Texto 5. Carta de Kant a Maria von Herbert, primavera de 1792 (borrador). “Su afectuosa carta brota de un corazón que ha debido de ser hecho para la virtud y la honradez, por ser de tal manera receptivo a una doctrina de las mismas que no tiene nada de halagador, y me arrastra a donde usted me reclama, esto es, a que me ponga en su lugar y piense en un modo de tranquilizarla que sea puramente moral y por eso mismo sólido. Su relación con la persona amada, cuyo modo de pensar tanto aprecia y que debe ser tan respetada por la virtud y el espíritu de ésta, la honradez, me resulta desconocida, en el sentido de que no sé si se trata de una relación matrimonial o de mera amistad. De su carta he deducido que lo más probable es que sea esto último, pero respecto a lo que a usted le turba no supone gran diferencia; pues el amor, ya sea hacia el esposo o hacia un amigo, presupone el mismo respeto mutuo, sin el cual no es sino un engaño sensible sumamente cambiante. Un amor tal que sólo sea virtud (siendo el otro pura inclinación ciega), está deseoso de comunicarse por completo, y espera por parte del otro la misma comunicación cordial que ninguna reserva desconfiada puede debilitar. Así debería ser y eso es lo que exige el ideal de la amistad, pero le afecta al hombre una impureza por la que esa apertura del corazón, en mayor o menor medida, resulta limitada. Sobre este obstáculo a la efusión mutua de los corazones, sobre esta secreta desconfianza y reserva que hacen que uno mismo, incluso en el trato más íntimo con sus allegados, se reserve siempre, a pesar de todo, parte de sus pensamientos, ya se alzó la queja de los antiguos al decir: ¡queridos amigos, no hay ningún amigo! Y sin embargo, se considera que la amistad es lo más dulce que puede contener la vida humana, y las almas biennacidas la buscan con ansiedad. Sólo puede tener lugar abriendo el corazón. Sin embargo esa reserva, esa falta de franqueza que, como parece, no puede atribuirse enteramente a la naturaleza humana (pues entonces todo el mundo andaría apesadumbrado al acabar por descubrir lo poco que le aprecia el otro) es muy distinta de la falta de sinceridad, entendida como falsedad a la hora de comunicar nuestros pensamientos. La primera forma parte de los límites de nuestra naturaleza y aún no echa a perder propiamente el carácter, sino que es sólo un mal que impide obtener del carácter todo lo bueno que podríamos sacar de él. La segunda es una corrupción del modo de pensar y un mal positivo. Lo que dice la persona sincera pero reservada (no franca) es verdad, sólo que no es toda la verdad. Por contra, el insincero dice algo de cuya falsedad es consciente. Una afirmación de este último tipo se llama, en la doctrina de la virtud, mentira. Ésta, a su vez, puede ser completamente inofensiva, pero no por ello es inocente; más bien es una grave vulneración del deber hacia uno mismo, y ciertamente un deber por completo imprescindible, porque su transgresión echa por tierra la dignidad de la humanidad en nuestra propia persona y ataca la raíz del modo de pensar, pues el engaño hace que todo sea dudoso y sospechoso, y despoja a la virtud de toda confianza, si hemos de juzgarla desde fuera. Bien puede ver que si ha llamado a un médico para pedirle consejo, ha dado con uno que no tiene nada de lisonjero, ni se detiene en lisonjas, por mucho que quiera usted un mediador entre usted y su amigo íntimo. Mi proceder para establecer el buen crédito no casa en absoluto con la predilección por el bello sexo, en la medida en que hablo a favor de su amigo, aportándole razones que tiene de su parte como amante de la virtud, y que justifican que haya vacilado, por cuestiones de estima, en su inclinación hacia usted. En cuanto a su primera expectativa, antes que nada debo aconsejarle que compruebe si acaso las amargas recriminaciones que usted se hace sobre la mentira que urdió, que por lo demás no fue para ocultar la práctica de ningún vicio, son reproches sobre una mera torpeza, o una acusación íntima a causa de la inmoralidad que se esconde en toda mentira. Si es lo primero, entonces lo único que usted se recrimina es la franqueza de haberla revelado, y por tanto de lo que se arrepiente es de haber hecho su deber; (pues de eso se trata sin duda cuando hacemos adrede que alguien se equivoque por cierto tiempo, aunque esa equivocación no le resulte dañosa, para después sacarlo del error); ¿y por qué se arrepiente de esta franqueza? Porque de esta manera le surge desde luego el grave inconveniente de disminuir la confianza que su amigo tiene en usted. Pero este arrepentimiento no tiene un motivo moral, ya que la causa del mismo no es la conciencia del hecho, sino de sus consecuencias. Sin embargo, si la recriminación que le mortifica se basa realmente en el mero enjuciamiento ético de su conducta, sería un mal médico ético quien le aconsejara, por el hecho de que lo ocurrido no puede ser revocado, borrar esa recriminación de su ánimo y simplemente entregarse desde entonces con toda el alma a una sinceridad exhaustiva. Y es que la conciencia moral debe conservar enteramente todas las transgresiones, del mismo modo que un juez conserva en el archivo las actas de casos ya juzgados en vez de deshacerse de ellas, para que si surge una nueva acusación en casos que estima parecidos o incluso en otros, la justicia pueda emitir sus fallos con más precisión. No obstante, cavilar sobre ese arrepentimiento incluso después de haber cambiado el modo de pensar, haciéndose constantes reproches sobre lo que ya no admite arreglo, supone hacerse inútil para la vida. Sería (suponiendo que uno pretenda mejorar su vida) una opinión fantasiosa de servil autoflagelación que no puede contarse entre lo que forma parte de la conciencia moral, como tampoco cierto supuesto remedio religioso que consistiría en suplicar gracia a poderes más altos sin que precisamente para ello haga falta ser mejor persona. Si su querido amigo ha apreciado un cambio semejante en su modo de pensar -pues la sinceridad tiene un modo inconfundible de expresarsesólo se requiere tiempo para que se borren poco a poco las huellas de esa indignación suya, justificada y basada en conceptos de virtud, y transformar su frialdad en una inclinación tanto más sólida. Pero si esto no ocurre, entonces es que el ardor de su primera inclinación era más físico que moral y, por su propia naturaleza inconstante, hubiera desaparecido de todos modos con el tiempo. A veces nos suceden desgracias como ésta en la vida, a las que hay que responder con serenidad. Pues el valor de la vida se sobreestima grandemente al medirlo por lo bueno que podemos obtener de los hombres, pero si se mide por lo bueno que podemos hacer en ella, es digna del mayor respeto y esfuerzo por conservarla y emplearla felizmente en buenos fines.- Como es costumbre en los sermones, encuentra usted aquí, querida amiga, enseñanza, castigo y consuelo. Le pido que se demore más en los dos primeros que en el último, pues si aquellos ejercen su efecto, seguro que el último vendrá por sí mismo, junto con la perdida alegría de vivir”. Rae Langton, El desconsuelo del deber. El reto de Maria von Herbert a Kant. (Traducción de Luis Fernández-Castañeda. Revisión de Isabel Posadas. Agosto de 2004) http://www.lacavernadeplaton.com/articulosbis/textscavern/deberka nt0304.htm