Cristo, Cristo

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Cristo,
único Salvador de todos
Sí
Si no te lavo,
no tienes parte conmigo
Índice
Presentación del Documento
3–12
Intervención del cardenal Joseph Ratzinger:
Contexto y significado de la Declaración Dominus Iesus
3–6
Intervención del arzobispo Tarcisio Bertone:
Valor y autoridad del documento
7–8
Intervención de monseñor Angelo Amato S.D.B.:
Los contenidos cristológicos de la Declaración
Intervención de monseñor Fernando Ocáriz:
Los contenidos eclesiológicos de la Declaración.
9–10
11–12
La pluralidad de las confesiones no relativiza
las exigencias de la verdad.
Entrevista al Cardenal Joseph Ratzinger de Christian
Geyer, del diario alemán Frankfurter Allgemeine Zeitung
14–23
Contra la intolerancia de los relativistas.
Artículo publicado en el diario alemán
Die Tagespost Gerhard, por Ludwig Müller
24–31
3
Cristo, único Salvador de todos
Cristo, único Salvador de todos
Alfa y Omega, que ya publicó en su día el texto íntegro de la Declaración «Dominus Iesus», sobre la unicidad y la universalidad salvífica
de Jesucristo y de la Iglesia, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, ratificada y confirmada por el Papa Juan Pablo II con su autoridad apostólica, ofrece ahora a sus lectores una serie de textos complementarios, que ayudan a conocer mejor este importante documento
de la Santa Sede, que tan absurda polémica ha suscitado, sin que, al mismo tiempo, se le haya prestado la verdadera atención que requería.
Junto con las intervenciones del Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, cardenal Joseph Ratzinger, y de los teólogos que
le acompañaron en la rueda de prensa en que este Documento fue presentado a los medios de comunicación, reproducimos por su extraordinario interés la entrevista que el cardenal Ratzinger concedió al diario alemán Frankfurter Allgemeine Zeitung, y reproducimos asimismo
un esclarecedor artículo del teólogo alemán Gerhard Ludwig Müller en el periódico Die Tagespost.
Participaron en la citada conferencia de prensa: el Eminentísimo cardenal Joseph Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el Secretario de dicha Congregación, el arzobispo Tarcisio Bertone, y los consultores monseñor Fernando Ocáriz y don Angelo
Intervención del cardenal Joseph Ratzinger
Contexto y significación de la Declaración Dominus lesus
Juan Pablo II saluda al cardenal Joseph Ratzinger al término del encuentro con los componentes de la Comisión Teológica Internacional, el pasado 10 de octubre
Describir brevemente el contexto y el significado de
la Declaración Dominus Iesus: ésa es mi intención,
mientras que las sucesivas intervenciones explicarán
el valor y la autoridad doctrinal del documento, así
como sus contenidos específicos, cristológicos y eclesiológicos.
E
n el vivaz debate contemporáneo sobre la relación entre el cristianismo y las otras religiones, cada vez se abre más camino la idea de
que todas las religiones son para sus fieles vías igual-
Cada vez se abre más camino
la idea de que todas las
religiones son para sus fieles
vías igualmente válidas
de salvación. Esto se define
con la palabra relativismo
mente válidas de salvación. Se trata de una persuasión
ampliamente difundida ya no sólo en ambientes teológicos, sino también en ámbitos cada vez más amplios de la opinión pública católica y no católica, especialmente en la más influenciada por las orientaciones culturales que hoy prevalecen en Occidente y
que, sin miedo a ser desmentidos, pueden ser definidas con la palabra relativismo.
Lo cierto es que la denominada teología del pluralismo religioso se había ido ya afirmando y consolidando gradualmente desde los años 50 del siglo
Cristo, único Salvador de todos
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CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE
DECLARACIÓN DOMINUS IESUS
sobre la unicidad y la universalidad salvífica
de Jesucristo y de la Iglesia
flexión teológica, categorías derivadas de otros sistemas filosóficos y religiosos, sin atender ni a su coherencia interna, ni a su incompatibilidad con la fe
cristiana; la tendencia, en fin, a interpretar textos de
la Escritura fuera de la Tradición y del Magisterio
de la Iglesia (cf. Dominus Iesus, 4).
En relación al centro y al núcleo de la fe cristiana,
¿cuál es la consecuencia fundamental de este modo
de pensar y de sentir? La consecuencia es el rechazo
sustancial de la identificación de la singular y única
figura histórica, Jesús de Nazaret, con la realidad
misma de Dios, del Dios vivo. Lo que es Absoluto, o
bien, Aquel que es Lo Absoluto no puede realizarse
jamás en la Historia en una revelación plena y definitiva. En la Historia se tienen sólo modelos, figuras ideales que nos remiten al Totalmente Otro, el
cual, sin embargo, no se puede comprender como tal
en la Historia. Algunos teólogos más moderados confiesan que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero
hombre, pero consideran que, a a causa de las limitaciones de la naturaleza humana de Jesús, la revelación de Dios en él no puede ser considerada como
completa y definitiva, sino que debe ser considerada
siempre en relación a otras posibles revelaciones de
Dios expresadas en los genes religiosos de la Humanidad y en los fundadores de las religiones del
mundo. Objetivamente hablando, se introduce así la
idea equivocada de que las religiones del mundo son
complementarias de la revelación cristiana. Está claro, pues, que también la Iglesia, el dogma, los sacramentos, no pueden tener el valor de necesidad absoluta. Atribuir a estos medios finitos un carácter absoluto y considerarlos incluso como un instrumento
para un encuentro real con la verdad de Dios, universalmente válida, significaría colocar en un plano
absoluto algo que es particular, y malinterpretar la
realidad infinita del Dios Totalmente Otro.
Ni fundamentalismo
ni amenaza a la libertad
LIBRERIA EDITRICE VATICANA
CIUDAD DEL VATICANO 2000
Portada de la edición en español de la Declaración
XX, pero solamente hoy ha adquirido una importancia fundamental para la conciencia cristiana. Naturalmente, sus configuraciones son muy diversas,
y no sería justo querer homologar en un mismo sistema todas las posiciones teológicas que se remiten
a la teología del pluralismo religioso. Por tanto, esta
Declaración ni siquiera se propone describir los trazos esenciales de tales tendencias teológicas, ni mucho menos pretende encerrarlas en una fórmula única. Nuestro Documento señala más bien algunos presupuestos tanto de naturaleza filosófica como teológica, que están en la base de las, en todo caso,
diversas teologías del pluralismo religioso actualmente en difusión: la convicción de la imposibilidad de comprensión y de expresión completa de la
verdad divina; la actitud relativista respecto de la
verdad según la cual lo que es verdadero para algunos no lo sería para otros; la radical contraposición
entre mentalidad lógica occidental y mentalidad simbólica oriental; exasperado subjetivismo de quien
considera la razón como única fuente de conocimiento; el vaciamiento metafísico del misterio de la
encarnación; el eclecticismo de quien asume, en la re-
La plenitud, universalidad
y cumplimiento
de la revelación de Dios
están presentes solamente
en la fe cristiana.
Jesucristo, verdadero Dios
y verdadero hombre,
presente en la Iglesia
Según tales planteamientos, el hecho de mantener que hay una verdad universal, vinculante y válida en la Historia misma, que se realiza en la figura de
Jesucristo y es transmitida por la fe de la Iglesia, es
considerado una especie de fundamentalismo que
constituiría un atentado contra el espíritu moderno y
representaría una amenaza contra la tolerancia y la libertad. El mismo concepto de diálogo asume un significado radicalmente diverso al que entendió el Concilio Vaticano II. El diálogo, o mejor dicho, la ideología del diálogo, sustituye a la misión y a la urgencia del llamamiento a la conversión: el diálogo no es
ya el camino para descubrir la verdad, ni el proceso
a través del cual se abre al otro la profundidad escondida de lo que él ha experimentado en su experiencia religiosa, sino que espera poder realizarse y
purificarse en el encuentro con la revelación definitiva y completa de Dios en Jesucristo. El diálogo en
las nuevas concepciones ideológicas, que lamentablemente se han introducido también en el interior
del mundo católico y en ciertos ambientes teológicos
y culturales, es, en cambio, la esencia del dogma relativista, y lo contrario a la conversión y a la misión.
Para el pensamiento relativista, diálogo significa poner en el mismo plano la propia posición o la propia
fe y las convicciones de los demás, de tal manera
que todo se reduce a un intercambio de posiciones
de tesis fundamentalmente paritéticas y, en consecuencia, relativas entre sí, con la superior finalidad de
conseguir el máximo de colaboración y de integración
entre las diversas concepciones religiosas.
La disolución de la cristología y, en consecuencia,
de la eclesiología subordinada a ella, pero indisolublemente ligada a ella, se convierte así en la conclusión lógica de tal filosofía relativista, que, paradójicamente, se encuentra tanto en la base del pensamiento post-metafísico de Occidente, como de la teología negativa de Asia. El resultado es que la figura
Cristo, único Salvador de todos
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de Jesucristo pierde su carácter de unicidad y de universalidad salvífica. El hecho de que el relativismo se
presente bajo la bandera del encuentro con las culturas, como la verdadera filosofía de la Humanidad capaz de garantizar la tolerancia y la democracia, conduce además a marginar ulteriormente a quien se obstina en la defensa de la identidad cristiana, y en su
pretensión de difundir la Verdad universal y salvífica
de Jesucristo. En realidad, la crítica, reivindicada por
la fe cristiana, de que la revelación de Jesucristo es absoluta y definitiva, va acompañada por un falso concepto de tolerancia. El principio de la tolerancia, como expresión del respeto a la libertad de conciencia,
de pensamiento y de religión, que defendió y promovió el Concilio Vaticano II, y que nuevamente repropone esta Declaración, es una posición ética fundamental, presente en la esencia misma del Credo
cristiano, ya que se toma en serio la libertad de la decisión de fe. Pero este principio de tolerancia y de
respeto a la libertad es manipulado hoy y sobrepasado indebidamente cuando se amplía al aprecio de los
contenidos, como si todos los contenidos de las diversas religiones, y también de las concepciones arreligiosas de la vida, se pudieran colocar en el mismo
plano, y no existiese ya una verdad objetiva y universal, puesto que Dios o Lo Absoluto se revelaría
bajo innumerables nombres, pero todos estos nombres serían verdaderos. Esta falsa idea de tolerancia va
unida a la pérdida y a la renuncia de la cuestión de
la Verdad, que, efectivamente, hoy es sentida por muchos como una cuestión irrelevante o de segundo orden. Surge así a la luz la debilidad intelectual de la cultura actual: al llegar a faltar la demanda de verdad,
la esencia de la religión no se diferencia ya de su no
esencia, la fe no se distingue de la superstición, ni la
experiencia de la ilusión. En resumen, sin una seria
pretensión de verdad, incluso el aprecio de las otras religiones llega a ser absurdo y contradictorio, ya que no
se posee el criterio para constatar lo que es positivo en
una religión distinguiéndolo de lo que es negativo o
fruto de superstición y engaño.
Respeto y estima a las religiones
■ A este propósito, la Declaración recoge la enseñanza de Juan Pablo II en la encíclica Redemptoris
missio: Todo lo que el Espíritu opera en el corazón
de los hombres y en los pueblos, en las culturas y en
las religiones, asume el papel de preparación evangélica (n. 29).
Se refiere explícitamente este texto a la acción
del Espíritu no sólo en el corazón de los hombres,
sino también en las religiones. De todos modos, el
contexto sitúa esta acción del Espíritu dentro del
misterio de Cristo, del que jamás puede ser separada;
además, las religiones están adheridas a la historia
y a la cultura de los pueblos, donde la mezcolanza entre bien y mal jamás puede ser puesta en duda. Por
consiguiente, hay que considerar como praeparatio
evangelica no todo lo que se encuentra en las religiones, sino solamente cuanto el Espíritu opera en
ellas. De esto se deduce una consecuencia importantísima: el bien que está presente en las religiones,
como obra del Espíritu de Cristo, es camino hacia
la salvación, pero no las religiones en cuanto tales. Es
algo confirmado, por lo demás, por la propia doctrina del Vaticano II a propósito de las semillas de verdad y de bondad presentes en las otras religiones y
culturas, doctrina expuesta en la Declaración conciliar Nostra aetate: La Iglesia nada rechaza de cuanto hay de verdadero y de santo en estas religiones,
considera con sincero respeto aquellos modos de
actuar y de vivir, aquellos preceptos y aquellas doctrinas que, aunque en muchos puntos difieran de
cuanto ella misma cree y propone, sin embargo reflejan a menudo un rayo de aquella verdad que ilumina a todos los hombres (n. 2). Todo lo que hay de
bueno y verdadero en las religiones no debe, pues,
perderse, sino que hay que reconocerlo y valorarlo.
El Crucificado (siglo XIII). Abadía de Monte Oliveto Maggiore (Italia)
El bien que está presente
en las religiones, como obra
del Espíritu de Cristo,
es camino hacia la salvación,
pero no las religiones
en cuanto tales
El bien y la verdad, se encuentren donde se encuentren, provienen del Padre y son obra del Espíritu; las
semillas del Logos están sembradas por todas partes. Pero no se puede cerrar los ojos sobre errores y
engaños presentes también en las religiones: la propia Constitución dogmática del Vaticano II Lumen
gentium afirma: Muy a menudo los hombres, engañados por el Maligno, se pierden en sus pensamientos, y han cambiado la verdad divina por la mentira,
sirviendo a la criatura antes que al Creador (n. 16).
En un mundo que crece cada vez más globalizado,
es también comprensible que haya un encuentro de
las religiones y las culturas. Esto no lleva solamente a un acercamiento exterior de hombres de religiones diversas, sino más bien, también, a un crecimiento del interés hacia mundos religiosos desconocidos. En este sentido, es decir, en orden al conocimiento recíproco, es legítimo hablar de
enriquecimiento mutuo. Pero esto nada tiene que
ver con la renuncia de la pretensión, por parte de la
fe cristiana, de haber recibido como don de Dios,
en Cristo, la revelación definitiva y completa del
misterio de la salvación, y más bien se debe excluir
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Cristo, único Salvador de todos
sencillas palabras indican al mismo tiempo el motivo de la convicción que sostiene que la plenitud,
universalidad y cumplimiento de la revelación de
Dios están presentes solamente en la fe cristiana.
Tal motivo no reside en una presunta preferencia
concedida a los miembros de la Iglesia, ni tanto menos en los resultados históricos conseguidos por la
Iglesia a lo largo de su peregrinar terreno, sino en
el misterio de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, presente en la Iglesia. La afirmación de
unicidad y universalidad salvífica del cristianismo
proviene esencialmente del misterio de Jesucristo
cuya presencia continúa en la Iglesia, su Cuerpo y su
Esposa. Por eso la Iglesia se siente comprometida
constitutivamente en la evangelización de los pueblos. Incluso en el contexto actual, caracterizado
por la pluralidad de las religiones y por la exigencia
de libertad de decisión y de pensamiento, la Iglesia
es consciente de ser llamada a salvar y renovar a
toda criatura, para que todas las cosas sean recapituladas en Cristo y los hombres constituyan en Él
una sola familia y un solo pueblo (Concilio Vaticano II, Decreto Ad gentes, 1).
