Pablo VI: Quadragesimo Anno (1931), 78-80

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DOCUMENTACIÓN
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ÁREA DE DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA
PRINCIPIO DE SUBSIDIARIDAD
EXPOSICIÓN MAGISTERIAL DEL PRINCIPIO
I. EXPOSICIÓN PROGRAMÁTICA
Pablo VI: Quadragesimo Anno (1931), 78-80
78. Y, al hablar de la reforma de las instituciones, se nos viene al pensamiento especialmente el Estado, no porque haya de esperarse de él la solución de todos los problemas, sino porque, a causa del vicio por Nos indicado del “individualismo”, las cosas habían llegado a un extremo tal que, postrada o destruida casi por completo
aquella exuberante y en otros tiempos evolucionada vida social por medio de asociaciones de la más diversa índole, habían quedado casi solos frente a frente los individuos y el Estado, con no pequeño perjuicio del Estado mismo, que, perdida la forma
del régimen social y teniendo que soportar todas las cargas sobrellevadas antes por
las extinguidas corporaciones, se veía oprimido por un sinfín de atenciones diversas.
79. Pues aun siendo verdad, y la historia lo demuestra claramente, que, por el cambio operado en las condiciones sociales, muchas cosas que en otros tiempos podían
realizar incluso las asociaciones pequeñas, hoy son posibles sólo a las grandes corporaciones, sigue, no obstante, en pie y firme en la filosofía social aquel gravísimo principio inamovible e inmutable: como no se puede quitar a los individuos y dar a la
comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e industria, así tampoco es justo, constituyendo un grave perjuicio y perturbación del recto orden, quitar a
las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden hacer y proporcionar y
dárselo a una sociedad mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad, por
su propia fuerza y naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social,
pero no destruirlos y absorberlos.
80. Conviene, por tanto, que la suprema autoridad del Estado permita resolver a las
asociaciones inferiores aquellos asuntos y cuidados de menor importancia, en los
cuales, por lo demás perdería mucho tiempo, con lo cual logrará realizar más libre,
más firme y más eficazmente todo aquello que es de su exclusiva competencia, en
cuanto que sólo él puede realizar, dirigiendo, vigilando, urgiendo y castigando, según
el caso requiera y la necesidad exija.
Por lo tanto, tengan muy presente los gobernantes que, mientras más vigorosamente
reine, salvado este principio de función “subsidiaria”, el orden jerárquico entre las diversas asociaciones, tanto más firme será no sólo la autoridad, sino también la eficiencia social, y tanto más feliz y próspero el estado de la nación.
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II. ANTECEDENTES HISTÓRICOS
1. León XIII, Rerum Novarum (1891), 26, 37-38, 42
26. Ante todo, los gobernantes vienen obligados a cooperar en forma general con todo el conjunto de sus leyes e instituciones políticas, ordenando y administrando el
Estado de modo que se promueva tanto la prosperidad privada como la pública. Tal
es de hecho el deber de la prudencia civil, y esta es la misión de los regidores de los
pueblos. Ahora bien; la prosperidad de las naciones se deriva especialmente de las
buenas costumbres, de la recta y ordenada constitución de las familias, de la guarda
de la religión y de la justicia, de la equitativa distribución de las cargas públicas, del
progreso de las industrias y del comercio, del florecer de la agricultura y de tantas
otras cosas que, cuanto mejor fueren promovidas, más contribuirán a la felicidad de
los pueblos. Ya por todo esto puede el Estado concurrir en forma extraordinaria al
bienestar de las demás clases, y también a la de los proletarios: y ello, con pleno derecho suyo y sin hacerse sospechoso de indebidas ingerencias, porque proveer al
bien común es oficio y competencia del Estado. Por lo tanto, cuanto mayor sea la
suma de las ventajas logradas por esta tan general previsión, tanto menor será la
necesidad de tener que acudir por otros procedimientos al bienestar de los obreros.
37. La conciencia de la propia debilidad impulsa al hombre y le anima a buscar la cooperación ajena. Dicen las Sagradas Escrituras: Mejor es que estén dos juntos que
uno solo; porque tienen la ventaja de la compañía. Si cayere el uno, le sostendrá el
otro. ¡Ay de quien está solo, pues no tendrá, si cae, quien lo levante! (Eccl. 4, 9-12).
Y en otro lugar: El hermano, ayudado por el hermano, es como una ciudadela fuerte
(Prov. 18, 19).
