Centro Chiara Lubich Movimiento de los Focolares 1 (Transcripción

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Centro Chiara Lubich
Movimiento de los Focolares
www.centrochiaralubich.org
(Transcripción)
La Coruña (España), 17 de agosto de 1989
IV Jornada Mundial de la Juventud
Chiara a los jóvenes españoles:
"Testimonio sobre Jesús-Vida"
Queridísimos jóvenes, (aplausos)
Perdonad si no hablo vuestros idiomas, pero sin duda nos entenderemos igual. (Aplausos) Así
pues, por favor, quizás que aplaudamos sólo al final, si no se hace demasiado largo ¿no os parece?
Entonces ¿qué quisiera deciros? Os quisiera contar un testimonio sobre Jesús-Vida.
Jesús-Vida. La vida. ¿Qué es la vida? La vida es un misterio. Verdaderamente la conoce Dios que
la ha creado.
Si nosotros la miramos desde fuera, observamos que la vida es algo que no se detiene, se va
desarrollando; no está parada, se mueve; que, aunque tiene alguna parada, se recobra y crece; que contra
cualquier obstáculo sale victoriosa: que se difunde, invade, estalla.
Entonces, si las cosas están así, qué otro testimonio os puedo dar yo sobre Jesús-Vida, la Vida, si
no aquel del cual he sido testimonio desde hace tantos años, cuando era joven como vosotros, 19 años,
después 23, cuando empecé.
Tenía, en realidad, 23 años y mis amigas eran aún más jóvenes que yo. Estábamos en Trento,
nuestra ciudad natal, en la alta Italia, y la guerra se recrudecía y lo destruía todo.
Cada una de nosotras tenía sus propios sueños, sus propios ideales, pequeños ideales de chicas
jóvenes. Había una que esperaba que su novio volviese de la guerra. Otra quería construir una bella casa,
porque sentía una gran estima por aquella casa. Otra -era mi caso- quería terminar los estudios de
filosofía. Pero aquel novio no volvió, aquella casa se derrumbó bajo las bombas, y yo no pude acabar mis
estudios, porque la guerra me lo impidió.
Parecía realmente que todo se desvanecía. ¿Qué hacer? En la desolación general que la guerra
traía, afloró un interrogante en nuestra mente ¿habrá un ideal que ninguna bomba pueda derrumbar? Y
enseguida una luz: sí, un ideal existe. Por él podemos verdaderamente gastar nuestra vida. Este ideal es
Dios. Decidimos entonces hacer de Dios el ideal de nuestra vida.
Y Dios se manifestó, en cierto modo a nosotras, durante el odio de la guerra, por lo que realmente
es: Amor. Dios ama, Dios nos ama, Dios nos amaba. Hicimos de Él el ideal de la vida.
Pero queríamos saber cómo comportarnos para ser coherentes con este gran ideal y comprendimos
que teníamos que encauzar nuestra vida de una manera nueva: no haciendo nuestra voluntad, si no la de
Dios, que es amor, abrazando minuto a minuto su voluntad. También Jesús había armado al Padre
haciendo la voluntad del Padre.
Y nos hemos puesto. Hemos empezado. Pero la guerra era despiadada y podía llevársenos de un
momento a otro. Pensad, las bombas caían también encima de nuestro refugio. Entonces pensamos,
aunque tal vez haya sido Dios quien nos lo ha sugerido: ¿existirá una voluntad de Dios que le guste a Él
especialmente? ¿Que le tenga una especial estima, por la cual vale la pena gastar la vida y, en caso que
muriésemos ahora y nos presentásemos a Él, le encontraríamos contento de que hubiésemos hecho esta
elección?
Y al instante comprendimos que en el Evangelio había una palabra que Jesús llama «suya» y
«nueva». Era, justamente, el mandamiento nuevo de Jesús: «Amaros mutuamente como yo os he armado.
Nadie tiene un amor más grande que aquel que da la vida por sus amigos».
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Entonces nosotras nos pusimos en círculo -éramos siete, ocho muchachas-, nos pusimos en círculo
y, mirándonos la una a la otra, dijimos: «Yo estoy dispuesta a morir por ti». La otra: «Yo estoy dispuesta
a morir por ti». «Yo por ti». «Yo por ti». Todas por cada una.
Y empezamos este nuevo estilo de vida, el estilo del mandamiento nuevo, dispuestas a morir: por
lo tanto dispuestas a dar incluso las pequeñas cosas que teníamos, dispuestas a estar por la noche un poco
en vela para estar al lado de una enferma que estaba en cama, prontas a ceder un poco de pan, a ceder un
vestido, porque estábamos dispuestas a morir la una por la otra.
Y ha sido una aventura extraordinaria porque, con el amor, Dios viene en medio nuestro. Donde
está la caridad y el amor, allí está Dios. Y Dios se manifestaba. Y nosotras sentíamos en nuestro corazón
una alegría que no habíamos sentido nunca. Teníamos una luz para ver el por qué de la vida, que nunca
habíamos tenido. Teníamos un ardor y una fuerza que no habíamos sentido nunca. Antes éramos débiles,
después éramos fuertes. Era Dios en medio nuestro quien nos daba aquella fuerza.
