Publicado no recuerdo dónde en 2005 ó 2006

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EL DELIRIO DE MARÍAS, O LOS DISPARATES QUE SE DICEN DE NOSOTROS
Sergio Viaggio, Naciones Unidas, Viena
El intérprete en la novela
Dicen que Javier Marías es un gran novelista, pero conmigo me temo que no ha tenido suerte.
Es que la primera novela suya que cayó en mis manos fue Corazón tan blanco, cuyo
protagonista se supone traductor e intérprete. Lástima que Marías no haya puesto mayor
empeño en averiguar nada acerca de ninguna de las dos profesiones (y eso que es amigo de
Eduardo Mendoza, que, él sí, ha sido durante años traductor e intérprete de las Naciones
Unidas). Me pregunto si habría escrito tan a la ligera de la profesión de su personaje si lo
hubiera imaginado médico, arquitecto, telefonista o mecánico. Pero vamos por partes. El
capítulo de autos es, si cuento bien, porque no están numerados, el tercero, que va de las
páginas 57 a 78 de mi volumen (Editorial Anagrama, Barcelona, 1994).
Las situaciones sociales en que trabaja y la manera como aborda su trabajo
La cosa comienza poco auspiciosamente:
“A Luisa la había conocido un año antes en el ejercicio de mi trabajo... [A]mbos nos
dedicábamos sobre todo a ser traductores e intérpretes (para ganar dinero)...”
¿Diría alguien que se “dedica a ser” médico, arquitecto, telefonista o mecánico?
¿Cómo es “dedicarse a ser” traductor e intérprete y en qué se diferencia de dedicarse lisa y
llanamente a traducir e interpretar o de ser traductor e intérprete? Sospecho que en que uno se
“dedica a ser” médico, arquitecto, telefonista o mecánico para “ganar dinero”. Como veremos,
el personaje pagará caro el dinero que gana; se va a aburrir como una ostra. Pero sigamos.
“Por fortuna no nos limitamos a prestar nuestros servicios en las sesiones y despachos
de los organismos internacionales. Aunque esto ofrece la comodidad incomparable de
que en realidad se trabaja solo la mitad del año (dos meses en Londres o Ginebra o
Roma o Nueva York o Viena o incluso Bruselas y luego dos meses de asueto en casa,
para volver otros dos o menos a los mismos sitios o incluso a Bruselas).”
¡Pero qué afortunado este personaje que se dedica a ser traductor e intérprete (las dos
cosas, y las dos para los mismos organismos, que lo contratan indistintamente para ambos
mesteres, y de a dos meses por vez)! ¡Y pensar que tantos de nosotros, intérpretes a secas,
que, en vez de dedicarnos a ser, somos, andamos por ahí a la pesca de contratos de una
semana, a lo sumo dos!
“Alguien que no haya practicado este oficio puede pensar que ha de ser divertido o al
menos interesante y variado, y aún es más, puede llegar a pensar que en cierto sentido
se está en medio de las decisiones del mundo y se recibe de primera mano
información completísima y privilegiada, información sobre todos los aspectos de la
vida de los diferentes pueblos, información política y urbanística, agrícola y
armamentística, ganadera y eclesiástica, física y lingüística, militar y olímpica,
policial y turística, química y propagandística, sexual y televisiva y vírica, deportiva,
bancaria y automovilística, hidráulica y polemologística y ecologística y
costumbrista.”
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Pero eso es, precisamente, lo que me ha tocado en distintas dosis (eso sí, con grave
deficiencia en lo sexual, me temo) a lo largo de estos casi treinta años, lo cual me ha llevado
a explicar a mis estudiantes que, a diferencia del especialista que ha de saber todo de poco, o
del diletante, que ostenta su saber poco de mucho, el intérprete no tiene más remedio que
saber mucho de mucho. Y yo soy intérprete de plantilla, de modo que me está vedada la
enorme variedad de temas y contextos sociales que son el pan cotidiano de mis colegas
independientes. Es una de las facetas fascinantes de la profesión que este personaje, que “ha
tenido en su boca las palabras póstumas del Arzobispo Makarios” (¡y eso ni más ni menos
que “al comienzo” de su carrera!) y que ha tenido que enterarse de la baja moral de la fuerzas
navales búlgaras (¿en qué conferencia internacional con cabina española?), encuentra
monótona y aburrida, pese a que:
“Todo eso y más yo lo he traducido... religiosamente según lo iban diciendo otros,
expertos y científicos y lumbreras y sabios de todas las disciplinas de los más lejanos
países, gente insólita, gente erudita y gente eminente, premios Nobel y catedráticos de
Oxford y Harvard que enviaban informes sobre las cuestiones más imprevistas porque
se los habían encargado sus gobernantes o los representantes de los gobernantes o los
delegados de los representantes bien sus vicarios.”
