TRIBUNALE DI MILANO

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LAS COMPLEJIDADES E IMPACTO
QUE UNA REFORMA INTEGRAL DE LA
LEY CIVIL GENERA
La adopción de un nuevo código civil constituye siempre, en todos los
Países, un evento al cual las Instituciones tienen la tendencia – con orgullo – a
otorgar mucha importancia.
En Italia, por ejemplo, el actual código civil se ha hecho entrar en vigor - en
sintonía con la retórica típica del régimen (fascista) en aquel entonces en poder el 21 de Abril de 1942, “Navidad” de Roma (o sea, día en el cual la tradición
coloca la fundación de la ciudad eterna: casi a querer subrayar un especie de
continuidad ideal entre la nueva obra legislativa mussoliniana y la clásica del
último gran legislador romano, Justiniano.
El porqué de dicha atención es muy evidente: a diferencia de los otros
códigos – destinados a incidir tan solo sobre algunas categorías, inclusive
bastante circunscritas, de la población (se piense al código penal), o sea sobre
algunas clases profesionales, y, tan solo indirectamente, sobre otras asociadas (se
piense a los códigos de rito) – el código civil al contrario regula todos los
momentos esenciales, todos los aspectos más importantes de la vida de cada
ciudadano: desde el nacimiento hasta la muerte; desde los derechos de la persona
hasta las relaciones familiares, y, más en general, hasta las relaciones en el
interior de las formaciones sociales; desde los mecanismos de apropiación de la
riqueza hasta la transmisión generacional de la misma; desde las actividades de
intercambio hasta las iniciativas económicas; desde la disciplina de los actos de
autonomía hasta aquella de los daños; etc.
Y un tal género de preminencia ideal parece reconocida al código civil
inclusive por la tradicional colocación, en abertura del mismo, de aquellas que en
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Italia se definen como “Disposiciones sobre la ley en general” y que en el
proyecto de nuevo código civil argentino se encuentran agrupadas en el “Título
preliminar”: disposiciones que - dentro de los limites en donde se tratan las
fuentes de derecho, desde la eficacia de la ley en el tiempo, desde su
interpretación y aplicación, etc. - están destinadas a encontrar aplicación más allá
de los confines de las normas de derecho privado.
Y es propiamente porque destinados a disciplinar los aspectos
fundamentales de la vida de los ciudadanos, que necesitan poder contar sobre un
contexto de razonable estabilidad en la reglamentación de las reciprocas
relaciones, que los códigos nacen – todos ellos – con la ambición de durar en el
tiempo. El primer código de Italia unida, que remonta al año 1865, ha quedado
en vigor por más de tres cuartos de siglo; meta, la de los tres cuartos de siglo, que
está punto de ser felizmente alcanzada por el actual código civil de 1942, del cual
nadie – hasta la fecha de hoy – propone seriamente una reforma integral. No es
nada, en comparación con más de dos siglos de vida del Code Napoleón o del
abundante siglo del BGB alemán; no es nada, ni siquiera en comparación con el
siglo y medio (casi) de vida del vigente código civil argentino.
Si una codificación civil es, por su naturaleza, destinada a dar forma
jurídica a una sociedad a pro no tan solo de la generación de la cual es expresión,
sino inclusive de las generaciones futuras, es evidente la responsabilidad que
grava sobre sus autores.
Si es verdad – según observaba uno de los más ilustres exponentes de la
civilística italiana de mitades del siglo pasado, Rosario Nicolò – que “los códigos
de derecho privado no pueden provocar la mortificación de la realidad y del
progreso, que al final no se cuidan mucho de los esquemas pre-constituidos”, es
también verdad que los mismos pueden, al contrario, constituir la linfa que
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estimula, alimenta y favorece dicho progreso, también a través del
condicionamiento que inevitablemente ejercitan sobre el pensamiento jurídico y
la jurisprudencia práctica.
