Personas... Solo personas - VerVe Bogotá Profesores Privados de

Anuncio
Personas... Solo personas
Miguel Ángel Villamil Cañizares
Miguel Àngel
Villamil Cañizares
Diseño de Carátula, Dibujos de
carátula y páginas interiores: Laura
Villamil Santamaría.
Derechos Registrados: Miguel Ángel
Villamil Cañizares
Edición Limitada de Autor Abril 2010
Editada por Target Document LTDA.
Cra 14 No. 75-72 – Tel: 3179728 /
3179726
Este libro no podrá ser reproducido
total o parcialmente sin permiso del
autor.
Personas…
Solo
personas
Miguel Ángel
Villamil Cañizares
A mi madre,
a Toña y Ana,
por el amor y la paciencia
puestos en mi crianza.
A los carmelitanos de antes y
de hoy, que con tesón, orgullo y
amor
cuidan el monumento nacional
A modo de aclaración
Los relatos aquí narrados se
construyeron
en
parte
con
recuerdos de infancia, adobados
con grandes porcentajes de ficción
para darles cuerpo y dimensión.
Como relatos, son eso y nada
más. No hay biografía pero sí
invenciones inspiradas en los
recuerdos (¿o mitos?) de la niñez
vivida, hace setenta y pico de años
ya, en El Carmen (Norte de
Santander), donde la gente es
buena como la arepa sin sal y las
barbatuscas
marchitadas
en
vinagre. Si alguien se sintiere
identificado o supone reconocer a
otra persona, tenga la seguridad
de que algo hay de ella pero
también de que mucho
imaginación del autor.
es
Comencé
a
escribir
estas
narraciones
en
1959,
rememorando
acontecimientos
que para entonces estaban aún
demasiado frescos. Los retomé a
finales de 2005 en el frescor y la
paz de Villa de Leyva, como
homenaje
a
tres
mujeres
inextinguiblemente unidas a mi
formación de niño y adulto:
Laura, mi madre, pozo insondable
de amor;
Toña, entereza, valentía y dureza
cuando fue necesaria;
Ana María, bondad y generosidad
sin límite.
Son textos escritos siguiendo,
hasta donde alcanza la memoria,
las útiles enseñanzas que en
literatura me dieran Fernando
Velandia y Joaquín Faría en mis
remotos años de estudiante en
Pamplona.
Ha sido una dura pelea con la
sintaxis, la concordancia y, en fin,
con la gramática, que no ha salido
muy favorecida, por lo cual les
presento mis disculpas a los
gramáticos y asimismo a ustedes
mis lectores.
Lo que quería decir está dicho con
inmenso cariño por las leyendas y
la gente que nutrieron aquellos
años irrepetibles.
Cada uno de nosotros, por don
propio, ejecuta todo con gracia…
Pericles
1. La idea de trabajar en
el pueblo lo atrajo
1
2
1
Llegó al pueblo por fuerza de las
circunstancias y mera casualidad.
Una variada combinación de
situaciones en las que gravitaban
con desigual peso las presiones
generadas
por
los
malos
resultados de Puerto España,
almacén de granos del cual
dependía el sustento de su padre
ciego y tres hermanas, más el
acoso de una mujer que decía ser
madre de un hijo de él, a todo lo
cual se sumó el golpe devastador
3
de haber dejado a su hermana
mayor
abandonada
en
el
leprocomio de Agua de Dios, lo
llevó a aceptar el puesto de
guarda de rentas que, por
consideraciones políticas con un
tío suyo, coronel derrotado de la
guerra civil librada 30 años atrás,
le fue otorgado por el secretario de
Hacienda.
–La única vacante disponible,
sobrino, es la de ese pueblo –le
dijo el mulato coronel con ese tono
imperioso que utilizaba para dar
por cerrada cualquier cuestión,
como
si
todavía
estuviera
cumpliendo la última orden del
general Benjamín Herrera.
La idea de trabajar en el pueblo le
atrajo porque iría a la misma
región de donde había llegado su
madre, fallecida cuando él apenas
vivía los primeros años de la
adolescencia. A lo mejor, algún
4
otro tío influyente encontraría por
allá que lo pusiera en mejor
destino. Ignoraba que toda aquella
parentela materna profesaba las
ideas del partido que había
perdido el poder después de 45
años y vivía ensimismada en
recuperar, como fuera, algún
rastro
de
la
influencia
defenestrada en las últimas
elecciones. No tenían, por tanto,
tiempo para ocuparse del hijo de la
hermana blanca que se había
casado con un hombre de la
frontera, rival de la familia en
política, hermano a la vez de un
feroz coronel de la insurgencia de
final del siglo y, como si fuera
poco, mulato de piel oscura. A él le
dieron el mismo nombre del
coronel, como un homenaje al
guerrero de la familia. De modo
que por esa rama familiar lo que
menos deseaban era verlo, como
podría comprobarlo las dos veces
que en la capital provincial trató de
5
acceder a sus parientes, quienes
negaron perentoriamente tener
hermana
alguna
con
descendencia.
Entregó Puerto España a un
forastero, ennoviado con la tercera
de sus hermanas y quien se ganó
la confianza del padre ciego con la
incierta
promesa
de
que
recuperaría las ventas y contraería
matrimonio con su hija.
–La función de guarda de rentas
consiste
en
controlar
la
fabricación, el ingreso y el
expendio de licores ilegales,
clasificación correspondiente a
todos aquellos que no salgan de la
fábrica departamental o carezcan
de la estampilla de impuesto.
Nada tiene que ver con la salud
pública ni con su origen sino con el
fisco y la educación, porque las
rentas de licores, ¡ala!, alimentan
el presupuesto para pagar los
6
maestros. Con esa perorata como
único adiestramiento, impartida
por el jefe del Resguardo de
Rentas, y un revólver de dotación
Smith and Wesson, partió a
desempeñar el cargo en una
madrugada cualquiera.
Saliendo de Cúcuta por el camino
de Santiago, se unió a un grupo de
comerciantes con 33 mulas
cargadas de mercaderías para
vender de pueblo en pueblo hasta
agotar existencias. Apenas en el
tercero de ellos, los accidentales
compañeros
de
viaje
se
regresaron
con
las
mulas
cargadas de café, mientras él
hacía dos jornadas por un largo
camino de soledades, pegado a
montañas altas y peladas, sin
sombra para guarecerse del
inclemente sol y sin una sola casa
donde abrigarse del frío ártico de
aquellas noches. Un desfiladero
sucedía al otro, una cuesta a una
7
bajada, tierras estériles, sin
sembrados, ganados ni gente. Las
ocho leguas tuvieron fin cuando
apareció el primer cebollal y el
agua cristalina en la cercanía de
una casa de piso de tierra, que le
anunciaron el regreso a la
compañía de seres humanos. Las
cebollas, de un rojo espléndido,
deliciosa
acidez,
ligeramente
picante y forma redonda, se daban
en unas tierras amarillas, gredosas
y abiertas a los vientos. Aunque no
entendía mucho de agricultura, le
llamó la atención que en esos
peladeros se pudiera cultivar un
bulbo tan gustoso.
Retornó al camino andando sobre
inmensas montañas de caolín en
las cuales crece a parches una
raquítica vegetación entreverada
con
manchas
blancas
que
semejan un tapete natural. Más
adelante admiró, casi extasiado,
sobre el valle arcilloso, las
8
formaciones esculpidas por el
viento y el agua, en una zona de
colinas erosionadas que simulan
solemnes catedrales, castillos
artillados, navíos de vela anclados
en un puerto sin agua, obeliscos
conmemorativos de la fuerza
entrañable de la naturaleza, todo
cruzado por senderos y pasajes
cargados de alucinantes misterios.
Siguió camino pegado a un hilito
de agua que, a medida de su
avance,
se
convierte
en
quebradita, quebrada y río. “El
Algodonal”,
lo
llaman
los
lugareños, nombre inexplicable en
tierras sembradas de cebolla roja.
Ese río –sabría él después sigue
su camino hacia el oriente,
despeñándose de la cordillera al
llano, convertido en el caudaloso
Catatumbo hasta llegar al mar por
el Lago de Maracaibo.
9
Necesitó dos jornadas más para
llegar al pueblo, asentado en una
terraza recostada sobre un bosque
florecido, rodeado de colinas
cubiertas de pasto y matorrales
que proyectan una variedad de
verdes según las ilumina el sol.
Sobre sus pocas calles, un
concierto de casas fabricadas con
la imaginería sencilla y honesta de
maestros de albañilería, forjados
en el aprendizaje de levantar
tapias pisadas e instalar puertas y
ventanas para que por unas entre
la gente, y por las otras la luz y el
aire que baja fresco del monte
vecino.
Por encima de las casas de rojos
tejados que suben y bajan con un
ritmo caprichoso, según la altura
de las paredes y la topografía de
la terraza, la vista va hasta rebotar
contra el barranco de una
estribación del monte. Dos calles
principales, tiradas a cordel, corren
10
inclinadas sobre la terraza. Una se
pierde en un filo de tierra arcillosa
y la otra baja, pasando frente al
cementerio hasta encontrar la
quebrada. Paralela a ésta corría
otra calle con casas más nuevas y
pobladores más recientes.
Un pueblo sin pretensiones, de
gente recia, brava para el trabajo,
satisfecha de vivir, fácil para
entregar su amistad al forastero,
con
costumbres
y modales
anclados en tiempos pasados y
una particular forma de hablar, en
que todas las palabras tienden a
ser agudas y de melodiosa
entonación.
En el pueblo, los únicos licores de
contrabando conocidos eran el
trespatadas,
aguardiente
pobremente
destilado
en
alambiques caseros, y el guarapo,
mezcla de melaza de caña
panelera y agua, fermentada con
11
pedazos de piña en ollas de barro,
de la que resulta una refrescante
preparación de ligero amargo y
que repone las energías pérdidas
en las esforzadas faenas del
campo.
Los primeros meses se le fueron
en decomisarles a los campesinos
sus calabazos de guarapo con los
cuales él se refrescaba cuando
recorría los caminos sin otro oficio
que tomar nota, en una libretica de
papel importada de Alemania, de
los nombres de corregimientos,
veredas y fracciones: Guamalito,
Astilleros, La Troja, El Noventa,
Chimbacú, Culebrita, El Cuaré,
Chamizón, El Raizón, Salobre,
Orejero,
denominaciones
asignadas
por
recuerdos
y
asociación, sin que faltaran las
tomadas del santoral y las de
ciudades
europeas
nunca
conocidas, como Segovia, Tirol,
Zaragoza y Roma.
12
Por el lado de Flechadero se llega
hasta la línea fronteriza con
Venezuela por un largo de
kilómetros sin contar, hasta dar
con la serranía del Perijá a través
de una selva espesa que cae a los
llanos de Maracaibo, el inmenso
lago en que el agua se confunde
con el negro aceite combustible.
–Esa es tierra de indios motilones
–le explicó Armando, uno de los
primeros vecinos en acompañarlo
en sus andanzas de guarda de
rentas–; los indígenas matan a los
hombres
que
la
compañía
petrolera manda a realizar rondas
en esas tierras donde ellos
levantan las trincheras de flechas,
porque no quieren que se lleven lo
que ellos llaman la sangre de la
tierra. Las rondas son patrullas
que buscan los asentamientos
motilones
para
caerles
de
sorpresa y matarlos.
13
–Los motilones han sido una raza
indígena guerrera que no se ha
dejado apabullar desde los
tiempos de la Conquista. Desde
1560 se libraron guerras para
penetrar en su territorio, tanto
desde la Nueva Granada como de
la Capitanía de Venezuela, y en la
Colonia fueron incontables las
expediciones
de
castigo
y
sometimiento.
Lograron
arrinconarlos pero no someterlos.
–Los motilones, duchos en la
resistencia, combatieron primero a
los hombres de Ambrosio Alfínger,
que venían de Coro. Y en los años
siguientes, a los enviados desde
Pamplona, Ocaña, La Grita y San
Faustino. Aprendieron en los
combates de la Conquista que la
emboscada es más efectiva que la
lucha montonera, de manera que,
escondidos entre los gruesos
árboles y la maleza, disparan las
14
flechas de macana que atraviesan
las carnes de los buscadores del
oro negro, antes que éstos puedan
usar sus revólveres y sus rifles.
–En ese enjambre de árboles y
arbustos, de helechos gigantes, de
casa de osos de anteojos, de osos
perezosos, de tigrillos, venados y
serpientes
adormecidas,
los
hombres blancos que devastaron
los poblados indígenas en las
llanuras ilimites de la Capitanía de
Venezuela
encontraron
una
muralla impensada que contuvo
sus afanes de nuevas conquistas.
El discurso de Armando fue razón
más que poderosa para definir que
por ese camino no podía entrar
contrabando. Del paisaje lo
deslumbró la lujuriosa explosión
naranja de los altos y abundantes
barbatuscos,
florecidos
para
marzo y abril, en las proximidades
de las quebradas que se precipitan
15
hacia el río Magdalena unas, y
otras
hacia
los
numerosos
afluentes del Catatumbo.
Por estos meses, la gente del
pueblo organizaba frecuentes
paseos de olla a Quebrada
Grande. Se metían con el agua
hasta las rodillas para recoger las
flores naranjas tumbadas por el
viento.
Algunos
ingeniosos
lanzaban lazos por encima de las
altas ramas de los ceibos, y luego
se mecían como si estuvieran en
un
trapecio,
con
lo
cual
provocaban una cascada de copos
naranja que, arrastrados por la
corriente, llegaban hasta los
paseantes o arrimaban en las
orillas de arena y piedra redonda.
Las flores de los barbatuscos
recogidas en estos alegres paseos
por la quebrada eran espulgadas
laboriosamente entre el final de la
tarde y el comienzo de la noche
16
por las mujeres y los niños.
Después de marchitarlas en
vinagre por tres días, a veces
enterradas bajo tierra, las comían
revueltas con carne desmechada o
rebosadas en huevo. Este plato lo
sorprendió gratamente como un
potaje
refinado.
Pero
más
sofisticado
aún
le
pareció
consumir el palmito, cogollo de
palma que, al cocinarse, se ponía
blanco y adquiría una delicada
consistencia, sólo comparable con
los espárragos enlatados que
vendían en Casa Alemana de
Cúcuta.
En el pueblo casi nada ocurría.
Estaba aislado de la cabecera de
la provincia como también de la
capital del departamento que,
como centros de poder político,
por lo menos movían los chismes,
los cargos públicos y el comercio.
Pero
tenía
cierto
encanto
procurado por su ruralismo y su
17
aislamiento. Las costumbres y la
manera de hablar de los
pobladores
acabaron
por
subyugarlo, aunque en un principio
aquello de que le dijeran “ve,
bobo” lo desconcertaba porque lo
percibía como una sutil forma de
insultarlo, hasta entender que se
debía a una fórmula arcaica de
dirigirse cariñosamente a las
personas, equivalente al “ve, lindo”
que las traviesas muchachas
utilizaban
indistintamente
con
bonitos o feos, con jóvenes o
viejos.
El acento cantarino, la supresión
de la S en ciertas conjugaciones
verbales,
como
“¿cuando
llegates?”, “¿cuando vinites?”, y la
manía de apodar “güicho” a todo
aquel que llevara el nombre Luis,
se incorporaron al encanto que lo
sedujo a medida que fue admitido
como un lugareño más. Alguna
vez se pescó a sí mismo utilizando
18
la voz “añoñi”, localismo nebuloso
de muy variadas interpretaciones.
Un lunes llegaron los místeres y
los obreros, con teodolitos, picos,
palas y dinamita. Ese día fue como
una señal para cambiar su vida.
Renunció al puesto y montó una
tienda, a la que llamó Puerto
España
Dos,
con
sardinas
enlatadas,
licores,
cigarrillos,
tabacos, granos y la cola roja
fabricada por Buitrago en el solar
de la casa.
Los místeres anunciaron la
prosperidad
del
petróleo
descubierto en el Catatumbo,
como lo pregonaba el míster
Isakson cada que se asomaba por
el pueblo. Con el míster Isakson
venía el pastor, un mestizo de piel
oscurecida por los soles de tierra
caliente, de espejuelos gruesos,
diestro en la palabra, a conseguir
adeptos para los protestantes
19
adventistas del Séptimo Día, tarea
misional que la compañía petrolera
juzgaba
indispensable
para
realizar su trabajo de exploración y
explotación, con la bendición de
Dios y de su omnipresente
gobierno.
La viuda Bustamante le prestó al
pastor la sala de su casa,
seducida por el verbo misionero, y
con el sano propósito de apuntalar
el puesto de Manuelito, su hijo,
quien hacía los primeros tanteos
para calificarse como trabajador
petrolero.
La mejor calificación de Manuelito
fue su habilidad innata para
chapurrear el idioma de los
místeres,
lo cual
lo
llevó
rápidamente a la no despreciable
posición de capataz traductor,
haciendo inteligibles las órdenes
que daban lo místeres en su
enredada jerigonza de inglés
20
salpicado con algunas palabras
del español.
Desde el puerto sobre el río
Magdalena
avanzaron
sin
descanso las palas mecánicas que
arrumaban
el
monte
y
descapotaban
la
tierra.
Construyeron una carretera que
unió a los pueblos entre sí y con el
río, con el fin de –navegando por
éste– permitirles llegar hasta la
Costa o el centro del país,
pasando por las innumerables
poblaciones ribereñas.
Las caterpilar abrían la trocha sin
compasión, raspando la tierra con
su enorme y afilada cuchilla sobre
un terreno arenoso, de suaves
ondulaciones y selvático en
algunas partes pero fácil de
trabajar. Derribar los inmensos
barbatuscos y caracolíes con
aquellas poderosas máquinas
costaba instantes.
21
El ramal de carretera para entrar al
pueblo les demandó más trabajo.
Usar la dinamita para reventar las
enormes piedras que se les
atravesaron en el pie de monte.
Cuando tenía tiempo, o sea, casi
siempre, la gente caminaba hasta
el tajo de La Vega para ver con
admiración cómo las enormes
máquinas removían las piedras y
la tierra, y ampliaban el camino
antiguo, el mismo que antes
recorrían hacia el puerto de La
Gloria las mulas cargadas de café,
ahora rebautizado como el Puerto
de la Sagoh.
Los enormes camiones que
transportaban los tubos nunca
entraron al pueblo porque no
cabían por las estrechas calles
adoquinadas con piedra redonda
extraída de la quebrada. Los
conductores llegaban a pie desde
El Hoyito, por la subida del
22
Carretero, para hospedarse en la
pensión de Rosmira, “Camas y
Alimentación”, como informaba el
letrero de la puerta.
En los dos años que duraron la
construcción de la vía y el tendido
de los tubos del oleoducto, el
negocio se movió como lo había
previsto, pero los gringos y los
trabajadores se fueron. Sólo
quedaron
Manuelito
y
dos
operarios en la subestación de
bombeo. La estantería se fue
vaciando de a poco en poco. Por
el carreteable llegaba cada 15 días
Manuel Bayona en el automóvil
rojo, convertible, de capota de lona
empolvada y dos puertas.
Este vehículo fue subido a Ocaña
desde Gamarra, colgado en el
cable aéreo, mucho antes que se
hiciera carretera alguna. Pedro
Trigos lo adquirió como el único
lujo exótico que se permitió en su
23
larga vida de acumulador de
fortuna. Lo usaba para recorrer, de
ida y vuelta, las dos cuadras que
lo separaban del recién fundado
club social, del cual era el socio
más adinerado. Bayona lo compró
como herramienta de trabajo
cuando la carretera rompió la
montaña y el aislamiento de los
pueblos,
proporcionando
una
salida al río. Fue el primero que,
sin saberlo, dio una herida aleve al
cable aéreo, que lo encaminaría a
la extinción.
El carro de Bayona traía a los
agentes viajeros que ahora sólo
venían a reclamar las deudas
vencidas a más de 90 días y
también
a
vender
chicles,
bicarbonato, artículos menores y
tal cual pieza de tela floreada para
las mujeres, y de dril caqui para
los hombres.
24
De la bonanza de los gringos sólo
quedaron, como símbolo del fugaz
tránsito de la prosperidad, el
templo de los adventistas y el
sueldo de Manuelito. Bueno,
también quedó el camioncito de
Líbar. El F2 había reemplazado las
mulas para sacar el café hasta el
puerto.
Hubo una semana en la que Líbar
regresó con carga completa. En la
plataforma del camioncito, sin
estacas, bien amarradas, traía
unas cajas que descargaban al pie
del chorro del Tigre, al otro lado de
la quebrada. La gente del centro
se amontonaba en los miradores
para ver el descargue, sabedora
de que en esos cajones de pino
canadiense llegaban las partes de
una maquinaria mágica.
Las cajas sólo las abrieron cuando
llegó el ingeniero mecánico
electricista, quien contrató los
25
obreros que levantaron la casa de
máquinas e hicieron una acequia
casi vertical para entubar el agua;
también le dio trabajo a Jesús en
calidad de auxiliar primero. Jesús,
además de ser hijo de alemán, era
un estudioso autodidacta que
entendía algo de electricidad y era
muy hábil en la resolución de
problemas mecánicos.
El
montaje
de
la
planta
hidroeléctrica, con pruebas y
tendido de líneas, duró cerca de
tres meses. Todas las tardes,
cuando Jesús regresaba del
trabajo, le preguntaba cuándo
estaría lista. Con el compadre Luis
Daniel,
había
entrevisto
un
negocio que, como decía el
ilustrado
de
Santos,”dejaría
pingües ganancias”. Por fin, una
tarde, Jesús dio una respuesta
lacónica que era la esperada:
–El otro mes, dijo.
26
Al día siguiente se fue con Luis
Daniel hasta Cúcuta, que era el
punto por donde entraban las
mercaderías que hacían tránsito
por Maracaibo para abastecer los
dos Santanderes. A los 10 días
regresaron por el camino de los
arrieros de ganado con tres mulas
y 12 cajas que contenían otro
artilugio moderno: los radios, que
repartieron entre el almacén de
Luis Daniel y la tienda, donde
quedaron también los focos de 60,
75 y 100 amperios. “Otro hito de
progreso”, sentenció Santos.
Un ejemplar del manual de manejo
y reparación de los telefunken le
entregaron a Jesús con el encargo
de que les dijera qué piezas valía
la pena tener almacenadas por si
se daba el caso de una
reparación. Lo primero que Jesús
les puso de presente, después de
27
leer el catálogo, fue un error
comercial.
–No trajeron alambre para las
antenas, les dijo.
La antena, explicó Jesús, consistía
en un alambre que se extendía
bien templado en un lugar alto y
que bajaba para conectarlo al
radio. Sólo de esta manera llegaría
la voz al aparato receptor.
Los dos se miraron desolados y
sin
saber
qué
decir.
Por
desconocimiento, no incluyeron en
las compras un material tan
indispensable, pero la solución
técnica la dio Jesús con su
habilidad de autodidacta.
–Las haremos con alambre que
dejaron los místeres en la
subestación.
28
Don Enrique y el señor Sánchez
fueron los únicos que compraron
radios antes que pusieran a
funcionar la planta. El primero los
había conocido durante sus años
de estada en Bogotá y permanecía
ansioso por tener un medio que le
permitiría estar al tanto de las
noticias al instante, sin esperar a
que cada 15 días le llegaran los
periódicos atrasados que le
mandaba
un
amigo
desde
Barranquilla. Ahora, de verdad, se
podría saber lo que pasaba en
Bogotá y en Europa, donde un
alemán asolaba al resto del mundo
y acababa con los judíos.
Cuando estuvieron en Cúcuta, se
enteraron de que este alemán
pretendía ser el dueño del mundo;
tenía descomunales ejércitos, con
barcos submarinos, aeroplanos de
combate, tanques de guerra, y,
para más, estaba aliado con los
comunistas de Rusia, un país tan
29
lejano que no aparecía en el mapa
del mundo que colgaba en la
oficina del Director de la escuela.
El día en que prendieron la planta
y se encendieron las luces, la
tienda
estaba
completamente
llena, y afuera, en la calle, la gente
llegaba hasta el otro lado, lo cual
contrarió mucho a doña María,
porque al salir para el rosario
vespertino en la iglesia casi ni
puede abrir la puerta.
El foco se encendió de repente.
Una luz blanca y brillante, como
lucero de la mañana, se extendió
por el establecimiento, por encima
de los plátanos, de los bultos de
maíz, de arroz, de fríjoles y de
lentejas. Se iluminaron la panela,
los paqueticos de café, de azúcar
y fideos, pero fue sólo por un
momento. Después la luz se puso
amarilla como de mecho, y otra
vez brillante y de nuevo de un
30
amarillo mortecino. Luis Daniel no
quiso prender el radio porque
Jesús le había explicado que la
corriente debía estar estabilizada,
según decía el catálogo, para que
no se quemaran los tubos del
telefunken.
A la primera exclamación de
asombro siguió un silencio frágil
que se partió en murmullos
cuando la brillantez de la luz se
mantuvo
constante.
Otra
exclamación de asombro y de
miedo hizo inaudible la voz del
locutor. La gente se arremolinó
sobre la puerta, tratando de
escuchar algo del ruido que salía
de la caja alta, a través de la rejilla
como ventanita ubicada en la parte
de arriba.
– ¡Cállense, carajo, y oigan! –gritó
para calmar a la pequeña multitud
que, apilada como granos, se
esforzaba por constatar este
31
segundo milagro de la tecnología.
Se oyó entonces la voz que decía:
“El gobierno polaco le solicitó al
Primer Ministro inglés la ayuda
convenida en el Tratado”. Pero no
se escuchó más. La voz se
extinguió y se impuso una
oscuridad más oscura que todas
las que se habían conocido en los
300 años anteriores.
Prendieron las velas de cebo y
quedaron a la espera. Don Julio
entró con el radio. Lo puso encima
del mostrador, y con voz ronca y
rabiosa dijo:
–Esta joda no suena. Me dan otro
o me devuelven la plata.
–Es que se fue la luz, dijo con
firmeza José, y Luis Daniel lo
respaldó:
–Claro, Julio, se fue la luz.
32
– ¡Ahhh, sí, vergajos, a mí no me
engañan porque con la luz
prendida tampoco habló!
Cuando don Julio entraba en
cólera, su voz sonaba igual que
los bramidos de los toros cebúes
que criaba en Lontananza, su finca
de las tierras bajas. En el mismo
instante en que don Julio bramaba
su reclamo, brilló otra vez la
bombilla y se oyó la voz del radio,
refiriéndose a algo que habría
dicho el señor presidente de la
república
para
condenar
el
atropello que el alemán cometía
con los polacos.
Don Julio no dejó que se oyera
mucho porque de un jalón tomó el
radio, sin apagar y sin desenchufar
del tomacorriente, y se lo llevó
arrastrando el cordón, mientras la
gente
se
apartaba
reverentemente, como para no
dejarse tocar del cable por el que
33
corría la fuerza poderosa y
misteriosa que alumbraba la noche
y hacía hablar a una caja de
madera
repleta
de
tubos
luminosos.
Conectaron el otro radio, el que
don Julio había dejado encima del
mostrador y que lanzaba al aire las
notas alegres de la rumbita criolla
de moda, aquella que dice “De
Chiquinquirá yo vengo/ de pagar
una promesa”, y que ya les era
familiar porque la interpretaba la
banda de Catalino Castilla en la
retreta de los sábados en la tarde.
Afuera, un rumor de alivio,
confianza y admiración caminó
calle arriba.
–Es que Julio no lo había
prendido, explicó. –Váyase, Luis
Daniel, y enséñele cómo se
enciende, no sea que se tire el
aparato.
34
Cuando Jesús se fue con el
mecánico electricista para apagar
la planta, hacia las 9 de la noche,
según lo dispuesto por el señor
Alcalde, ya las mujeres estaban
tirando del brazo a los maridos
embriagados de aguardiente y
euforia, y algunas, más atrevidas,
con ánimo más convincente, les
decían:
–Eso mañana viene y se compra
uno, que don José se lo fía.
Esa noche vendieron tres radios
de riguroso contado. Al día
siguiente ya no quedaba ninguno,
de manera que resultó ineludible el
viaje para traer más radios. Esta
vez optaron por ir a Bucaramanga,
por la carretera de La Gloria, el
puerto sobre el río Magdalena,
donde tomaron una lancha que los
llevó hasta Puerto Wilches. De allí,
en un tren que se bamboleaba
35
sobre
la
angosta
carrilera,
llegarían a su destino comercial.
Optaron por esta ruta aconsejados
por Líbar, quien les explicó que así
no tendrían que usar mulas sino
vehículos de ruedas.
Durante meses, la vida del pueblo
cambió. El Club Montecarlo, donde
se reunían los hombres a jugar
billar, cartas y dominó, permanecía
vacío. La gente, después de la 6
de la tarde, hora en que Jesús
arrancaba la planta, según lo
ordenado en un decreto de la
Alcaldía, prefería quedarse en la
casa después de comer arepa sin
sal, rellena de queso costeño,
acompañada de una taza caliente
de aguapanela. Al siguiente día
cruzaban sesudas opiniones sobre
los acontecimientos que les
narraban en el radio, muchos de
los cuales les resultaban casi
increíbles, como aquel de la bella
mujer descuartizada.
36
A él le pareció que este
acontecimiento de sangre y terror
desbordaba los límites que debían
tener en el radio para contar
algunos
hechos,
pues
la
minuciosidad con la cual se
detallaban la aparición, en uno y
otro sitio de la ciudad capital, de
las partes del cuerpo de una
hermosa joven asesinada en un
crimen pasional, le causó un
desesperanzador
impacto.
El
homicidio había sido cometido por
un italiano celoso, quien quiso
desaparecer
el
cuerpo
descuartizándolo y arrojando los
pedazos en arrumes de basura.
Por primera vez lo asaltó el temor
de que la continua comunicación
de sucesos criminales terminaría
por perturbar la tranquilidad del
pueblo. Entonces se propuso no
volver a comentarlos con sus
amigos en las bancas del parque
ni en los paseos a la fábrica.
37
Pensó que ignorarlos sería la
forma de ponerle talanquera a la
violencia,
que,
preveía
por
intuición, pudiera extenderse como
terrible avalancha por intermedio
de la “ondas hertzianas” a que se
refería con tono doctoral el locutor
de la noche en el programa de
historias de terror.
38
39
40
2. “Saltamos hoy y nos
disponemos a luchar”
41
42
2
De los acontecimientos relatados
por la emisora, Santos, el mayor
de sus cuñados, sacó la
conclusión de que las noticias de
la
radio
debían
ser
complementadas con juiciosos
comentarios que sirvieran de guía
criteriosa para sus coterráneos, de
manera que éstos actuaran con un
buen conocimiento de causa. Así,
pensó que lo mejor sería sacar un
43
periódico, porque la palabra
escrita, por su permanencia, daría
ocasión a la reflexión antes de la
acción.
Esa misma noche, en la cantina,
Santos le puso al periódico el
pomposo nombre mítico de Apolo,
Literatura y Variedades, y designó
a
Octavio
como
redactor,
reservando para sí el titulo de
director. Ambos, él y Octavio,
consumieron tres botellas de
aguardiente mientras planeaban
su empresa periodística.
Lo primero, fijar la línea editorial,
que no podía ser otra que
contribuir al desarrollo económico
y moral de los pueblos. Octavio
opinó que lo moral primaba sobre
lo económico, pero Santos lo
desarmó con una apreciación
pragmática:
44
–Si no hay progreso económico, la
moral sobra.
Para los dos periodistas en cierne,
llenos de entusiasmo e iluminados
con las emanaciones del licor, la
planeación de Apolo, Literatura y
Variedades derivó hacia el primer
editorial, que redactaron con
ingenua retórica:
“Saltamos hoy y nos disponemos a
luchar: no ávidos de prestigio sino
rebosantes de fervientes anhelos
por la prosperidad de este pueblo;
no esperando conquistar laureles
sino ser útiles a nuestros
asociados y servir de factores para
ayudar a destruir la enervante
atonía en que, por indolencia,
vegetamos. Que nuestra labor sea
fecunda sólo depende de la
atención que del público merezca
nuestra humilde empresa”.
45
Lo de la “enervante atonía” fue
otra imposición de Santos, pues
Octavio se inclinaba por “servir de
factores para construir nuevos
sueños”, idea que Santos declaró
inválida porque “enervante atonía”
se asociaba e identificaba mejor
con el carácter que se proponían
imprimirle a Apolo, Literatura y
Variedades como vehículo de
cultura.
Dos días después, sin que su
ánimo hubiera disminuido un
ápice, escribieron a Fierabrás,
tipógrafo y periodista de la capital
provincial, para que les aconsejara
sobre el tamaño, la tipografía y
una tarifa para los avisos. El precio
por número y por la suscripción
hasta por cinco números lo tenían
muy claro: dos centavos para el
primero y cinco para los segundos.
Los remitidos por columna, a 10 y
medio centavos.
46
El Club Montecarlo, administrado
por Ernesto, el hermano de
Octavio y donde se gestó y parió
Apolo, Literatura y Variedades, fue
el primer anunciante como una
manera de pagarse el propietario
la deuda del consumo etílico del
director y el redactor.
La respuesta de Fierabrás a sus
inquietudes de editores novatos no
dejó elección posible. Decía:
“Estimado Santos:
Si tenés pesos para invertir,
recomendaría un tabloide, pero
como sé que no los tenés, porque
entonces no te alcanzaría para el
aguardiente,
recomiendo
un
dieciseisavo doble, lo que te dará
cuatro páginas, para que en la
última pongás los avisos. Éstos
deben ser del comercio del pueblo,
porque los anunciantes de la
nación están muy lejos y te
47
gastarías más de lo que vale el
aviso para cobrarles. Mandalo a
imprimir en Convención, para
disminuir los gastos de transporte
que tendrías si yo fuera el
impresor y porque, además, así
mantendremos nuestra amistad”.
Para Santos, la última frase le
pareció una apostilla no pedida.
Quería
decir:
“Mantendremos
nuestra amistad aun después de
tu quiebra”, y retrataba el espíritu
previsivo, calculador y poco
optimista de su amigo Fierabrás,
quien diplomáticamente lo remitía
a Tipografía Santander, del pueblo
vecino.
Santos, el mayor de los seis hijos
de Elías y Feliciana, campesinos
de modestos recursos que se
esmeraron por darles educación
elemental a sus hijos, era de lejos
el más inteligente, con una densa
preparación de autodidacta, y
48
también un bohemio y mujeriego
irredimible.
Santos vivió sus años de juventud
en la capital provincial, ejerciendo
el oficio de contabilista, muy
solicitado para entonces. Allí se
unió a un grupo de intelectuales,
entre ellos el poeta Adolfo Milanés,
cultivadores del estilo romántico
italiano que sedujo a los literatos
del siglo XIX y principios del XX. Y
en uno más de sus incontables
escarceos
sentimentales
se
enredó con una viuda rica a la que
le llevaba la contabilidad de los
negocios heredados.
Su vivencia, la literaria, se reflejó
en Apolo, Literatura y Variedades,
cuyos textos le daban vía libre al
vuelo creativo del director y del
redactor, y poco se ocupaban de
las noticias que lanzaba al aire el
radio, como fuera el propósito
inicial. En el primer número (en el
49
que a Santos le cambiaron el
nombre por el de Tantos, y al Club
Montecarlo por Norte-Carlo), con
el título de “Palabras”, apareció en
primera página, después del
editorial, un inspirado texto lírico.
“Dentro de mi pecho todo es
grande, todo empuja, todo se alza
y alumbra, todo llora y ríe. Suelo
hacer, hasta del negro dolor, un
cielo en que me pierdo y hundo, a
ti, que eres la noche con dos
astros, el más bello día del
ecuador”.
Aquello de “la noche con dos
astros” dio mucho que decir, pues
para unos se refería a los ojos y
para otros a los pechos de una
dama que, por cierto, a más de
uno tenía envuelto entre los
encajes de sus atributos físicos.