Claro, el pobre personaje, trabajando de a dos meses por organización pero solo un
semestre, o sea que a razón de tres organizaciones por año, no habrá tenido oportunidad de
asistir a congresos especializados, ni de organizaciones no gubernamentales como, por
ejemplo, Amnistía Internacional. Pero aun así, no le deben de haber tocado los seminarios
científicos del Organismo Internacional de la Energía Atómica, o las reuniones de la Junta
Internacional de Fiscalización de Estupefacientes, o la Comisión de Derecho Mercantil
Internacional, o las de la Comisión sobre la Utilización del Espacio Ultraterrestre con Fines
Pacíficos y sus subcomisiones de Asuntos Jurídicos y de Asuntos Científicos y Técnicos (me
pregunto en qué otras reuniones habrá trabajado en Viena, porque son casi todas las que hay).
Para colmo de males:
“Los intérpretes odian a los traductores y los traductores a los intérpretes (como los
simultáneos odian a los sucesivos [sic] y los sucesivos [sic] a los simultáneos.”
Claro, los simultáneos, no solo que son más visibles y considerados, sino que:
“pueden ser divisados por los rectores del mundo, lo cual los lleva siempre a ser muy
arreglados y de punta en blanco, y no es raro verlos a través del cristal pintándose los
labios, peinándose, anudándose mejor la corbata, arrancándose pelos con pinzas,
soplándose motas del traje o recortándose las patillas (todos siempre con el espejito en
la mano).”
¡Caramba, y yo que suelo interpretar en blue-jean! (Aunque confieso una irrefrenable
propensión a hurgarme la nariz). Pero lo verdaderamente malo es que:
“Todos se desprecian y detestan, pero en lo que todos somos iguales es en que
ninguno sabemos nada sobre esos asuntos tan cautivadores... Yo he reproducido esos
discursos o textos..., pero apenas si recuerdo una palabra de lo que decían... porque en
el mismo momento de traducir todo aquello ya no recordaba nada, es decir, ya
entonces no me enteraba de lo que el orador estaba diciendo ni de lo que yo decía a
continuación o, como se supone que ocurre, simultáneamente. Él o ella decía y yo lo
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decía o lo repetía, pero de un modo mecánico que no tiene nada que ver con la
intelección, o es más, está reñido con ella: solo si uno no comprende ni asimila en
absoluto lo que está oyendo puede volver a decirlo con más o menos exactitud... y lo
mismo sucede con los escritos... Así que esta información valiosa que alguien podría
pensar que tenemos los traductores e intérpretes de los organismos internacionales es
algo que en realidad se nos escapa totalmente, de punta a cabo y de arriba abajo, no
sabemos ni una palabra de lo que se fragua y maquina y cuece en el mundo, ni la
menor idea.”
A diferencia, claro, de los médicos, arquitectos, telefonistas y mecánicos. Pero
pasemos, por fin, a que es “ser” intérprete o traductor, en lugar de “dedicarse a serlo para
ganar dinero”. Ser intérprete o traductor (serlo de veras, que, por desdicha, los personajes que
simplemente se dedican a serlo para ganar dinero siguen abundando en la vida real) es, por lo
pronto, ser especialista en comprender y, en segundo lugar, en hacer comprender.