La experiencia de las codificaciones civiles que se han subseguido en Italia
– la única de la cual tengo un conocimiento suficiente para poder tratar, pero de la
cual se pueden extraer argumentaciones de reflexión que la trascienden –
confirma el relieve.
Como mencionaba anteriormente, mi País – seguidamente la unificación
nacional que remonta al año 1861 – ha vivido dos siguientes codificaciones
civiles; aquella inmediatamente siguiente a la proclamación del nuevo Reino, en
el año 1865 y aquella, realizada por el régimen fascista pero entrada en vigor a la
víspera de su caída, en el año 1942.
En verdad, la Península – cuando todavía la palabra “Italia”, como
cáusticamente manifestó Metternich, constituía tan solo “una expresión
geográfica", en ausencia de una entidad que la unificara políticamente – ya había
conocido una especie, si se puede decir así, de unificación por lo que se refiere a
la legislación civil.
Efectivamente es sabido que, en los primeros lustros del XIX siglo, el País
fue progresivamente atraído en la órbita francesa: algunos territorios (Piemonte,
Liguria, Parma y Piacenza, Toscana, Umbria, Lazio) fueron día tras día anexados
a Francia, con consiguiente directa aplicación, entre ellos, del Code civil des
Français; Lombardia, buena parte de Emilia (Reggio, Modena, Bologna,
Ferrara), y luego Veneto, Trentino, Marche entraron a hacer parte de un Estado
formalmente autónomo – el Reino de Italia, mandado por el Empereur – que
instauró un propio Codice civile del Regno d’Italia (entrado in vigor el 1° de
Abril de 1806), que era tan solo la traducción en idioma italiano del código
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francés; el Sur dio origen al Reino de Nápoles – sobre cuyo trono se sucedieron
en primer lugar Giuseppe Bonaparte y luego Gioacchino Murat; luego el mismo
se dotó de un código civil estrechamente modelado, con algunas modificaciones
exclusivamente formales, sobre el prototipo francés. Tan solo Sicilia y Sardegna
– en donde se habían refugiado los soberanos destronados de las familias
Borbone y Savoia – permanecieron excluidas de la influencia francesa.
Por lo tanto, como primera aproximación, se puede afirmar que, en el
decenio 1805-1815, el Code Napoléon – o en forma directa, o en traducción
italiana, o en versión readaptada – encontró aplicación en toda la Península (con
excepción de las islas mayores: Sicilia y Sardegna) constituyendo al final un
potente factor, inclusive antes de la francisation des italiens, de unificación de la
normativa privatista.
Pero un tema merece ser evidenciado: si en Francia la entrada en vigor del
Code Napoléon había marcado un momento de cristalización de las conquistas
desde tiempo ya adquiridas seguidamente a la Revolución de 1789 – o bien, en
algunas materias había marcado un momento de reflexión, por no decir de reflujo
con respecto a algunas selecciones normativas impuestas por el radicalismo
ideológico de los jacobinos – en nuestro País su aplicación tuvo al contrario
efectos quebrantes.
En primer lugar, con las codificaciones de estilo francés, encontraron por
primera vez plena aplicación en nuestra Península aquellos principios de
centralidad del individuo, de libertad e igualdad entre los ciudadanos, de plenitud
y absolutismo del derecho dominical, de autonomía privada, de libertad de
iniciativa económica privada y de acceso al mercado, que constituían el
patrimonio más duradero de la Revolución de 1789, pero que – no obstante las
reformas de los años 1796-1799 – todavía no habían sido adquiridos al
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patrimonio cultural de nuestro País.
Todo esto contribuyó fuertemente a la
formación de un espíritu nacional nuevo, expresión de una burguesía liberal
aumentada de número y de influencia.