En el primer número de Apolo,
Literatura y Variedades se daba
50
cuenta de la presentación de la
Compañía Dramática Cubana
Cardeño, que puso en escena,
según dejó constancia en su
reseña don Luis de Argüella,
seudónimo
de
Octavio,
la
“delicada obra en tres actos y en
verso Flores y perlas”, de Luis
Mariano de Larra. Los artistas se
esmeraron lo suficiente por
agradar al auditorio, recibiendo de
éste delirantes aplausos que se
sucedían con deliciosa celeridad”.
Escribir amparado en seudónimo
estaba de moda y le permitía al
autor darse ciertas ínfulas, así
como
apropiarse
de
algún
notablato otorgado por la letra de
imprenta y sin tener que pagar
réditos a monarquía alguna, de
manera que en la hojita periódica
pululaban los seudónimos.
La llegada al pueblo de estas
compañías de teatro, por lo regular
de origen europeo o cubano,
51
dependía del trabajoso camino
que hacían al interior del país
tomando un barco de vapor si
había un contrato prometedor, o
una lancha si se trataba de
aventureros de la comedia, que
armaban la „compañía‟ un día
antes de partir de La Habana. En
este último caso, en la medida en
que
suponían
que
hubiera
audiencia en los poblados sobre el
río, dejaban la embarcación para
emprender cortas giras que les
permitieran reponer los fondos
agotados en pasajes y vituallas. La
Compañía Dramática Cardeño
hacía parte de las usuarias de las
lanchas, y su primera actriz, doña
Rosario P. de Cardeño, ofrecía
una presentación en beneficio de
la parroquia con “la bella zarzuela
Puñao de rosas”.
En esta primera edición de Apolo
aparecieron cuatro avisos de
comerciantes
que
ofrecían
52
“artículos americanos, mercancías
de primera clase, géneros blancos,
objetos para regalos y muchas
cosas
más
imposibles
de
enumerar” y el de “La Alianza,
Fábrica de Aceites –Capital
$14.000.00, productora del sin
rival aceite de ricino”. Esta fábrica
procesaba la semilla de higuerilla
o tártago para elaborar un aceite
de aplicación como vermífugo o
como lubricante.
Para la segunda edición, el
nombre y el apellido de Santos
figuraron correctamente y se
enmendó el aviso del Club
Montecarlo. Este número de ahora
abría con un encendido editorial
en respuesta a las sátiras y las
murmuraciones con las que
algunos habían recibido el primer
ejemplar. Se titulaba “¡Venid... los
maestros!” y terminaba con una
invocación: “Abandonad, arrojad
lejos de vosotros los execrables
53
instrumentos del pasquín y la
murmuración; venid con la noble
franqueza de los que sienten
compasión por los que nada
saben: así, habréis hecho una
obra de filantropía. ¡Venid... los
maestros!”.
A Santos le causó mucha desazón
que su editorial fuera empañado
por
un
monumental
error
ortográfico. En un remitido sobre la
tienda del señor Salomé Campo
Obregón, el tipógrafo escribió el
titulo como “Invación” –con C y no
con S. Ya imaginaba el banquete
que se darían los anónimos
críticos de Apolo con el garrafal
lapsus, por lo que tomó la decisión
de que, aun si subían los costos,
acudiría a los servicios de su
amigo Fierabrás, quien nunca
permitiría que de su imprenta
salieran tales atrocidades.
54
Pese a la voluntad de amigos y
anunciadores, Apolo, Literatura y
Variedades sucumbió antes de su
quinta edición, cuando Fierabrás
descargó telegráficamente un
latigazo terminante: “O pagás el
cuarto o cabras no dan leche”.
Quedó pendiente el mejor editorial,
con razonamientos relacionados
con la actualidad política de
aquellos años en lo que se hizo
presente un dejo de frustración
hacia los gobiernos de sus
copartidarios. Era un llamado a la
gente para que no se dejara
arrastrar por falsas ilusiones
vendidas por los políticos en busca
de votos.
“Diez años después de la llegada
del partido al poder –decía el
escrito– seguimos esperando,
como rebaño de corderos, que los
líderes cumplan con todo lo
prometido. Y ahí vamos a
55
quedarnos porque el poder fue
conquistado para la burguesía de
ganaderos,
comerciantes
e
industriales, y no para el pueblo
del que hace parte la inmensa
mayoría de los habitantes del
municipio. Es vana toda esperanza
de cambio cuando los nuevos
líderes son los mismos que se
enriquecieron
durante
la
hegemonía haciendo negocios con
los gobiernos de la época o bajo
su protección. Pasado el embeleco
reformista del segundo período del
partido, ha llegado el momento, en
este tercer período, de darles
gusto a los asustados burgueses
con leyes y decretos que les
proporcionen seguridad jurídica
para
seguir
manejando
la
economía del país y la cacareada
cuestión social a su acomodo, y no
de acuerdo con las legítimas
aspiraciones de los pobres.
Nuestros
copartidarios
deben
aceptar la cruda realidad: al poder
56
llegaron los santos que mandan,
los que detentan la riqueza, no los
que tienen necesidades de techo,
educación y tierra. Entonces no
hay que pensar en desquitarse
con los godos de Convención o
Gramalote sino exigir con ellos la
atención de nuestras muchas
necesidades, que, como van las
cosas, serán burladas por el santo
copartidario que nos gobierna”.
De ser impreso el editorial, Santos
se hubiera ganado una reprimenda
de don Enrique, que tenía por el
más ilustre y epónimo patriota al
Presidente, su amigo desde
cuando vivía en Bogotá y
colaboraba en el diario del cual
aquél era propietario y director.
Santos, que tenía aversión por el
Presidente que ostentaba su
nombre como apellido, advertía
con frecuencia que el suyo
provenía de la simpatía de su
57
padre por el general Santos
Gutiérrez y no por el del
Presidente, que, a su entender,
había resultado tan godo como los
gobernantes de la hegemonía.
Para
Santos,
las
reformas
emprendidas por el segundo
presidente de su partido ponían al
país en el camino de la
modernidad, robusteciendo las
instituciones pero quedándose
cortas en lo social, tanto que no
alcanzaban a producir cambios de
trascendencia en la vida de los
municipios. Consideraba que la
Ley de Tierras era un caramelo
para los campesinos, pues carecía
de los alcances de una reforma
agraria. “Los que mandan –decía–
mantienen la creencia de los
encomenderos, de que a la tierra
sólo le sacan provecho los ricos”.
Miraba con desdén las medidas
del tercer gobierno liberal, que le
parecían encaminadas a limar lo
58
que tuvieran de ásperas para la
burguesía
latifundista,
los
comerciantes y la industria.
Santos, después de su aventura
periodística, sentado frente a un
plato de ajiaco de fríjoles con
rullas de masa de maíz blanco,
trocitos de plátano verde y yuca, al
que le daba sabor un buen pedazo
de murillo, consideró llegado el
momento de atender la invitación
para llevarle la contabilidad a un
hermano menor que con las
ganancias de un premio de lotería
había montado un almacén de
repuestos para automotores en la
capital departamental, a la que en
el pueblo, con mucha gracia,
llamaban Guasimia porque así la
bautizó don Enrique en su novela.
La mamá Chana aprovechó para
encargarlo de la reclamación por
regalías petroleras a que creía
tener derecho su familia, pues de
59
antiguo ésta poseía títulos sobre
una propiedad nunca conocida ni
explotada, enclavada en las selvas
de los motilones, dentro de la
concesión que el Gobierno le
asignara a un ilustre general de las
muchas guerras libradas en el
siglo XIX.
Le entregó un voluminoso atado
de documentos con la hijuela del
emperador Carlos V, a la vez Rey
Carlos I de España, que otorgaba
la propiedad de las tierras, las
operaciones
de
venta
que
afectaban la tenencia, y las
partidas de matrimonio, bautismo y
defunción de una larga parentela
signada por la longevidad, en la
que el muerto más joven apenas
cumplía
69
años
cuando,
haciéndose el aseo matutino, se
cayó de un barco de vapor en el
río Magdalena y se ahogó.
60
Elías y Chana atribuían esa
longevidad a razones de raza, sin
reparar en que el uno era blanco y
la otra mestiza. En las andanzas
por parroquias en busca de
partidas eclesiásticas, Chana vino
a descubrir que sus abuelos
contrajeron matrimonio a la
„avanzada‟ edad de 48 años,
cuando ya la abuela había parido
18 hijos. Ese hallazgo perturbó
mucho su conciencia porque tenía
la firme convicción, heredada de
su señora madre, de que primero
era el matrimonio y después los
hijos.
El golpe moral fue de tal
naturaleza que por años ocultó los
papeles en lo profundo del baúl de
la ropa limpia, de modo que ni
Elías ni sus hijos llegaran a saber
que, a pesar de sus pomposos
apellidos
Uribe,
Rivera
y
Rivadeneira, en sus ancestros
61
figuraban progenitores en unión
libre.
Nunca pudo explicarse el pecado
de los abuelos, que si bien había
sido
enmendado
con
un
matrimonio
tardío,
en
su
pensamiento de honrada mujer del
campo no parecía justificable bajo
razón alguna, ni siquiera la que le
dio el padre Heriberto cuando le
dijo: –Chana, en ese entonces la
gente se casaba cuando podía, y
ese “podía” se relacionaba con la
llegada de misioneros desde
Santa Marta, que no era cosa de
todos los días.
Al entregarle los documentos a
Santos le reveló el terrible pecado
de los abuelos –por el cual había
demorado
tantos
años
la
reclamación–, y él, con su
acostumbrado
temperamento
iconoclasta, soltó una estrepitosa
carcajada que le hizo temer a ella
62
que todo el pueblo, al final,
conocería el temido secreto. –
Claro, para vos es cosa de risa
porque estás acostumbrado a
tener hijos en pecado, pero para
mí y mi familia esto es un asunto
de honor.
Se lo espetó arrogante y rabiosa,
recordando sus apellidos Uribe,
Rivera y Rivadeneira, mancillados
por las copulaciones sin previo
enlace matrimonial, conocidas a la
hora de nona, cuando ella había
estado orgullosa de llevarlos, cosa
que le restregaba Elías cada que
para torearla éste le recordaba
que el suyo había llegado a la
región con las hueste del
conquistador
Jiménez
de
Quesada, como hacía constar
nada menos que el muy sabido
historiador de la provincia. En ese
solemne momento en que le
entregaba a Santos el secreto tan
celosamente guardado, se percató
63
de que finalmente los ancestros de
Elías eran los adjudicatarios, con
hijuela real, de las tierras que se
proponía reclamar por intermedio
de su hijo, lo cual a sus ojos
convertía en más valioso el
apellido Cañizares de su esposo
que
sus
Uribe,
Rivera
y
Rivadeneira.
Pero ni por esas abandonó su
arrogancia, que le venía por
sangre,
lo
mismo
que
la
longevidad de sus antepasados.
Reuniendo las fuerzas de su
carácter y apelando a su siempre
impuesta autoridad de madre, le
hizo prometer a Santos que ni en
la
más
tremenda
de
sus
borracheras revelaría el feo
pecado que empañaba el honor
familiar.
Y así lo hizo Santos, quien, pese a
su bohemia, profesaba un sagrado
respeto por las pocas solicitudes
64
maternas. La reclamación de las
regalías nunca se hizo. Se decía
en la familia que Santos había
dejado los papeles como prenda
de una deuda de cantina, en uno
de los muchos pueblos por los
cuales pasó en busca de su nuevo
destino. Sólo después de la
muerte de Chana, su nieta mayor
encontró en lo profundo del baúl
de la ropa limpia el atado de
papeles que, sólo Dios sabe cómo,
volvió a ese lugar.
Santos nunca se encontró a gusto
con su hermano, cuyos intereses
intelectuales y bohemios no
compaginaban con el afán de
trabajo y de hacer dinero que
aquél se imponía. Por tal razón,
prefirió dejar el puesto y conseguir
otro
en
la
Contraloría
Departamental bajo la protección
de Pedro Fuentes, compañero de
tragos e inquietudes.
65
En estado de semisobriedad
escribía notas para el periódico
local Democracia, las cuales
firmaba únicamente con su
apellido, sin poner jamás sus
nombres de pila. Si alguien le
preguntaba por qué no usaba
también sus nombres de pila,
respondía con soberbia: –Porque
todos saben que el único
Cañizares que escribe soy yo”.
En Cúcuta recuperó una de sus
más queridas aficiones de los
primeros escarceos intelectuales:
escudriñar la historia de la
Conquista y la Colonia. Buscaba
con afán huellas, vestigios de lo
que debió ser la resistencia
indígena, pues no daba por
sentado que los aborígenes se
dejaran avasallar fácilmente por
señores de a caballo, ni por los
mosquetes ni por los perros
bravos.
66
La muerte de Alfínger a manos de
los chitareros y las batallas de La
Gaitana no podían ser las únicas
muestras de entereza de los
nativos. De la mano de don Juan
de Castellanos y de Lucas
Fernández de Piedrahíta, seguía
los pasos de los conquistadores
con el deseo de desmontarlos de
la grandeza que les atribuían los
historiadores oficiales.
De 5 de la tarde a 7 de la noche,
encerrado en la biblioteca de la
Contraloría Departamental, llenaba
cuadernos Patria de 50 hojas con
noticias de la rebelión de los
yalcones, los paeces, los sutas y
tausas, los simijacas, los panches,
los
muzos.
Ponderaba
la
tenacidad de El Ocabita y
Lupachoque, que en tierras de
Boyacá les dieron dura brega a
Pérez de Quesada y Suárez
Rendón. Tenía la firme convicción
de que los aborígenes eran seres
67
de mucho mérito, y no los
timoratos que conquistadores y
colonizadores se empeñaron en
doblegar y extinguir con el pretexto
de que no alcanzaban la categoría
de humanos.
Apreció que Juan de Castellanos
fuera más justo con la población
indígena que los historiadores de
la Academia. Castellanos, con sus
descriptivas endechas, inflamó su
llama reivindicatoria de las tribus
originales de América.
Cuando hizo el hallazgo de la
genealogía paterna que lo llevó a
establecer su ascendencia en uno
de los 11 soldados de apellido
Cañizares a quienes Jiménez de
Quesada les otorgó tierras en
Ábrego y Ocaña, apenas asentó el
hecho en sus apuntes, como para
no desviarse de su objetivo: la
gloria de los aborígenes.
68
Convirtió la acción de los sutas y
tausas,
enfrentando
a
los
españoles en el Peñón de Tausa,
en un relato épico en que describió
cómo los caciques llevaron a su
gente hasta la meseta detrás del
peñón inexpugnable, para impedir
que los mantuvieran en la cruel
servidumbre de los socavones de
las minas de carbón.
Los caciques, con más de cinco
mil guerreros con todas sus
familias, víveres y pertrechos para
permanecer en el sitio por largo
tiempo,
proclaman
en
su
fortificación
natural
que
los
muiscas de Suta y de Tausa son
libres y detestan el intolerable
dominio de los conquistadores.
Santos execra el nombre del
capitán Juan de Céspedes como
el del bellaco a quien los caciques
contienen durante un año largo a
punta de piedras y flechas.
Fascinado, cuenta que el tausa
69
Nantuc, mancebo valeroso, lucha
cuerpo a cuerpo con el español
Barranco, que en una lechosa
madrugada logra trepar por el
empinado desfiladero y casi
coronar la meseta. Allí Nantuc
arremete contra el español, lo
despoja de la espada, que cae a
trompicones por el precipicio, lo
golpea sin piedad con sus puños
de
piedra,
mientras
los
acompañantes del soldado huyen
espantados ante la fiereza del
gigante que se les opone. En su
huida, los españoles ruedan al
abismo y sólo uno queda para
referirle al capitán Céspedes el
fracaso de la operación, que el
soldado adoba como un ataque
despiadado de 300 indígenas para
así ocultar el espanto que produjo
en sus huestes la faena guerrera
de Nantuc.
Una y otra vez, los de España
intentan subir por la escarpada
70
senda, custodiada por tan solo
cuatro indios que les arrojan
piedras y flechas para detenerlos.
Heridos y desanimados, los
soldados pasan meses en estas
escaramuzas en las que no
pueden usar sus espadas y sus
ballestas. Al cabo de más de un
año, Céspedes consigue con
artimañas la rendición de las dos
tribus.
Santos acude al capitán Jerónimo
Lebrón para contar cómo Juan de
Céspedes engaña con falsas
promesas y seguridades a los
caciques de Suta y de Tausa,
alcanza la cumbre, y a la
confianza de los nativos responde
pasando a muchos de ellos por el
filo de la espada sin importar su
condición, y ordena despeñar a
500 guerreros muiscas para
vengar la humillación a la que
fuera sometido por los caciques y
su gente durante más de 365 días.
71
Un
Santos
apasionado,
enfervorizado
y
reivindicativo
remata su narración con la
aparición fantasmal del cacique de
los tausas, que en furiosa diatriba
acusa a Fernández de Piedrahíta
de mentiroso por defender a los
salvajes señores de la Conquista y
dar una versión acomodada, en la
que Barranco es el héroe y las
tropas
españolas
dignos
vencedores de hordas bárbaras.
El cacique fantasma profetiza que
llegará el tiempo en que el dios y
la diosa Chía engendrarán al
caudillo que habrá de liberar sus
tierras del oprobio que significa el
sometimiento, y por milenios les
devolverá
a
sus
gentes
desposeídas el dominio de los
territorios de la papa, el maíz y los
venados.
72
En otros apuntes figuran los
gandules y los nimayas librando
batallas valerosas con españoles a
caballo, sin arredrarse ante los
supuestos monstruos. Cuenta que,
para burlarse de los españoles o
para conjurarlos o como nuevo
Caballo de Troya, en medio de un
maizal con cañas, hojas de maíz y
ameros, levantan en tamaño
natural un caballo con su jinete
que los europeos confunden a la
distancia con uno de los suyos.
Creyendo que los convoca a
seguirlo, van en su búsqueda para
descubrir que se trata de un
muñeco y huyen despavoridos,
pensando que se trata de un ardid
para emboscarlos.
Santos
rompió
la
tradición
longevidad en su familia más por
culpa del licor que por la mala
suerte a la cual quisieron atribuirle
su deceso los compañeros de
parranda. En la medianoche de
73
una de sus épicas borracheras, se
metió en la alberca del lavadero
abrasado por la fiebre y el
agobiante calor cucuteño. A las 6
de la mañana, su cuñada lo
encontró declamando poemas de
su amigo Milanés en el delirio de
una neumonía de las de antes, tan
brava y definitiva que las
abundantes dosis de la recién
descubierta penicilina no pudieron
frenar.
La hora en que lo halló su cuñada
preso de las fiebres fue la misma
en que diariamente cumplía su
ritual de dipsómano empedernido,
cuando con el primer trago de
aguardiente recitaba:
¡Te perdono el mal que me
haces por lo alegre que me
pones!
74
75
76
3. El muy distinguido
grupo de las fuerzas
vivas
77
78
3
Luis Daniel, Bernabé, Catalino,
Emilio, Federico, el párroco y el
maestro conformaban el muy
distinguido grupo de las fuerzas
vivas del municipio, con el
desempeño de una misión cuyo
mandato proviene de un poder no
identificado pero muy respetable.
Por tal razón, y así no lo quisieran,
estaban convertidos en cabeza del
pueblo, esto es, en el eje sobre el
79
cual giraban las decisiones
trascendentales en la vida entera
de la población. Las mujeres no
eran admitidas porque carecían
del derecho al voto.
Cada uno tenía sus méritos para
estar en cónclave tan selecto. Luis
Daniel, hijo de Bernabé en la
condición de natural, como
graciosamente se llamaban los
vástagos tenidos en unión libre,
ejercía el comercio de trapos,
artículos finos y joyería. Su madre,
apaciguadora de un carácter
tempestuoso, rasgando en guitarra
bambucos y pasillos, lo había
puesto en contacto con obras
como
El
pájaro
azul,
de
Metternich; El pobre negro, de
Rómulo Gallegos; y La Vorágine,
de José Eustasio Rivera. Se
trataba
de
novelas
recién
publicadas por una editorial de
Medellín y que llegaban a sus
manos a través de un librero
80
itinerante. De ella, Luis Daniel
tomó su vocación por los libros y el
interés por la comunidad.
Bernabé,
el
padre,
estaba
dedicado al oficio de boticario.
Adquiría sus conocimientos sobre
fármacos en la lectura del
vademécum, y en catálogos y
revistas. Ejercía su función con
dedicación de sacerdote, tratando
de procurar medicamentos de
laboratorio
o
mezclas
recomendadas que componía
detrás de la estantería. Se atrevía
a diagnosticar sobre dolencias
leves y enfermedades conocidas,
como una forma de ayuda en
ausencia de médico.
Catalino,
músico,
pintor
y
bohemio, recibía la admiración que
se les profesa en las comunidades
rurales a quienes se desempeñan
en las artes. Emilio, general, y
Federico, coronel, vivían rodeados
81
de respeto por su
desempeño guerrero.
pasado
La reunión, citada en julio, antes
de las fiestas patronales, tenía un
cometido trascendental y por tal
razón fue invitado don Enrique,
quien en materia de autoridad
oficiaba con alto nivel por sus
conocimientos y su notable
capacidad de discernimiento. Se
trataba, nada más y nada menos,
que de dejar en claro el nombre de
las calles para contar con una
nomenclatura clara y precisa,
indispensable con la llegada del
correo aéreo.
Para algunos, eso del correo
aéreo, igual que la radio y la
carretera, constituía un inmenso
jalón de progreso y desarrollo. Ya
no dependerían del esporádico
arribo de Rito para recibir con
retraso la correspondencia de los
pocos familiares que residían en
82
otros pueblos y ciudades. Para
don Enrique significaba la llegada
más o menos regular del periódico
y las revistas, sobre todo la de
poesía que editaba en Bogotá su
amigo Aurelio Arturo; para Luis
Daniel, la oportuna llegada de los
comunicados y los discursos
enviados por la dirección del
partido desde las capitales, tanto
del país como del departamento.
Para Bernabé y sus compañeros
del comercio, el asunto resultaba
menos bueno, pues implicaba que
perderían un pretexto para sus
pagos atrasados. No sería lo
mismo escudarse en las demoras
del correo transportado por Rito,
que en un avión que aterrizaría en
el aeródromo abierto por la
petrolera en Ayacucho, a menos
de cuatro leguas de carretera. Que
el avión también llevara pasajeros
era lo de menos, porque muy
pocos de ellos –tal vez la atrevida
83
de Celina sería la única– se
subirían a un aparato de esos para
viajar entre las nubes. Seguro
mató a confianza, y lo seguro
estaba en ir a cualquier parte
pegados a la tierra por la carretera
o por el río, en embarcaciones que
no se alejaban mucho de la orilla,
pues por algo se habla de la
madre Tierra y no de las madres
nubes. El avión estaba muy bien
para llevar cartas y encomiendas,
pero gente, ¡caramba! parecía
muy arriesgado y peligroso.
Las calles del pueblo, sin ser
numerosas, se prestaban a
equívocos porque los nombres
que les dieron algunos guasones
reemplazaron con el correr del
tiempo
las
denominaciones
oficiales
determinadas
por
alcaldes
y
concejales.
Por
ejemplo, ya imaginaban si Torres
escribía Calle Tripaciega Nº 42.
Con esa dirección, en el correo se
84
echarían a reír hasta convertirla en
el sobrenombre del pueblo y
tendrían que andar por ahí con el
burlón gentilicio de tripiciegos.
El grupo comenzó la sesión sin
ningún rito inicial, pues se
consideraba que, no siendo
legalmente
establecida
una
institución,
su
proceder
corresponde al de amigos y
servidores de sus coterráneos.
Luis Daniel abordó el tema:
–Las calles como tales, según lo
tiene averiguado Armando, son
seis: la primera es la que viene por
el camino principal, el que algún
día será carretera y acortará la
distancia con la capital de la
provincia. Esa la llamamos del
Hoyito y sobre su eje se ha
formado el barrio que lleva su
nombre. Un pedazo de esta calle
se llama El Topo, por el letrero de
85
una tienda en la que su ingenioso
propietario anunciaba “Aquí topo
plátanos, yuca…”, y seguía la
retahíla de las tales y cuales cosas
que allí se vendían.
Bernabé, como buen conocedor
de la historia comercial, lo
interrumpió:
–Ese nombre está más que bien
puesto. Enmendó el de antes, que
era Punta e‟ Bollo, que tenía cierto
olorcito escatológico.
Todos estuvieron de acuerdo en
que El Topo estaba bien, pero muy
bien, porque el otro se asociaba
con el rústico nombre que los
campesinos de la región le dan al
bolo alimenticio una vez defecado.
Luis Daniel continuó:
–Esa Calle del Hoyito, cuando
pasa la quebrada de San Rafael
86
voltea hacia el norte y se nombra
entonces Calle del Tigre, y en
seguida se llama del Coco.
Sin más interrupciones, Luis
Daniel se extendió en una muy
detallada información.
–La segunda calle, la de Ricaurte,
en honor al héroe de la
independencia, no tiene más de
tres cuadras y está dividida en dos
partes: la primera, llamada del
Auxilio, y la segunda, del Silencio,
que también se conoce como
Calle del Sobaco porque los
descuidados vecinos la dejan
ensuciar y llenar de malos olores.
–La tercera se llamó Calle Real y
antes Carrera de la Capital, hasta
que en honor del Libertador se le
puso Calle de Bolívar para
perpetuar su recuerdo, ya que éste
parece ser uno de los pocos
pueblos de la república por los que
87
no pasó el prócer insigne. La calle
nace en El Cerrito, que hoy se
conoce como Terraza, y termina
en la esquina del cementerio o
Calle del Panteón.
–La cuarta calle es la de
Santander, que empieza en un
punto que se llamó El Saque
porque allí sacaban aguardiente.
En su cuadra más empinada se le
dice El Carretero, y cuando se
escurre abajo de la plaza la
conocemos como Pueblo Nuevo y
después Pique e‟tierra.
–La quinta es la calle del
Magdalena, que nace en el Chorro
y termina en Cantarranas, nombre
muy a propósito porque al final de
la acequia se forma un pozo para
deleite de estos animalitos, como
también de los niños que
chapotean ahí.
88
–La sexta y última es La Pesa.
Esta calle muestra que el
desgreño administrativo tiene los
años de la mazamorra. La mandó
abrir un cabildo del siglo XIX y se
votó una partida de 200 pesos
para el proyecto que se quedó en
eso. Sobre sus terrenos, unos
vecinos ampliaron los solares de
sus casas y finalmente se
construyó La Pesa o mercado de
carne. A esta le pusieron el
horrible
sobrenombre
de
Tripaciega porque no sale a
ninguna parte y es donde vive
Torres. En realidad, el apelativo
que le corresponde es el de
Manga de Oro, muy bonito por
cierto
y
que
debiéramos
devolvérselo.
Al filo de las 6 de la tarde, las
fuerzas vivas de la población
terminaron su sesión con el muy
sagrado
compromiso
de
encontrarse nuevamente para
89
definir la unificación de los
nombres, cosa que nunca se hizo.
Desde Bogotá llegó la orden de
que la nomenclatura debía fijarse
por números y no por nombres. El
Concejo municipal aceptó la
norma, pero dispuso que las calles
se llamaran como siempre, sobre
todo cuando el correo ya no se
distribuyera casa por casa, como
en los tiempos de Rito, sino que se
fijara en lista de “correspondencia
recibida”, en el almacén de don
Pedro,
representante
de
la
compañía aérea para pasajes y
correo.
90
91
92
4. Ovidio el zapatero, que
no hacía parte de las
fuerzas vivas
93
94
4
Las fuerzas vivas del municipio
también se metían con la historia.
Varias
de
sus
sesiones
extraoficiales, sin que mediara
convocatoria del alcalde, las
dedicaron a develar sesudamente
una preocupación general: ¿quién
y cuándo fundó el pueblo? El
asunto
tenía
visos
de
trascendencia. ¿Cómo hablar de la
herencia de nuestros mayores o
de las costumbres ancestrales,
cuando se desconoce el quién y el
cuándo de la fundación?
95
–Los pueblos y las ciudades tienen
un padre o una madre: Bogotá,
Gonzalo Jiménez de Quesada;
Santa Marta, Rodrigo de Bastidas;
Pamplona, Pedro de Ursúa;
Cúcuta, Juana Rangel; Ocaña,
Francisco
Fernández
de
Contreras; y ve vos, este pueblo,
el nuestro, ¿quién lo fundó?”. Era
una pregunta que rondaba por las
seis calles del pueblo.
.
Recoger y discutir las distintas
versiones conocidas del fundador
y la fundación obsesionaba a las
fuerzas vivas. La idea de
esclarecer este enigma les daba
una
fundada
excusa
para
mantenerse vigentes.
Ovidio el zapatero, que no hacía
parte de las pomposas fuerzas
vivas pero que en cambio tenía
una imaginación desbordada para
contar
historias
construidas
96
alrededor de sí mismo, tenía su
propia y única versión, aunque no
autorizada
por
autoridad
competente alguna.
Las fuerzas vivas, después de
discutirlo
en
dos
sesiones,
invitaron a Ovidio para que
presentara ponencia, decía la
carta, sobre la fundación y los
fundadores. El día destinado a
recibir a Ovidio, las fuerzas vivas
cumplieron escrupulosamente su
ritual de reunión. El primero en
llegar fue Antonio, director de la
escuela de varones que alcanzó a
recorrer los 50 metros de la cuadra
dos veces antes que apareciera
Catalino canturreando el último
bambuco de su inspiración. Luis
Daniel y Bernabé se encontraron
en la esquina del Parque Uribe
Uribe, también llamado de La
Concordia, e hicieron en diagonal
el recorrido de 50 metros
intercambiando
ideas
97
intrascendentes sobre el tiempo,
las ventas de sus comercios y la
tozudez de las mujeres.
Emilio llegó a caballo, saludó con
la mano antes de entrar en su
casa por la puerta de las bestias, y
casi de inmediato se les unió sin
haberse quitado las polainas,
mientras don Enrique llegó de
último, enfundado en su traje de
lino blanco y luciendo la corbata
de ancho nudo.
–Completos –dijo Catalino, porque
al párroco no lo esperaban por ser
día de confesiones y exposición
del Santísimo.
El zapatero se puso su traje de dril
de dos piezas, con trabilla en la
cintura; calzó los zapatos de cuero
de ternera que le había dejado el
novio-esposo de la señorita
Trinidad, y se dirigió a la barbería
de Chinchilla para que éste le
98
arreglara el pelo y para oír sus
consejos de peluquero. Ovidio
valoraba las recomendaciones de
Chinchillla, muchas de las cuales
incorporaba a sus historias. La de
ese día fue sobria y contundente:
“Ante todo, dignidad”.
Las
fuerzas
vivas
estaban
sentadas en taburetes de cuero,
haciendo una como herradura, y
frente a ellos se había dispuesto el
asiento para Ovidio.
–A lo que vinimos, vamos, dijo
Catalino como si fuera el santo y
seña para dar comienzo a la
sesión. –Comenzá, Ovidio, que
vinimos a oírte a vos. Las fuerzas
vivas no tenían jerarquías. El
primero en hablar abría la sesión.
Ovidio el zapatero sintió llegado el
momento de “ante todo, dignidad”
y
arrancó
su
intervención
escogiendo con cuidado las
99
palabras, las frases y los giros, de
manera que aquellos caballeros lo
encontraran tan culto y educado
como ellos.
– En la fundación no hubo misa
solemne ni discurso. Lo que por
aquí había era una hacienda
cañera llamada Estancia Vieja,
con trapiche y todo. Muy grande,
porque comenzaba donde nace la
quebrada hasta llegar al Puente de
Santander. A la quebrada la
llamaban del Marqués, quizá para
alguien darse importancia, porque
por aquí ¡qué carajos de marqués
ni de nobles!; tal cual don porque
ya habrían hecho platica.
–Dicen que el 16 de julio de 1686,
el Gobernador y Capitán General
de la Provincia de Santa Marta y
Cartagena libró el titulo de las
Tierras Estancia Vieja de la Virgen
del Carmen, que antes se conocía
como Estancia Vieja de Angostura.
100
El zapatero no se aguantó las
ganas de hacer un comentario
sobre la fecha y la supresión de
Angostura:
–A mí la fecha del 16 de julio y el
cambio de Angostura, por Virgen
del Carmen, se me hace que es
invento reciente para darles doble
piso a las fiestas patronales. Los
primeros
terrenos
que
se
negociaron por aquí fueron en
1719. Unos 20 años después, la
Compañía de Jesús compra las
fincas El Marqués y El Astillero.
¿Para qué las compraron?, es
asunto que no se sabe, lo cual es
una lástima porque los jesuitas
fundaron sus misiones como
empresas de producción que les
servían a los indios para el
sustento.
Los
jesuitas
evangelizaban con el concepto del
libre albedrío, lo que suponía que
los indios se acogían a la religión
101
católica porque así lo querían, y
sin estar sujetos a las privaciones
y los castigos impuestos por los
señores encomenderos y sus
cómplices,
los
curas
evangelizadores.
–Estos curas jesuitas crearon
empresas productivas en los
llanos de Venezuela y Colombia,
en Paraguay, Bolivia y Argentina.
Por
eso
los
persiguieron.
Observen ustedes que en las
expulsiones de los jesuitas de la
tierras de América siempre están
presentes,
azuzando
a
las
autoridades, las oligarquías de la
Conquista, la Colonia y la
República.
Cuando Ovidio el zapatero, que no
hacía parte de las fuerzas vivas,
narraba su historia del pueblo
según él, la gente se metía en el
cuento, guardaba silencio, y si
alguien llegaba a interrumpirlo,
102
Ovidio, esgrimiendo su martillo
tachuelero, le decía:
–¡Ve, vos, te me vas ya para el
carajo, que aquí el que habla soy
yo y los demás me oyen!
En esta reunión, nadie interrumpió
a Ovidio, pero él lo esperaba
porque hizo una larga pausa que
les permitió a las fuerzas vivas
sorprenderse con la inesperada
defensa de oficio de los jesuitas.
La leyenda partidaria decía otra
cosa:
los
jesuitas
fueron
expulsados por contrabandistas,
explotadores de los indígenas y
acumuladores de riqueza a través
de la tenencia de latifundios sin fin.
Después de hacer su terminante
reflexión, Ovidio recuperó su
temperamento apacible, paseando
sus ojos sobre los oyentes como
para recapturar su atención y
103
seguir con su muy
interpretación histórica.
libérrima
–El otro día estuvieron haciendo
una reparación en la casa de la
hacienda y apareció el año 1711,
por lo cual, si vamos a creerles a
los que saben, es posible que la
Estancia fuera más vieja que esa
fecha. Por ahí vamos viendo qué
tan antiguos son los antecedentes
del pueblo, aunque sólo fuera la
casa de la hacienda.
–¿Quién lo fundó? (Ovidio hacía
en ese momento de su relato una
pausa, tomaba aire y continuaba
arrebatado). Dicen que un tal
capitán Francisco del Busto, pero
para mí tengo que eso es también
invento, porque por aquí si acaso
pasaría algún soldado perdido de
los que no pudieron seguirle el
paso al Adelantado Jiménez de
Quesada.
104
–También mencionan a un tal
Pedro del Busto, pero en la
historia el que figura es Pedro
Fernández del Busto, gobernador
de Santa Marta, quien le dio
licencia a un capitán Francisco
Fernández para fundar ciudad en
tierra de los carates, indios que,
como su nombre lo indica, serían
caratosos. Ahí, por los apellidos de
los capitanes, se ve no más que al
capitán Francisco del Busto, y
además a don Pedro del Busto se
lo inventaron en el afán de
encontrarle papá a este pueblo.