Comprender no es, simplemente, comprender las palabras -ni siquiera las ideas- que dice o ha
escrito otro, sino hacerse cargo de por qué y para qué las dice o las ha escrito, de cuáles son
sus fines metacomunicativos; como también de su capacidad y voluntad de decir esas
palabras para expresar esas ideas. Y hacer comprender no es, simplemente, volver a decir o a
escribir “esas palabras” -ni siquiera esas ideas- en un segundo idioma, sino hacerse cargo de
por qué y para qué va a tomarse el trabajo de comprenderlas el nuevo interlocutor; como
también de su capacidad y voluntad de comprender esas palabras para captar esas ideas, de
cuáles son sus fines metacomunicativos. Porque los fines de uno y otro no necesariamente
coinciden y a menudo divergen, y hay que elegir muy bien cuáles han de privilegiarse. Eso a
nuestro personaje le tiene absolutamente sin cuidado. Claro, no comprende ni habla desde el
afecto: no le interesa ni le gusta comprender ni hacer comprender; le importa un comino por
qué y para qué esos interlocutores quieren (¡o no!) comprenderse y cuál es la forma más
eficaz de ayudarlos desde una cabina o tras un ordenador. Por eso comprende las palabras,
incluso las ideas, sin comprender jamás a las personas. Por eso comprende pero no aprende:
las ideas mismas le tienen sin cuidado. Por eso habla pero no dice, porque habla sin tener idea
de lo que dice. ¿Te imaginas, lector, un barbero que te cortase el cabello sin tener el menor
interés -no hablemos de gusto- por cómo te vaya a quedar? Yo, personalmente, cambiaría de
barbero. Y como jefe de intérpretes, ten la seguridad que no vacilaría en cambiar de intérprete.
Como que me ha tocado hacerlo varias veces.
La manera como efectivamente trabaja
Hasta ahora, lo sabemos, el personaje nos ha hablado irónicamente. Es probable que haya
estado exagerando. Sigamos a ver si nos da algún ejemplo concreto de lo que efectivamente
hace “dedicándose a ser intérprete para ganar dinero”. Nos lo va a ofrecer y de lujo: no ya el
anonimato remoto y antiséptico de una de seis o más cabinas compartidas, sino la promiscua
intimidad de una reunión in excelsis entre dos altos funcionarios español y británica, con un
segundo intérprete cancerbero (Luisa)... ambos contratados por la misma parte (¡es que
también a este personaje le tocan reuniones tan pero tan poco típicas, caramba!). Sucede que,
a diferencia de los turiferarios de sus comitivas, que son los que sí saben y sí trabajan y sí
negocian,
“[l]os más altos cargos... simplemente prestan su cara para las fotos y las tomas... Lo
que entre sí se digan, por tanto, casi nunca tiene la menor importancia, y lo que es más
embarazoso, a menudo no tienen nada que decirse. Esto lo sabemos los traductores e
intérpretes, quienes no obstante debenos estar siempre presentes en estos encuentros
privados por tres razones principales: los más altos cargos desconocen por lo general
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las lenguas, si nos ausentáramos ellos sentirían que no se estaba dando a su cháchara
el adecuado realce, y si hay algún altercado se nos puede echar la culpa.”
En efecto, los intérpretes han de poder dar fe de que es así muchas veces (aunque no
todas ni tantas), pero ¿los traductores? ¿Dónde hay en tales encuentros algún traductor a
menos de diez kilómetros a la redonda? Pero sigamos.
“En aquella ocasión el alto cargo español era masculino y el alto cargo británico
femenino, por lo que debió parecer apropiado que el primer intérprete fuera a su vez
masculino y el segundo o ‘red’ femenino, para crear una atmósfera cómplice y
sexualmente equilibrada.”
¡Qué sarta de disparates! ¿Quién no ha visto tantas veces al mismísimo Fidel Castro
traducido oficialmente, en Cuba, por una intérprete mujer? ¿Y quién no sabe que en este tipo
de encuentros cada interlocutor se lleva su propio intérprete, que, para colmo, interpreta al
otro idioma, de suerte que ambos hablan con acento? No es tan ridículo como parece: cada
protagonista requiere la lealtad de su propio portavoz: lo que yo digo lo dice mi propio
intérprete, aunque se equivoque de preposición. Pero sigamos.
A poco de comenzar el encuentro, el alto cargo español pregunta a su homóloga:
‘Oiga, ¿le molesta que fume?’ A lo que el intérprete se apresura a traducir: ‘Do you mind if I
smoke, Madam?’ [¿le molesta que fume, señora?]. Mal habría estado el colega si hubiese
traducido literalmente: ‘Listen, do you mind if I smoke?’. El alto cargo español es medio zafio,
pero no tiene intención de serlo y si el intérprete no le salva la cara (a él y, en consecuencia, a
la inglesa, y por extensión a España y por ende a Gran Bretaña), el desastre pragmático es
total. En el metalenguaje de mi Teoría de la mediación interlingüe (Publicaciones,
Universidad de Alicante, 2004), el personaje ha mediado activa pero encubiertamente, o sea,
que ha decidido -por su cuenta y sin prevenir a sus interlocutores- hacer otra cosa que
“traducir”, es decir, que volver a decir lo dicho (todo lo dicho, nada más que lo dicho y, hasta
cierto punto, como ha sido dicho). Esto puede no estar mal y, a veces, como esta, es lo que
mejor está.
