Deliberación y política: notas sobre la teoría de la democracia

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Deliberación y política: notas sobre la
teoría de la democracia deliberativa y la
política de liberación
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Deliberation and politics: notes on the theory of
deliberative democracy and the politics of liberation
Dorando J. Michelini*
Eduardo O. Romero**
Resumen: el artículo presenta algunos de los conceptos clave de las teorías
de la democracia deliberativa y la política discursiva, de Habermas, y de la
política de la liberación, de Dussel, con el fin de establecer coincidencias y
divergencias en vista de una interpretación actual de la democracia y de lo
político.
Palabras-clave: Política. Democracia. Liberação. Habermas.
Abstract: the paper presents some of the key concepts of theories of
deliberative democracy and discursive politics, of Jürgen Habermas, and the
politics of liberation, of Enrique Dussel, in order to establish coincidences
and divergences in the light of a current interpretation of democracy and the
political.
Keywords: Politics democracy. Libertation. Habermas.
*
Doctor en Filosofía por la Universidad de Münster, Alemania. Actualmente se desempeña como
Investigador Principal del Consejo Nacional de Investigación Científica y Técnica y Titular de Ética
de la Universidad Nacional de Río Cuarto, Argentina.
**
Licenciado en Filosofía por la Universidad Nacional de Río Cuarto, Argentina. Actualmente
realiza el doctorado en Filosofía en la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina, con una beca
del Consejo Nacional de Investigación Científica y Técnica (Conicet).
Conjectura, v. 17, n. 1, p. 101-138, jan./abr. 2012
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Introducción
La democracia, como sistema político y como forma de vida, se
halla involucrada actualmente en distintos procesos de transformación
(D AHL , 1999; B ARBER , 2006; B OBBIO , 2007) y se ve enfrentada a
numerosos problemas teóricos y prácticos de difícil solución. (ANSALDI,
2008a; REIGADAS, 2007; VELASCO, 2006). Más aún, desde hace algunas
décadas, la expansión planetaria de la democracia va unida a la experiencia
de una colonización del sistema democrático por el poder económico y
los medios de comunicación hegemónicos. Esta experiencia ha provocado
tanto un descrédito de la política y la democracia como también una
desconfianza respecto de la capacidad del poder ciudadano para
transformar dicha realidad. En este contexto se puede tener la impresión
que la deliberación aparece como un medio ineficaz, o al menos muy
débil, para lograr esta transformación y, ante ciertas circunstancias, puede
pensarse que hay otras formas más eficientes para lograrla, sin excluir la
violencia.
Mientras que las discusiones entre liberales y comunitaristas han
puesto al descubierto no sólo las cualidades y las ventajas, sino también
las dificultades y las desventajas de las respectivas posiciones para la
configuración de un orden político democrático, en América Latina hay
problemas graves que jaquean periódicamente la democracia real (como
la desigualdad social y las diversas formas de exclusión ciudadana) y
cuestiones (como la globalización económica; los problemas de
convivencia que plantean la diversidad y la interculturalidad, etcétera)
que impactan sobre lo que podemos denominar una convivencia
democrática justa y pacífica. (A NSALDI , 2008; SALVAT , 2002). Hay,
asimismo, disensos y conflictos generados por la desigualdad (BILBENY,
1999) que no han podido ser evacuados ni por medio de las diversas
formas antidemocráticas de imposición ni por medio de procedimientos
democráticos basados meramente en la agregación de preferencias e
intereses. Ante este panorama teórico-práctico de lo político, las teorías
habermasianas de la democracia deliberativa y la política discursiva buscan
ofrecer nuevos puntos de vista para la resolución de conflictos y para la
organización de una convivencia justa y pacífica en sociedades signadas
por la globalización, la interculturalidad y la exclusión. (MICHELINI,
2000).
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Através de la historia, y según las épocas y los posicionamientos
teóricos, el concepto de democracia ha sido calificado con distintas
denominaciones, como democracia directa, indirecta, representativa,
participativa, radical, etcétera. En la actualidad, las teorías de la
democracia deliberativa y la política discursiva no sólo son utilizadas a
menudo por los profesionales de la política sino también discutidas en
ámbitos académicos, filosóficos y teórico-políticos. La idea de la
democracia deliberativa – si bien no es nueva, ya que estuvo presente en
la Antigua Grecia (ELSTER , 2001a) – posee un lugar central en el
pensamiento político-filosófico de Jürgen Habermas, y representa
también uno de los proyectos de teoría política más debatidos de la
actualidad (APEL, CORTINA, DE ZAN, MICHELINI, 1991; CORTINA, 1993;
MOUFFE, 2003, 2007), y ha tenido – sigue teniendo – amplia repercusión
en el contexto de la reflexión política y filosófica latinoamericana. (NINO,
1997; DE ZAN, 1996, 1985, 1991, 2004; DUSSEL, 1998, 2007, 2009;
PINZANI; DUTRA, 2005; SQUELLA, 2007).
El artículo presenta algunos de los tópicos clave de las teorías
habermasianas de la democracia deliberativa y la política discursiva (como
debate público, poder comunicativo, soberanía popular y deliberación y
solución racional de conflictos) y destaca su rendimiento para una
interpretación actual de lo político. (1) Luego examina algunos de los
conceptos más importantes de la teoría política de Enrique Dussel (como
potentia y potestas, las nociones de representatividad y de campo político)
y precisa su relevancia para la política de la liberación; (2) Finalmente
se confrontan sendas posiciones con el fin de establecer coincidencias y
divergencias en vista de una interpretación actual de la democracia y lo
político. (3).
1 La teoría habermasiana de la democracia deliberativa
1.1 Debate público y democracia
Desde un punto de vista teórico-político, la democracia deliberativa
resulta atractiva por diversas razones. La principal de ellas reside quizás
en el hecho de que dicha teoría pone todo su peso en el debate público.
La deliberación pública es un elemento clave del proceso democrático
(HABERMAS, 1998; p. 372; ELSTER, 2001) y, en particular, de la teoría de
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la democracia deliberativa. La deliberación racional y el debate público
sobre los asuntos comunes son indispensables para la formación de una
voluntad política común, la determinación de las necesidades y la toma
de decisión corresponsable de todos los ciudadanos. En tal sentido,
la política deliberativa obtiene su fuerza legitimadora de la estructura
discursiva de una formación de la opinión y la voluntad que sólo
puede cumplir su función sociointegradora gracias a la expectativa de
calidad racional de sus resultados. De ahí que el debate público
constituya la variable más importante. (HABERMAS, 1998, p. 381).
En la vida se puede deliberar sobre los más diversos asuntos, pero la
deliberación contribuye, especialmente en el ámbito de la política, a la
auto-organización autónoma de ciudadanos libres e iguales, esto es a la
autodeterminación ciudadana. Para que el proceso deliberativo sea exitoso,
es necesario que los ciudadanos cuenten con una información amplia y
confiable, y que participen de forma activa en la vida pública no sólo a
través de la emisión periódica de un voto, sino también mediante la
escucha del otro, el examen de sus razones, la toma en cuenta de sus
intereses, la consideración de sus aspiraciones y la reflexión crítica para
evaluar la legitimidad de las pretensiones en juego. Según la democracia
deliberativa, restringir el potencial comunicativo a la emisión del voto
mediante el cual los ciudadanos expresan sus preferencias en las elecciones
no permite examinar críticamente los “pro” y los “contra” de los asuntos
públicos.
Para la democracia deliberativa, en política no se trata de obtener el
poder por cualquier medio, y de ampliarlo y mantenerlo a cualquier
precio, sino de la búsqueda conjunta de una voluntad común. La tarea
crítica realizada en común demanda un esfuerzo mayor que emitir
periódicamente un voto, tomar una decisión monológica o imponer,
sin discusión pública, los intereses mayoritarios. En tal sentido, la
deliberación pública de ciudadanos libres e iguales es un procedimiento
que permite el debate y la discusión racional de todos aquellos asuntos
que son de interés general y que afectan a los ciudadanos en su conjunto.
En un Estado de derecho se delibera y discute para lograr acuerdos y
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para determinar quiénes habrán de gobernar, pero también para establecer
dentro de qué marco, y en base a cuales reglas de juego, los gobernantes
deberán ejercer el poder.
1.2 Poder comunicativo
Habermas distingue entre poder económico, poder social y poder
político. Como se sabe, el poder económico suele tener una enorme
influencia como poder fáctico sobre los gobernantes y las instituciones
políticas. También el concepto de poder social remite al poder fáctico de
personas e instituciones en la sociedad, como es el caso de príncipes,
caudillos y miembros de familias privilegiadas, que tienen la capacidad
de imponer sus propios intereses sin intervención de otros. Habermas
comprende al poder social más concretamente como “medida de la
posibilidad que un actor tiene de imponer en las relaciones sociales sus
propios intereses aún en contra de la resistencia de otros”. (HABERMAS,
1998, p. 243). En un Estado democrático de derecho, el poder político
se diferencia, según Habermas, en “poder comunicativo y poder
administrativo”. (HABERMAS, 1998, p. 203). El poder político surge del
poder comunicativo mediante la formación discursiva de la voluntad
común. El poder político tiene su origen en el poder comunicativo de
los ciudadanos, y el Derecho se constituye en el medio o instrumento
“a través del cual el poder comunicativo se transforma en administrativo”.
(HABERMAS, 1998, p. 217). De este modo, el derecho ya no está ligado
a una fuente legitimadora más originaria, como el derecho natural, sino
que remite directamente al poder comunicativo de los ciudadanos.
