aplicar sin gran esfuerzo esa frasecilla
ligeramente amarga.
Igual que vemos a este Humillos totalmente inadecuado a lo que pretende, confundiendo
gravemente las fronteras de la creencia con las de la [14] vida pública, pasa con los demás
candidatos, Cervantes pone en su sitio al sacristán: al César lo que es del César, y al
sacristán lo suyo. Lugar y opinión que Cervantes ha repetido en diferentes lugares y en
diversos tonos. Y así sucesivamente. Un anhelo de colocar a cada hombre en el hueco para
el que vale, por vocación o por preparación, es lo que se desprende de la idea cervantina y
hace que lo que empezó por una pura diversión, por un ratito de ameno pasatiempo, el
entremés, se vista súbitamente de ensombrecida profecía.
La guarda cuidadosa es uno de los más divertidos y tenidos en cuenta en la actualidad.
Un soldado y un sacristán de poca monta se disputan una linda criadita, Cristina, pícara y
afectadamente bobalicona. El soldado, «guarda cuidadosa», muy cuidadosa, vigila la calle
de Cristina para ahuyentar a los posibles galanes. Mientras él esté allí, no ha de pasar nadie.
La llegada de varias personas (un santero, un zapatero, un buhonero, finalmente el propio
señor de Cristina), provoca situaciones pintorescas, llenas de vida y de dobles sentidos, al
ser espantados por el centinela amoroso. La moza, al fin, se decide por el sacristancico,
como más prometedor. Uno y otro tipo, Cervantes ha logrado distinguirlos de los
personajes tópicos, repetidos, el del soldado maltrecho y harapiento, frustrado en sus
apetencias heroicas en un mundo antiheroico, y el del clérigo o seudoclérigo que no hace lo
que su profesión y estado le obligan a hacer. El dilema se ha puesto en relación con la ya
medieval disputa entre armas y letras. Aunque esa vinculación [15] sea verdadera, la
exquisita creación cervantina supera en mucho toda temática escolar o retórica. La guarda
cuidadosa es una deliciosa página arrancada a realidades concretas. Y el lenguaje empleado
es sencillamente el personaje máximo, repleto de picardías, de gracia, de la solemnidad
necesaria y del atinado desgarro apasionante.
El vizcaíno fingido, también gracioso episodio muy a lo Lope de Rueda, no ofrece
intenciones satíricas: un par de tunantuelos deciden estafar a una ramera, aprovechándose
de su condición -que no le permitirá ser escuchada por la justicia, caso de que a ella
acudiere-. La simulación del vizcaíno y la psicología de las mujeres son dos excelentes
logros de dramaticidad. La posible complicidad que despertaría en el hombre de la época la
estafilla -muy conocida- y la presencia de los tipos -vizcaíno y prostitutas, utilizadísimosqueda ampliamente superada por la extraordinaria eficacia de los parlamentos cervantinos,
la acertada dosis de insinuación o de declaración patente que los personajes hacen de sí
mismos.
El retablo de las maravillas es la más lograda fusión de verdad, la verdad circundante, y
la más desenfrenada fantasía, fusión envuelta en una dramatización perfecta y en un
lenguaje extraordinariamente vivo y eficaz, ya de por sí solo una espléndida obra de arte.
Es muy posible que Cervantes conociera el ejemplo XXXII de El de Lucanor, donde ya hay
el tapiz mágico que enseña lo que no puede ser visto por los bastardos. También se ha
apuntado una lejana [16] relación con Til Eulenspiegel. Pero Cervantes ha sabido ampliar
las posibles fuentes (o su sentir tradicional, folklórico) a una realidad de la sociedad
española: el problema de la limpieza de sangre. La honra, la opinión, para un español medio
de ese tiempo dependía, en gran parte, de que no se sospechara que en sus antepasados
pudiese haber sangre mora o judía. La amenaza de la casta triunfadora, la cristiana,
victoriosa tras los largos siglos medievales, pesaba constantemente sobre un vivir crítico,
que producía amarguras sin número. Asistimos en el corto prodigio del Retablo a la gran
preocupación hispánica, resuelta, en este caso, en quiméricas danzas, en hipocresía, en
estulticia, en pasmosa exhibición de alicortos prejuicios. Todos aquellos labriegos, incultos
y pedantuelos, que se creen en posesión de su «enjundia de cristianos viejos», son
zarandeados grotescamente por dos charlatanes (o mejor, por Cervantes) desde el lado de la
creencia y de la conducta. Y materialmente lo son por el malhumorado furriel, quien, de
una vez por todas, [17] limpia a cintarazos la escena española de un ridículo y trasnochado
prejuicio: el de que los cristianos nuevos son naturalmente cobardes. Más al vivo aún queda
esta nueva actitud cuando uno de los «cristianos viejos», oficialmente valiente y animoso,
gasta su valentía atacando, con muy poca caridad y con discutible valor, al esmirriado
rabelín. (Por cierto, este músico es de pocas cualidades y no poca soberbia, pero, eso sí, de
solar conocido: «-¡Qué buenas cualidades para ser músico!-», nos vuelve a apostillar
Cervantes.) Nunca ha sido vapuleada una sociedad atestada de prejuicios como lo ha sido la
española en esta breve y delicadísima pieza teatral.