Reafirmando la verdad que la fe de la Iglesia siempre ha creído y mantenido sobre estos temas, y salvaguardando a los fieles de los errores o de las interpretaciones ambiguas tan difundidas hoy, la Declaración Dominus Iesus, de la Congregación para
la Doctrina de la Fe, aprobada y confirmada certa
scientia et apostólica sua auctoritate por el propio
Santo Padre, cumple un doble objetivo: por una parte, se presenta como un ulterior y renovado testimonio autorizado para mostrar al mundo el esplendor del
glorioso Evangelio de Cristo (2 Cor 4, 4), y, por otra,
indica como vinculante para todos los fieles la base
doctrinal irrenunciable que debe guiar, inspirar y
orientar tanto la reflexión teológica como la acción
pastoral y misionera de todas las comunidades católicas dispersas por el mundo.
El Salvador, Señor de la Historia. Catedral de Palencia
esa mentalidad indiferentista marcada por un relativismo religioso que lleva a sostener que tanto vale
una religión como otra (encíclica Redemptoris missio, 36).
El respeto y la estima hacia las religiones del
mundo, así como hacia las culturas que han logrado
un objetivo enriquecimiento de la promoción de la
dignidad del hombre y del desarrollo de la conciliación, no disminuye la originalidad y la unicidad de
la revelación de Jesucristo ni limita, en modo alguno, la tarea misionera de la Iglesia: La Iglesia anuncia y está obligada a anunciar, incesantemente, a
Cristo, que es «el Camino, la Verdad, y la Vida» (Jn
14, 6), en el que los hombres encuentran la plenitud
de la vida religiosa y en el cual Dios ha reconciliado consigo todas las cosas (Nostra aetate, 2). Estas
Para el pensamiento
relativista, diálogo significa
poner en el mismo plano
la propia posición
o la propia fe
y las convicciones
de los demás.
Esta falsa idea
de tolerancia va unida
a la pérdida y a la renuncia
de la cuestión de la Verdad
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Cristo, único Salvador de todos
Intervención del arzobispo Tarcisio Bertone
Valor y autoridad del Documento
E
l objetivo de esta intervención es comentar
brevemente el género literario de la Declaración Dominus Iesus, y proponer en tal contexto algunas precisiones acerca de su valor y su grado de autoridad.
El género literario
Es una Declaración de la Congregación para la
Doctrina de la Fe. El término declaración significa
que el Documento no enseña doctrinas nuevas, como
resultado del desarrollo y de la explicitación de la
fe, sino que reafirma y reasume la doctrina de la fe católica definida o enseñada en precedentes documentos del magisterio de la Iglesia, indicando su recta
interpretación frente a errores y ambigüedades doctrinales difundidas en el ambiente teológico y eclesial
de nuestros días. Como explícitamente se recuerda en
la Introducción, el documento no tiene la pretensión
de tratar de manera orgánica y sistemática toda la
entera problemática relativa a las cuestiones cristológicas y eclesiológicas que expone; por consiguiente,
no es un sustitutivo a las tareas de la teología, ni trata de reprimir el esfuerzo de los teólogos por dar repuestas a cuestiones hasta ahora en gran parte inexploradas. Bien al contrario, la Declaración solicita
tales exploraciones, pero indicando al mismo tiempo
la dirección y los límites infranqueables para no caer en el error, o no perderse; dirección y límites que
son establecidos originariamente por la revelación
de la verdad de Dios cumplida en Jesucristo y transmitida por la Sagrada Escritura y por la Tradición
viva de la Iglesia, auténticamente interpretadas por el
magisterio de la Iglesia.
Siendo un documento doctrinal de la Congregación para la Doctrina de la Fe, expresamente aprobada
por el Sumo Pontífice, es un documento de naturaleza
magisterial universal. Esta peculiaridad deriva del
hecho de que la Congregación para la Doctrina de
la Fe es el organismo auxiliar próximo al Romano
Pontífice, con el mandato único y específico, recibido de él, de promover y tutelar en todo el orbe católico la doctrina sobre fe y costumbres (cf. Constitución Apostólica Pastor Bonus, artículo 48). Por
tanto, los documentos de la Congregación para la
Doctrina de la Fe participan del magisterio ordinario
del Sumo Pontífice (cf. Instrucción Donum veritatis, 18). Conviene recordar que tales documentos de
naturaleza doctrinal no son equiparables a actos de
naturaleza administrativa o puramente jurisdiccional,
sino que son actos de enseñanza magisterial, dada
la estrecha y esencial relación que los miembros de
la Congregación para la Doctrina de la Fe tienen con
el Supremo Titular del oficio petrino, que tiene una
responsabilidad única y especialísima en el ámbito de
la potestad del Magisterio para la Iglesia universal.
Si se negara que las decisiones doctrinales de la
Congregación, aprobadas expresamente por el Papa, son de naturaleza magisterial universal, se seguiría que tales decisiones tendrían un valor meramente orientador y disciplinar, o incluso equivalente al valor de una opinión teológica, por respetable
que esta fuera. Pero esto contradice a la tradición
eclesial y a la voluntad y al mandato del propio Sumo Pontífice.
Por esa razón, el presente documento, incluso no
siendo un acto propio del magisterio del Sumo Pontífice, refleja su pensamiento, ya que ha sido explícitamente aprobado y confirmado por el Papa, y asimismo indica su voluntad de que cuanto en él se con-
El Papa, bajo la Gloria de Bernini. Basílica de San Pedro del Vaticano
El Documento no enseña
doctrinas nuevas,
sino que reafirma
y reasume la doctrina
de la fe católica definida.
Es un Documento
de naturaleza magisterial
universal, explícitamente
aprobado y confirmado
por el Papa
tiene sea mantenido por toda la Iglesia, puesto que es
él quien ha ordenado su publicación.
La fórmula de aprobación que concluye el documento es de especial y elevada autoridad: certa scientia et apostólica sua auctoritate. Esto corresponde
a la importancia y esencialidad de los contenidos
doctrinales que esta Declaración enseña: se trata de
verdades de fe divina y católica (que pertenecen al 1E
coma de la Fórmula de la Profesión de Fe), o de verdades de la doctrina católica que hay que creer firmemente (que pertenecen al 2E coma de la misma
Fórmula). Por consiguiente, el asentimiento requerido
a los fieles es de tipo definitivo e irrevocable.
Conviene precisar, para prevenir cualquier eventual
equívoco, que tal fórmula de reconocimiento por
parte del Sumo Pontífice, que expresa ciertamente
un nivel sumo de autoridad en la aprobación del Documento, y que recoge literalmente expresiones bien
conocidas utilizadas por los Romanos Pontífices en
el pasado, no debilita ni atenúa en modo alguno el
8
Cristo, único Salvador de todos
Es posible, además, que el magisterio ordinario del
Papa confirme o reafirme doctrinas que, por otra parte, pertenecen a la fe de la Iglesia; en este caso, el
pronunciamiento del Papa, aun no teniendo el carácter de una definición solemne, repropone a la Iglesia doctrinas infaliblemente enseñadas para ser creídas y mantenidas definitivamente, y exige por tanto
de los fieles un asentimiento de fe o definitivo.
Un servicio a la fe
En el caso de la Declaración Dominus Iesus se debe decir que subsiste como un documento de la Con-
El Papa, en la Colina de las Cruces, durante se viaje
a Lituania, en 1993
valor de los otros documentos publicados hasta ahora por la Congregación para la Doctrina de la Fe, y
aprobados expresamente por el Papa. Si, efectivamente, por una parte todos los documentos doctrinales de la Congregación, para tener autoridad magisterial, deben ser aprobados expresamente por el Papa, por otra parte esta expresa aprobación puede hacerse con fórmulas diversas, más o menos acentuadas,
teniendo en cuenta sobre todo la finalidad y el diverso orden o tipo de las categorías de verdad contenidas en esos documentos.
El grado de autoridad
Se hace necesaria una sencilla pero obligada puntualización sobre el grado de autoridad de la Declaración Dominus Iesus, a la vista especialmente de la
insistencia con que –también recientemente– diversas intervenciones y publicaciones de ciertos teólogos han levantado críticas al motu proprio del Santo
Padre Ad tuendam fidem y a la Nota Doctrinal Ilustrativa de la Fórmula de la Profesión de Fe, publicada por la Congregación para la Doctrina de la Fe en
1998.
La objeción se refiere a la presunta distinción entre infalibilidad de la doctrina y definitividad de la
doctrina. Según algunos la Nota Doctrinal de la Congregación para la Doctrina de la Fe mantiene que el
Magisterio puede proponer como definitivas, doctrinas que no son enseñadas infaliblemente. La conclusión que se deriva de ello es que, dado que no son
infalibles, tales doctrinas podrían ser consideradas
provisionales o revisables y, por tanto, discutibles
por parte de los teólogos.
Esta objeción, así como su correspondiente conclusión, son totalmente infundadas e inmotivadas.
Si una doctrina es enseñada como definitiva, y consiguientemente irreformable, eso presupone que sea
enseñada por el Magisterio con un acto infalible,
aunque sea de diversa tipología. Por ello el verdadero problema es otro: una doctrina puede ser enseñada por el Magisterio como definitiva bien con un
acto definitorio y solemne (por el Papa, ex cathedra,
y por el Concilio Ecuménico) bien con un acto ordinario no solemne (por el magisterio ordinario y universal del Papa y de los obispos en comunión con
él). En cualquier caso, ambos actos son infalibles.
El Muro de Berlín, derribado en 1989
La Declaración Dominus Iesus
no goza de la prerrogativa
de la infalibilidad.
De todos modos,
las enseñanzas
de las verdades de fe
y de doctrina católica
contenidas en él exigen,
por parte de todos
los fieles, un asentimiento
definitivo e irrevocable,
en cuanto que pertenecen
al patrimonio de fe
de la Iglesia
y han sido propuestas
infaliblemente
gregación para la Doctrina de la Fe, que no goza, en
consecuencia, de la prerrogativa de la infalibilidad, en
cuanto que emana de un organismo inferior al Papa
y al Colegio de los Obispos en comunión con el Papa. De todos modos, las enseñanzas de las verdades
de fe y de doctrina católica contenidas en él exigen,
por parte de todos los fieles, un asentimiento definitivo e irrevocable, no ya por la fuerza y a partir de
la publicación de la Declaración, sino en cuanto que
pertenecen al patrimonio de fe de la Iglesia y han sido propuestas infaliblemente por el Magisterio en
precedentes actos y documentos.
Así pues, esta Declaración se presenta, por su propia naturaleza, como un servicio a la fe, tanto para salvaguardarla de errores y ambigüedades que oscurecen, o incluso alteran, puntos esenciales de su patrimonio genuino –así el misterio de la unicidad y universalidad salvífica de Cristo y el misterio de la
unidad y de la unicidad de la Iglesia, sacramento universal de la salvación–, como para promover una
comprensión más profunda de ella, en fidelidad y
continuidad con la tradición eclesial. Tal servicio,
que es exactamente lo contrario de una limitación y
de un sofocamiento de la investigación teológica,
abre la inteligencia de los creyentes, liberándola del
riesgo de desviaciones y de parcialidades, para reconducirla en la justa dirección hacia la comprensión de la plenitud de la revelación divina. El documento es, en tal sentido, también una servicio a la
caridad, aquella a la que Antonio Rosmini llamaba caridad intelectual, puesto que la salus animarum, que
para la Iglesia vale más que cualquier otra cosa, requiere, como condición esencial, el anuncio y la defensa de la verdad de fe.
Cristo, único Salvador de todos
Intervención de don Angelo Amato S.D.B.
Los contenidos cristológicos de la Declaración
T
res son sustancialmente, desde un punto de
vista cristológico, los contenidos doctrinales
que la Declaración Dominus Iesus trata de
confirmar para contrastar interpretaciones erróneas o
ambiguas sobre el acontecimiento central de la revelación cristiana, es decir, sobre el significado y sobre el valor universal del misterio de la Encarnación:
1. La plenitud y la definitividad de la Revelación de
Jesús (nn. 5-8). 2. La unidad de la economía salvífica del Verbo encarnado y del Espíritu Santo (nn. 912). 3. La unicidad y la universalidad del misterio
salvífico de Jesucristo (nn. 13-16).
La reafirmación de la plenitud y de la definitividad de la revelación cristiana es una oposición a la tesis sobre el carácter limitado, incompleto e imperfecto de la revelación de Jesucristo, considerada por
tanto complementaria a la que está presente en otras
religiones. El fundamento de este aserto erróneo sería el hecho de que la plena y completa verdad sobre
Dios no podría ser monopolio de ninguna religión
histórica. Ninguna religión, y por consiguiente tampoco el cristianismo, podría expresar adecuadamente todo el entero misterio de Dios. Esta tesis es rechazada como contraria a la fe de la Iglesia. Jesús, en
cuanto Verbo del Padre, es el Camino, la Verdad y
la Vida (Jn 14, 6). Y es Él quien revela la plenitud
del misterio de Dios: A Dios nadie lo ha visto nunca;
precisamente el Hijo unigénito que está en el seno del
Padre lo ha revelado (Jn 1, 18).
Precisamente, la Declaración pone de relieve que
la fuente de la plenitud y de la universalidad de la
revelación cristiana es la persona divina del Verbo
encarnado: La verdad sobre Dios no queda abolida
o reducida porque está dicha con un lenguaje humano; más bien al contrario, sigue siendo única,
plena y completa, porque quien habla y actúa es el
Hijo de Dios encarnado (n. 6). En consecuencia, la
revelación cristiana cumple cualquier otra revelación salvífica de Dios a la Humanidad.
En este contexto, la Declaración propone dos aclaraciones: ante todo, la distinción entre fe teologal y
creencia. A la verdad de la revelación cristiana se
responde con la obediencia de la fe, virtud teologal
que implica un asentimiento libre y personal a toda la
verdad que Dios ha revelado. Si la fe es acogida de la
verdad revelada por Dios, Uno y Trino, la creencia,
en cambio, es experiencia religiosa a la búsqueda todavía de la verdad absoluta, y, por consiguiente, privada del asentimiento a Dios que se revela (n. 7).
La segunda aclaración se refiere a la hipótesis
acerca del valor inspirado de los textos sagrados de
otras religiones. Se reafirma, a este propósito que la
tradición de la Iglesia reserva la cualificación de textos inspirados sólo a los libros canónicos del Antiguo
y del Nuevo Testamento, en cuanto inspirados por
el Espíritu Santo (n. 8). De todos modos, se reconocen las riquezas espirituales de los pueblos, a pesar de
sus lagunas, insuficiencias y errores. En consecuencia, los libros sagrados de otras religiones, que de hecho alimentan y guían la existencia de sus fieles,
reciben del misterio de Cristo los elementos de bondad y de gracia que están presentes en ellos (n. 8).
Tesis erróneas
■ Por lo que respecta a la unidad de la economía
salvífica del Verbo, la Declaración se propone contrastar tres tesis que, para fundar teológicamente el
pluralismo religioso, tratan de relativizar y de disminuir la originalidad del misterio de Cristo. Una
Portada de entrada al coro occidental de la catedral de Naumburgo (Alemania)
9
Cristo, único Salvador de todos
10
Biblia hebrea, denominada Kennicott. Escrita en España, actualmente se encuentra en la Badleian Library (Oxford)
primera tesis considera a Jesús de Nazaret como una
de tantas encarnaciones histórico-salvíficas del Verbo eterno, reveladora de lo divino en una medida no
exclusiva, sino complementaria de otras figuras históricas. Contra tal hipótesis se reafirma la unidad entre el Verbo eterno y Jesús de Nazaret. Sólo Jesús es
el Hijo y el Verbo del Padre. Es, pues, contrario a la
fe cristiana introducir cualquier tipo de separación
entre el Verbo y Jesucristo: Jesús es el Verbo encarnado, persona una e indivisible, que se hizo hombre
para la salvación de todos (n. 10).