A partir de la relevancia del lenguaje y la comunicación, de una
rearticulación de la racionalidad comunicativa con racionalidad estratégica,
y de una reinterpretación de la noción de poder, Habermas ha desarrollado
una teoría discursiva de la política, del derecho y de la moral, que tiene
como fundamento la competencia comunicativa de los ciudadanos, y
una teoría de la democracia deliberativa que pone el acento en la
deliberación, la participación ciudadana y la resolución no violenta de
los conflictos. Sobre la base de la estructura intersubjetiva de la
deliberación ciudadana, Habermas esboza una nueva comprensión del
poder legítimo, el cual está basado en razones que pueden ser discutidas
críticamente en forma pública, y se distingue tanto de la mera fuerza
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bruta como de la dominación. La fuerza de la cooperación en la
determinación de los intereses comunes y de un convencimiento que se
sustenta en el examen conjunto de la validez de las pretensiones mutuas,
como características propias del poder comunicativo, se contraponen
así a la manipulación y la mera imposición de intereses egoístas.
El poder social puede facilitar o restringir el poder comunicativo. El
poder comunicativo se restringe, por ejemplo, cuando una empresa u
organización, haciendo uso de su poder social, influye de tal modo en la
administración que hace prevalecer sus propios intereses antes que el
bien común o el interés general de la sociedad. Es por ello que el Estado
de Derecho, el cual se basa en las “condiciones procedimentales de la génesis
democrática de leyes” (HABERMAS, 1998, p. 336), debe mantener a raya
no sólo al poder económico y al poder social, sino también al poder
administrativo, para que este no desemboque, por ejemplo, en la
autonomización de la burocracia. El derecho es el instrumento que
posibilita el resguardo de los convenios y una concreción vinculante de
los acuerdos logrados mediante la deliberación de los ciudadanos.
1.3 Soberanía popular
Habermas interpreta que entre los derechos humanos y la soberanía
popular hay una tensión no resuelta a través de la historia. Después de
señalar que las lecturas que Kant y Rousseau hacen de la relación entre
derechos humanos y soberanía popular se corresponden respectivamente
con una visión “liberal” y una “republicana” de la autonomía política,
Habermas destaca que – en la discusión sobre los derechos humanos
que tuvo lugar entre liberales y republicanos en Estados Unidos a partir
de la década de los años 80 del siglo pasado – los liberales pusieron el
acento en la autodeterminación moral, y los republicanos, en la
autorrealización ética. La teoría habermasiana de la democracia
deliberativa rehabilita de forma renovada las nociones de igualitarismo
y soberanía popular, sin renunciar a los derechos individuales que defiende
el liberalismo. Según Habermas, el concepto de autonomía, comprendido
en términos de la teoría discursiva, posibilita la conexión interna entre
derechos humanos y soberanía popular, la cual consiste “en el contenido
normativo de un modo del ejercicio de la autonomía política, que no
viene asegurado por la forma de leyes generales sino sólo por la forma de
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comunicación que representa la formación discursiva de la opinión y
voluntad comunes”. (HABERMAS, 1998, p. 168). Las condiciones para la
institucionalización de esta conexión entre derechos humanos y soberanía
se dan en el sistema de derechos.
Desde un punto de vista sistemático, Habermas busca mediar entre
las concepciones liberal y republicana de democracia: mientras que los
republicanos afirman que la soberanía reside en el pueblo y no puede
delegarse, los liberales sostienen que la soberanía popular se ejerce a
través de representantes. Desde una perspectiva discursiva, la democracia
no se reduce a la discusión de intereses ni refiere exclusivamente a la
defensa de los derechos humanos, como es el caso en la concepción
liberal de la democracia, pero tampoco requiere una articulación éticopolítica densa de la sociedad, como lo exige el proyecto republicano. Es
por ello que la política deliberativa toma distancia tanto del liberalismo
como del republicanismo, a la vez que pretende rehabilitar e integrar
sistemáticamente los derechos humanos individuales con la soberanía
popular entendida en sentido intersubjetivista.
La idea central es que los ciudadanos empleen de forma autónoma
el principio del discurso. La soberanía popular, que “se hace valer en la
circulación de deliberaciones y decisiones estructuradas racionalmente”
(HABERMAS, 1998, p. 203) es el elemento clave de una democracia radical,
puesto que ella constituye la forma racional y razonable de expresar el
“bien común” (MICHELINI, 2008) o el interés general. La transformación
del principio del discurso en un principio de la democracia es un asunto
que incumbe exclusivamente a la libertad comunicativa de los ciudadanos.
En tal sentido, “los derechos a hacer uso público de la libertad
comunicativa dependen de formas de comunicación y de procedimientos
discursivos de deliberación y decisión”. (HABERMAS, 1998, p. 193). Con
ello, los conceptos de soberanía popular y de deliberación quedan
estrechamente ligados: la soberanía popular no remite ya a un colectivo,
a una asamblea o a un conjunto de ciudadanos que se reúne en un
determinado lugar, sino al circuito de deliberaciones públicas y al ámbito
de las decisiones racionales.
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1.4 Deliberación y solución racional de conflictos
Los conflictos son fenómenos constitutivos tanto del ethos como de
la realidad política de las sociedades. Uno de los objetivos clave de la
política deliberativa es precisamente la solución racional, justa y pacífica
de los conflictos. Según la teoría de la democracia deliberativa, esta
tarea requiere de una racionalización del poder, la cual puede llevarse a
cabo mediante la deliberación cooperativa de todos los afectados en
tanto que participantes libres e iguales en el discurso público. Es por
ello que una pieza medular de la teoría de la democracia deliberativa la
constituye la
red de discursos y formas de negociación que tiene por fin posibilitar la
solución racional de cuestiones pragmáticas, morales y éticas, es decir,
justo de esos problemas estancados de una integración funcional, moral
y ética de la sociedad, que por la razón que sea han fracasado en algún
otro nivel. (HABERMAS, 1998, p. 398).
La deliberación pública debe poder contribuir a la determinación
conjunta de las necesidades y a un ejercicio cooperativo en la toma de
decisión sobre las aspiraciones de todos los ciudadanos. Sin embargo,
tanto la determinación de las necesidades legítimas como los asuntos
relacionados con su satisfacción adecuada son objeto de controversias,
disensos y conflictos, dado que afectan intereses diversos. La teoría de la
democracia deliberativa sostiene que los diferendos relacionados tanto
con intereses generales como con aspiraciones individuales o grupales
deben ser resueltos mediante el procedimiento racional de la deliberación
pública, con la participación de todos los afectados, en libertad e igualdad
de condiciones: sólo de esta forma los disensos y conflictos pueden ser
resueltos de forma no sólo pragmática y eficiente, sino también justa.
En tal sentido, la democracia deliberativa es un procedimiento que,
para su implementación, requiere que los ciudadanos reciban
información suficiente, adecuada y fiable, así como que sea posible llevar
adelante un intercambio fundado de argumentos; considerar al otro no
como enemigo, sino como acompañante en la búsqueda de soluciones
razonables; la justificación y la crítica racional de propuestas (dando,
recibiendo y exigiendo razones en todos aquellos asuntos que son de
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relevancia pública); el esclarecimiento no sólo de los derechos sino
también de las obligaciones y la responsabilidad de las que se hacen
cargo las partes, etcétera. No puede haber deliberación sin la
configuración de una opinión pública informada y crítica, que se oriente
a la búsqueda de la voluntad común: la mera lucha hegemónica por el
poder, la consecución de beneficios egoístas y la consolidación de intereses
sectoriales no son un camino razonable para la solución justa de conflictos.
Acorde con ello, la política deliberativa exige participación activa de la
ciudadanía y el suministro de información confiable, e implica no sólo
el ejercicio activo de los derechos, sino también la puesta en práctica de
la solidaridad (MICHELINI, 2007) y las obligaciones ciudadanas.
La fuerte normatividad de la teoría de la democracia deliberativa
está ciertamente en tensión con la realidad actual de los sistemas
democráticos vigentes, especialmente en América Latina, y también con
la historia más o menos reciente de los países latinoamericanos, en los
cuales la información política amplia y fiable no es un fenómeno
corriente, dado que a menudo se ve afectada por los medios hegemónicos.
Tampoco la deliberación pública irrestricta, en tanto que intercambio
comunicativo racional entre ciudadanos libres e iguales, aparece como
un elemento político institucionalizado. A estos problemas se suman
una serie de experiencias de conflictividad, exclusión y violencia que
dificultan o impiden la configuración de un marco social e institucional
adecuado para la participación igualitaria y sin restricciones de todos
los ciudadanos en la deliberación pública.
Frente a experiencias de conflictividad y a fenómenos que ponen de
manifiesto la debilidad de la interacción deliberativa, los cuales podrían
ser aducidos para invalidar las pretensiones socio-integradoras de la teoría
de la democracia deliberativa, cabe señalar como contrapeso, al menos
dos cuestiones clave, a saber: por un lado, que la deliberación, con todas
sus implicancias, es el mejor medio del que disponemos los seres humanos
para la resolución justa y pacífica de disensos y conflictos. Por otro lado,
que la deliberación en el ámbito de la política no desemboca siempre y
necesariamente en un consenso o entendimiento pleno entre las partes
(consenso y entendimiento que son producto de la racionalidad
comunicativa), sino que en el ámbito político, especialmente cuando
las posiciones son – o, al menos, aparecen – como irreductibles, la
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deliberación puede legítimamente dar lugar a compromisos y acuerdos
estratégicos entre las partes. En tal sentido puede decirse que, en política,
la articulación entre la racionalidad comunicativa y la racionalidad
estratégica es una tarea compleja e infinita, pero que es imprescindible
para la resolución racional, justa y pacífica, de conflictos.