–Como para que el capitán
Francisco y don Pedro no estén
solos, otros dan como fundadores
a don Pedro e Isabel del Busto,
que debieron ser los bisabuelos de
Bustos, el policía. Algunos, más
sabidos o tal vez más despistados,
cambian a don Pedro y doña
Isabel por Pedro Isabel del Busto.
Lo malo es que, como nada escrito
105
llegó hasta los tiempos que corren,
y como Henao y Arrubla no se
ocuparon de nosotros porque ni
siquiera
deben
saber
que
existimos,
hay
que
seguir
contando con lo que dice la
tradición oral, que llaman los
entendidos.
–Por tanto ¡ve, hola!, hay que
mencionar a doña Irene Bustos,
hija de Lorenzo Bustos. La dicha
señora habría regalado los solares
para la iglesia, la cárcel, la escuela
y el cementerio. Sería ella, por
generosa, la fundadora. Lo que no
cuadra en este cuento es que su
papá fue uno de los que pidieron
la creación de la parroquia en
1806, o sea que el pueblo ya
existía antes que la generosidad
de doña Irene se hiciera presente.
Ovidio el zapatero entraba en
aseveraciones que respaldaba con
datos rotundos.
106
–Lo cierto es que Lorenzo Bustos
estaba asentado por aquí con los
Álvarez,
los
Botello,
los
Carvajalino, los Jácome, los
Contreras, los Forero, los Garcés y
los Valverde, quienes firmaron los
papeles para que don Miguel
María Sánchez Delgado pidiera la
creación de la parroquia en 1806,
que es cuando el pueblo deja de
llamarse Estancia Vieja, porque, al
erigirse la parroquia, a ésta la
nombran „de la Virgen del
Carmen‟. Estos apellidos que
menciono
todavía
tienen
descendencia en el pueblo, y muy
numerosa. De que existieron da fe
el notario de Su Majestad don
Francisco Gómez de Castro, ante
quienes ellos se declararon
vecinos establecidos en el sitio de
Estancia Vieja y la Quebrada del
Marqués. Yo les digo a ustedes
que ellos tampoco fundaron el
pueblo, pues, si vivían tantos y
107
querían ser parroquia, quiere eso
decir que ya había caserío.
En este punto, Ovidio el zapatero
le ponía final a su propia y única
versión no autorizada sobre la
fundación con una declaración
trascendental:
–De todo lo dicho resulta que no
hay huella de quiénes ni cuándo
fundaron este pueblo. Este pueblo
es como yo, que no tengo padre
responsable.
A las fuerzas vivas, la versión de
Ovidio los dejó satisfechos porque
les daba pistas nuevas para
complementar
la
información
histórica de que disponían. Pero
entraron en un dilema: si le daban
importancia a esa exposición,
corrían el riesgo –pensaban ellos–
de ceder su autoridad, perder su
representatividad y quedarse,
108
cómo no, sin pretexto para sus
reuniones extraoficiales.
Ovidio el zapatero entrevió la
perplejidad de su audiencia y
resolvió
rematarlos
con
un
comentario decisivo:
–Todo lo dicho pueden consultarlo
con el doctor Ciro Castilla Jácome,
quien tiene muy investigada la
historia y a quien me ha dado
todos estos datos.
Una corriente de alivio recorrió el
cuerpo de las fuerzas vivas y
restableció sus energías como un
café negro bien cargado. De
manera que el crédito de ponerlos
en buen camino para dilucidar las
preocupaciones de la gente sería
para el abogado Ciro Castilla,
residente de mucho atrás en la
capital provincial. Eso les permitió
despedirse de Ovidio con una
complaciente sonrisa que a este le
109
pareció de reconocimiento, cuando
en realidad era de tranquilidad
para ellos.
Ovidio, después de agradecer la
invitación, salió a buscar a
Chinchilla, sintiéndose ya igual a
los caballeros de las fuerzas vivas.
Las fuerzas vivas siguieron
adelante con su misión de guías
del pueblo, encomendada no se
sabe por quién ni cuándo, pero
que ellos aceptaban no obstante el
peso que conlleva el ejercicio de
tal liderazgo.
110
111
112
5. Los maestros
pueblo eran cuatro
del
113
114
5
Tampoco a los educadores del
pueblo les parecía graciosa la
historia patria como la narraba
Ovidio el zapatero. Eso de decir
que Colón era el amante de la
reina Isabel y que resultó en
América buscando el oro y las
indias; que Bolívar libertó cinco
naciones para que le llevaran
mujeres en bandejotas de plata en
las cinco capitales; o de puro
deslenguado eso de contar
episodios
ciertos
pero
que
demeritaban al héroe, como aquel
115
que daba cuenta de cuando
Manuelita Sáenz encontró debajo
de la almohada un arete de oro
que no era suyo, además de ser
una perversión histórica en los
decires de Ovidio, quebrantaba su
tarea educadora al contradecir
contenidos fundamentales de su
enseñanza.
Los maestros del pueblo eran
cuatro (al menos así me parecía):
doña María, ya entrada en años;
Ester, su joven sobrina; la señorita
Trinidad, soltera cuarentona; y
Antonio, el maestro rector venido
de la capital provincial.
Doña María y la señorita Ester
regentaban el colegio, llamado así
para distinguirlo de las escuelas
públicas. Al colegio asistían los
niños de las familias principales,
separados en salones por género,
y funcionaba en una casa larga
que atravesaba la manzana por la
116
mitad. Todos los salones daban
sobre un patio extenso y estrecho,
siempre ocupado con los niños en
turno de recreo. Doña María había
inventado un método para que ella
y su sobrina pudieran dictar todas
las clases: mientras ellas estaban
con un grupo de estudiantes, los
otros
salían
a
prolongados
descansos. El sonido de la
campanita, tocada delicadamente
por la sobrina, señalaba el
momento de alternarse el patio.
Doña María practicaba el viejo
proverbio de que la letra con
sangre entra. Para aplicarlo, usaba
un rejo de cuero de dos puntas
que descargaba sin compasión por
tres veces en las piernas o las
nalgas del remiso a recibir
conocimientos. Al estudiante que
llegaba a casa con las moradas
condecoraciones, la madre le
arriaba otro fuetazo antes de
aplicarle pomada de árnica para
117
que
se
le borraran. Esta
pedagogía
produjo
varias
generaciones con muy pocas
ganas de llegar a contabilistas y
matemáticos, porque la aritmética
era la materia por la cual
restallaba con más frecuencia el
fuete.
Las escuelas eran dos: la de niñas
y la de varones. La primera estaba
situada a media cuadra del
parque, en un edificio de dos
pisos, con balcón de madera.
Además de los salones de clase,
tenía un minúsculo patio trasero
que las alumnas se turnaban,
apeñuscadas, para el recreo. A las
de cuarto grado, la pausa
interclases les tocaba 15 minutos
antes de irse a almorzar.
La señorita Trinidad, la directora,
jamona y sin cónyuge, era de
afuera, más exactamente de El
Banco, donde un hombre se volvió
118
caimán para poder fisgonear a las
muchachas cuando se bañaban
desnudas en un pozo rodeado de
vegetación espesa. De piel
ligeramente oscura, el rostro de la
señorita Trinidad, aparentemente
hosco, dejaba ver que 20 años
atrás había sido una mujer
atractiva, y su mirada revelaba un
dejo de melancolía por los años
idos o por algún amor extraviado.
La escuela de varones quedaba
en un edificio de ladrillo construido
ex profeso, con un patio cuadrado
y grande en un lote al final de la
penúltima grada de la Calle de las
Mercedes. Bajando a grandes
brincos
por
las
gradas
empedradas,
los
muchachos
dejaron el rastro de innumerables
rodillas y narices sangrantes. A
pesar
de
todas
las
recomendaciones de don Antonio,
a diario algún pelao pasaba por el
puesto de salud a que le pusieran
119
yodo en las heridas que cobraba la
superficie rugosa.
Las señoritas Trinidad y Ester no
se quedaron en el pueblo por esas
razones misteriosas del corazón.
Cualquier
día
apareció
un
cincuentón
de
facciones
hermosas, de piel tostada por
soles sin número, alto, delgado,
elegante, como varón de buena
raza; lucía un fino pantalón de lino
blanco y guayabera con delicados
bordados a mano, y exhalaba un
aire de prosperidad adquirido con
su esfuerzo constante. Desde ese
día, la señorita Trinidad dejó su
mirada melancólica y la cambió
por una brillante y amorosa, de
abrumadora alegría. Todos se
dieron cuenta de que la felicidad
no le cabía dentro; se le salía,
inundaba y contagiaba.
–¡Cómo cambió la señorita
Trinidad de un día para otro! –
120
comentaban las mujeres con un
dejo de romántica emoción, como
si asistieran a la escena de uno de
los dramas de amor que de vez en
cuando
representaban
las
compañías de comedia que
pasaban por la localidad. La
espera incierta de la señorita
Trinidad no pareció, en todo el
tiempo de su magisterio, una
pesada
carga.
La
mirada
nostálgica, única huella del amor
vivido, se reveló con la aparición
del novio eterno, como un
aferrarse a la esperanza de
recuperar la fogosa pasión no
consumada de la juventud.
La ceremonia de la boda hubo de
ser la más lucida de las
celebradas en muchos años en el
templo del pueblo. El novio corrió
con los gastos sin escatimar en
nada. La noche anterior le dio a la
novia una serenata con la banda
del pueblo, dirigida por Catalino,
121
que en honor a la desposada
estrenó el bolero Razones del
corazón. Alrededor del altar, las
flores formaban un fragante jardín
de rosas, azucenas, violetas, lirios
de tres colores y coquetos ramitos
de azahares. Desde el atrio hasta
los reclinatorios de la pareja se
tendió un tapete rojo de una sola
pieza que el novio hizo traer de
Barranquilla. El párroco estrenó
ornamentos
de
dorados
arabescos, regalo del cincuentón
deseoso de que todo brillara en la
iglesia.
El novio, decían las habladurías,
era comerciante del río, de los que
andaban en piragua vendiendo
trapos, ollas para el sancocho y
todo lo que hiciera falta. Capeaba
temporales
navegando
los
afluentes
navegables.
Donde
hubiera pueblo o caserío al que
entrara
la
piragua,
llegaba
Guillermo vendiendo y comprando.
122
Le había prometido a la señorita
Trinidad, 25 años atrás, que
cuando hiciera fortuna iría a
buscarla donde estuviera. Y
cuando la tuvo, por los increíbles
mandatos del amor, le cumplió sin
importar los muchos años ajados
que cargaban los dos.
Aquel cincuentón, misterios del
corazón, vino por la señorita
Trinidad, novia dejada pero no
olvidada,
y
después
del
matrimonio se perdieron por las
riveras, los playones y los
tributarios del Magdalena.
El cuento de la señorita Ester fue
de otro cariz. Apenas pasados los
30, a la sobrina de doña María
comenzó a pesarle la soltería;
andaba por el camino de la fábrica
de aceite preguntándose por qué
los hombres, si la miraban, no la
veían. Tan sólo el maestro
123
Antonio, que la doblaba en años,
le sonreía con tímido interés.
A la señorita Ester, la sobrina de
doña María, le dio por leer novelas
en las que jóvenes apuestos
enamoran bellas jovencitas y
terminan envueltos en melosas
pasiones. La señorita Ester
canturreaba boleros dulzones
metida entre las sábanas, antes de
atraparla el sueño en el último
suspiro de Solamente una vez.
En un mes de julio, apenas
pasadas las fiestas patronales, la
señorita Ester empezó a dictar
clases entrecortadas por suspiros,
furtivas miraditas por la ventana y
una
sonrisita
alegre
de
enamorada. Un día salió a pasear
sola por los lados de arriba de la
fábrica y detrás de ella pasó el
agente viajero. Fue a orillas de la
quebrada, por la tardecita, con el
sol de los venados, que la señorita
124
Ester, por las sinrazones del
corazón, ya superados los 30 de
edad, entregó su virginidad entre
acelerados jadeos y promesas de
matrimonio.
La señorita Ester, como no tenía
hermanos que sacaran la cara por
ella, vivió dos meses de angustia,
sin recibir carta ni noticia alguna
de su amor, hasta que el agente
viajero regresó. Dos días después,
por las impulsivas razones del
corazón, abandonó las clases y
también a su señora tía doña
María,
sin
avisarle,
para
desaparecer con el hombre a
quien le diera pruebas de su amor.
Quienes los vieron por última vez
dicen que se subieron a la chiva
del mono Lazcano, a tres cuadras
mal
medidas
del
Puente
Santander. Del hombre nadie
guardó memoria; tan insignificante
era,
que
ni
siquiera
los
125
comerciantes con quienes hizo
negocios podían describirlo. Las
mujeres,
incluidas
las
más
enteradas, no podían explicarse
qué vio en él la señorita Ester.
Y no deja de ser curioso e
intrigante que en la misma chiva,
pero al día siguiente, se fuera el
maestro Antonio para nunca más
volver. ¿Razones del desamor?
126
127
128
6. Lo sedujo la
Antonino Cuadros
de
129
130
6
El radio, además de noticias,
música y discursos políticos, en
sus emisiones traía invitaciones
para
estimular
actividades
culturales.
Una
de
esas
invitaciones,
la
“convocatoria
folclórica”, anunció el locutor con
su voz impostada, versaba sobre
un concurso de cuentos y
leyendas de los pueblos “que se
extienden por la geografía de la
patria”.
131
A él, la convocatoria folclórica le
despertó una lejana vocación de
cronista extraviada entre los
oficios de tendero y guarda de
rentas.
Mentalmente
exploró
temas posibles, como la Laguna
de Maracaibo, la Cascada de
Peña Blanca, mil y una oraciones
para influir en las personas, sus
enfermedades y su suerte, los
animales y la naturaleza. Lo
sedujo la historia de Antonino
Cuadros, el contrabandista, por
hacer parte de la realidad vivida en
su trasegar como guarda de
rentas. Antonino Cuadros, el
agricultor, dueño de un extenso
predio en tierras feraces donde
cultivaba café, cacao y ajos, fue
hombre que perseguía la riqueza y
la buscaba acicateado por quedar
bien con las muchas mujeres que
conquistaba.
132
Antonino
Cuadros,
el
contrabandista, en su rebusque de
dinero, se dedicaba con esmero a
la destilación y la distribución de
aguardiente
montañero
que
repartía personalmente en la
cabecera municipal, veredas y
fracciones,
con
ocasión
de
cualquier festividad u evento
familiar,
desde
los
alegres
bautizos hasta los más sentidos
funerales. Antonino les dio guerra
y combate a él y las patrullas de
guardas de renta que mandaron a
capturarlo, porque el hombre
aparecía y desaparecía a su
querer por las ventajas que le
daba su pacto con el maligno.
El aguardiente de Antonino se las
traía. Para los bebedores, ese
licor, con su fuerte sabor anisado,
resultaba más apreciado que el de
la fábrica de licores porque
Cuadros lo rezaba contra el
guayabo con una de sus muchas
133
oraciones brujas aprendidas en
sus correrías por tierra caliente,
que es donde moran las brujas y
los brujos que subvierten el orden
natural de las cosas por pactos
con el diablo y todos sus
demonios. Esas oraciones le
servían para convertirse en
hormiga, planta, piedra o bestia
cuando lo acosaba la autoridad.
Él lo llevó a la cárcel, lo dejó
encalabozado con la puerta bien
trancada por fuera, asegurada la
cadena con candado yale, y
Antonino se voló en la madrugada
luego de pronunciar un conjuro
infernal, según declaró Euquerio,
el preso que esa noche dormía en
el patio su embriaguez de tercer
día. Euquerio manejaba la ganzúa
con ladronesca habilidad y le
adeudaba a Cuadros varias
botellas de anisado.
134
En otra ocasión, un comandante
del resguardo de rentas le tendió
una emboscada planeada por
días, desplazando sus hombres a
la una de la madrugada, cuando el
sueño de los dormidos es más
profundo, para que nadie los viera
ni oyera. Ocuparon posiciones tras
gruesos árboles del pan, de modo
que sólo quedara libre la
entrada del camino por el cual
debía desplazarse Antonino, quien
vendría sólo, como acostumbraba
cuando iba a concertar algún
negocio. El comandante calculaba
que Cuadros pasaría por ese sitio
hacia las 5 de la mañana, apenas
se vislumbrara el amanecer de los
días de marzo, pero a la hora
esperada no llegó. Continuó
esperando
en
medio
de
maldiciones porque, a medida que
entrara la luz del día, algún
campesino podría verlos y darle
aviso oportuno al contrabandista.
135
Su paciencia se vio recompensada
a eso de las seis y media, cuando
apareció Antonino, jinete alerta
que al bufido intranquilo de la
bestia, cuando el comandante se
disponía a dar la voz de alto, le
hizo dar un giro a la yegua, se
descolgó por un lado, y los cuatro
hombres quedaron estupefactos
ante la fantástica evaporación de
su presa.
Buscaron en redondo, hurgando
con palos entre la hojarasca,
mirando
entre
las
ramas;
escudriñaron detrás de cada
peñasco, escarbaron en cada
madriguera, sin hallar rastro
alguno de cómo había ocurrido el
prodigioso escamoteo ante ocho
pares de ojos. La yegua, juraban y
rejuraban, había huido sin el jinete.
Minutos más tarde, un labriego les
dijo que acababa de cruzarse con
Antonino, quien iba al galope en
136
su cabalgadura, tan raudo que a
su paso el aire se volvía bruma. Y
uno de los gendarmes de rentas,
con voz apenas audible, dijo que
él sí había visto como una especie
de nube cuando Antonino se dejó
caer por un costado de la yegua.
El humillado comandante prefirió
envolverse en la calima de las
supersticiones y en su reporte
escribió que efectivamente el
contrabandista huía ayudado por
poderes
sobrenaturales
que
hacían nulo cualquier esfuerzo por
capturarlo.
Los lances amorosos de Antonino
estaban grabados en el crisol
fantasioso
de
las
mentes
campesinas, como litografía de
novelas ilustradas. Caracoleando
en su yegua baya, ricamente
enjaezada con arreos de cuero
repujado, y adornos de plata y
piedrecillas de colores, recorría las
137
veredas entre la admiración sin
distingos de hombre y mujeres.
Nacido para ser quimera entre
gente dispuesta a la fascinación,
ejercía sin saberlo y sin siquiera
proponérselo, un irresistible poder
de seducción.
Tomaba, comentaban, la mujer
que apetecía, escogida entre las
más hermosas, para lo cual le
bastaba un guiño de ojo, una
atrevida sonrisa o un arabesco
trazado con los ágiles pasos de su
adiestrada cabalgadura. Así, el
galán victorioso se perdía por los
caminos entre nubes incendiadas
por los arreboles del atardecer,
llevando en el anca de la bestia su
última conquista arrebatada a los
padres, o ganada en una partida
de baraja española, de dados o
dominó.
Atrás no
hermanos
dejaba padres o
encolerizados,
138
avergonzados
o
indignados;
cuando
mucho
una
madre
entristecida
porque
Antonino
pudiera ser contrabandista, pero
su fama de seductor y padre
responsable lo acompañaba como
una aureola de macho sin
dobleces, a pie o cabalgando en
su yegua de paso castellano.
También
estaba
el
Monte
Sagrado, a cuyo pie se levantaba
el pueblo en una terraza angosta,
alargada e inclinada, del que no se
podía cortar una rama sin que el
policía Bastos saliera de inmediato
a capturar al agresor del bosque.
No se conocía acuerdo del
Concejo, decreto de la Alcaldía,
ordenanza de la Asamblea, ley de
la República, que estableciera
prohibición alguna respecto del
Monte Sagrado, pero la norma no
escrita se hacía respetar con
fuerza legal, lejos de toda
discusión.
139
Al parecer, 50 años atrás gente
avisada analizó el peligro que
representaban los deslizamientos
de tierra en el filito donde
terminaba el bosque. Previeron
que la tala de árboles en el monte
conduciría a la deforestación ya
presente en los cerros vecinos y
podría ser causa de que las caídas
de tierra se extendieran a toda la
montaña, convirtiéndose algún día
en un alud que sepultara el
caserío.
Ese el origen de la prohibición.
El cuento así contado carecía de
interés folclórico y no alcanzaba a
rivalizar con la semblanza de
Antonino
Cuadros,
el
contrabandista brujo. Estaba que
se escribía. El plumero, de punta
inglesa, le tiraba para el papel sin
encontrar por dónde entrarle al
tema. Su clara y elegante
140
caligrafía de letra cursiva le pedía,
le exigía, llenar las hojas del bloc
de papel tamaño carta que
mantenía debajo del mostrador.
No tengo más remedio, se dijo,
que caminar a ver si se aviva el
ánimo
y
toma
aliento
la
inspiración”. Y caminando por la
calle del cementerio, por la
bajadita al Puente Santander, llegó
hasta la Reconstructora de
Zapatos La Única. Ovidio el
zapatero estaba muerto de la risa
mientras clavaba tachuelas en una
gruesa suela de remonta. De una
vez fue dando respuesta a una
pregunta no formulada.
–Eso fue asqueroso y lo más de
gracioso al mismo tiempo, porque
mientras yo me le escondía al
suegro, que casi me pesca en el
cuarto con su hija, a él le dio por
orinar en el solar, precisamente
donde yo me acurrucaba, y
141
descargó sobre mi espalda una de
esas interminables y torrenciales
meadas de borracho.
Ovidio el zapatero tenía por
costumbre reírse a carcajada
limpia al rememorar alguno de los
chascos que hacía figurar en sus
historias de aventuras fantásticas.
El
que
refería
era
uno
supuestamente vivido en casa de
una novia, cuando aprovechaban
la ausencia de los padres, ella, la
madre, en la Hora Santa, y el
marido jugando dominó y tomando
aguardiente.
Ovidio el zapatero se bebió el
trago de aguardiente de un golpe,
saboreo las gotas que quedaron
colgándole en sus labios y rebuscó
en lo profundo de su imaginación
la fantasiosa inspiración para
ayudar a darle forma interesante a
la leyenda del Monte Sagrado.
142
–Luego de una noche de jolgorio,
de regar con abundante vino de
Rioja las delicadas aceitunas
verdes y moradas, traídas de los
olivares de Zaragoza; de comer
pichones
deliciosamente
preparados al día tercero de ser
cazados; de apuntalar el festín con
sabrosas
rodajas
de
papa
adobadas con cebolla y pimienta,
fritas en mantequilla y aceite de
oliva, don Lope Bernardo de Maris
Pedrozo, caballero español de los
primeros pobladores de Estancia
Vieja, tuvo un sueño premonitorio.
–Un soldado de la Conquista,
alistado en las huestes que los
banqueros Welser de Hamburgo
pusieron al mando de Ambrosio de
Alfínger,
desarrapado
y
hambriento, vagaba por la jungla
del Catatumbo, perseguido por los
indios, y en su desorientada huida
vino a dar al monte vecino hasta
dar de frente con un inmenso
143
peñasco que le cerró el camino.
Desesperado, la emprendió con
sus ya escasas fuerzas contra la
peña que le negaba el paso, la
cual estaba en tan frágil equilibrio
que se despeñó al primer embate
y cayó sobre las cuatro casas que
formaban el caserío de Estancia
Vieja. Las aplastó sin compasión
con sus habitantes dentro, y el
soldado, atribulado por el desastre
ocasionado, le dijo a don Lope en
su sueño: “¡Vos cuidaréis de que
esto no pase!”.
–Una y otra vez, cada que don
Lope Bernardo de Maris Pedrozo
se embriagaba con el vino de la
Rioja y de Jerez, que le llegaba en
toneles de madera en pago por el
sabroso cacao cultivado en sus
tierras y que remesaba a España,
el
soldado
perdido
de
la
expedición de Alfínger se le
aparecía en el sueño tormentoso
144
de la envinada con la misma
recomendación imperiosa.
–Don Lope, decidido a quebrar la
seguidilla de sueños, sube al
monte, lo recorre en zigzag, y
antes de escalar la cumbre
encuentra a pocos metros de ésta
la peña que impide el paso del
soldado. Está ahí como la ha visto
antes, apenas trancada por un
arrume de tierra y hojarasca, a
cuyo pie trabaja un ejército de
rojas hormigas arrieras.
–Con la siguiente remesa de
cacao pidió que en vez de vino,
aceitunas, alcaparras, chorizos,
salami y queso de cabra de
Asturias le enviaran gruesas
cadenas del mejor acero de la
casa Krupp. Con ellas ató la piedra
a cada árbol de laurel, tanané,
otobo, trompilo, cedro, caoba,
ceiba, comino y quino, asegurada
con siete nudos ciegos en la raíz
145
principal de cada uno, en una
tarea dispendiosa de meses.
Con cada aguardiente que le
ofrecía don José, las luces del
fantaseo de Ovidio el zapatero se
desprendían con encanto de
cuentero sin límite.
–Para que su obra perdurara por
los siglos de los siglos, don Lope
reunió a la gente del naciente
caserío y asimismo a sus
trabajadores, y ahí dijo: „¡que
nadie corte un solo árbol de este
Monte Sagrado, que, si alguien lo
hace, se desprenderá la cadena
amarrada a ese árbol y arrastrará
a todos los demás. La piedra
pegará una saltada sin nombre,
rodará monte abajo y sepultará al
pueblo en su derrumbamiento,
dejando un hoyo enorme en cuyo
fondo quedará hundida. Las aguas
de Quebrada Grande llenarán el
hueco hasta convertirlo en laguna
146
encantada. Su encanto consistirá
en atraer los relámpagos que
sueltan las nubes en las tormentas
perennes que se dan sobre las
selvas del río Catatumbo. Un día
sin fecha, las aguas hervirán y se
levantará violento oleaje que
golpeará con fuerza inusitada
sobre el barranco por donde
saldrá, en tiempos normales, el
hilo de plata de la quebrada. La
tronamenta feroz se oirá en todos
los
pueblos
cercanos,
las
llamaradas del relampagueo del
Catatumbo iluminarán toda la
región, anunciando el barrejobo de
aguas desmesuradas, cargadas
de barro y palos, que se llevará
todo lo que encuentre a su paso:
gente, casas, animales, que
flotarán en la corriente incontenible
que las lleve hasta el mar.
–Así, para que la vida del pueblo
continúe igual y la piedra se quede
quieta allá arriba por el siempre de
147
los siempres, mando vivir en paz
con los árboles del monte, sostén
de las cadenas amarradas a sus
raíces con siete nudos.
Después de estos trabajos, don
Lope Bernardo de Amarís Pedrozo
pudo beber en paz todo el vino
que le mandaban de España a
cambio de los cargamentos de su
aromático y sabroso cacao que los
suizos adquirían al comprador
español para convertirlo en
deliciosas bolas y barritas rellenas
de maní, almendras y dulcísimas
jaleas.
Don José, que había grabado en
su memoria el relato feliz de
Ovidio, no pudo menos que
renovar su admiración por este
hombre creador y protagonista de
infinidad de ficciones que se
complacía en relatar en la puerta
de su establecimiento.
148
Le tengo otra, anunció Ovidio,
como para refrendar la admiración
de su oyente.
–Esta es la del duende de El Sul
que se enamoró sin remedio de
una linda morena de 15 añitos.
Bella la carajita con su largo cuello
de cisne negro, sus pechitos
firmes y enhiestos de virgen
campesina. El pelo le cubría la
espalda y la madre se lo arreglaba
en trenza que terminaba en un
lazo de cinta roja que parecía
abrazar su cinturita núbil. Sus
caderas carnuditas, apretadas; las
piernas largas de potranquita de
andar pasitrotero. Un conjunto de
maravilla que bien podía competir
con las Ibáñez que sedujeron a
Bolívar y Santander con sus
torneadas figuras.
–La agraciada muchachita, a
fuerza de belleza, conseguía del
duende la satisfacción de todos
149
sus caprichos con sólo asomarse
a la puerta. El duende resultó
generoso. Si la niña quería comer
finos chocolates, turrones de
Alicante, galletitas con crema,
almendras
confitadas,
dátiles
secos, por arte de birlibirloque,
aparecían a la mañana siguiente
entre las ramas de un rojo cayeno,
en la veredita que conducía hasta
la
quebrada,
anunciadas
previamente con una lluvia de
piedrecillas sobre el techo de la
casa.
–Cuando en las láminas de cinc
repicaba la lluvia de golpecitos que
avisaba la llegada del duende, la
madre escapaba, acosada por el
pánico, hacia atrás de la casa,
camino de la sementera, recitando
13 veces la Oración de San Juan:
“Dulce Jesús de mi vida, de las
almas redentor; por vuestra
querida madre; por vuestra
Sagrada Pasión, por tu muerte y
150
sepultura, te pido me libres hoy del
enemigo malo por donde quiera
que voy”.
–La
preciosa
muchachita
aprovechaba la miedosa ausencia
de la madre para recoger los
obsequios, no sin antes darle las
gracias al arbusto y prometer que
por la tardecita estaría allí, con su
vestido escotado de organdí, que
dejaba entrever el nacimiento de
sus hermosos pechitos para
deleite del duende que la atisbaba
al otro lado de las ramas.
–El duende enamorado salió
también convincente seductor, y a
la niña comenzó a crecerle el
vientre de tanta golosina. La
madre llevó al señor cura a que
hiciera un exorcismo a la casa
para librarla de Satanás; y a la
niña, adonde el brujo don Simón,
para que la rezara contra el
siniestro maleficio del tumor de
151
siete
aguas
pútridas
que
aposentaba en el estómago,
ampliaba las bellas formas de sus
caderas, hacía crecer sus pechos
y provocaba náuseas y frecuentes
vómitos.
–Los vecinos hacían eco a las
supersticiones de la madre
timorata, ignorando que el joven y
apuesto duende había dispuesto
muy bien de los abastecimientos
de galguerías que su madre, la
señora Herminia, mantenía en la
despensa de la finca para
satisfacer sus refinados gustos,
aprendidos de los italianos en su
infancia en Valledupar.
Ovidio el zapatero, cuando se
ponía a fantasear, derramaba a
chorros
una
emocionante
mitología de misterios, duendes,
brujas y espantos. Muchos eran
sus conocimientos de la historia
antigua. En ellos Nerón, el hijo de
152
Agripina, esposo de Calpurnia,
surgía como un joven cantante,
actor y dramaturgo al que la madre
le impuso la dura obligación de ser
Emperador después de una
cadena de asesinatos que incluyó
a Británico, legitimo heredero de
Claudio, el emperador tartamudo y
contrahecho.
Nerón, decía Ovidio, fue una
víctima de Agripina y del pueblo
romano. Aquella por obligarlo a ser
Emperador, y éste por exigirle los
brutales espectáculos de circo,
con fieras traídas del África y Asia
Menor. Solía explicar que recién
ascendido al trono, a los 17 años,
Nerón ofrecía a los romanos
representaciones
teatrales,
conciertos de cítara y canto,
dramatización de batallas navales,
pero
la
ferocidad
de
sus
ciudadanos, cultivada con esmero
por Calígula, lo empujó a repetir
las orgías de sangre y crueldad a
153
que estaban acostumbrados. Así
quería evitar que acudieran a la
guardia pretoriana para que lo
derrocara y lo reemplazara con el
general de mayor renombre.
Aceptaba que Nerón mandó matar
a su madre Agripina. Ovidio daba
un atenuante para el matricidio: si
no lo hubiera hecho Nerón, la
madre, ambiciosa y sedienta de
poder, lo hubiera sacrificado a él
como lo hiciera con el cojo
Claudio.
La muerte de la bellísima Popea,
la segunda esposa, fue buscada
por ella misma al desatar una
catarata de improperios contra el
Emperador cuando éste llegó al
palacio, perdido de la borrachera.
En un acto de ira e intenso dolor,
Nerón le descargó una violenta
patada
en
el
vientre
de
embarazada, a consecuencia del
cual murieron la mujer amada y el
154
hijo que el Emperador ansiaba
como sucesor.
Desde la humildad de su taller,
Ovidio, cuya única vinculación con
la Roma antigua provenía de su
nombre, instalaba una cátedra de
historia para limpiar la imagen de
Nerón.
Ovidio recitaba sin respirar un
largo poema que describía las
aventuras eróticas y las ordalías
de los emperadores, lo cual lo
convertía en una especie de
pornógrafo que convocaba a
jóvenes y otros no tan jóvenes
para solazarse con los versos
impúdicos.
Cómo accedía a sus fuentes, era
un misterio, porque en la
Biblioteca Aldeana, que apenas
comenzaba a tener uno que otro
ejemplar, no se encontraba tomo
alguno sobre la materia.
155
156
157
158
7. La tienda estuvo otra
vez surtida
159
160
7
Al radio que cambió sus vidas se
agregó
la
carretera,
que,
rompiendo las tortuosas montañas
del Tarra, llegó desde la capital
departamental hasta la capital
provincial. Allí empataba con la
construida por los místeres y
permitía que al pueblo llegara,
ahora sí, un asomo de modernidad
que rompía su secular aislamiento.
Al principio, uno que otro camión
extraviado, de menor tamaño que
161
los de la petrolera, entraba por el
ramal de la carretera principal.
Después comenzaron a llegar los
que venían a vender leña, los que
arrimaban a los vendedores de
toda clase de mercancías, o
aquellos que necesitaban alguna
ayuda mecánica y acudían a
Jesús y Líbar.
La tienda estuvo otra vez surtida
como
cuando
hicieron
el
oleoducto. Ahora expendía, a más
de víveres, elementos de aseo y
aguardiente, y la cerveza que
llegaba de Cúcuta y Barraquilla.
Las dos ocasionaron frecuentes
discusiones sobre la espuma y el
sabor, según la simpatía que los
consumidores profesaran por una
u otra ciudad. Y no era cosa de
poca monta, porque ya eran varios
los que emprendían la osada
aventura de arribar a estas lejanas
ciudades
aprovechando
los
camiones de paso, o uno que otro
162
bus que exploraba la posibilidad
de establecer líneas de transporte.
Los viajeros, así en masculino,
porque sólo una mujer, Celina, la
audaz
hija
del comerciante
comisionista del pueblo, había
tenido la audacia de subirse a un
camión para ir a conocer las aguas
del mar océano de que hablan en
el libro de historia cuando se
refieren al descubrimiento de
América… los viajeros, en sus
discusiones sobre la cerveza, se
metían con la geografía, el paisaje,
la moda y el comercio que los
dejaron deslumbrados en sus
correrías. Ya no era don Enrique el
único a quien se respetaba por
llegar tan lejos, aunque se le
reconocía,
como
virtud
inapreciable, la forma como
aprovechaba sus viajes para
aprender
cosas
nuevas
en
beneficio del pueblo.
163
El día en que mataron a Gaitán fue
un volver a repetir las noticias de
la guerra, sólo que más cerca, ahí
en Bogotá, en la capital de la
república: donde la ciudad ardía,
francotiradores disparaban sobre
los
soldados
del
Guardia
Presidencial
y
un
orador
vociferaba consignas de rebelión.
Otra vez el radio alteraba su
tranquilidad. La cabeza le daba
vueltas, y multitud de ideas
asaltaban su mente, tumultuosas y
en desorden: sus hijos en
Pamplona; Luis Daniel, con su
joyería
en
Bogotá,
en
proximidades del Palacio; sus
hermanas tan lejos, los policías
rebelados, los muertos incontables
y el orador de la radio dale que
dale… En un rapto de lucidez,
pegó un brinco y salió a buscar al
muchacho a la escuela, no fuera
que la gente del pueblo se
contagiara de los desórdenes,
como en efecto ocurrió.
164
El cojo Bastos, que oficiaba de
policía municipal, se tomó tres
aguardientes, uno detrás del otro,
y, envalentonado por el licor,
arengó a los cuatro parroquianos
del Club Montecarlo para que se
tomaran la Alcaldía. En el camino
se les sumaron cinco personas
más, alebrestadas por el orador
del radio. Santos, secretario del
Alcalde, trató de contenerlos
invitándolos a tomarse otros
aguardientes
en
el
Club
Montecarlo, como buenos amigos,
y decidir qué hacer según dijeran
los jefes del partido.