Pero, justamente porque teníamos Jesús en medio nuestro, porque teníamos a Dios en medio
nuestro, precisamente por esto teníamos entre nosotras aquello que Jesús llama la unidad, realizábamos
verdaderamente la unidad. Y en la unidad, se sabe, sucede un fenómeno extraordinario que yo os deseo a
todos vosotros: se siente la presencia de Jesús en medio nuestro, porque Él dice: «Donde dos o tres están
unidos en mi nombre, yo estoy en medio de ellos». Y comprendéis, queridísimos jóvenes, que con Jesús
todo es posible. (Aplausos)
Recuerdo que a menudo íbamos a los refugios, de noche y de día, y no podíamos llevar nada de lo
que teníamos, sólo un librito, el Evangelio. Y lo abríamos a la luz de una vela y leíamos palabras que
habíamos escuchado muchas veces, pero, no sé por qué, una luz las iluminaba y nos parecían nuevas,
revolucionarias, únicas y universales, hechas para todos.
Por ejemplo, la primera que leímos recuerdo que fue ésta: «Cualquier cosa que hayas hecho al más
pequeño de mis hermanos, me la has hecho a mí». Entonces salíamos del refugio a ponerla en práctica
enseguida. El más pequeño, cualquier hermano que encontrábamos, era Jesús: «Me lo has hecho a mí»,
era Jesús. Y nosotros hacíamos cualquier cosa para ayudar aquel pequeño.
Después otras palabras... Naturalmente entonces eran tiempos de guerra y había heridos, habría
enfermos. Y nosotras nos dedicábamos a todos ellos.
Otra palabra que se ha puesto de relieve era: «Ama el prójimo como a ti mismo». Entonces
comprendimos que no bastaba amar solamente a los enfermos, a los pobres, a los inválidos, era preciso
amar a cada prójimo, a todos aquellos que teníamos cerca. Y les teníamos que amar cómo a nosotros
mismos. Y nos lanzábamos a vivir el Evangelio.
Y, naturalmente, amando, era preciso tener alguna cosa que dar... Pero... el Evangelio nos decía:
«Dad y se os dará». «¿Queréis tener muchas cosas? Dad. No pidáis. Dad». Así pues, aquellas pocas cosas
que teníamos las dábamos. Y llegaban muchas cosas y recuerdo mi pasillo, el de mi casa, lleno de sacos,
de paquetes, de maletas, de cosas. Y salíamos a la calle a darlas a los pobres, que entonces había muchos,
y también a todos aquellos que tenían necesidad. Y «Dad y se os dará» y como más dábamos, más
retornaba. Era una maravilla, parecía como vivir en el milagro. Aquellas promesas que Jesús había hecho,
por ejemplo: «Dad y os será dado», u otras promesas como: «Buscad primero el reino de Dios (que
quiere decir buscad a Dios, haced aquello que Dios quiere) y el resto llega por añadidura»...: llegaba,
llegaba, llegaba de todo. Y estas promesas se verificaban y -repito- parecía estar viviendo en el milagro.
Recuerdo una pequeña cosa que os puede servir a vosotros jóvenes. Encontramos un pobre y nos
dijo: «Necesito un par de zapatos del número 42». Entonces fuimos a una iglesia y le dijimos a Jesús:
«Jesús, tú, en el pobre, necesitas un par de zapatos número 42: y por lo tanto dánoslos». Salimos por la
puerta de la iglesia y había una señora: «¿Necesitan un par de zapatos número 42?».
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Comprendéis que el Señor existe.
Nosotras sabíamos que el Evangelio es verdadero, pero entonces lo vimos. Y ha sido fascinante y
ha arrastrado un montón de personas: antes éramos sólo muchachas, después vinieron los chicos. Y
pensad que poco después, más o menos dos meses, éramos ya quinientos, fascinados únicamente por el
Evangelio, aquellas palabras eternas que nosotros habíamos conocido, pero que allí resultaban nuevas.
Era una maravilla. (Aplausos)
Naturalmente, no siempre era fácil mantener esta unidad, porque existe el hombre viejo en
nosotros, etc. etc. Pero en una circunstancia supimos que realmente Jesús nos había enseñado cómo hacer
y nos había dado la medida. Supimos que Jesús no sólo había muerto por nosotros, etc., había derramado
toda su sangre, si no que había sentido la más gran división, la del Padre, se había sentido abandonado por
el Padre. Y entonces dijimos: «Cada división que nos llegue hemos de superarla, porque también Él dijo:
"In manus tuas, Domine…". En tus manos, Padre, encomiendo mí espíritu, y las había superado». Y así
las superábamos y así nuestra unidad era cada vez más fuerte.
Pero en donde está Jesús suceden realmente cosas grandes. Por ejemplo, donde está la unidad y
Él está en medio nuestro, el mundo alrededor se convierte: las personas no se quedan igual. Lo dice el
Evangelio: «Que sean uno para que el mundo crea». Y el mundo creía y crecían los que seguían a Jesús
de nuevo como... –tal vez antes le habían conocido, pero empezaban de nuevo- y los que le conocían por
primera vez y venían.