1.5 Democracia deliberativa: contribuciones y críticas
Entre las contribuciones que puede hacer la política deliberativa
para lograr la transformación de la realidad teórica y la práctica de las
democracias existentes cabría mencionar las siguientes: La deliberación
exige siempre la escucha del otro y obliga a realizar el esfuerzo de
comprender los otros puntos de vista. La deliberación no se basa en la
imposición estratégica de ideas, sino que presupone la búsqueda conjunta
de una convivencia justa y pacífica, a través del aporte de buenas razones
para aquello que ha de valer como justo para todos y mediante la
elaboración de compromisos legítimos entre intereses contrarios. La
deliberación puede contribuir a que el interlocutor sea llevado a cambiar
de opinión o posición, sin violencia ni coacción. Un objetivo
fundamental de la política deliberativa es formar una voluntad común
para la acción conjunta y la resolución racional de los diferendos. En tal
sentido, la deliberación no está orientada a conseguir votos para que
triunfe un partido, sino a comprobar críticamente si las razones que
aduce un partido sobre un asunto determinado son más convincentes y,
en tal caso, mediante el asentimiento de los demás, lograr más votos.
Ahora bien, más allá de todas estas cualidades que pueden
atribuírsele a la democracia deliberativa, esta teoría ha recibido
numerosas críticas, que refieren no sólo a su estructura teórica, sino
también a su institucionalización y a la factibilidad de su implementación
práctica.
Por un lado, la realidad de las democracias establecidas suele estar
en tensión con muchos de los elementos normativos de la teoría de la
democracia deliberativa. Así, por ejemplo, los debates parlamentarios y
las discusiones ciudadanas en los distintos ámbitos de la sociedad civil
suelen no coincidir con las exigencias normativas de la deliberación
racional, esto es: con discusiones entre ciudadanos libres e iguales que
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buscan un consenso sobre aspectos fundamentales de la convivencia
ciudadana, y con deliberaciones públicas libres de coacción y con
participación de todos los afectados, que apunten a un entendimiento
político básico sobre conflictos de intereses y aspiraciones divergentes.
La mera fuerza del voto sin debate previo, la imposición de ideas, la
exclusión de interlocutores y actores, y las diversas formas de violencia y
de intervención de los poderes fácticos suelen predominar en las
democracias existentes y también prevalecer sobre la información amplia
y veraz, la discusión crítica y una esfera pública constituida por
ciudadanos participativos.
Por otro lado, hay una serie de cuestiones puntuales que parecen
cuestionar la validez de la propia teoría de la democracia deliberativa y
su posibilidad de institucionalización. Al respecto, un primer tópico
remite al acto eleccionario de la votación, típico de la democracia liberal.
Puede afirmarse, y no sin razón, que, en democracia, la votación sigue
siendo un instrumento útil e imprescindible, el cual quizá no pueda ser
reemplazado por la deliberación. En vista de la premura con que deben
tomarse ciertas decisiones políticas, y del tiempo y sosiego que demanda
la deliberación, sobre todo cuando se trata de esclarecer asuntos
complejos y conflictivos, como son la mayoría de los que aparecen en la
agenda pública, la deliberación resulta ser, a menudo, un medio que,
más que favorecer el buen funcionamiento del sistema democrático, lo
entorpece. Ahora bien, la teoría de la democracia deliberativa pone
ciertamente el acento en la deliberación, no en la votación. Sin embargo,
no excluye de raíz el acto eleccionario. La votación puede implementarse
en los casos que sea necesario, no como un instrumento para dar solución
definitiva a los problemas políticos, de modo que se interrumpa para
siempre la deliberación sobre los asuntos controvertidos o los intereses
en pugna, sino como medio para permitir la acción y la toma de
decisiones. Claro está que las votaciones, para que sean plenamente
válidas en el sentido de la democracia deliberativa, tienen que venir
precedidas por un proceso deliberativo amplio y participativo, puesto
que este les ofrece mayor legitimidad que aquellas que se basan
exclusivamente en la sumatoria cuantitativa de preferencias e intereses.
Dicha legitimidad superior se basa en la calidad racional de
deliberaciones cuyos resultados son el producto de la reflexión, del debate
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y del acuerdo mutuo de los ciudadanos, y no sólo de la preferencia
individual o de un interés egoísta.
Otra deficiencia que podría endilgarse a la teoría de la democracia
deliberativa es que aún no ha sido implementada efectivamente en
ningún Estado nacional, lo cual vendría a corroborar la tesis que la
democracia deliberativa es impracticable o, al menos, que no es apta
para suplantar las democracias representativas establecidas. La política
deliberativa o discursiva está orientada a aspectos políticos generales de
la formación de la voluntad política de los ciudadanos y a cuestiones
normativas, pero le falta raigambre empírica e institucional. La
preocupación fundamental de la teoría discursiva es de tipo críticofilosófico y está orientada fundamentalmente a lo universal, formalprocedimental e ideal. Los estudios empírico-analíticos, la comprobación
del funcionamiento institucional de la democracia deliberativa en el
contexto de las democracias existentes, el estudio de los foros ciudadanos
y de un espacio público dominado por los medios de comunicación son
más bien escasos y no dan una pauta adecuada para evaluar el alcance y
los límites teóricos y prácticos de esta teoría política. En consecuencia,
la cuestión ya no sería investigar si la deliberación aumenta la
legitimación de las decisiones políticas, sino, más bien, si la teoría de la
democracia deliberativa y el proceduralismo como método de legitimación
en sociedades democráticas no descuidan la sustancia de lo político: las
decisiones y la actividad política.
El punto en discusión es que la teoría de la democracia deliberativa
acentúa demasiado la idea de que una decisión política adecuada debería
estar articulada con un discurso racional orientado a un consenso entre
todos los participantes. (HABERMAS, 1992, p. 138 ss). La crítica advierte
que, independientemente de la dificultad que implica alcanzar un
consenso en situaciones políticas normales, en que están en juego intereses
y relaciones de poder, este procedimiento discursivo pondría el acento
en cuestiones formales de legitimación y descuidaría el contenido de los
resultados. En tal sentido, se objeta que, desde el punto de vista del
procedimiento, una decisión puede ser legítima, pero injusta. Como ha
mostrado Rawls, en su réplica a Habermas, la justicia no es lo mismo
que la legitimidad: las decisiones legítimas pueden ser injustas o falsas.
(RAWLS, 1995, p. 427). Desde la perspectiva de la teoría de la democracia
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deliberativa, y como respuesta a esta crítica, puede sostenerse que los
ciudadanos no tienen otra forma legítima de plantear y resolver cuestiones
de falsedad y de justicia que no sea mediante la deliberación pública,
abierta e irrestricta, entre todos los afectados, examinando y criticando
razones. En tal sentido, la teoría de la democracia deliberativa sostiene
que la deliberación en común sobre los temas que afectan a los ciudadanos
representa la forma más legítima de resolver con equidad y justicia tanto
las cuestiones institucionales y formal-procedimentales como las
sustantivas.
Por cierto que los interrogantes se multiplican al pretender averiguar
en qué medida es posible transformar la realidad política de las
democracias reales, las cuales se caracterizan, entre otras cosas, por la
celeridad de los acontecimientos y la escasez de tiempo para la toma de
decisiones; por estar inmersas en la lucha de intereses y en relaciones
estratégicas de poder; por mantener instituciones que no se condicen
con el predominio de la deliberación pública sino que apuestan, más
bien, a mantener sus posiciones e intereses, a resguardar la imagen
mediante el uso sistemático de poderosos medios de comunicación y,
en fin, por estar arraigadas en sociedades civiles afectadas a menudo por
graves problemas sociales, no sólo de pobreza y desigualdad, sino también
por el analfabetismo, distorsiones más o menos sistemáticas de la
comunicación y la exclusión. Estas problemáticas e interrogantes tienen
que ser objeto justamente de una deliberación pública ejercida por
ciudadanos libres e iguales, que buscan resolver conjuntamente todo
aquello que los afecta.
Si bien es verdad que las objeciones que se han realizado a la teoría
de la democracia deliberativa, algunas de las cuales hemos mencionado
y comentado aquí, señalan no sólo aspectos teóricos que necesitan ser
examinados y evaluados adecuadamente, sino también dificultades
prácticas importantes para su institucionalización, que deben ser tenidas
en cuenta – y, en la medida de lo posible, superadas –, no es menos
cierto que – siempre que se trata de afrontar de forma adecuada los
disensos, resolver de forma justa los conflictos y obtener entendimientos
duraderos (y no meramente estratégicos) – las deliberaciones públicas,
las consultas a los afectados y el diálogo racional orientado al
entendimiento mutuo -por mencionar sólo algunas características de la
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democracia deliberativa y la política discursiva- aparecen como los
instrumentos más adecuados para alcanzar respuestas justas y eficaces,
en las cuales todos los implicados y afectados pueden ver reflejados, al
menos parcialmente, su voluntad y el cumplimiento de sus aspiraciones.
