Catalina Tomás, Santa

Anuncio
Catalina Tomás, Santa
Santoral / Santoral
Por: José María Pérez Lozano | Fuente: Mercaba.org
Religiosa
Martirologio Romano: En la ciudad de Palma, en la isla de Mallorca, en España, santa Catalina Tomás, virgen, que, habiendo ingresado
en la Orden de Canonesas Regulares de San Agustín, destacó por su humildad y la abnegación de la voluntad († 1574).
También es conocida como: Catalina Thomàs (en ortografía mallorquina antigua)
También es conocida como: Catalina de Palma
Breve Biografía
Sí alguna vez van ustedes a Mallorca, será obligado que visiten Valldemosa. El turismo se basa, por desgracia, en lo espectacular. Y
así, les enseñarán la Cartuja, con sus celdas, y aquellas donde vivieron el pobre Federico Chopin y la escritora George Sand una bien
pobre aventura humana. O en La Foradada, la mancha de humo de aquella hoguera que encendió Rubén Darío, cuando quiso hacer
una paella junto al mar. Salvo que ustedes pregunten, nadie o casi nadie les hablará de Catalina Thomás, aquella "santita mucama",
como la llamó un escritor viajero español.
Pues allí, en Valldemosa, nació la chiquilla. En 1531, según unos historiadores. O en 1533, según otros. Hija de Jaime Thomás y
Marquesina Gallard. Y desde su niñez, la leyenda dorada que acompaña piadosamente a los santos con milagros candorosos y
prodigios extraños.
Las biografías de Catalina Thomás recogen un sinfín de estos datos que muestran que la Santa tuvo, ya en vida, una admiración popular
fervorosa: mientras recoge espigas, Catalina recibe la visión de Jesús crucificado. Otra vez, huyendo de una fiesta popular que no le
gustaba, es Nuestra Señora misma quien baja a decirla que está escogida por su Hijo. Hasta prodigios candorosos: una vez, llorando
arrepentida por haber deseado unos vestidos como los de su hermana, dice la tradición que Santa Práxedes y Santa Catalina mártir
—que será siempre fiel protectora suya— bajan del cielo para consolarla.
Pocos prodigios tan poéticos, tan bellos como el de aquella noche en que, al despertarse, vio Catalina la habitación inundada de una luz
hermosa y clara. Era la luz blanca, azulada, del plenilunio. Catalina piensa que está amaneciendo y se levanta a por agua a una cercana
fuente. Estando allí, dieron las doce de la noche en la Cartuja y luego la campana que llamaba a coro a los frailes del convento. Catalina
se asusta entonces, al encontrarse perdida en aquella noche de luz tan misteriosa. Como es una chiquilla, empieza a llorar. Y San
Antonio Abad, dicen, bajó del cielo y la tomó de la mano para llevarla a casa.
Catalina va a conocer una gran amargura muy joven. A los tres años murió su padre. Ella se puso a rogar por su alma y un ángel vino a
decirle que estuviese contenta, porque su padre estaba en la gloria de Dios. Cuatro años más tarde, tenía siete la chiquilla, se le aparece
su madre:
"Hija mía, acabo de expirar en este mismo momento. Estoy esperando tus oraciones para entrar en la gloria." Y tres horas más tarde,
Catalina recibía el consuelo de que su madre estaba en el cielo. Huérfana, Catalina fue recogida por unos tíos suyos, quienes la llevaron
al predio "Son Gallart". Durante once años, Catalina vivió en aquella finca, a seis o siete kilómetros de Valldemosa. Es éste un momento
duro para Catalina, pues la ausencia de Valldemosa significa dificultad para ir al templo, para oír misa y para las prácticas religiosas en
la casa de Dios. Los domingos, al fin, podía asistir a misa en el oratorio de la Trinidad. Es aquella zona donde los eremitas buscaban la
paz de Dios frente a la paz de aquel mar inolvidable; frente a esos crepúsculos de Mallorca en los que el sol parece incendiar finalmente
las aguas, teñirlas de rojo o, cuando está en lo alto, revela desde la cornisa valldemosina, el fondo limpísimo del mar.