Por lo que se refiere a las estructuras socio-económicas, la importación
del sistema civilista francés – con la abolición de los vínculos feudales sobre la
tierra, de la primogenitura, de los fidecomisos, de los vínculos corporativos, por
una parte; con el afirmarse de la autonomía privada en orden a la circulación de
los bienes y a la constitución de más diferentes relaciones jurídicas, como
también de la libertad de iniciativa económica en la agricultura, en las industrias
y en los comercios, por otra parte – contribuyó fuertemente a revitalizar el
mercado inmobiliario, a hacer leudar la producción agrícola, a incentivar las
inversiones productivas, a abrir nuevos sectores en las actividades empresariales
por nacer de la burguesía; en otras palabras, contribuyó fuertemente a dar aire a
una economía hasta aquel entonces restañada, e impulso a rápidas
transformaciones en las relaciones sociales.
En este estado había dado buena prueba de sí mismo el sistema privatista
impuesto por la hegemonía francesa que – cuando, con la caída del astro
napoleónico, en 1815 se abrió, con el Congreso de Viena, aquella temporada que
se conoce con el nombre de “restauración”, con el regreso sobre el trono de las
dinastías destronadas por Napoleón y el intento de abolir todas las reformas de las
instituciones políticas del periodo francés – mientras, en la mayor parte de la
Península se excluyó, por lo que se refiere a las relaciones privatistas, un mero y
simple regreso a la antigüedad.
De esta forma – después de un periodo en el cual las leyes francesas
fueron, en los muchos pequeños estados en los cuales la Península había sido
desmembrada, mantenidas provisionalmente vigentes simplemente – expugnando
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algunos de los institutos (como el divorcio) más extraños a la tradición y a la
cultura de nuestro País –asistimos a la adopción, en el año 1819, del Codice del
Regno delle Due Sicilie; en 1820, del Codice civile per gli Stati di Parma e
Piacenza e Guastalla; en 1838, del Codice civile per gli Stati di S.M. il Re di
Sardegna (más conocido como Código Albertino, desde el nombre del rey Carlo
Alberto); en 1852, del Codice civile per gli Stati Estensi: todos ellos – este es el
punto – marcados por una fundamental fieldad al modelo napoleónico; con el
resultado de mantener vivas, inclusive sobreponiéndose a la orientación
generalmente reaccionaria imperante en el campo político, aquellas ideas de
libertad (también económica) y de igualdad que habían constituido la levadura de
la Revolución francesa.
Prácticamente, tan solo el Estado Pontificio, el Gran Ducado de Toscana y
el Lombardo-Véneto (anexo al impero austro-húngaro, con consiguiente
aplicación, en su territorio, del código civil austriaco de 1811), permanecieron
extraños a la introducción de códigos de inspiración francesa.
Realizada – con la proclamación, en 1861, del Reino de Italia, bajo la
dinastía de los Savoia – la unidad política del País, se asomó enseguida la
exigencia de unificar la legislación civil de las diferentes regiones italianas.
Además, la operación no se presentaba muy dificultosa, porque – como se acaba
de evidenciar – muchos de los como ya dichos Estados pre-unitarios, absorbidos
en el nuevo Reino, disfrutaban de códigos que, por identidad del modelo de
referencia y consiguiente sustancial uniformidad de contenido, ya realizaban una
especie de derecho común en diferentes áreas de la Península.
Por razones eminentemente políticas, se optó por la elaboración de un
nuevo código para el nuevo Estado. Al final quedaron aisladas las voces que
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sugerían extender simplemente a todo el territorio del Reino el Código Albertino
o el Código del Reino de las Dos Sicilias.
En realidad, en aquel estado probablemente todavía no estaban maduras
las condiciones que habrían justificado una nueva codificación civil: por una
parte, los valores individuales de libertad, igualdad, autonomía - que habían sido
el fruto más duradero de la Revolución francesa y que habían encontrado
expresión, a nivel normativo, en el Code Napoléon y en los códigos al mismo
inspirados – todavía eran, en la Italia de mitades del ‘800, aquellos en los cuales
se reconocía la burguesía productiva: la que había sido el alma de nuestro
Resurgimiento, que había llevado el País hacia la unificación, que constituía la
clase gerente; por otra parte, las estructuras económicas – todavía
sustancialmente fundadas sobre la actividad agrícola, sobre la propiedad
inmobiliaria, sobre la libertad de los comercios – no eran muy diferentes de las de
Francia de principios del ‘800.