Es sabido que, de hecho, la mayoría de las negociaciones políticas
tienen la característica de acuerdos estratégicos, y que muchas veces los
acuerdos se reducen a satisfacer los intereses y las aspiraciones de las
partes, en detrimento de terceros. Las negociaciones y los acuerdos entre
partes pueden ser calificados de satisfactorios no cuando una parte triunfa
sobre la otra, sino cuando, además de eficientes, son justas (MICHELINI,
2000, 2008, 2011); los resultados del procedimiento deliberativo son
justos cuando el entendimiento no se reduce a los implicados sino que
se extiende, en principio, a todos los afectados. Los acuerdos que se
asientan sólo sobre la base de intereses egoístas o tienden a satisfacer
sólo las aspiraciones de los implicados de hecho en una negociación, y
no las de todos los afectados, pueden imponerse solamente por medio
de la fuerza, la persuasión o, incluso, por una mayoría absoluta, pero no
mediante la convicción general o como resultado de la formación de
una voluntad conjunta. En tal sentido puede sostenerse que la
deliberación constituye un instrumento clave para la determinación de
las necesidades y la solución de conflictos en sociedades democráticas.
Esta característica de la teoría de la democracia deliberativa y la política
discursiva tiene relevancia no sólo teórica, sino también práctica: ella se
torna operativa cada vez que los ciudadanos buscan satisfacer sus
necesidades y cumplir sus aspiraciones no a costa de las necesidades y
aspiraciones de los demás, sino a través de la búsqueda deliberativa
conjunta de lo que es bueno para mí y para nosotros, y, dado el caso, de
lo que es bueno para todos. Expresado de una forma esquemática, los
conflictos pueden resolverse de diversas formas, aunque
fundamentalmente de dos, a saber: mediante la imposición autoritaria
o arbitraria de una de las partes, o mediante el diálogo razonante, la
consideración ecuánime de los puntos de vista y el examen crítico de las
razones de todos los afectados. Sólo en este último caso la deliberación
ha cumplido un papel práctico fundamental.
En síntesis, las cuestiones que pone en perspectiva la teoría de la
democracia deliberativa apuntan a transformar una realidad política de
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Conjectura, Caxias do Sul, v. 17, n. 1, p. 101-138, jan./abr. 2012
individuos egoístas y de ciudadanos que sólo piensan en articular sus
jugadas en vista de sus intereses estratégicos, en una sociedad más justa
y pacífica. A ello contribuyen, entre otros tópicos, la escucha del otro;
el intento hermenéutico de comprender sus razones y de aportar, al
mismo tiempo, una crítica exhaustiva a sus propuestas; el resolver los
diferendos, disensos y conflictos mediante el diálogo y el aporte de razones
discutibles y no mediante la violencia o instrumentos y actitudes
meramente estratégicos; el estar dispuestos a dar, recibir y exigir razones
en todos los asuntos de relevancia pública, y, en fin, el estar dispuestos
a cambiar de opinión y de actitud en caso que el otro tenga razón. Esta
transformación sólo puede ser, por cierto, paulatina, y requiere de un
proceso de institucionalización en el que deben participar solidaria y
corresponsablemente no sólo los gobernantes de turno y las instituciones
establecidas, sino todos y cada uno de los ciudadanos, en todos y cada
uno de los temas relevantes en los distintos lugares de interacción y
decisión.
En qué medida la democracia deliberativa puede ser aplicada en las
sociedades latinoamericanas es una cuestión discutida y discutible.
Algunos pensadores, como es el caso de Albert Hirschmann, sostiene
que
muchas culturas – incluyendo la mayoría de las latinoamericanas que
conozco – confieren enorme valor a tener opiniones firmes sobre
prácticamente todo desde el principio, y a ganar una discusión en
lugar de escuchar y descubrir que a veces se puede aprender algo de los
demás. A tal punto que se hallan básicamente predispuestas a una
política no democrática sino autoritaria. (HIRSCHMANN, 1986, p. 37).
Otros, en cambio, como sucede con Enrique Dussel, realizan una
recepción positiva, aunque crítica de la teoría de la democracia
deliberativa habermasiana. Sea como fuere, y sin desconocer las
dificultades e, incluso, las patologías que pueden acompañar a la
deliberación (P RZEWORSKI, 2001; S TOKES , 2001), la cuestión de la
deliberación pública parece seguir siendo en las sociedades democráticas
un asunto clave a la hora de dirimir conflictos de forma no sólo eficiente,
sino también justa y pacífica. En tal sentido, más allá de las exigencias
Conjectura, v. 17, n. 1, p. 101-138, jan./abr. 2012
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normativas de la teoría de la democracia deliberativa, y de la necesidad
de crear condiciones sociales, institucionales y culturales adecuadas para
su desarrollo y fortalecimiento (VELASCO, 2006), la idea regulativa de
que para una configuración más humana de la sociedad son necesarios
tanto el uso público de la razón y la deliberación sobre los asuntos
comunes, como la participación libre e igualitaria de todos los afectados
en la transformación de los condicionamientos históricos hallados,
constituye un aporte clave de la teoría de la democracia deliberativa y
de la política discursiva.
2 La teoría dusseliana de la política de la liberación
2.1 Potentia y Potestas: la teoría dusseliana del poder
No es decir demasiado sostener que el tema de la potentia-potestas
guía todo el segundo tomo de La política de la liberación dusseliana. En
este sentido, se hace necesario explicitar cada uno de estos conceptos de
modo extenso. De una manera aproximativa puede sostenerse que por
potentia se entenderá el ser oculto, el poder de la comunidad política
misma, sin una determinación institucional y más allá de la mera voluntad
de consenso. Por su parte, la potestas puede ser entendida como el
fenómeno, el poder delegado por representación, ejercido por acciones
políticas a través de instituciones ya constituidas y determinadas. En
esta medida es posible entender a la potestas como la institucionalización
y determinación de la potentia.
Todo lo que se llame “político” tendrá que fundarse en última instancia
en esta potentia. Pero, en cuanto tal y si no fuera determinada de
ninguna manera (es decir, heterogéneamente institucionalizada)
permanecería “vacía”, como una ‘nada’ política: pura potentia sin
realización alguna […]. Dicho en pocas palabras, la potentia es el poder
de la comunidad política misma; es a) la pluralidad de todas las
voluntades (momento material) o de la mayoría hegemónica, b) aunada
por el consenso (momento formal discursivo), y que c) cuenta con
medios instrumentales para ejercer su poder-poner mediaciones
(momento de las mediaciones, de factibilidad). Son entonces, por ahora,
tres determinaciones esenciales del poder como potentia. (DUSSEL, 2009,
p. 60).
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Conjectura, Caxias do Sul, v. 17, n. 1, p. 101-138, jan./abr. 2012
Por tal motivo, Dussel sostendrá que la fuerza, el poder desde abajo,
es potentia, es positivo, es la vida que quiere vivir y se da los medios para
sobre-vivir. El poder no es dominación, no es solo opresión, no es sólo
poder como lo entiende la Modernidad colonialista.
Es más, la historia del paso de un Estado colonial a otro emancipado
postcolonial significa un proceso completamente distinto al seguido
por los Estados europeos, e incluso por el norteamericano. La
constitución del campo político, las acciones estratégicas, los sistemas
institucionales metropolitanos y la claridad con que se muestra la
normatividad de los principios políticos implícitos, es decir, lo político,
guarda en buena parte importantes diferencias en el centro y en la
periferia colonial y postcolonial. (DUSSEL, 2007, p. 552).
El ser-en-sí de la política, en tanto que mero poder-en-sí o mera
potentia, sería el ejercicio pleno del poder instituyente de la voluntad en
participación total y permanente. Este es el caso de una democracia
directa. Ahora bien, en los Estados modernos, complejos y plurales,
esta forma de democracia es, a todas luces, imposible. Por este motivo
acontece lo que Dussel denomina escisión ontológica originaria-primera,
es decir:
La potentia, el poder político de la comunidad, se constituye como
voluntad consensual instituyente: se da instituciones para que mediata,
heterogénea, diferencialmente pueda ejercerse el poder (la potestas de
los que mandan) que desde abajo (la potentia) es el fundamento de tal
ejercicio […]. Al poder político segundo, como mediación,
institucionalizado, por medio de representantes, le llamaremos potestas.
(DUSSEL, 2009, p. 61).
El poder-en-sí de la voluntad como potentia, en tanto que poder
instituyente (y ejecutante, al modo de una democracia directa), es
irrealizable en nuestras sociedades modernas, por esto mismo acontece
una escisión ontológica que distingue un plano propiamente ontológico,
en el cual Dussel ubicará la potentia en tanto que fundamento del poder
legítimo, de un plano óntico, en el que se ubica la potestas como un
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epifenómeno del poder instituyente -potentia-. Desde esta escisión
ontológica se definirá a la potestas como la voluntad ya constituida por
medio de instituciones, mientras que la potentia será la voluntad en-sí
como poder instituyente que funda a la potestas en el consenso.
Ahora bien, la voluntad instituyente – potentia – no es postulada
por Dussel como un fenómeno determinado en el tiempo, esto es, no es
pensada como un hecho histórico originario que funda, por ejemplo, a
los Estados modernos. Más bien, la potentia es supuesta como un punto
lógico en la reconstrucción de las condiciones de posibilidad del poder
instituido legítimo – potestas. Este punto lógico es necesario, según el
autor latinoamericano, porque brinda, por ejemplo, una instancia
criteriológica para la crítica de sistemas políticos fetichizados, esto es:
“Cuando la potestas se fetichiza, es decir, se ‘corta’, se ‘separa’ de su
fundamento (la potentia), ‘disminuye’ su poder, aunque su ejercicio
despótico pareciera alcanzar el paroxismo de la fuerza.” (DUSSEL, 2009,
p. 61). En contraposición: “Cuando el poder institucional fortalece el
poder de la potentia, ‘los que mandan, mandan obedeciendo’. En esta
última posibilidad, el poder político-institucional cumple con mayor
capacidad, fortaleza y fuerza sus fines”. (DUSSEL, 2009, p. 63).