Derivada de la primera, una segunda tesis errónea
establece una distinción dentro de la economía del
misterio del Verbo, por lo que tendríamos una doble
economía salvífica: la del Verbo eterno distinta de la
del Verbo encarnado: La primera tendría una plusvalía de universalidad respecto a la segunda, limitada solamente a los cristianos, si bien la presencia de Dios en ella sería más plena (n. 9). La Declaración rechaza esta distinción y reafirma la fe de
la Iglesia en la unicidad de la economía salvífica
querida por Dios Uno y Trino, en cuya fuente y en cuyo centro está el misterio de la encarnación del Verbo, mediador de la gracia divina en el plan de la
creación y de la redención (n. 11). Jesucristo, Hijo de
Dios hecho hombre, es el único mediador y redentor
de toda la Humanidad. Si hay elementos de salvación
y de gracia fuera del cristianismo, encuentran su
fuente y su centro en el misterio de la encarnación del
Verbo.
Una tercera tesis errónea separa, en cambio, la
economía del Espíritu Santo de la del Verbo encarnado: la primera tendría una carácter más universal
que la segunda. La Declaración rechaza también esta hipótesis como contraria a la fe católica. La encarnación del Verbo es, efectivamente, un acontecimiento salvífico trinitario: El misterio de Jesús, Verbo encarnado, constituye el lugar de la presencia
del Espíritu Santo y el principio de su efusión a la
Humanidad no sólo en los tiempos mesiánicos, sino también en los tiempos precedentes su venida en
la Historia (n. 12). El misterio de Cristo está íntimamente conectado con el del Espíritu Santo, por lo
cual la acción salvífica de Jesucristo, con y por su
Espíritu, se extiende más allá de los confines visibles de la Iglesia, a toda la Humanidad. Hay una úni-
ca economía divina trinitaria que abarca a la Humanidad entera, en virtud de la cual los hombres no pueden entrar en comunión con Dios si no es por medio
de Cristo, bajo la acción del Espíritu (n. 12).
Si hay elementos
de salvación y de gracia
fuera del cristianismo,
encuentran su fuente
y su centro
en el misterio
de la Encarnación
del Verbo
■ La Declaración, por último, y contra la tesis que
niega la unicidad y la universalidad salvífica del misterio de Cristo, reafirma que debe ser «firmemente
creída», como dato perenne de la fe de la Iglesia, la
verdad de Jesucristo, Hijo de Dios, Señor y Único
Salvador, que en su acontecimiento de encarnación,
muerte y resurrección ha llevado a cumplimiento la
historia de la Salvación que tiene en Él su plenitud y
su centro (n. 13). Recogiendo los numerosos datos bíblicos y magisteriales, se declara que la voluntad
salvífica, universal de Dios Uno y Trino es ofrecida
y cumplida de una vez para siempre en el misterio de
la encarnación, muerte y resurracción del Hijo de
Dios (n. 14).
En este sentido, la Declaración responde a las propuestas de evitar en teología términos como unicidad, universalidad y absoluticidad que pondrían un
énfasis excesivo en el significado y en el valor del
acontecimiento salvífico de Jesús, precisando que
tal lenguaje trata de permanecer fiel al dato revelado.
El uso de estos términos es asertivo; es decir, la Iglesia, desde el principio, ha creído en Jesucristo, Hijo
unigénito del Padre, que con su encarnación ha regalado a la Humanidad la verdad de la revelación y su
vida divina (n. 15).
Recordando estas doctrinas cristológicas, la Declaración se propone reafirmar sobre todo la firme
conciencia de fe de la Iglesia contra hipótesis ambiguas y erróneas. En segundo lugar, ha tratado de invitar a una ulterior y más profunda exploración del
significado de las figuras y de los elementos positivos
de otras religiones. Si la única mediación del redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas una
variada cooperación (Lumen gentium, 62), queda
todavía por profundizar el contenido de esta mediación participada, que sin embargo debe permanecer siempre regulada por el principio de la única
mediación de Cristo (n. 14).
En suma: el debate teológico permanece abierto.
Han sido cerradas únicamente aquellas vías que llevaban a callejones sin salida.
11
Cristo, único Salvador de todos
Intervención de monseñor Fernando Ocáriz
Los contenidos eclesiológicos de la Declaración
L
os capítulos IV, V y VI de la Declaracion Dominus Iesus abordan las consecuencias eclesiológicas de la doctrina contenida en los capítulos precedentes. Queda afirmada ante todo la
existencia de una única Iglesia, en correspondencia
a la unicidad y universalidad de la mediación salvífica de Jesucristo (cfr. n. 16). Tal correspondencia
está fundada en la voluntad del Señor, que no estableció la Iglesia como una simple comunidad de discípulos, sino también como misterio salvífico. La
Iglesia es, efectivamente, la presencia del mismo
Cristo que actúa en la Historia la salvación, en los
discípulos y a través de los discípulos. Así pues, del
mismo modo que hay un solo Cristo, hay una sola
Iglesia: una sola Cabeza, un solo Cuerpo.
A continuación la Declaración recoge otra importante enseñanza del Concilio Vaticano II y ofrece
su precisa interpretación: la única Iglesia subsiste
(subsistit) en la Iglesia católica presidida por el Sucesor de Pedro y por los otros obispos. El Vaticano II
quiere decir, con esta afirmación, que la única Iglesia de Jesucristo continúa existiendo a pesar de las divisiones entre los cristianos; y, más precisamente todavía, que sólo en la Iglesia católica subsiste la Igle-
La Declaración recoge
una importante enseñanza
del Concilio Vaticano II
y ofrece su precisa
interpretación: la única
Iglesia subsiste (subsistit)
en la Iglesia católica
presidida
por el sucesor de Pedro
y por los otros obispos
sia de Cristo en toda su plenitud, mientras que fuera
de su estructura visible existen elementos de santificación y de verdad propios de la misma Iglesia (cf. n.
17). Llegados a este punto, el texto de la Dominus
Iesus recuerda que, algunas comunidades cristianas
no católicas, conservan entre esos elementos de santificación y de verdad, el Episcopado válido y la Eucaristía válida y, por eso, son Iglesias particulares,
es decir, porciones del único pueblo de Dios en las
cuales está presente y actúa la Iglesia una, santa,
católica y apostólica (Concilio Vaticano II, Decreto
Christus Dominus, 11), como es el caso de las Iglesias ortodoxas. Así pues, existe una sola Iglesia (que
subsiste en la Iglesia católica), y al mismo tiempo
existen verdaderas Iglesias particulares no católicas.
No se trata de una paradoja: existe una sola Iglesia de
la que son porciones todas las Iglesias particulares,
aunque en algunas de éstas (las no católicas) no exista la plenitud eclesial, en cuanto que su unión con el
todo no es perfecta, por la falta de plena comunión
con aquel que, según la voluntad del Señor, es principio y fundamento de la unidad del episcopado y
de la Iglesia entera (el Obispo de Roma, Sucesor de
Pedro: cf. Lumen gentium, 23).
12
Necesidad de la Iglesia
La unicidad y universalidad de la Iglesia es vista a
continuación por la Declaración en el contexto del
Reino de Dios. Recordando que la Iglesia es germen
e inicio del Reino de Cristo y de Dios (cf. Lumen gentium, 5), se expresa su dimensión escatológica: este
Reino es ya una realidad presente en la
Historia, pero solamente al final de los
tiempos alcanzará su
pleno desarrollo. Recogiendo las enseñanzas de la encíclica
Redemptoris missio,
la Declaración reafirma que el Reino, aun
no identificándose
con la Iglesia en su realidad visible y social,
está indisolublemente unido a Cristo y a
la Iglesia (cf. n. 18).
Así se excluyen algunas tesis contrarias a
la fe católica que, partiendo de presupuestos diversos, niegan
la unicidad de la relación que Cristo y la
Iglesia tienen con el
Reino de Dios (n. 19).
Directamente, y
por último, la Declaración Dominus Iesus afronta la cuestión de la relación
que la Iglesia y las
religiones no cristianas tienen con la salvación de los hombres (nn. 20-22). Ante todo queda reafirmada la verdad de fe
según la cual la Iglesia peregrinante es
necesaria para la
salvación (Lumen
gentium, 14), verdad
que no hay que separar de esta otra: Dios
quiere que todos los
hombres se salven (1
Tim 2, 4). La Declaración –siguiendo
también aquí la encíclica Redemptoris
missio– reafirma que
es necesario creer
conjuntamente en estas dos verdades: la
real posibilidad de la
salvación en Cristo
para todos los hombres y la necesidad
de la Iglesia en orden
a tal salvación (n.
20). Debemos creer
que toda salvación
–también la de los no cristianos– viene de Cristo a
través de la Iglesia, pero no sabemos cómo se realiza eso en el caso de los no cristianos (cf. n. 21). Por
eso es especialmente necesario, en este contexto,
no pensar en la Iglesia sólo, ni primariamente, en
su dimensión visible y social, sino primero y sobre
todo en su realidad de misterio interior, espiritual, radicado en la obra de Cristo que, mediante su Espíritu,
edifica su Cuerpo en la Comunión de los Santos.
Cristo, único Salvador de todos
La Dominus Iesus rechaza por consiguiente una
interpretación, hoy bastante difundida –pero contraria a la fe católica–, según la cual todas las religiones, en cuanto tales, por sí mismas, serían vías de salvación junto a la religión cristiana. Recogiendo también aquí la enseñanza del Vaticano
II y de la encíclica Redemptoris missio, la Declaración recuerda que
las otras religiones
contienen elementos
de religiosidad que
proceden de Dios, y
que forman parte de
cuanto el Espíritu
obra en el corazón
de los hombres y en
la historia de los
pueblos, en las culturas y en las religiones (n. 21). Tienen estos elementos
un valor de preparación al Evangelio
(ibíd.), por más que
otros elementos de
ellas constituyan
más bien obstáculos
(cf. ibíd.) Sigue
siendo, pues, plenamente actual la misión de la Iglesia ad
gentes, también porque, si es verdad que
los fieles de las
otras religiones pueden recibir la gracia
divina, también es
cierto que «objetivamente» se encuentran en una situación gravemente
deficitaria en comparación a la de
quienes, en la Iglesia, tienen la plenitud de los medios
salvíficos (n. 22). De
todos modos, la Declaración recuerda a
todos los hijos de la
Iglesia que su particular condición no
debe ser atribuida a
sus propios méritos,
sino a una especial
gracia de Cristo; si
no corresponden a
ella con el pensamiento, con la palabra y con las obras,
no sólo no se salvarán sino que incluso
serán juzgados más
severamente (n. 22;
cf. Lumen gentium,
14).
Como conclusión,
no es superfluo subrayar que el compromiso de los cristianos de llevar la luz y la fuerza salvífica del Evangelio a todos los hombres no es, ni puede ser, una
afirmación de nosotros mismos, sino más bien un
obligado servicio a los demás mediante la verdad
que salva, de la cual nosotros no somos ni el origen
ni los propietarios, sino gratuitos beneficiarios y servidores; una verdad que debe ser siempre propuesta
en la caridad y en el respeto a la libertad (cf. Ef 4,
15; Gál 5, 13).
Cristo, único Salvador de todos
14
Sobre las principales objeciones que han surgido contra la Declaración Dominus Iesus
La pluralidad
de las confesiones no relativiza
las exigencias de la verdad
El cardenal Joseph Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, ha mantenido recientemente esta larga entrevista
con Christian Geyer, del diario alemán Frankfurter Allgemeine Zeitung, titulada Me parece absurdo lo que quieren ahora nuestros
amigos luteranos. El cardenal fue invitado por el periódico a responder a las principales objeciones que han sido hechas a la citada
L
a más reciente Declaración de la Congregación vaticana para la Doctrina de la Fe ha
desencadenado una controversia mundial.
En el centro de la discusión sobre el Documento
«Dominus Iesus» no están menudencias de política eclesial, sino cuestiones sustanciales de la fe cristiana: su pretensión de verdad y la relación entre
las Iglesias que se remiten a ella. En Alemania causó agitación especialmente la afirmación de que la
Iglesia evangélica (n. del t.: quiere decir las Iglesias nacidas de la Reforma) no es Iglesia en sentido
propio. El Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el cardenal Joseph Ratzinger, bajo
cuya dirección se ha redactado la polémica Declaración, explica detalladamente en este periódico
las discrepancias con sus críticos. A la parte evangélica dice que lleva la actual polémica «de modo
sencillamente erróneo». Pues reivindicar el concepto de Iglesia del mismo modo para todas las comunidades eclesiales existentes iría ya contra su
propia autocomprensión: «De modo que no ofendemos a nadie al decir que las Iglesias evangélicas
reales no son Iglesia en el mismo sentido que lo
quiere ser la Iglesia católica; ellos mismos no quieren serlo en absoluto». También a propósito del diálogo interreligioso pone el cardenal un acento provocador, sugiriendo la conversión al cristianismo: la
pretensión de la verdad no se relativiza por la pluralidad de las confesiones.
Señor cardenal, ¿dirige usted un departamento en el que existen tendencias a la ideologización
y a la infiltración fundamentalista de la fe? Esta
crítica está contenida en una comunicación difundida recientemente por la sección alemana de
la Sociedad Europea para la Teología Católica.
Debo confesar que declaraciones como ésa a la
que usted alude me aburren cada vez más. Conozco
de memoria desde hace mucho tiempo ese vocabulario, en el cual nunca faltan los conceptos de fundamentalismo, centralismo romano y absolutismo,
vuelta atrás con respecto al Vaticano II. No necesito
esperar a las Noticias, yo mismo podría formular tales declaraciones al instante, porque se repiten una y
otra vez, independientemente del argumento de que
se trate. Me pregunto por qué no se les ocurre realmente a estos señores ya nada nuevo.
¿Piensa usted que las críticas ya son falsas, sólo porque se repiten tan a menudo?
No, sino porque en lo estereotipado de esta crítica echo en falta un análisis diferenciado de los asuntos. Algunos plantean críticas con tanta facilidad porque probablemente consideran todo lo que llega de
Roma, inmediatamente, desde un punto de vista po-
lítico, en la perspectiva del reparto del poder, en lugar de hablar seriamente de los contenidos.
Conozco de memoria
desde hace mucho tiempo
ese vocabulario, en el cual
nunca faltan los conceptos
de fundamentalismo,
centralismo romano
y absolutismo,
vuelta atrás
con respecto al Vaticano II
Desde luego, los contenidos son bastante explosivos. ¿Se sorprende verdaderamente de que encuentre tanta oposición un Documento en el que se
monopoliza la pretensión de verdad del cristianismo, y en el que a los anglicanos y a los protestantes no les es reconocido el status de Iglesia?
Ante todo deseo expresar mi tristeza y mi desilusión
por el hecho de que las reacciones públicas, salvo
algunas loables excepciones, hayan ignorado por
completo el tema verdadero y propio de la Declaración. El Documento comienza con las palabras Dominus Iesus; se trata de la breve fórmula de fe contenida en 1 Cor 12, 3, en la que Pablo sintetizó la
esencia del cristianismo: Jesús es el Señor.
Con esta Declaración, cuya redacción siguió paso
a paso con mucha atención, el Papa, en el momento
culminante del Año Santo, ha querido profesar de
modo grandioso y solemne que Jesucristo es el Señor,
y así poner enérgicamente lo esencial en el centro, ante las muchas posibles formas de quedarse en las cosas exteriores.
15
Cristo, único Salvador de todos
Un riesgo muy posible
El escándalo de muchos tiene que ver precisamente con esta energía. En el momento culminante del Año Santo, ¿no hubiera sido más oportuno enviar una señal a las otras religiones en lugar de dedicarse a autoconfirmar la propia fe?