Y así como el instinto natural mueve al hombre a juntarse con otros para formar la
sociedad civil, así también le inclina a formar otras sociedades particulares, pequeñas
e imperfectas, pero verdaderas sociedades. Naturalmente que entre éstas y aquélla
hay una gran diferencia, a causa de sus diferentes fines próximos. El fin de la sociedad civil es universal, pues se refiere al bien común, al cual todos y cada uno de los
ciudadanos tienen derechos en la debida proporción. Por eso se llama pública, puesto
que por ella se juntan mutuamente los hombres a fin de formar un Estado (Sto. Tomás de Aquino, Contra impugn. Dei cultum et relig. c. 2). Por lo contrario, las demás
sociedades que surgen en el seno de aquélla llámanse privadas; y en verdad que lo
son, porque su fin próximo es tan sólo el particular de los socios. Sociedad privada es
la que se forma para ocuparse de negocios privados, como cuando dos o tres forman
una sociedad a fin de comerciar juntos (Ibid.).
38. Ahora bien; estas sociedades privadas, aunque existan dentro del Estado y sean
como otras tantas partes suyas, sin embargo, en general y absolutamente hablando,
no las puede prohibir el Estado en cuanto a su formación. Porque el hombre tiene derecho natural a formar tales sociedades, mientras que el Estado ha sido constituido
para la defensa y no para el aniquilamiento del derecho natural; luego, si tratara de
prohibir las asociaciones de los ciudadanos, obraría en contradicción consigo mismo,
pues tanto él como las asociaciones privadas nacen de un mismo principio, esto es,
la natural sociabilidad del hombre.
Cuando ocurra que algunas sociedades tengan un fin contrario a la honradez, a la
justicia, o a la seguridad de la sociedad civil, el Estado tiene derecho de oponerse a
ellas, ora prohibiendo que se formen, ora disolviendo las ya formadas; pero aun entonces necesario es proceder siempre con suma cautela para no perturbar los derechos de los ciudadanos y para no realizar el mal so pretexto del bien público. Porque
las leyes no obligan sino en cuanto están conformes con la recta razón, y, por ello,
con la ley eterna de Dios (Cf. Sum. Theol., I-II, q. 13 a. 3).
42. Esta sabia organización y disciplina es absolutamente necesaria para que haya
unidad de acción y de voluntades. Por lo tanto, si los ciudadanos tienen –como lo han
hecho– perfecto derecho a unirse en sociedad, también han de tener un derecho
igualmente libre a escoger para sus socios la reglamentación que consideren más a
propósito para sus fines. No creemos que se pueda definir con reglas ciertas y preci-
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sas cuál deba ser dicha reglamentación: ello depende más bien de la índole de cada
pueblo, de la experiencia y de la práctica, de la cualidad y de la productividad de los
trabajos, del desarrollo comercial, así como de otras muchas circunstancias, que la
prudencia debe tener muy en cuenta. En resumen; puede establecerse la regla general y constante de que las asociaciones de los obreros deben ordenarse y gobernarse
de tal suerte que suministren los medios más oportunos y convenientes para la consecución de su fin, el cual consiste en que cada uno de los asociados reciba de aquéllas el mayor beneficio posible tanto físico como económico y moral.
2. Pío XI, Divini Illius Magistri (1931), 36-39, 66
36. Este primado de la Iglesia y de la familia en la misión educativa produce extraordinarios bienes, como ya hemos visto, a toda la sociedad y no implica daño alguno
para los genuinos derechos del Estado en materia de educación ciudadana, según el
orden establecido por Dios. Estos derechos están atribuidos al Estado por el mismo
Autor de la naturaleza, no a título de paternidad, como en el caso de la Iglesia y de
la familia, sino por la autoridad que el Estado tiene para promover el bien común
temporal, que es precisamente su fin específico. De lo cual se sigue que la educación
no puede atribuirse al Estado de la misma manera que se atribuye a la Iglesia y a la
familia, sino de una manera distinta, que responde al fin propio del Estado. Ahora
bien, este fin, es decir, el bien común de orden temporal, consiste en una paz y seguridad de las cuales las familias y cada uno de los individuos puedan disfrutar en el
ejercicio de sus derechos, y al mismo tiempo en la mayor abundancia de bienes espirituales y temporales que sea posible en esta vida mortal mediante la concorde colaboración activa de todos los ciudadanos. Doble es, por consiguiente, la función de la
autoridad política del Estado: garantizar y promover; pero no es en modo alguno
función del poder político absorber a la familia y al individuo o subrogarse en su lugar.
37. Por lo cual, en materia educativa, el Estado tiene el derecho, o, para hablar con
mayor exactitud, el Estado tiene la obligación de tutelar con su legislación el derecho
antecedente —que más arriba hemos descrito— de la familia en la educación cristiana de la prole, y, por consiguiente, el deber de respetar el derecho sobrenatural de la
Iglesia sobre esta educación cristiana.