La conversación entre ambos “altos cargos” (que, entre otras cosas, digo, tendrían en
mente el conflicto de Gibraltar, la problemática de la Unión Europea, la caída del muro de
Berlín, la descomposición de la Unión Soviética, la perenne crisis del Oriente Medio, las
diabluras de Saddam Hussein y el molesto fardo de los talibán afganos) es aburridísima: no
tienen nada que decirse y no se sabe bien para qué se han reunido y gastado dinero público en
dos intérpretes, salvo para beneficio de la literatura. En determinado momento, el español
pregunta: ‘¿Quiere que le pida un té?’, pero el personaje interpreta: ‘Dígame, ¿a usted la
quieren en su país?’. Luisa medio como que se muere de estupor.
“Pero esos segundos pasaron (uno, dos, tres y cuatro) y no dijo nada, tal vez... porque
la adalid de Inglaterra no pareció ofendida y contestó sin demora, es más, con una
especie de contenida vehemencia:
-Muchas veces me lo pregunto –dijo, y por primera vez cruzó sus piernas
desentendiéndose de su precavida falda y dejando ver unas rodillas blancuzcas y muy
cuadradas-. A uno lo votan, verdad, y más de una vez. Sale elegido, y más de una vez.
Y sin embargo, es curioso, uno no tiene la sensación de que lo quieran por eso.”
La mediación ha sido más que hiperactiva: el intérprete ha resuelto hacer decir al
interlocutor algo totalmente ajeno a lo que ha dicho. Una vez más, en ciertas situaciones
sociales, en las que, por definición, el mediador tiene, de hecho y legítimamente, el poder
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social para encauzar el diálogo, puede ser precisamente lo aconsejable o, incluso, necesario.
Pero... ¿en una reunión formal entre la temible Margaret Thatcher (¿qué otro “alto cargo
femenino” fue elegido, y más de una vez, en el año en que transcurre la acción?) y Felipe
González (¿qué otro “alto cargo” español podría entrevistarse, en España, con la Primer
Ministro británica?), por añadidura, archiconservadora ella y socialista él? ¡Menos mal que la
cosa ocurre en una novela! El diálogo, iniciado en realidad por el intérprete, es de una
inanidad conmovedora. Los “altos cargos” resbalan tiernamente por la inverosímil pendiente
de la sensiblería. Tanto, que la Thatcher llega a confesar que:
“Hmm. Hmm. En realidad me pregunto si alguien me ha querido alguna vez sin que
yo lo obligara antes, incluso los hijos, bueno, los hijos son los más obligados de
todos.”
¡Cuánta desgarradora verdad en los repentinamente sinceros labios de la “Dama de
Hierro”! Y qué tino el del intérprete, que confiesa que:
“Mientras iba traduciendo la larga reflexión de la alto cargo [...] me abstuve de verter
‘Hmm. Hmm’y empecé por ‘... me pregunto si alguien...’, hacía el diálogo entre ellos
más coherente.”
¡Hombre, qué audacia! Primero cuenta tan contento que dice lo que se le da la real
gana y luego aclara que se comió el “Hmm. Hmm.’ para dar más coherencia al diálogo.
¡Pero si es lo primero que se enseña en las escuelas! ¡Y lo más increíble es que Luisa termina
enamorándose de él! Yo me temo que nunca entenderé a las mujeres... y Javier Marías parece
que tampoco.