Al comienzo de este milenio nos encontramos en
una situación parecida a la que Juan describe al final
del capítulo sexto de su evangelio: Jesús había expuesto claramente su pretensión divina en el anuncio
de la Eucaristía. En el versículo 66 leemos: A partir
de entonces muchos de sus discípulos se echaron
atrás y dejaron de ir con Él. Hoy, en medio de las
palabras y el hablar general, la fe en Cristo corre el
riesgo de descafeinarse y de disolverse en una charla más o menos piadosa. Entonces, el Santo Padre, como Sucesor del Apóstol Pedro, ha querido repetir
con él: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de
vida eterna; nosotros hemos creído y conocido que tú
eres el Santo de Dios (Jn 6, 68 ss.) El Documento
quiere ser una invitación a todos los cristianos para
que se adhieran de nuevo a esta confesión y dar así al
Año Santo un significado grande y profundo. Me ha
alegrado que el Presidente de las Iglesias protestantes de Alemania, Kock, en su reacción, por lo demás
muy correcta, haya reconocido este punto esencial
del texto y lo haya parangonado con la Declaración
de Barmen, con la que, en 1934, la Bekennende Kirche, en sus comienzos, rechazó a la Iglesia del Reich
creada por Hitler. También el profesor Jüngel, de Tubinga, ha encontrado en este texto –a pesar de sus
reservas sobre la parte eclesiológica– un aliento apostólico, similar a la Declaración de Barmen. Además,
el Primado de la Iglesia anglicana, el arzobispo Carey, ha manifestado su apoyo agradecido y decidido al verdadero tema de la Declaración. ¿Por qué,
en cambio, la mayor parte de los comentaristas lo
pasa por alto? Agradecería de muy buena gana una
respuesta.
Lo más explosivo en lo referente a lo políticoeclesiástico está contenido en la parte del Documento dedicada al ecumenismo. En nombre de
los evangélicos se ha pronunciado Eberhard Jüngel, afirmando que su Documento hace caso omiso del hecho de que todas las Iglesias cada una a su
propia manera quieren ser lo que de hecho son:
Iglesia una, santa, católica, apostólica. De modo
que ¿se engaña la Iglesia católica pretendiendo
tener una marca registrada, cuando, en realidad,
según Jüngel, comparte el derecho a usar esta
marca con las otras Iglesias?
Las cuestiones eclesiológicas y ecuménicas, de
las que ahora hablan todos, ocupan solamente una
pequeña parte del Documento, que nos ha parecido necesario redactarla para hacer notar la contemporaneidad de Cristo y su presencia eficaz en la Historia.
Me maravilla un poco que Jüngel diga que la Iglesia
una, santa, católica y apostólica esté presente en todas
las Iglesias a su propia manera, y que con ello, por
lo que parece, (si le he entendido bien) considere resuelta la cuestión de la unidad de la Iglesia. ¡Pero si estas numerosas Iglesias se contradicen! Si todas son
Iglesias a su propia manera, entonces esta Iglesia es
un conjunto de contradicciones, y no es capaz de ofrecer a los hombres ninguna orientación clara.
Pero de esta imposibilidad normativa, ¿deriva
también una imposibilidad efectiva?
Reivindicar del mismo modo para todas las comunidades eclesiales existentes el concepto de Iglesia, me parece precisamente contrario a la propia
conciencia que tienen de sí mismas. Lutero mantenía
que la Iglesia, en sentido teológico y espiritual, no podía encarnarse en la gran estructura institucional de
la Iglesia católica, a la que, más bien, consideraba
un instrumento del Anticristo. Según su visión, la
Iglesia existe allí donde la Palabra de Dios convoca
Camino hacia la salvación del alma, de Andrea da Firenze. Capilla de Santa María Novella, Florencia
Hoy la fe en Cristo
corre el riesgo
de descafeinarse
y de disolverse
en una charla
más o menos piadosa.
¡Estas numerosas Iglesias
se contradicen! Si todas son
Iglesias a su propia manera,
entonces esta Iglesia
es un conjunto
de contradicciones
y no es capaz
de ofrecer a los hombres
ninguna orientación clara
Lutero ante Carlos V en la Dieta de Worms
y une a las personas. De modo correspondiente, la
tradición que se remite a Lutero considera presente a
la Iglesia allí donde la Palabra se anuncia correctamente y los sacramentos son administrados del modo justo. Lutero mismo no podía en modo alguno
considerar Iglesia a las nacientes Iglesias regionales sometidas a los príncipes: eran construcciones
externas auxiliares, que hacían falta, pero que evidentemente no eran la Iglesia en sentido espiritual. Y,
¿quién pretendería hoy afirmar sin más que estructuras surgidas por casualidades históricas, por ejemplo la Iglesia de Hessen-Waldeck, o la de Schaumburg-Lippe, son Iglesias del mismo modo en que la
Iglesia católica considera que lo es? Por otra parte, la
Unión de las Iglesias luteranas en Alemania
(VELKD) y la Unión de las Iglesias protestantes en
Alemania (EKD) no quieren explícitamente ser una
Iglesia. A cualquiera que lo examine con realismo
le parece claro que la realidad de la Iglesia para los
16
Cristo, único Salvador de todos
protestantes reside en otra parte y no en aquellas instituciones llamadas Iglesias regionales. Sobre esto
se debería discutir.
¿En qué consiste la Iglesia?
Sin embargo, es un hecho que los ambientes
evangélicos consideran una ofensa su clasificación como comunidad eclesial. Las duras reacciones a su Documento son una clara prueba de ello.
Lo que parecen querer en este momento nuestros
amigos luteranos me parece francamente absurdo,
es decir, que nosotros consideremos estas estructuras,
surgidas de casualidades históricas, como Iglesia del
mismo modo con que creemos Iglesia a la Iglesia
católica, fundada sobre la sucesión de los apóstoles
en el episcopado. La verdadera discusión sería que
nuestros amigos evangélicos nos dijesen que para
ellos la Iglesia es algo diferente, una realidad más
espiritual y no tan institucionalizada, ni siquiera en la
sucesión apostólica. La cuestión no es si las Iglesias
existentes son todas Iglesia de la misma manera, cosa que evidentemente no es así, sino dónde y cómo
perdura o no perdura la Iglesia. En este sentido, a
nadie ofendemos diciendo que las estructuras eclesiásticas evangélicas, que de hecho existen, no son
Iglesia en el sentido en que quiere serlo la católica.
Ellas mismas no quieren serlo.
Esta problemática tal como usted la propone,
¿fue objeto de reflexión en el Concilio Vaticano
II?
El Concilio Vaticano II trató de acoger este diverso modo de determinar el lugar de la Iglesia, afirmando que las Iglesias evangélicas fácticas no son
Iglesia, del mismo modo como la católica cree serlo,
pero que en el cristianismo reformado existen elementos de santificación y de verdad. Puede que el
término elementos no fuese la opción mejor; en todo
caso, se trata de referirse a esta comprensión de la
Iglesia más bien como acontecimiento. El modo en
que se plantea ahora el debate está sencillamente
equivocado. Me gustaría que no fuera necesario precisar que la Declaración de la Congregación para la
Doctrina de la Fe no ha hecho otra cosa que recoger
los textos conciliares y los documentos postconciliares, sin añadir ni quitar nada.
En cambio Eberhard Jüngel observa ahí alguna diferencia. En su momento, el Concilio Vaticano II no habría afirmado que la única y sola
Iglesia de Cristo está realmente sólo y exclusivamente en la Iglesia católica romana, en opinión
de Jüngel. En la Constitución Lumen gentium se
dice solamente que la Iglesia de Cristo subsiste en
la Iglesia gobernada por el sucesor de Pedro, y por
los obispos en comunión con él, es decir, está realmente. Sin embargo, con la palabra latina subsistit no se habría querido entonces reivindicar
exclusividad alguna.
Lamentablemente, y una vez más, no puedo
estar de acuerdo con el estimado colega Jüngel. Yo
mismo estaba presente entonces, cuando, durante
el Concilio Vaticano II, fue elegida la expresión
subsistit, y puedo decir que conozco bien el tema. Por desgracia, en una entrevista no se puede
bajar a detalles. Pío XII, en su encíclica sobre la
Iglesia, había dicho sin más: La Iglesia católica
romana «es» la única Iglesia de Jesucristo. Eso
parecía expresar una identidad total, en virtud de
la cual fuera de la comunidad católica no quedaría nada de Iglesia. Pero esto no es exacto: según
la doctrina católica que Pío XII no puso en cuestión, las Iglesias locales de la Iglesia oriental, separada de Roma, son auténticas Iglesias locales;
las comunidades nacidas de la Reforma están
constituidas de forma distinta, como acabo de decir, pero en ellas acontece la Iglesia, por expresarlo de este modo.
El episcopado universal, en la basílica de San Pedro, durante una de las sesiones del Concilio Vaticano II
Me gustaría que
no fuera necesario precisar
que la Declaración
de la Congregación
para la Doctrina de la Fe
no ha hecho otra cosa
que recoger
los textos conciliares
y los documentos
postconciliares
sin añadir ni quitar nada
17
Cristo, único Salvador de todos
No, al subjetivismo
¿Pero entonces, no se debería decir, consecuentemente: no existe una única Iglesia, se ha
disgregado en numerosos fragmentos?
Efectivamente, muchos contemporáneos lo consideran así. Existirían solamente fragmentos eclesiales y sería necesario buscar lo mejor de los diversos trozos. Pero si fuera así, se habría canonizado el
subjetivismo; entonces cada cual debería fabricarse
su propio cristianismo, y, a fin de cuentas, decidiría
el gusto personal.
Pentecostés, de William Congdon
La Iglesia de Cristo existe
verdaderamente,
y no retazos de ella.
No es una utopía
inalcanzable
sino una realidad concreta.
El Señor garantiza
la existencia de la Iglesia
contra todos nuestros errores
y pecados, que sin duda
existen de forma patente
en la Iglesia católica
Quizás es precisamente la libertad que corresponde al cristiano, por mucho que tal collage se
pueda leer desde la crítica cultural también como subjetivismo o individualismo.
La Iglesia católica, al igual que la ortodoxa, está
convencida de que semejante comprensión de las
cosas es irreconciliable con la promesa de Cristo y
con su fidelidad. La Iglesia de Cristo existe verdaderamente, y no sólo retazos de ella. No es una utopía inalcanzable, sino una realidad concreta. Eso precisamente es lo que quiere decir el subsistit: el Señor
garantiza la existencia de la Iglesia contra todos nuestros errores y pecados, que sin duda existen de forma
patente en la Iglesia católica. Pero con el subsistit
se ha querido decir también que, si bien el Señor
mantiene su promesa, existe realidad eclesial también fuera de la comunidad católica, y que es justamente esta aparente contradicción la más fuerte solicitación a buscar la unidad. Si el Concilio hubiese
querido decir sencillamente que la Iglesia de Jesucristo está también en la Iglesia católica, habría dicho
una banalidad, por cuya formulación no hubiera sido
necesario disputar. Y el Concilio habría entrado con
ello en neta contradicción con toda la historia de fe de
la Iglesia, lo cual ni se le hubiera pasado por la cabeza
a ningún Padre conciliar. Por lo demás también el
contexto es totalmente unívoco.
Pero las argumentaciones de Jüngel son de carácter filológico, y, en este sentido, él considera
que la interpretación de la Congregación para la
Doctrina de la Fe, que usted acaba de explicar,
va descaminada. De hecho, según la terminología de la Vieja Iglesia, subsiste también el único
ser divino y no en una Sola Persona, sino en Tres
Personas. La pregunta que surge de esta reflexión es la siguiente: si Dios mismo subsiste en la diferencia entre Padre, Hijo y Espíritu Santo, y sin
embargo no está dividido en sí mismo, formando
así una comunión de recíprocas alteridades, ¿por
qué eso no debería valer para la Iglesia, que representa en el mundo el mysterium Trinitatis?
Me entristece tener que oponerme una vez más a
Jüngel. Ante todo, es necesario observar que la Iglesia de Occidente, al traducir la fórmula trinitaria al latín, no asumió directamente la fórmula oriental en
la cual Dios es una esencia en tres hipóstasis (subsistencias), sino que tradujo la palabra hipóstasis con
el término persona, porque en latín el concepto subsistencia como tal no existía, y no sería adecuado
para expresar la unidad y la diferencia entre Padre, Hijo y Espíritu Santo. Pero, sobre todo, estoy cada vez
más decididamente en contra de la tendencia, cada
vez más de moda, a transferir el misterio trinitario
directamente a la Iglesia. Eso no puede ser. Así terminaremos por creer en tres divinidades.
¿Por qué tendría que terminar en ello? ¿Por
qué no se puede parangonar la alteridad recíproca del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo con la
alteridad recíproca de las comunidades eclesiales? ¿No podría haber encontrado aquí Jüngel
una atractiva fórmula de armonía?
Entre las comunidades eclesiales hay muchas contradicciones, y ¡qué importantes! Las tres Personas,
sin embargo, son un solo Dios, en la más real y suma
18
Cristo, único Salvador de todos
ción de afirmaciones doctrinales; el contenido nuclear de la fe se expresa en su profesión, que encuentra su lugar propio en la administración del sacramento del Bautismo, y que, por tanto, es parte de
un proceso vital. Es la expresión de una nueva orientación de la existencia, que, sin embargo, no me doy
yo a mí mismo, sino que recibo. Esta nueva orientación de la existencia significa, al mismo tiempo, salir de mi yo y de mi individualismo, y entrar en la
comunidad de fieles que se llama Iglesia. El núcleo
de la fórmula del Bautismo es la confesión del Dios
trinitario. Todos los dogmas posteriores son sólo precisiones de esa profesión, y sirven para que permanezca su orientación de fondo, el volverse al Dios
vivo. Únicamente cuando se ve el Dogma en este
contexto vital, se comprende de manera justa.
Algo muy concreto
Sahara, de William Congdon
unidad. Cuando los Padres conciliares sustituyeron la
palabra es, por la palabra subsistit, lo hicieron con
un sentido bien preciso. El concepto es (ser) es más
amplio que el concepto subsistir. Subsistir es un modo determinado de ser, es decir, ser como sujeto propio que existe en sí mismo. Así pues, los Padres conciliares querían decir que el ser de la Iglesia en cuanto tal va mucho más allá que la Iglesia católica romana, pero que en esta última tiene, de manera única,
el carácter de un sujeto verdadero y propio.
Se malinterpreta el Dogma
si se lo considera
una colección
de afirmaciones doctrinales
Elementos de verdad
Demos un paso atrás. Sorprende la curiosa semántica presente a veces en los documentos eclesiales. Usted mismo indicaba que la expresión elementos de verdad, que es central en el enfrentamiento actual, no es del todo feliz. La expresión
elementos de verdad, ¿no refleja acaso una especie
de concepto químico de verdad, la verdad como
sistema periódico de los elementos? Es decir: la
idea de poder separar mediante afirmaciones doctrinales la verdad de la falsedad, o de la verdad
parcial, ¿no tiene siempre un algo de prepotente,
desde el momento que tales afirmaciones pretenden reducir una realidad compleja, porque viene
de Dios, al modelo de un círculo cerrado?
