PEQUEÑO TRATADO DE LOS HOMBRES LOBO Manuel Arduino Pavón [email protected] [email protected] LAS FUENTES En las leyendas de todos los pueblos del mundo hay hombres lobo. Hay hombres lobo en la misma medida que también hay hombres con garras de león o con hábitos de morsas. Sólo que las historias acuñadas a lo largo de los siglos en torno a la figura del hombre lobo tienen algunas cosas en común que los vuelven seres enteramente singulares, dignos del mayor y más enjundioso estudio. Por supuesto, esta obra no es ese estudio. No, no lo es en absoluto. No pretende ser enteramente respetuosa de las creencias de los aldeanos y campesinos de ninguna parte del mundo en particular. Se basa enteramente en la experiencia directa del autor: en la experiencia de escribir sobre los hombres lobo en este momento. Creo que eso es suficiente para elaborar un tratado. Podríamos haber escogido a los zombies o a los vampiros, que siempre están de moda, pero preferimos al hombre lobo porque a nuestro leal entender revista entre la aristocracia de los monstruos más célebres en la historia del mundo. Se le suele atribuir a la licantropía un origen mágico y burlesco, una suerte de mal que deviene como consecuencia de algunos incidentes notables en la vida de algunas personas. El séptimo hijo varón suele estar signado para ejercer esta función lobuna en algún momento de su vida. La séptima hija mujer no necesariamente se ha de convertir en mujer loba, a menos que decida lo contrario, naturalmente. Las maldiciones de sangre ejecutadas en el pasado remoto contra el linaje del zapatero remendón consuman el surgimiento de botarates incompetentes que, más allá de la ingénita estupidez, pueden transformarse en bestias urbanas perversas y cruentas. Siempre ocurre lo mismo con las dinastías de idiotas condenados por una maldición pretérita, y especialmente si algún emisario del clero ha desencadenado el rechazo y la repulsa o directamente ha emitido la maldición divina y diabólica. Los hombres comunes también se sueñen transformar en hombres lobo, especialmente cuando el apetito sexual y la abstinencia forzada llegan a un punto en que las aguas del Tigres se mezclan con las aguas del Eúfrates. Es un estigma bíblico, un pecado original que además de volvernos venenosos como algunos ofidios de mala fama, eventualmente nos lanzan al mercado de productos humanos bajo la investidura de hombres devoradores, sedientos de carne y zumo de diamantes. De modo que en esta tradición ancestral subsiste un cierto componente psicológico, propio de la psicopatología de la vida cotidiana y universal. Ni siquiera las sesiones terapéuticas pueden desalojar plenamente de la mente el mandato de las entrañas, el mandato de devorarse a las ninfas, a las mujeres apetecibles, con la misma saña y el mismo descontrol con que algunos labriegos aplastan a los gusanos. De suerte que una afirmación que es oportuno hacer aquí, es que en buena medida la condición de hombres lobo también se inscribe en la tradición del psicoanálisis y más remotamente en los conjuros y hechizos de los brujos medievales y antiguos. De todas formas muchos analistas también despliegan su hombre lobo interior a partir de una grosera codicia de conocimiento sobre la vida privada y los secretos de sus consultantes. Llegada la hora de la sesión adquieren una envergadura simiesca y se trastornan emocionalmente al extremo de sentir especial placer por engolfarse en los meandros sucios de la existencia de sus pobres víctimas propicias. Eventualmente ofrecen recomendaciones descabelladas que agudizan la torpeza y el desequilibrio de los pacientes y sólo a fin de mantenerlos bajo su control omnímodo, como insectos cautivos en un frasco de aluminio por un niño atrozmente interesado en despedazarlos. Es decir, también los psicoanalistas de ahora y de siempre tienen mucho que ver con ese transformismo monstruoso, mucho que ver. En la misma medida, los caudillos, los tiranos, los líderes de todos los tiempos, también son tomados por el discutible carisma de la indispensabilidad; se transforman en seres alucinadamente manipuladores de los pueblos, los envían a la guerra o a limpiar las letrinas del parlamento con la misma facilidad que luego ensayan para dar una entrevista amable a una revista del corazón. Sin duda, es entre los políticos profesionales que esta conversión bestial se da más asiduamente, paradójica y asiduamente. Pero los pueblos aman este tipo de hombres lobo, porque esperan algún día ingresar al círculo de los privilegiados moradores del Olimpo republicano. Mientas tanto sirven de cebo y de alimento para las necesidades antropofágicas de los emperadores modernos, los emperadores mediáticos. Hombres lobos y estúpidos parlanchines adocenados por la aprobación estridente de las mayorías ruidosas. Los cambios bruscos de carácter