Pero Catalina no tenía mucho tiempo para la contemplación poética. Una finca como "Son Gallart" exige mucho trabajo. Hay en ella
muchos peones, y ganado, y faenas de labranza que realizar. Catalina es una muchacha activa. Ya es la criadita. Va a donde trabajan
unos peones a llevarles la comida de mediodía, trabaja en la casa, fregando, cosiendo, barriendo; guarda algún rebaño cuando lo manda
tío Bartolomé. Y tiene siempre buen semblante, sonrisa a punto, corazón abierto.
Aparece entonces en la vida de Catalina un personaje importante y muy decisivo. Uno de aquellos ermitaños, el venerable padre
Castañeda. Es un hombre que ha abandonado el mundo buscando la total entrega de su alma al Señor. Vive en las colinas y de limosna.
Un día pasa por el predio a pedir y Catalina le conoce. Surge entre ambos una corriente de simpatía y de afecto. Recomendada más
tarde por Ana Más, Catalina va a visitar al padre Castañeda al oratorio de la Trinidad. Catalina se le confía: ella quiere ser religiosa. A la
segunda entrevista, el padre Castañeda está convencido. La dirección espiritual del religioso hará todavía un gran bien a la muchacha.
Pero entonces empieza un largo episodio: el de las dificultades.
Los tíos, al saber la vocación de su sobrina, se oponen decididamente. Por aquellas fechas, una muchacha valldemosina, que había
ingresado en un convento de Palma, se sale, reconociéndose sin verdadera vocación. Es, pues, mal momento político para que nadie
ayude a Catalina. Por otra parte, Catalina era una muchacha guapa y muy atractiva. Es natural que muchos jóvenes de los alrededores
se fijaran en ella con el deseo de entablar relaciones y casarse. Catalina espera pacientemente. Y otra dificultad llega. El padre
Castañeda decide marcharse de Mallorca.
Catalina se despide de él con una sonrisa misteriosa. No, el padre se irá, pero volverá, porque Dios quiere que él sea su apoyo para
entrar en el convento. Efectivamente, el barco que llevaba al religioso sale de Sóller con una fuerte tormenta que le impide llegar a
Barcelona. Y regresa de nuevo a Valldemosa. El religioso ve que la profecía de la muchacha se ha cumplido y decide ayudarla
plenamente. Va a hablar con los tíos y los convence. Catalina se marcha a Palma, para ir realizando las gestiones previas a su ingreso
en un convento. Y, en tanto, se coloca como sirvienta en la casa de don Mateo Zaforteza Tagamanent y, en concreto, al servicio de una
hija de este señor llamada Isabel. Las dos muchachas se cobran un fuerte cariño. Isabel la enseña a leer, escribir, bordar y otros
trabajos. Catalina da más; Catalina habla de Dios, permanentemente, a Isabel. Y lleva una vida tan heroica, tan mortificada, que cae
enferma. Los señores y sus hijos se turnan celosamente junto al lecho de la criada. Como si la criada fuese ahora la señora y ellos los
honrados en servirla.
Y llega el momento de intentar, ya en serio, el ingreso en alguno de los conventos de Palma. El padre Castañeda los recorre, uno tras
otro. Hay un grave inconveniente: Catalina carece de dote. Es totalmente pobre. Pero estos conventos son también necesitados. No
pueden acoger a una aspirante que no traiga alguna ayuda... Convento de Santa Magdalena, de San Jerónimo, de Santa Margarita...
Las noticias que el padre va llevando a Catalina son descorazonadoras. Catalina se refugia en la oración. Y reza tan intensamente que,
cuando ya todo aparece perdido, los tres conventos a la vez, interesados por la descripción que de la joven les ha hecho el religioso,
deciden pasar por alto el requisito de la dote. Y los tres conventos están dispuestos a admitir a Catalina Thomás.