Ellos se negaron, alegando que lo
empezado se terminaba con la
toma del poder en cada pueblo,
como decía el orador de la
estación radial y sin esperar más
órdenes. Por eso, manifestó en
tono altisonante el cojo Bastos,
como jefe del motín:
165
–¡A la carga!, como mandaba
nuestro único jefe, hoy vilmente
asesinado.
Repitió “vilmente asesinado” con
entonación oratoria, como había
escuchado en el radio, para hacer
sentir
su
recién
adquirida
autoridad de líder. Mientras tanto,
don Enrique y el Alcalde
ingresaron en el despacho de
éste, llamados por Santos. El uno
con su aura de autoridad moral, y
el otro con la que le concedía el
ser
el
representante
del
Gobernador.
Bastos se puso de pie, tratando de
controlar el tambaleo que le
producían
los
múltiples
aguardientes bebidos durante la
agitada jornada que le había
llevado de único policía a líder de
la toma de la Alcaldía. Se quitó el
166
quepis, único símbolo de su
carácter policial, e intercambiaron
saludos. De inmediato, don
Enrique pidió ser informado de lo
que pasaba. Bastos dio pronta
respuesta:
–Pasa y sucede –su voz, a pesar
de los aguardientes, se escuchaba
alta–
que,
siguiendo
las
instrucciones que dan desde
Bogotá por el radio, nos hemos
tomado la Alcaldía a nombre del
partido y de la revolución. Aquí se
le obedece al partido, y no al
Gobernador ni al Presidente.
La parte final de su perorata la
consideró oportuna para frenar
cualquier conato del Alcalde por
imponer la autoridad perdida en la
última hora y de la cual él, hasta
hace poco policía, se sentía
depositario.
167
Don Enrique, en tono conciliador y
acompañando las palabras con
una ligera y franca sonrisa, le
respondió:
–Mi buen amigo Bastos, desde
Bogotá el partido no ha dado
instrucciones todavía. Lo que
oímos en el radio son las
consignas de unos copartidarios
fuera de control a quienes no
podemos
prestarles
atención
porque no representan la voluntad
partidista.
Hizo una breve pausa y miró a los
presentes, tratando de juzgar el
impacto de sus palabras. Tuvo la
sensación de que, como siempre,
sería respetuosamente acatado, y
continúo:
–Además, aquí resulta innecesario
tomarse la Alcaldía, puesto que
está en manos de un copartidario
y él se compromete a obrar,
168
cuando llegue la hora, conforme lo
dispongan los directores del
partido. Señor Bastos, lo más
recomendable es que dejemos las
cosas como estaban antes que
comenzaran a dar las noticias.
Bastos –ya sea porque lo intimidó
la respetable presencia de don
Enrique o porque no encontró qué
responder– abandonó el taburete
de cuero y sin argüir en contrario
se lo cedió al Alcalde. Santos
sintió que en ese episodio de
pequeña historia su ingenio debía
dejar un testimonio, y dijo:
–Insigne Bastos, puedes estar
satisfecho. Has dado una batalla
sin derrota.
Esta última expresión fue un juego
de palabras, invirtiendo el título de
la novela Una derrota sin batalla,
de la que era autor don Enrique –
con el seudónimo de Luis
169
Tablanca– y quien, por cierto,
alabó para sí el calambur de
Santos.
Unos 10 días después, Bastos
recibió resignado, de manos del
nuevo Alcalde, la resolución de su
destitución por participar en los
hechos pasados, lo cual se
consideró injusto por todos los
pobladores, quienes apreciaban la
prudente manera como aquél
había ejercido su oficio de policía
durante 10 años, aplacando
borrachos y controlando a los
jovencitos que los sábados de
retreta se propasaban en los
piropos.
170
171
172
8. No hay noticias de
este pueblo
173
174
175
8
Había pasado apenas año y medio
de
aquellos
acontecimientos
cuando en el radio las noticias se
volvieron sólo lectura de decretos
de Estado de sitio, declaraciones
altisonantes
de
Ministros
y
Gobernadores,
música
y
radionovelas. Esto motivó su alivio
en relación con los males que
podía causar el radio con su
continua información de crímenes
en las ciudades. La calma interior
respecto a esta inquietud no se
176
rompió ni siquiera con la llegada
de Carvajalino, quien venía
huyendo de las atrocidades que,
según decía, se cometían en la
capital del país, patrocinadas por
las autoridades mismas.
–Seguramente,
especuló,
Carvajalino vino a esconderse de
la justicia.
Pero los días y las noches se
tornaron oprobiosos. Los rumores
de muertos que bajaban por el río
Magdalena, hinchados, mordidos
por los peces, despedazados por
caimanes y babillas, abiertos a
machetazos, subían diariamente
de La Gloria y se volvían verdad
con los relatos de gente que venía
de Salazar, Gramalote, Sardinata,
haciendo el miserable camino de
pedigüeños para ayudarse a llegar
hasta Valledupar y Barranquilla,
donde esperaban descansar de la
persecución legitimada por vivas y
177
abajos partidarios. Era gente
atrapada por el espanto que
hablaba de bandas de asesinos,
policías incendiarios, empalados,
degollados,
cercenados,
mampuestiados, emboscados.
Se resistió a pensar siquiera que
su vida estuviera en peligro. Él,
que asistía a misa todos los
domingos, que comulgaba dos
veces al año, que a nadie le debía,
que a nadie ofendía, que a nadie
perjudicaba, no podía figurar en
listas de condenados por sus
ideas políticas, listas que, además,
sólo podían existir en la mente
atormentada
y
culpable
de
Carvajalino. Al fin y al cabo, todas
esas
versiones
de
crimen,
intimidación y terror coincidieron
con el arribo de Manuel, acosado
por el miedo de que lo encontraran
sus perseguidores para hacerlo
comparecer ante la justicia. Con
esa
resistencia
a
sentirse
178
amenazado,
así
fuera
lejanamente, fabricó una sólida
coraza contra la cual se estrellaba
la evidencia del radio, que
anunciaba que en lugar de noticias
se pasarían canciones.
Los muertos que bajaban por el
Magdalena no existían porque
nunca los había visto, razonaba,
dejando de lado el hecho de los
muchos años en que no iba por el
puerto de La Gloria. Esta
convicción lo llevó a negarles
ayuda a quienes llegaban de paso
hacia tierras de paz, a quienes
resolvió
identificar
como
vagabundos, y en otros casos
como parte de alguna fuga
colectiva de las cárceles de
Cúcuta, Pamplona u Ocaña.
No volvió a dirigirle la palabra a
Manuel y dejó de acercarse al
correo para ver si llegaba carta del
compadre Luis Daniel. La rigidez
179
de su obsesión llegó a tal extremo
que, cuando recibió carta de su
muchacho en la cual le contaba
que en la cancha de fútbol del
colegio habían encontrado a dos
hombres picados a machete, le
dijo a su mujer que el muchacho,
tal como les ocurría a los vecinos,
contaba cosas que oía pero no
había visto.
El día en que el cojo Bastos,
después de regresar de Barranca,
le habló de la necesidad de
organizar a la gente y de armarla
para la defensa, antes que pasara
lo que en otras partes, donde los
cogieron desprevenidos y sin
darles oportunidad alguna mataron
a los hombres, violaron a las
mujeres y obligaron a los niños a
enterrar los muertos, le respondió
con serenidad de santo que todo
era mentira porque el radio jamás
había
mencionado
crímenes
semejantes.
180
Y su interlocutor, el cojo, sólo
quería justificar la formación de
una banda de cuatreros, cosa que
en modo alguno se hallaba
dispuesto a promover porque
jamás permitiría que la paz y la
tranquilidad se alteraran.
–Somos gente pacífica, apegada
al trabajo y dispuesta a seguir así
con la ayuda de la Santísima
Virgen del Carmen –dijo para
rematar su negativa.
Continuó captando en el radio las
noticias, como de costumbre, con
la exacta seguridad de que de
nuevo pondrían canciones, leerían
el último decreto del gobierno o
recitarían algún poema. Nada,
absolutamente
nada,
podía
apartarlo de su convicción de que
todo era normal, tal como decían
periódicamente el Presidente y los
Ministros.
181
Cuando por la noche comenzaron
a oírse disparos en el Alto de la
Palma, pensó que algún ruidoso
campesino se había sacado la
lotería y quizá celebraba todas las
noches con pólvora comprada en
Convención.
De esos voladores compraría para
recibir a su hija cuando regresara
graduada de bachiller el 20 de
noviembre.
Todo
un
acontecimiento, se decía, porque
en lo que recordaba de la historia
familiar sería la primera vez que
alguien
obtenía
un
título
académico, esfuerzo que lo
complacía y tomaba como triunfo
personal, ya que el hecho lo
equiparaba
con
Bernabé
y
Gilberto, que ya tenían hijos en la
universidad.
Los preparativos para recibir a su
hija bachiller no lo alejaron del
182
radio, que con sus canciones,
comunicados
y
decretos
reafirmaba su confianza en que
más allá de la antena aérea del
radio, en la geografía recorrida y
en la ignorada, en los caminos
andados, en las carreteras que
llegaban hasta Bogotá y las que
no iban a parte alguna, el día daba
paso a la noche en una ajustada
rutina de tranquilidad.
Por eso, cuando llegaron a decirle
que por la carretera venían varios
camiones cargados de policías y
civiles, se limitó a sacar el taburete
y, apoyándolo contra el marco de
la puerta, se puso a fumar su
calilla pausadamente, sacándole
todo el gusto enervante al aire
caliente que llenaba su boca en
cada chupada. La gente pasaba
por la calle rumbo a los miradores,
a ver con sus propios ojos el
convoy.
183
Y aunque don Julio pasó a la
carrera, jadeante y pálido por el
esfuerzo de la subida desde la
Calle Nueva, ni siquiera le
preguntó qué pasaba porque ya
sabía que no venía ningún camión
con policías sino cuando mucho el
automóvil de Bayona con los
señores que había dicho el
párroco que llegarían de Cúcuta.
El estallido de los disparos de
máuser no logró hacer mella en su
inconmovible convicción de que
nada ocurría, pese a que se oían
en La Calle Nueva y El Hoyito, en
uno y otro extremo del pueblo. En
estampida despavorida, hombres,
mujeres y niños se arremolinaban
sin sentido, buscando puertas
inexistentes, gritando, chillando,
entrando en cualquier parte y
también en la tienda hasta llenarla.
Pero ni así se quebró su firme
convencimiento de que aquella
algarabía
era
simplemente
184
resultado
de
los
rumores
infundados. Se paró, metió el
taburete de cuero y entonces se
dio cuenta de la cantidad de gente
que ocupaba la tienda.
Tranquilo, exudando paz, les pidió
que se fueran si no iban a comprar
porque él cerraba ya, puesto que
había llegado la hora de escuchar
radio. Lo dijo en forma tan natural
que los moradores abandonaron
atolondrados la tienda, abriéndose
en todas direcciones, los más a
tocar en las puertas frontales. Sólo
quedó Marciano vomitando de
miedo tras el marco de la entrada.
Lo empujó hacia la calle y lo vio
caminar por el empedrado hasta la
mitad, por donde corre la acequia
de ladrillo que recoge las aguas
lluvias. Se percató entonces de
que la luz no había llegado y se
dijo que en verdad algo debía
estar pasando porque Jesús
185
siempre prendía la planta a las 6
de la tarde en punto.
Cerró la tienda, puso el candado,
después la tranca de madera
atravesada de lado a lado, y
arrimó dos bultos de papa, como
todas las noches, para garantizar
que los ladrones no la tendrían
fácil para forzar la entrada. En el
comedor, debajo de la mesa,
encontró a Manuel. Su mujer
estaba tirada en el piso, sin
sentido,
mientras
su
hijo
gimoteaba en silencio.
Los disparos de máuser no
cesaban. Encendió una vela justo
en el momento en que retumbó el
bombo y se oyó la voz ampliada
por un altavoz de lata que
anunciaba toque de queda desde
esa hora hasta las 8 de la mañana
del día siguiente. Una sombra
imprecisa se movió por el patio, se
vino hacia él, y más por impulso
186
inconsciente que por prevención
razonable, gritó: ¿Quién es?
–Eustorgio, compadre, Eustorgio.
El hombre se colgó de él,
sudoroso, frío, respirando miedo.
Lo arrastró hacia atrás con su
peso, apretándolo contra la pared,
y terminó agarrado a sus piernas,
tembloroso,
recitando
padrenuestros y avemarías. La
noche pasó entre el ruido de
disparos,
voces
atribuladas
pidiendo clemencia, otras voces
de gente borracha, camiones en
movimiento como nunca antes se
hubieran oído, puertas derribadas
a culatazos y el tropel de
saqueadores venidos de los
pueblos vecinos con licencia para
hacer caso omiso del toque de
queda.
A la mañana siguiente, de pie en
la plazoleta de ladrillo, el sargento,
187
metido en su uniforme, con la
pistola en la cintura y el máuser
terciado a la espalda, fue
convirtiéndose en la imagen del
peligro a medida que la hilera de
conocidos, vecinos y amigos
disminuía, y él se acercaba cada
vez más al hombrecito de
cachucha con la lista en la mano.
Los cuerpos de los degollados, los
empalados,
los
abiertos
a
machete, los mampuestiados, que
se había esforzado en ignorar,
inundaban su cerebro. Miró hacia
arriba, en dirección al parque, y
más allá, hasta donde la
balaustrada del mirador del
caracol cortaba el horizonte. Su
vista pasó sobre los cuerpos
tendidos, sin contarlos, pero
estableciendo rotundamente su
definitiva rigidez.
188
La voz del sargento explotó en sus
oídos pidiendo apellidos, nombre,
edad, lugar de nacimiento.
Suministró
los
datos
maquinalmente, en tanto que
obligaba a sus ojos a meterse
enfrente, a la Alcaldía, en un
esfuerzo inútil por averiguar cuál
era la suerte de aquellos a quienes
conducían al piso de arriba, donde
estaba el despacho con el
escritorio varias veces encolado y
taponado, el taburete de cuero, la
máquina
de
escribir
marca
Remington, comprada en los
pocos días que desempeñó la
Alcaldía como encargado, la
mesita del secretario, el armario
de los códigos y acuerdos, el
estante a medio llenar con libros y
papeles sueltos.
El sargento dobló la quinta página
de su lista, lo miró y le comentó al
cabo que estaba a su lado: “Esta
189
vaina ya está completa, pero por
pura precaución encierren a todos
los que faltan por pasar”.
El cabo se cuadró y solicitó
permiso para hablar.
–Faltan Carvajalino y la tal Ana
Beatriz.
–En esta fila no están. Búsquenlos
en las casas.
El policía encargado de llevar a los
presos al patio de la cárcel le dio
un ligero tirón por la manga de la
camisa, y él se fue sin ser exigido
ni apaleado. El policía daba la
impresión de estar fatigado o
hastiado del ritual de cargar con la
culata sobre cada uno de los
retenidos. En ese instante tuvo
una clara visión de la realidad. La
plena lucidez del peligro lo
envolvió como una noticia ya dicha
en el radio; la conciencia de que
190
todas las violentas historias que
antes se empeñara en aceptar
como rumores injustificados eran
verdad, como verdad eran el
Monte Sagrado, el alto de la
Palma, el monumento de la Virgen
y la lista de quienes eran
buscados para ser ajusticiados en
un país sin pena capital.
Con la misma tranquilidad con la
que antes desconocía crímenes y
desafueros, examinó la riesgosa
situación que vivían él y sus
compañeros en el patio. Encontró
que parecía menos peligrosa que
la de los del segundo piso, al lado
del despacho. Corría el rumor de
que no llegarían vivos a la noche.
Él mismo no lograba entender su
estado de indolencia cuando
conoció los nombres de los
muertos
en
la
balacera
despiadada del día anterior. Como
si hubiera despertado en una
191
profunda estupefacción, oía sin
pestañear que civiles llegados de
pueblos vecinos y de algunos más
lejanos saquearon sin escrúpulos
los almacenes, las tiendas y el
depósito de la Federación de
Cafeteros.
No tuvo palabras de consuelo para
los padres, los hijos, los sobrinos
ni los primos de los muertos. Las
atrocidades presenciadas y las
que le fueron contadas antes y
ahora le dejaron insensible su
corazón. Un consternado silencio
de muerte invadió el patio cuando
comenzaron a sacar a los
hombres del piso de arriba. El
silencio pesado, ominoso, se
alteró con las descargas de los
máuseres, los dolorosos gritos de
los fusilados y la orden para
rematarlos.
Con voz impostada de locutor,
leyó una noticia imaginaria:
192
“El Carmen, noviembre 19. En el
radio no hay noticias de este
pueblo ni de sus muertos”.
193
194
9. Regresó a los cinco
días de la feroz masacre
195
196
9
Regresó al pueblo a los cinco días
de la masacre, tras dos años de
ausencia.
El
Directorio
Departamental la había escogido
para llevarles ayuda humanitaria a
sus paisanos, asolados por la
muerte y el saqueo del 16 de
noviembre. Era una escogencia
fundamentada en que se trataba
de la hija de Elías, único
conservador del pueblo, y que a
ella se le reconocía como del
197
mismo partido, lo cual propiciaría
quizás una actitud moderada de
parte de las fuerzas policiales. Su
recio carácter, muy distinto del
pasivo de sus hermanas y sus
hermanos,
daba
suficiente
confianza para aceptarla como
alguien que no se dejaría intimidar
fácilmente por situaciones hostiles
y provocadoras. El general aprecio
del que gozaban su familia y ella
misma la convertía en la mejor
mensajera para llevar solidaridad
externa y una voz de entereza a
los pobladores asediados por el
hambre y el miedo.
–Toña –dijo el médico Pineda– es
la persona indicada para que vaya
desde Ocaña hasta El Carmen en
nuestro nombre y el de la
Dirección Nacional. Ella tiene la
enjundia para imponerse sobre la
policía y lograr acatamiento de las
gentes en lo relativo a que la
198
ayuda se reparta equitativamente
y en orden.
Los dos camiones que viajaron
desde la tarde y toda la noche por
una carretera inhóspita, estrecha,
bordeando abismos y bosques sin
domar,
se
parquearon
con
disimulo al frente de la residencia
de la familia, con el pretexto de
ponerles agua destilada a las
baterías.
Los
camioneros,
conocedores de su peligrosa
misión, hicieron el recorrido desde
Cúcuta con mucha precaución,
respaldados
por
guías
que
amparaban repuestos importados
para maquinaria de carretera que
llevarían
hasta
Aguachica.
Después del inclemente pillaje de
los días anteriores, el riesgo de
que algo igual pasara con estos
camiones era inminente, pues
debían atravesar los pueblos de
donde
habían
partido
los
saqueadores. Los conductores
199
apelaron al ardid del agua porque
José María la destilaba en el solar
de la casa como servicio gratuito
para los choferes que hacían la
travesía desde Valledupar con
ganado para Cúcuta y Venezuela,
a fin de convertirlos en clientes del
almacén
de
repuestos
automotores que él administraba
para su cuñado.
Toña se trepó en la cabina de uno
de los camiones. El chofer la
recibió con entusiasmo: “Venga,
doña verraca”. Durante la travesía,
ella guardó silencio. Por primera
vez
viajaba
sola
con
un
desconocido que se atrevía a
lanzarle un término penitenciario
como halago pero que Toña
entendía
claramente
como
sinónimo de valor e intrepidez. Esa
expresión la llevó a explorar de
dónde surgía la determinación
para aceptar una misión que debía
desarrollar
cercada
por
la
200
hostilidad de unos uniformados
violentos que no tenían por qué
conocerla. No podía provenir de
Elías, su padre, hombre tranquilo
al que sólo había visto batallar con
arrestos en medio de la roza,
descuajando terrones y maleza
para sembrar café, cacao y
plátanos. Tampoco del tío Rito,
que hablaba de hazañas guerreras
y amorosas no probadas. Hasta
que llegó a la madre, en cuya
soberbia reconocía el coraje para
llevar a la familia de la finca de El
Salobre al pueblo para poner a
estudiar a sus hijos, alentándolos
a consumir los conocimientos
disponibles en los cuatro años de
la primaria. La resolución de
Chana para guiar a sus hijos fuera
del ámbito rural le dio la pista de
su temple, su tesón y su disciplina.
Sí, estaba embarcada en ese
camión para auxiliar a sus
paisanos porque de la madre
201
había heredado la fortaleza para
afrontar los azares de la vida. Lo
hacía con el mismo empuje con el
cual se dirigió a Culebrita, apenas
cumplidos los 18 años, para
enseñar en la escuelita recién
creada, con un título de maestra
otorgado por decreto de la
Secretaría
de
Educación
Departamental, sólo por el mérito
de saber leer y escribir. El aguante
que tuviera para recorrer dos y
hasta tres veces por semana los
cinco kilómetros del pueblo al
corregimiento, aun no terminada
su adolescencia, le dieron la
intrepidez y el brío que ahora
usaba para ayudar a su gente.
Ante el negro tablón de madera de
ceiba aprendió, por intuición y el
firme deseo de enseñar, las
campechanas formas de una
pedagogía fácil para traspasar sus
conocimientos en primeras letras a
los alumnos de 7 a 14 años. Siete
años era la edad para iniciar el
202
aprendizaje según el Ministerio de
Educación, y a los 14, por
disposición de un sabio burócrata,
terminaba el período hábil para el
amaestramiento.
Sus alumnos aprendían por su
severidad, aplicada con ferulazos,
y la dedicación en la enseñanza.
En una remesa de cuadernos que
llegó a la Alcaldía, con destino al
recién
fundado
Colegio
de
Señoritas, venían unos de doble
rayado para escribir mayúsculas y
minúsculas.
Su
hermano,
secretario del Alcalde, separó
algunos para que los llevara a su
escuela, con lo cual se les facilitó
a los estudiantes la práctica de la
letra cursiva. Cuando las hojas de
los cuadernos se acabaron,
emocionada por el resultado
obtenido, se dedicó pacientemente
a trazar la doble raya a lápiz en los
cuadernos Patria corriente con los
cuales se surtían las escuelas
203
públicas. El primer inspector de
educación que pasó por su
escuela se mostró sorprendido por
la primorosa escritura inglesa de la
mayoría de las niñas y se
comprometió
a
enviarles
cuadernos de doble raya, tinta y
plumeros, a fin de que resaltara la
elegancia de las planas. Los
muchachos no llegaban a tanto
porque
llenaban
sus
hojas
después de recoger leña y cargar
agua de la quebrada, labor que los
dejaba con el pulso cansado y
tembloroso.
En esa época, Eustorgio, mozo de
buena laya, puso sus ojos en ella y
decidió acompañarla en sus idas y
venidas entre el pueblo y el
corregimiento, montado en un
brioso caballo, consiguiendo para
ella una mula de montar. En un
detalle de galantería, puso sobre
la silla de la mula un blanco pellón
relleno de algodón y recortes de
204
tela para que no se maltratara con
la dureza de la montura. Hablaban
de las clases, la falta de tiza, el par
de golpes de férula que le había
propinado a alguno o de las
faenas de ganadería, negocio de
su pretendiente. Éste le contaba
con ardor de aventurero la gloria y
los pesares de arrear ganado
desde el Alto de Portachuelo,
pasando
por
Convención,
Teorama, San Calixto y Hacarí,
para descolgarse hasta Sardinata,
cruzar el río Zulia y llegar a La
Arenosa, estación donde les
entregaban
el
ganado
a
comerciantes venezolanos que lo
introducían en el ferrocarril que iba
hasta La Grita, para allí subirlos en
planchones que hacían el trayecto
navegable del Zulia a Maracaibo.
Parte del ganado, le detallaba,
había que llevarlo a veces a
Chinácota,
Bochalema
y
Pamplona,
en
agotadoras
205
travesías de subir y bajar cerros y
cruzar quebradas, bajo soles
impenitentes
por
regiones
desoladas.
Al
regreso,
las
ganancias se incrementaban con
la venta de mercancía adquirida a
bajo precio en San Antonio,
pueblito de comerciantes del otro
lado de la frontera. Eustorgio
guardaba ese lucro como plante
de la fortuna que esperaba
consolidar antes de cumplir 40
años. Para alcanzarla, se proponía
ser comprador de reses en las
sabanas de Bolívar y no simple
arreador de relevo. Esos relatos la
situaban en la geografía del
departamento, y por eso los
seguía embelesada, pensando en
todo lo que le faltaba por conocer.
El muchachón era lo que las
madres llaman hombre de buena
familia, buenos sentimientos y
trabajador. El romance terminó
cuando a ella le llegó la
información de que Eustorgio tenía
206
una mujer con hijo en el Alto de
Portachuelo. Su decepción le
alcanzó para mantener una
escrupulosa soltería que pensaba
llevar hasta el último día de su
vida. El engaño de un solo hombre
es suficiente; el de dos sería
sinvergüenzura, argumentó para sí
misma como fundamento de su
tajante decisión.
En tal retrospectiva recordó algo
más reciente: la confrontación con
su hermano comerciante a quien
increpó duramente por haberles
dado su apoyo a los varones,
incluido el cuñado, a quienes llevó
a trabajar consigo a Cúcuta,
mientras dejaba olvidadas a las
mujeres. El hermano, desarmado
por la braveza de Toña, se llevó a
Ana María para que atendiera la
caja menor y el inventario de
mercancías. No encontró qué
hacer con Toña, a quien veía más
en asuntos de hogar. Optó por una
207
solución de negociante: mandó al
cuñado para que abriera un
almacén en Ocaña, con la expresa
encomienda de llevar a vivir con él
a Elías, Chana y Toña. Ella aceptó
porque su hermano le dijo que su
encargo era acompañar al padre
inválido y la madre voluntariosa,
ya que Laura, su hermana, tendría
suficiente ocupación con la crianza
de sus hijos. Continuar con la
formación de sus sobrinos, que
ella se había impuesto para
encauzar su amor de soltera y su
vocación docente, fue realmente lo
que la sedujo en esta propuesta. Y
en esas estaba cuando le
plantearon la misión que la tenía
metida en aquel camión.
En el puente Santander, el chofer
la sacó de sus cavilaciones con
una pregunta: ¿Por dónde cojo,
señorita verraca; por la izquierda o
por la derecha?
208
“A la derecha, por la circunvalar”,
respondió mientras miraba la
desierta Calle Nueva. En los
miradores de la parte alta no
aparecía un alma. Atravesaron el
barrio El Hoyito y llegaron a El
Carretero. El cielo lucía azul,
límpido. Los rayos del sol
rebotaban sobre la verdura del
Monte Sagrado, inundando de
brillo jubiloso las blancas paredes
y los rojos tejados. ¡Ironía de la
naturaleza! El contraste con la
soledad de las calles, las puertas y
los postigos cerrados, los restos
de la defenestración regados en el
empedrado, las manchas de
sangre, el olor de la desolación, le
arrancaron dos gruesas lágrimas
que se limpió con el pañuelo de
tela en el que Chana había
bordado en una esquina, en hilo
rosado, la iniciales de su nombre.
Reconstruyó
con
memoria
laboriosa los años de niñez y
juventud en esas mismas calles.
209
Hasta donde llegaba su retentiva,
sólo peleas de borrachos y una
pedrea entre partidarios de dos
jefes opuestos del mismo partido
habían turbado la calma lenta del
discurrir de pueblo rural. Allí una
vez hubo de enfrentarse a jóvenes
irrespetuosos que se burlaban de
Elías, cuyas rodillas destrozadas
por los nuches insaciables lo
hacían
caminar
arrastrando
trabajosamente los pies. Los
jóvenes, se paraban frente a su
padre y le decían, en son de burla:
“Un solito Elías, un solito”,
aludiendo a los primeros y torpes
pasos de los niños al salir de la
etapa de gateo. Ella los afrontó
con decisión de maestra para
enrostrarles la mala educación y la
desconsideración hacia quien
debían respeto por dignidad y
gobierno. Lo hizo de tal manera
que los muchachos, temerosos de
que ella se quejara con sus
madres, prefirieron bajar la
210
cabeza, y en acto de contrición y
arrepentimiento proclamaron que
no volverían a hacerlo.
Ese pueblo de gente buena,
pensó, no merecía ser penalizado
de tan atroz manera por el
gobierno ni por sus contrarios
políticos.
Dos policías, chorreados de sopa
y sudor, cerraron el paso. Toña se
bajó del camión y, antes que le
preguntaran algo, dijo: “Traemos
comida”. Los llevaron hasta la
plazoleta, frente a la Alcaldía. No
fue
necesario
que
hiciera
diligencias ante el sargento
comandante de la Policía, porque
al momento llegó Don Enrique,
enfundado en su traje de lino
blanco. La abrazó y le dijo: “Ve,
Toña, de Cúcuta me avisaron que
venías. Decile a los choferes que
echen reverso y se paren en el
211
parque, al frente del hotel”.
Cuando quitaban la compuerta
trasera de uno de los camiones,
llegaron dos policías enviados a
organizar la gente. Toña, con la
mirada llena de dolor, ira y
decisión,
los
despachó
terminantemente:
–No
los
necesito. El hambre se ordena
sólo cuando hay dignidad. Y de
esa aquí se da por montones.
Dio la vuelta el parque respirando
como toro bravo, contando las
manchas de sangre, dejando
crecer la furia a medida que
avanzaba. Frente al pedestal del
que habían derribado el busto de
Gaitán, cruzó con los ojos
llameantes de una furia amarga.
Don Enrique, que la esperaba al
pie del camión, se conmovió ante
la ira que irradiaba aquella que él
conocía como mujer de carácter
pero nunca tempestuosa ni
arrebatada.
212
Se apaciguó cuando las mujeres
comenzaron a salir de las casas
en una lenta, temerosa y
hambrienta
procesión,
acompañadas de algún niño que
sorbía los mocos del catarro
producido por el encierro y la mala
comida. Victoria y Priscila le
ayudaron a organizar la fila de
aquellas que, a pesar del hambre,
no mostraban afán por recoger la
ayuda.
Silenciosas,
tristes,
abatidas pero dignas, parecían
asistir a un velorio sin comenzar
en el que todas eran dolientes a la
vez que solidarias con el dolor de
las demás. El luto se les veía en
los ojos ya incapaces de soltar
lágrimas porque todas las habían
derramado en los inconsolables
días y sus noches transcurridos
desde la ordalía de matanza y
saqueo. Se abrazó con las amigas
y recibió el saludo de las menos
213
conocidas, que
señorita Toña.
la
llamaban
De la hilera afligida se desprendió
una mujer alta y seca como un
chamizo, metida en un limpio traje
de flores rojas, calzando un pie
con una cotiza y el otro
descubierto. Llevaba en la mano
un tarro grande, de aquellos en los
que venían las galletas de soda.
Era una mezcla patética de
decoro, dolor y abandono. A pesar
del aspecto desdichado, reconoció
en ella, por la estatura y lo
delgada, a Conce, la hija del
general Emilio.
–Toña –le dijo Conce. Ayúdeme a
sacar a Héctor de la cárcel, no sea
que también lo maten.
La abrazó y le respondió, luchando
todavía con un rescoldo de
encono:
214
–Yo me devuelvo pasado mañana
y ustedes se van conmigo.
Esa respuesta se regó por el
rosario
de
mujeres
para
convertirse en una luz de
esperanza. Todas ellas, en ese
momento
de
oscuridad
y
sufrimiento, concebían el futuro en
otra parte, en lugares de solaz
donde la parranda continua, las
corralejas de enero, el sancocho
de siete carnes, el pescado frito, el
arroz con coco, el enyucado y la
mamadera de gallo hacen a la
gente alegre y tolerante.
Se hospedó en la casa de Victoria,
quien le relató detalladamente el
genocidio y la enteró de dónde
estaban algunas de las mujeres
que lograron huir en el desorden
de la tarde primera, cuando los
policías no copaban todavía toda
la población.
215
–Ana Beatriz es quien corre más
peligro. El sargento la tiene en una
lista que guarda en el bolsillo de la
camisa. En todas partes pregunta
por ella y tiene orden de matarla.
Era ya dirigente política Ana
Beatriz cuando las mujeres
apenas estaban saliendo del
relego de los oficios caseros.
Había recogido firmas para
protestar por la muerte de Gaitán y
encabezó las dos manifestaciones
partidarias que se convocaron
entre abril y noviembre. Había
confrontado al párroco por pedir el
envió de policía a un pueblo donde
uno solo era suficiente para
mantener el orden. Esa notoriedad
la expuso a odios que ella no
conocía pero que ahora padecía
en
una
huida
áspera,
escondiéndose en casas de
campesinos amigos.
216
Victoria siguió con su relato. La
chusma depredadora comenzó a
llegar como a las dos horas. Los
policías los llamaron, para lo cual
sacaron de la casa a Eduviges, la
telefonista, para que los pusiera en
comunicación con los pueblos
cercanos y con otros más lejanos,
guarida de parientes y amigos que
cayeron sobre el casco urbano
como banda sin freno, vaciando
las tiendas, los almacenes y la
única botica. Desarmaron las
mesas del billar, bebieron cerveza,
aguardiente, ron y cuanto licor
encontraron. Obligaron a las
mujeres del hotel y la pensión a
que les prepararan alimentos con
plátanos y yuca robados en las
tiendas, más la carne de la única
res que estaba lista para el
degüello en el matadero municipal,
la que mataron a tiros, y forzaron
al matarife, que dormía en el
mismo
sitio,
para
que
la
descuartizara.
Cargaron
en
217
camiones el producto de la
depredación y en ellos partieron,
vivando a su partido, haciendo
disparos y quemando voladores,
con el propósito de que en toda la
provincia y más allá quedara
constancia de la defenestración y
el arrasamiento al que sometieron
a aquella población.
Una muerte en particular le
representó toda la insania y la
crueldad de aquel día de
noviembre: la de Lucio, el bracero.
El hombre, con la mente
oscurecida
desde
niño,
se
ocupaba de cargar bultos y llevar
recados. Dormía donde lo cogía el
sueño. Un policía lo mató minutos
después de decretarse el toque de
queda,
cuando
lo
encontró
recogido en posición fetal, debajo
de una banca, en el mirador de El
Carretero. Le ordenó salir con las
manos arriba. Lucio se negó
porque estaba en una de sus
218
muchas casas, asilo sin paredes
de su sueño indigente. El
uniformado le descargó todas las
balas del máuser.
Toña asistió al novenario de
víctimas en hogares cercanos,
pero no al de la iglesia. Al sonar
las campanas del templo llamando
a la oración nocturna, Victoria le
dijo: –Es ese cura hipócrita que
llama al novenario, pero no vamos.
Rezamos en las casas que no han
sido profanadas por párroco
mentiroso ni por policías asesinos.
El sacerdote pasó a saludarla pero
Victoria la negó, con el postigo
entreabierto, dándole una excusa
que traslucía la repulsa: “Se está
bañando y se demora secándose”.
Al sargento no pudo rehuirlo. Lo
tropezó en la calle de la pesa.
Sintió asco y rechazo por aquel
matón
de
primeras
letras,
causante material de tanto daño y
219
padecimiento. Oyó su saludo sin
oírlo, como tampoco asimiló su
cháchara inútil, al punto que
después no pudo recordar qué se
dijeron o si fue el solo quien habló.
Pero a pesar de su repugnancia,
un día después lo visitó en el
despacho de la Alcaldía para
proponerle la evacuación de
Héctor, el esposo de Conce, y de
otros hombres, con el pretexto de
que
se
trataba
de
gente
emparentada con personajes de
mucha valía en Bogotá y Cúcuta,
militantes del mismo partido al que
pertenecían ella y el sargento.
Tenerlos encarcelados o causarles
algún daño pudiera provocar la
reacción de esas personas. De
rebote, influiría en la búsqueda de
alguien a quien culpar por los
excesos de la turba saqueadora.