que padecen todos los seres humanos dan evidencia que la progenie del hombre radica en la progenie del lobo estepario, quizá su antepasado en el orden evolutivo. El cerebro reptiliano tiene matices de animal predador que no se enrosca en el cuello de sus víctimas, que directamente lo muerde y lo tritura; es la fuente biológica de todo tipo de miedos y temores y la fuerza impelente de la cólera y de la violencia. El cerebro lobuno es el aspecto que en ocasiones asume el otro, el convalidado por la ciencia y sus mentores, para manifestar un oscuro origen feroz del eslabón perdido. Quizás el eslabón perdido fuera un enorme lobo y los antropólogos y paleontólogos pierdan su tiempo deplorablemente en una búsqueda recurrente, ignorante y sin sentido. Con esta consigna –una hipótesis más en un campo del conocimiento en que casi todo son hipótesis y nada más- queremos evidenciar cuán próximos a un parentesco cierto estamos de los lobos de las nieves, del abominable hombre lobo de las nieves, nada más y nada menos. Sería algo muy inteligente de parte de los biólogos no desvincular a los seres humanos de ninguno de los seres vivos, ni de los árboles ni de las perpetuas hierbas del campo. Todo es una simple cuestión de sentido común. Y penetrando un poco más en este campo, naturalmente el estigma atávico del lobo asesino está arraigado en los genes de la familia humana, de las arañas y de los marsupiales: una forma original de exponer el paradigma holográfico para los amantes de una Nueva Era tan esperada como censurada. Por siglos se hizo carne el adagio que reza que la letra con sangre entra. Aun en nuestros días los educacionistas profesionales pierden el equilibrio emocional tres o cuatro veces a lo largo de cada clase, ante el oleaje infantil de monstruos en miniaturas, de maquetas de lobeznos impíos e insufribles, siempre listos para provocar desorden y matar la disciplina y el pudor de un aula cristiana. Deberíamos acostumbrarnos a convivir con estos incipientes cánidos salvajes en nuestra casa y en cualquier punto de la ciudad, puesto que los niños índigo de hoy serán a todas luces los prósperos hombres lobo de mañana y así hasta que el mundo, o el eje de los polos de un brinco y todos pasemos a revistar entre los hombres ángeles. ¿Suena a misticismo de mala calidad? Seguramente lo sea, pero la hueste de ángeles caídos, a la que aluden múltiples tradiciones religiosas y vernáculas también evoca en nuestras mentes la existencia de ángeles lobos. Todo es posible en la dimensión desconocida una vez que la literatura la vuelve plenamente conocida y hasta manida. Pero es hora de pasar a los hechos. Esta introducción sirve como alerta a los navegantes y para abrir el fuego. En las próximas páginas desfilará una galería de hombres lobo, emanados de la fuerza de la leyenda y del folclore jamás escrito ni trasmitido. Tenemos el propósito de crear una nueva tradición en torno a los hombres lobo, una falsía tan sumaria y tosca como cualquier otra tradición popular, sólo que con instrumentos de vuelo de los que se requieren en todos los terrenos en que uno intenta parodiar al creador, al demiurgos, al hacedor. El volar no es para los hombres lobo, pero por cierto se puede volar sobre ellos, en torno de ellos y a propósito de ellos. Sólo es cuestión de empezar a exagerar. SOSTENIENDO AL MUNDO El primer hombre lobo vino de la luna. Alguna vez la luna fue un planeta poblado por todo tipo de formas de vida: centauros, hidras, faunos, leviatanes, pegasos. Y hombres lobo. Cuando la vida en la luna fue trasvasada hacia la Tierra, entonces se hizo visible una necesidad perentoria: alguien debía sostener al nuevo planeta, al menos por todo el tiempo que le tomara el dar forma a sus propias variedades de seres. La disputa entre los grupos vivos de la luna no fue muy prolongada. A punto de sufrir la extinción forzosa, escogieron al hombre lobo. Y dice la tradición nunca consignada que no fueron tortugas ni titanes quienes sostuvieron al mundo, fueron siete hombres lobo. Como desde su posición en el espacio la luna siempre estaba al alcance de la mano, con el tiempo la progenie terrestre de esta especie se encendió y animó especialmente ante el disco completo de la antigua morada de sus antepasados. Y en la misma medida que los siete hombres lobo primordiales supieron sostener al mundo durante todo el tiempo que a nuestro planeta le tomó el incubar a sus propias formas de vida, los modernos hombres lobo arrastran el estigma de la responsabilidad absoluta sobre la suerte de todos los reinos de la naturaleza. Una hipótesis avanzada que intenta explicar el fenómeno de la licantropía con base en la psicosomática sostiene que el asumir la carga del planeta como un deber personal, modifica la forma de conducta y los sentimientos de algunas personas hipersensibles. Por