En el tiempo de Adviento nos preparamos para revivir el

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En
el
tiempo
de
Adviento
nos
preparamos para revivir el nacimiento
de Cristo Jesús en Belén y renovamos
nuestra fe en su regreso glorioso al final
de los tiempos. Nos disponemos a la vez
a
reconocerlo
presente
ya
entre
nosotros y a acogerlo en nuestro
corazón con las mismas disposiciones, si
fuera posible, con que le recibió su
Santísima Madre. Esto es la esencia de
la vida cristiana: que Cristo viva en mí.
«Ven, Señor Jesús» (cf Ap 22, 20), reza
en su liturgia la Iglesia. Vino hace veinte
siglos, nació en Belén, creció en
Nazaret, se entregó al sacrificio de la
Cruz, murió y resucitó al tercer día. A la
derecha del Padre, es Señor del
Universo y de la Historia, como
celebrábamos el domingo anterior,
último del año litúrgico. Desde allí ha de
venir a juzgar al mundo, lleno de poder y majestad. La visión de Juan en el Apocalipsis
es impresionante. Su rostro se compara al resplandor del sol. Luz cegadora para
quienes desean habitar en la oscuridad; fascinante para quienes aspiran a la verdad
completa. De sus ojos proceden como llamaradas de fuego y de su boca una espada
aguda de doble filo. Se trata de metáforas para expresar de algún modo lo
inexpresable. El poder y la magnificencia. Solo pueden inspirar terror a los adversarios
empecinados. El Apocalipsis de Juan es la gran consolación de los fieles. No un
consuelo fácil sino la revelación del final de la gran historia, la historia de la salvación.
Los que habrán sido fieles, perseverantes hasta el final, recibirán la corona de la vida.
La revelación despierta el entusiasmo, la adoración, una alegría inmensa. Fascinan las
imágenes del poder, de la gloria, de la majestad que ha de poseer el hombre Cristo. En
Él habita la plenitud de la divinidad corporalmente (Gal 2,9) .
Su palabra penetra y transforma, llena de la amorosa sabiduría del Padre y renueva.
Es la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Nadie ha de temer. Ha
venido a llamar a los pecadores a conversión. El Justo Juez nos ha mostrado su infinita
misericordia. Nació en un pesebre. Ha entrado en nuestra historia por la puerta de una
gruta, un establo, con humildad infinita. Es el misterio al que nos conducirá el
Adviento. Deseamos asimilarlo profundamente. Para ello, para entender algo de su
contenido, es muy necesario que recordemos lo celebrado el pasado domingo. ¿Quién
es este niño por nacer? Suyo es todo el poder, suyo el honor, suya la gloria. La
metáforas más brillantes no pueden expresarlo del todo.
Es necesario orar para recuperar el sentido de la grandeza de Dios, como la Virgen
Madre cuando cantó el Magníficat. ¡Mi alma engrandece al Señor! Mi mente ha de
navegar contra la corriente que minimiza o intenta anular al Creador y el sentido de lo
sagrado. De lo contrario tampoco entenderíamos a qué viene celebrar la Navidad, ni
por qué le valió la pena a Dios hacerse hombre, entregarse a una Pasión ignominiosa y
entrar en el mundo por el establo.
Es preciso meterse en el clima del Adviento. Benedicto XVI ha recordado que
«adviento» no significa esperar algo que todavía no ha llegado. Esperamos a alguien
que ha llegado ya, pero no del todo, no plenamente. Tenemos fe, pero necesitamos
mucha más, para que el nombre de cristiano responda a la realidad de un vivir en
Cristo. Es preciso volver al Bautismo, cuando Cristo vino a vivir en nuestra vida. Cristo
era la vida de san Pablo, al extremo de que ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo
quien vive en mí. Esto, nos dice el Papa, es privilegio de todo aquel que acaba de
bautizarse. Y es responsabilidad del bautizado acoger esa misteriosa vida de Cristo
incipiente y conducirla a plenitud.
«Por la fe, Cristo habita en nuestros corazones» (Ef 3, 17). Esto es real. Si la fe va
informada por el amor, la vida de Cristo es real en el cristiano. El cristiano resulta ser
así otro Cristo, más aún, en cierto sentido, el mismo Cristo. Naturalmente siempre, en
este mundo quedará una tarea por realizar: la de identificar más y más nuestra mente
con la mente de Cristo, nuestro corazón con el corazón de Cristo; nuestras afectos,
sentimientos, todo. Según la personalidad de cada uno, que ésta lejos de sufrir por
ello, se purifica y potencia.