Y así también otras cosas. Por ejemplo, Jesús entre nosotros llamaba muchas vocaciones. Era Él
quien las llamaba. Nosotros no somos capaces, pero Él estaba entre nosotros porque estábamos unidos en
su nombre. He ahí entonces el florecer de vocaciones al focolar, al sacerdocio, a la vida religiosa, a
familias totalitarias, a jóvenes que se decían, que se llamaban «generación nueva» porque querían ser
totalitarios, ellos también querían gastar bien su vida.
Y así crecían y así la Iglesia se enriquecía cada vez más. Y, con este mandamiento nuevo que
nosotros vivíamos, estábamos todos compactos, por lo cual la Iglesia... y personas que antes en la Iglesia
eran indiferentes las unas con las otras, después se compaginaban y se daba la idea de una Iglesia viva,
por lo cual muchos eran... (Aplausos)
Un día, leímos en el Evangelio la frase: «Quien a vosotros escucha a mí me escucha», que Jesús la
dijo de los apóstoles y por lo tanto ahora sirve para los Obispos, por ejemplo. Y nosotros dijimos: «Esta
experiencia nuestra está bien, porque es simplemente cristianismo, aunque sería bueno que se la
explicáramos a nuestro Obispo». Entonces fuimos al Obispo y se lo explicamos todo. Y el Obispo nos
dijo: «Aquí está el dedo de Dios». Entonces nosotras nos sentimos felicísimas y continuamos adelante.
Naturalmente, con todas esas alegrías, estaba también el odio del mundo. Algunos jóvenes, así,
nos tomaban el pelo, no todos comprendían. Y es lógico. Jesús ha dicho: «Me han odiado a mí, os odiarán
también a nosotros». Al contrario, estábamos contentas cuando descubríamos que alguno tenía algo,
porque decíamos: tal vez, tal vez, somos según el Evangelio.
Y también tuvimos otras pruebas, muchas pruebas. ¿Por qué? Porque todo árbol necesita ser
podado para desarrollarse.
Pero luego, los años siguientes, las cosas fueron muy adelante y durante todos estos años, como se
ha dicho antes, el Movimiento se ha desarrollado en todo el mundo. Ahora los jóvenes no los podemos
contar: son centenares de miles los jóvenes que siguen este Evangelio, que es el de todos, que es el de
siempre, pero tal vez sentido de una forma nueva. (Aplausos)
Después, con los años, naturalmente el Señor ha delineado un poco cómo debía ser esta Obra: y
hemos comprendido que era una Obra de María, la Virgen, y que entraba en todas las categorías, en las
familias, entre los religiosos, entre los sacerdotes, por todas partes, entraba en las parroquias, por todas
partes entraba. Y así hemos ido llevando adelante las cosas.
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Pero yo me pregunto y os pregunto a vosotros: ¿dónde está el secreto de este desarrollo? ¿Dónde
está el secreto, realmente, de esta vida?
Nosotros decimos siempre que el secreto de esta vida que es Jesús es doble: porque hemos tenido
Jesús entre nosotros siempre, lo más posible, que es la Vida, y porque hemos mantenido siempre la
unidad más profunda con la jerarquía de la Iglesia, con el Papa y con los Obispos, como sarmientos
unidos a la vid, y en ellos está Jesús. Y por lo tanto Jesús aquí, Jesús allá, Jesús la Vida, Jesús explota,
Jesús invade.
Ahora os preguntaréis: «¿Pero, qué quiere, en el fondo, este Movimiento?».
En realidad quiere traer una invasión de amor. Tenemos necesidad de una nueva civilización, la
civilización del amor. El mundo tiende a la unidad, a pesar de todas las dificultades, a pesar de todas las
guerras que todavía hay, etc.: la unidad es un signo de los tiempos.
Pues bien, nosotros apuntamos allá, también en la unidad más profunda en la Iglesia, con las otras
Iglesias, también con una cierta unidad con los de otras religiones, también con una cierta unidad, por lo
menos en el plano humano, con aquellos que no creen.
Unidad, unidad, unidad por todas partes y, en el mundo, la unidad de los pueblos.
Ahora tenemos en el horizonte, como se decía ayer, la unidad europea, y otros pueblos están
mirando de agregarse. Hay muchos entes, como la ONU, que piensan ya en todos los pueblos.
Nosotros pensamos que, si nosotros derramamos nuestra vida, nuestra pequeña vida en
comparación con toda la de la gran Iglesia, en la Iglesia, nosotros podremos contribuir a la unidad de las
Iglesias y contribuir a la unidad del mundo. Esto queremos.
Y todo, decía, ha empezado porque hemos escogido a Dios.
Ahora bien, esto lo podéis hacer también vosotros. Podéis llevar una vida así, insulsa, según
vuestra voluntad, y después morir: en un cementerio como todos, pocas rosas y pocas lágrimas. Podéis en
cambio hacer algo serio en esta tierra y seguir a Jesús, Jesús que es la Vida. Entonces veréis como la vida
estalla alrededor vuestro. (Aplausos)
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