otra parte la sensibilidad se suele ver incrementada en los episodios de luna llena, de allí que ante la ascensión celeste de la luna, esas personas adquieran una inusitada excitación y lleguen a comportarse de una forma por demás excéntrica. Estos hombres lobo civilizados van en aumento debido a que la vida citadina se vuelve cada día más una carga, un inmenso planeta de problemas y conflictos a quienes algunos desheredados hayan de cagar por fuerza. Esta perspectiva heroica sobre la abundancia de potenciales hombres lobo está convalidada en la estadística de crímenes pasionales y de todo tipo de horrores, estadística que también va en aumento, amenazando con cubrir al planeta de hombres lobo afectados a consecuencia imponer natural justicia de esta por mano proliferación propia. del Como crimen, concomitantemente más hombres lobo saldrán las noches de luna llena a sostener al planeta. Unos lo destruyen y otros lo mantienen con vida. Esta observación, que seguramente luzca ante los ojos de los más conceptuosos como temeraria y simplista, sitúa al hombre lobo bajo otra perspectiva: en la dimensión del héroe, quizás de superhombre. Usualmente, cuando se piensa en superhombres se los concibe dotados de poderes excepcionales y de mucha luz. El hombre lobo tal vez tenga poderes extraordinarios, que no excepcionales, y sólo se valga de la luz prestada de la luna para ejercitarlos. Parece una buena explicación, al menos así lo siente el autor de estas cuartillas, que pasa revista en este instante a la memoria de todos los hombres lobo que conoce y que conoció y se saca el sombrero ante su hazañosa perspectiva. La licantropía se desarrolla con mayor energía en los grupos humanos idiosincrásicamente vinculados con la penalidad existencial, marcados con estigmas de todo tipo y color, sobreviviendo a fuerza de golpes y de mordiscones. Una generación de infelices que mutan en algo absolutamente aborrecible con el único fin de conjurar su propio espanto. En alguna medida, todos los que sufren con exasperación y sin solución de continuidad gatillan un mecanismo defensivo que los puede convertir a los ojos del público en seres indeseables, en lunáticos peligrosos. Y este lunatismo, esta fuerza y excitación que les viene de las rampantes cascadas radiactivas de la luna, los arroja frenéticamente en el mayor descontrol. Porque los hombres lobo pierden el control por un momento cada tanto tiempo, y se encargan de diseminar la semilla del miedo y del horror que ellos mismos trasladan en sus mentes todo el tiempo. No es más que una deposición terrible de los excrementos psicológicos, de la carga, de la pesada carga del mundo, sobre los brazos y sobre la naturaleza entera de los demás hombres. Y esto cuando el disco lunar los enardece y los mueve a pasar a la acción directa. Como en el cuento tradicional de la Bella y la Bestia, bajo la máscara peluda del hombre lobo se oculta quizá una terrible belleza, una belleza no racial, una belleza en estado salvaje. Sólo que el horror por la belleza, por la propia belleza, el horror por lo sagrado se revela al borde del precipicio, cuando se hace completamente insoportable ser una cosa para la que no hemos sido suficientemente preparados. Así como nadie soporta su fealdad, ni siquiera instintivamente, tampoco nadie soporta su singular belleza, ni consciente ni instintivamente. Toda la serie de rodeos y enmascaramientos con que trastorna su peculiar belleza el ser humano, demuestran a las claras que nadie está del todo preparado para reconocerse como un ángel. Como un ángel atrapado en la piel de un puerco, de un oso o de un lobo. Y es entonces que la doble naturaleza, la del animal ingénito, se revuelve en nuestro interior y nos obliga a comportarnos como puercos u osos pardos, como hombres lobos. Porque todavía no se ha escrito lo suficiente en relación con las miserias humanas y su tipología correspondiente del reino animal: a cada miseria, a cada vulgaridad, a cada defecto le corresponde un tipo animal. De allí que los seres humanos cargados de máculas animales encarnen ocasionalmente en constituciones y caracteres adscriptos a las fases más regresivas de algunas órdenes y linajes animales. El asno y el zorro, el tigre cebado y el paquidermo, la foca que vive tomando instantáneas de la vida y el topo que no ve más allá de sus narices, todos son tipologías de bestias a los que los seres humanos nos hallamos inexcusablemente ligados. Es algo totémico, atávico. En el linaje de cada uno de nosotros hay una familia del bosque o de la selva, del mar o de la montaña. Y eso, nuestros antepasados aborígenes de la América Boreal lo conocían al detalle. En el panteón psicológico al que nuestro linaje pertenece se encuentran esas fuerzas de la naturaleza en estado manifiesto o meramente latente, lo cual significa que se