En efecto, para Dussel, el poder político se encuentra disperso en
todo el campo político y en sistemas concretos, en la comunidad política
y en todas las comunidades, asociaciones y organizaciones subalternas
como potentia. Esta potentia se despliega permanentemente en todas las
actividades regenerando a la potestas. En este punto, Dussel distingue el
Stato di eccezione (AGAMBEN, 2004) del Estado de rebelión. (DUSSEL, 2006,
2007, 2009, 2009a). El Estado de excepción, tal como lo interpreta
Agambem, se sustenta en las tesis de Carl Schmitt y recurre para su
análisis a las categorías propias del Derecho romano. En el mismo, la
auctoritas es el momento del poder que puede poner en suspensión a la
potestas y crear la paradójica situación de una anomia en el nomos. Por su
parte, cuando Dussel tematiza los momentos de excepción histórica no se
refiere a la acción de un actor individual o colegiado que tiene autoridad,
sino que hace referencia a un actor colectivo, esto es: la comunidad política
o el pueblo mismo. En este último caso, cuando éste pasa a ser actor y se
autoriza a sí mismo el poder instituyente pero no como el que declara el
Estado de excepción, sino como el que declara la necesidad de una
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transformación de la potestas como totalidad si fuese necesario; entonces
la voluntad aparece con mayor claridad aún que la decisión de la autoridad
del líder en Schmitt.
La decisión es la de una comunidad política, de un pueblo, de tomar
nuevamente de manera directa el ejercicio del poder como potentia, y
se autoriza a transformar la potestas, nombrando nuevos representantes,
dictando nuevas leyes o convocando a una nueva Asamblea
constituyente. Este es el Estado de rebelión como veremos. (DUSSEL,
2009, p. 64).
En América Latina el Estado de rebelión es algo más, según Dussel,
que una de las formas del Estado de excepción. Este último sería correlativo
al orden jurídico establecido –potestas – dado que se decreta por el ejercicio
de una función del poder constituido – auctoritas –; en cambio, el
primero, es la acción misma originaria de la voluntad consensual de la
comunidad política – potentia –. “Esta acción originaria habla de un
momento ontológico, más acá de la voluntad que decreta el ‘Estado de
excepción’ schmittiano”. (DUSSEL, 2009, p. 65). Esto es así tanto que,
para Dussel, el Estado de rebelión puede dejar sin efecto al Estado de
excepción.
De manera que habría: a) una anomia anterior al orden jurídico (de la
potestas) de la comunidad política misma como poder originario
(potentia como poder instituyente, constituyente), que se dará las
instituciones (auctoritas ante festum); b) un nomos u orden donde la
potestas puede ser puesta en cuestión como “estado de excepción”
(auctoritas in festum); y, por último […], c) una auctoritas post festum
del pueblo, o algunos de sus sectores, que ponen en cuestión el orden
legítimo vigente desde el consenso crítico de la vida de las comunidades
que luchan por el reconocimiento de nuevos derechos. (DUSSEL, 2009,
p. 65).
En síntesis, Dussel parte, para la postulación del Estado de rebelión,
del reconocimiento que la potentia puede ser investida de auctoritas y de
este modo puede llegar a cuestionar a la potestas misma. Como
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consecuencia se deduce que la potentia es, en última instancia, el poder
político mismo, el cual funciona como fundamento del ejercicio delegado
de la potestas.
2.2 El ideal político y el problema de la representatividad
La democracia directa es una situación ideal que, para Dussel,
cumple una función criteriológica-clave. La importancia de esta idea –
democracia directa – estriba en que se establece como parámetro que
muestra a los Estados modernos el alejamiento que la representatividad
supone de un sistema más perfecto aunque imposible actualmente. El
ejercicio del poder perfecto en política supondrá, entonces, la identidad
entre representante y representado. Dicha representatividad perfecta es
empíricamente imposible aunque lógicamente postulable – ya que ella
no implica contradicción alguna – y críticamente necesaria para enjuiciar
sistemas políticos concretos. Esto es, los sistemas políticos pueden ser
juzgados, al menos en parte, por el intento siempre perfectible que
realizan de acercar el ideal a lo real en una búsqueda continua de disminuir
la distancia del representante y el representado por medio de
instituciones que mejoren esa mediación.
Para Dussel, la idea de la democracia directa es un postulado de
orientación y no un principio normativo. Para que este postulado se
realice lo más posible debe admitirse desde el poder constituido la
posibilidad de la existencia de un no-consenso legítimo, lo cual supone
admitir e institucionalizar el disenso político legítimo de una oposición.
En este sentido el disenso minoritario es esencial para la constitución
del campo político dado que:
La existencia del disenso, en apariencia contra el postulado de la
unanimidad, muestra el interés de que se haya intentado seria y
honestamente llegar a tal aceptación sin oposición, sin contradicción,
pero el que queden algunos sosteniendo sus razones disidentes garantiza
a la comunidad un principio crítico interno en el cual le va la vida
política democrática a la comunidad. Por ello, el respeto de los derechos
de los disidentes, ante la imposible unanimidad empírica, es un
momento esencial en la aplicación del principio democrático. (DUSSEL,
2009, p. 418).
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Conjectura, Caxias do Sul, v. 17, n. 1, p. 101-138, jan./abr. 2012
Con Sartori (2000, p. 58), Dussel considera que para ser democrático
un gobierno mayoritario debe ser frenado y detenido por los derechos de
la minoría, de lo contrario se convertiría en un régimen autoritario y
antidemocrático. Esto supone ciertas reglas pragmáticas y semánticas
que, junto con lo desarrollado antes en el presente trabajo, van a ir
delimitando el campo de lo político con exigencias muy concretas que
de no ser respetadas destruyen al campo en cuanto tal ya que, como
sostiene Dussel (2000, p. 419): “Un ‘asesinato político’ no es cosa
pequeña.” Como veremos más adelante, un “asesinato político” en sentido
estricto es un hecho imposible desde la definición de campo político
que ofrece Dussel.
A continuación se ingresará de lleno en la teoría de la constitución
del campo político que Dussel intenta fundamentar desde la interacción
del principio material y el principio formal.
2.2.1 Hacia la constitución del campo político
La noción de estrategia proviene del pensamiento griego strategía
(arte de dirigir ejércitos). En algunos filósofos contemporáneos, lo
“estratégico” es lo que sigue fines instrumentales y distorsiona la relación
comunicativa, la cual es propiamente intersubjetiva y normativa. (APEL,
1985, 1988, 2007 ou HABERMAS, 2000, 2005, 2008). Otros, como
Horkheimer o Adorno, efectuaron antes una crítica de la razón
instrumental, lo que ha llevado a un cierto desprecio por la razón
estratégica, la cual debe distinguirse claramente de la razón instrumental.
(HORKHEIMER ; ADORNO, 1987). Dussel entiende que estos filósofos
intentan una crítica necesaria, pero no suficiente como para descartar la
importancia de este nivel práctico, componente impostergable de “lo
político”. (DUSSEL, 2007, p. 551-558; 2009, p. 89-95).
La categoría de mundo, por ejemplo, apunta a la totalidad de las
experiencias de la subjetividad fáctico-cotidiana del existente humano;
es el horizonte omnicomprensivo, el más amplio posible de la vida fáctica
del ser humano. Pero esta categoría pierde rendimiento analítico cuando
con ella se intenta distinguir diversas acciones inscriptas en distintos
niveles institucionales. Como un intento de corrección a esta categoría,
demasiado amplia para su aplicación en política, según el autor
latinoamericano, se introduce la noción de “campo”.
Conjectura, v. 17, n. 1, p. 101-138, jan./abr. 2012
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Dussel entenderá al “campo” (de ahora en más sin comillas) como
una red de relaciones de poder que se estructuran mutuamente desde
un mismo horizonte (mundo). Pero, en esta medida, es posible distinguir
analíticamente la red de relaciones de poder (campo) del horizonte en
el cual acontecen (mundo). (DUSSEL, 2009, p. 90).
De ese modo, en el tomo II de su Política de Liberación, Dussel
emplea la noción de campo – en sentido aproximado al de Pierre
Bourdieu (1992) – como categoría para situar los diversos niveles o
ámbitos posibles de las acciones y las instituciones en las que el sujeto
opera como actor de una función, como participante de múltiples
horizontes prácticos, dentro de los cuales se encuentran estructurados
múltiples sistemas y subsistemas. Estos campos se recortan dentro de la
totalidad del mundo de la vida cotidiano y constituyen sus desagregados
analíticos y político-funcionales.
Parafraseando a Dussel se podría decir que el mundo cotidiano no
es la suma de todos los campos, ni los campos son la suma de los sistemas,
sino que los primeros (mundo y campo) engloban y sobreabundan a los
segundos (los sistemas y los subsistemas), ya que al final las tres categorías
intentan dar cuenta de la dimensión intersubjetiva de la existencia
humana. (DUSSEL, 2009a, p. 206-210).
Ahora bien, todo campo político es un ámbito atravesado por
fuerzas, por sujetos singulares con voluntad y con un cierto poder. Esas
voluntades se estructuran en universos específicos. No son un simple
agregado de individuos, sino sujetos intersubjetivos, relacionados desde
siempre en estructuras de poder o instituciones de mayor o menor
permanencia. Por lo tanto, cada sujeto como actor es un agente que se
define en relación a los otros ad intra de uno o múltiples campos ya
siempre intersubjetivos. (DUSSEL, 1998, p. 167-233).