El sargento, le dijo Toña, pudiera
quedar muy expuesto a ese tipo
de acusaciones, y, cuando las
cosas las revuelven los grandes, el
220
de abajo es el que chupa. Para
enfatizar su advertencia, le
recordó que quien iba a llegar de
Alcalde era teniente del Ejército.
Así consiguió que los hombres
encarcelados abandonaran el
pueblo con ella.
Victoria, viuda joven, madre de
tres hijos, quiso hacerle un
homenaje a su difunto esposo,
liberal radical a la antigua, y
después de aquellos sucesos no
volvió a la iglesia del pueblo ni a
ninguna otra. “A mi Dios le digo
misa en lo más puro de mi
corazón”, decía, sin renunciar a
sus
creencias
de
católica,
apostólica y romana.
La casa de Victoria estaba al
frente de la que su familia ocupó
hasta dispersarse por Cúcuta,
Pamplona y Ocaña. Por el postigo
la asaltó la imagen de la paciente
Ana María, hermana que la seguía
221
en el orden de los hijos de Elías y
Chana. Ana, como ella, se había
desempeñado como maestra rural
hasta jubilarse, aún jóvenes, antes
de cumplir los 38 años ella, y 36
Ana María, gracias a la Ley de
Pensiones que estableció un
tiempo de 20 años para lograr tal
beneficio. Las dos comenzaron su
labor educativa a los 18 y los 16
años. Ana María tenía la virtud de
un carácter manso y facilidad para
la reflexión atinada que calmaba
las
discusiones
familiares,
originadas casi siempre en los
disgustos ocasionados por la vida
desordenada que llevaba Santos,
según juzgaba Toña. El hermano
mayor prefería el aguardiente, los
sancochos, la música de los
Castilla, las tertulias con Octavio y
Armando;
y
las
jovencitas
volantonas, a labrarse un porvenir
adinerado con el comercio de
ganado y mercaderías. Sus padres
y
ellas
le
reprochaban
222
continuamente esta conducta, a lo
cual él respondía recitando unos
versos acabados de publicar por
un
antioqueño
de
apellido
enrevesado: “Poeta soy, si ello es
ser poeta/ lontano, absconto,
sibilino…”. Ante adjetivos que ellos
eran incapaces de descifrar, Ana
María tomaba partido por la pasión
lírica de su hermano, a quien le
perdonaba su dipsomanía por el
orgullo que le daba oír a Octavio
declarar que Santos era un
hombre superior, atrapado en el
provincialismo rural. Una de las
pocas veces en que vio a Ana
María salirse de la ropa fue
cuando Elías, su padre, se refirió a
uno de los hijos de Santos
llamándolo “bastardo”.
–¡Eso sí que no lo admito! –
declaró alterada. Podrá decirle hijo
natural pero nunca bastardo,
porque no es innoble, pues lleva la
misma sangre que la suya y la
223
mía. Maltratar a ese muchacho
con ese calificativo es agraviarse
usted mismo e insultar a sus hijos.
El asunto quedó ahí, sin llegar a
ser altercado, porque Elías
masculló un inaudible “disculpe”,
pues tenía para sus hijas el mismo
respeto que profesaba hacia
Chana. Esa era Ana María, la
misma que cantaba en el coro de
la parroquia, organizaba veladas
culturales y les llevaba almuerzo a
los presos sin familia. La supuso
en Cúcuta, en el almacén,
registrando en el archivo, con su
letra cuidadosa, la entrada y salida
de tornillos, arandelas y baterías; o
preparando
la
consignación
bancaria o algún giro, ya que se
había convertido en guardiana de
los haberes del hermano rico, para
quien manejaba todo lo que
tuviera que ver con la contabilidad.
224
A su regreso a Ocaña, los
camiones iban llenos de gente que
abandonaba
el
pueblo.
En
Guamalito recogió a Ana Beatriz, a
la que disimuló entre las familias
amontonadas en la parte trasera
del camión, con la astuta
consideración de que llevarla en la
cabina la evidenciaba como
persona
especial
para
sus
perseguidores. Alargó el viaje
hasta el puerto de La Gloria,
donde se bajó la mayoría de los
rescatados, entre ellos Héctor y
Conce. Atrás quedaba la fosa
común del enterramiento sin
deudos, en su bolsillo la lista de
los muertos identificados, y en la
mente la duda de si otros habían
sido arrojados al río Magdalena,
conforme se murmuraba.
En la casa, en Ocaña, encontró a
su sobrina Icha y al negro, que
llegaban de Pamplona, donde
hacían
los
estudios
de
225
bachillerato. Le contaron del viaje
tenebroso que se alargó por día y
medio debido al tiempo lluvioso de
noviembre
que
provocaba
derrumbes
y
avenida
de
quebradas sobre las que aún no
había puentes, en una carretera
habilitada para el tránsito en la
urgencia de inaugurar obras. El
Negro todavía tenía el susto de la
noche pasada en un costado del
parque principal de Ábrego, donde
pararon porque no hubo más
remedio. El automóvil de la
Secretaría de Obras Públicas en el
que
acomodaron
a
cinco
muchachas y El Negro, quedó
atascado entre el barro y el agua
en una quebradita a la entrada de
aquel pueblo. Hacia las 10 de la
noche lo liberaron con la
intervención de una yunta de
bueyes y la fuerza de tres
hombres, pero sin que Evaristo, el
conductor,
consiguiera
que
arrancara. Llegaron tirados por los
226
bueyes, en el momento en que
comenzaba el tropel de la noche,
que se iniciaba con el rito de vivas
y abajos, el rastrillar de machetes
en la acera y disparos graneados
de revólver. La gavilla de
vociferantes encendió hachones
empapados en queroseno que
arrimaban a las ventanas de las
casas que pertenecían a gente del
otro bando. Alguno de los
antepechos de madera comenzó a
quemarse. Desde adentro lograron
apagar la llama incipiente en una
rápida maniobra que consistió en
abrir el postigo y lanzar baldes de
agua en forma simultánea, con
destreza rutinaria que delataba su
preparación
para
esta
contingencia. La pandilla continuó
su ataque en la cuadra siguiente y
se perdió de vista, pero se
escuchaban
sus
maldiciones,
madrazos y toda clase de injurias.
Dos horas después, tras varias
vueltas al pueblo como si se
227
tratara de una procesión repetida,
la turba se disolvió en un ritual de
insultos renovados y botellas
rotas. Calmaron el hambre con
rodajas de salchichón y pan que
Evaristo consiguió con su carné de
conductor de la Gobernación, que
también sirvió para que el atajo de
violentos
no
los
molestara,
convencidos de que se trataba de
copartidarios, puesto que la
acreditación la firmaba Lucio
Pavor, el gobernador.
José María le informó que ahí, en
la casa de la Calle de la Amargura,
las cosas no estaban mejor. Había
que cerrar temprano las puertas,
refugiarse en las piezas y quedar a
la espera del paso de la chusma
amenazante, que, para infundir
pavor, afilaba los machetes en el
sardinel o los descargaba en
portones y ventanas, profiriendo
toda clase de desafueros verbales.
El director del único periódico de la
228
ciudad les había ofrecido que, si
las cosas se ponían muy feas en
una de esas noches de tropelía,
saltaran la pared medianera y se
refugiaran en la casa suya, donde
quedarían bajo la protección de un
conservador reconocido. José
María dudaba de la seguridad que
este amigo pudiera proporcionar,
porque la dureza con que
fustigaba a sus copartidarios en
los editoriales de su periódico lo
estaba convirtiendo en objetivo de
los censurados.
A la ahora de la comida y antes de
darle el primer mordisco a la arepa
sin sal, rellena de queso costeño,
Toña miró uno por uno a los
miembros de la familia y, con los
ojos vueltos un carbón de ira, dijo:
–Que nadie vuelva a decir que
tuve partido, porque lo que me
queda es la rabia inmensa de
saber que fui de esos.
229
Sus palabras llegaron hasta las
habitaciones donde se asilaban los
que habían logrado escapar en los
camiones gracias a su coraje. Uno
de ellos llegó hasta el comedor
para dejar constancia de que los
refugiados bajo ese techo, los que
andaban por otros caminos y los
que quedaban en el pueblo, sólo
tenían
para
con
ella
el
agradecimiento
generoso
de
sobrevivientes.
230
231
232
10. …abandonó el pueblo
en la desbandada de
noviembre
233
234
10
Lázaro abandonó el pueblo en la
desbandada de noviembre, en los
días siguientes a la masacre. En
ese tiempo de persecución y
muerte, la vida estaba detenida,
pendiente de la trompetilla de un
máuser. Unos arrancaron hacia
Cúcuta y Bucaramanga; los más,
hacia la Costa, y se fueron
desperdigando por El Banco,
Valledupar, Ciénaga, Santa Marta
y Barranquilla. Iban guiados por el
consejo de ribereños que les
235
aseguraban que por esos lados la
vida transcurría entre canciones y
trago, y buena comida con
pescado bagre y bocachico. Las
peleas de hombres se resolvían
con coplas acompañadas por
acordeón y, si fuere menester, a
trompada limpia pero sin cuchillo
ni machete. Río arriba, en cambio,
ya
había
gente
armada,
recorriendo los caminos en
gavillas, buscando a los del otro
partido para cobrar venganza por
ofensas recientes o por las
remotas impagadas. Por ese
camino tomó Bastos, el policía
municipal, para ampararse entre
los hombres de Rangel, líder
correligionario de quien ya había
oído hablar.
Pero Lázaro, resumiendo rabia y
dolor, con el recuerdo de su padre
y su hermano muertos a manos de
la cuadrilla depredadora, prefirió ir
río abajo hacia los campos de
236
algodón y banano. A sus 17 años,
en la orfandad de padre, hermano
y amigos, atado al temor
insalvable de los desplazados,
desarrolló
una
aguda
introspección. Por eso, el recorrido
por las fincas donde paraba en
busca de algún trabajo que le
proporcionara la oportunidad de
las tres comidas y un techo para
pasar la noche lo hizo en medio de
burlas de bulliciosos peones y
jornaleros. Éstos no comprendían
su duro silencio ni su desinterés a
la hora de bailar cumbia, porro o
mapalé.
En su peregrinaje errante por la
calurosa planicie del Magdalena,
sin penas que pagar, rumiando la
rabia interior por el salvaje
abordaje de su adolescencia, no
dio espacio para la invasión de la
contagiosa alegría que lo asaltaba
en una y otra parte de esta región
de gente abierta y gozosa. No
237
encontraba la manera de darle
salida a esa fiereza tiránica que lo
agobiaba a pesar de los meses
pasados.
En Valledupar, entre los vericuetos
de su soledad tropezó con una
libretica embarrada que limpió con
esmero para ocupar el tiempo. La
abrió y lo primero que saltó a su
vista fue la fotografía de un
hombre casi tan joven como él,
con un sello de tinta azul en una
esquina inferior. Se trataba de la
cédula de ciudadanía de alguien
con su mismo color castaño en el
cabello, la misma estatura, de tez
blanca y sin señales particulares,
de 23 años de edad y primer
nombre idéntico al suyo. La metió
en el bolsillo de la camisa sin tener
idea de qué haría con ella ni para
qué le serviría. La guardó por
guardarla.
238
Prosiguió su camino y por la ruta
de Fonseca, atravesando La
Guajira, llegó a Santa Marta. En el
puerto, por primera vez en su
peregrinaje
de
tres
años,
experimentó la amargura del
rechazo. Los estibadores no
querían
competencia
de
advenedizos. Apeló a sus escasos
conocimientos
de
apisonar
paredes de tierra y logró
sostenerse por unos meses. Aquel
no era un trabajo que lo dejara
satisfecho como para atarlo a un
sitio, así que emprendió la travesía
hacia Barranquilla, donde muchos
de sus coterráneos en igual
situación se habían establecido en
labores de comercio y oficinas de
trámites aduaneros.
Acudió de nuevo al oficio de
albañil, esta vez mezclando
concreto,
parando
columnas,
echando
vigas
de
amarre,
levantando paredes de ladrillo en
239
las quintas del barrio El Prado,
llenas de reminiscencias árabes.
Eran casas para gente adinerada y
entre ellas encontró a Navarro,
dueño
de
planchones
para
transportar ganado y carga por el
río. Navarro había salido del
pueblo mucho tiempo atrás y pudo
hacer fortuna en esta ciudad
conocida como La Arenosa.
Se preparaba para entrar a servir
en los planchones de Navarro
cuando se encontró con un aviso
que llamaba al enrolamiento en la
Policía. La rabia contenida de
años, la amargura por la pérdida
familiar,
el
dolor
de
su
adolescencia
no
vivida,
se
revolvieron en su interior. Por
impulso, motivado por aquella
mezcolanza
emocional,
se
presentó en la oficina de la Policía
sin un propósito definido. Llevaba
la
cédula
encontrada
en
Valledupar a la que le cambió la
240
fotografía por una suya. Lo
primero que miraron fue el sello de
votación correspondiente a las
elecciones para presidente del año
50, y después el lugar de
expedición: Gramalote, Norte de
Santander. El cabo que examinó el
documento se limitó a decir: “Es
hábil”. Ni el cabo y mucho menos
él repararon en que el sello de la
Registraduría estaba borrado en el
medio círculo que debía ir
estampado sobre la foto Desde
ese día, Lázaro vistió el uniforme
verde y las mediabotas de cuero
duro, y se terció el máuser.
En Barranquilla, el servicio policial
consistía en lidiar borrachos,
mediar en peleas de barrio y
aplacar discusiones intrafamiliares.
De vez en cuando había que
apresar un ladrón, un ratero al por
menor
que
aprovechaba
el
descuido de las salas solas para
241
llevarse
los
ceniceros,
porcelana o algún cuadro.
una
Lázaro no imaginaba que sus
compañeros policías cometieran
tropelías y desafueros. Individual y
colectivamente, el grupo de
agentes no mostraba inclinaciones
violentas.
Algunas
veces,
borrachos, le lanzaban gritos a su
glorioso partido o en el prostíbulo
le descargaban un par de
cachetadas a la puta que los
acompañaba, síntoma de nada,
pues los paisanos también lo
hacían. Precisamente en uno de
estos sitios, Lázaro entabló
amistad con un compañero recién
llegado.
–¡Conque usted es de Gramalote!
–Sí, claro.
242
–Pues, yo soy de Cucutilla. Así
que
somos
del
mismo
departamento.
–Eso está bueno, porque aquí hay
mucho paisa, boyacenses y
costeños, pero de por allá pocos.
Lázaro utilizó el “de por allá” como
para evitar equivocarse. No estaba
seguro de si su pueblo era del
Norte o de Santander. La
geografía no era su fuerte.
–Pues yo hace rato que llevo el
uniforme y me pasearon por todo
el Norte. Ahora me mandaron aquí
como premio, para que descanse,
porque por allá es muy jodido el
servicio.
–Yo sí me enrolé aquí hace más
bien poco. Me recibieron muy bien
por ser de por allá. A la oficialidad
poco le gusta trabajar con los de
aquí porque son pura mamadera
243
de gallo y fraternizan mucho con la
población.
–Vea, pues, lo que son las cosas.
Aquí porque la gente es amiga,
allá porque no sabe uno si quien le
conversa es amigo o rojo.
Convertidos en amigos, bien
porque el uniforme ata o por
aquello de que la tierra hala, los
dos
hombres
entraron
en
confidencias. Las de Lázaro, muy
recientes, describían los trabajos
en Santa Marta; las del otro, más
lejanas. Las de Fermín derivaron
en nostalgias, y en la medida en
que aumentó el consumo del licor
se tornaron en arrepentimientos.
–Compa –dijo–, mis culpas son
muchas y sé bien que, si me
confesara, así fuera con el señor
obispo o con el propio Papa, no
me perdonarían porque es mucho
el mal que cometí.
244
–¿Pero obedecía órdenes o fue
por su cuenta?
–Cuando uno hace las cosas
porque le gustan, qué importa si
hubo órdenes.
–Ya veo –dijo Lázaro–, tratando de
disimular la consternación que le
produjo el franco sentimiento de
culpa del agente Fermín.
–Lo de El Carmen fue muy feo. Lo
planearon unos políticos para
darles un escarmiento a los
cachiporros. Nos reunieron a los
policías que ya habíamos tenido
experiencias en otras partes y nos
mandaron a Ocaña. Nos pusieron
al mando de un sargento que era
todo un bandido. A mí me dieron
los nombres de un señor
Carvajalino y una señora Ana
Beatriz, a quienes debía pasar al
papayo cuando los encontrara. Al
245
llegar al pueblo, nos distribuimos
por las dos entradas con la orden
de
disparar
a
la
primera
provocación, que vino de un
borracho que dio un viva y ahí
comenzamos a echar bala sin
contemplaciones a toda persona
que se moviera, a las paredes o al
aire.
Lázaro seguía el relato con ávido
interés, sin dejar traslucir las
emociones que, como un enorme
oleaje, se agitaban en su interior.
–¿Y encontró al tal Carvajalino y la
señora esa?
–A
Carvajalino
lo
encontré
escondido en un zarzo, enroscado
como un zorro rabipelao y lo dí de
baja en la mañana. No pude dar
con la tal Ana Beatriz. Después
supe que la sacó la señorita Toña,
goda de El Carmen, que llegó
desde Ocaña con ayuda como a
246
los ocho días. ¡Vieja verraca, esa!
Enfrentó al sargento y le metió
miedo de manera que dejara libres
a los hombres que tenía en la
cárcel.
–Oiga, ¿y el sargento y los otros
qué se hicieron?
–La mayoría sigue en el servicio,
en Aguachica, Barranca, Ocaña,
Cúcuta y qué sé yo.
–¿Y usted sabe los nombres?
–Tengo la relación completa, tal
como me la dio el sargento al
momento de salir de Ocaña en esa
comisión.
Esa confidencia maduró de un
golpe el propósito subconsciente
que impulsó a Lázaro a enrolarse
en la Policía en lugar de recorrer el
Magdalena en el planchón de
Navarro
como
arreador
de
247
ganado. En su mente se fraguó,
como un relámpago, el ardid para
apoderarse de la lista.
–Vea, Fermín –dijo– ¿por qué no
llamamos ese par de viejas? Ya es
hora de entrarles.
–Pues, a eso vinimos, ¿o no?
En esa madrugada, el agente
Fermín se suicidó con su arma de
dotación y sin haber copulado con
la prostituta que llevó a la pieza,
porque, según lo que ella les dijo a
los investigadores, aquél se quedó
dormido cuando se quitaba los
pantalones, que le quedaron
anudados en los tobillos, tal como
lo
descubrieron
en
el
engarrotamiento de la muerte.
A Lázaro lo
entregarles el
familiares
en
encargaron
cuerpo a
Cucutilla.
de
los
La
248
determinación se tomó como la
indicada por los nexos de amistad
y paisanaje que los unían. La
causa del deceso apareció tan
clara que nadie le pidió justificar el
abandono del compañero en el
prostíbulo, atribuida por él a “vaina
de borrachos”.
Para Lázaro, esa encomienda de
sus superiores fue la confirmación
de su designio de venganza. La
cumplió sin separarse del ataúd,
recitando en retahíla, como si se
tratara de letanía, los nombres de
la veintena de policías que
aparecían en el registro de
Fermín, al igual que la otra
veintena, la de las víctimas del 16
de noviembre. el día aciago del
pueblo. Entregó el cuerpo a los
familiares en un frío caserío
llamado La Laguna y se devolvió
para Bucaramanga, donde, de
acuerdo con las órdenes, se
presentó
ante
el
comando
249
departamental para una nueva
asignación.
Allí encontró al sargento y dos
agentes de la relación de Fermín
con quienes fue incluido en una
comisión
de
combate
para
someter a los guerrilleros que
controlaban el municipio de Tona.
Se vistieron de civil y prepararon
una emboscada, con tan mala
suerte que la larga espera, la lluvia
pertinaz y el frío propiciaron una
confusa situación en la que
cruzaron
fuego
los
dos
destacamentos en que se habían
dividido. Como consecuencia,
murieron el sargento y dos
agentes. Una nimia investigación
habría establecido que las balas
que los mataron provenían del
mismo máuser de dotación
`policial, asignado a Lázaro, y no
del bando contrario.
250
Trasladado a Pamplona, encontró
que su finalidad seguía contando
con el favor del destino, no sin
peligro esta vez, pues fue
reconocido por Campo Elías, un
amigo
del
mayor
de
sus
hermanos, que ejercía allí el oficio
de comerciante.
Sin prisa, esperó la ocasión para
consumar su objetivo, oportunidad
que se presentó en una feroz
balacera nocturna entre el Ejército
y la Policía. Esta última había
retenido a dos soldados en una
riña con agentes por dos putas
gordas y sucias. El único muerto
de esa noche, de un balazo en el
pecho, fue el quinto hombre del
registro de Fermín. De haberse
investigado,
la
averiguación
hubiera probado que el disparo se
había producido desde el interior
de la cárcel del Distrito Judicial
que servía de alojamiento, y esa
noche de refugio a los policías.
251
En la mañana siguiente, llevando
el cuerpo de la única víctima del
encuentro,
el
destacamento
policial fue transferido a Cúcuta,
donde Lázaro se abstenía de
quitarse el uniforme por temor a
ser reconocido por alguno de los
muchachos que fueron sus
compañeros en el pueblo y que
vinieron a parar en esta ciudad
después de la estampida de
noviembre. En San Antonio,
pueblo fronterizo de Venezuela, se
compró unas gafas ahumadas, de
moda entre los policías porque
eran las mismas que usaban los
colegas norteamericanos de las
películas.
En la calurosa capital del
departamento, el destino puso al
alcance de su designio a otros
cinco agentes de la lista de
Fermín. El falso gramalotero
ejecutó su venganza con métodos
252
al azar, según las circunstancias,
inmisericordemente, hasta llegar a
la cifra de 11 vidas, contadas las
que cobró en Barranquilla, Tona y
Pamplona.
En la medida en que iba
cumpliendo su propósito, Lázaro
se llenó de hastío. La amargura y
el dolor por su padre y su hermano
muertos se transformaron en un
pesado aburrimiento que disipaba
con
generosas
dosis
de
aguardiente en tristes jornadas de
copisolero.
Así, embriagado por el licor y
empalagado de venganza, entregó
sus confidencias a una mujer en la
zona de tolerancia de La
Magdalena, en un desahogo sin
freno que bien ha podido ponerlo a
merced de otro vengador.
Murió suicidado en idénticas
circunstancias que Fermín, el
253
policía de Barranquilla, al borde
del camastro en que iba a copular
con una puta sudorosa. No hubo
quien entregara su cuerpo a la
familia porque en su expediente no
figuraban parientes. Oficiaron a
Gramalote, por ver si aparecía
algún
allegado,
y
de
allí
contestaron que un joven con ese
nombre y apellido se había
ahogado en la terminal petrolera
de Coveñas cuando el golpe de
una manguera lo mandó al mar en
la operación de cargue de un
buque petrolero. De aquello hacía
por lo menos siete años. Por tanto,
el agente suicida de Cúcuta debía
de ser otra persona.
A Lázaro lo enterraron en una
bóveda del cementerio central,
alquilada por cinco años, con su
nombre de policía.
254
255
256
11. “…mis 25 años, un
poco fríos”
257
258
11
Don Enrique vivía en el pueblo por
modestia,
timidez
o
una
irrefrenable
vocación
de
misántropo. Apenas apuntaba a la
celebridad como escritor, con
cuatro libros publicados –uno en
Madrid, dos en Barcelona y otro en
Bogotá–, cuando abandonó la
capital del país para optar por el
aire fresco, dulzón y nutricio de su
pueblo.
259
Uno años antes, en carta a don
Miguel de Unamuno, rector de la
Universidad de Salamanca, con la
que le enviaba el libro Cuentos
sencillos, le hablaba de “mis 25
años, ya un poco fríos y
demasiado vividos”. El sabio
salmantino
le
replicó
comedidamente con un “espero
que se le calentarán [los años] y
comprenderá algún día que aún no
ha empezado a vivir”. Don Enrique
aceptó el buen consejo de
Unamuno, y por 10 ó 15 años les
arrimó a sus fríos años mozos el
calor de escritores, poetas y
periodistas de Bogotá.
Don Enrique le sumó a su querido
oficio de cuentista, poeta y
periodista, las funciones de
Secretario del Ferrocarril de
Cundinamarca. Participó en la
fundación de una revista y se
asomó a las mieles de los
poderosos, sin entrar al panal,
260
para que el regusto del poder no
empalagara su instinto de hombre
bueno.
Por timidez o misantropía, don
Enrique no fue dado a comentar
con sus coterráneos aquellos años
en los que se ganó el aprecio del
director de un periódico, quien
llegaría a ser Presidente de la
República. Para él, aquellos años
pertenecían a un cercado donde
apacentaba sus más caras
intimidades en un acto de soberbia
modestia.
A Don Enrique escuchar, mirar y
descansar le daban más plenitud
que la abundancia de estímulos,
elogios y críticas favorables de sus
poemas, cuentos y novelas, que lo
pusieron a figurar en la obra de un
historiador de la literatura, al lado
de Efe Gómez, Jorge Isaacs y
Adel López Gómez.
261
Al boato de la capital prefirió el
olor del Monte Sagrado, el susurro
de las aguas de la Quebrada
Grande, las maneras montañeras
de su gente, que saludaba con un
“hola” o un “qui'ubo”, y se
despedía, como él mismo decía, a
la francesa, dando la espalda y ya.
En
su
tercer
año
de
enclaustramiento lo sacaron del
pueblo para llevarlo a manejar los
haberes del departamento en
calidad de Secretario de Hacienda.
Con grandes esfuerzos, ocultó el
regocijo que le proporcionó tal
distinción, que, así la juzgara
merecida, provocó en su ánimo
grandes temores por lo incierto
que le resultaba el desempeño
entre su voluntad de servir y las
engañosas componendas de los
políticos.
Esa corta excursión por un empleo
público le dio piso a la novela de
262
realismo local en la que describió,
con amable rectitud, los ardides,
las trampas, las bellaquerías que
arrastran “las aguas turbias” de la
burocracia y la política. Una
derrota sin batalla fue el titulo que
le dio a su obra para resumir el
desencanto que le produjo su paso
atribulado por el festín de la cosa
pública, cuando la corrupción
consistía en dar empleos “no para
que sirvan los capaces sino para
solventar la penuria de los
fracasados, para fomentar el
abandono y la pereza, para
cultivar la arbitrariedad”.
Luego de 70 años, el hijo de don
José pensaba en lo mucho que
había cambiado la estructura de la
corrupción, cuando las noticias
daban cuenta del robo de
empresas públicas, la ruina de
otras y los millonarios fraudes al
Estado, con los que se enriquecen
263
los políticos y los más adinerados
aumentan sus fortunas.
Don José, que mantenía hacia don
Enrique un oculto rencor porque
en algún momento se le atravesó
en el camino para no dejarlo
nombrar
como
alcalde
en
propiedad,
reconocía,
sin
embargo, en don Enrique a un
hombre sobrio, honesto y escueto.
“La deserción es una acción fea,
pero en el caso de Luis Tablanca
fue un acto de dignidad inmensa”
–le explicó a su hijo cuando éste le
mostró un ejemplar de la novela
vuelta a editar.
Los ancestros de don Enrique, por
el lado paterno, provenían de
Mompós, una bella ciudad tendida
en una ribera del Magdalena; por
parte de la madre, eran la tercera
generación
de
una
familia
asentada en la región como gente
de hacienda. Uno de sus
264
miembros adquirió la finca de los
jesuitas.
No era gente adinerada; apenas
con
recursos
de
digna
subsistencia. De joven, con una
educación
apenas
elemental,
emigró a la capital provincial
donde consiguió empleo para, si
acaso, de vez en cuando cargar
de monedas los flacos bolsillos del
pantalón de dril. Lo que no ganó
en dinero, cosas de la vida, lo
ganó en su formación autodidacta,
leyendo los muchos libros de la
biblioteca de sus patronos y
conversando
con
jóvenes
intelectuales.
Con los años, don Enrique ganó
cara de patricio; tierna la mirada,
condescendiente la leve sonrisa; y
en conjunto un aire contemplativo
de pensador de cosas simples,
sencillas, como la de trasladar a
su
pueblo
algunos
rasgos
265
culturales aprendidos en otras
ciudades. Lo hacía con sus
maneras suaves, con la palabra
convincente, con su autoridad de
hombre recorrido, buscando que
sus recomendaciones y sus
actitudes
no
hirieran
la
susceptibilidad de la gente en el
sano ejercicio de una pedagogía
prudente, dictada por un sincero
altruismo.
Sugiriendo aquí, insinuando allá,
aconsejando
un
poco
más
adelante, lideró la limpieza de
calles, el desyerbe periódico, la
pintura de exteriores; veló celoso
por el buen manejo de los escasos
fondos municipales, y, aunque
sólo fue personero por corto
tiempo y alcalde encargado en
otro, fungió como guardián de los
haberes públicos, no porque él se
lo propusiera sino por el respeto
que infundía.
266
Hizo
construir
murallas
de
calicanto
para sostener
los
barrancos en tres puntos en que el
riesgo de deslizamiento era
inminente. Coronó cada obra con
una plazoleta mínima que la gente
llamó mirador porque permitía
divisar las partes bajas por donde
entraba el ramal de la carretera
que daba una vuelta perezosa
atravesando El Hoyito para llegar
hasta El Carretero.
Vivía insatisfecho de que la
carretera no fuera directa entre la
capital provincial y el pueblo.
Había hecho el camino a pie y en
mula, y sabía que la ruta más
corta entre los dos puntos era el
viejo camino que aún usaban los
vaqueros para arrear los rebaños
de ganado que llevaban de las
vegas del Magdalena a la frontera.
Por esta ruta se pasaba por Otaré
y se llegaba a Río de Oro para
empalmar con la carretera al mar.
267
Algún día, decía señalando con el
índice la boca del camino de la
fábrica de aceite, los carros
entrarán por ahí acercándonos
más al centro del comercio
regional, donde nuestra gente
podrá vender sus productos y
comprar lo que necesita sin pagar
un largo peaje de kilómetros, como
ahora.
El joven periodista que lo
entrevistó cuando entraba ya en la
edad de los adioses no pudo
arrancarle la razón última que lo
hizo abandonar su acreditada
posición de cuentista y poeta para
preferir la vida pueblerina sin
recovecos de fama.
–Joven –le dijo–, escribí lo que
tenía que escribir y serví a quienes
tenía que servir. Lo que usted
quiere saber está dicho en mi
última novela, escrita tanto tiempo
268
hace que ya sólo a usted y
Gonzalo González se les puede
ocurrir que en este mundo de
afanes yo sea tema para interesar
a lectores de periódico.
Don Enrique fue sentimiento y
sencillez, y por eso mismo la raíz
que aprieta las fantasías, los
sueños y las duras realidades del
ruralismo de su pueblo. Puede
que, como decía Ovidio, nunca se
sepa quien fundó el pueblo, pero
sin duda alguna don Enrique es el
padre de El Carmen.
269
270
12. Como nueva dueña
del estandarte de San
Luis
271
272
12
Anaís, una amiga de la familia de
su mujer, que de tanto vivir en la
misma casa recibió el honorífico
parentesco de tía, jamás se sintió
a gusto con los adventistas del
Séptimo Día, que profanaban la
quebrada
con
sus
baños
ceremoniales de bautizo los días
sábados.
273
La tía Anaís, cuando pasaba por la
casa de la viuda Bustamante,
recitaba en voz alta el credo al
revés por cinco veces y daba cinco
vivas a la Virgen del Carmen para
alejar al enemigo malo que, según
ella, se alojaba en esa casa.
La tía Anaís se había impuesto la
obligación de volver al redil del
catolicismo
a
los
pocos
conquistados por la labia del
pastor Saavedra, por lo cual
asistía a las dos misas matutinas
entre semana, a las tres
dominicales y al santo rosario
todas las tardes a la caída del sol;
rezaba el Ángelus y el Magníficat y
se dormía leyendo pasajes de la
Biblia a la luz de una vela de cebo.
Confesaba
y
comulgaba
diariamente porque una mínima
contravención a los Mandamientos
de la Ley de Dios, el más ligero
olvido
de
las
obras
de
misericordia, la más leve infracción
274
de las virtudes teologales la
inducían de inmediato a lavar el
pecado no cometido con los
sacramentos de la confesión y la
comunión. Los actos de contrición
y arrepentimiento de la tía Anaís
constituían una demostración de
arrebatada
espiritualidad.
Se
desprendía del confesionario para
ir a la primera estación del Vía
Crucis, donde comenzaba a darse
golpes
de
pecho
con
tal
reciedumbre que retumbaban en el
templo y hacían vibrar los vitrales
de
las
claraboyas.
Simultáneamente, entonaba el
trisagio con una voz melodiosa
que hacía olvidar los desvaríos de
la penitente, en tanto que las
feligresas
se
agrupaban
piadosamente para acompañarla
en los catorce cuadros de la
representación de la pasión de
Cristo. Este fervor místico llevó al
padre Heriberto a imponerle a
Anaís, como expiación de sus
275
pecados, el rezo del rosario los
viernes, a las seis de la tarde y en
su reemplazo, de modo que el
párroco podía continuar las
confesiones sin interrupción.
Dispuesta a librar una santa
cruzada de carácter local contra
los nuevos infieles, se puso bajo la
advocación de San Luis, rey de
Francia, combatiente esforzado de
los moros a quienes arrebató
Jerusalén
en
encarnizadas
batallas para recuperar el santo
sepulcro.
Como nueva dueña del estandarte
de San Luis, al que por respeto se
negaba a llamar San Güicho,
comenzó
a
divagar
sobre
estrategias y ejércitos, sin tomar
en cuenta que el enemigo no
pasaba de dos decenas de buenos
vecinos. El párroco, ignorante de
los desvaríos de la tía Anaís,
cometió
la
imprudencia
de
276
prestarle un libro sobre las
Cruzadas, de donde ella sacó el
modelo de un manto en el que
bordó diligentemente una cruz roja
al frente y otra a la espalda. Lo
guardó, doblado cuidadosamente,
en el baúl de madera, esperando
la primera confrontación con los
nuevos sarracenos que veía en los
luteranos.
Anaís compró un ejemplar de
Catecismo del padre Astete, de
tapas duras y letras grandes, para
usarlo como espada en los
encuentros que –así lo preveía–
se pudieran presentar en el futuro
con lo hijos de Martín Lutero. En
sus previsiones de combate no
entraban la espada ni la lanza,
porque no estaba hecha para el
derramamiento de sangre ni lo
consideraba necesario con sus
vecinos extraviados en el camino
de la fe. Armada de ese catecismo
en la mano, tomó plaza de
277
ayudante con los misioneros
capuchinos enviados por el señor
Obispo para fortalecer la fe de los
feligreses amenazada por el
avance de los adventistas del
Séptimo Día. El mayor de los
padres capuchinos, un italiano de
nombre Giacomo, la recibió
alborozado, pues era consciente
de que si no había lumbres
ardientes de fe que mantuvieran el
fervor católico, las debilidades de
los fieles volverían a aparecer,
haciendo inútiles sus prédicas.
El
padre
Giacomo,
cuando
pronunciaba
sus
ardorosos
sermones en la noche, utilizaba
sus
grandes
ojos,
que
relumbraban
como
carbones
encendidos, y su alargada barba
de profeta para la rimbombancia
de sus prédicas. Describía con tal
detalle las cavernas azufradas del
infierno, que los fieles asistentes
oían el hervor de las calderas de
278
aceite en el antro luciferino, listas
para castigar a quienes se dejaban
llevar por las pasiones de la carne
y los desvíos heréticos de los
protestantes.
