CRISTO, EL NUEVO CORDERO PASCUAL

Anuncio
CRISTO, EL NUEVO CORDERO PASCUAL
P. Steven Scherrer, MM, ThD
Homilía del Jueves Santo: Misa Vespertina de la Cena del Señor, 5 de abril de
2012
Éxodo 12, 1-8. 11-14, Sal. 115, 1 Cor. 11, 23-26, Juan 13, 1-15
“Y la sangre os será por señal en las casas donde vosotros estéis; y veré la
sangre y pasaré de vosotros, y no habrá en vosotros plaga de mortandad
cuando hiera la tierra de Egipto” (Éxodo 12, 13).
Hoy es Jueves Santo, cuando celebramos la institución de la eucaristía en una
cena pascual judía (Mat. 26, 17). En la pascua los israelitas pusieron la sangre
del cordero pascual, que fue degollado, en sus puertas, y Dios pasó de ellos, y
no había plaga de mortandad de los primogénitos en sus casas. La sangre del
cordero los salvó de la muerte. Él fue degollado en vez de sus primogénitos.
Jesucristo instituyó la eucaristía durante una cena pascual judía (Mat. 26, 17).
Él es el nuevo Cordero Pascual, “el Cordero de Dios, que quita el pecado del
mundo” (Juan 1, 29). Su sangre derramada nos salva de nuestros pecados,
como la sangre del cordero pascual, que fue degollado, salvó a los israelitas de
la muerte de sus primogénitos.
En la Cena del Señor Jesús dijo sobre el vino: “Esto es mi sangre del nuevo
pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados” (Mat. 26,
28). Y san Pedro nos dice que la sangre de Cristo es como la sangre de un
cordero, y que su sangre nos rescató de una vida pecaminosa (1 Ped. 1, 18-19).
Somos redimidos de nuestros pecados por la sangre del nuevo Cordero
Pascual, Jesucristo, derramada por nosotros en la cruz. Su sacrificio nos redime
de la muerte eterna y de la muerte de nuestro espíritu, causada por nuestros
pecados.
Así es, porque Cristo llevó nuestros pecados en su cuerpo en la cruz. Él murió
en la cruz para salvarnos de nuestros pecados (1 Ped. 2, 24; 3, 18). Porque él
llevó nuestros pecados y sufrió por ellos en la cruz, nosotros somos hechos
justos (2 Cor. 5, 21). Él llevó y sufrió nuestro castigo para librarnos de ello. Él
llevó nuestra maldición por nuestros pecados, la maldición de la ley
condenándonos por nuestros pecados, para redimirnos de esta maldición (Gal.
3, 13). Él expió nuestros pecados en su sangre, haciendo satisfacción y
reparación completa por ellos, y así manifestó la justicia inherente de Dios, en
que castigó justamente todos los pecados en la muerte de Cristo, por la cual nos
justificó también a nosotros, manifestando así también su justicia justificadora o
salvadora (Rom. 3, 25-26).
Dios condenó al pecado en la carne de Cristo, y así Cristo cumplió la ley por
nosotros en la cruz, porque la ley dice que el pecador debe morir por sus
pecados. Cristo cumplió esta ley por nosotros en su muerte (Rom. 8, 3-4).
Todo esto está actualizado en la eucaristía, que es el cuerpo y la sangre de
Cristo ofrecido en sacrificio al Padre para la remisión de nuestros pecados, y
para nuestra justificación y santificación. Cristo “se presentó una vez para
siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado” (Heb. 9,
26). En la eucaristía se lleva a cabo este sacrificio por nosotros. Es un sacrificio
ofrecido una vez para siempre y no es repetido, sino hecho presente para
nosotros en la eucaristía, en la Misa.
Cristo llevó la maldición y el castigo de la ley por nuestros pecados, en nuestro
lugar, a favor de nosotros, para redimirnos de esta maldición y castigo (Gal. 3,
13). Él sufrió como nuestro sustituto en la cruz. Nosotros debíamos haber
muerto, pero él murió en nuestro lugar. Él sirvió nuestra sentencia de muerte
por nosotros, librándonos de ella. Como el cordero pascual sufrió la muerte en
lugar de los israelitas, librándolos de la plaga de mortandad de los primogénitos,
así la sangre del nuevo Cordero de Dios nos salva del castigo por nuestros
pecados y absorbe la ira de Dios contra ellos. Cristo dio su vida en rescate por
muchos (Marcos 10, 45). Nos lavó, purificándonos de nuestros pecados en su
sangre (1 Juan 1, 7; Ef. 1, 7; Apc. 1, 5). No nos redimimos ni nos justificamos a
nosotros mismos (Gal. 2, 16). Es la muerte de Cristo que nos redime, cuando
creemos en él. La eucaristía hace este sacrificio presente para nosotros, para
nuestra justificación y santificación.
“Fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de
vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre
preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación” (1 Ped.
1, 18-19). Cristo es “quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre
el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la
justicia; por cuya herida fuisteis sanados” (1 Ped. 2, 24). “Cristo padeció una
sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 Ped.
3, 18). Cristo “murió por los impíos” (Rom. 5, 6). “Siendo aún pecadores, Cristo
murió por nosotros” (Rom. 5, 8). “Estando justificados en su sangre, por él
seremos salvos de la ira” (Rom. 5, 9). En su muerte Cristo absorbió por
nosotros la ira de Dios contra nuestros pecados. Él satisfizo la divina justicia a
favor de nosotros e hizo reparación completa por nuestros pecados, conforme a
la ley.
2
Todo esto nos da gran alivio, nos salva de la pena de la culpabilidad, y nos da la
paz de Dios que el hombre anhela. Esto es la salvación que estamos
encomendados por Cristo resucitado a predicar a todos los pueblos del mundo
(Mat. 28, 19). Esto es el sujeto de la evangelización de los no cristianos y de los
cristianos. Esto es el evangelio, la buena noticia de la salvación.
3
Descargar