El Adviento nos prepara para revivir un nacimiento singular. No es el nacimiento de un
niño más, sino de niño que tras la muerte resucitará. Por eso es la gran fiesta de la
vida. Si no, estaríamos simplemente ante el nacimiento de un ajusticiado. Más valdría
un funeral. Al resucitar, será glorificado, transformado de tal modo que podrá superar
cualquier barrera, incluso la que media entre cualquier yo y el tú; y podrá vivir en mí,
si yo me abro a Él. Es el misterio del Cristo total, el misterio de la Iglesia, Cuerpo
Místico de Cristo, Comunión de los santos. Por el cual ya no hay judío ni griego, ni
hombre ni mujer, porque todos somos uno en Cristo (Gal 3, 28).
Todo esto no son palabras o deseos irrealizables, tampoco esperanzas de futuro. Son
realidades presentes, actuales. De lo que se trata es de ponderarlas, adentrarse en
ellas y vivir de ellas.
«El justo vive de la fe» (Rm 1, 17). Vivir de la fe es no poder vivir ni un momento sin
la fe. Es darse cuenta de que la fe es vida, la verdadera vida, la vida de Cristo en mí y
yo en su Cuerpo, la Iglesia. La Iglesia no se identifica con una estructura jerárquica,
aunque la necesite en la tierra. La Iglesia es, en expresión de san Pablo, el Cuerpo de
Cristo (Ef 1, 23), del cual soy miembro, como el que más. Ningún miembro puede
decir a otro: no te necesito; o bien: tú eres menos importante que yo (cf 1 Co 12, 27).
Si cada uno vive en Cristo, todos somos igualmente importantes (cf 1 Co 12, 14ss).
En el tiempo de Adviento vivimos mediante la fe la realidad de la presencia de Cristo
en su Cuerpo que es la Iglesia y en nuestro cuerpo, que es - formando unidad con el
alma espiritual - miembro del Cuerpo de Cristo. La Comunión sacramental nos
convierte en concorpóreos y consanguíneos con Cristo y esta comunión, por la fe,
permanece de modo inefable, aunque las especies sacramentales se destruyan en
nuestro organismo. La vida que nos ha dado Cristo - en el Espíritu del que somos
templo - permanece; de suyo es eterna. «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene
vida eterna» (Jn 6, 55).
Si esto es así, ¿por qué la Iglesia reza, desde la vigilia del primer domingo de
Adviento, «con la alegría y júbilo de cuantos esperan su llegada: ¡Ven Señor, no
tardes!?». Y continúa: «Esperamos alegres tu venida». ¿Por qué?
Porque el Nacimiento de Jesús en Belén nos remite a la llamada Parusía, que nosotros,
en romance, traducimos por Adviento. «Adviento», como explica el papa Benedicto
XVI, no significa «espera», como podría suponerse, sino que es la traducción de la
palabra griega parusía, que significa «presencia», o mejor dicho, «llegada», es
decir, presencia comenzada. En la antigüedad se usaba para designar la presencia de
un rey o señor, o también del dios al que se rendía culto y regalaba a sus fieles el
tiempo de su parusía. Adviento significa la presencia comenzada de Dios mismo. Por
eso nos recuerda dos cosas: primero, que la presencia de Dios en el mundo ya ha
comenzado, y que él ya está presente de una manera oculta; en segundo lugar, que
esa presencia de Dios aún no es total, está en proceso de crecimiento y maduración.