Aunque hay tensiones, el campo guarda siempre cierta unidad -si la
perdiera, dejaría de ser un campo y se habría desagregado en prácticas
meramente contradictorias y antagónicas-. En dicha unidad existe una
cierta agenda, una cierta actualidad de temas y diversas cuestiones y
oposiciones antagónicas. Por otro lado, incluso “la subjetividad humana
necesita de la apoyatura objetiva de la materialidad cultural, so pena de
quedar recluida en la pura subjetividad potencial siempre posible pero
nunca real, ni actual, ni transmisible”. (DUSSEL, 2006, p. 272).
122
Conjectura, Caxias do Sul, v. 17, n. 1, p. 101-138, jan./abr. 2012
En este contexto resultará muy útil, para aproximarnos a la noción
de campo dusseliana, un ejemplo propuesto por el propio autor
latinoamericano. Si veintidós deportistas juegan un partido de futbol,
se trata de una práctica en un campo deportivo, y por lo tanto deben
cumplir, de acuerdo a la normatividad del deporte en cuestión, ciertas
reglas. Si dos boxeadores, en otro campo deportivo, cumplen con las
reglas del box, triunfa el que acierta más golpes contra el oponente, el
enemigo deportivo, que no es el enemigo total de la guerra. De manera
sobresaliente triunfa el que deja sin conciencia a su oponente de turno.
Es decir, en el box se debe vencer físicamente al “oponente” de turno
hasta dejarlo “fuera de juego”. La intención y la normatividad del campo
deportivo no refieren a matar al oponente, sino a dejarlo indefenso,
inerme, y por lo tanto vencido. Si, en el caso anterior, un jugador de
fútbol dejara fuera de juego a un antagonista dándole un golpe como en
el caso del boxeador, habría dejado de ser jugador de futbol (al ultrapasar
el límite de lo posible dentro del campo pragmático-semántico de ese
deporte, penetrando en lo que ya es imposible para ser un jugador de
fútbol); pero por ello no sería tampoco boxeador, sino que recibiría,
según las reglas del fútbol, una pena por infracción. Es decir, si bien
todo campo está constituido por redes de poder, estas mismas redes
construyen una normatividad mínima y cambiante, pero necesaria, que
aglutina significante y da sentido al propio campo en cuestión.
En un sentido muy similar al desarrollado por Dussel, aunque en
relación a la obra kantiana y en un estricto plano lógico-semántico,
Daniel Omar Pérez ha definido ciertos conceptos como heurísticos, es
decir: “Principios regulativos de sistematización de un dominio de
elementos dados”. (PÉREZ, 2009, p. 310, trad. propia). “Estes elementos
conformam uma heurística ou lineamentos gerais para a condução do
conhecimento ou a ação.” (PÉREZ, 2009, p. 311). De este modo será
posible entender, por ejemplo, la teorización kantiana como la sucesiva
creación de campos morfo-semánticos ordenados en torno a conceptos
heurísticos (los cuales son, a la vez, conceptos marco y conceptos límite
de la comprensión) postulados sobre límites previstos a priori que hacen
posible la experiencia humana, en tanto experiencia que se expresa en
juicios de la forma S es P. En tal sentido, esta línea de reconstrucción
que parte de la pregunta por las condiciones de posibilidad de las
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proposiciones sintéticas permite a Kant, en la interpretación de Daniel
Omar Pérez, la introducción de conceptos que respondiendo a las formas
del entendimiento racional finito constituyen metonímicamente (esto
es: crean contigüidad) un campo morfo-semántico. Desde esta
interpretación, para la introducción de estos conceptos (por ejemplo el
de regularidad de la naturaleza), que luego serán definidos como
heurísticos, no es necesaria ninguna justificación metafísica, aunque no
sea posible aplicarles el modelo de la deducción trascendental; esto es, se
justifican en el límite a priori previsto trascendentalmente por el propio
funcionamiento de la racionalidad humana y por la necesidad racional
de crear campos de inteligibilidad de lo real. (PÉREZ, 2009, p. 186187; R OMERO , 2010, p. 266-268). Por ejemplo, en el caso de la
introducción del supuesto heurístico de regularidad de la naturaleza
uno de los campos semánticos que estaría en juego es el de las ciencias
naturales en cuanto tal. De modo análogo, en la obra de Dussel existirían
ciertos imperativos heurísticos – por ejemplo el “no matar al antagonista
político” – que constituirían al campo de lo político al brindarle cierto
rendimiento analítico que se definiría por la capacidad diferencial de
distinguirse de otros campos, por ejemplo el de la guerra.
Según lo desarrollado hasta aquí es posible sostener que todo campo
disciplina, y es esta disciplina la que le da cohesión y recrea al campo
mismo. Dussel acepta la noción de disciplina de Foucault, aunque
pretende ir más allá de ella. Disciplina es para Dussel la acción regulada
del actor social, que exige también un cierto control sobre la corporalidad.
Cierta disciplina es necesaria, aunque postergue por un tiempo el
cumplimiento del deseo. Toda institución exige disciplinar al eros
placentero, a la corporalidad gozosa, a la subjetividad deseante, aunque
con la promesa de recompensar esta falta a largo tiempo. Lo disciplinario
se tornará represivo, y políticamente autodestructivo, cuando los que la
padecen llegan a un grado de conciencia en el que la juzgan como una
expresión de displacer intolerable. (DUSSEL, 2009, p. 190).
Cuando la necesaria institución disciplinaria, que mantiene un
campo X, se torna represiva, es porque se cristaliza, porque ya no puede
crear más significantes para “seguir esperando” y, en tal sentido, estamos
ante una institución anticuada que debe, desde una perspectiva
estratégica, transformarse en otra o mejorarse. Cuando un sistema, en
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tanto que institucionalización de un campo, pretende perpetuarse autoreferentemente y pierde su criterio (la reproducción válida de la vida en
comunidad), el sistema se fetichiza y es entonces represor y destructor
de la vida. Esta es la represión que Marcuse llamará surplus-repression en
la institucionalidad capitalista. (MARCUSE, 1985, p. 86-113). Es decir,
tanto plusvalor produce el obrero para el capital como dolor represivo
se causa en el trabajador asalariado que lo crea. El tiempo necesario para
la reproducción del valor del salario podría decirse que es el tiempo del
ejercicio productivo de un eros disciplinado, pero el plustiempo del
plustrabajo, impago y robado, sería el momento represor, sufrimiento
injusto que padece el trabajador, de una fábrica, de una oficina o el
programador de una mega computadora. En este sentido, el poder que
se pervierte pasa del necesario disciplinamiento a la represión. (DUSSEL,
2009, p. 189).
El campo político se encontrará ahora ocupado y organizado por
una red de estructuras institucionalizadas para el ejercicio delegado del
poder (potestas), que fijan fronteras de lo posible/imposible a las acciones
estratégicas y que indican lo políticamente operable y factible.
2.2.2 Determinación deóntica de la política. En torno al principio
material
La constitución del campo político arriba descripto posee una doble
determinación: por un lado podría denominarse nivel empíricocontingente al constituido por una agenda específica, una jerga, un
conjunto de instituciones que delimitan el ámbito de acción del campo
en cuestión, etcétera. Por otro lado, existiría un nivel ideal-necesario
que funcionaría como condición ontológica de posibilidad (DUSSEL, 2009a,
p. 214) del propio campo político. En este nivel se operaría
necesariamente la subsunción de los principios éticos en principios
políticos. A continuación, y en este punto, se reconstruirá la subsunción
del principio material de la ética en el principio material de la política.
En el apartado siguiente se hará lo mismo con el principio formal de la
ética dusseliana, el cual devendrá en principio formal de la política de la
liberación.
Conjectura, v. 17, n. 1, p. 101-138, jan./abr. 2012
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En este contexto Dussel retoma del giro pragmático de la filosofía
contemporánea la noción de acto de habla en tanto que acción locutivailocutiva que tiene un contenido proposicional, aquello que se enuncia,
y un contenido performativo, aquello que se pretende en la enunciación.
En tal sentido, la pretensión de bondad del acto ético (DUSSEL, 1998, p.
235-280), similar a lo que para la Ética del discurso será la pretensión de
corrección, es subsumida en una más compleja e institucionalizada
pretensión política de justicia. (DUSSEL, 2009, p. 374) “Cuando en el
campo político se subsume la pretensión de bondad universal, abstracta,
ética, dentro del horizonte del campo político, donde se despliega el
poder político, la mera pretensión de bondad se transforma analógicamente
en una pretensión política de justicia”. (DUSSEL, 2009, p. 516).
En este punto es que Dussel redefine el problema de la aplicación
de las éticas de principios. Es decir, los principios éticos – o el principio
ético, depende de la propuesta ética de la cual se trate – determinan el
ámbito semántico del cual se trata en un campo práctico particular. Lo
cual es lo mismo que afirmar que los principios prácticos de los campos
específicos y concretos subsumen a los principios éticos.
Los principios éticos no pueden regular a una acción supuestamente
ética en cuanto tal, ya que, como indicaba Max Scheler con respecto a
los valores, una acción puramente ética que encarnara un valor en
abstracto no tiene realidad alguna. Nadie puede cumplir un acto ético
en sí; un mero acto de justicia en cuanto tal. Todo acto concreto se
ejerce subsumiendo un principio ético en una acción cumplida en un
momento intersubjetivo de un campo determinado. (DUSSEL, 2009a,
p. 198).