La Constitución del Concilio Vaticano II sobre la
Iglesia habla de numerosos elementos de santificación
y de verdad, que se encuentran fuera del organismo visible de la Iglesia (Lumen gentium, 8); el Decreto sobre
ecumenismo enumera algunos de estos elementos: la
palabra de Dios escrita, la vida de la gracia, la fe, la esperanza y la caridad, y otros dones interiores del Espíritu Santo, y elementos visibles (Unitatis redintegratio, 3). Quizás exista un vocablo mejor que elementos, pero el significado real es claro: la vida de la fe,
al servicio de la cual está la Iglesia, es una realidad con
muchas dimensiones, y en ella pueden distinguirse,
ciertamente, diversos elementos, que están en su interior, o también, precisamente, fuera de ella.
A pesar de todo eso, ¿no tiene que causar sospecha que se quiera aferrar mediante afirmaciones doctrinales un fenómeno que se sustrae tanto
a la verificabilidad empírica, como el de la fe religiosa?
Por lo que se refiere a la fe y a la posibilidad de
aferrarla a través de afirmaciones doctrinales, se malinterpreta el Dogma, si se lo considera una colec-
Ecce homo, de Georges Rouault. Museo Vaticano
¿Significa esto que, bajo esta perspectiva espiritual, no importan ya tanto los contenidos de la
fe?
No, la fe cristiana está determinada por contenidos.
No es una inmersión en una dimensión mística inexpresable, en la que últimamente no importan los contenidos. El Dios, en el que el cristiano cree, nos ha
mostrado su rostro y su corazón en Jesucristo; se ha
expresado a sí mismo. Como ha dicho san Pablo, esta concreción de Dios era ya un escándalo para los
griegos, y naturalmente lo es hoy todavía. Esto es
inevitable.
Pero sorprende también la facilidad con que,
precisamente en ámbitos eclesiales, se es propicio a mostrarse heridos o llenos de dolor, frente a
determinaciones de contenidos de la fe. ¿Usted,
cómo explica una tal moralización del enfrentamiento intelectual, que aparece a menudo como típica de los teólogos?
19
Cristo, único Salvador de todos
No es solamente una moralización, sino también
una politización: el Magisterio es considerado un
poder al que contraponer un poder opuesto. Ya en el
siglo pasado, Ignacio Döllinger había expresado la
idea de que, en la Iglesia, el Magisterio debería tener
el contrapeso de la opinión pública, y de que en ella
la voz de los teólogos debería desempeñar un papel
determinante. Entonces, desde luego, los creyentes se
alejaron masivamente de las posiciones de Döllinger, y apoyaron al Concilio Vaticano I. Me parece
que la dureza de ciertas reacciones pueda explicarse
también por el hecho de que los teólogos se sientan
amenazados en su libertad académica y quieran intervenir en defensa de su misión intelectual. Y naturalmente, un papel determinante lo tiene también el
clima de una cultura secularizada, que todavía puede estar más de acuerdo con el protestantismo que
con la Iglesia católica.
Me parece notar una cierta ironía cuando habla usted de la misión intelectual de los teólogos.
¿Qué hay en realidad de la libertad académica
de los teólogos católicos? El insistir en una eclesialidad, magisterialmente garantizada, de la
teología, ¿no es acaso un condicionamiento ajeno a la ciencia? Y, a la hora de conferir la licencia
eclesial para enseñar (nihil obstat), ¿no falta a menudo transparencia?
Permanecer en la fe de la Iglesia no es para la teología ninguna determinación ajena a su ser. La teología es, según su naturaleza, comprensión de la fe
de la Iglesia, la cual, por eso, es sencillamente condición de su existencia. Por lo demás, en algunos casos también los responsables eclesiales evangélicos
han tenido que retirar a académicos la misión de enseñar, porque habían abandonado los fundamentos
Sobre estas líneas, santo Tomás de Aquino.
A la izquierda, san Francisco de Asís. Vidriera de la abadía de Koenigsfelden, Suiza (siglo XIV)
de su misión. Por lo que se refiere a nuestra participación al otorgar un nihil obstat, debemos recordar ante todo que una cátedra no es un derecho para nadie.
Tampoco las Facultades de Teología están obligadas
a comunicar a cada uno de los candidatos el motivo
por el cual no han sido elegidos, ni a motivar su decisión de modo científico. Nosotros comunicamos a
los obispos por qué razón, según nuestro criterio, no
se puede conceder el nihil obstat a un determinado
candidato; corresponde luego al obispo decidir qué
y cómo lo quiere transmitir. En un cierto número de
casos se ha iniciado un intercambio epistolar con los
candidatos cuyas explicaciones han hecho posible, a
menudo, cambiar la decisión de negativa a positiva.
Un viejo juramento
En Alemania se mantiene actualmente un debate, igualmente controvertido, acerca de la obligación intensificada del juramento de fidelidad,
que según la voluntad de Roma hay que prestar al
asumir un cargo eclesial o una actividad docente
teológica.
Por un lado, es importante al respecto que este juramento del cargo ya existía en el Código de 1917,
así como el Estado exige de sus funcionarios que
juren la Constitución. Todos los señores que protestan ahora intensamente han prestado su juramento estatal de funcionarios sin pestañear. El juramento como tal existía, la categoría de los cargos para los que es exigible se ha ampliado, porque cargos que anteriormente no se consideraban
de responsabilidad propia, están dotados actualmente de esta responsabilidad. Cuando leo y releo
20
el texto del juramento, sencillamente no soy capaz
de reconocer dónde reside lo inadmisible de este
texto. En el juramento, el afectado promete que
mantendrá la comunión con la Iglesia, que cumplirá con los deberes de su cargo conforme al Derecho vigente, que transmitirá fielmente la fe, que
observará la disciplina de la Iglesia, que prestará
obediencia a los pastores legítimos y que apoyará a
su obispo. ¿Qué es en ello una pretensión inaudita?
Sencillamente no puedo descubrirlo.
El núcleo de la crítica de Peter Hünermann se
centra sobre lo siguiente: a través del reforzamiento de la obligación del juramento de fidelidad,
se exige que los teólogos y el clero acepten como
definitivas también enseñanzas sólo indirectamente ligadas a la verdad de fe revelada, pero que
no pertenecen a lo explícitamente revelado.
Ya he hecho frente, de manera detallada, a las informaciones falsas que surgen siempre a este respecto, en dos intervenciones mías, en la Stimmen der
Zeit, en 1999, y en una colaboración mía publicada en
el libro de Wolfgang Beinert, editado aquel año, Gott
- Ratlos vor dem Bösen?, y por eso seré breve. Hünermann dirige su crítica contra el llamado segundo nivel de la profesión de fe, que distingue entre
enseñanzas definitivas e indisolublemente unidas a la
Revelación, y la Revelación propiamente dicha. Es
absolutamente falso afirmar que los Padres del primero y del segundo Concilio Vaticano hayan rechazado expresamente esta distinción. En cambio, es
verdad justamente lo contrario. El concepto de Revelación fue reelaborado al comienzo de la Edad
Moderna con el despuntar del pensamiento histórico.
Se empezó a distinguir entre lo que había sido claramente revelado y lo que
había crecido a partir de la
Revelación, que no estaba separado de esta última, pero
que tampoco estaba directamente contenido en ella. Tal
historización del concepto de
Revelación había sido ajena
a la Edad Media. Esta separación paulatina entre los dos
planos asumió una forma
conceptual en el Concilio Vaticano I, mediante la distinción entre credenda (cosas
que hay que creer) y tenenda (cosas a las que hay que
atenerse). El arzobispo Pilarczyk, de Cincinnati, ha explicado hace poco este concepto, en el documento Papers from Vallembrosa Meeting (2000). Por lo demás,
es suficiente hojear cualquier
libro de Teología Fundamental del período preconciliar para ver que se enseña
justamente esto, por más que
cuestiones singulares relativas a la descripción de
este segundo nivel constituyeron motivo de discusión, y lo son todavía hoy. El Concilio Vaticano II
asumió, por supuesto, la distinción formulada por el
Concilio Vaticano I, y la reforzó. No consigo entender cómo se puede afirmar lo contrario.
La crítica no se refiere tanto a la distinción como tal, sino más bien a la reivindicación de la autoridad suma magisterial para doctrinas que gozan solamente del status de teológicamente bien
fundadas, pero en las cuales, a pesar de su buena
base, existen objeciones que todavía no han sido
completamente eliminadas.
Naturalmente, por doctrinas a las que hay que
atenerse (tenenda) se entiende algo más que doctrinas teológicamente bien fundadas, que evidente-
Cristo, único Salvador de todos
La fe cristiana está
determinada por contenidos.
No es una inmersión
en una dimensión mística
inexpresable
en la que últimamente
no importan los contenidos.
Esta concreción de Dios
era ya un escándalo
para los griegos
y, naturalmente,
lo es hoy todavía
***
Considerar al Magisterio
un poder al que contraponer
un poder opuesto,
no es solamente una
moralización, sino también
una politización:
***
Permanecer en la fe
de la Iglesia no es
para la teología ninguna
El obispo luterano alemán Christian Krause y el cardenal católico
Edward Cassidy firman la Declaración Conjunta católico-luterana
sobre la doctrina de la justificación, en noviembre de 1999
determinación ajena a su ser
mente son mudables. La literatura enumera entre
esas tenenda, por un lado, importantes enseñanzas
morales de la Iglesia (por ejemplo, el rechazo de la eutanasia, del suicidio asistido); por otro, los llamados
hechos dogmáticos (por ejemplo, que los obispos de
Roma son los sucesores de san Pedro, la legitimidad
de los Concilios ecuménicos... etc.)
¿No hay también prohibiciones del juramento
en el Nuevo Testamento?
De hecho, si conviene que existan juramentos en la
Iglesia, es otra cuestión. Sobre eso podrá hablarse. Me
puedo imaginar que, en lugar del juramento, bastara
con una promesa solemne, que se hace en la responsabilidad común por la fe de la Iglesia. Creo que tiene sentido pensar acerca de esto.
Críticas sin fundamento
Volvamos una vez más, por favor, al discutido
Documento de su Congregación. A menudo se critica, en la Declaración Dominus Iesus, más que
una falta de contenido, una forma poco diplomática, con la que se irrita a los interlocutores de
otras religiones y confesiones. El cardenal Sterzinsky, de Berlín, por ejemplo, ha declarado que,
en la formación teológica, se requiere no olvidar en
los sermones el cómo, cuándo y dónde. Y que en
los documentos romanos esto evidentemente no es
así. Y el obispo Lehmann, de Maguncia, ha afirmado, aun adhiriéndose al contenido fundamental, que habría deseado un texto redactado con el
estilo de los grandes textos conciliares, y piensa
que habría que preguntarse hasta qué punto la
Congregación para la Doctrina de la Fe ha colaborado con otras autoridades de la Curia en la formulación del Documento.
Hace referencia, a este propósito, al Consejo para el
Diálogo con las Religiones
No Cristianas, y al Consejo
para la Promoción de la
Unidad de los Cristianos.
Por lo que se refiere a la colaboración con las otras autoridades de la Curia, el Presidente y el Secretario del Consejo para la Unidad, el cardenal Cassidy, y el obispo
Kasper, son miembros de
nuestra Congregación, al igual
que el Presidente del Consejo
para el Diálogo con las Religiones, el cardenal Arinzé. Todos ellos tienen el mismo derecho de voto que yo, dentro
de la Congregación. El Prefecto, de hecho, es sólo el primero entre iguales y tiene la
responsabilidad de un ordenado desarrollo de los trabajos. Los tres miembros de la Congregación que acabo
de citar participaron activamente en la redacción del
documento que, varias veces, fue presentado en la
reunión ordinaria de cardenales, y una vez en la reunión plenaria, en la que participan todos nuestros
miembros extranjeros. Lamentablemente, el cardenal Cassidy y el obispo Kasper, a causa de compromisos en el exterior, no pudieron participar en algunas
sesiones, cuyas fechas, de todos modos, se les habían
dado a conocer con mucha anticipación. En todo caso, recibieron mucho tiempo antes toda la documentación, y sus votos escritos, detallados, fueron comunicados a los participantes y debatidos en profundidad.
¿Encontraron acogida estos votos?
Casi todas las propuestas de ambos fueron acogidas,
porque naturalmente, en el tratamiento de esta ma-
21
Cristo, único Salvador de todos
lio Vaticano II, es completamente diferente del lenguaje de los periódicos, y de los medios de comunicación social en general. Pero entonces, habrá que
traducir el texto, no despreciarlo.
Ecumenismo de transacción
Religiosas en África: la importancia de la misión
teria, para nosotros era muy importante la opinión
del Consejo para la Unidad. Por otra parte, puedo
comprender muy bien que los obispos alemanes sean particularmente sensibles a las dificultades que
emergen del contexto de nuestro país. De todos modos, existe también otro aspecto de esta misma cuestión. Por ejemplo, precisamente en estos días, mientras regresaba a casa, tuve un encuentro con dos hombres en la flor de la vida, que, acercándose a mí, me
dijeron: Somos misioneros en África. ¡Durante cuánto tiempo habíamos esperado estas palabras! Continuamente nos minan el terreno, y así los misioneros
cada vez son menos. La gratitud de estas dos personas, que están en primera línea de la predicación del
Evangelio, me conmovió profundamente. Y ésta es
sólo una de tantas reacciones de este tipo. En realidad,
la verdad molesta siempre y jamás es cómoda. Las
palabras de Jesús son a menudo tremendamente duras, y formuladas sin demasiados miramientos diplomáticos. Walter Kasper ha dicho con razón que el
malestar suscitado por el Documento esconde un
problema de comunicación, porque el lenguaje magisterial clásico, tal como es utilizado en nuestro Documento, en continuidad con los textos del Conci-
Mientras regresaba a casa
tuve un encuentro con dos
hombres en la flor de la vida
que, acercándose a mí,
me dijeron:
Somos misioneros
en África. ¡Durante
cuánto tiempo
habíamos esperado
estas palabras!
El Papa, junto al arzobispo de Canterbury, George Carey, y al metropolitano ortodoxo Athanasios
Mediante el debate sobre este Documento de
su Congregación, se ha planteado de nuevo la
cuestión de las posibilidades y de los límites del
ecumenismo. Los problemas que plantea el proyecto ecuménico no se refieren sólo a la existencia
de una tendencia a difuminar lo que divide y a no
tomar ya en serio lo que, para ambas partes, tiene una validez irrenunciable. Ya hace quince años,
en una colaboración suya en la Theologische Quartalschrift, usted había advertido contra el hecho de
considerar el ecumenismo como una tarea diplomática en categorías políticas, y, en este sentido,
había criticado el ecumenismo de transacción del
primer período postconciliar. ¿Qué es lo que quería decir?
Ante todo, yo diferenciaría el diálogo teológico
de las negociaciones de tipo político o económico. En
el diálogo teológico no se trata de encontrar lo que
puede pretenderse de cada uno, y así, a fin de cuentas, lo útil para ambas partes, sino de descubrir profundas convergencias tras diversas formas lingüísticas, y de aprender a distinguir entre todo lo que está ligado a un determinado período histórico de cuanto, en cambio, es fundamental. Esto es posible, sobre
todo, cuando el contexto de la experiencia de Dios y
de uno mismo ha cambiado, y, consiguientemente, la
lengua, puede ser afrontada con una cierta distancia
y, al mismo tiempo, desde la permanencia interior
en la identidad esencial, de modo que, tras las pasiones que dividen, puedan manifestarse las intuiciones fundamentales, purificadas en ambas partes,
y puedan entonces ser puestas en mutua relación.
¿Podría poner un ejemplo?