En dicho contexto, la nueva codificación – querida más bien como
“bandera” del nuevo Estado y no como impuesta por la necesidad de señalar una
censura con un pasado ya al final de su parábola histórica – habría podido
efectivamente resultar (come efectivamente resultó) una obra técnicamente de
valor (pudiendo, además, aprovechar de la experiencia aplicativa del Code
Napoléon y de los Códigos pre-unitarios, al igual de la jurisprudencia tanto
teórica cómo practica que sobre los mismos se había formado durante más de
mitad siglo); pero difícilmente habrían podido resultar un potente factor de
renovación de la vida social, económica y civil de las poblaciones italianas (como
al contrario había acontecido para las codificaciones francesas de principios de
siglo).
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Por lo tanto, no sorprende que la sabia elasticidad de las previsiones
dictadas por el código de 1865 haya permitido a la ciencia jurídica italiana,
progresivamente siempre más fascinada por la pandetistica alemana, elaborar
considerables construcciones conceptuales, y a la jurisprudencia practica acoger
soluciones operativas animosas y abiertas a la mutación de las exigencias de la
vida; pero no le haya permitido enfrentar las radicales transformaciones que
habrían marcado los últimos decenios del siglo.
El desarrollo de la gran industria, la progresiva pérdida de centralidades
de la agricultura en el ámbito del sistema productivo, los consiguientes
fenómenos migratorios de las campañas hacia las ciudades, el formarse de un
amplio proletariado urbano, la determinante importancia rápidamente asumida
por los problemas de trabajo, conllevaron no tan solo mudar profundamente las
estructuras económicas y sociales del País, sino también hender aquel
generalizado asenso que hasta aquel entonces había asistido las ideas de fondo
presupuestas a las codificaciones liberales del ‘800.
Efectivamente, las miserables prospectivas de vida de la nueva clase
obrera, las gravosas condiciones de trabajo a la misma impuestas, la sustancial
ausencia de tutelas de sus derechos fundamentales (a la seguridad en el lugar de
trabajo, a la salud, a la casa, al seguro social, a la asistencia, etc.), la
incrementación de las discriminaciones económicas y sociales, terminaron con
atraer, en mérito a la vigente disciplina de la producción y de intercambios
dictada por el código, las críticas no tan solo de quien, en el óptica de una
ideología socialista de derivación marxiana, veía en el mismo la expresión típica
del individualismo egoísta de una burguesía guardadora de los privilegios de la
propiedad y negligente de las instancias de la socialidad, sino también de quien
se apelaba, al contrario, a los valores de solidaridad social de matriz católica (a la
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cual dio – con autoridad – voz inclusive la carta-encíclica Rerum novarum de
Papa Leone XIII).
De esta forma, fueron madurando, bajo el impulso de la nueva sociedad
industrial, las condiciones para una profunda y orgánica revisión de la legislación
civil, que tuviera en cuenta tanto los volcamientos que habían acontecido en las
estructuras económicas y sociales del País, tanto de la crisis que había investido
las ideas de fondo que constituían el substrato político y moral del primer código
post-unitario.
Pero el problema tardó ser enfrentado seriamente.
En primer lugar se intentó eludirlo con la adopción, ya en 1882, de un
nuevo código de comercio (que de esta forma substituyó el de 1865). Luego ante los trastornos conllevados por el primer conflicto mundial, en el cual Italia
fue dramáticamente implicada desde 1915 hasta 1918 – se empezó a poner en
acto una serie de proveimientos legislativos (la llamada “legislación de guerra”)
que, con la finalidad de enfrentar los excepcionales problemas conllevados por la
emergencia bélica, derogaban a las reglas del código, que a pesar de todo
permanecían formalmente en vigor.