pueden hacer manifiestas en la ocasión más propicia, que es simultáneamente la más desventurada. Con cierta perspectiva, si todos los seres humanos revistamos en la hueste de algún tipo o género de bestias, naturalmente es comprensible y hasta tolerable que algunos especimenes humanos materialicen destrucción, de activamente regresión esos psicológica, en arquetipos sus de conductas permanentes o circunstanciales. Sin embargo, la cosa es en realidad más dramática todavía, puesto que a todo este asunto totémico debe sumársele al diferente, al minusválido, al monstruo humano. Los hombres elefante, los corcovados, los contrahechos, los enanos retorcidos y otras formas de la miseria carnal de nuestra especie, revistan en gran medida entre esos oscuros andrajos de la conciencia común de la humanidad: sencillamente se han materializado en ellos todos nuestras contradicciones, nuestros deshechos morales, nuestra poquedad. De allí que los legionarios de la humanidad que podrían incorporarse estadísticamente a la familia de los hombres lobo sean legión. Pero a diferencia de estos últimos, la mayoría de aquellos desheredados ostentan conductas de víctimas durante toda su existencia y no provocan grandes trastornos en las comunidades en las que viven. El horror es de orden interno: tal vez trasmitan a la mente común sus venenos y conflictos pavorosos, procurándole al alma de la humanidad una especial deformidad, una condición monstruosa y desnaturalizada que eventualmente estalla, se manifiesta en actitudes y conductas erráticas y terribles. Los más peligrosos de todos son nuestros monstruos morales, verdaderos catalizadores de toda la fealdad y maldad contenida en el seno del alma común. De allí que imaginar que los hombres lobo son apenas un grupo de enfermos lunáticos, de héroes inútiles y predadores, no resulte una posición del todo plausible. Los hombres lobo sostienen al mundo, a la pesada carga del mundo, junto con todos los ejemplares del sufrimiento y el horror, del horror humano y metafísico. Los criminales múltiples, los torturadores, la vesania y la idiotez congénita son resultado del extenso e intenso proceso de sintetización humana de la fealdad y del mal. Pero lejos de escarnecer a estos desheredados del género humano, deberíamos mirarnos en su espejo con sumo cuidado, con delicada y minimalista atención. Es seguro que de actuar de esa forma, todos descubriríamos nuestro linaje, nuestro tótem humano, un edificio o estructura psicológica realmente dantesca, insufrible, una composición infernal y fastuosa propia de los dominios de la nocturnidad y del vicio más empalagoso y visceral. Estos escritos a la luz de una vela tratan de indagar en los contenidos bacteriales de la mente humana, en la misma medida que obtienen luz del terrible cuento oscuro que se encuentra garrapateado en todas las paredes urbanas y en los muros de la segmentación de todas las terrestres fronteras, en la piel de los seres vivos, en particular en los tatuajes invisibles que se estampan sobre el cuerpo del ser humano promedio, de todos los seres humanos banalizados por la lucha por la vida. Es cuestión de leer con atención los inauditos grafismos del horror existencial, dispersos por todas partes, indeleblemente grabados en el arco de la victoria a las puertas de nuestra conciencia, arco del triunfo que no estamos en condiciones de atravesar debido a nuestra propia infamia, a nuestra absurda maldad, a nuestra inherente y generalizada estulticia. LOS DIOSES DEL MIEDO En la aurora de la humanidad los hombres lobo eran muy comunes, tan comunes que se los consideraba como males inevitables, como deidades del miedo y de la muerte. Todos los fenómenos de la desatada naturaleza propiciaban la creación de cultos y el empleo de ardides propiciatorios para evitar que las fuerzas de la vida quebraran la voluntad de los hombres. Bajo la admonición de razones místicas o religiosas surgió una cultura del culto al miedo, al temor más irracional. Los dioses poblaron la tierra y la secuestraron durante períodos de tiempo muy extensos. Bajo la misma óptica de aquel Árabe Loco y del Necronomicón, criaturas de los mundos sutiles poblaron la atmósfera moral del planeta. Pero los únicos dioses con carne y hueso, los únicos dioses capaces de sobrevivir a cualquier prueba, fueron exactamente nuestros hombres lobo. En una época en que la variedad de la forma externa era casi fastuosa, este género de criaturas del pánico controlaron cada departamento de la cultura humana con su perenne amenaza de terminar por tomar el control. La imaginación de los hombres hizo el resto: fueron concebidos en un Meru o en un Olimpo, en una miríada de regiones límbicas presidiendo el destino de los mortales y providenciando cada nuevo paradigma, los usos y las costumbres, los rituales y las ceremonias. De una