En este sentido Dussel observa que, por ejemplo, la prohibición
general de “No robar”, que en un nivel ético no tiene más contenido,
subsumida al campo económico del sistema capitalista-burgués adquiere,
por ejemplo, la siguiente determinación: “No robarás el salario al obrero
en la empresa capitalista.” Del mismo modo, el principio material de la
ética, a saber la exigencia de producir, reproducir y desarrollar la vida
humana que, según Dussel, funda incluso a las pretensiones performativas
del logos (Dussel, 1998, p. 420) y que por lo tanto fundamenta la ética,
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es subsumido en el principio material de la política, el cual es explicitado
por el autor latinoamericano como “fraternidad”. Este principio
negativamente formulado […] podría enunciarse, en uno de sus
aspectos: “¡No matarás al antagonista político!” […] Positivamente ese
principio se enunciaría resumidamente: “¡Debemos producir,
reproducir y desarrollar la vida de todos los miembros de la comunidad
política!” (DUSSEL, 2009, p. 438).
Es decir, no es político el matar al antagonista y, por ello, no se
cumple con la exigencia deóntica que ontológicamente sostiene a este
campo práctico en cuestión. El que así se comporta habrá ultrapasado
la normatividad del campo de lo político para ingresar en otro campo,
con reglas diferenciadas y propias, por ejemplo: el campo de la guerra,
en donde al enemigo no se lo define como antagonista sino como enemigo
total y por tanto, dentro de ciertas reglas que no abordaremos aquí, es
posible eliminarlo.
En este sentido es que, según Dussel, el principio material de la
vida, en tanto que fraternidad – respecto a la alteridad del otro que es
un antagonista y no un enemigo total –, en el campo político determina
los contenidos y da orientación al discurso de la comunidad política, al
mismo tiempo que marca las fronteras de lo posible / imposible a nivel
político. De este modo pretendemos haber mostrado, de forma muy
sintética, el modo como ocurre la subsunción de un principio ético en
el campo práctico de la política dentro de la propuesta dusseliana y
cómo “el principio material es el soporte normativo de la potentia”.
(DUSSEL, 2009a, p. 210).
2.2.3 En torno al principio formal
Tal y como se anunció en el apartado anterior, en este punto se
presentará de modo sintético la subsunción que opera Dussel del
principio formal de la ética de la liberación en el principio formal de la
política de la liberación. El mencionado principio formal político será
también enunciado por Dussel como “principio de igualdad”. (DUSSEL,
2009, p. 396). En este contexto la noción de igualdad condensa las
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exigencias formales de legitimidad, es decir: el principio formal de la
política refiere a las condiciones necesarias para que toda decisión o
norma de acción sea considerada legítima y válida en el campo político.
El concepto de igualdad remite así a la necesaria participación pública,
efectiva y simétrica de los afectados en los debates orientados a tomar
decisiones comunes.
Es decir, los ciudadanos como actores en el ejercicio de la plena
autonomía que tienen en la comunidad de comunicación política,
como comunidad intersubjetiva con soberanía política, fuente y destino
del derecho, cuyas decisiones tienen por ello pretensión de legitimidad
política y con pretensión de universalidad. Se trata de la razón políticodiscursiva. (DUSSEL, 2009, p. 397).
En este punto nos encontramos en el momento discursivo del
consenso, de la autonomía, la libertad y la soberanía política que
Habermas denomina principio democrático. (HABERMAS, 1994, p. 151).
Según Dussel, el principio material o de contenido no puede
constituir su objeto mismo (esto es, la decisión realizadora de lo material),
ni ejercerse sin mediaciones de la razón político-discursiva. Como
consecuencia, la pregunta respecto del procedimiento político con que
puede lograrse el consenso acerca de “la producción, reproducción y
desarrollo de la vida humana de una comunidad” solo puede responderse
válidamente de la siguiente forma: “Decídase la mediación necesaria de
manera libre, autónoma, democrática o discursiva legítimamente según
las reglas públicamente institucionalizadas; en otras palabras: ‘¡Procédase
democráticamente!’.” (DUSSEL, 2009, p. 397).
En este punto es que la igualdad se presupone como condición del
consenso. Es decir, la condición del consenso legítimo es la deliberación
y la condición de la deliberación para Dussel es el reconocimiento del
otro como sujeto de derecho. Ahora bien, este reconocimiento no depende
solamente de configuraciones de sentido ad intra del mundo de la vida,
las cuales se realizan ya siempre de modo intersubjetivo y lingüísticamente
mediado, sino que es necesario agregar una pulsión de alteridad (DUSSEL,
1998, p. 309-380) anterior a toda relación constituida y mediada
lingüística y comunicativamente.
128
Conjectura, Caxias do Sul, v. 17, n. 1, p. 101-138, jan./abr. 2012
La pulsión que sitúa al Otro al menos en el mismo nivel del
argumentante, participante pragmático en la comunidad de
comunicación política, superando diversos tipos de “menosprecio” que
excluyen al Otro de hecho de la comunidad política, y que, por lo
tanto, le niegan el carácter de “afectado” en simetría, es el tema en
cuestión. (DUSSEL, 2009, p. 399).
En este punto, el principio democrático o de igualdad de la política
de la liberación parece situarse no en el poder instituido, en tanto que
potestas, sino en el poder instituyente mismo, en tanto que potentia.
Esto es, si el principio democrático es la necesaria deliberación y puesta
a punto por medio del discurso de las voluntades que buscan consenso,
este principio democrático debe basarse en el reconocimiento del otro
como igual (igualdad política originaria) que distingue, por ejemplo, al
antagonista político del enemigo total de la guerra y constituye, de este
modo, un campo pragmático-semántico el cual es incomposible con
dar muerte al antagonista. Ahora bien, este reconocimiento que se debe
poder dar en el poder instituyente y que lo cohesiona para darse
instituciones no depende entonces solamente de procesos de socialización
que ocurren, por ejemplo, ad intra del estado de derecho, sino que le es
anterior, lo precede y depende de una originaria pulsión de alteridad.
Por nuestra parte, denominaremos ‘Principio democrático’ a un
principio universal político situado en el nivel originario donde se
gesta la legitimidad primera. Antes del ejercicio del poder constituido,
en el mismo poder instituyente; antes, aún en el Poder mismo como
voluntades en consenso (esencia del poder en cuanto tal), el principio
de legitimidad obliga ya a las voluntades a llegar a acuerdos racionales,
de manera que se trata del principio político formal constitutivo de la
potentia. (DUSSEL, 2009, p. 404).
3 Deliberación y política: una evaluación crítica
Tanto los estudios de Habermas sobre ética, política y derecho,
como la última parte de la obra ético-política de Dussel, desde 1998
hasta la actualidad, son sumamente amplios y complejos; de ahí la
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dificultad de elaborar una conclusión sobre temas tan relevantes de las
teorías habermasianas de la democracia deliberativa y la política discursiva,
y la Filosofía de la liberación dusseliana. Las observaciones críticas que
siguen tienen por ello un carácter provisional y se orientan a continuar
la discusión sobre los tópicos esbozados en este trabajo, los cuales son
de gran actualidad para la situación socio-política continental y mundial.
Como debió de haber quedado en claro en la exposición, la teoría
de la democracia deliberativa surge en momentos en que la democracia
no sólo se expande a nivel planetario, sino que también muestra
debilidades estructurales graves. Frente a las democracias establecidas,
y en discusión con las teorías liberal y republicana de la democracia,
Habermas ha logrado revitalizar aspectos fundamentales no sólo de la
organización autónoma de sociedades diversas, interculturales y
conflictivas, sino también de la convivencia ciudadana -como la relación
entre moral, política y derecho, la comprensión del poder político, la
noción de soberanía, etcétera. Dussel, por su parte, desarrolla una teoría
del poder – en clima de época con otros autores franceses e italianos –
desde las nociones latinas de potentia, potestas y auctoritas. Con Agambem,
aunque más allá de este, resulta muy interesante, para la realidad
latinoamericana, la postulación dusseliana del Estado de rebelión que
puede, desde la potentia, suspender al Estado de excepción. Por otro lado
la definición del poder desde la potentia en tanto que voluntad
instituyente brinda un punto criteriológico para enjuiciar sistemas
políticos fetichizados, esto es: sistemas en donde la potestas se ha escindido
radicalmente de la potentia.
Entre las posiciones de Habermas y de Dussel pueden precisarse
puntos de coincidencia, pero también diferencias importantes. Las
observaciones críticas que siguen no son de ningún modo concluyentes
sino que se orientan a poner en diálogo las tesis de Dussel con algunos
postulados-clave de la teoría de la democracia deliberativa y la política
discursiva.
3.1 Coincidencias
Algunos de los puntos de coincidencia que pueden destacarse entre
la teoría de la democracia deliberativa y la política discursiva, de Jürgen
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Habermas, y la filosofía política de la liberación, de Enrique Dussel, son
los siguientes:
1. Según la democracia deliberativa, en política no se trata de obtener,
mantener o ampliar el poder a cualquier precio. El poder comunicativo
es la fuente de todo poder legítimo. A través de la deliberación pública,
los ciudadanos libres e iguales participan en la discusión racional de
todos aquellos asuntos que son de interés general y que afectan a la
ciudadanía en su conjunto. Para la política de la liberación tampoco se
trataría de conseguir, mantener o acrecentar el poder a cualquier precio.
Todo lo contrario, la constitución del campo político y el mantenimiento
del mismo en sentido estricto, supone la interrelación de ciudadanos
libres e iguales, y el respeto de reglas básicas, entre las cuales se cuenta
la de no matarás al antagonista político, dado que, de lo contrario, el
asesinato político conlleva la asimilación del campo pragmáticosemántico de la política al campo pragmático-semántico de la guerra.