La cueva de Salamanca nos escenifica la burla que sufre un marido por parte de su
hipócrita mujer y la criada de ésta, en connivencia con una vecina. Se ha citado como
posible ascendiente una novelita de Mateo Bandello. Como ya es hábito en Cervantes, los
personajes se retratan excelentemente por su prodigioso lenguaje -lenguaje que exige la
recitación, el gesto, el oportuno acento-. La presencia de un estudiantón, cuyo ingenio salva
la comprometida situación, redondea el asunto. El estudiante, que ha sido de antemano
sobornado por las mujeres para que guarde el secreto de lo que allí se está tramando, invoca
sus conocimientos de magia, adquiridos en Salamanca, en la cueva en la que la tradición ya
colocaba al famoso Marqués de Villena, y convierte, pasajeramente y con resultados, en
diablos a los compinches de la juerga, cosa que el marido, bastante bobalicón, acepta de
inmediato, [18] sin la más pequeña sospecha. La risa brota caudalosamente, y la
exculpación de la trampa, benevolencia y entendimiento aunados, no se descuida en
aparecer.
El viejo celoso nos presenta, llevado al breve término del entremés, el tema de la novela
ejemplar El celoso extremeño. Como era de esperar, por las condiciones mismas de la
obrita teatral, los personajes aparecen reducidos en número, y las complejidades internas,
tan ricas y variadas, de la novela, surgen aquí simplificadas, encarriladas a la solución
cómica, por cierto muy lograda y un sí es no es procaz y escandalosa. Quizá el mayor logro
de la obrita sea la incertidumbre, la poderosa ambigüedad que nos despierta el desenlace. El
galán, cuyas excelentes dotes personales grita la irritada esposa detrás de una puerta a su
propio marido, desaparece con excesiva prontitud. No sabemos si el adulterio se ha
consumado o si, por el contrario, estamos asistiendo a una broma sangrienta, usada por la
mujer enclaustrada, para vengarse del celoso y ridículo marido. De todos modos, la viveza
de los diálogos, la acritud y ambivalencia de ciertas situaciones, hacen de este entremés una
deliciosa obra maestra, donde Cervantes pone de manifiesto la torpeza social de los
matrimonios entre personas de muy distinta edad. Y de paso, es uno de tantos ataques
cervantinos a la hipocresía de la conducta social. [19]
Los entremeses cervantinos se apartan notoriamente del camino que el género iba
recorriendo. Cervantes se aleja decididamente de ese rumbo, igual que hace en los hitos
más destacados de su restante creación literaria. Una sombra desencantada, de reflexión, de
anhelo de perfeccionamiento, sobrenada de la risa, de la riqueza de los diálogos y de las
situaciones, llevada a realidades concretas del contexto humano en que vive la sociedad
contemporánea, pero, eso sí, sin perder de vista el truco literario, la mentira artísticamente
aceptada por público y lectores. El matrimonio desigual, la vida del hampa (caricatura de la
seria), el torcedor de la limpieza de sangre, la obsesión por la fama y la honra
(estrechamente ceñida a la fidelidad femenina), los modos poco aceptables de la
administración, etc. Todo aparece envuelto en el cegador deslumbramiento de la broma o
de la ironía, una ironía que nunca llega a ser desolada y caricaturesca, como podría ser en
Quevedo, sino que se despliega disculpadora desde un principio. Una gran sonrisa cómplice
llama a la conciencia de los que pueden entender el desacuerdo subyacente.