Oyendo al capuchino, la tía Anaís
casi levitaba al pie del púlpito,
arrebatada en éxtasis que la
hacían
concebir
místicas
celebraciones con antorchas, las
que ella encabezaba con su túnica
de cruzada, atravesando el pueblo
de una a otra punta. Al paso de la
victoriosa
procesión,
los
descarriados
adventistas
del
Séptimo Día se sumaban vivando
a la Virgen, y ella, Anaís, heredera
de San Luis, rey de Francia,
proclamaba el triunfo católico
sobre los luteranos, enarbolando
el Catecismo de Astete como
pendón de guerra. Salía del trance
sudorosa, puesta de pie, con el
libro en alto, en el momento mismo
en que el padre Giacomo decía el
279
Amen con el que terminaba sus
pláticas.
La tía Anaís, quizá porque eran
tan pocos los adventistas, dio por
buscar otros descarriados de la
Santa Madre Iglesia. Los encontró
entre aquellos que decían el Papa
en lugar del Santo Papa, el Obispo
en vez del Santo Obispo, el
Párroco, en lugar del Santo
Párroco, como ella consideraba
que se los debía llamar, porque
para ocupar tales dignidades en el
escalafón
clerical
debían
necesariamente ser santos.
Una conversación intrascendente
con el capuchino más joven
despertó sus sospechas sobre la
desviación religiosa. Éste había
dicho que algunos asistían a la
misa de cinco de la mañana
porque se avergonzaban de que
los vieran en el Oficio. Esta
afirmación, hecha por el sacerdote
280
más en guasa que por convicción,
le
señaló
a
Anaís
varios
madrugadores, como don Emilio,
don Julio, don Federico, lo mismo
que Zenón, como incursos en la
masonería. Además de ser
asiduos a misa de cinco los
domingos, ostentaban títulos de
generales, coroneles y capitanes
de la última disputa civil, otorgados
en las filas de los librepensadores
que perdieron la contienda, lo cual
constituía, para ella, fuerte indicio
de profesar peligrosas herejías.
En el pueblo se rumoraba que
aquellos ex militares, lo mismo que
otros guerreros de la refriega,
estaban de regreso a la Iglesia
porque se preparaban para bien
morir y les asustaba que la
incredulidad religiosa de que
habían hecho gala los condenara
a las llamas eternas del averno. El
ateísmo al que se referían los
pobladores no iba más allá de que
281
aquéllos fueran seguidores de la
idea de la educación y el Estado
laicos, y de la idea de derogar el
Concordato que proclamaba su
partido, el mismo en el que
militaba el resto de la población
por cuestión de tradición pero no
de ideología.
En todo caso, la tía Anaís puso
todo su empeño en identificar a los
masones, entre ellos algunos que
sólo se aparecían en misa durante
la celebración de las fiestas
patronales. Para alivio suyo, en la
lista figuraban solamente hombres,
por lo cual, en este nuevo frente
de batalla, podría darse la libertad
de mantenerles el saludo a las
esposas y las hijas, porque una de
sus armas de guerra fue la de
retirarles
el
saludo
a
los
adventistas. La familia le llevaba la
idea a la tía Anaís porque a nadie
le hacían mal sus desvaríos y su
fanatismo.
Esa
chifladura
282
resultaba divertida para muchos, y
algunos
la
azuzaban
con
provocadores comentarios para
que ella enfilara sus necedades
hacia alguien de quien querían
mofarse.
Emilio, el general, que debía hacer
respetar su rango, el punto más
alto al que hubiera llegado un hijo
del pueblo, abordó un día a Elías
para
hacerle
manifiesto
su
descontento por las frecuentes
alusiones
descomedidas
que
Anaís hacía sobre él. En esas
sátiras daba a entender que él
había conseguido su generalato y
la curul en el Senado por masón, y
no por actos heroicos de combate
o habilidad legislativa. Según la
tía, el general había sido un militar
de retaguardia, aunque el coronel
Federico y el capitán Zenón, que
estuvieron bajo su mando en
Peralonso, daban testimonio de la
forma valiente como se puso a la
283
cabeza de las tropas en la última
carga cuerpo a cuerpo, el mismo
día en que intrépidamente asistió a
misa en Santiago, población
plagada de tropas del gobierno,
para llegar al campo de batalla
libre de pecado. Si estaba en el
Senado, decía ella, era porque los
del directorio departamental eran
tan majaderos como él, y ese largo
viaje que emprendía en junio para
ir a las sesiones, que se
inauguraban el 20 de julio, lo
terminaba en diciembre, cuando
ya se clausuraba el Congreso.
Elías le ofreció disculpas y le
explicó que Anaís no era familiar
suyo.
El
rescoldo
de
la
animadversión partidaria lo llevó a
pensar que, en su chifladura,
Anaís inventaba unas buenas
cuchufletas para desacreditar a los
políticos rivales.
De la lista de masones, uno en
especial
entraba
y
salía,
284
dependiendo de los vaivenes
temperamentales
de
la
tía:
Catalino, quien además de músico
era pintor. En virtud de este arte,
hizo para la parroquia un cuadro
del Bautizo de Jesús por Juan el
Bautista. Ante el cuadro, Anaís se
lamentaba de que esta solemnidad
fuera la que practicaran los
adventistas, porque a ella le
hubiera gustado reconfirmar el
suyo en parecida ceremonia,
metida en la quebrada, hundiendo
su negra pelambrera en las aguas
olorosas a café, cacao y
guayabas. Se veía a sí misma
rodeada de ángeles regordetes,
recién nacidos y batiendo las alas
de mariposa apenas salidas del
capullo, poniendo graciosamente
sobre sus sienes una corona de
barbatuscas color naranja.
En algún momento, Anaís presintió
que Catalino había pintado aquel
cuadro como una anunciación de
285
los
adventistas,
pero
la
representación de la misma
escena en el libro de láminas
religiosas del párroco le hizo
desechar tal presentimiento. Pese
a todo, la sospecha de masonería
de Catalino iba y venía, conforme
lo viera o no lo viera en la misa de
cinco de la mañana.
Sin motivo aparente y tampoco
explicación alguna, una mañana
de mayo, después del rosario de la
aurora, Anaís le entregó al párroco
el manto de cruzado con el
encargo de enviárselo al Santo
Obispo
y
suspendió
las
hostilidades contra adventistas y
masones. Pero Anaís nunca supo
que, muchos años después, una
casi sobrina nieta terminaría
casada con el gran maestro de
uno de los ritos de la masonería.
Anaís sentía un enorme vacío con
la suspensión de su guerra
286
personal, sensación que pronto
llenó
con
el
alborozo
de
apariciones de la Virgen en
distintas representaciones y en los
más diversos días, en piedras
recogidas por ella en la quebrada.
Las apariciones sucedían durante
una búsqueda programada, en un
trecho específico del arroyo, que
comenzaba en la parte en que se
expandía y perdía profundidad.
Con el agua a mitad de pantorrilla,
Anaís hacía un escrupuloso
recorrido en zigzag por espacio de
un kilómetro, calzando alpargatas
de suela de fique para no
lastimarse los pies. Casi siempre,
las piedras de las apariciones
tenían la forma de una cúpula
cortada por la mitad y labrada
caprichosamente por la corriente.
La tía traducía los labrados según
le pareciera: la Virgen del Rosario,
la Virgen del Carmen, la de
Fátima, la de la Salud. Las buenas
creyentes le traían estampitas de
287
la Virgen para que ella buscara
imágenes iguales en la quebrada.
Anaís mandó hacer una larga
repisa en L, de pared a pared, en
la que ordenaba las piedras por
orden cronológico de aparición, y
todas las noches encendía media
vela de cebo, frente a cada piedra,
y rezaba el rosario durante las
veces que fuera necesario hasta
que se consumiera el último
mecho.
La aparición preferida era una
piedra arenisca de raro color
achocolatado. En su labrado
mostraba una especie de puerta
catedralicia abierta, y un fondo
indescifrable en el que Anaís y
otras devotas veían a la Virgen
con el Niño en brazos. Algunas,
entre el color cacao de la piedra,
adivinaban el azul cielo del manto
que sólo ellas, ungidas por la fe,
lograban apreciar.
288
Su obsesionante alucinación llevó
a Anaís a redactar una petición
para el Obispo, a fin de que éste
se hiciera presente y reconociera
el cúmulo de hallazgos milagrosos,
de manera que fueran oficialmente
venerados en el templo parroquial.
Su insistencia ante el prelado fue
de tal naturaleza que terminó por
hacerse pública, bajando del
piedemonte para extenderse por la
rivera y la sabana del Magdalena,
hasta llegarle a un famoso
cantante cienaguero que la
recogió como leyenda y la divulgó
en un paseo vallenato como la
historia de una mujer que
encontraba Vírgenes en las
piedras del río Cesar.
La emisora que difundió la
canción, una de las que se
captaban en los radios del pueblo
con más nitidez, trajo la primicia
musical que se comentó entre
289
todos los habitantes, ofendidos por
el cambio del escenario original,
que era la Quebrada Grande. La
sustitución de la Quebrada Grande
por el río Cesar molestó tanto a
Anaís que, convencida de que se
trataba de una acción interesada
de alguien en la Diócesis para
apropiarse de las apariciones,
cesó sus cartas al Obispo e hizo
saber que apelaría ante el
mismísimo Santo Padre, para lo
cual acosaba a diario al párroco,
con la pretensión de que éste le
entregara
la
dirección
del
Pontífice. Eso de Estado Vaticano
no le satisfacía. Para ella, “Estado”
significaba país e imaginaba un
extenso territorio, cubierto de
montañas, llanos y ríos. Quería
saber la calle y el número que
identificaban el Palacio Papal
dentro de la que ella suponía la
muy ancha y larga geografía del
Estado vaticano.
290
La tía Anaís no paró de hallar
Vírgenes hasta cuando murió. De
su alcoba se sacaron 17 costales
de piedras con las cuales se hizo
un túmulo en su memoria en el
cementerio local.
291
292
13. Rito se preciaba de
hacer el amor día de por
medio
293
13
Hermano menor de Chana, Rito
había nacido para aventurero
humilde y ejecutor de pequeñas
gestas amorosas que no se
cansaba de relatar. Su oficio
principal era de correo desde la
frontera hasta Santa Marta,
pasando por Barraquilla, para lo
cual lo calificaba su desempeño
como estafeta de los generales
Vargas Santos y Lucas Caballero.
294
“Buenos generales esos que
hacían la guerra y extendían
reconocimiento a los oficiales y
soldados distinguidos, con tanta
generosidad que los batallones a
su mando se llenaron de coroneles
y capitanes”, decía para elogiarlos
y mostrar la mucha admiración
que despertaba en él, que no pasó
de estafeta, la actuación de
militares sin escuela a cuyas
órdenes sirvió en una pelotera
inútil de facciosos radicales contra
los conservadores del poder.
Rito, gracias a su cargo de
estafeta, tuvo la suerte de
sobrevivir porque, a la hora del
combate,
estaba
llevándole
mensajes a la retaguardia en
procura de hombres, municiones y
vituallas. Al regresar adonde sus
generales, ya se había conseguido
la victoria o se estaba en retirada.
Sus
hazañas
guerreras
no
295
pasaron de la habilidad para eludir
las patrullas enemigas y cumplir su
misión de mensajero. Al final del
conflicto, el rifle y la bayoneta de
Rito estaban sin estrenar.
A Elías, quien no fue a la guerra y
que, de hacerlo hubiera estado en
las filas del gobierno, la condición
guerrera de Rito le servía para
hacerle la burla a su cuñado, de
quien decía que su acto más
heroico había consistido en
llevarles a Federico y Zenón sus
insignias de coronel y capitán, en
vísperas de la firma del Tratado de
Paz de Neerlandia que dio por
finalizada la inútil contienda.
Rito se defendía enrostrándole a
Elías que se había quedado en su
finca de El Salobre, sin tener
siquiera que esconderse, porque
por allá no pasaban las tropas
combatiendo
ni
reclutando
soldados. “A vos, le decía, te
296
intranquiliza la conciencia por no
haber salido a defender la ideas
de tus mayores. Yo, en cambio,
elegí el servicio activo para salir a
pelear con honor al lado de mi
pariente, el general Uribe Uribe”. A
ello, Elías respondía que, para
desgracia suya, su único cuñado
tenía como mucho mérito no hacer
algo distinto de llevar cartas entre
generales y coroneles, y ahora de
pueblo en pueblo. A esta
impertinencia, Rito respondía que
peor le iba a su hermana, la mujer
de Elías, que se aguantaba como
cuñado al hermano de este, un
cura lleno de hijos.
Que le recordaran la vida
escandalosa de su hermano
sacerdote era algo que a Elías le
dolía y lo hería. En ese momento,
rojo de la ira, farfullaba insultos
que se quedaban a medio decir;
desenroscaba la empuñadura de
plata del bastón y blandía un
297
amenazante acero de tres filos.
Entonces Rito se perdía por los
corredores de la casa, buscando el
solar
trasero,
donde
una
proliferación de barrancos le
ofrecía más de un posible
escondite.
Elías volvía a su silla mecedora
vienesa, con espaldar y asiento
tejidos en mimbre, con aire
triunfalista, satisfecho de que una
vez más había silenciado al bocón
de su cuñado, al tiempo que urdía
cómo agraviarlo en la próxima e
disputa. En esta otra guerra de
ironías,
pequeños
agravios,
eminentes amenazas y prudentes
huidas entre cuñados, nunca hubo
muertos ni heridos porque, si
alguna vez amenazaron con llegar
a un real enfrentamiento, Chana
se interponía con una rigurosa
verdad: –Gracias a sus flaquezas
es que están vivos y los tenemos
298
aquí con nosotros, grandísimos
pendejos.
Rito duraba meses y meses
perdido por aquellos caminos en
su encargo de correo, arreando la
mula o cabalgándola, según como
fuera
el
peso
de
la
correspondencia
y
las
encomiendas. Cuando se trataba
de cosas del gobierno o de dinero,
lo acompañaban dos o tres
soldados para defenderlo de los
asaltantes que merodeaban en
esas tierras desoladas. A la
sombra de los hombres armados
se
cobijaban
también
los
comerciantes y los viajeros, lo cual
le permitía hacer amigos que
indefectiblemente
le
ofrecían
mejores destinos, ofertas que
desestimaba porque, a su parecer,
podían arrebatarle la libertad de
que gozaba en su nimio oficio de
correo.
299
El correo era un quehacer que, de
otro lado, le permitía ejercer su
otro trajín de enamorar y seducir
mujeres jóvenes con su facilidad
de palabra, de piropeador e
inventor de promesas. Según Rito,
las mujeres se rendían a sus
delirios amorosos sin mucho
esfuerzo de su parte, cosa que en
la familia se ponía en duda, puesto
que sólo se le conocía un hijo
como fruto de sus supuestos y
muy
numerosos
encuentros
sentimentales. Rito se preciaba de
hacer el amor día de por medio,
porque
no
era
cosa
de
desgastarse de una en los ajetreos
sexuales.
Cuando ya era hombre llegado a
la
madurez,
su
capacidad
seductora quedó probada (eso
creyeron sus parientes y amigos)
al asomar acompañado de tres
rubias danesas, altas y robustas,
que no se cansaban de darle
300
demostraciones de afecto. Como
sólo estuvieron en casa de sus
parientes en el día de por medio
de su actividad sexual, los
parientes no alcanzaron a verificar
si sus devaneos con las danesas
iban más allá de la visible
melosería.
Las danesas habían entrado al
país por el puerto de Maracaibo y
Rito se las encontró al comenzar
su recorrido en la frontera, cuando
venía acompañado de soldados.
Las rubias se acogieron a su
protección y le contaron que
provenían de un remoto país en
busca de Francisco el Hombre,
mítico juglar del que escucharon
unos cantos mágicos en un disco
de acetato de 78 revoluciones que
les llevara un marinero que había
parado en el puerto de Cartagena.
En prueba de su interés por dar
con Francisco el Hombre, pusieron
a funcionar su picó portátil de pilas
301
para que Rito oyera las canciones
que las embrujaron en su país de
frío. Su idea era la de encontrar a
Francisco y llevárselo a Helsinki
para que calentara con su cantar
los inviernos sin fin de sus gélidas
tierras.
Rito les hizo saber que él, nadie
menos que él, conocía a Francisco
y que lo encontrarían en alguna
parte entre las poblaciones de
Copey y Ciénaga, que hacían
parte de su recorrido. Rito no tenía
ni idea de quién era Francisco
pero sí sabía de Durán, de Zuleta,
de Morales y de otros juglares de
las sabanas del Magdalena que
llenarían
con
creces
las
expectativas de las robustas
rubias.
Ellas se prendaron de Rito, no por
su poder seductor ni por sus
piropos que las más de las veces
no entendían sino por su promesa
302
de llevarlas hasta el territorio de
los brujos del acordeón, hombres
que duraban días y noches
improvisando décimas, contando
picardías, labrando historias de
amores, contrabando y vaquería.
Después de verlo en compañía de
Gretel, Hanna y Dorothy, los
parientes y los amigos de Rito no
dudaron de sus aventuras, entre
las que figuraba el enamoramiento
y la seducción de una hija de Juan
Vicente Gómez, dictador de
Venezuela, razón por la cual Rito
no cruzaba la línea fronteriza, ya
que contra él, aseguraba, pesaba
orden de tormento y muerte por el
deshonor
causado
al
feroz
mandatario.
En la primera aldea a la que
llegaron Rito y las danesas, al
comenzar la región de los
acordeoneros,
encontraron
al
primero de ellos, delgado, de
303
facciones atractivas, con unas
negras ojeras que delataban lo
poco que acostumbraba dormir.
Las mujeres se lanzaron sobre él
gritando: “Francisco, Francisco el
Hombre”, y enseñándole el disco
de acetato de 78 revoluciones que
las había hecho emprender ese
largo viaje desde su tierra casi
polar hasta las calurosas sabanas
del río Magdalena.
El acordeonero, acostumbrado a la
efusividad de las mujeres, no dejó
de sorprenderse con la estridente
y enredada algarabía de mil
demonios de las danesas, y le
preguntó a Rito de qué se trataba
“toda esta vaina, compadre”. Las
danesas
–que
dieron
por
culminada su peregrinación por
ríos
de
aguas
abundantes,
calientes sabanas de lujuriosa
vegetación,
montañas
nunca
vistas, páramos tan gélidos como
su propia tierra, cortinas de agua
304
despeñándose
desde
altos
acantilados, jardines de orquídeas
colgando de árboles acariciados
por la bruma del amanecer–
destaparon una botella de vodka
que bebieron pasándosela entre
las tres, en medio de su ruidosa
alegría. Apenas si quedaban dos
sorbos cuando le ofrecieron la
botella al acordeonero y también a
Rito.
Para no defraudar a las mujeres,
Buitrago, el juglar, tomó el
acordeón entre sus manos e hizo
sonar las notas de un paseo
vallenato, entonando con su voz
de bohemio joven los versos de
“por el amor de Claudia/ por el
amor de Claudia/ me vo‟ a tomá un
veneno”. Las danesas quedaron
en silencio, temblorosos sus bien
formados cuerpos de valkirias, los
ojos despidiendo llamas de
emoción y aleladas por completo,
escuchando los sonidos de fuego
305
que brotaban del instrumento
musical
y las
frases
que
escapaban arrastradas de los
labios del trovador. Rito estaba
gozoso, radiante de alegría, como
si un hálito sublime marcara aquel
momento en que él, el estafeta, el
correo y viajante ocasional, unía el
mundo nórdico de mujeres rubias
con la tierra morena de hombres
quemados por el sol del trópico.
Como habría de decir después,
fue un instante de grandeza, el
más glorioso que le tocara en sus
muchos años de modesto vivir.
Luego de una noche entera de
parranda rematada al atardecer
con un sancocho de siete carnes,
Gretel y sus compañeras siguieron
detrás del juglar que iba para las
fiestas de enero en Sincelejo, en
plan de animar con sus décimas a
los manteros que enfrentan
embriagados a toros resabiados.
306
Rito, por su parte, retomó su ruta
de correo hacia Ciénaga y Santa
Marta, todavía con el olor a queso
rancio de Hanna, la de ojos grises,
a quien Gretel y Dorothy
encargaron de agradecerle a Rito,
con sus atributos de hembra
nórdica y su recién adquirida
pasión tropical, la guía eficaz que
les proporcionó en la última etapa
de su peregrinaje musical.
307
308
309
310
14. Los escarceos de
macho suelto de su
marido
311
312
14
El ciempiés de oscuro caparazón
salió de su agujero y emprendió
asustado una carrera en círculos,
mientras mujeres y niños gritaban
atemorizados. Una de ellas
permaneció de pie en el centro del
patio de tierra, esperando al
insecto, y, cuando éste se acercó,
descargó con toda la violencia
posible su menudo pie calzado
con zapatos de plataforma de
corcho. Con el ciempiés aplastado,
la reunión volvió a la calma tensa
313
que precedió a la aparición del
bicho.
Zunilda, la audaz cazadora del
ciempiés, era la menuda mujer del
grandote alemán que había
muerto
sin
testar,
dejando
expuesto el patrimonio familiar a
reclamaciones
herenciales.
Estaban allí en el patio, debajo de
un frondoso totumo, a escasos
metros de la quebrada, para oír
precisamente las pretensiones de
una mujer y su hijo que alegaban
derechos de sucesión.
Rememoraba
Zunilda
las
infidelidades del teutón con
mujeres del servicio o hijas de
jornaleros, pero no encontraba
indicios de que alguna de ellas
hubiera concebido como resultado
de los escarceos de macho suelto
de
su
marido.
Él,
había
considerado siempre esas cosas
como
derecho
de
pernada
314
concedido a las conquistas de los
europeos y, por tanto, no se las
ocultaba. Si como consecuencia
de tal ejercicio de derechos
hubiera nacido un hijo, ella, con
absoluta seguridad, lo hubiera
sabido.
Con el vigor puesto en el
aplastamiento de la sabandija,
quiso subrayar ante los intrusos
los muchos arrestos que la
asistían para defender lo que
consideraba únicamente suyo y de
sus dos hijos: la finquita de 33
hectáreas y la casa esquinera del
pueblo. Al sudoroso abogado de la
contraparte no escapó el gesto
decidido de Zunilda y resolvió
embestir con la misma fuerza para
que la pequeña mujer supiera que
la esperaba un pleito sin
concesiones.
–Señora Zunilda –le dijo con tono
de orador de plaza pública–,
315
interpondremos los recursos de
sucesión y pediremos todas las
pruebas que sean necesarias en el
Juzgado Promiscuo de la capital
provincial.
–Bien pueda, que, si están en su
derecho, encárguese de probarlo.
Yo me encargaré de negarlo –
remató la mujer.
Zuñilda los dejó ir de su propiedad
sin ofrecerles siquiera un vaso de
agua, aguantándose las ganas de
increpar a la mujer y su hijo por la
osadía al querer robarlos a ella y
los suyos.
Una duda la asaltó al recordar a
Justina, la moza que había venido
de Brotaré, morena, tosca y voz de
bajo profundo, a la que sorprendió
una noche con los zapatos en la
mano, tratando de entrar al cuarto
de herramientas donde su marido
tensaba las coyundas de un yugo.
316
Justina le dijo que ella a quien
buscaba no era al germano sino a
Benito, que le había prometido que
le pondría tachuelas a la suela del
zapato que se había desprendido
y lo necesitaba para ir a misa el
domingo. En la mañana, cuando
pasó a desayunar, pescó una
conversación entre Justina y
Esperanza, en la cual la primera,
en medio de rústicas risotadas, le
decía a la otra “y se comió todito el
cuento”.
Franz le negó cualquier relación
con aquella muchachota parecida
a las mujeres de su Baviera en
cuanto a lo corpulenta, y que a él
no lo atraían para nada. Pero
aquello de que “se tragó todito el
cuento” le había quedado sonando
como una referencia hacia ella y el
encuentro de aquella noche. Ahora
regresaba a su mente para
preguntarse si Franz, en tantas
aventuras sexuales toleradas por
317
ella, no habría dejado
vástago desconocido.
algún
En el juzgado promiscuo, la
primera prueba que solicitaba el
señor abogado de la contraparte,
era, ¡vaya el muy descarado!, el
de la legitimidad de su unión con
Franz, alegando que aquel era
luterano de nacimiento y mal podía
haber contraído nupcias por lo
católico, pues bien sabido era el
horror
que
le
tenían
los
protestantes alemanes a los ritos
de la iglesia de Roma.
Zunilda habló con un abogado
para pedirle que se hiciera cargo
del pleito y éste le pidió el 30 por
ciento del valor de los bienes en
disputa y un adelanto de 150
pesos para los gastos iniciales, lo
cual le pareció un despropósito y
otro intento de quitarle lo suyo y de
sus hijos.
318
Con la partida de matrimonio al pie
de la cual hizo que el cura dejara
constancia de que el alemán se
había convertido a la fe católica
una semana antes del matrimonio,
regresó Zunilda al juzgado para
encontrarse con que el abogadito,
¡qué atrevido!, ahora ponía en
duda la filiación de Jesús y
Zunildita.
La inmerecida ofensa le causó un
soponcio en el despacho mismo
del juez, quien, una vez que la vio
calmada, le recomendó que, para
evitar los efectos que en su salud
produjeran tales agravios, lo más
conveniente era dejar el caso en
manos de un jurista.
Ella le respondió que en manera
alguna permitiría que un abogado
se lucrara de lo que en buena ley
les correspondía a ella y sus dos
hijos, manifestándole al juez, por
escrito, para que se incorporara al
319
expediente, que ella tomaba la
representación.
El juez, que no era hombre
licenciado en leyes, aceptó con
entusiasmo la decisión de Zunilda
y le ofreció en préstamo un tratado
sobre los derechos sucesorales,
guardándose para sí la firme
promesa de ayudarle a la intrépida
mujer en todo lo que pudiera, para
vengarse así de los abogados que
lo menospreciaban por no ser
docto
en
artículos,
incisos,
parágrafos, argucias y artimañas
legales.
Zunilda se impuso como tarea de
todas las noches, después de
comer, la de leer, aprender y
asimilar el tratado. En un bloque
de papel rayado apuntaba todo lo
que a su parecer podía ser
argumento a su favor, lo mismo
que las preguntas que se le
320
ocurrían con el ánimo de que el
juez dilucidara tales interrogantes.
A los 30 días retornó adonde el
Juez con las partidas de bautismo
de
Jesús
y
Zunildita,
acompañadas de un largo y
sustentado oficio en el que le
solicitaba encarecidamente al
señor juez que consiguiera los
antecedentes de la mujer y su hijo,
pues, a su entender, lo que se
estaba configurando con la
reclamación era un intento de
estafa y defraudación. Incluía
como petición que aquellos
acreditaran, con certificación de
autoridad competente, los sitios de
residencia en los últimos 22 años,
para saber en qué lugar Franz
hubiera
podido
entrar
en
relaciones con la mujer.
Como en un rito legal, Zunilda se
dio a la tarea de acudir al juzgado
cada 30 días para revisar el
321
expediente y añadir un oficio más
a los legajos. Su empeño en leer
sobre los asuntos de sucesión
lograron perfeccionar su redacción
leguleya, al punto de que el
abogado
de
la
contraparte
comenzó a sospechar que algún
colega suyo estaba detrás de los
alegatos y pasó a gastar más
tiempo en descubrir al jurisperito
encubierto que en mover el pleito.
Para cubrir los gastos de sus
desplazamientos mensuales y
como no le era dado disponer de
los bienes inmuebles en su poder
por disposición procesal, Zunilda
se dedicó a fabricar panderos,
polvorosas y barritas de arequipe
negro que vendía en las tiendas o
en la salida de las misas
dominicales. Si no alcanzaba a
reunir suficiente dinero para el
viaje, se marchaba a pie por el
camino de Brotaré, hasta salir a
322
Río de Oro, donde hacía una
parada en casa de una pariente.
Así transcurrieron tres años
tapando todos los resquicios
legales por donde se pudiera colar
la ambición de la mujer y su hijo,
hasta que el juez dictó el acto en
el cual reconocía a Zunilda, Jesús
y Zunildita como únicos herederos
universales,
y
reconvino
al
abogado perdedor por prestarse a
una reclamación amañada que
había alargado innecesariamente
con prácticas espurias.
Esa sentencia le dejó al juez un
glorioso sabor a victoria sobre los
letrados universitarios, quienes
hacían mofa de sus precarios
conocimientos para desempeñar el
cargo de promiscuo municipal.
A su regreso al pueblo, fallo en
mano, Zunilda fue recibida en el
Alto de la Palma con voladores y
323
aguardiente,
con
el
mismo
bullicioso ceremonial reservado
para la llegada del Obispo o el
arribo de los estudiantes. La
celebración, por cuenta de sus
amigos y sus vecinos, duró desde
el jueves hasta el domingo.
324
325
326
15. El ojo de verdad lo
perdió jugando a los
dardos
327
328
15
Vicenzzo, el italiano, apareció
buscando a un pariente que lo
había invitado a América. Por toda
referencia sobre el sitio de
residencia de este primo, lo
acompañaba la mención de que la
gente se alimentaba con una
delgada preparación de maíz
llamada arepa sin sal, que podía
asimilarse a una pizza napolitana
rudimentaria.
Después
de
desembarcar
en
Barranquilla,
329
preguntando de pueblo en pueblo
por las sabanas de tierra caliente,
siempre siguiendo el curso del río
grande, se dirigió hacia las
estribaciones de la cordillera, a la
tierra de los güichos.
Al probar la arepa rellena con
queso costeño en casa del único
compatriota
que
encontró,
Vicenzzo concluyó que allí era
donde debía encontrarse el primo
la última vez que tuvo noticias
suyas, porque esa comida se le
antojó la más parecida a una pizza
con abundante queso parmesano.
Aunque
nadie,
incluido
su
compatriota, le dio razón de su
primo, decidió quedarse allí para
comenzar a construir su futuro
americano porque lo cautivaron el
sabor del café negro antes del
desayuno y la aguapanela con la
que se acompañaba la arepa por
330
la noche en la ultima comida del
día.
Nacido en una aldea costera cerca
de Nápoles, Vicenzzo tenía la piel
tostada
por
el
sol
del
Mediterráneo, y un ojo de vidrio de
color azul marino que contrastaba
con el tono pardo del otro. Había
perdido el ojo de verdad jugando a
los dardos en un puesto de la
playa con su hermano mayor, con
quien competía en todo para
demostrarle que a los 15 años era
ya tan hombre como éste a los 22.
El accidente, contaba Vicenzzo, se
produjo cuando en alegre mano a
mano empataban a 11 blancos sin
que ninguno diera muestra de
temblor en el pulso como para
quebrar la seguidilla de aciertos
sobre el círculo central del
redondel de corcho. Cada uno
estaba tan seguro de la destreza
del otro, que se situaba al pie del
331
blanco a esperar el lanzamiento,
para arrancar el dardo y hacer su
turno. La cochina suerte quiso que
el pronubo, el suave viento del sur
de la península itálica, se
convirtiera sin aviso en un infeliz
ventarrón que desvió el dardo
justo al ojo izquierdo de Vicenzzo,
vaciándolo de un golpe.
La madre rompió a llorar a la
italiana, a gritos y arrancándose el
cabello, cuando los hermanos
llegaron, el uno como víctima y el
otro como victimario, a explicar
cómo se había generado el
deplorable evento. El enfermero
que
le
hizo
las
primeras
curaciones dedicó más tiempo en
atender a la madre histérica que al
herido.
Un buen tiempo estuvo Vicenzzo
con el cuenco del ojo vacío, pero
cuando acordó el viaje para
Colombia, entre su hermano y él
332
juntaron las suficientes liras para
que en Nápoles un oftalmólogo le
pusiera la prótesis azul marina con
la cual arribó a Barranquilla. El
hermano se quedó con la
responsabilidad del mayorazgo,
que para el caso comprendía
sostener a la madre con la
recolección de aceitunas en el
escaso huerto de olivos.
El italiano, que con un solo ojo
aprendió de un tío el bello arte de
la zapatería, abrió su taller con
una máquina de trefilar en cuero,
buenas hormas y un apropiado
surtido de herramientas, cueros,
badana y suelas. Solitario en su
taller, en jornadas de 6 a 6, fabricó
delicadas zapatillas para mujer
copiadas de una revista de su país
que lo acompañó durante su
travesía marítima y terrestre. Las
señoritas del pueblo acogieron con
regocijo los modelos de calzado
de don Vicente, como comenzaron
333
a llamarlo. Y los hombres no se
quedaron atrás para entrar a lucir
los botines negros y marrones que
les hizo sobre medidas. Pronto el
italiano aprendió que allí se
necesitaba calzado fuerte, de
trabajo, por lo que desarrolló su
propio
modelo
de
cuero
consistente, suela dura, y puntera
chata y reforzada por dentro: “Si
vaco lo pisa, zapato aguanta”,
decía como propuesta de venta.
Al poco tiempo llegaron de los
pueblos vecinos a buscar su
calzado y hubo de contratar a
unas muchachas a quienes les
enseñó a cortar, trefilar y capellar.
A un joven lo adiestró en coser y
clavar suelas, con todo lo cual
pudo poner al frente del taller y su
casa de habitación un letrero
tachonado:
Fábrica
de
Calzado para
Mujer Lola.
Hombre
y
334
Lola era el nombre de la joven
menudita y morena de la cual se
había enamorado, quien vino a
saber del amor de don Vicente por
el aviso. A esa original y muy
comentada manera de dar a
conocer
sus
sentimientos
correspondió Lola con una tímida
sonrisa en la retreta del sábado.
Los amigos empujaron al italiano
para que acompañara a Lola en
las siguientes vueltas alrededor
del parque, un parque en cuesta
en el cual, en la parte alta y plana,
lindando con el atrio de la iglesia,
en un templete circular, con
barandas de cemento soportadas
por pilares tallados, se hacía la
banda.
El
templete
con
reminiscencias de parque francés
le daba un toque romántico a la
retreta, muy sentimental y propicio
para la única diversión masiva del
pueblo. El idilio quedó sellado,
335
aunque los dos no se dijeron una
palabra durante el tiempo que la
banda de Luis Antonio, el hijo de
Catalino,
interpretaba
dos
bambucos, un pasillo y un vals,
piezas
que
completaron
el
repertorio sabatino.
Al día siguiente, don Vicente se
presentó en casa de Lola, a las 7
de la noche, con una botella de
sabajón, suave licor cremoso,
combinación de leche, huevo y
brandy que él mismo preparaba.
Lo llevó como presente a los
padres de la pretendida, para
exponerles la seriedad de sus
intenciones “con tan bella y
honesta señorita”, y explicó en un
enrevesado castellano que la
solicitaba en matrimonio. Su
discurso terminó con una extraña
mezcla de proverbios que divirtió
mucho a los padres de Lola:
“Dicen que dos ojos ven más que
336
uno y tres harán engordar el
caballo”.
El italiano, para adiestrarse en el
castellano, se había comprado un
libro de proverbios y dichos
populares que utilizaba con
bastante incoherencia y falta de
contexto, con lo cual provocaba
estrepitosas carcajadas entre sus
oyentes, que no se cansaban de
repetir aquellos dislates. Con
frecuencia se escuchaba decir:
“Como dice Vicente, „Agua que no
has de beber, límpiate con ella‟ o
„El que tiene caballo que lo
atienda‟ o „Si las piedras suenan
es que el río lleva banda‟”.
A la que más acudía Vicente para
explicar su éxito como fabricante
era la de “Al ojo del amo engorda
la tienda”. Y la Fábrica de Calzado
para Hombre y Mujer Lola
engordaba que daba gusto. Ahora
337
el aviso tenía un agregado: Ventas
al por mayor y al detal.
Todos los jueves, don Vicente
llegaba hasta el Puerto de La
Gloria a despachar en barco de
vapor,
con
destino
a
Tamalameque,
El
Banco
y
Mompós, los zapatos envueltos en
papel de estraza, metidos en cajas
de cartón que Lola elaboraba
como parte de su faena hogareña.