Somos nosotros, los creyentes, quienes, por su voluntad, hemos de hacerlo presente
en el mundo. Es por medio de nuestra fe, esperanza y amor como él quiere hacer
brillar la luz continuamente en la noche del mundo. Su presencia ya iniciada ha de
seguir creciendo por medio de nosotros. Cuando en la noche santa suene una y otra
vez el himno Hodie Christus natus est, Hoy ha nacido Cristo, debemos recordar que el
inicio que se produjo en Belén ha de ser en nosotros inicio permanente, que aquella
noche santa es nuevamente un «hoy» cada vez que un hombre, una mujer, permite
que la luz del bien haga desaparecer en él las tinieblas del egoísmo. Adviento significa
presencia de Dios ya comenzada, pero también tan sólo comenzada. Esto implica que
el cristiano no mira solamente a lo que ya ha sido y ya ha pasado, sino también a lo
que está por venir. En medio de todas las desgracias del mundo tiene la certeza de
que la simiente de luz sigue creciendo oculta, hasta que un día el bien triunfará
definitivamente y todo le estará sometido: el día que Cristo vuelva. Sabe que la
presencia de Dios, que acaba de comenzar, será un día presencia total. Y esta certeza
le hace libre, le presta un apoyo definitivo.
La luz viva de la fe vivida nos permite vivir en un futuro que ya es presente aunque
todavía «ha de venir». Cristo debe crecer en cada uno y debe crecer en el mundo y en
la historia, hasta su segunda venida visible en poder y majestad.
San Bernardo lo dice admirablemente: conocemos tres venidas del Señor.
-En la primera, el Señor se manifestó en la tierra y vivió como uno más entre los
hombres, revestido de la debilidad de la carne. Unos lo amaron, otros lo odiaron.
-En la última contemplarán todos la salvación que Dios nos envía y, mirarán a quien
traspasaron (Jn 19, 27), en el esplendor de su gloria.
-La venida intermedia es oculta, sólo la ven los elegidos en sí mismos, y gracias a ella
reciben la salvación. En esta venida intermedia viene espiritualmente, manifestando la
fuerza de su gracia. Es como un camino que conduce de la primera a la última. En la
primera Cristo fue nuestra redención; en la última se manifestará como nuestra vida;
en esta venida intermedia es nuestro descanso y nuestro consuelo.
Subraya san Bernardo que «estas cosas que decimos sobre la venida intermedia, no
son invención nuestra, puesto que el mismo Señor ha dicho: El que me ama guardará
mi palabra; mi Padre lo amará y vendremos a fijar en él nuestra morada. Y en otra
parte: El que teme al Señor obrará bien. Y se dice aún algo más acerca del que ama a
Dios y guarda su palabra en el corazón […] Que ella entre hasta lo más íntimo de tu
alma, que penetre tus afectos y hasta tus mismas costumbres. Come lo bueno, tu
alma se deleitará con un alimento sabroso. No te olvides de comer tu pan, no sea que
se seque tu corazón; antes bien sacia tu alma con este manjar delicioso. Si guardas así
la palabra de Dios es indudable que Dios te guardará a ti. Vendrá a ti el Hijo con el
Padre, vendrá el gran profeta que renovará a Jerusalén, y él hará nuevas todas las
cosas. Gracias a esta venida, nosotros, que somos imagen del hombre terreno,
seremos también imagen del hombre celestial [Jesucristo]. Y, así como el primer Adán
irrumpió en todo el hombre y lo llenó y envolvió por completo, así ahora lo poseerá
totalmente Cristo, que lo ha creado y redimido y que también un día lo glorificará».
Por lo tanto, este es tiempo de ensanchar el corazón y la mente. La mente para la
verdad que es Cristo. Para abrazarlo entero de Principio a Fin, desde el seno del Padre
eterno al seno temporal de María Virgen, pasando por el corazón nuestro, hoy, ahora,
dejándonos llenar y llevar con el deseo hasta la Segunda Venida en triunfo, gloria y
majestad. Esta, aunque todavía no ha llegado, la vivimos en la esperanza específica
del anticipo, lo cual forma parte integrante y necesaria del vivir cristiano. De lo
contrario no estaríamos viviendo de fe cristiana, en la fe viva del discípulo del Señor y
así seríamos los más miserables de los hombres (cf 1 Cor 15, 20). Pero no es así.
Entremos en el Adviento. Iniciemos el camino hacia Belén acompañando a María y a
José. Vamos a conocer el rostro de Dios. Vamos a conocer a Jesús mediante su Madre.
Contemplemos y estudiemos a su Madre que es también Madre Nuestra, para
contemplar y estudiar a Jesús, Dios y hombre verdadero. Dediquemos algún tiempo.
Los Evangelios. El Catecismo de la Iglesia Católica o su Compendio. Preparemos el
belén. Será un viaje no exento de dificultades, fascinante, tema de otro capítulo.♦ A.O.
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