38. Igualmente es misión del Estado garantizar este derecho educativo de la prole en
los casos en que falle, física o moralmente, la labor de los padres por dejadez, incapacidad o indignidad; porque el derecho educativo de los padres, como hemos declarado anteriormente, no es absoluto ni despótico, sino que está subordinado a la ley
natural y divina, y, por esto mismo, queda no solamente sometido a la autoridad y
juicio de la Iglesia, sino también a la vigilancia y tutela jurídica del Estado por razón
de bien común; y porque, además, la familia no es una sociedad perfecta que tenga
en sí todos los medios necesarios para su pleno perfeccionamiento. En estos casos,
generalmente excepcionales, el Estado no se subroga en el puesto de la familia, sino
que suple el defecto y lo remedia con instituciones idóneas, de acuerdo siempre con
los derechos naturales de la prole y los derechos sobrenaturales de la Iglesia. En general, es derecho y función del Estado garantizar, según las normas de la recta razón
y de la fe, la educación moral y religiosa de la juventud, apartando de ella las causas
públicas que le sean contrarias. Es función primordial del Estado, exigida por el bien
común, promover de múltiples maneras la educación e instrucción de la juventud. En
primer lugar, favoreciendo y ayudando las iniciativas y la acción de la Iglesia y de las
familias, cuya gran eficacia está comprobada por la historia y experiencia; en segundo lugar, completando esta misma labor donde no exista o resulta insuficiente, fundando para ello escuelas e instituciones propias. Porque «es el Estado el que posee
mayores medios, puestos a su disposición para las necesidades comunes de todos, y
es justo y conveniente que los emplee en provecho de aquellos mismos de quienes
proceden». Además, el Estado puede exigir, y, por consiguiente, procurar, que todos
los ciudadanos tengan el necesario conocimiento de sus derechos civiles y nacionales
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y un cierto grado de cultura intelectual, moral y física, cuya medida en la época actual está determinada y exigirla realmente por el bien común. Sin embargo, es evidente que, al lamentar de estas diversas maneras la educación y la instrucción pública y privada, el Estado está obligado a respetar los derechos naturales ele la Iglesia y
de la familia sobre la educación cristiana y observar la justicia, que manda dar a cada
uno lo suyo. Por tanto, es injusto todo monopolio estatal en materia de educación,
que fuerce física o moralmente a las familias a enviar a sus hijos a las escuelas del
Estado contra los deberes de la conciencia cristiana o contra sus legítimas preferencias.
39. Esto, sin embargo, no impide que para la recta administración de los intereses
públicos o para la defensa interna y externa de la paz, cosas tan necesarias para el
bien común y que exigen especiales aptitudes y especial preparación, el Estado se
reserve la creación de escuelas preparatorias para algunos de sus cargos, y especialmente para el ejército, con la condición, sin embargo, de que no se violen los derechos de la Iglesia y de la familia en lo que a ellas concierne. No es inútil repetir de
nuevo aquí esta advertencia, porque en nuestros tiempos —en los que se va difundiendo un nacionalismo tan exagerado y falso como enemigo de la verdadera paz y
prosperidad— suele haber grandes extralimitaciones al configurar militarmente la
educación física de los jóvenes (y a veces de las jóvenes, violando así el orden natural mismo de la vida humana); usurpando incluso con frecuencia más de lo justo, en
el día del Señor, el tiempo que debe dedicarse a los deberes religiosos y al santuario
de la vida familiar. No queremos, sin embargo, censurar con esta advertencia lo que
puede haber de bueno en el espíritu de disciplina y de legítima audacia, sino solamente los excesos, como, por ejemplo, el espíritu de violencia, que no se debe confundir con el espíritu de fortaleza ni con el noble sentimiento del valor militar en defensa de la patria y del orden público; como también la exaltación del atletismo, que
incluso para la edad clásica pagana señaló la degeneración y decadencia de la verdadera educación física.
66. Y no se diga que en una nación cuyos miembros pertenecen a varias religiones es
totalmente imposible para el Estado proveer a la instrucción pública si no se impone
la escuela neutra o mixta; porque el Estado puede y debe resolver el problema educativo con mayor prudencia y facilidad si deja libre y favorece y sostiene con subsidios públicos la iniciativa y la labor privada de la Iglesia y de las familias. La posibilidad de esta política educativa, satisfactoria para las familias y sumamente provechosa para la enseñanza y la tranquilidad pública, está comprobada por la experiencia de
varias naciones, en las cuales, a pesar de la diversidad de confesiones religiosas, los
planes de enseñanza de las escuelas respetan enteramente los derechos educativos
de las familias, no sólo en lo concerniente a la enseñanza —pues existe la escuela católica para los alumnos católicos—, sino también en todo lo relativo a una justa y recta ayuda financiera del Estado a cada una de las escuelas escogidas por las familias.
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