La respuesta definitiva llegó – como ya dicho – en 1942, con la entrada en
vigor, al cabo de veinte años de gestación, del actual código civil.
El momento no habría podido ser más infeliz.
Italia en aquel entonces estaba completamente absorbida por el esfuerzo
bélico, impuesto por su desdichada participación al segundo conflicto mundial al
lado de Alemania de Hitler; a la víspera de la caída del aquel régimen fascista,
que el nuevo código había querido de manera que fuese, sobre el plan normativo,
la más elevada expresión del espíritu de los tiempos; con, a la puerta, las
imponentes transformaciones (la reconstrucción del sistema productivo, la
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impetuosa industrialización, la urbanización acelerada, las migraciones internas
desde el sur del País hacia las áreas industriales del norte, los fenómenos del
“consumismo, etc.) que, en el post guerra, habrían mudado profundamente el
cuadro de referencia general – político, económico, social – con respecto al
tiempo en el cual el código había sido pensado, elaborado y emanado.
Pero todo esto no es suficiente.
“En el tiempo de la formación de este código [o sea, del código de 1942]
– observó Rosario Nicolò – las antiguas ideas-fuerza [que habían sido el
fundamento de las codificaciones liberales del ‘800 y que todavía constituían la
trama ideal del nuevo código) efectivamente estaban desgastadas, pero todavía
las nuevas no estaban maduras, las que podían constituir el fundamento del
derecho de mañana”: de un mañana que - muy pronto - se habría convertido en
presente.
“El Código Napoleón – sigue Nicolò – ha resultado ser una obra
grandiosa porque había adecuadamente interpretado las ideas madre que
constituían el patrimonio ideal de la sociedad burguesa, surgida desde la
revolución y destinada a dar su carácter al siglo que comenzaba”. He aquí, un
discurso similar no puede, seguramente, referirse a nuestro actual código, que al
fin había vuelto a proponer aquellas mismas “ideas madre”, cuando las mismas
habían sustancialmente agotado su propia fuerza propulsiva y ya se encontraban
en la fase descendente de su parábola histórica.
Estas son las causas en las cuales hunde sus propias raíces lo que ha sido
eficazmente definido (por Piero Schlesinger) como la “puesta del sol” del código
civil”; la que ha sido realísticamente definida (por Natalino Irti) como la “edad de
la decodificación”.
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En verdad, ni siquiera a los seis años de la emanación del nuevo código
civil, el día 1° de Enero de 1948 – terminada la guerra, caído el régimen fascista,
instaurado un sistema político-institucional de tipo democrático – entraba en
vigor la nueva Costituzione della Repubblica Italiana, en sustitución del Statuto
Albertino de 1848. La nueva Constitución - insertándose en la recién tradición
de las así llamadas “largas constituciones” - no se limitaba, como al contrario las
Cartas del ‘800, a disciplinar el ordenamiento del Estado y los derechos políticos
de los ciudadanos, sino dictaba además los principios fundamentales, sobre los
cuales se tienen que imprimir los derechos civiles, ético-sociales y económicos:
en una palabra, dictaba los principios fundamentales de la materia civilista. De
esta forma, la Constitución republicana – también en consideración de su
posición sobre ordenada, con respecto al código, en la jerarquía de las fuentes –
concluía la temporada de los códigos civiles vistos como “estatuto” de los
derechos civiles del ciudadano.
Pero no es suficiente: los principios fundamentales de la materia civilista
delineados por la Constitución a menudo resultaban inspirados a valores e ideales
diferentes – cuando sin más no opuestos – con respecto a los principios acogidos
por el código.