forma muy ingeniosa la casta sacerdotal dispuso de esa manera las cosas para adular y envanecer a los hombres lobo. Por cierto se los temía como a las fuerzas del horror cósmico, pero se los disfrazaba en los templos con el porte de mancebos celestes dotados de una belleza prodigiosa y hasta de una magnanimidad ejemplar. Con el tiempo estos manejos de las cosas terminaron por servir de caldo de cultivo a una era en que la casta sacerdotal y el poder convinieron con los lobos humanos un acuerdo de mutuo interés. Por una parte eran elevados a la dignidad de fuerzas cósmicas benefactoras y por otro lado recibían la aquiescencia para devorarse a los labriegos, a los pobres y a los niños. La historia siempre tuvo por propósito el beneficio y el detrimento de unos y otros. Incluso en nuestros días es fácil percibir cómo los hombres lobo de la política y de las finanzas cuentan con la aprobación y las normas de la civilización, a cambio del astroso poder de subsumir y explotar a los trabajadores, a los pobres y a los locos, a todos los que jamás se dejarían subyugar. El actual culto al mercado y al dinero sucedió efectivamente al culto de los temores sagrados, al miedo y a la ignorancia. El mito fue cancelado y su lugar fue tomado por las opíparas consignas mercantilistas, las predicaciones de cultos religiosos y sistemas de creencias que no se acomodan del todo a los privilegios de los más hábiles hombres lobos y de otras cosas malsanas por el estilo. En los tiempos ancestrales la cultura adoptó a los monstruos como parte necesaria e instrumental del poder. El poder se edificó siempre sobre las bases del miedo, del terror por lo sagrado, por lo desconocido e imponderable. Y los hombres lobos obtuvieron impenetrable. gran ventaja de esta lógica filosa e Se los veía a la vera de los caminos en las noches de luna llena asaltando a los peregrinos, a los sabios, a los despistados, a todo hombre y mujer que no se aviniera a ser controlado o controlada por el poder imperial, por el poder religioso, por ninguno de los poderes organizados. Tal es el precio fatal para aquel que esquiva rendirle culto a los modos y modas de los tiempos, a las concepciones más recibidas, a la moral y a la cultura dominante. Épocas en que el miedo era el bien propio de la globalización reinante: en todas partes se edificaban sobre el miedo, sobre el pavor y el rechazo a lo desconocido. Las ciudades y los puertos, los héroes y los templos, todo fue edificado sobre los cimientos del miedo, del miedo al mal, al dolor, al horror. Del miedo a sus representantes más acérrimos, los hombres lobo. Curiosas y embellecidas caricaturas del género lobuno proliferaron a lo largo y ancho del planeta para celebrar el miedo. Llegó a tal extremo el uso de la fantasía que incluso tribus miserables y errantes unificaron a los ídolos del mal en un sólo dios, en Dios, en el dios de las batallas, en el dios vengador, en un monstruo paradójicamente dueño de toda la piedad y el poder. Finalmente habían conseguido unificar sus miedos al extremo de concebir una deidad impoluta pero terrible, un Hombre Lobo Celeste. La gravitación de tal deidad absoluta del mal, del miedo, se conoce por las consecuencias dolorosas que han padecido los grupos humanos de la antigüedad, así como en la modernidad y hasta nuestros días. La obra había sido ejecutada, las mentes más afiebradas crearon de la nada una imagen invertida del hombre lobo y la entronizaron en el cenit de la bóveda nocturna, el Dios de los salmos y de los profetas incestuosos que no era otro que el mismo hombre lobo de síntesis, la sombra del hombre lobo, una verdadera necesidad espiritual. Porque al espíritu humano se le había vuelto insufrible no contar con una fuerza de su propia naturaleza, por fuera del espacio y del tiempo, a quien peticionar todos los santos días. La inmortalidad del hombre lobo estaba asegurada, se hacía necesario asegurar la inmortalidad del hombre común y corriente. Las cosas por su nombre. Todo lo otro es la verdadera e impersonal realidad del espíritu. Pero entre nosotros, virtuales sacerdotes del terror, tal realidad todavía no tiene lugar. La seducción que ejerce el miedo sobre la moral de los seres humanos lo vuelve el vehículo más eficiente para canalizar su natural indefensión, su levedad existencial. Desde el encendido de velas hasta la lectura de salmos, toda actividad propiciatoria o peticionante se enmarca dentro del régimen azul del miedo. Arengados por los oficiantes de los cultos –hombres lobo arrapados según la lógica del exhibicionismo y el misterio- los pobres fieles del miedo mundial van de uno a otro templo, en una vía crucis interminable que sólo acentúa las aristas dolorosas del peregrinaje humano. Esta adoración del factor siempre incidente en las relaciones humanas y del hombre con la naturaleza, es