El intérprete en la vida real
En mi mentada Teoría general de la mediación interlingüe, adelantaba, analizo dos pares de
nociones. El resto de este articulín está extraído más o menos literalmente de mi flamante
libro. Por lo pronto, la mediación puede ser pasiva o activa. El intérprete (o traductor) media
pasivamente cuando se aplica simplemente a “traducir”, o sea, a velar por que el interlocutor
comprenda lo que el locutor ha dicho, sin entrar a modular o manipular lo que ha dicho. El
intérprete (o traductor) media activamente cuando, en aras de propiciar los fines
metacomunicativos de los interlocutores (por igual o favoreciendo a uno, casi siempre el que
le paga), modula o manipula lo dicho para que se entienda lo que es conveniente que se
entienda, y que se entienda de determinada manera y no de otra (por ejemplo, haciendo que lo
dicho resulte más pragmáticamente aceptable o proposicionalmente pertinente). La mediación
puede ser, a su vez, abierta y encubierta. Es abierta cuando el traductor o intérprete hace
manifiesto, al menos a uno de los interlocutores (normalmente el que le paga), que va a
manipular o está manipulando lo dicho. Cuando esa manipulación es solapada, la mediación
es encubierta. El mediador optará por una u otra táctica en función de la cara.
Cara convergente, compatible, incompatible y divergente
En el Primer Seminario Latinoamericano de Traducción e Interpretación, celebrado en
Buenos Aires en septiembre de 1996, la eximia intérprete argentina Ruth Simcóvich narró
dos anécdotas muy interesantes. La envían a recibir una delegación ministerial europea que
viene a negociar un importante acuerdo con el gobierno argentino. Tras las formalidades del
caso, parten en caravana huéspedes y huéspedes. A ella le toca acompañar a las esposas de
los ministros visitante y local. Son las 16:30. La argentina dice a su homóloga en su escuálido
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inglés “No sé si sabe que hay un partido de fútbol al que estamos invitadas también
nosotras.” Esta: “Ah, sí. ¿Cuándo?”, “Hoy mismo, a las siete”, “¿A las siete?”. En este
instante, la intérprete, que va sentada adelante junto al chofer, confirma su sospecha de que
ninguna de las dos mujeres tiene la mínima gana de ir al susodicho partido, pero que ninguna
lo quiere decir, para que ninguna de las dos pierda cara. De modo que se vuelve y pregunta
“Perdón, pero ¿a qué hora termina ese partido?”, “A las nueve y media”, “Entonces no van a
tener tiempo de cambiarse para la cena”, “Sí. Entonces mejor no vamos”, sugiere la
argentina. “Sí, mejor no vamos”, colofona la británica. La intérprete intervino por cuenta
propia para salvar la situación y la cara de sus interlocutoras. Le fue posible porque en este
caso la cara de ambas interlocutoras era convergente: sus intereses y riesgos sociales
coincidían.
Habría sido de lo más didáctico que la anécdota siguiente ocurriese esa misma noche
entre los respectivos maridos; por desdicha no fue así. En todo caso, esta vez las delegaciones
argentina y europea se reúnen en Buenos Aires para negociar un trascendente acuerdo. La
víspera, camino del aeropuerto al hotel, el ministro argentino le dice al visitante
“Seguramente están todos muy cansados. Si quieren dejamos la reunión para la tarde”, “Es
Ud. muy amable, pero no se preocupe, que estamos habituados”. El argentino insiste “¡Pero
no, seguro que estarán exhaustos, encima con el cambio de horario!”, y el europeo “¡De
ninguna manera! Sabemos que Ud. es un hombre ocupadísimo y no queremos desbaratarle el
día”. Era obvio, cuenta Ruth, que los argentinos estaban interesados en postergar la reunión y
que los europeos no, aunque (cara otra vez, pero ahora divergente) ninguno deseaba poner
las cartas sobre la mesa. En esta ocasión, las motivaciones de los interlocutores no coincidían.
Ayudar a uno era, al mismo tiempo, torpedear al otro, de modo que la intérprete se limitó a
organizar sin pestañear el tránsito de insistencias y recusaciones en algo muy próximo a la
traducción prototípica.
Vemos ya el papel decisivo que desempeña la cara en la comunicación, y muy
especialmente en la comunicación mediada, donde toca básicamente al mediador determinar
o adivinar su naturaleza. A los efectos de una mediación eficaz, me parece conveniente
distinguir la cara convergente de la simplemente compatible. La cara de los interlocutores
converge cuando ambos están activamente interesados en el mismo resultado. En estas
circunstancias, el mediador puede contribuir decisivamente a la comunicación. Un caso
particularmente enternecedor es el de los jóvenes enamorados que, en su primer encuentro,
tratan tímidamente de superar las imaginarias amenazas a su cara. Me viene a la testa un
filme polaco que vi hace añares; era una antología de historias con manos. En una escena
especialmente conmovedora, están sentados en un concierto uno junto a la otra dos jóvenes.