De esta forma se asiste, a partir de mediados de los años ’60 del siglo
pasado, al proliferar – inundador, torrencial, elefancíaco – de leyes especiales
que, propiamente en actuación de las indicaciones de principio contenidas en la
Constitución, iban a disciplinar toda una serie de materias ya reglamentadas por
el código civil, pero conforme a lógicas diferentes de las de los códigos; leyes
especiales destinadas a sustraer establemente al código la reglamentación de
muchas de las materias, tradicionalmente de su competencia, de más viva y
palpitante importancia social: la rescisión del matrimonio, la adopción
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legitimadora, la privacy, las organizaciones no lucrativas, la edificación de los
suelos, la expropiación para la pública utilidad, los bienes culturales, los
arriendos urbanos, los contratos agrarios, el trabajo subordinado, la protección del
consumidor, el mercado mobiliario, la disciplina antitrust, etc. E inclusive cuando
– como ha sucedido por las relaciones familiares y las sociedades de capitales –
ha intervenido directamente, con la técnica de la “novedad”, sobre el texto del
código, el legislador republicano le ha hecho siguiendo planteamientos y
persiguiendo objetivos muy lejanos a los acogidos en el ’42.
Ante dicha – sin duda – pérdida de centralidad del código en el ámbito del
sistema civilista, nos hemos interrogado sí la “crisis” embasta – por las razones
de las cuales hemos hecho una rápida mención– tan solo el código civil del ’42
(infaustamente nacido a la víspera de profundas transformaciones económicosociales y cuando todavía no se habían afirmado los nuevos valores – de
solidaridad social – extraños a la antecedente cultura liberal del ‘800, o no
embasta más bien la misma idea de codificación civil, como había empezado a
surgir a principios del XIX siglo.
La misma se apoyaba, efectivamente, sobre presupuestos bien delineados:
desde él de la unidad de la fuente del derecho, tradicionalmente identificada con
la ley del Estado, a él de la igualdad de los ciudadanos ante la ley.
Ahora, desde el primer punto de vista, no se puede no reconocer que –
hoy día – en Italia la disciplina privatista no encuentra más fuente exclusiva en la
ley del Estado, sino que a esta última se acoplan no tan solo fuentes sub-estatales
(leyes regionales o fuentes reglamentarias (por ejemplo, reglamentos por las así
llamadas “Autoridades independientes”), sino también fuentes extra-estatales:
desde las convenciones internacionales, [se piense a la Convención europea para
la salvaguardia de los derechos del hombre y de las libertades fundamentales
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(llamada “CEDU”), a la Convención de Viena sobre la venta internacional de los
bienes muebles, a la Convención de La Haya en materia de adopción
internacional, etc.] al derecho comunitario, que ya invade – inundador – casi
todos los territorios del derecho civil; desde los usos del comercio internacional, a
menudo “codificados” por la jurisprudencia de las cámaras arbitrales
internacionales, a los modelos contractuales que, generalmente elaborados en el
ámbito de sistemas de common law, las grandes multinacionales han conseguido
progresivamente imponer prácticamente - con la seña de la uniformidad - a nivel
planetario; etc.
Luego, desde el segundo punto de vista, no se puede desconocer cómo –
en actuación del principio constitucional (Art. 3 Cost.) de igualdad entre
asociados, pero entendido no más, según la tradición liberal del ‘800, en el
sentido meramente formal, sino también (y sobre todo) en sentido sustancial – la
más reciente legislación especial se presente, a menudo, como “a favor”, “a
tutela” de alguien: que sean trabajadores, inquilinos, cultivadores de la tierra,
ahorradores, inversores, consumidores, etc. Sujetos – todos ellos – considerados
necesitados, aunque haciendo alguna “infracción” al principio de igualdad
formal, de tutelas particulares, en donde – como menciona el 2° inciso del Art. 3
de nuestra Constitución, - “remover los obstáculos de orden económico y social,
que, limitando de hecho la libertad y la igualdad de los ciudadanos, impiden el
completo desarrollo de la persona humana y la efectiva participación de todos
los trabajadores a la organización política, económica y social del País”.
A parte todo esto, de toda forma es seguro que el rol inclusive hoy día
ejercitado por la disciplina privatista dictada por el código civil no puede
definirse, en Italia, marginal.