por cierto el instrumento infalible de control cultural y político. El miedo a la escasez es en realidad miedo a la falta de miedo y otro tanto se puede decir del resto de los temores más acendrados del alma humana. Impía regresión, hipnosis y hechizo colectivo, amordazamiento del espíritu; el miedo es la atrocidad sublimada en nombre del hacedor. Los hombres lobo suelen estar en la imaginación de los antiguos revestidos por todo tipo de imágenes e imaginería; cada pueblo asimilándolos a los dioses de los otros pueblos, en última instancia representaciones regionales del mismo concepto y del mismo furor nocturno. El tráfico de dioses preludió todo otro tipo de tráfico y transacción; introdujo la negociación y el comercio de costumbres y de objetos, con la misma liberalidad que esta fascinación por el cambio de ropaje, por un nuevo exterior, aún en nuestros días ejerce sobre todos los individuos de nuestra insana especie. Todo cuanto se compra y se vende es miedo, iconografía del hombre lobo, antes, ahora y después; terrible anestesia del alma, reducida a escombros por la estupidez más infausta. Y el miedo se yergue victorioso alumbrado por su luna llena perpetua, arrojándose sobre los desprotegidos mortales e inficionándoles el veneno más terrible, el veneno que nos hace pensar que la causa de las grandes acciones humanas no radica en el miedo sino en la gloria de su condición, de la condición de seres dotados de juicio propio y libre albedrío. Vanidad de vanidades, todo es vanidad, vanidad que es miedo reconvertido y elaborado por la mente, la mente que en última instancia es la propulsora de todas las grandes ideas y conductas que hemos caracterizado con la palabra “mal”. La mente material que es el epítome del mal, el hombre lobo que todos llevamos adentro y al que vamos presos por este viaje circular en torno al gran depredador. LOS AQUELARRES Con el tiempo surgió la resistencia. Mujeres y hombres que aspiraban a vivir libres del miedo, de las figuras parentales colectivas que emblematizan el miedo y la dependencia moral, mujeres y hombres brotaron en el Viejo Mundo y se conjuraron para traer a la Tierra una nueva dispensación. Una oportunidad nueva para desarraigar de las mentes contaminadas la prédica pantagruélica de los sacerdotes del Gran Hombre Lobo Celeste. Se aliaron, se unieron a la naturaleza, conocieron sus recónditos secretos, se embriagaron con los elixires de la vida. Y cuando los solsticios y los equinoccios se juntaron en las montañas a celebrar sus festivales ocultos, sus festivales de la grande resistencia al hombre lobo y a toda su estirpe de alcahuetes coronados. El afán libertario alcanzó un amplio predicamento entre los hombres de luces e incluso entre los villanos inclinados a la investigación de los hechos según líneas paralelas, no necesariamente mediante la jurisprudencia oficial, la de los lobos humanos. La escuela dominante, la de los monstruos morales, con el tiempo presentó estos hechos providenciales como lo que no eran, exactamente como grandes orgías de denuedo y destrucción. Los besos negros, las misas diabólicas, los sacrificios sangrientos, que tan pulidamente ellos organizaban en secreto o públicamente bajo la férula de una liturgia civilizada, les fueron atribuidos a los revolucionarios emergentes. Les llamaron aquelarres a sus concilios de perfección, hicieron sonar la negra nota del descrédito y de la infamia. Cubrieron al mundo con bandos interesados y falaces, retrasaron todavía más la nunca conquistada liberación de los pueblos y de las almas. Fundaron su escolástica del hombre lobo, sus universidades propagandística, inflaron sus pulmones en el centro de sus edificios catedralicios, desdibujaron la natural inclinación por el silencio y la prueba directa que los verdaderos hombres de la ciencia magna abrazaron, confundiendo a las masas con sus retahílas fingidamente púdicas. Celebraron sus concilios en la cresta de la luna, se irguieron ante el mundo que intentaba despertar y una vez más lo adormecieron con el opio y la morfina de sus planes siniestros. Hombres lobos y secuaces coronados ganaron la primer gran batalla. El mundo estaba a merced del miedo más absoluto, del miedo más estúpido, del miedo a quemar las ramas de la encina, a incendiar el bestiario interior, el recelo y la pacatería. La luna excesiva les dictaba cada uno des sus pasos, la bestia que agota sus tripas en las oscuras retortas de los cielos. Y la masa sedienta de venganza, porque después de todo adora a su primordial Hombre Lobo, se ceba en el escarnio y la persecución de los excéntricos aventureros al límite entre la racionalidad y la locura. Todo viejo aire religioso se vuelve vapor poluto y hollín de leña vieja; ya nadie se detiene a considerar si existe, si puede existir una visión alternativa a la consagrada e