No se conocen, pero es evidente que se han gustado mucho. El muchacho se muere por
tocarle la mano a la chica, y vemos también como ella aguarda impacientemente su caricia.
Todo esto lo observa un anciano que está sentado con su mujer directamente detrás. De
pronto, el viejo desliza su propia mano rugosa entre las butacas y acaricia la mano del joven,
a quien se le ilumina el semblante y que, entonces, “devuelve” audazmente el gesto y
entrelaza sus dedos con los de la muchacha. Ahora es el rostro de ella el que esplende. La
cámara deja sus manos firmemente compenetradas. ¡Eso sí que es un mediador!
Sin llegar a ser convergentes, las caras son así y todo compatibles cuando los intereses
de los interlocutores no necesariamente coinciden, pero tampoco están reñidos. El marido
sugiere ir al cine; la mujer preferiría ir a dar un paseo por el parque, pero no quiere
presionarlo. Solo que a él le tiene sin cuidado, de modo que la preferencia de su esposa no
amenaza sus caras: él no la pierde cediendo, por lo que no querrá hacérsela perder a ella
rehusando. Lo vemos día a día cuando aseguramos o buscamos que nos aseguren que no hay
problema en hacer o dejar de hacer tal cosa.
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Mediación activa y pasiva, abierta y encubierta
El mediador se “atreverá” a arrogarse la facultad de abandonar parcial o totalmente la
“fidelidad al original” y asumir directamente la “autoría” de su texto o enunciado traducidos
solo si está razonablemente seguro de que no va a pisar los callos pragmáticos a nadie, es
decir si confía en que el locutor (si lo puede consultar) y/o el originador están consciente o
inconscientemente dispuestos a hacer lugar a los criterios de aceptabilidad y la capacidad de
comprender de los nuevos destinatarios. El ejemplo más claro es el de la traducción de
literatura infantil. Defoe y Swift se estarán retorciendo en la tumba, pero a los editores
españoles del Robinson Crusoe o de Los viajes de Gulliver para niños les tiene sin cuidado.
Como les tiene sin cuidado todo menos el meollo del original a los traductores de libretos de
ópera, cuya pertinencia entraña su óptima cantabilidad, o de filmes cómicos, cuya pertinencia
estriba enteramente en causarle gracia al espectador meta. La mediación activa puede a veces
desestimar por entero el contenido proposicionales y los atributos formales del original, es
decir, no ser ni remotamente “traducción”.
Volvamos a las ministras. La intérprete ha mediado activamente sin infringir su
deontología. Ha ayudado a sus clientes merced a su visión global de los intereses y
motivaciones convergentes de éstas. En este caso, la mediadora ha procedido sin consultar al
cliente que lo ha contratado y a quien debe su lealtad. Ruth me narró otra experiencia suya de
lo más ilustrativa: Está mediando entre dos grupos de empresarios argentinos y extranjeros
que no logran expresar debidamente sus argumentos. Resuelve entonces asumir abiertamente
el papel de mediadora: interrumpe el diálogo y pide autorización para intervenir. Los
interlocutores, que le tenían total confianza, aceptan. Dice, entonces, por separado a cada uno
“Si he entendido bien, la posición de Uds. es tal, y sus objeciones a las de ellos tales otras”.
Ambos grupos avalan la comprensión de la intérprete y comprenden que la nueva manera de
exponerla es mucho más clara. Ruth procede entonces a explicar a cada grupo la posición y
objeciones del otro. Queda inmediatamente claro que las objeciones se debían, en gran
medida, a una comprensión errónea a raíz de una verbalización inadecuada de parte de ambos
grupos de interlocutores, con lo que la negociación entra a avanzar mucho más eficiente y
apaciblemente, con las respectivas caras a salvo. Veamos, ahora, otro caso. Durante la
primera misión de planificación previa a una conferencia de la ONU que debía celebrarse en
Palermo, me tocó hacer de mediador entre mi propio equipo y nuestros anfitriones. Mi lealtad
era, por supuesto, toda ella para mi propia gente administrativa, en ningún momento fui un
mediador imparcial. En cierto momento, se estaba conviniendo nuestro programa para el día
siguiente. El grupo debía viajar en helicóptero a Corleone, para seguir luego a Catania y
regresar finalmente a Palermo antes de las 16:00. Nuestro jefe (un escandinavo sobrio y de
escasísimas pulgas a la hora de trabajar) dijo que debíamos salir a las 9:00. Antes de romper a
mediar, le pregunté: “¿Ud. qué quiere, que les diga que salimos a las 9:00 o que salgamos a
las 9:00?” Puesto que confiaba tanto en mí como en mi juicio profesional, me contestó “Ud.