Una tradición representa a Santa Catalina, sentada en una piedra del mercado, llorando tristemente su soledad. Y en aquella piedra,
según la misma tradición, recibe Catalina la noticia de que ha sido admitida. Aún se conserva esta piedra, adosada al muro exterior de la
sacristía, en la parroquia de San Nicolás, con una lápida —colocada en 1826— que lo acredita. Catalina, entonces, decide ingresar en el
primero de los tres conventos visitados, el de Santa Magdalena.
A los dos meses y doce días de su ingreso, Catalina toma el velo blanco. Media ciudad de Palma, con su nobleza al frente, acude al
acto, pues tanta es ya la fama de la muchacha. Enero de 1553.
Los años que vive Catalina en el convento palmesano serán casi ocultos. Pero como es tan difícil que la santidad pueda estar bajo el
celemín, toda la ciudad acude a verla, a consultarle sus problemas, a encomendarse a sus oraciones, a pedirle consejo... Ella se resiste
a salir al locutorio, se negaba a recibir regalos y cuando tenía que recibirlos, los daba a las demás monjas. Practicaba la pobreza, la
obediencia, la castidad, siempre en grado heroico. La prelada decidió un día someterla a una prueba bien dura. En pleno verano, le
ordenó que se saliese al patio y estuviera bajo el sol hasta nueva orden. Catalina no dice una sola palabra: va al lugar indicado y
permanece allí varias horas, hasta que la superiora, admirada de su fortaleza, la manda llamar.
Catalina crece en amor y sabiduría. Sus éxtasis son cada vez más frecuentes e intensos. Algunos duran hasta días. En su celda se
conserva aún la piedra sobre la que se arrodillaba y que muestra las hendiduras practicadas por tantísimas horas de oración en hinojos.
Aunque ella procuraba ocultar, por humildad, estos regalos de Dios, era natural que sus hermanas se enterasen. Y la fama crecía.
Un día, Catalina recibe el aviso de Dios. Diez años antes de su muerte, supo cuándo sería llamada por el Señor. Y estuvo esperando
ansiosamente este momento. La Dominica de Pasión de 1574, el 28 de marzo, Catalina entró en el locutorio donde estaba una hermana
suya con una visita. Iba a despedirse —dijo—, pues se marchaba al cielo. Y efectivamente, al día siguiente, después de comulgar en
éxtasis, mandó llamar al sacerdote porque se sentía morir. Los médicos dijeron que no la encontraban grave, pero el sacerdote acudió y
apenas recibidos los sacramentos, mientras la superiora rezaba con ella las oraciones, tras haber pedido perdón a la madre y a las
hermanas, cayó en un éxtasis al final del cual entregó su alma a Dios el 5 de abril.
Lo demás, vendría por sus pies contados. El proceso de beatificación, la beatificación, el proceso siguiente y por fin la gloria de los
altares. Con una particularidad. El fervor popular por Santa Catalina Thomás iría creciendo y manteniéndose de tal modo que, aunque
ella murió en 1574, la beatificación se dicta —por Pío VI— en 1792 y la canonización —por Pío XI— en 1930. El cuerpo de Catalina
Thomás se ha conservado incorrupto.
La vida de esta muchacha mallorquina es, ya lo decimos, un distinto camino de la santidad, Una santidad vivida con impresionante
sencillez, con rotunda eficacia. Una santidad hecha de la elevación de la virtud al grado heroico. Y, al mismo tiempo, una santidad
popular. En el alma de Mallorca sigue bien recio el amor por su santita criada, su santita pastora, su santita monja. Aunque el turismo no
muestre su itinerario, está en el corazón de los mallorquines.
En Valldemosa se la festeja durante dos días, 27 y 28 de Julio. El Martirologio romano la recuerda el 5 de Abril.
Descargar