impuesta desde el poder cardenalicio, desde el trono del monarca de turno, con sus dientes afilados y sus legañas de sueños lúbricos, escoria de todos los auto-indulgentes y simiescos excesos. No hay palacio, baño público, templo ni edificio común libre de la gran contaminación, del general entusiasmo por la causa de los hombres lobo. La cultura se ha vuelto una marmita hirviente donde se cuecen hasta la desintegración las ideas nuevas y los fermentos de cambio. En nombre del sacrosanto miedo universal edificarán más iglesias y domos, pintarán más telas, iluminarán más verbosos tratados de la especie placentaria, todo en nombre de la gloria del supremo y único hacedor: el miedo cósmico, el miedo matriarcal, el miedo patriarcal, el miedo en cada uno y en todos los intersticios del espacio. Esta es la verdadera historia universal de la infamia, una historia ladeada y ladina que ha puesto al Cristo en la misma bolsa que al lobuno predador y una vez retirado del fondo del saco la estirpe escogida, otra vez fue el lobo arquetípico el modelo seleccionado para bien y para mal de todos los devotos y fanáticos seguidores de la mera marcha, del movimiento que se demuestra andando aunque no conduzca a ninguna parte. Las gloriosas relaciones de los libertarios con los espíritus de la naturaleza, con las fuerzas superiores absolutamente aisladas por la casta dominante, sólo sirvieron de caldo de cultivo para las posteriores sociedades secretas de hurgadores desconfiados y escépticos del poder regente. Esta es la historia de la verdadera crucifixión del género humano en manos de los legatarios de la más cruel conspiración contra el ideal y la libertad. Horrendo es el camino que lleva del horcón petrificado a la encina sagrada donde reposar y soñar en libertad. Pero volvamos una vez más y para siempre a nuestros aquelarres luminosos, a nuestros festivales donde florece el arco iris de la alianza entre los muertos y los vivos, entre los genios y los hombres. Una conspiración maravillosa que denunció y puso en evidencia la antigua y perversa dominación lobuna, el artilugio de los animales humanos exaltados hasta la condición de la prelatura o del principado. Muñecos de paja y esparto eran quemados en actos votivos ante las constelaciones numinosas, con el único y saludable propósito de acabar con el reinado del terror, con las ínfulas y las imposturas de los lobos y de sus infectos secuaces y aduladores. Todo fue intentado a fin de iniciar al planeta en una nueva fase de su existencia colectiva. Las artes liberales, el pensamiento crítico, la luz y el fuego surgieron de aquellos conciertos de almas contestatarias. Pero el tiempo implacable y la mojigatería y el conformismo de los hombres que temían perder sus anodinos privilegios de castrados seguidores de un icono delirante, conspiraron para que la revuelta, la resistencia sólo armada con el espíritu pudiera romper las cadenas y emancipar el alma humana. Alguien ha de afectarse a esta faena mayor. Alguien, todos los que quieran acabar de una vez y para siempre con el reino del terror. Porque la construcción de la historia y la actitud de masas inertes y fácilmente hipnotizables van de la mano, y esa es la justa en la que venció el terror: la lucha por la liberación de las mentes, al menos de aquel espacio en la mente que demanda de otra luz y de otra energía, no de los implantes de basura y de baba lobuna, no de los gusanos retorcidos en menstruos que ahora controlan toda esa íntima región. Región de la mente que, paradójica pero explicablemente, se relaciona más íntimamente con la sabiduría del corazón, del centro encarnado donde mora la raíz de la vida. ¿Corazón? Ante la cultura lobuna del pasado, de todos los tiempos, el corazón es la pulpa de la ciruela y la entraña del faisán, el esfínter abierto y la cabeza de la cabra, nada más y nada menos. Todo es terror y vanidad. EL INQUISIDOR El Gran Inquisidor y todos sus lugartenientes representan la fetidez sin alfombras rojas ni especiales cuidados del hombre lobo elevado a la enésima potencia. La reacción inevitable ante el surgimiento de los grupos libertarios del alma, no fue otra que organizar una persecución y castigo de los temerarios que habían osado violar el orden establecido. Entre estos pioneros había todo tipo de hombres águila y hombres búho, canales de fuerzas visionarias y luminosas de la naturaleza y del universo, que reclamaban una nueva atención a las leyes y principios directores de todas las buenas cosas de la vida. Pero a juicio de los hombres lobo, entre todos los miembros de la gran familia de los linajes de la tierra, parece que no hay lugar para un solo ejemplar más. El culto al Gran Hombre Lobo incubó estas alimañas rapaces y tenaces, que salieron por la tierra de la vieja Europa a pesquisar cuanto refugio y madriguera estuviera