Verdaderamente fascinante es la lengua que Cervantes utiliza. El ambiente social se
refleja abierta y apretadamente en los diálogos. La realidad cortesana se entremezcla de
cultismos, frases latinas y recuerdos literarios para anudarse en formaciones momentáneas
con frases hechas [20] o proverbiales, refranes, etc. Lengua de la calle, en una palabra. Las
prevaricaciones idiomáticas o los arcaísmos surgen en boca del rústico que, a su vez, se
deja seducir por el portento de las palabras superiores, palabras a la latina o jurídicas. En
fin, un acierto extraordinario, esa lengua que, al ser hoy leída o representada, palpita junto a
la nuestra con resonancias calurosamente cercanas, análogas a las que cualquiera situación
de alcance o elementos parecidos exigiría hoy.
Otro gran acierto de Cervantes, muy poco tenido en cuenta, son los nombres que da a
sus personajillos. La crítica, que por lo general mira tan escrupulosamente los nombres que
puedan indicar un ascendiente latino o italiano, etc., (Pancracio, en La cueva de Salamanca;
Pancrazio en la novela de Bandello, etc.), no se ha detenido, a lo que pienso, en algunos
nombres tan significativos como los de El retablo de las maravillas. Las autoridades se
llaman Benito Repollo, o Juan Castrado, o Pedro Capacho. Repollo o capacho aún siguen
empleándose en el habla popular como extremos comparativos de poco talento, estulticia,
[21] etc., y lo mismo ocurre con capacho. Esas autoridades están destinadas a no entender
jamás cosa alguna, a no hacer nada a derechas. Pero lo más llamativo es el caso de Juan
Castrado y de su hija Juana Castrada. ¿Dónde, dónde estará la vía legítima que exige el
retablo para ser vistas sus incomparables figuraciones? ¿No hay en esos Castrados una
ironía muy significativa? Bastará para verla manar escandalosamente, con suprimir la
mayúscula, igual que con los anteriores capacho o repollo. La diana a que apunta Cervantes
es diáfana. La voluntad deformadora, burlesca, dentro de un único recurso idiomático, se
agudiza si concentramos nuestra atención en la genealogía del legítimo = limpio, hijo de un
Antón Castrado y de una Juana Macha. Con esa ascendencia, el hombre cegado por los
prejuicios de casta puede muy bien ponerse «a pie quedo delante del retablo». (Existía la
creencia de que sólo los labriegos eran de sangre limpia.) Naturalmente, está dispuesto a
ver, oír, tocar y cuanto fuere necesario, aquello que Chirinos (¡nombre de converso!) quiera
hacer brotar de su retablo, secundado por la labia taimada de Chanfalla (chanfaina,
chanfalla, chafana, son todavía nombres populares de un guiso a base de carne de cerdo, en
lugares del mediodía de España -cerdo, la carne prohibida por razones religiosas-).
Esta voluntad de dar con el nombre algo de lo que ese mismo nombre encubre surge
aquí y allá con perfiles burlescos, admonitorios. ¿Es que cabe alguna duda, entre el habla
corriente, sobre la profesión de una mujer a quien se le llame Pericona, como la fallecida
mujer de Trampagos? ¿Es que la Mostrenca no encierra una clara alusión [22] a la
ocupación de la mujer? ¿Por qué se llama Pezuña al bachiller en La elección de alcaldes de
Daganzo? ¿No es significativo que quiera ser autoridad el ignorante Humillos? ¿Cuántas
frases existen o podemos hacer a base de humo, humos, etc., para designar al presuntuoso y
ensoberbecido? Ah, pero, quede claro, son cristianos viejos, y rezan, y están de acuerdo con
una sociedad que a Cervantes le parece, en cambio, perfectible y renovable.
Los entremeses cervantinos, publicados en 1615, presentan ese mismo año tres
variantes, con mínimas diferencias. No fueron vueltos a editar hasta mediado el siglo
XVIII. Después, ya en el siglo XX, han sido varias las ediciones anotadas que han ido
apareciendo. (Schevill-Bonilla, Herrero García, F. Yndurain, E. Asensio y otros.) La
presente edición sigue el texto establecido por Schevill-Bonilla, con alguna ligera variante
de puntuación.
Hemos dejado fuera de nuestro texto, voluntariamente, los entremeses que, por diversas
razones y caminos, le han sido atribuidos a Cervantes. No hay argumentos convincentes
para tal atribución, lo que no va dicho en demérito de las obritas. Alguna, como el entremés
de Los habladores es de excelente corte. Pero hemos creído más justo dejar a Cervantes en
la soledad en que su producción se fue desenvolviendo. Ahí [23] están sus entremeses, que
si nunca fueron representados en vida del autor, lo han sido mucho después de muerto, y lo
seguirán siendo, siempre admirables, siempre guiadores.
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