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Efectivamente, a la misma es necesario, en general, hacer referencia para
la individuación del exacto significado de términos y conceptos, que las normas
extra-código a menudo no se cuiden definir, sino simplemente presuponen; a la
misma es necesaria, a menudo, hacer referencia para colmar los vacíos, que
típicamente marcan la legislación especial; a la misma sobre todo, es necesario
hacer referencia para la reglamentación de las materias, relativamente a las cuales
no socorre ninguna normativa especial: y no se trata – cuidado – de materias de
secundario impacto sobre la vida de los asociados (se piense a las sucesiones
mortis causa, a los derechos reales, a las obligaciones, al contrato en general, a
los principales contratos típicos, a la responsabilidad civil, a la publicidad
inmobiliaria, etc.).
¿Cómo es posible – es espontaneo interrogarse – que un código, que
descuenta los “defectos de origen” mencionados (con las consecuencias que
hemos visto ha conllevado), todavía resulte universalmente considerado idóneo a
responder a las exigencias de la sociedad post-industrial italiana desde el
principio del tercer milenio? Como lo demuestra ya el hecho de que el único
proyecto de ley que, a mitad de los años ’60 del siglo pasado, había propuesto
otorgar al Gobierno una delega para la reforma integral del código, ha fracasado
miserablemente, abismado por críticas unánimes; y otros proyectos no fueron
seguidamente presentados.
Seguramente no se pueden reconocer, a mérito de Código del ’42, la
claridad del dictado, la sobriedad y esencialidad del estilo, la fineza de la
expresión, la excelencia del diseño arquitectónico, el elevado valor técnico. Al
igual que no se puede no reconocer – como escribe Antonio Padoa Schioppa –
que “al ojo de un histórico del derecho la lectura de los artículos del código
revela en filigrana la presencia de todo el arco de la historia civil y cultural
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europea: desde la ciencia jurídica griega hasta la del derecho romano clásico y
post-clásico, desde los textos y los principios del Nuevo Testamento y de la
patrística hasta las costumbres del alto medioevo, desde la ciencia jurídica de los
glosadores hasta la de los comentadores civilistas y canonistas, desde la escuela
culta hasta el iluminismo y los principios de la revolución francesa, y desde el
romanticismo hasta la ciencia del derecho privado y público del Ochocientos,
hasta las multíplices corrientes científicas de nuestro siglo”.
Pero no creo que la sustancial “capacidad” de nuestro código dependa de
esto.
A tal respecto, en primer lugar se puede relevar como – diferentemente de
lo que sucede con el afirmarse de la así llamada sociedad industrial, que exigió
profundas mutaciones de las estructuras jurídicas – la llegada de la así llamada
sociedad post-industrial (que convencionalmente se coloca en el momento en el
cual el número de los adictos a los servicios supera el número de los adictos a la
industria: en Italia, a principios de los años ’80 del siglo pasado) hasta la fecha no
haya hecho sobresalir una exigencia similar: “la transacción a la sociedad postindustrial – comenta Francesco Galgano – está aconteciendo ahora en la seña de
la continuidad. Se pueden aplicar las mismas normas pensadas por la sociedad
industrial”.
En segundo lugar, se tiene que observar como el acontecimiento en nuestro
País de una sociedad pluralista – habiendo desaparecido una clase dominadora
que avocaba a sí misma el derecho de proveer a los intereses generales, y la
correlativa fragmentación de la sociedad en clases, categorías, grupos, categorías
profesionales en competición entre ellas para afirmarse y hacer prevaler sus
intereses particulares – se haya traducido, sobre el plan normativo, en la ya
mencionada explosión de la legislación especial, que muy a menudo se dirige
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más bien a satisfacer las reivindicaciones corporativas y no a realizar intereses
generales; abandonados, estos últimos, al código civil, que de esta forma – releva
Natalino Irti – se hace “guardador del derecho privado común”; y con esto –
sigue Irti – “si sale del movimiento y se protege en su estabilidad. Así sale en el
discurso la decisiva palabra “estabilidad”, que en época de incesantes
transformaciones sociales y tecnológicas, políticas y económicas, puede ser
tutelada tan solo con la sobriedad de institutos generales: no rechazados ni
contradichos, sino presupuestos por las disciplinas especiales. La línea de
defensa del código civil pasa por la reducción cuantitativa y la exaltación
cualitativa de sus contenidos”.