2. En el ámbito de la teoría de la democracia deliberativa, la
concepción de una democracia radical implica que los ciudadanos
emplean de forma autónoma el principio del discurso, de tal modo que
la soberanía popular reside en la red de deliberaciones y decisiones
racionales de ciudadanos que mancomunadamente buscan el interés
general. La libertad comunicativa de los ciudadanos permite transformar
el principio del discurso en el principio de la democracia.
Que los ciudadanos empleen de forma autónoma el principio del
discurso es una regla que también debe respetarse en sentido estricto en
el ámbito de la política de la liberación. La potentia (poder-en-sí), como
voluntad instituyente que crea instituciones al constituir a la potestas
(poder para-sí, diferenciado y determinado institucionalmente), supone
– para que la potestas no se fetichise y se torne represiva – al menos dos
elementos: en primer lugar, que la potestas “mande obedeciendo”, esto
es, obedeciendo las exigencias instituyentes de la potentia y, en segundo
lugar, que la potentia profundice el debate y el intercambio de razones
en torno a sus necesidades y modos de satisfacción para poder continuar
exigiendo a la potestas las satisfacciones de sus demandas presentes o
futuras en la medida de lo posible.
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3.2 Divergencias
Para finalizar, y sin pretensión de exhaustividad, mencionamos
algunas divergencias entre la teoría de la democracia deliberativa y la
política de la liberación. Anotamos algunos elementos para la discusión,
los cuales se imponen desde nuestras lecturas de las obras de filosofía
política de Habermas y de Dussel.
1. En el planteo de la democracia deliberativa, la política deliberativa
se asienta y estructura en la formación racional de la opinión y la voluntad:
el debate público contribuye así decididamente, mediante la formación de
una voluntad común, a la integración social y política de ciudadanos libres
e iguales. En esta instancia se nos impone, en primer lugar, marcar un
contrapunto, a saber: Dussel sostiene que la fundamentación de la
política que está buscando es compleja, y por esto entiende que no hay
un principio último que determine a los demás principios, sino que los
tres principios (material, formal y de factibilidad) se co-determinan en
un mismo nivel de fundamentación. (DUSSEL, 2009, p. 382). Sin
embargo, en esta misma obra – y como se ha podido ver en el punto
2.2.3 de este trabajo –, Dussel hace depender el reconocimiento –
condición de darle la palabra al otro y permitir que el otro argumentede una pulsión de alteridad (tal y como lo hacía en su monumental Ética
de la liberación en la edad de la globalización y de la exclusión, de 1998).
En este contexto es necesario hacer dos aclaraciones: primero, el
intento de fundamentar el reconocimiento del otro en una pulsión de
implantación límbica – la cual luego Dussel tornará ética al recurrir al
modelo del psiquismo levinasiano-pre-lingüístico, y, por lo tanto, presignificante – es una tesis que no se sostiene si reflexionamos en sentido
estricto y advertimos que toda pulsión es ya siempre interpretada y está
co-constituida por elementos lingüísticos, históricos y culturales.
Segundo, en este contexto creemos que la disposición para el
reconocimiento del otro tiene mucho más que ver con lo que Habermas
llama formación racional de la opinión y la voluntad común, la cual acontece
siempre en procesos de socialización y lenguaje, que con cualquier tipo de
pulsión o afección pre-ontológica por el otro.
2. La segunda cuestión a destacar tiene que ver con la sospecha de
que la noción de potentia, tan importante para la filosofía política de
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Conjectura, Caxias do Sul, v. 17, n. 1, p. 101-138, jan./abr. 2012
Dussel, se encuentra ya presente en la obra Facticidad y validez de Jürgen
Habermas. En efecto, cuando en esta obra del autor alemán se presenta
el problema de la soberanía, esta es interpretada ya siempre en términos
de intersubjetividad. En este sentido,
cuando se abandona la conceptuación articulada en términos de
‘filosofía del sujeto’, la soberanía no necesita, ni quedar concentrada en
el pueblo entendido este en términos concretistas [equivalente, quizás,
a la potentia dusseliana], ni tampoco ser desterrado éste al anonimato
de las competencias articuladas en términos de derecho constitucional
[lo que podría ser interpretado como equivalente a la potestas
dusseliana]. El “sí mismo”, el self de la comunidad jurídica que se organiza
a sí misma desaparece en las formas de comunicación, no susceptibles
de ser atribuidas a ningún sujeto, ni en formato pequeño ni en formato
grande […]. Con ello no queda desmentida la institución aneja a la
idea de soberanía popular, pero sí queda interpretada en términos
intersubjetivistas. (HABERMAS, 2005, p. 377).
En este contexto, no termina de quedar en claro cuál es el agente de
la potentia, esto es, por ejemplo, si se trata de un sujeto, de un co-sujeto
o de un inter-sujeto. Si se trata de un sujeto determinado – pueblo,
víctimas o excluidos –, como parecía tratarse en la Ética de la liberación
(DUSSEL, 1998, p. 411-473), es difícil escapar a las críticas desarrolladas
a la filosofía del sujeto y a una topografía demasiado reductiva de la
complejidad social, económica y política. En tal sentido, la distinción
entre víctima y victimario no es sencilla (MICHELINI, 2002):
En primer lugar, ¿dónde comienza la “comunidad de víctimas”? O, en
su forma negativa, ¿dónde termina “la comunidad de víctimas”? Resulta
indudable que el espacio social, político y económico es heterogéneo,
pero la complejidad de las interacciones escapa a un cuadro demasiado
reductivo de las mismas. En tal sentido, podemos decir que las nociones
de “comunidad de víctimas” y de “exterioridad”, como destinatarios y
constructores de la solidaridad, son poco distintas y, por ello mismo, se
tornan poco claras. ¿Toda víctima, de algún modo, no es también, en
cierto sentido, victimaria? (ROMERO, 2007, p. 128-129).
Conjectura, v. 17, n. 1, p. 101-138, jan./abr. 2012
133
Ahora bien, si la potentia, en tanto que intersubjetividad originaria
de la soberanía, fuera definida como poder comunicativo que luego se
institucionaliza en la potestas en tanto que poder administrativo, según se
insinúa en algunos lugares de la obra dusseliana (DUSSEL, 2009, p. 132148), es difícil ver la novedad con respecto a la política deliberativa
propuesta por Habermas.
Los espacios públicos en el interior de los órganos parlamentarios [la
potestas para Dussel] están estructurados predominantemente como
contexto de justificación. Y no sólo dependen de un trabajo
administrativo previo y de un trabajo administrativo posterior, sino
que dependen también del contexto de descubrimiento que representa
un espacio público no regulado por procedimientos [la potentia para
Dussel], es decir, el espacio público de que es portador el público
general que forman los ciudadanos. (HABERMAS, 2005, p. 384).
Para concluir este punto solamente deseamos remarcar que, de
acuerdo con lo desarrollado anteriormente, no se advierte cuál es la
novedad que presentan los conceptos dusselianos de potentia y potestas
respecto de las nociones habermasianas de poder comunicativo y poder
administrativo respectivamente.
3. Finalmente consideramos que la postulación de un principio
material de la política en tanto que exigencia de producción, reproducción
y desarrollo de la vida humana que adquiera la forma de fraternidad
política no necesita, para ser sostenido, de una base pulsional-instintual.
(DUSSEL , 1998, p. 91-142; 2009, p. 408-469). Queremos remarcar
aquí la complejidad y dificultad de convertir una pulsión (orden del
ser), en un principio normativo (orden del deber-ser). En todo caso, en
la reconstrucción de las condiciones de posibilidad del acuerdo válido,
en los términos que la ha planteado Karl-Otto Apel, es posible mostrar
que el punto de vista del otro es un elemento clave para la validación de
una pretensión de validez en pugna y, por lo tanto, la exigencia moral
de preservarlo (el no matar al antagonista político, en el sentido de Dussel)
se obtiene por medio de una reflexión pragmático-trascendental estricta,
y sin la necesidad de postular un principio material de reconocimiento
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Conjectura, Caxias do Sul, v. 17, n. 1, p. 101-138, jan./abr. 2012
y fundamentación de la ética y la política. (APEL, 1998, p. 147-184).
En este contexto, Apel ha observado:
Sobre todo a partir de mi polémica con la “ética de la liberación” de
Enrique Dussel, orientada esencialmente por la ética del encuentro con
el “otro” de Lévinas, he llegado a la siguiente convicción escéptica: la
orientación primaria de la ética hacia una interacción con los otros no
mediada por instituciones, por ejemplo, el encuentro “face to face” en
el sentido de Lévinas […]; dicha orientación, modelada por la tradición
judeocristiana y en su secularización filosófica como filosofía dialógica
del encuentro con el “tu”, más bien podría dificultar la pretendida
aplicabilidad concreta de la ética […]. La acción normal en el mundo
de la vida […] está mediada ya siempre por instituciones, ante todo
por la pertenencia a comunidades sociales de los participantes en la
interacción y por normas y responsabilidades. (APEL, 2004, p. 206).
En síntesis: los aportes habermasianos de una política discursiva
ofrecen herramientas clave para pensar la democracia en un mundo
global, diverso y conflictivo. A su vez, los aportes dusselianos visibilizan,
en el contexto de la realidad social y política continental latinoamericana,
diversos aspectos concretos de marginalidad, exclusión y violencia, que
pueden impedir o dificultar la implementación e institucionalización
de la democracia deliberativa.
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