dígales lo que le parezca, con tal que salgamos a las 9:00.” De forma que “traduje” “Salimos
a las 8:00.” A partir de ese momento hizo falta toda una serie de negociaciones tendientes a
lograr que mi gente étnica se aviniese a tan ímproba hora sin perder cara, de las cuales me
encargué más o menos por mi cuenta (mi Jefe se limitaba a pedir que le tuviera al tanto del
diálogo, pero sin intervenir como interlocutor). Hay, por cierto, varias razones que explican a)
cómo me di cuenta de que esa era, seguramente, la mejor manera de propiciar los propósitos
de mis clientes onusianos (que nuestros anfitriones compartían, ya que, al cabo, querían
hacernos el campo orégano, de manera que la cara era, en el peor de los casos, compatible y,
en el mejor, convergente), b) cómo establecí la cara de ambos (grupos de) interlocutores, c) lo
que es tal vez más importante, cómo me atreví a mediar activamente y d) cómo pude “salirme
con la mía” para la satisfacción de unos y otros. Me parece que saltan a la vista. Me hago
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cargo de que se trataba de un caso muy particular. Sin duda, pero no deja de corroborar la
tesis que expongo.
Un ejemplo todavía más demoledor me lo narró un colega que se había desempeñado
en las más encumbradas esferas de su Gobierno. Acompañaba a su Ministro de Agricultura
durante una visita a otro país; esa noche habría una recepción oficial y el Ministro, hombre
pragmático de humilde origen campesino, se sentía tremendamente incómodo ante la idea de
tener que pronunciar un discurso protocolar. “¿Qué digo?”, preguntó a su intérprete. “No más
agradézcales su hospitalidad y diga lo muy importante que es esta visita para ambos países y
otras lindezas por el estilo”, fue la obvia respuesta; a lo que el Ministro replicó “Mira, yo
digo cualquier tontería y tú interpretas lo que a ti te parezca que yo debiera estar diciendo”.
Como puede verse, el Ministro de este colega le dijo exactamente lo que el Segundo Lord a
su intérprete en All’s Well That Ende Well: “Yo parloteo como una urraca. En cuanto a ti,
intérprete, has de lucir de lo más político.” Las instrucciones de “lucir de lo más político”,
además, pueden no venir del locutor sino del originador, como lo revela esta noticia aparecida
en la primera plana del The Herald Tribune del 14 de junio de 2002:
“The failing health of [the prime minister and crown prince of Kuwait]... causes him
to lose track of what is happening around him for long periods of the day... He drops
the thread of conversations to such extent that the royal interpreters are periodically
instructed to tell visiting statesmen anything except his inarticulate meanderings.”
[La precaria salud del primer ministro y príncipe heredero de Kuwait le hace perder
conciencia de lo que ocurre a su alrededor durante gran parte del día. Pierde el hilo de
la conversación a tal punto que los intérpretes de palacio reciben periódicamente
instrucciones de decir a los estadistas que vienen de visita cualquier cosa menos sus
inconexas divagaciones.]
Vemos aquí una confianza excepcional en el intérprete, y también cómo, en caso de
duda, un cliente esclarecido deja que el mediador decida profesionalmente la mejor manera
de servir sus intereses.
Podemos ver la importancia de la cara a la hora de escoger entre la mediación activa y
pasiva. Cuando la cara es convergente, ambas partes (o, si contamos al cliente, las tres, y si
contamos también al mediador, las cuatro) están interesadas en que la comunicación se
desarrolle lo más fluidamente posible. Esto, en principio, debiera dar al “traductor” luz verde
para coadyuvar activamente a la comunicación; mediando en forma activa no está siendo más
ni menos leal a ninguna de las partes (como fue el caso en Palermo). Nadie lo ha de llamar al
orden si ve que las iniciativas e intervenciones del mediador contribuyen a la comunicación
para beneficio de todos los interesados. Lo que es más, esto debiera incitarlo a mediar
activamente. Cuando la cara no es convergente, en cambio, las iniciativas e intervenciones
del mediador pueden percibirse -y ser- “a favor” de una de las partes a expensas de la otra.