abierta, a hurgar en cada rincón, en cada letrina, en cada cancionero de juglaría, en cada motete pagano, en toda manifestación de los retablos del arte popular. El revulsivo método de caza fue comandado por la culminación de esta figura del horror y de la castración espiritual, alzada sobre los zancos del poder, del poder que el clero y que los arrogantes príncipes de la tierra le habían conferido. El montaraz lobo de todos los lobos se adueñó del paisaje y lo sometió a su entera voluntad. Crasa impiedad y dolorosa demostración de ceguera y nulidad. El mundo seguía siendo sostenido por los lobos por más que los Galileos y otros tantos entre los antiguos se empeñaran en demostrar exactamente lo contrario. El mundo estaba confinado en el interior de una ensaladera con rezumantes puercos fritos en aceite de nueces pardas. La crisis lo era todo, siempre lo es todo, no había forma de eludir la maraña, no habrá forma, la telaraña artera de los sátrapas del antiguo imperio. Lodo y porquerías corrían por las venas de los criminales que actuaban parapetados detrás de una fe absurda, pueril y malsana. Se habían terminado por apoderar del último vestigio de sentido común y de compasión sobre la europea landa; la suerte estaba echada, los lobos del planeta harían su festín oprobioso hincando sus dientes en las carnes de los profetas sin biblias, de los libres de toda histeria. Corrupción y delirio, nada más que lapislázuli de laboratorio, pero estropeado entre los dedos romos de los verdugos. Un Gran Inquisidor supone un completo cuestionamiento de nuestras raíces y de nuestras frondas, una interpelación implacable a cada uno de los forjadores de una espada victoriosa. Un Gran Inquisidor encarna la afectada exhibición de poder absoluto de que hacen gala los ufanos del vientre satisfecho y la saliva acidulada; a los sibaritas devoradores de la alegría, a las tramas rigurosas de un esquema de pensamiento únicamente acotado a la estrategia del tirano. Las terribles épocas de absolutismo ideológico han venido para quedarse, como vinieron desde la luna los primigenios hombres lobo para quedarse, para sembrar cizaña, para esquilmar al crédulo y tonsurar la moral del incauto. Y con cada siglo se renueva la oleada de baturros exaltados a la condición de estetas del juicio final, las implacables serpientes que alfombran el mundo. Y grandes y pequeños inquisidores, todos han sabido batirse contra la temeridad de la resistencia, de los cuadros diezmados de leales del sentido común y de la llana normalidad. Cuando la monstruosidad y el crimen son juzgados como ofrendas florales al pie del cañón de un monumento, poco queda por hacer ante la opinión pública no pensante. La opinión pública que conforma la más pública superstición, la de los gigantes invictos que heredaron la tierra y las estrellas. Cuídese el suicida de aniquilarse sin haber arrastrado antes a otros tantos infelices al suicidio: de no cooperar con las fuerzas dominantes seguramente le será imposible acordar con la muerte el último instante. Porque la muerte es propiedad de los hombres lobo, al igual que la vida, la enfermedad y la catalepsia, en una época interminable de inquisiciones y de censuras. Todo es distinto debido a que el desorden prevaleciente es singularmente igual. Viva la última pera del último peral: hasta que llegue ese día sólo una pera por día y luego hongos y lepidópteros, marranos celulósicos y pistacho con glotonería de saladero. Una máquina rudimentaria hecha para triturar el esqueleto, para romperle las costillas al réprobo, después de un alto tribunal a la vanguardia de los derechos del cielo del Gran Lobo Divino. Un tribunal de ajusticiadores que se gastarán sus ejercicios de estilo en momificar los códigos de la santa madre iglesia y de la más santa todavía madre inquisitorial. Degüellos y segmentaciones, trepanaciones y quemas, y un mal olor glorioso sobre la faz del abismo, una nube sobre el santuario proveniente de los deshechos grasosos de los cuerpos condenados a la condenación. Entre esos deshechos, las noches de luna completa, hunden sus hocicos los lobos de segundo orden, que quizás sean los genuinos lobos, y se regocijan saboreando la carne réproba del soldado refrito, sus sesos y sus glándulas. Vomitivo manantial de la justicia divina, horno y resumidero, acaso anticipo de una jungla final. Celebren el exterminio de los diferentes, celebren su dominio sobre las conciencias, háganlo todo el tiempo, que llegará un día, un día preclaro en que la impostura acabará. Ese día puede que no sea un día, puede que no sea tampoco una noche. Puede que ese día sea una magnitud del tiempo absolutamente extrema. Y puede que se prolongue por la eternidad de las eternidades. Y puede que nada nuevo ocurra nunca jamás. LA IDEOLOGÍA DEL HOMBRE LOBO TODOS SOMOS EL COLOQUIO DE LOS LOBOS