Don Vicente, con su acento
italiano, su castellano apaleado, su
andar apresurado, se ganó a la
gente que recordaba como
ejemplarizante el hecho de haber
llegado él “con una mano atrás y
otra adelante, y ahora, velo vos,
con almacén, finca, caballo y una
linda familia”. Y el tal “vos”
contestaba: “Es que él ve los
negocios con vidrio de aumento”.
338
Entre
Ovidio,
el
zapatero
remendón, charlatán y creativo de
historias y leyendas, y don
Vicente, existía un acuerdo para
no entrar en competencia: “Yo no
remiendo, tú no fabricas. Tú
remiendas lo que yo fabrico”. Lo
cual no impedía que de vez en
cuando Ovidio hiciera para algún
campesino con buena cosecha, de
un sábado para otro, unas botas
negras de amarrar.
Ovidio tenía su propio relato de
cómo el italiano había perdido el
ojo.
-Eso fue en una pelea de cantina.
Los italianos jóvenes son muy
alborotados, buscarruidos, pero,
eso sí, gavilleros no son. En una
noche de vinos, después de haber
comido macarrones con pollo y
filetes de anchoa, don Vicente le
coqueteó a la muchacha que
atendía las mesas, una graciosa
339
morena que se las traía con el
vaivén de sus caderas. Por ahí
otro interesado en la hembra salió
a cobrar lo suyo, y se trenzaron en
una furrusca en la que puño iba y
puño venía sin contemplación. En
el agotamiento de la puñera, don
Vicente levantó los brazos para
dar
por
terminado
el
enfrentamiento, con tan perra
suerte que tumbó un garfio de
esos de colgar carne y ¡zuas!,
directo al ojo.
–El rival quedó tan arrepentido, a
pesar de no ser culpable, que
pasado un tiempo le mandó a
poner el ojo de vidrio. Don Vicente
lo escogió azul marino para que en
ese ojo quedara para siempre el
color del Mediterráneo que habría
de navegar para salir al Atlántico
en su viaje en busca de fortuna
americana.
340
–Esto lo sé –decía Ovidio– porque
la propia víctima me lo contó en
una
noche
en
que
nos
emborrachamos, cuando estaba
recién llegado y había encontrado
a quien buscaba, que no era su
pariente sino el contendor de
aquella desgraciada noche y que
no es otro que don Alberto, el otro
italiano. Ellos terminaron de
amigos y don Alberto fue quien le
dijo que se viniera para acá, que
aquí se hacía plata fácil.
Que la fabulación de Ovidio
tuviese origen en el propio don
Vicente era de no creer porque
jamás al italiano se lo había visto
embriagado, pero también era
cierto que él no desmentía la
historieta, y al otro italiano nadie
se lo preguntaba por temor a sus
iras plagadas de gritos e insultos.
341
342
16. …le sacaba a su
flauta
melodiosos
sonidos
343
344
16
A sus 15 años, Efraín le sacaba a
la flauta unos melodiosos sonidos
de música de Semana Santa,
decían los vecinos, para referirse a
la Sonata fácil de Beethoven a la
que sólo identificaban, por su
nombre y autor, Catalino y su hijo
Luis Antonio, que acumulaban
conocimientos de pentagrama e
historia de la música.
Catalino
y
Luis
Antonio
interpretaban en el Melodio –
órgano importado de Alemania por
345
el padre Heriberto, a un costo de
522 pesos con 25 centavos– los
acordes musicales de la misa
cantada y piezas de música
gregoriana que el párroco les
suministraba después de alguno
de sus escasos viajes a Santa
Marta, sede de la diócesis. La
Sonata fácil llegó a sus manos
entre uno de esos obsequios del
párroco. Presumieron que era
voluntad del cura que la tocaran
para solaz suyo, y así lo hicieron.
Su presunción fue acertada y el
padre Heriberto se dedicó a
escucharla cada vez que ellos se
presentaban para algún ensayo
del coro parroquial.
Luis Antonio, padrino de bautizo
de Efraín, le regaló la flauta
metálica y le enseñó a buscar las
notas musicales Do, Re, Mi, Fa,
Sol que permitían hacer inteligibles
los sonidos que brotaban del
instrumento cuando el muchacho
346
lo soplaba. El padrino también lo
ejercitó en las notas de la Sonata
fácil.
Cuando su madre lo enviaba por
arepas,
carne,
manteca
o
cualquier otro mandado, Efraín iba
por la calle haciendo sonar en la
flauta la pegajosa melodía del vals
Ilusión, alegre composición de su
padrino Luis Antonio y, en la
cantina los parroquianos lo
paraban para que la repitiera
completa, recompensándolo con
jalea de pata de res, a fin de
estimularlo
para
que
se
despachara con la marcha Mi
pueblo,
que
excitaba
los
sentimientos por el terruño.
Al regresar a casa, Efraín padre le
decomisaba la flauta y le daba una
larga reprimenda, aliñada con
algún fuetazo, por la demora en
volver con el encargo. Al dormirse
sus padres, con la pantorrilla aún
347
caliente del último cuerazo del día,
Efraincito escudriñaba por los
rincones de la casa hasta dar con
el escondite en el que su padre
había dejado la flauta. Papá,
dueño de una frágil memoria,
nunca recordaba si ya
había
usado aquel escondrijo, con lo
cual
facilitaba
la
rápida
recuperación del instrumento.
Hasta que un día, Efraín padre,
acosado por la idea de ser
impotente ante la demostrada
capacidad del muchacho para
encontrar la flauta, así la ocultara
en recovecos que inventaba
laboriosamente, tomó la decisión
de hacerla desaparecer para
siempre, arrojándola en el Pozo de
La Llave, detrás del matadero
municipal. El hado musical que
protegía a Efraín quiso que el acto
desesperado del padre fuera
presenciado por Atilano, uno de
los asiduos de la cantina, quien le
348
comunicó al muchacho lo que
acababa de ver.
Repetidamente, el adolescente se
hundió desnudo en el pozo hasta
encontrar en el fondo su más
preciado bien. Lo lavó para sacarle
la arena, lo sacudió para secarlo, y
con la ayuda de su padrino le
proporcionó todos los cuidados
que le devolvieran los delicados
sonidos
que
fascinaban
su
espíritu.
La continuidad de los castigos, la
exasperación del padre, las
reflexiones del padrino, llevaron a
Efraincito a dejar la flauta en
reposo en uno de los recovecos
más usados por su progenitor,
mientras se le ocurría cómo seguir
con su afición sin ser víctima de
los
correazos
aplicados
coléricamente con el cinturón de
cuero crudo.
349
Las vocaciones son un mundo de
inclinaciones,
insospechadas
intenciones,
aspiraciones,
posibilidades, expectativas de vida
sobre las que cualquiera se siente
con derecho de opinar, pensando,
con razón o sin ella, que está
orientando al interesado. Efraín
cerró sus oídos y su pensamiento
a
los
consejos,
juicios,
exhortaciones,
admoniciones,
amonestaciones, y a cuantas
advertencias le fueran hechas por
sus padres y amigos de la familia,
excepto a las recomendaciones de
su padrino, que lo instaba al
aprovechamiento de su innato
talento musical. Así paró en la
conclusión de que la música era lo
suyo, y que él, después de todo, lo
que quería era expresarse,
comunicarse,
a
través
de
melodías, fanfarrias, preludios y
350
distintas formas musicales, como
también de diversos instrumentos.
El día llegó en que juntó su ropa y
su flauta, y con sus únicos
zapatos, que eran los que tenía
puestos, atravesó el pueblo, y
cogió el camino de La Mata, en la
inmensidad de la noche, hasta
Pelaya. Se encontró a la orilla del
río, y el capitán de una lancha lo
aceptó a bordo para que
mantuviera abastecido el tanque
de diesel.
En la parada de El Banco se bajó
al considerar que ya estaba
suficiente lejos de casa. Por la
tardecita, recorrió la calle de
cantinas y prostíbulo. Paró en una,
donde un clarinete arrojaba un
lento paseo sabanero que se le
pegó al oído.
Siguió su camino haciéndole
cantar a su flauta la cadenciosa
351
melodía recién aprendida, cuando
un hombre, que apenas le llevaría
10 años, lo paró y le preguntó
quién era, de dónde venía y cómo
sabía esa canción que apenas
estaban ensayando con los
músicos de su banda para
estrenarla en las fiestas cercanas.
Se sumó a la orquesta agradecido
porque José, el compositor y
director, le ofreció casa y comida,
y además lo presentó ante el resto
de integrantes del grupo como un
pelao con mucho oído, que de
una, con sólo oírla una vez, se
había aprendido la pieza del
estreno. En ese momento Efaim
ignoraba que su benefactor, a los
veintipico de años, ya tenía a su
nombre 50 composiciones de
música popular.
El padre, que tenía la autoridad
paterna
como
un
derecho
indelegable,
se
comunicó
352
telegráficamente con toda la red
de notarios a lo largo del río,
cubriendo desde Barrancabermeja
hasta
Barranquilla,
con
la
descripción física del joven
flautista, su nombre y apellidos,
con la petición de que lo
informaran de inmediato si algo
sabían.
Y la casualidad, que es imprevista
delatora, quiso que el secretario
de la notaría se fuera de parranda
al club en el que se presentaba la
banda de José, y al día siguiente,
para aliviar la hosquedad de su
jefe, le contó del virtuosismo del
flautista, dándole detalles de su
estatura,
su
apariencia
de
forastero y sus rasgos de
adolescente.
El telegrama que reportaba el
hallazgo del perdido lo respondió
el padre haciendo presencia a los
tres días de recibirlo. Acompañado
353
del único policía del puerto, se
presentó en la casa de José para
exigirle al hijo que lo acompañara
de regreso al pueblo, como en
efecto hubo de hacerlo cuando el
inspector de policía le manifestó
que la renuencia a obedecerle al
padre sería castigada con su envío
a una correccional de menores
porque todavía le faltaban tres
años para echarse los pantalones
largos.
En la noche, aprovechando la
pernoctada de la lancha en
Mantequera, el flautista tomó
camino hacia Santa Marta, donde
en un mes se presentaría José
con sus músicos, de manera que
allí podría reencontrarse con los
compañeros de porros, cumbia,
vallenatos y bullerengue. Se jugó
esa carta previendo que los
notarios más próximos a la Costa
serían menos solidarios con su
padre. Fue un largo camino, en el
354
que, para sobrevivir, se sumaba a
cuanta
parranda
encontraba,
abriendo puertas con su flauta,
apoyo muy apreciado en cuanto
los aires por interpretar eran
bailables.
En Fundación tropezó con Rafael,
que venía de Cartagena de
participar en un concierto sinfónico
en honor del Presidente de la
república.
Contreras
había
completado su virtuosismo musical
en el Conservatorio Nacional, con
una beca de 15 mil pesos
mensuales que le adjudicó el
municipio,
y
los
recibió
puntualmente porque su amigo
Alejandro cuidó durante cuatro
años para que el giro se hiciera sin
interrupciones.
A Rafael, la música le producía un
feliz arrobamiento, y, además de
interpretarla, lo que más le
gustaba era enseñarla. Al saber
355
que los unía el paisanaje y la
arepa sin sal, pues eran de la
misma provincia, se gastó dos
días
en
perfeccionarle
la
interpretación de la flauta, instruirle
en los secretos del clarinete y
afinarle los conocimientos de
solfeo.
Efraín no había conocido a nadie
que se comprometiera con tal
intensidad en la docencia musical.
Se dejó envolver en el entusiasmo
del maestro, se apropió de sus
enseñanzas con vivo placer, y en
el arrebato del aprendizaje, a los
18 años, se juró a sí mismo que
nada ni nadie le frustraría en su
deleite de ser músico de profesión.
Antes de despedirse, el maestro le
regaló la partitura original de
Mañana del trópico, composición
suya
escrita
para
flauta,
instrumento en el cual se había
iniciado a los 4 años, y un
356
concierto para dos clarinetes que
había compuesto para que lo
interpretara en su graduación un
compañero del Conservatorio.
En
Ciénaga,
Efraín
asistió
maravillado a la fiesta musical de
todos los días, que se prendía por
cualquier
motivo.
En
un
santiamén, una sala, una calle, un
parque, la tienda de la esquina, la
cantina de la cuadra, se convertían
en territorios donde rivalizaban
conjuntos
improvisados
que
parecían haber tocado siempre.
Como en todos los lugares de la
costa atlántica donde se da una
alegre y afortunada mezcla racial a
la que se suma la mítica influencia
del mar Caribe, el aire vibra con
auténtico
fervor
creativo,
incrementada su pasión musical,
probablemente porque muchos de
sus hijos viajaron a Europa en los
barcos bananeros para regresar
con instrumentos y partituras.
357
En esa ciudad sonora de calles
polvorientas, donde la alegría
presidía toda actividad, Efraín se
llenó de ritmos musicales que se
grabaron en el hemisferio musical
de su cerebro. Compartió espacio
con Buitrago, Ropaín, Fontanilla,
Mazzilli, Lara, más un aristocrático
compositor cartagenero que se
financiaba fabricando jabones. El
joven músico se atrevió a
complementar la Banda Armonía
de
Ciénaga, que abría su
repertorio con La piña madura
compitiendo con la Armonía de
Córdoba, para picar el orgullo de
la segunda banda de la ciudad,
pues el autor de aquella pieza era
Eulalio, fundador de esta última.
Al pasar por Ciénaga se hacía
indispensable rememorar, entre
tanta sonoridad, compositores y
bailarines, la Masacre de las
Bananeras, de la que habían
358
pasado pocos años. De toda la
pléyade
de
cantantes,
instrumentistas y compositores
cienagueros
en
que
quedó
inmerso como uno más, Efraín
admiró a Guillermo Buitrago por su
febril actividad para recolectar
aires de la región, y su memoria
sin límites para almacenar música
y letra de canciones, recogida en
las
peores
condiciones
de
embriaguez.
Aquel
joven
Buitrago
que
derrochaba su vida entre la música
y el licor estaba embebido en el
cometido de dar a conocer a
través del radio, con afán
mesiánico, la producción melódica
de las sabanas del Magdalena.
Por meses se perdía por pueblos,
caseríos, fincas y haciendas, para
realizar la cosecha de canciones
inéditas en inacabables borrascas
de ron y güisqui.
359
Después las difundía por el mismo
medio radial y en las mismas
borrascosas condiciones de la
siega, en el puerto sobre el río
Magadelan y cerca al mar que
cariñosamente había bautizado La
Arenosa.
Muchas
de
esas
canciones quedaron como suyas,
no porque él así lo quisiera sino
porque a su muerte las empresas
prensadoras
de
discos
las
atribuyeron a quien primero las
incluyó en un acetato. Canciones
suyas como El ron de vinola se
volvieron iconos bailables de las
fiestas de fin de año, sin que la
gente que fiestea con su ritmo
sepa algo de la vida apasionada
de Buitrago, quien falleciera en
olor de música y ron a los 33 años.
En la Emisora Ecos de Córdoba,
Efraín se presentaba como
guitarrista para acompañar a La
Incógnita Cienaguera, nombre
artístico de una damita cuyos
360
padres le tenían prohibido cantar
en público porque consideraban
que esa actividad era profesión de
bohemios, pa’na sirves, gente sin
altura y en manera alguna
apropiada para una mujer. De esa
drástica posición no lograba
alejarlos el hecho conocidísimo de
que seis jovencitas más de la
ciudad cantaban profesionalmente,
y que por lo menos cuatro
figuraban en el abigarrado grupo
de compositores.
Al conocer los padres de la joven
quién era el alcahueta, como ellos
lo llamaron, llovió sobre el
adolescente
toda
clase
de
acusaciones, y se desató sobre él
una interminable persecución que
lo obligó a trasladarse por un
tiempo a Santa Marta, temeroso
de que acudieran a su padre,
quien, pese a que habían
transcurrido dos años desde su
fuga en Mantequera, continuaba
361
enviando cartas a las autoridades,
como había tenido a bien contarle
el personero, discípulo suyo en
flauta y cornetín.
En Santa Marta tropezó otra vez
con José, quien lo invitó a una
correría por ciudades y pueblos
costaneros, lo cual le pereció muy
oportuno, pues así pondría más
tierra de por medio entre él y sus
poderosos
malquerientes.
En
Barranquilla se juntaron con
Buitrago y Abel Antonio, trovador y
poeta, y entre los cuatro, de
parranda en parranda, celebraron
la pícara historia de la muerte de
Abel Antonio. Buitrago la difundió
por
la
radio
con
el
acompañamiento instrumental de
ellos, y pronto se convirtió en una
de las canciones más escuchadas.
En San Pelayo, Efraín encontró las
raíces del porro, ritmo que le
fascinaba
por
la
alegría
362
desbordante, la instrumentación
de viento y percusión, y por lo bien
que sonaban en flauta y flautín. En
Sincelejo abordó la arena de la
carraleja con una manta roja que
tomó prestada de las manos de un
mantero moribundo. A la primera
embestida del inmenso toro cebú,
sintió un vacío enorme en el
estómago,
acompañado
de
imperiosas ganas de correr. Las
piernas no le respondieron y
quedó
sembrado
en
tierra,
esperando el topetazo infernal de
la bestia que pasó a su lado y
siguió su camino detrás de otros
hombres que corrían para ponerse
a salvo de la mole de carne que
los perseguía, asustada con la
gritería de borrachos que bajaba
de la gradería de troncos y tablas.
Cuando regresó adonde sus
amigos,
éstos
le
contaron
admirados que él había guiado al
toro lejos de su cuerpo con la
363
manta, que terminó envolviendo su
cuerpo en un emocionante pase
de gracia nunca vista. Del palco de
los ganaderos lo mandaron llamar
para ofrecerle güiski y entregarle
50 pesos de premio por su valor
para
recibir
el
toro.
Las
muchachas alabaron sus cuidadas
maneras, sin fijarse mucho en su
ropa ajada, y preguntaron por su
oficio.
–Soy músico –dijo, esgrimiendo la
flauta
para
llamar
a
sus
compañeros. A partir de aquel
momento, comenzó una parranda
de una semana de mano de los
ricos ganaderos, quienes los
acogieron como la banda favorita
para animar las tardes de
carraleja, y las noches de
fandango,
cumbia,
porro
y
vallenato.
José
y
canciones
Efraín
que
estrenaron
Buitrago
364
memorizaba de inmediato, con
una rara virtud que estaba a salvo
de las lagunas de su dipsomanía,
para ir cantándolas de noche y de
día en cualquier sitio donde la
fiesta estuviera prendida con el
güiski.
Obnubilado por la admiración que
despertaba su música, seducido
por el exquisito olor de la
perfumería francesa que usaban
las esposas y las hijas de los
ganaderos,
vivió
ocho
días
embriagado con el único güiski
que le dieron para celebrar su
inconsciente manteada al cebú
que, según decían, dejó dos
muertos y tres decenas de heridos
en la hora larga que estuvo en el
cuadrado de la carraleja.
En medio de los festejos se le
presentó un torero español de
nombre Julio Lastra, apodado El
Trijueque, quien vino para “hacer
365
la América”, atraído por la noticia
de la inauguración de una bella
plaza de toros en Bogotá, llamada
La Santamaría. El Trijueque se
encontró con que por esa plaza
habían
pasado
renombradas
figuras de la torería, y, acatando el
consejo del sabio taurino Eduardo
de
Vengoechea,
optó
por
asomarse a las fiestas de pueblo
en las que recibía más revolcones
que dinero. Una cosa eran los
negros y nobles toros de lidia de
su Gijón, y otra muy distinta los
fieros cebúes a los que la mancha
negra que les resbalaba del
morrillo daba la apariencia de
salvajes bisontes.
El Trijueque se ofreció para
enseñarle a Efraín el arte de
Cúchares, para el cual parecía
tener un talento natural, además
de proponerle la venta de un
capote raído, una muleta de un
rojo más desvaído que la imagen
366
de su dueño, un traje corto o
campero y el juego de estoques, el
de matar y el de descabello, restos
de los avíos toreros con los cuales
llegó pensando en ganar buen
dinero. El traje de luces quedó
empeñado en una prendería de
Bogotá para poder pagar el
alojamiento.
El Trijueque, obsesionado por
regresar a su país, con el dinero
que obtuviera por sus servicios y
la venta de los sus utensilios
esperaba completar los mil pesos
que le costaba el pasaje en un
buque de carga. Un ganadero le
dio a El Trijueque la plata que
pedía y lo puso a disposición de
Efraín. En ocho días lo adiestró en
los pases con capote y muleta, en
cómo entrar a matar, y le enseñó
los pasos de bailarín para hacer el
paseíllo y saludar al respetable.
367
Enfundado en el traje corto, Efraín
se enfrentó a su segundo cebú en
Tolú, en una corraleja golpeada
por el viento del mar que
levantaba el capote, destapaba el
cuerpo del novato y lanzaba
oleadas de arena sobre un rostro
que escasamente empezaba a
curtirse
con
los
soles
endemoniados del litoral caribe.
Sólo su talento nato le permitió
salir con apenas unos cuantos
moretones, en medio de los
aplausos, antes que los manteros
se tiraran a la arena a recibir su
dosis de golpes, cornadas y
sangre.
Dispuesto a sumar kilómetros y
kilómetros entre él y su padre, el
músico-novillero
continuó
su
correría taurina por Sampués,
Sahagún, Planeta Rica, hasta
llegar a la población de Sucre,
donde Ángel Casij, adolescente
como él, le dio cien y una razones
368
para que dejara el embeleco del
toreo, y regresar a la flauta y el
flautín, al porro, el bolero, el
bambuco, el vallenato y la cumbia.
–¡Hombe! –le dijo Ángel–, tú eres
músico, tienes oído, memoria
musical; conoces esa vaina del
pentagrama, y, como si fuera
poco, te acompaña la vena de
poeta para hacer versos. Deja los
toros antes que uno te hunda el
cuerno en el escroto y te prive de
engendrar hijos.
Ante tan razonables argumentos y
estimando que ya habría pasado
el rencor hacia él, regresó a
Ciénaga.
La
ciudad,
de
arquitectura afrancesada en la que
se destaca la estrella de ocho
puntas de la Plaza Centenario,
parecía ser el origen de todos los
ritmos caribes, y allí se quedó
Efraín, tomando plaza en la Banda
Armonía
de
Córdoba,
369
incorporándose de tal manera en
la población, que 60 años después
sería incluido en una historia de la
música como compositor nativo de
Ciénaga.
370
17. El doctor Ibarra, un
negro
grande
y
bonachón
371
372
17
El doctor Ibarra, un negro grande y
bonachón, atendía en consultorio y
a
domicilio,
entre
semana,
domingos y feriados, sin importar
la hora o la distancia. “Médico de
la Escuela Nacional de Medicina”
decía la placa a la entrada de la
sala de consulta, donde cobraba
honorarios según la supuesta
pobreza o riqueza de la persona.
Su idea de la tarifa profesional se
373
regía por el concepto de que cada
quien paga según puede, y, si no
tiene con qué, también se le
atiende.
Les dedicaba a sus pacientes el
tiempo que fuera necesario para
que le contaran sus dolencias y en
ocasiones (casi siempre) los
dejaba entrar en confidencias,
esas pequeñas revelaciones que
surgen de rencores chiquitos, de
amores grandes, de peleas de
parejas bien o mal avenidas, todo
lo cual le servía al médico para
formarse una idea sobre la vida
del aquejado para llegar a un
diagnóstico, después de los tactos
y la aplicación del estetoscopio, en
el
que
combinaba
sus
conocimientos médicos con una
psicología intuitiva. Poco se
equivocaba en la mezcla de la
enfermedad
con
la
psique.
Aseguraba
que su
práctica
provenía de la medicina que
374
sabios árabes aplicaron 1.300
años antes, en Persia. Los
musulmanes, con una mezcla de
filosofía aristotélica y enseñanzas
del Corán, algo de budismo,
conocimientos de yerbas y frutas
secas, fundaron el primer hospital
y la primera escuela de medicina,
en la que para lograr el título de
médico
se
requerían
conocimientos profundos de la
filosofía de Aristóteles y recitar sin
un parpadeo las azoras más
importantes del libro sagrado.
Quien no llenara tal estipulación
no pasaba de la etapa de aprendiz
y jamás podía aspirar a ser
reconocido como médico por
mucho que supiera de curaciones.
“Esa era una sabia concepción de
la medicina porque el cuerpo es el
castillo donde se alojan la mente y
el alma, que son la esencia de la
vida”, explicaba el doctor Ibarra a
su amigo el boticario.
375
Esa explicación le dio al droguero
la pauta para entender por qué
Ibarra se esforzaba por extraer del
paciente una historia detallada del
oficio, las enfermedades sufridas
desde la niñez y las dolencias en
las zonas del cuerpo que alojan
órganos vitales. Comprendió su
afán de tocar los brazos, las
piernas y los costados del
aquejado
en
busca
de
protuberancias e hinchazones que
delataran males anteriores o por
venir. Hizo claridad sobre esa
manía del médico de charlar con
sus pacientes como si fuera cura
confesor, y que era la manera de
conseguir referencias sobre las
preocupaciones,
complejos
y
rutinas de quien ponía en sus
manos las posibilidades de
curación.
Cuando se graduó en la Escuela
Nacional de Medicina, el doctor
Ibarra estableció su consultorio en
376
la capital del país con el
pensamiento puesto en ganarse
un prestigio en el campo de la
medicina general. No contaba con
que aquella sociedad todavía no
estaba preparada para recibir
recetas de un negro, a quien a lo
sumo podían aceptar como brujo o
rezandero.
De rechazo en rechazo, el doctor
Ibarra encontró que en los pueblos
y en el campo sus conocimientos
científicos
servían
sin
inconvenientes de color. Guiado
por la prudencia de sus ancestros
y determinado a ejercer la
medicina, se impuso la profesión
como un apostolado social. Le
gustaba entender a la gente. “De
ella aprendo más que lo que me
enseñaron en la facultad”, solía
decirles a sus amigos para
explicar las largas sesiones en que
se embarcaba con ancianos
desolados, campesinos tímidos y
377
señoras
rozagantes
pero
afectadas por toda suerte de
dolencias. Las jovencitas pasaban
por su consultorio con cierta
brevedad, pues prefería atenderlas
a domicilio, en presencia de la
madre, para “evitar habladurías”.
Los sábados, la banca de madera,
en la mínima salita de espera del
consultorio quedaba con su cupo
completo, que se rotaba hora tras
hora con los campesinos que
venían a buscar su ayuda médica.
Algunos,
equivocadamente,
querían que los atendiera de dolor
de muela y él los remitía donde
Abimael, dentista empírico que
solucionaba el problema con la
extracción de la pieza.
A cada quien le entregaba la
receta con membrete, con el
nombre del medicamento o las
indicaciones precisas para que
Bernabé, el boticario, le preparara
378
la poción que les devolvería la
salud. Don Bernabé, boticario
esmerado y solemne, tomaba con
calculada parsimonia los frascos
de la estantería y se metía a la
trastienda para mezclar los
elementos
señalados
en
la
fórmula.
Los
labriegos
seguían
los
reposados movimientos de Don
Bernabé con temor reverencial,
como si cada uno de ellos hiciera
parte de un rito brujo que
contribuiría a su sanación. El
boticario, que, como el médico,
tendía a meterse en la mente de la
gente, demoraba unas recetas
más que las otras, con el propósito
de que el enfermo pensara que, en
su caso, la preparación del
menjurje
era
necesariamente
dispendiosa para que resultara
efectiva.
379
Por eso entregaba de inmediato
las preparaciones con bicarbonato
para desalojar los gases y mejorar
la digestión, con un vaso de agua
a medio llenar de modo que
ingirieran en su presencia la
primera dosis, sin faltar su
recomendación: “Ve, vos lo que
estás es aventado por comer con
mucha manteca, a las carreras, o
porque te llenates de fríjoles con
tocino. La otra papeleta la tomás
esta noche y ya te mejorás. Otros
remedios demoraban entre tres y
cuatro horas para que les pusieran
fe. Los empacaba en frasquitos
con tapón de corcho y una
etiqueta pegada con goma arábiga
en la que apuntaba el nombre, la
dosificación y la forma de ingerirla.
El doctor Ibarra y don Bernabé,
cada que podían, adelantaban
largas
charlas
de
carácter
científico sobre cómo aprovechar
ciertas yerbas medicinales como el
380
llantén, la hierbabuena, la ortiga o
corteza de quina, hojas de laurel,
cebolla, cilantro, perejil y otras
variedades
vegetales
para
elaborar remedios con el fin de
curar las enfermedades que con
más frecuencia presentaban los
pacientes. Los dos mantenían una
frecuente correspondencia con
farmaceutas y médicos sobre el
tema de medicina natural. Para
ellos, esa exploración revertía en
una forma de proporcionarles a
sus enfermos unos medicamentos
que estuvieran al alcance de las
menguadas
capacidades
económicas que primaban en los
habitantes de la región.
Por eso, el día en que apareció en
el pueblo un supuesto médico que
diagnosticaba haciendo hervir en
una probeta los orines de
hombres, mujeres y niños, ellos, el
doctor Ibarra y don Bernabé,
recibieron como una ofensa la
381
oleada de enfermos que pasaba
por la pensión en busca de la cura
mágica del tal „doctor‟, que tenía
un verbo hechicero, y, a través de
los orines burbujeantes al calor del
mechero de aceite, describía las
enfermedades del atendido, de
sus padres y hermanos, con tal
exactitud que a muchos les venían
a la memoria los males olvidados
o las amarguras pasadas con el
sufrimiento de algún pariente. La
gente,
maravillada
con
la
capacidad del „doctor‟ para leer los
orines,
se
curaba
con
extraordinaria rapidez. Eso ni el
médico Ibarra ni el boticario don
Bernabé podían negarlo, por más
que quisieran.
La magia del brujo se quebró
cuando en la pensión se presentó
su mujer, que no era otra que la
misma de peluca amonada que
había estado dos meses antes en
la pensión, averiguando con
382
Rosmira, Eduviges, Eunice, Chele
y otras mujeres sobre las familias
del pueblo y sus enfermedades.
–Así que ese es el secreto para
leer los orines, concluyó Eduviges
y divulgó su revelación como
desquite por la afrenta de que
había sido objeto, pues en su
oportunidad le brindó a la mujer
del „doctor‟, con generosidad y sin
prudencia,
lo
mucho
que
recordaba de enfermedades de las
familias de la población. El tegua
increpó a su mujer por insensata al
dejarse reconocer. Y al día
siguiente se fueron en la chiva del
mono Lazcano.
La mayoría de los enfermos
supuestamente curados volvieron
adonde el doctor Ibarra y don
Bernabé, perdida la fe en el
fraudulento „médico‟. El médico
Ibarra , contrario al tegua Pinillos,
llegó al pueblo no para lucrarse de
383
los enfermos sino enviado por las
autoridades de sanidad cuando se
presentó una pavorosa epidemia
de viruela. Dos soldados llegaron
enfermos al pueblo, y el contagio
fue tan rápido que, cuando se
dieron cuenta, ya centenares de
personas mostraban los síntomas
de la epidemia, en especial los
niños. Aquello fue desolador por
las muertes incontables y además
por las escenas terribles de
enfermos acostados en hojas de
plátano, en busca de algún fresco
en
las
partes
traseras
atormentadas por las llagas
purulentas.
El médico negro se dedicó con
pasión inverosímil a evitar la
muerte
de
sus
enfermos,
recetando
los
pocos
medicamentos que le habían
suministrado. Cuando éstos se
terminaron, acudió al vademécum
para encontrar menjurjes que
384
sirvieran para combatir el mal. El
boticario
no
daba
abasto
preparando los medicamentos
indicados para el caso.
Muchas veces, Ibarra debió enviar
personas en mula a comprar
ingredientes en los pueblos
vecinos,
como
también
a
mendigarlos. Los centros de
donde podía llegar ayuda estaban
muy distantes, y la población no
gozaba de mucha simpatía política
entre los funcionarios que debían
disponerla. Fue así como el
médico y Bernabé dominaron la
epidemia, ganando el calificativo
de “epónimos hijos de Hipócrates”,
como los llamó Santos en la nota
de estilo con que la Alcaldía
agradeció
sus
desvelados
servicios.
Hubo un momento en que la
credibilidad del médico quedó
expuesta y vulnerable. En medio
385
de una representación teatral, con
el salón atiborrado, al doctor lo
atacó una repentina indigestión.
Sin tiempo para encontrar una
letrina, el doctor echó mano de un
frasco de boca ancha y detrás de
una puerta evacuó su tormento,
sin poder impedir que algo del
fétido olor llegara hasta los
asistentes. El recuerdo de este
incidente perduró en la memoria
de la gente, que no se explicaba
cómo a un docto como él pudo
traicionarlo el estómago en tan
pública situación.
Al día siguiente, el doctor, sin dar
muestras de aflicción o vergüenza,
presentó sus disculpas a todas las
personas con las que tropezó y
aun con las pocas que acudieron
al consultorio.
“Esto
de
las
traicioneras
enfermedades intestinales –les
decía– también asalta al médico y
386
lo dejan a uno entre aburrido y
apendejado. ¡Hay que ver lo mal
que
lo
pone
a
uno
el
desmejoramiento del estómago!”.
Durante una semana tomó los
bebedizos de yerbas que le
preparaba don Bernabé, para
tonificar el resentido aparato
digestivo e hidratarse.
Güicho, con inocencia de niño, le
preguntó a la señora Victoria, su
madre: –Mamá, ¿los médicos
también se enferman?
–Sí, hijo, porque son tan seres
humanos como tú y como yo.
–No sería que comió mocos,
porque la maestra dice que
cuando uno come mocos se le
revuelve el estómago.
–¡Que no hijo, que el doctor no
come porquerías!
387
–¿Y entonces
enferma?
por
qué
se
Doña Victoria, como no encontró
respuesta, le dijo: –Mejor andá a
jugar con el Negro.
Al doctor Ibarra nadie le decía
negro, como en cambio sí me lo
decían a mí, tal vez porque el
epíteto, dirigido a él, sonaba a
insulto, mientras que si se dirigía a
mí tenía un evidente sesgo de
cariño.
388
18.
El
primero
santiguarse
fue
telegrafista
en
el
389
390
18
Cuando llegó el telegrama con el
nombramiento de Arnoldo como
alcalde municipal, el primero en
santiguarse fue el telegrafista,
quien de puerta en puerta comunicó
la nueva a todo el que pudo, antes
que el interesado la supiera. El
perito de las comunicaciones
convivía con una frustrada vocación
de periodista. Cada que el telégrafo
391
traía una buena o mala nueva,
alborotaba
a
los
lugareños
haciéndola saber, sin importarle el
juramento de confidencialidad que
había prestado al posesionarse del
cargo. Se llamaba Víctor, por lo
cual, cuando al pueblo llegó la
radio, lo rebautizaron como la Voz
de la Víctor, nombre de una
emisora de Bogotá. Aquel apodo lo
hizo sentir un punto más arriba en
su oficio.
Muchos también se santiguaron
con la noticia que les trajo el
telegrafista y exclamaron: “¡Qué
barbaridad!”, porque a nadie le
cabía en la cabeza que aquel al
que le ponían la suya para que les
cortara el pelo se convirtiera en
máxima autoridad del municipio.
Muy pronto, Arnoldo mostró que, si
bien no tenía estudios suficientes,
sí contaba con la malicia y la
honestidad
necesarias
para
392
desempeñarse en el cargo, de lo
cual dio prueba cuando Remigio se
presentó
al
despacho
para
notificarse de una sanción y lo hizo
gallina en mano, como tributo
voluntario para amenguar la pena.
Arnoldo lo miró sin sorpresa y le
dijo: –A mí no me traiga gallina
viva,
que
no
sé
matarla,
desplumarla ni cocinarla. Vuélvase
para la finca y guísela bien
sabrosa.