Es algo muy claro en la doctrina de la justificación:
la experiencia religiosa de Lutero estaba esencialmente condicionada por su tribulación ante la ira de
Dios y por el deseo de la certeza del perdón y de la
salvación. Pero la experiencia de la ira de Dios se
ha perdido del todo en nuestro tiempo, y que Dios
no pueda condenar a nadie se ha convertido en una
idea general entre los cristianos. En un contexto ya tan
diferente, se podía buscar de nuevo lo que une a las
dos partes, a partir de la Biblia, que es nuestro fundamento común. Por eso no puedo encontrar contradicción alguna entre la Dominus Iesus, que solamente repite las ideas centrales del Concilio, y el
consenso sobre la justificación. Lo importante es que
el diálogo se continúe con mucha paciencia, con mucho respeto mutuo y, sobre todo, con total honradez.
El desafío agnóstico, dirigido a todos nosotros, es el
contexto que nos debe sacar de los prejuicios históricos y conducirnos a lo central. Por ejemplo, volviendo a un momento precedente de nuestro coloquio, pertenece a la honradez no pretender que se
está aplicando el mismo concepto de Iglesia cuando hablamos de la Iglesia católica y de la Iglesia del
Norte del Elba.
Entonces, tras la publicación de su Documento,
¿la fórmula ecuménica de la diversidad reconciliada sigue siendo válida todavía?
Ciertamente puedo aceptar el concepto de diversidad reconciliada si con él no se entiende la indiferencia ante los contenidos y la eliminación de la cuestión de la verdad, de modo que nos consideraríamos
una sola cosa, aunque creamos y enseñemos cosas diversas. A mi parecer, este concepto está bien utilizado si afirma que nosotros, a pesar de los contrastes
que no nos permiten considerarnos del mismo modo
fragmentos de una Iglesia de Jesucristo, que en realidad no existiría, nos encontramos en la paz de Cris-
22
to, reconciliados el uno con el otro. Es más, cuando
reconocemos nuestra división como contradicción
a la voluntad del Señor, y cuando el dolor por ella
nos empuja a buscar la unidad e implorar al Señor, sabiendo que todos necesitamos pedir su perdón.
Escribir derecho con renglones torcidos
Ocasionalmente se leen pasajes del Papa, y
también suyos, que relativizan la división de la
cristiandad en un tratamiento dialéctico de la historia de la salvación. El Papa habla así también de
causas metahistóricas de la división, y en su libro
Cruzando el umbral de la esperanza, se pregunta:
¿No podría suceder, pues, que las divisiones hayan
sido y sean también un camino para hacer descubrir
a la Iglesia las múltiples riquezas contenidas en el
Evangelio de Cristo, y en la Redención realizada
por Él? Quizá tales riquezas, de otro modo, no hubieran podido salir a la luz. Así, la división de los
cristianos parece un cometido didáctico del Espíritu Santo, puesto que, como dice el Papa, para
el conocimiento y la acción humanos, es también
significativa una cierta dialéctica. Usted mismo
escribe: Aunque las divisiones son, ante todo, obra
humana y culpa humana, existe en ellas una dimensión que corresponde a una disposición divina. Si las cosas son así, cabe preguntarse con qué
derecho se desbarata la didáctica divina, identificando a la Iglesia de Cristo con la Iglesia católica romana. Las indeterminaciones conceptuales
que se lamentan en el diálogo ecuménico, ¿no se
fundamentan en las especulaciones de la historia
de la salvación sobre la didáctica de Dios?
Aquí tocamos el difícil capítulo de cómo se enlazan la libertad humana y el gobierno divino de la
Historia. En esta cuestión, no existen respuestas definitivas, porque nosotros no vamos más allá de
nuestro horizonte humano, y, por tanto, no podemos desvelar el misterio que liga estos dos elementos. Lo que usted ha citado del Santo Padre y de mí
se podría resumir plásticamente en la conocida fórmula de que Dios escribe derecho con renglones
torcidos. Los renglones siguen siendo torcidos, y
eso significa que las divisiones tienen que ver con la
culpa humana. Y la culpa no se convierte en algo
positivo por el hecho de que de ella pueda derivarse un proceso de maduración; pero cuando se la reconoce como tal, se la supera con la conversión y
es eliminada por el perdón.
Ya Pablo había tenido que explicar a los romanos
el equívoco surgido de sus enseñanzas sobre la gracia, según el cual, desde el momento en que el pecado ha hecho surgir la gracia, se puede permanecer
tranquilos en el pecado (Rm 6,19). El hecho de que
Dios pueda transformar en bien incluso nuestros pecados, no significa ciertamente que el pecado sea
algo bueno. Y el hecho de que Dios pueda sacar frutos positivos de la división, no la transforma en una
cosa positiva de por sí. Las indeterminaciones conceptuales que de hecho existen son debidas a la profundidad insondable de la relación entre la libertad
para pecar y la libertad de la gracia. La libertad de la
gracia se muestra también en el hecho de que, por
una parte, la Iglesia no decae reducida a un sueño
utópico, tras fragmentos eclesiales contradictorios;
y en que, por otra parte, el sujeto Iglesia, que permanece, está herido (como dice el Documento) porque representa a la única Iglesia, y sin embargo, al
mismo tiempo, realidad de salvación y de sanación,
realidades eclesiales existen y operan fuera de él.
En esto se manifiesta al máximo el drama de la culpa y la paradójica amplitud de la promesa de Dios.
Si se elimina esta tensión, para consensuar fórmulas
claras, y se declara que todas son Iglesia, y que todas
son, a pesar de sus contrastes, ya la Iglesia una y
santa, el ecumenismo está en realidad muerto, porque ya no existe motivo alguno para buscar la unidad
auténtica.
Cristo, único Salvador de todos
La culpa no se convierte
en algo positivo por el hecho
de que de ella pueda
derivarse un proceso
de maduración; pero cuando
se la reconoce como tal,
se la supera
con la conversión
y es eliminada por el perdón
San Pablo predica en Malta. Parte derecha de un díptico
de marfil, del siglo IV. Museo Nacional de Florencia
La importancia de la misión
La misma cuestión se replantea bajo otro aspecto: si la cuestión de la verdad de la confesión religiosa tiene relación con la de la salvación personal. ¿Para qué la misión, para qué el debate sobre la verdad, y los documentos vaticanos, si el
hombre, a fin de cuentas, puede llegar a Dios por
todos los caminos; si ante la seriedad profunda
de la vida, tal como es entendida en una perspectiva creyente, en el fondo cada uno puede resolver
la situación efectivamente a su manera?
El Documento no repite en absoluto la tesis subjetivista y relativista según la cual cada uno puede
alcanzar la felicidad a su manera. Ésta es, en el fondo, una interpretación cínica, en la que yo percibo
desprecio por la cuestión de la verdad y de la ética justa. El Documento afirma, más bien, con el Concilio,
que Dios da luz a cada uno en un modo que corresponde a la historia de su vida. Quien busca la verdad se encuentra objetivamente en el camino que lleva a Cristo, y, con ello, también en el camino hacia la
comunidad en la que Él permanece presente en la
Historia, la Iglesia. Buscar la verdad, escuchar la
conciencia, purificar la propia escucha interior, son,
por tanto, las condiciones de la salvación para todos.
En ellas está dada una ligazón íntima y objetiva con
Cristo y con la Iglesia. En este sentido se dice que
en las religiones hay ritos y plegarias que pueden ser
una preparación evangélica, formas de la pedagogía
divina que abren los corazones a la voluntad de Dios.
Pero se dice también que esto no vale para todos los
ritos. De hecho, existen algunos (y nadie que conozca un poco de la historia de las Religiones podría negarlo) que alejan al hombre de la luz. Se pide, pues,
vigilancia y purificación interior obtenida mediante
una vida según la conciencia, que ayuda a hacer las
necesarias distinciones; una apertura que, en resumidas cuentas, significa pertenencia interior a Cristo.
Por eso, el Documento puede afirmar que la misión
sigue siendo importante, como ofrecimiento de la
luz, que los hombres necesitan en su búsqueda de la
verdad y del bien.
Pero la pregunta queda en pie: si la salvación
–suponiendo que, como usted ha dicho, se viva escuchando la propia conciencia– se puede lograr
en principio por todos los caminos, entonces la
misión, ¿no pierde urgencia teológica? Pues la
tesis de la ligazón íntima y objetiva de vías de salvación no católicas con Cristo, ¿qué otra cosa
significa sino que Cristo mismo hace superflua la
distinción entre verdad de salvación plena y deficitaria, desde el momento en que Él, si está presente como mediador de salvación en alguna parte, lo está siempre y lógicamente de manera plena?
Yo no he dicho que la salvación se pueda lograr por
todos los caminos. La vía de la conciencia, el tener la
mirada fija en la verdad y en el bien objetivo, es un
camino único, aunque asume muchas formas a causa del gran número de personas y de situaciones. Pero el bien es uno, y la verdad no se contradice a sí
misma. El hecho de que el hombre no alcanza plenamente el uno o la otra, no relativiza las exigencias
de la verdad y del bien. Por eso, no es suficiente persistir en la religión heredada, sino que es necesario seguir buscando y ser capaces también de superar los
confines de la propia religión. Esto sólo tiene un sentido si verdaderamente existen la verdad y el bien.
No se podría estar en camino hacia Cristo, si Él no
existiera. Ya que vivir con los ojos del corazón abiertos, purificarse interiormente, buscar la luz, son condiciones indispensables para la salvación del hombre,
por ello también el anuncio de Aquel que es la Verdad,
o sea, dejar que resplandezca la luz (no bajo el celemín, sino sobre el candelero), es absolutamente necesario.
Cristo, único Salvador de todos
23
La palabra escrita y los teólogos vivos
Basílica inferior de San Francisco, Asís
Al protestante no le molesta sólo el concepto
de Iglesia, sino la comprensión de la Biblia de la
Dominus Iesus. Según este Documento, sería contrario al entendimiento y a la acogida de la verdad
revelada el leer y explicar la Sagrada Escritura sin
tener en cuenta la Tradición y el Magisterio eclesial.
A este respecto dice Jüngel: A la revaluación desproporcionada de la autoridad del Magisterio eclesial, corresponde una desproporcionada devaluación de la autoridad de las Sagradas Escrituras.
La exégesis moderna ha reconocido claramente,
juntamente con la moderna literatura y filosofía del
lenguaje, así como gracias a una experiencia de quinientos años, que la pura autointerpretación de las
Escrituras y la claridad que surgiría de ellas, no
existen. Ya en 1928, Adolf von Harnack, en su correspondencia con Erik Peterson, declaró con su típica crudeza: Es evidente que el llamado «principio
formal» del viejo luteranismo es una imposibilidad
crítica, y en relación a él, el «principio formal» católico es lo mejor. Ernst Käsemann ha expuesto que
el canon de las Sagradas Escrituras en cuanto tal, no
funda la unidad de la Iglesia, sino la multiplicidad
de las confesiones. Recientemente, uno de los más
importantes exegetas evangélicos punteros, Ulrich
Luz, en el contexto de nuestros conocimientos de la
ciencia literaria, ha demostrado que la Sola Scriptura permite todas las interpretaciones posibles. Al
fin y al cabo, ya en la primera generación de la Reforma, se tuvo que buscar el centro de la Escritura,
para tener una clave de interpretación, que no se
conseguía extrapolar del texto en cuanto tal. Un
ejemplo práctico más: En la discusión con Gerd
Lüdemann, se vio muy claramente que tampoco la
Iglesia evangélica puede prescindir de una especie
de Magisterio. En la disolución de los contornos
de la fe por parte de un coro de tendencias exegéticas contradictorias (exégesis materialista, feminista, liberacionista, etc.) se manifiesta que justamente la relación con las profesiones de fe, por consiguiente con la tradición viva de la Iglesia, garantiza la literalidad de las Sagradas Escrituras,
protegiéndolas del subjetivismo y conservando su
originalidad y autenticidad. Por eso el Magisterio no
disminuye la autoridad de las Sagradas Escrituras,
sino que las protege, colocándose en una posición
inferior respecto a ellas, y leyéndolas a partir de la
fe que ellas le regalan.
Quien busca la verdad
está en el camino
que lleva a Cristo
El bien es uno,
y la verdad
no se contradice
a sí misma
Políptico de Gante, de Hubert y Jan van Eyck
Como criterio decisivo para hablar de una
Iglesia hermana de la Iglesia católica romana, la
Declaración de su Congregación menciona la sucesión apostólica. Un protestante como Jüngel
rechaza la comprensión católica de este principio
como no bíblica. Para él, los sucesores de los
apóstoles no son los obispos, sino el Canon bíblico. A su parecer, estaría en la sucesión apostólica sencillamente quien viva según las Escrituras.
La afirmación de que el Canon es el sucesor de
los apóstoles suena grandioso, pero mezcla cosas
diferentes entre sí. Hasta la formación definitiva
del Canon pasaron siglos. ¿Qué hubo entre medias? El Canon da el criterio para el servicio de los
sucesores de los apóstoles, así como para los mismos apóstoles la conformidad con las Escrituras
de su anuncio de Jesús (esto es, la relación de su
anuncio de Cristo con el Antiguo Testamento) era
el criterio al que se sabían subordinados. La palabra escrita no sustituye a los testigos vivos, del
mismo modo que éstos no pueden ponerse en el
lugar de la palabra escrita. Testigos vivos y palabra
escrita se remiten el uno al otro. Compartimos la estructura episcopal de la Iglesia, como modo de estar en comunión con los apóstoles, con toda la Iglesia antigua, y con las Iglesias ortodoxas, y esto debería hacer reflexionar. Cuando se afirma que quien
vive según las Escrituras se encuentra en la sucesión
de los apóstoles, se plantea entonces la pregunta:
¿Quién decide qué es según las Escrituras y quién
vive según las Escrituras? Si se asumen consecuentemente tales afirmaciones no habría Iglesia
en absoluto. La tesis según la cual los sucesores
de los apóstoles no son los obispos sino más bien el
Canon bíblico, es un claro rechazo de la comprensión católica de la Iglesia. Sin embargo, al mismo
tiempo se nos exige que apliquemos esta misma
comprensión a las Iglesias evangélicas. Francamente, es una lógica que no entiendo.
Cristo, único Salvador de todos
24
A propósito de la indignación sobre la Declaración Dominus Iesus, de la Congregación
para la Doctrina de la Fe
Contra la intolerancia
de los relativistas
Artículo publicado en el periódico alemán Die Tagespost el pasado 7 de septiembre, por Gerhard Ludwig Müller,
titular de la cátedra de Dogmática en la Facultad de Teología Católica, de la Universidad Ludwig-Maximilian, de Munich,
miembro de la Comisión Teológica Internacional y profesor invitado en la Facultad de Teología San Dámaso, de Madrid
Lapidación de san Esteban. Iglesia monástica de San Johann (Austria)
C
uando Esteban, el primer mártir, declaró su
adhesión a Jesús el Cristo, sus enemigos se
abalanzaron sobre él, lo arrastraron fuera de la
ciudad y lo lapidaron. No podían soportar que el camino de salvación de Dios con su pueblo hubiera
llegado a su meta en Jesús de Nazaret (Hch 7, 55ss.)
Sólo quien permanece en su palabra es verdaderamente su discípulo, conocerá la verdad y la verdad le
hará libre (Jn 8, 31s). Pero ¡ay! de quien tome al pie
de la letra la palabra de Dios. En la sociedad liberal,
en la que se anuncia el discurso libre de poder, se le
prohibe tomar la palabra. La indignación es el medio
La indignación es el medio
infalible para poner
a los creyentes en la picota
de la sociedad mediática
infalible para poner a los creyentes en la picota de
la sociedad mediática.