Particularmente en este caso, la parte que paga al guitarrero suele esperar que todas las
intervenciones sean para su bien, e incluso pedir o exigir tales intervenciones (como en los
casos del Ministro y de los gobernantes de Kuwait).
Es todo cuestión de poder
Esta anécdota y las anteriores prueban que el requisito fundamental para que el mediador
pueda mediar activamente de forma eficaz es la confianza de al menos la parte que paga, y
preferiblemente de ambas (como sucedió en el caso de los empresarios que narraba Ruth y en
Palermo, donde los italianos también confiaban en mí), es decir que el mediador debe
disponer del poder social para intervenir en forma activa.
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La mediación activa puede ser, recordemos, abierta o encubierta. Lo más probable es
que ninguna de las dos damas se haya percatado de que la intérprete se puso a encauzar
activamente el diálogo. En los casos de Palermo y del ministro, la mediación habría sido
abiertamente activa para el interlocutor que le confiere poder, pero habría lucido pasiva al
otro. En el caso del príncipe kuwaití, la mediación habría sido abiertamente activa para los
originadores y, sin duda, sus huéspedes, mientras que Su Alteza ni se habrían enterado.
Huelga agregar que la mediación puede ser abiertamente activa para ambas partes cuando el
intérprete asume literalmente la gestión del diálogo, como en el caso de los empresarios y
tantos otros citados en la literatura especializada. En estas circunstancias, claro, todas las
partes convienen en conferir al mediador “poderes extraordinarios”, que se ha ganado la
confianza de todos y puede, entonces, mediar mucho más eficazmente.
¿Y el intérprete de Marías?
Pues bien, en esas circunstancias sociales concretas -a saber, entre esos dos “altos cargos”nuestro personaje ni tiene ni puede tener (ni mucho menos arrogarse) más poder que el de
manipular lo dicho a fin de lubricar -si es lo que corresponde- su aceptabilidad. Su mediación
activa y encubierta a la hora de preguntar a la inglesa si le molesta que el orador fume es, a la
vez, pragmáticamente idónea y deontológicamente correcta. En efecto, a esas alturas de la
conversación, donde todavía “no se está hablando de nada” y todo consiste en “romper el
hielo”, las caras son convergentes o, al menos, compatibles. Desde luego que una cosa es
manipular la forma a fin de hacer el contenido proposicional más aceptable y otra manipular
el contenido proposicional mismo. Aun así, en el trozo que nos ocupa poco importa que el
intérprete (o, si a eso vamos, el propio locutor), diga ‘¿Me permite fumar?’, ‘¿Le molesta el
cigarrillo?’ o ‘Si le molesta el humo, por favor dígamelo’. La manipulación del contenido
proposicional no altera pertinentemente ni la comprensión ni los efectos pragmáticos de la
comprensión.
Ahora bien, cuando el intérprete decide, por su propia cuenta, que, en una reunión
oficial, dos altos cargos cuyos gobiernos (o, parece, solo el español, pero estamos en una
novela) han contratado sendos intérpretes (rigurosamente seleccionados por su competencia,
sin duda, pero también por su lealtad, es decir, por su profesionalidad), los interlocutores se
pongan a hablar de cosas más o menos íntimas está totalmente fuera de lugar. Usurpa un
poder que no le corresponde (¡y yo soy un adalid desaforado del poder social del mediador!),
lo cual es malo; y lo usa mal, lo cual es peor.
Aunque es cierto que esta historia empalma con lo que cierto legendario trujamán de
la Liga de las Naciones habría replicado a un diplomático que le reprochó no haberlo
interpretado fielmente: “Monsieur, je n’ai pas dit ce que vous avez dit, mais ce que vous
auriez du dire.” [Señor, no he dicho lo que Ud. dijo sino lo que debió haber dicho]. Se non è
vero, e ben trovato, aunque personalmente espero que esta anécdota sea apócrifa. Si es cierta,
claro, la mediación hiperactiva del intérprete habría sido deontológicamente más que dudosa...
y explicado plausiblemente a la vez cómo diablos aquellos legendarios intérpretes se las
ingeniaban para hacer consecutivas de cuarenta minutos sin tomar ni una nota.
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