A la vuelta de Remigio con el ave
preparada, Arnoldo lo miró como si
fuera un cliente que llegaba a
cortarse el pelo y señalando el
escritorio del secretario le ordenó:
–¡Siéntese ahí!
–¿Y ahora, qué hago?, preguntó
Remigio, sin entender un pito de lo
que pasaba.
393
–Ahora,
¡cómase
la
gallina
enterita, con yuca y plátano!
Cuando Remigio terminó el
obligado almuerzo, Arnoldo le
pidió a Santos que, como
secretario, diera lectura a la
resolución en que le imponía como
pena aportar cinco carretilladas de
piedra redonda de río y correr con
el salario del encargado de
empedrar las calles.
De la flaqueza de conocimientos
vino a dar cuenta Arnoldo en la
primera visita del Gobernador,
cuando, tratando con éste el tema
del presupuesto y su mucha
ignorancia en el asunto, le dijo:
–Señor gobernador, eso del
presupuesto, las partidas, las
apropiaciones y los peculados
pende sobre mí como la espada
de Aristóteles.
394
El
gobernador
lo
corrigió,
diciéndole con murmullo apenas
audible y caballerosa discreción: –
La espada de Damocles, querido
alcalde. Y Arnoldo desplegó su
habilidad campesina para salir del
paso y le contestó: –Es que como
todos esos griegos usaban
espada, igual da la de Aristóteles o
la de Damocles.
En la noche, achispado por los
güisquis, Arnoldo le agradeció al
Gobernador la discreta corrección,
lo mismo que el tratamiento de
“don” que le daba y al que no
estaba acostumbrado porque creía
que no le tocaba, como sí
correspondía, por ejemplo, a don
Enrique.
–Yo, le dijo, soy de cuna más baja
que modesta, de oficio apenas
peluquero, y a pulso, porque fue
con la tijera y la barbera como
gané para comprar casa en el
395
parque del pueblo, y si a usted le
dieron mi nombre para que me
pusiera de alcalde, seguramente
fue para reírse de usted y de mí.
Pero vea lo que son las cosas: con
la obligación de gobierno que
usted me dio y la ayuda de
Santos, conseguí eso que el
maestro llama ponderación y
pertinencia. Ahora que si después
de descargar mi conciencia con
esta confesión, usted me saca de
la Alcaldía, solo podré quedarle
agradecido por quitarme de
encima la tal espadita esa de los
griegos.
Para pasmo de Arnoldo, el
Gobernador le informó que quien
lo había recomendado para
máxima
autoridad
de
sus
conciudadanos había sido don
Enrique, cuya seriedad estaba
libre de toda sospecha. –A lo
mejor su ponderación y pertinencia
ya las conocía don Enrique de
396
tanto poner la cabeza en sus
manos para la peluqueada, le dijo.
La metida de pata de Arnoldo fue
motivo de guasa durante un buen
tiempo, así la mayoría no se
explicara por qué razón el
Gobernador lo sostenía en el
cargo, lo cual era muy claro para
el maestro y para Santos,
conocedores de la conversación
de las dos autoridades.
Arnoldo se anotó el punto más alto
de su Alcaldía cuando llamó a
relación al turco Chaine, vendedor
al debe de piezas floreadas para
trajes de mujer, metros de dril para
pantalones de hombre, que
cargaba al hombro; peinetas,
navajas y toda suerte de
perendengues que ofrecía de
puerta en puerta, en el pueblo y en
el campo. Recibía pedidos de
bacinillas, poncheras, jarros y
mercancías varias, siempre que no
397
fueran muy grandes. Fiaba sin
condición distinta de que el deudor
viviera en el mismo sitio desde
muchos años atrás, y pasaba a
cobrar religiosamente el primer
viernes de cada mes, “cuando el
Santísimo está expuesto, para que
a nadie se le ocurra negar el
pago”.
Para el comercio local, la venta al
fiado resultó mortal, por lo cual los
comerciantes acudieron al Alcalde
para quejarse de tal práctica por
parte de un extranjero que ni
siquiera residía en el municipio
sino que venía de la capital
provincial.
Arnoldo, que algo sabía de libertad
de comercio, citó al turco a su
despacho y, sentado en una
esquina de su escritorio, mirando
para el reverbero donde se hacía
el café tinto, comenzó la
conversación.
398
–¿Viene de Ocaña?
–Sí.
–¿Y qué tal por allá las ventas?
–Pues… ¡muy bien!
El turco Chaine frunció el ceño y
miró al Alcalde con ojos de
interrogación.
–¿Y aquí, cómo le va?
–También… ¡muy bien!
–De eso quiero hablarle… Los
comerciantes se quejan de que
usted les quita las ventas.
–Yo no…
–Vea, turco: a mí tiene que
decirme la verdad.
399
–Yo no soy turco; soy libanés,
cristiano maronita, que es como
ser católico.
–Su pasaporte es de los turcos.
–Es que los turcos tienen invadido
mi país, pero yo soy de Líbano.
–Le agradezco la aclaración, pero
¿les quita o no les quita las
ventas?
–Yo vendo barato y a crédito, ellos
de contado y caro. Los muy
arrastrados quieren que usted me
saque…
–Bueno, turco, perdón, señor
libanés, no se incomode, que cada
quien ve por lo suyo.
Chaine les echó una mirada a sus
driles y sedas, los ordenó un poco,
sacó un estuchito de paño del cual
400
extrajo una peinilla y se la pasó
por el pelo.
–¡Caray, con la gente!
El libanés levantó la cabeza y
clavó sus ojos en el Alcalde.
–¿Cuánto pagan de impuesto los
quejosos?
–No, ellos no pagan.
Arnoldo pescó el tema de los
impuestos propuesto por Chaine
como una ladina sugerencia. Vio la
posibilidad de quedar bien con sus
amigos comerciantes, respetar el
libre comercio y obtener alguna
ganancia para el pueblo.
–Vea, turco, o señor Chaine,
digamos que usted va a pagar tres
por ciento de impuesto sobre todo
lo que venda aquí…
401
–Uno y medio…
–Dejémoslo en dos y ¡santas
pascuas del altar!
El libanés se demoró un instante
en entender que “santas pascuas”
quería decir asunto terminado.
–¿Y cuándo me da la resolución?
–Este tur… libanés es un fregado.
¡Le dicto resolución y todo, y la
mando a publicar por bando!
Cuando se leyó por bando la
resolución, los comerciantes sólo
pudieron decir que Arnoldo era un
sobado que sabía quedar bien con
todo el mundo. Nadie se atrevió a
protestar por temor de que, con
mucha
razón,
el
Alcalde
extendiera el arbitrario tributo
también a sus ventas.
402
403
404
19. Bolívar nunca vino…
Santander sí…
405
406
19
Al volver al pueblo, el periodista se
encuentra con Ovidio el zapatero,
en el mismo taller. Ya viejo,
arrugado, el pelo blanco y los ojos
color castaño aún brillantes. Las
carnes pobres se agarran a sus
huesos.
Mantiene
viva
su
locuacidad, su gusto por el
aguardiente y la habilidad de
remendón. En medio de su
pobreza de siempre, Ovidio es un
407
hombre altivo y orgulloso. Eso le
pareció al periodista.
–Buenas tarde, Ovidio.
–Buenas tardes. Ve, ¿vos sos el
que llegates adonde las Lobo?
–Sí, yo soy.
–¿El hijo de Laura?
–¡Ajá!
–Entonces vos sos el negro, el
pelao al que Santos le metía la
llave de la Alcaldía en la boca para
que se bebiera el aceite de ricino.
–El mismo, Ovidio. Veo que usted
conserva buena su memoria.
–Ve, y ¿vos a que te dedicás?
–Soy periodista, Ovidio. Trabajo
en un periódico de Bogotá.
408
–Te dio por la misma vaina de tu
tío Santos. ¿Y qué… venís a
reportearme a mí?
–Sí, estoy averiguando cosas
viejas
del
pueblo,
como
personajes que pasaron por aquí,
el porqué del rencor político de las
gentes de otros pueblos…
–Qué te digo, ve. Por aquí
estuvieron,
cuando
andaban
desocupados
de
la
Gran
Convención de Ocaña, el general
Santander, José Ignacio de
Márquez, Vicente Azuero, Vargas
Tejada. Ellos se venían a discutir
sus planes y echarse su bailada o
a bañarse en el pozo de La Vega.
…¿y Bolívar?
–No, Bolívar nunca vino ni pasó
por aquí. Y hemos tenido el buen
gusto de no andar poniendo
409
placas de “En esta casa durmió El
Libertador”.
–Santander, sí. El sí estuvo varias
veces y yo conocí a una señora
que bailó con él. Bueno, eso decía
ella, lindo.
El periodista y Ovidio se bebieron
un
buen
trago
doble
de
aguardiente
que
disparó
la
palabrería de Ovidio.
–Este pueblo tiene buena historia.
Aquí las noticias de la pelea del
florero del 20 de julio llegaron
temprano. Los primeros carajos
que se metieron en la vaina de la
Independencia en Ocaña tuvieron
que venirse para acá, para evitar
la persecución de los chapetones.
La primera vez que Bolívar estuvo
en Ocaña, cuando venía de
Cartagena,
un
pocotón
de
muchachos de aquí se fueron a
conocerlo y entraron en “La Libre
410
de Ocaña”, una especie de
batallón o de guerrilla. Eso fue
cuando la Patria Boba. Y ve, vos,
que la mala voluntad que nos
tienen en otras partes como que
viene de entonces, porque Los
Colorados, que era una banda de
los realistas de Ocaña, se venían
con
frecuencia
para
acá
atropellando hombres, mujeres y
niños, con el pretexto de buscar a
los independentistas.
Ovidio miró al periodista tratando
de descifrar la impresión que
había causado con su lección de
historia local. Clavó una hilera de
tachuelas en los zapatos que
estaba remontando y se echó el
trago largo a pico de botella.
–También pasó el general Pedro
Alcántara Herrán, cuando era
Presidente e iba para la Costa. El
guerrillero Juan Bautista Uribe,
que era de los bravos de entonces
411
y seguramente pariente de tu
abuela Chana, le salió al paso y le
ofreció
sus
hombres
como
escoltas. Herrán, por este gesto,
indultó al guerrillero y su gente.
–Y
la
famosa
expedición
Corográfica de Codazzi paró aquí
y el señor Ancízar, en su
Peregrinaciones
del
Alpha,
escribió algo muy bonito, ve, lindo.
Yo tengo el libro por ahí.
Ovidio tomó el tercer trago y se fue
hasta el colchón, sacó el libro de
Ancízar y leyó la parte que tenía
marcada con una línea de lápiz,
continua, no muy recta y ya casi
imperceptible.
“Después de Convención, siempre
al sudeste, se halla El Carmen,
bello pueblo de casas de teja,
iglesia decente y moradores
blancos, trabajadores y de buen
talante,
consagrados
a
la
412
agricultura,
de que
ofrecen
ventajosas muestras los campos
vecinos, cubiertos de cañaverales
y sementeras bien cuidadas; tanto
por esto como por el aseo de las
calles, que llevan en medio su
acequia de agua. Y por el casi
elegante vestir de sus mujeres,
ocupa este pueblo el primer lugar
entre los de cabecera de distrito”.
Ovidio prosiguió sin pausa:
–Siguen muchos hechos de
insurrecciones y guerra, de las
tales guerras civiles, que siempre
tenían por centro el pueblo, bien
porque aquí comenzaban, bien
porque los insurrectos, por lo
regular ocañeros, se venían para
acá, donde encontraban mayoría
de partidarios echados pa‟lante.
Esto era una seguidilla de obispos
que venían de Santa Marta, y de
jefes militares. El pueblo se llenó
de coroneles y capitanes y hasta
413
de un general, porque parece que
en esas guerras no hubo tenientes
ni sargentos. Hasta batallón
tuvimos: el “Vicente Herrera”, que
comandaba el general Emilio
Rodríguez, acompañado por el
teniente coronel Federico Rives y
el capitán Francisco Ortiz.
El periodista se distrae mirando
para el solar del frente. Por encima
de la barda de tierra pisada, se
eleva un palo de mango, otro de
guanábana, y entre unas matas de
guineo los azulejos y los toches se
dan un festín con las frutas
maduras. Los pájaros andan
tranquilos por los solares, sin caer
en trampas, sin que los persigan
los muchachos con caucheras.
Algún
san
Francisco
pasó
predicando el amor por los
hermosos, vistosos y dulces
pajarillos que ahora pueden volar
del monte a los solares en plena
libertad, erradicada la costumbre
414
de atraparlos para encerrarlos en
jaulas o convertirlos en blanco de
los
primeros
asomos
de
perversidad humana.
–¿Vos me estás oyendo o andas
por el Monte Sagrado?
–¡Claro que lo oigo, Ovidio! Me
contaba del batallón “Vicente
Herrera”.
–Menos mal, porque a mí me
gusta hablar solo cuando estoy
solo, pero si estoy acompañado lo
que me gusta es que me oigan.
El periodista recibe el reproche
con algo de vergüenza y, para
suavizar el disgusto de Ovidio, le
ofrece la botella de aguardiente.
Los dos beben con ganas y
repiten.
–Bueno el aguardiente. ¡Es un
elixir de vida! El coñac, la ginebra,
415
el güisqui, los anises, también son
aguardientes, porque el diccionario
lo que dice es que aguardiente
“son
bebidas
alcohólicas
destiladas del vino u otras
sustancias”, y esos licores los cita
como ejemplo.
El zapatero mira al periodista con
aire de triunfo, como queriendo
decir “esta no se la sabía”.
–¡Se le abona, Ovidio! Se le
abona… Pero vuelva usted a la
historia que está muy, muy
interesante.
–Pues, ve, lindo, en la famosa
Guerra de los Mil Días pasó un
hecho que muestra que los
generales
del
pueblo
eran
ingeniosos en eso de la estrategia.
El general Rodríguez estaba en el
exterior y dejó el mando al coronel
Rives, a quien hirieron en una
escaramuza
las
tropas
del
416
gobierno, que ocuparon el pueblo
con más de 600 hombres. El
general Álvarez, que mandaba las
tropas del gobierno, quería a toda
costa acabar con Rives y comenzó
a buscarlo por todas partes. El
coronel se fue en busca del
coronel Francisco Ortiz, y entre los
dos planearon cómo sacar a
Álvarez del pueblo.
–La pelea fue de coroneles contra
general.
–Así fue. Y de coroneles
resobados, que acordaron que
Rives serviría de carnada, pues
los del gobierno no tenían idea de
la llegada de Ortiz. El presbítero
Pérez, hermano de un coronel que
acompañaba al general Alvarez,
tenía una casa en el campo,
camino de Guamalito. Este cura,
muy confiado bajó de Convención
a la finca de La Unión, muy
cerquita del pueblo, en un caballo
417
con aperos nuevos, y se la puso
de papayita al coronel Rives, que
andaba por ahí y quien mandó que
bajaran al cura de su cabalgadura
y le trajeran el caballo, eso sí
dejando saber que eran hombres
de la “Vicente Herrera”, para que
salieran a buscarlos.
El cura, ofendido por esta acción
contra su dignidad, se volvió al
pueblo y dio cuenta de la conducta
impía de los rebeldes a su
hermano. Enfurecido el general
Alvarez ordenó salir a castigar sin
tregua a los enemigos, y éstos
esperaron pacientemente en un
sitio conocido como El Boquerón,
que se prestaba por sus
características para ser defendido
por
los
50
hombres
que
componían
la
fuerza
revolucionaria. El combate duró
toda la tarde y el día siguiente. Los
del gobierno, convencidos de que
los otros tenían mucha gente, se
418
batieron en retirada, perseguidos
hasta las primeras casas del
pueblo. Los hombres de Rives y
Ortiz se volvieron al Boquerón
porque
los
gubernamentales
estaban muy bien atrincherados
en el pueblo.
Un año después, el coronel Ortiz
con un reducido número de
soldados, enfrentó a los del
gobierno y los sacó del pueblo. La
pelea se mantuvo constante,
alternando victorias y derrotas,
hasta que aquí mismo se libró la
última batalla de la guerra en
Ocaña, batalla perdida por los
revolucionarios, y se dio parte al
gobierno central que había caído
por fin “la posición inexpugnable y
la fortaleza de los que en todo
tiempo han levantado la bandera
de la rebelión”.
Ahí está, Negro, la razón del
rencor que nos tienen en otros
419
pueblos. Luego de 45 años de esa
guerra,
todavía
vinieron
a
cobrarnos en un noviembre
pavoroso”, dijo Ovidio para cerrar
el capítulo de sangres derramadas
por la beligerancia partidista.
420
20. La algarabía
aquella mañana
de
421
422
20
La algarabía de aquella mañana
estaba muy en consonancia con el
bullicio de los días precedentes,
desde cuando llegó la carta de
Cúcuta. Desde entonces, la hija
mayor no ocultaba su desazón
porque el preferido fuera su
hermano. Ella, la hija, hubiera
preferido que la carta anunciara el
pronto regreso del padre y no el
viaje de su hermano, reclamado
423
por su progenitor, pasando por
encima de su mayorazgo y una
preferencia supuesta.
La madre, por su parte, con su
acostumbrada aceptación de los
hechos, encontró muy explicable
que fuera Ana María quien viajara
para acompañar a su hijo. Ella
debía cuidar de las niñas y no
estaba bien que las dejara con sus
hermanas.
Eran
su
responsabilidad de madre. La
noche anterior, con el corazón
acelerado, en el baulito de madera
ribeteado de hojalata colorida
había dispuesto la ropa del
muchacho previamente planchada
por Toña y bendecida por la
abuela Chana. Ahora, en la
mañana llena de voces y
advertencias para que nada se
olvidara, las lágrimas escurrían por
sus mejillas, producto de los
temores por el viaje largo e incierto
que se avecinaba para el hijo.
424
Cúcuta estaba tan lejos, que a su
matrimonio, ocho años atrás, no
asistió el padre del novio ni sus
tres
hermanas
porque
–
escribieron– eran demasiadas
jornadas por caminos escabrosos
que no justificaban el viaje para
estar presentes en la ceremonia
matrimonial del único hijo y
hermano barón. A esa lejanía
inmensa y desconocida iría el
Negro para estar con su padre,
que ahora trabajaba con su
hermano, el afortunado que había
ganado dos mil pesos del premio
mayor de la lotería, lo cual le
permitió, con el apoyo de sus
antiguos empleadores, abrir un
almacén de repuestos para
automotores.
Entre todas las voces sobresalía la
pastosa y autoritaria de Santos, el
mayor de los hermanos que con el
tufo del primer aguardiente
mañanero daba órdenes para
425
subir el equipaje y las ollas del
avío, compuesto de huevos duros,
pollo sudado, yuca y plátano
guisados en cantidad suficiente
para atender la apetencia de la
decena
de
personas
que
acompañaría al par de viajeros. El
camioncito de estacas de Líbar iría
repleto por el camino polvoriento
que los llevaría hasta el puerto de
La Gloria, en la orilla del río
Magdalena –el Yuma de los
nativos–, donde abordarían el
barco de vapor para llegar a
Puerto Wilches.
Chana, mandona y previsiva,
ocupó un lugar en la cabina, al
lado de Líbar, para controlar que
no aceptara las invitaciones a
tomar trago que le haría Santos.
–Estos bichos –dijo– se manejan
con pies, manos y ojos bien
puestos en la carretera.
426
La Gloria, un caserío sin ínfulas,
con unas pocas casas techadas
con palmiche, era puerto sólo de
nombre y por generosidad de los
pobladores vecinos. Los barcos y
las lanchas atracaban en un
barranco y se amarraban al tronco
de alguno de los árboles cercanos.
Dos tablones embarrados daban
paso hasta los vapores. A un lado,
las canoas de los pescadores se
movían al vaivén de la corriente.
Frente al río, la tienda de Eduvigis
era el lugar de espera de los
viajeros. Las empanadas rellenas
con pescado y arroz, las gaseosas
y
la
cerveza
traídas
de
Barranquilla, agua de panela,
guarapo y aguardiente, formaban
parte de la escasa oferta para
aguardar la llegada de la
embarcación.
De las 11 de la mañana a las
cuatro de la tarde esperaron por el
427
vapor. A esa hora, el telegrafista
avisó que el David Arango
pernoctaría
en
El
Banco,
kilómetros arriba del río. Santos,
que acaba de destapar la última
botella de aguardiente, le puso
ánimo a la frustración de los
viajeros.
–Empecemos la fiesta del regreso,
que mañana lloraremos las dos
veces, como estaba programado.
Pero al día siguiente, en el
desconsuelo de la despedida, ya
sin los aspavientos de la víspera,
las lágrimas brotaron sólo una vez,
cuando Ana y el Negro tomaron
puesto en la chiva del Mono
Ascanio. Los acompañantes de la
víspera permanecieron en el
pueblo porque no hubo tiempo de
preparar viandas ni plata para la
gasolina, que era lo que Líbar
pedía para el desplazamiento del
camioncito.
428
Como compañero de viaje se unió
Ferreira, maestro enviado por el
Ministro de Educación para
inspeccionar las escuelas rurales
de la región, abiertas apenas 13
años atrás, al comenzar el
régimen liberal.
Ana María, que había completado
la edad de pensión como
educadora a los 39 años, aceptó
entusiasmada
la
ocasional
amistad, más cuando supo que iría
con ellos hasta Bucaramanga.
El David Arango llegó hacia la 1 de
la tarde, borboteando agua con las
aspas de madera que lo
propulsaban. El Negro quedó
alelado ante aquella maravilla de
embarcación nunca vista, que
dejaba
escapar
un
oscuro
penacho de humo por la
chimenea, situada casi en el
centro de la nave. Los pasajeros,
429
acodados
en
la
barandilla,
examinaban las casas del puerto
con curiosidad despectiva. Nadie
bajó, quizá porque no encontró
aliciente para hacerlo, pues para
recorrer la única calle del caserío
bastaba un vistazo de reojo.
El buque emblemático de la
navegación de pasajeros por el río
tenía cierta majestuosidad con sus
blancos barandales sobre el
puente de proa, con la bandera
colombiana y la de la compañía
fluvial, desplegadas al viento.
Exhalaba un portentoso aire de
lujo con sus amplias cubiertas y la
pareja de chimeneas en el frente,
impresionando a los modestos
pasajeros
de
tercera
que
ocupaban la parte baja, la más
cercana a las turbias aguas, y
quienes no podían acceder a las
cubiertas superiores. El capitán,
en un gesto de calculada
generosidad,
permitió
que
430
subieran
a
bordo
algunos
lugareños que ofrecían huevos de
tortuga, empanadas y bollo blanco.
Cuando desapareció la pila de
leña que había intrigado al Negro
por lo ordenada y su cercanía al
agua, llegó la hora de embarcar.
La leña, explicó el maestro
Ferreira, servía para alimentar las
calderas de vapor que movían la
gran rueda de paletas de madera;
y, si no fuera porque la
necesitaban,
seguramente
el
barco jamás haría una parada en
La Gloria, donde apenas muy de
vez en cuando había pasajeros
por recoger.
El David Arango regresó al centro
del río para retomar su curso,
haciendo sonar su ronca sirena
para alertar a los pescadores que
faenaban en los alrededores. Al
alejarse de La Gloria, rumbo a
Gamarra, el buque se deslizaba
431
con fuerza en sentido contrario a
la corriente, buscando las partes
más profundas, a distancia de los
playones. En la proa, dos
hombres, con los torsos desnudos
y armados de largas varas con
garfios metálicos en las puntas,
apartaban las ramas y los troncos
que venían hacia el vapor y que, al
enredarse en las paletas de la
rueda de propulsión o en el timón,
significaban atascamientos que
podían demorar el viaje. A pesar
de su destreza, no podían evitar
que algunos árboles chocaran
contra el casco y flotaran paralelos
a éste. En esos casos, los
hombres emprendían una titánica
labor para alejar el obstáculo lo
más que se pudiera. A veces era
el cadáver de una res o un cerdo
lo que la corriente hacía que
embistiera el casco, cosa que al
parecer no causaba preocupación,
y los pasajeros podían ver cómo
los despedazaban las aspas,
432
repartiendo sus partes en todas
direcciones detrás del barco.
Acodado en el blanco barandal, el
Negro trató de imaginar como
haría el capitán para guiar la
elegante mole entre los repetidos
meandros, esquivando los bancos
de arena, y para empujarla con
destreza a contracorriente y sin
perder velocidad. De manera que
este era el gran río, misterioso y
extraño, por el que subieron los
españoles en busca de Eldorado,
como le había contado la tía Ana.
Embebido en sus pensamientos,
se dejó llevar por la imaginación,
sintiéndose el dueño mismo de la
gorra blanca y los galones azules,
dando órdenes para deslizar el
barco sobre las aguas sin dejar
que se fuera contra los barrancos
de la orilla ni contra los playones
del centro. Al fondo, los árboles de
verde oscuro, adornados a veces
433
por algunas flores, le producían un
glorioso embeleso.
Lo volvió a la realidad el bronco
sonido de saludo de las sirenas al
cruzarse con otra embarcación, un
remolcador que regresaba de
Girardot con los planchones
ganaderos muy cargados de papa,
cebolla y verduras para vender en
Barranquilla.
Lucía
sucio
y
descuidado, con una apariencia
muy distinta de la refinada del
David Arango.
El buque entró en una zona
boscosa y de barrancos que de
vez en cuando se desmoronaban
en el agua. En los playones que
emergían en la mitad del río, los
caimanes, que al Negro le
parecieron dragones gigantescos,
se arrastraban pesadamente en
busca del agua. Por la ribera,
metidas entre el agua chocolate,
las garzas de largas patas
434
moteaban el paisaje picoteando
aquí y allá, atrapando pececillos.
Con paciencia profesoral, el
maestro Ferreira se aplicó en
explicaciones
sobre
el
comportamiento de los caimanes,
de los monos que brincaban entre
las ramas, de las garzas que
pescaban sardinitas en la orilla, de
los loros que se desplazaban en
bandadas por encima de la
frondosa vegetación de las
márgenes fluviales. Habló con
ternura de los manatíes de
cuerpos redondos y piel rosada
que habitaron años atrás en el río
y desaparecidos por la caza
despiadada de los pescadores y
los viajeros que distraían su
aburrimiento disparándoles desde
las barandas.
La emotiva descripción de Ferreira
transportó al Negro en el tiempo
para imaginar las bellas criaturas
dando saltos sorprendidos en el
435
agua turbia, o bogando a ras de
superficie para dejar ver el lomo
hermoso o la cola al hundirse en
una lenta y flexible maniobra.
Ocasionalmente, entre la manigua,
aparecía una choza de colonos
campesinos que, con hacha y
machete, arrebataban pedazos de
selva
para
convertirlos
en
sembrados de plátano o yuca, o
en potrero para su única vaca.
–Es gente muy esforzada –decía
el maestro– porque se mete a esta
manigua a tumbar monte y lo que
siembra lo saca en canoa a los
caseríos cercanos para negociarlo
con los comerciantes que van en
lancha y quienes pagan en dinero
o en especie, a precios ridículos.
En un trecho sin árboles, en el
descampado del pastizal, todos
alcanzaron a ver los graciosos
venados
de
movimientos
nerviosos que levantaban la
436
cabeza y olisqueaban el viento
para detectar olores que delataran
la presencia de predadores. Esa
primera
visión
de
aquellos
animales despertó en el Negro un
infantil resentimiento y gran
desprecio por los cazadores que
sacrifican inútilmente la vida de
seres tan indefensos como los
manatíes y los venados. Pensó
que, si en ese mismo instante
apareciera alguien con una
escopeta, se la arrebataría para
arrojarla al río en castigo por
intentar semejante tropelía.
Esa
animosidad
persistió
silenciosa y amarga. Fue una
carga de infancia y adolescencia
por su impotencia para impedir
que estudiantes amigos de la
familia emboscaran con escopetas
de calibre U las palomas abuelitas
que se posaban en el amplio patio
de la casa. Alguna vez, en el
colegio de Pamplona, increpó a
437
uno de los hermanos cristianos de
La Salle por salir los sábados en
excursiones de caza, cuando su
misión debía encaminarse a
dispensar bondad y dar buenos
ejemplos. Lleno de ira, se había
negado a aceptar la explicación de
que lo hacían para enriquecer el
Museo de Historia Natural que
mantenían en su instituto de
Bogotá.
A la hora del crepúsculo, las nubes
de zancudos obligaron a los
pasajeros a refugiarse en el
comedor cerrado, aireado por
poderosos ventiladores de techo,
que, sin embargo, no alejaban del
todo el sofocante calor.
Entrada la noche, la banda
musical se instaló en una tarima
del restaurante y dio comienzo a
una serie de piezas musicales,
intercalando
porros,
cumbias,
vallenatos, boleros y pasodobles.
438
Parejas de pasajeros se dieron al
baile con el buque fondeado frente
a un barranco, amarrado a un
inmenso caracolí. De ese baile el
Negro supo poco porque lo venció
el sueño en una tumbona de
mimbre, y vino a despertar en la
mañana, en la litera del camarote,
cuando la tía Ana le limpiaba la
herida pustulosa de la rodilla,
consecuencia de una caída sobre
las piedras, camino de la escuela.
Hacia el mediodía, bajo raudales
de luz solar, arribaron a Puerto
Wilches. El capitán recibió la orden
de esperar mientras el hidroplano
Catalina,
de
Avianca,
se
remontaba
sobre
la
rizada
superficie del agua, dejando una
doble
estela
de
espuma
serpenteante sobre el brusco
oleaje producido por la nave al
remontar el vuelo.
439
El espectáculo del brillante aparato
metálico levantando vuelo desde
el nivel del agua, para perderse en
la infinitud del espacio, deslumbró
a los pasajeros pueblerinos, pues
los provenientes de las ciudades
ya estaban acostumbrados a verlo.
Para el Negro fue como una
revelación de la modernidad, más
allá de la llegada de la luz y el
radio. Pasaron 30 años antes que
la fascinación de tal develamiento
fuera superada con la excitación
producida por la llegada del
hombre a la luna.
El sobresalto que experimentó
ante el milagroso acontecimiento
lo indujo, hasta bien entrada la
adolescencia, a que el paseo al
campo de aterrizaje en Cúcuta
fuera su predilecto, para soñar que
era uno de los ocupantes de
aquellos vuelos. Su ilusión se vio
cumplida cuando su padre fue a
gerenciar el almacén de repuestos
440
que el tío abrió en Ocaña. El vuelo
entre nubes y amenazantes
montañas, violentos sacudones y
caídas imprevistas, lo atemorizó,
al tiempo que lo divirtió. El DC-3
de la línea aérea los dejó en una
primitiva pista de tierra en
Platanal, en el valle ardiente del
Magdalena Medio.
El ferrocarril, en cambio, no le
causó tanta maravilla. Ya tenía
idea de aquella máquina por la
descripción que durante el viaje en
barco le hiciera el maestro
Ferreira. Estaba preparado para
tomar puesto en el extenso lagarto
de hierro que iría trepidando por
un camino angosto de rieles,
rechinando y arrojando chispas.
Subieron al tren hacia la 1 de la
tarde. Como ocurría en las orillas
del río, la selva se había ido
retirando de la carrilera. Se veía
que perdía espacio continuamente
porque las calderas de la
441
locomotora eran alimentadas con
árboles convertidos en leña.
Donde antes campeaba una
vegetación
espesa,
ahora
aparecían las manchas verdes de
los platanales. Comenzaban a
surgir potreros para pastorear
ganado cebú traído de la India y
que debía reemplazar el que venía
de la Costa en planchones con
corrales. Las cuatro horas del viaje
pasaron a la historia nostálgica de
la niñez pero sin algo que
produjera especial estupor.
En Bucaramanga se despidieron
del maestro Ferreira, a quien el
Negro volvería a ver ya adulto,
convertido en rico industrial
introductor de los yines como ropa
fuerte para trabajadores.
El padre los esperaba en el patio
de la estación y de inmediato
subieron a un bus para tomar la
escabrosa carretera hasta llegar al
442
Picacho y enfilar el páramo de
Berlín, ya avanzada la noche. A lo
lejos
se
veían
relámpagos
fosforescentes que emergían de la
tierra, los cuales, según su padre,
eran fuegos fatuos que se
producían en un cementerio por la
extraña mezcla química que se
origina en la descomposición de la
madera de cruces y ataúdes, que
allí,
en
el
páramo,
era
especialmente lenta por el intenso
frío.
Aquella
era
una
maravilla
imprevista y aterradora. Le asaltó
la perspectiva de que los tales
fuegos fatuos, al acercarse a ellos,
se convirtieran en espantos de
espadas flamígeras que los
atacaran sin compasión para
vengarse por la ruidosa intromisión
en la tranquilidad de sus tumbas.
Pero al paso por el cementerio, las
vanas
llamas
desaparecieron
como
si
hubieran
sido
443
escamoteadas por un mago de
cubilete. Por más esfuerzo que
hizo mirando hacia atrás, no hubo
más
rastro
de
aquellos
intermitentes resplandores que le
resultaran tan intimidantes.
Fue monótono el recorrido hasta
Pamplona, siempre en bajada, por
una carretera estrecha y plagada
de curvas, en un desesperante
duermevela salpicado de saltos y
bruscas frenadas, en medio de la
oscuridad
de
la
noche,
acompañados
de
un
frío
atormentador nunca antes sentido,
y de una neblina pavorosa jamás
experimentada.
Finalmente, con las primeras luces
del día, el bus entró en un sector
plano, despejado y caliente, pero
continuó traqueteando sin cesar,
de salto en salto sobre la carretera
destapada, sembrada de huecos,
hasta llegar a Cúcuta, su destino
444
final. Desde la parada del bus se
dirigieron a pie, por unas calles
recién asfaltadas, sombreadas por
árboles de espeso follaje. La
negrura del asfalto y la lisa
superficie llamaron su atención,
acostumbrado como estaba a al
empedrado del pueblo. El sudor
que producía la alta temperatura,
lo bañó como si estuviera
lloviendo. La tía Ana se quedó en
el almacén del tío rico y él y su
padre
siguieron
caminando.
Pasaron por un parque en cuyo
centro se erguía una estatua de
mujer que su padre le explicó, se
había llamado Mercedes Ábrego y
quien murió fusilada por orden de
un general español debido a la
ayuda prestada a los rebeldes
patriotas en la guerra de la
Independencia. Cuando su padre
terminaba esta pequeña lección de
historia, apareció el sitio donde
viviría los próximos meses. Lo
miró con desilusión, defraudado
445
por su apariencia: El local
esquinero de dos pisos con el
letrero de “Puerto España” escrito
en el frente, en letras gordas y
azules, estaba unido por una larga
barda a la casa del abuelo ciego.
Carecía del encanto tantas veces
imaginado y, por el contrario, tenía
un aire lóbrego, como el barco
abandonado que había visto en el
río.
Villa de Leyva, año 2006.
446
447
448
Agradecimientos
Al abogado Ciro Castilla Jácome,
dedicado investigador y cronista, de
quien tomé la información referente a la
fundación y otros eventos de que da
cuenta en su Geografía histórica de El
Carmen.
A Leonardo Molina Lemus, prologuista
de la última edición de la novela Una
derrota sin batalla.
A Édgar Angarita, fervoroso cultivador
del culto a El Carmen entre los
miembros de la diáspora carmelitana y
recopilador de muchos documentos que
aproveché en estos relatos.
A mi hermana María Elisa, quien con su
insistencia consiguió que el relato inicial
del 59 se convirtiera en este libro.
449
450
Bibliografía
Monografía del municipio de El Carmen,
Pedro María Fuentes, Publicaciones de
la
Contraloría
General
del
Departamento, 1944.
Geografía histórica de El Carmen (N.
S.), Ciro Castilla Jácome, 1986.
451
Descargar