Ya desde los primeros días de la Iglesia los jefes del
sanedrín no querían tolerar de ningún modo la confesión de los apóstoles de Jesús como el único Salvador y Mediador. Con castigos y persecución amenazaron a todo el que repitiera la confesión de la primera Iglesia: En ningún otro nombre se encuentra
la salvación. Porque no se nos ha dado a los hombres
ningún otro nombre bajo el cielo, por medio del cual
seamos salvados (Hch 4, 12).
El ritual ha permanecido el mismo. Con indigna-
25
Cristo, único Salvador de todos
ción reaccionaron también los sumos sacerdotes del
consorcio público de opinión ante la ratificación magisterial de la fe cristiana en Jesús, el único mediador
entre Dios y los hombres (1 Tim 2, 5), y la unidad y
unicidad de la Iglesia. La Declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe está dirigida contra
la llamada teología religiosa pluralista, que no es
otra cosa que la destrucción del cristianismo desde sus
raíces. Sus representantes afirman que la paz entre las
religiones sólo será posible cuando todas se reconozcan como expresión equiparable de una experiencia universal del fundamento divino del mundo.
Para dejar libre el camino hasta allí, los cristianos
deberían abandonar sólo lo que pertenece a la esencia de su fe: la confesión de la autorrevelación del
Dios trinitario, la fe en la encarnación de la Palabra
eterna de Dios en Jesús de Nazaret, y, en consecuencia, la unicidad y universalidad de la mediación salvífica de
Cristo. Según la
comprensión de
los pluralistas de
la religión, Jesús
es el fundador de
una expresión específicamente occidental de la inclinación religiosa común a todos
los hombres. Con
la reducción de
Jesús a un genio
religioso se quieren matar dos pájaros de un tiro: la
revelación de
Dios en Jesús ya
no es obstáculo ni
para el gran ecumenismo, es decir,
para la unidad de
todos los hombres
religiosos en una
religión mundial
común, ni para el
pequeño ecumenismo, la unidad
de todos los cristianos.
¿Son los católicos pluralistas
moralmente superiores?
Los pluralistas de la religión y eclesiales actúan
partiendo del sentimiento de una superioridad moral. Se
presentan a sí mismos como los guardianes del alto
valor de la tolerancia frente a la pretensión fanática de
superioridad de la Iglesia católica, que necesariamente engendra intolerancia religiosa e imperialismo misionero. También en lo espiritual se sienten muy superiores a quienes confiesan la unicidad de Cristo. Si
Dios es realmente totalmente diferente –y aquí invocan
(injustamente) a la tradición de la teología negativa y de
la mística cristiana– a como nos lo imaginamos, entonces ninguna afirmación humana acerca de Dios
puede pretender ser la única verdadera. Sería mucho
más razonable considerar todas las afirmaciones humanas acerca de Dios (¡también incluso cuando son
diametralmente opuestas entre sí!) como reflejos limitados de una luz infinita, que calienta y une los corazones de los hombres. Puesto que el ser humano es
por principio incapaz de reconocer el fundamento divino del mundo (da igual si se lo imagina como una, tres
o más personas, o como fundamento originario sin
nombre más allá de cualquier rasgo personal), la postura razonable y la única respetable sería el escepticismo frente a todas las afirmaciones de revelación.
Jesús ante Caifás, de Giotto. Capilla de los Scrovegni. Padua
En este contexto se difunde la llamada parábola del
anillo, que Gotthold Ephraim Lessing hizo muy popular en su obra Nathan der Weise (Natán el sabio)
como un evangelio secreto. El verdadero anillo, que
el príncipe no se podía decidir a entregar a uno de
sus tres hijos y del cual hizo elaborar dos copias exactamente iguales al original, no se puede distinguir
mediante ningún criterio. La reivindicación de la
verdadera herencia por uno cualquiera de los tres hijos se muestra como amor propio camuflado y una
pretensión no justificada de superioridad. Al final se
descubre que los tres anillos son sólo copias, y que el
verdadero anillo se había perdido ya antes. Este canto supremo de la tolerancia es, en realidad, el manifiesto del escepticismo, que se manifiesta en la teoría del conocimiento como relativismo ante la cuestión de la verdad. Esta teoría conduce, forzosamente,
bien
a
circunscribir la religión a su función
como aglutinante
moral de la sociedad
y como lugar de experiencias esotéricas
del más allá, o bien
a la crítica de la religión hasta un ateísmo militante. Una
explicación plausible de la oposición
(según parece sólo
aparente) de judaísmo, cristianismo e
Islam, así como
también de las demás convicciones
religiosas fundamentales en la cuestión de la verdad,
sólo la brinda la parábola del anillo a
quien no descubra
las implicaciones
del relativismo desde la teoría del conocimiento, que
Lessing presupone
como evidentes, sin
fundamentarlo.
Cuando al final, en
un gesto de modestia, concede únicamente al Padre eterno en el cielo el acceso a la verdad,
esto es sólo la apariencia de la humildad de la criatura,
porque aquí se le niega a Dios de modo definitivo y
absoluto la posibilidad de hacerse comprensible a
los hombres.
Máscara de arrogancia
La Declaración
de la Congregación
para la Doctrina
de la Fe está dirigida
contra la llamada
teología religiosa pluralista,
que no es otra cosa
que la destrucción
del cristianismo
desde sus raíces
El relativismo, que entra en escena como presupuesto de la tolerancia y de la convivencia pacífica de
los hombres, no es más que el enmascaramiento de la
arrogancia de la criatura, que niega su justificación a
través de Dios y su orientación definitiva hacia Dios
como verdad y vida para todos los hombres. Un relativismo de este tipo afirma: para hacer posible una
convivencia justa de los hombres y para colmar el
ansia de verdad y amor que arde en la mente y el corazón de todo hombre, no necesitamos a ningún Dios
que nos hable y que incluso en la encarnación de esta Palabra en Jesucristo ande con nosotros el camino
de nuestra vida. Al oyente de la parábola del anillo se
le endosa, bajo el manto de la tolerancia, una teoría
totalitaria de la religión. Se le sugiere que él es el
testigo secreto de un acontecimiento en el cielo, de
modo que él puede descubrir desde la perspectiva
de Dios el autoengaño de la pretensión de verdad de
las tres religiones universales, mientras que Lessing
Cristo, único Salvador de todos
26
salvación definitiva del hombre dependa de la fe en
la palabra dirigida concretamente a él, y del seguimiento de Jesucristo. Sin embargo, quien es tolerante ante la palabra de Dios, que se dirige a nosotros y
nos reclama en toda nuestra existencia espiritual y
moral (es decir, quien finalmente carga con su cruz y
la soporta con Jesús), éste no se vuelve intransigente e intolerante con su prójimo. El cristiano no está en
posesión de la verdad de la que dispone. Como testigo
está comprometido con la verdad de Dios hasta el
sacrificio de su propia vida. No tiene la salvación
eterna como certificado de garantía en el bolsillo.
Corre más riesgo en su camino de salvación que el no
cristiano, pues a quien se le dio mucho, a ése se le exigirá tanto más. El misionero cristiano no sale al mundo para someter y explotar, sino para servir a otros
hombres mediante el amor. Se ve incorporado en el
envío de Cristo desde el Padre a los hombres. Como testigo de la verdad, sólo puede ser mensajero
de Cristo quien ha venido para ofrecer a los hombres la reconciliación con Dios y entre ellos mismos.
También cuenta con que no todos están dispuestos
a aceptar este mensaje de la reconciliación; con el
que atraerá sobre sí indignación como Esteban o risas como Pablo en el aerópago, cuando hable de que
Dios ha encarnado su Palabra eterna y su Verdad en
la escandalosa concreción de un único hombre en
Palestina en tiempos de los emperadores Augusto y
Tiberio, y de que sólo a través de esta pequeña puerta de este único hombre se accede a las amplitudes infinitas del cielo de las experiencias religiosas. Quien
tolera la verdad eterna de Dios en la verdad histórica
de Jesús de Nazaret, también soportará la intolerancia de los relativistas frente a Dios y entenderá esto en
el seguimiento de Jesús como testimonio de la fidelidad de Dios, que es mayor que la infidelidad y la resistencia de los hombres.
Jesús ¿no Dios, sino un genio religioso?
Dios ha aceptado esta concreción histórica en su
Palabra encarnada no para absolutizar una religión a
costa de las demás, sino para llevar a todas las religiones, que no son otra cosa más que la manifestación
de la orientación divina del hombre, a su destino: el
encuentro real del hombre con Dios, que conforme a
La Natividad, de Konrad von Soest. Iglesia parroquial de Bad Wildungen (Alemania)
sin embargo destaca, al mismo tiempo, que en realidad nosotros no podemos saber nada de la verdad
de Dios. ¿Acaso ha sido él el único ser a quien Dios
ha concedido en una revelación secreta el acceso a su
intimidad?
La tolerancia entre los hombres se compra con
ello al precio de una intolerancia frente a Dios llevada
al extremo, y a la vez se pierde. Pues nadie se ha
mostrado más autoritario que el liberalismo relativista del siglo XIX con su furor antieclesial. Ningún
otro movimiento fue más antihumano que el ateísmo
del siglo XX, cuando en nombre de la liberación del
hombre frente a Dios y sus mandatos aparentemente antihumanos, que eran invención únicamente de los
eclesiásticos, millones de seres humanos fueron perseguidos y asesinados por su fe en la revelación de
Dios.
El relativismo se fundamenta en la intolerancia
frente a Dios. Tolerancia viene del latín tolerare, es
decir, soportar y llevarse bien. El liberalismo no puede soportar que Dios se revele a los hombres y que la
Dios ha aceptado
esta concreción histórica
en su Palabra encarnada
no para absolutizar
una religión a costa
de las demás, sino para
llevar a todas las religiones,
que no son otra cosa
más que la manifestación
de la orientación divina
del hombre, a su destino
Asís, de William Congdon
27
Cristo, único Salvador de todos
la naturaleza corporal y social del hombre ha de suceder no fuera del tiempo y del espacio, sino precisamente en ellos. Los pluralistas de la religión de
proveniencia cristiana sólo quieren reconocer una
revelación universal de Dios, dada con la creación. La
revelación no sería nada más que una comprensión de
la omnipresencia y actividad universal de Dios en
cada hombre.
En este sentido, ven las religiones históricamente existentes como las configuraciones, determinadas por la cultura y la Historia, de la experiencia de
la presencia de lo divino en el corazón de los hombres. Esto no excluye, así lo afirman, que genios religiosos individuales capten esta presencia de modo
especialmente intenso y marquen de forma creativa
épocas y ámbitos culturales completos, así como la
mayoría de los seres humanos tienen ciertamente
dotes musicales, pero sólo son capaces de expresar
su musicalidad con la ayuda de compositores geniales. Pero a nadie se le ocurriría que Mozart fuera
la única y universal encarnación de la música. Los
pluralistas de la religión interpretan según esto a Jesús como uno de los más significativos compositores de la experiencia religiosa de Dios, quien, sin
embargo, no excluye o supera a otros fundadores
de religiones como Mahoma, Buda, Confucio y demás, como tampoco Mozart aventaja a Bach o Beethoven. Finalmente queda al arbitrio de cada uno
cómo orienta su gusto religioso o musical, en la uniformidad monótona de una dirección, o en el colorido popurrí de las más hermosas melodías (es decir
en el collage de las mejores opiniones y experiencias
de todas las religiones).
A diferencia de este planteamiento, la fe cristiana
parte de que la palabra Dios no es una clave o la pantalla de proyectos humanos, sino de que Dios es una
realidad personal y relacional. Dios, que ha creado al
ser humano como una persona capaz de pensar, querer, actuar y sentir, habla al hombre y sale a su encuentro desde la libertad de su amor de modo concreto en su historia, pues su Palabra eterna ha asumido
realmente nuestra humanidad en Jesús de Nazaret.
Por la Encarnación y la efusión del Espíritu del Padre
y el Hijo, unida inseparablemente a ella, conocemos
el secreto del amor de Dios en la comunión de las
tres personas divinas, en la que estamos introducidos
El relativismo, que entra
en escena como presupuesto
de la tolerancia
y de la convivencia pacífica
de los hombres, no es más
que el enmascaramiento
de la arrogancia
de la criatura.
La tolerancia
entre los hombres
se compra al precio
de una intolerancia
frente a Dios
La pesca milagrosa, de Konrad Witz (siglo XV)
y que nos colma con su amor. Ya no somos náufragos
en quienes brota sólo por poco tiempo la ilusión de la
salvación cuando ven un barco a lo lejos, que hubiera podido ser su salvación. La ilusión tiene sólo la
función de luchar un poco más por sobrevivir, de ganarle algún tiempo a la muerte, para sucumbir ante
ella, sin embargo, con mayor seguridad. No, el que
Dios se haya hecho realmente hombre en Jesucristo,
significa que el barco salvador se ha acercado y ha
lanzado al agua un bote que nos acoge. La fe en Cristo no destruye el deseo de Dios y la experiencia de la
necesidad del comportamiento moral, sino que ofrece a la religiosidad y a la moralidad, que pertenecen
a la naturaleza espiritual del hombre, una orientación segura y un apoyo seguro, así como la esperanza de salvación no se frustra con la acogida en el bote salvavidas, sino que se cumple.
Sólo si se reconoce que la fe cristiana en Jesús, el
Hijo de Dios hecho hombre, no es una configuración religiosa mental, sino el reconocimiento de una
acción de Dios en la Historia a favor de todos los
hombres, se puede comprender la orientación universal del testimonio de la Iglesia. La misión universal no es dominio universal, sino servicio al mundo.
¿Puede la Iglesia ser, en Cristo,
mediadora de la salvación?
Dios se ha preocupado, en el mismo Cristo, por los
hombres, y por ello toma a hombres a su servicio,
para hacer posible la unidad de la Humanidad y construir así su Reino en la Historia y llevarlo a plenitud. En este sentido la Iglesia, en todos sus miembros y especialmente en los apóstoles y sus sucesores en el episcopado junto con los presbíteros y diáconos, es mediadora de la salvación universal en
Cristo, que en el Espíritu Santo acompaña su anuncio
y su acción salvífica y los hace eficaces. Como servidores de su plan de salvación y constructores de
la casa de Dios (cf. 1 Cor 4, 1), los apóstoles no actúan como mediadores junto a Cristo. Antes bien es
la Iglesia, signo e instrumento en Cristo, su única,
completa y universal mediación de la unidad de los
hombres con Dios (Concilio Vaticano II, Constitución
Lumen gentium, 1).
28
Cristo, único Salvador de todos
¿Cómo podía Dios entrar en la suciedad y la miseria
de nuestra carne corruptible?
Si se reconocen en las religiones no cristianas ele
mentos de la verdad y de la salvación, no se trata de
parte de la revelación histórica de Dios en Cristo.
Esto convertiría a Cristo en un revelador parcial.
Más bien se muestran las religiones no cristianas como expresión de la dinámica y autotrascendencia
humana impulsada por la gracia anticipada por Dios,
que penetra en el hombre concreto Jesús de Nazaret
y su presencia históricamente perceptible en su Iglesia. Las religiones, en sus funciones positivas para la
búsqueda de la verdad y la salvación de sus seguidores, constituyen igualmente el presupuesto natural
del acto sobrenatural de fe en Dios en la persona de
Jesús. Por supuesto, en todas las religiones hay convicciones no hipotéticas. El cristianismo y las religiones no se encuentran en el nivel de la indiferencia,
Los cristianos
no creen en Jesús
como el mediador universal
porque vean en Él
claramente expresados
sus pensamientos religiosos,
sino porque Dios le confirmó
en la resurrección
de entre los muertos
como el mediador
de los últimos tiempos
es decir, de la actitud en apariencia tolerante de que
todo es igualmente válido, pero al final indiferente. Lo
que el cristianismo y las religiones tienen en común
es el rechazo frontal del indiferentismo como indiferente frente a la verdad de Dios. La fe cristiana no
se considera a sí misma ciertamente como producto
del discernimiento humano, sino como una consumación del ser humano, posibilitada por el Espíritu
Santo, por la cual comprende ante todo la identidad
del hombre Jesús con el Salvador absoluto que viene
de Dios: Nadie puede decir: Jesús es Señor, Dios,
sino por la presencia del Espíritu Santo (1 Cor 12, 3).