En tercer lugar, se tiene que comprobar como una respuesta satisfactoria a
la exigencia de una constante adecuación de las reglas operativas – del “derecho
viviente”, según la eficaz definición que otorga nuestra Corte constitucional – en
el incesante mudar de las necesidades, contingentes y duraderas, que sobresalen
de la sociedad civil haya acontecido, inclusive en donde el cuadro normativo ha
permanecido inmutado, desde el aporte incansable, constructivo, sensible de
doctrina y jurisprudencia, que, al respecto, han podido gozar de feliz elasticidad
las previsiones del código. En especial, han podido gozar – superadas algunas
iniciales timideces – las así llamadas “cláusulas generales” (de “buena fe”,
“rectitud”, “diligencia”, “solidaridad”, “merecencia de los intereses”, “orden
público”, “buena crianza”, “injusticia” del daño, etc.) al cual el código del ’42 ha
hecho generoso y providencial recurso; al igual que ha hecho no menos generoso
y providencial recurso, propiamente refiriéndose a la materia privatista, inclusive
la Constitución republicana del ’48 (en donde se menciona, sin ulteriores detalles,
a los “derechos inviolables del hombre”, a los deberes inderogables de
solidaridad política, económica y social”; en donde se hace recurso, sin ulteriores
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detalles, a conceptos como la “dignidad social”, la “utilidad social” a la cual se
tiene que dirigir la iniciativa económica privada, “función social” de la
propiedad, etc. El resultado más clamoroso de todo esto es que, hoy día, áreas no
marginales de nuestro derecho privado – pienso, en especial, a la materia de la
responsabilidad civil extra contractual y a la de los derechos de la persona –
resultan, ante una disciplina del código sutil y fechada, aunque quedada invariada
desde ’42, integralmente confiadas a reglas de creación pretoria.
A todo esto se añada que una ulterior respuesta a las exigencias que de vez
en vez sobresalen de la sociedad civil ha llegado de una aplicación siempre más
desenvuelta de la previsión del código que legitima la conclusión de “contratos
que no pertenecen a géneros que tengan una disciplina particular, pero que sean
dirigidos a la realización de intereses merecedores de tutela según el
ordenamiento jurídico” (Art. 1321, inciso 2, Cód. Civ.). En verdad, la praxis –
también en este caso suportada por una jurisprudencia no retrógrada – no tan solo
ha importado con éxito en nuestro País formas contractuales nacidas en otras
contextos jurídicos y todavía ignoradas por la normativa nacional; no tan solo ha
conducido el afirmarse de operaciones económicas originales; sino está también
contribuyendo a la progresiva expansión de los mismos confines de la autonomía
negociadora, hasta comprender en la misma áreas que, por tradición, estaban la
mayor parte impedidas: las relaciones familiares, la transmisión generacional de
la riqueza, los derechos reales (no obstante que relativamente a estos últimos,
siguen predicándose los caracteres del numerus clausus y de la “tipicidad”).
Hasta aquí, en extrema síntesis, la experiencia italiana de codificación civil.
La historia y la comparación jurídica – se sabe – no tienen función
meramente de conocimiento: su última finalidad es suministrar al jurista – y no
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tan solo al jurista – los elementos para comprender mejor el presente, y entrever
mejor el futuro.
Espero que mi discurso pueda, en esta dirección, ser de alguna utilidad a los
Compañeros argentinos ante la prospectiva – sin lugar exaltante desde más
puntos de vista – de una nueva codificación civil.
Carlo Granelli
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