En un sentido determinado puede reconocerse también una función de mediación de los fundadores de
religiones, de los escritos y personalidades religiosas
en otras religiones. Ciertamente no son como Jesucristo (y la Iglesia en Él) mediadores desde Dios para los hombres, sino que pueden convertirse en mediadores hacia Dios, cuando lo señalan y no lo ocultan. Pues ningún hombre, por muy genial que sea en
lo religioso, puede pretender por sí mismo servir a sus
prójimos de mediador hacia Dios y la verdad. Sólo
puede ejercitar a los hombres en la actitud de espera
frente al actuar libre de Dios. Los cristianos no
creen en Jesús como el mediador universal porque
vean expresadas en Él de modo especialmente claro
sus pensamientos religiosos y deseos acerca del Dios
desconocido más allá de lo humanamente concebible,
sino porque Dios le confirmó en la resurrección de entre los muertos como el mediador de los últimos tiempos de la soberanía de Dios, que Él había anunciado
y realizado. Él no es un mediador que se haya elevado
a la unidad con Dios, sino la Palabra que estaba junto a Dios y que es Dios, que ha asumido nuestra carne para que nosotros recibamos de su plenitud (Jn
1, 14.18). La universalidad y unicidad de la mediación
salvífica del hombre Jesús de Nazaret tiene su fundamento en la naturaleza divina de la Palabra eterna
o Hijo de Dios, que ha asumido la naturaleza humana de Jesús y la ha convertido en el medio de la autocomunicación de Dios como Verdad y Vida de cada uno de los hombres.
Nosotros conocemos esta voluntad universal de
salvación de Dios a partir de esta autorrevelación
histórica de Dios. La voluntad universal de salvación es objeto de fe del mismo modo que la mediación salvífica universal de Cristo. Por ello no se puede, como hacen los pluralistas de la religión, derivar
la voluntad universal de salvación de un concepto
religioso general de Dios y absolutizarla después como idea, y por otro lado, sin embargo, relativizar la
mediación salvífica de Jesús como un acontecimiento
histórico meramente casual. Se imaginan la relación
de Dios y el mundo como un todo cuantitativo, que
nunca podría llegar a ser una parte pensada cuantitativamente de sí mismo. Se imaginan la naturaleza
humana de Jesús como un recipiente limitado, que no
podría agotar nunca el océano de lo divino. Jesús estaría lleno del agua de este océano, lo que no excluye que el océano pudiera llenar igualmente otros genios religiosos con su agua.
En realidad, la grandeza de Dios consiste precisamente en que puede hacer lo que los hombres no
quieren creer que es capaz de hacer. En la Encarnación Dios no se convierte en una parte del mundo,
sino que se une de tal modo con el mediador humano, que el contenido y el medio forman una unidad de
modo inseparable y sin mezcla. Dios como hombre,
el Todopoderoso en la impotencia de la cruz, esto
fue en todos los tiempos para los escépticos, que para mayor gloria de Dios querían limitar el conocimiento humano, y para todos los ilustrados orgullosos de su razón, motivo de indignación y de burla, pero para los llamados, lo mismo judíos que griegos, es
Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1 Cor 1,
24).
Ya en el siglo segundo el filósofo pagano Celso formuló un principio, que se encuentra en el repertorio
de todos los críticos de la autorrevelación histórica de
Cristo, único Salvador de todos
29
Dios, que la sublimidad de un concepto de Dios purificado de todas las representaciones humanas no
permitía jamás la Encarnación. ¿Cómo podía Dios
entrar en la suciedad y la miseria de nuestra carne
corruptible? ¿No debe un hombre verdaderamente
religioso elevarse por encima de la basura de este
mundo pasajero, y junto a las ideas eternas más allá
de la agitación del mundo encontrar su paz uno con
sus semejantes?
Celso, junto con sus discípulos, tiene razón al decir que la Encarnación y la mediación salvífica universal de un ser humano concreto no se pueden derivar del concepto de Dios de la filosofía. Pero si se
pone en práctica la comprensión, también alcanzable
filosóficamente, de que Dios no puede hallar su límite
en el pensar y actuar humano, entonces se puede
aceptar en la fe el acontecimiento y confesar que
Dios se ha unido en su autorrevelación histórica de tal
modo con el hombre Jesús de Nazaret, que Jesús como hombre mediante la persona divina de la Palabra existe, actúa y está con nosotros.
¿Por qué sólo una única Iglesia visible?
Ya que Dios es el único creador de la única Humanidad, los diferentes pueblos y culturas no existen
como entidades absolutas delimitadas absolutamente una junto a la otra, de modo que para la consumación de la revelación histórica se debería encarnar
repetidamente y tendría que constituir varios mediadores de su salvación. Varios mediadores de la
salvación supondrían la destrucción de la unidad de
la Humanidad. Varios mediadores de la salvación no
podrían reunir a la Humanidad en Dios, porque fraccionarían al Dios único en varias imágenes de Dios,
y finalmente inducirían al politeísmo clásico.
Solamente existe un Dios y Padre de todos los
hombres, un Señor y Espíritu, y por ello sólo hay un
mediador entre Dios y los hombres. Y sólo existe
una única Humanidad, a la que conduce a la unidad
completa en el amor mediante su mediación salvífica universal, que es realizada históricamente por
su Iglesia. La Iglesia representa, como el único e indiviso Cuerpo de Cristo, la unidad del Dios trino, y
por ello es la recapitulación y representación visible
de la vocación universal de todos los hombres y de la
esperanza de todos en Dios, que está sobre todo y
por todo y en todo (cf. Ef 4, 4). La Iglesia sólo puede existir como una y única porque es signo e instrumento de la mediación universal de Cristo, que
produce la unidad. Esta unidad de la Iglesia no se
funda en el deseo de unidad de los hombres. Tiene un
fundamento dado por Dios, el sacramento del Bautismo. Ya que sólo hay un Bautismo, sólo puede haber una Iglesia. Ya que Cristo es la única Cabeza de
la Iglesia, la Iglesia sólo puede ser su único Cuerpo.
¿Acaso está Cristo dividido? (1 Cor 1, 13), pregunta Pablo a los pendencieros corintios, proclives a las
divisiones. ¿Acaso fue crucificado Pablo, Pedro o
Apolo por nosotros, o hemos sido bautizados en
nombre de algún otro hombre?
Por ello, de la confesión de la unicidad de Cristo
y de la universalidad de su salvación, se deriva la
confesión de la unicidad y la misión universal de salvación de la Iglesia. Los hombres pueden fundar la
unidad de la Iglesia, tan poco, como destruirla. Por
tanto, si la Iglesia es una realidad que procede del
misterio salvífico de la mediación universal de salvación de Cristo y a ella sirve, entonces no puede
descomponerse a sí misma en partes por divisiones en
la cristiandad, de modo que el ensamblaje de los pedazos del cántaro roto diera como resultado el cántaro
entero.
¿Iglesia o comunidad eclesial?
La verdadera diferencia entre la comprensión católica y protestante de la Iglesia se manifiesta en la
pregunta de qué pertenece necesariamente a la unidad
Todos los santos. Vidriera de la catedral de Colonia
En realidad
la grandeza de Dios
consiste precisamente
en que puede hacer
lo que los hombres
no quieren creer
que es capaz de hacer
de la Iglesia y cómo ella se presenta a sí misma. Según la opinión protestante, la Iglesia como comunión invisible de todos los que creen en Cristo ha
perdurado a pesar de todas las divisiones visibles.
La verdadera Iglesia de Cristo existe en todas las comunidades eclesiales visibles (incluso bajo el Papado, como se acostumbraba a decir en la época de la
Reforma), sólo donde y cuando se anuncie correctamente la Palabra de Dios y los hombres lleguen a la
fe, que justifica ella sola. Sólo hay criterios, por los
que se puede reconocer si la Iglesia, en realidad invisible, se manifiesta.
En contraposición con la agitación pública acerca
de la cuestión de si la Declaración Dominus Iesus
niega a los protestantes el verdadero ser-Iglesia, resulta
30
Cristo, único Salvador de todos
el siguiente diagnóstico de un análisis detallado de
la diferente comprensión eclesial. Según la comprensión protestante ninguna confesión existente en
la Historia puede denominarse sin más Iglesia. Sólo
hay comunidades eclesiales, que son todas partícipes de la única Iglesia, que en cualquier caso es invisible. La Iglesia católica no es, según la comprensión
protestante originaria, la Iglesia en sentido propio,
sino sólo una comunidad eclesial entre otras. Por el
contrario, según la comprensión católica, las confesiones protestantes, a pesar de la separación visible de
la Iglesia católica, son comunidades eclesiales ordenadas a la comunión con la Iglesia una y visible, de la
que participan realmente en razón del Bautismo.
La comunión eclesial es por ello posible también
con formulaciones magisteriales contrapuestas del
Credo y con diferente composición fundamental de
la Iglesia en su forma visible.
Sin embargo, la fe católica parte de la unidad indivisible de la Iglesia como comunión invisible de todos los creyentes, así como comunión visible en la
doctrina de los apóstoles, en la liturgia y en la autoridad de los obispos legitimada apostólicamente. La
Iglesia no sólo se reconoce solamente allí y allá en la
fe, en la palabra anunciada y en la reunión de éstos
verdaderamente creyentes. La Iglesia es un cuerpo visible que existe de forma continuada, y permanece
idéntica a sí misma, que se remonta históricamente a
Cristo y a los apóstoles y que, mediante la actividad
del Señor glorificado en el Espíritu Santo, es mantenida siempre por Dios mismo en el camino de su
misión. Los hombres no pueden hacer descarrilar el
tren de la Iglesia. La comprensión de que la Iglesia no
es sólo un lugar de reunión de los creyentes, que
oyen la palabra de Dios como juicio y gracia, sino de
que la Iglesia es ella misma un sacramento, mediante el cual Cristo ejerce su mediación salvífica universal frente a toda la Humanidad, de que la Iglesia
en Cristo es, por tanto, de hecho mediadora de salvación, resulta de la Encarnación. Si la Sagrada Escritura llama a la Iglesia Cuerpo o Esposa de Cristo,
Templo del Espíritu Santo y Casa y Pueblo de Dios,
no puede llamar a todas las comunidades cristianas visiblemente separadas Iglesia en el mismo sentido,
porque entonces tendría que haber muchos cuerpos,
esposas, templos, casas y pueblos de Dios. La Iglesia
una de Cristo ha permanecido también en su forma visible como la una y única Iglesia.
Volverse a unir en la única raíz
La Iglesia como una y católica, es decir, representante de la voluntad universal (en griego: católica) de salvación de Dios en Jesucristo, que une a todos, está, según una expresión del obispo mártir Ignacio de Antioquía (muerto hacia el 110 d. C.), allí
donde está el obispo. Y sólo donde se celebra la Eucaristía en unidad con el obispo, allí es válida la Eucaristía, es decir, allí se hace concreta y visible la
unidad y la comunión con Cristo (Carta a los esmirniotas 8,1s.) Juntamente con el principio de la necesaria vinculación a la Sagrada Escritura como norma
central de la fe, y a la transmisión apostólica de la
fe y la oración de la Iglesia, ha formulado sobre todo
Ireneo de Lyon, frente al recurso a experiencias privadas de Dios, el principio de la apostolicidad de la
Iglesia, que en la sucesión apostólica de los obispos
en comunión con el sucesor de Pedro en Roma sirve
como criterio para la total eclesialidad de la Iglesia.
Cuando por este motivo en toda la enseñanza de
la Iglesia, desde siempre y también ahora en la Declaración Dominus Iesus, sólo se les reconoce el título completo de Iglesia a las comunidades eclesiales que, entre otras cosas, han mantenido precisamente también la sucesión apostólica del episcopado, no se trata de una valoración del la fe personal
de los cristianos protestantes. Se trata sin embargo
de la designación del hecho de que entre el cristianismo protestante y el católico la comprensión de la
Ya que sólo hay
un Bautismo,
sólo puede haber
una Iglesia.
¿Acaso está Cristo
dividido?
Iglesia es lo que constituye la verdadera diferencia, y por ello no debe ser excluida del diálogo ecuménico o silenciada vergonzosamente, sino que por
el contrario debe llegar a ser precisamente objeto
de un debate profundo. Pero no se le puede negar a
la Iglesia católica el derecho a formular ella misma su propia comprensión de Iglesia, y con ello
también su relación con las Iglesias y comunidades fuera de ella.
Α
Cristo, único Salvador de todos
Esto no significa, de ningún modo, el abandono
de la meta ecuménica de una diversidad reconciliada.
Precisamente hay que plantear la cuestión de si es
posible una reconciliación en la raíz (reconciliatio in
radice), de lo contrario nos quedaríamos únicamente en una adición de lo diferente y lo opuesto. Esto
sería todo menos un testimonio de la unidad de los
cristianos en la fe y en el culto a Dios. Se pueden unir
las flores cortadas en un bonito y colorido ramo, pero pasado un cierto tiempo se marchita el ramo o se
convierte en paja. La tarea consiste en volverse a unir
en la única raíz. Las Iglesias evangélicas no podían esperar que la Iglesia católica acepte, con el modelo de
la diversidad reconciliada, los presupuestos fundamentales de una eclesiología protestante y se incorpore
como una especie de Iglesia parcial en la determinación de relaciones formulada por la teología reformada de la Iglesia visible e invisible, y se convierta
con ello en una especie de Iglesia evangélica con tradiciones de Iglesia episcopal.
¿Declarar iguales cosas que no lo son?
Hay que criticar también la expresión del reconocimiento o no reconocimiento de las comunidades evangélicas como Iglesia y sus ministerios por
parte de la Iglesia católica. Las comunidades evangélicas con sus ministerios no pueden en realidad
esperar su legitimidad de un reconocimiento por parte del Magisterio católico de los obispos y el Papa, a
quienes ellas sólo reconocen como instancia eclesial de derecho humano. Más bien tienen que acreditarse a sí mismas a partir de sus propios presupuestos en su eclesialidad y en la legitimidad de sus
ministerios. Es sencillamente contradictorio exigir
el reconocimiento de la igualdad del ministerio del
pastor con el sacerdocio católico y, a la vez, rechazar
la idea fundamental de la representación legitimada
sacramentalmente de Cristo como sacerdote y mediador en el sacerdote católico como irreconciliable
con el Nuevo Testamento.
El principio del diálogo ecuménico de igual a
igual no puede querer decir que se declaren iguales
cosas que no lo son, sino que, desde el supuesto recíproco de la conciencia de verdad de ambas partes,
se intente comprender al otro y, a partir de convicciones comunes, establecer si no se podría formular
una comprensión fundamental común, que conduzca las intenciones profundas de ambas tendencias a
una convergencia. Al final, ningún interlocutor del
diálogo ecuménico debe abandonar el campo como
derrotado, sino que ambos deben reunirse enriquecidos por la crítica y la complementariedad en la
comprensión de la Palabra de Dios y testimoniar visiblemente esta unidad hacia dentro y hacia fuera.
Ω
Nuestra Señora de la Misericordia, Museo de Berlín
31
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