«Los novelistas son los mayores egomaniacos»

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cultura
LUNES
9 DE DICIEMBRE DEL 2013
«Los novelistas son los
mayores egomaniacos»
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do la vio). Pasados los años, no puedo imaginarme viviendo en ningún
otro lugar.
T. C. (CORAGHESSAN) BOYLE Novelista. Publica ‘Las mujeres’
HANNA LIPPMAN
–Describe a Lloyd Wright como un
tremendo ególatra, pero, en el fondo, ¿no siente que ese es un inevitable valor añadido del genio?
–Me gusta escribir sobre los grandes
egomaniacos del siglo XX (Frank Lloyd Wright en Las mujeres; Alfred C.
Kinsey en The inner circle; John Harvey
Kellogg en El balneario de Battle Creek)
de una manera diríase que cautelar.
Estos visionarios nos legaron grandísimos proyectos, pero fue sometiendo a sus personas más cercanas
a miserias sin cuento. Naturalmente, admiro la obra de Wright, pero
¿seguiría admirando al hombre si
tuviera que compartir con él una
cena? Me pregunto si me dejaría siquiera meter baza en la conversación. Ah, y eso que pienso que los novelistas son los mayores egomaniacos que existen.
–Confiese: ¿no le inquieta un poco,
su atracción por estos personajes
dominantes?
–Bien, he de decir en mi defensa que,
como americano, desconfío de la autoridad (sea un político o un sacerdote) que me diga cosas del estilo:
«Sométete a mí y yo me encargaré de
que la vida te vaya bien».
–¿Estuvo en Taliesin, la casa que Loyd Wright reconstruyó varias veces y
que fue escenario de la muerte de su
amante, Mamah Borwitch?
–No solo investigué, sino que mi mujer y yo pasamos incluso una noche
allí, solos en aquella casa gigantesca, y dormimos en la propia cama
de Wright. Recordar aquella experiencia todavía hace que se me pongan los pelos de punta. Me despertaba y me sentía como el amo y señor
de aquella mansión, pero la verdad
era que hacía un frío tremendo y parecía como si hubiera un montón de
fantasmas aullando mientras golpeaban las paredes.
33 El novelista norteamericano T. C. Boyle, en Berlín.
ELENA HEVIA
BARCELONA
Iba para músico punk, pero T. C. Boyle (Peekskill, Nueva York, 1948),
que en un tiempo firmó sus libros
como T. Coraghessan (un nombre inventado de vago perfume étnico) encontró fama y lectores como incansable hacedor de novelas (y relatos)
exuberantes, ingeniosas y maximalistas (véase El balneario de Battle Creek).
En la última que se edita en España,
Las mujeres (Impedimenta), le da un
buen repaso a Frank Lloyd Wright,
un mito de la arquitectura norteamericana y un monstruo de egoísmo, a quien retrata esquinadamente a través de su amante y sus esposas. Boyle responde vía internet.
–Ha dicho que la escritura es un trastorno obsesivo-compulsivo. ¿Es así,
sufre escribiendo? Su, a menudo, divertida prosa no da esa impresión.
–Estaba bromeando, al menos en
parte. En realidad, me refería a que
la creación artística supone la implicación del propio creador por entero, al modo de las drogas o de los desórdenes psiquiátricos.
–¿Cómo llegó a interesarse por las
historias sentimentales de Frank
Lloyd Wright?
–Hace 20 años que mi mujer y yo vivimos en la primera casa que Lloyd
Wright diseñó en California. Incluso la hemos restaurado. Escribí Las
mujeres porque me interesaba explorar la vida y la obra de Wright. Y, por
supuesto, construir una novela se
parece mucho a construir una casa.
En ambos casos, los planes iniciales
abren siempre paso a un cierto grado de improvisación.
–¿Cuál de las cuatro tremendas mujeres de Lloyd Wright es su favorita?
–Miriam, sin duda, un personaje de
armas tomar. En mi novela se convierte en alguien más grande que la
vida, una creación cómica de dimensiones descomunales, aunque espero que los lectores sientan algo de
empatía por sus heridas y ataques
de celos.
–Creo que su mujer suele quejarse
de los personajes femeninos de sus
novelas. ¿Ha protestado ahora?
–Mi esposa es una mujer de un poder
increíble. Me contrató cuando estábamos en la universidad sobre todo
para que hiciera las tareas domésti-
«Hace 20 años
que mi mujer y
yo vivimos en la
primera casa que
Frank Lloyd Wright
diseñó en California»
cas y para servirle de fuente inagotable de una cháchara ingeniosa y
chispeante. La única ocasión en que
abandona el sofá es para ir de compras o para acompañarme hasta el
pueblo cercano a beber una copa de
vino. Es una persona muy terca, pero, afortunadamente —para mi vida tanto amorosa como mental—,
le gusta mi trabajo. Al principio, se
quejaba constantemente de que mis
personajes femeninos eran planos,
y yo contraatacaba señalándole que
mis personajes masculinos también
lo eran. Pero, desde entonces, me he
reformado bastante. Y ella me deja
que le dé un beso de vez en cuando.
–¿Cómo se vive en una casa de Lloyd
Wright? ¿Es realmente cómodo?
–Es maravilloso. Tiene muchísimo
espacio para la familia entera, incluido nuestro perro y nuestro gato. Tiene bancos delante de cada
ventana para poder admirar el verdor del patio, y un atrio bellísimo y
muy tranquilo. Está hecha de madera añeja, y decorada en el estilo que
hizo famoso a Lloyd Wright, el estilo
de la Pradera (y aquí tengo que agradecer el ojo que tuvo mi ya mencionada mujer para elegir la casa cuan-
–¿Se puede decir que tiene respecto
a Estados Unidos un proyecto histórico-social, variante grotesca?
–Si miro atrás en estos momentos
(acabo de terminar mi novela número 25, que se desarrolla en la California actual, titulada The harder they
come), puedo ver claramente cuáles son las corrientes, a menudo no
conscientes, que atraviesan mi obra.
La verdad es que me gusta bromear y
decir que, si estoy haciendo algo por
la cultura, consistirá básicamente
en brindarle a los estudiantes universitarios algo sobre lo que escribir.
–Su imagen un poco enloquecida y
bohemia parece contrastar con el
profesor y padre de familia que es
usted. ¿Me explica la paradoja?
–Bueno, todos somos dos personas
a la vez. Cuando era un adolescente,
incluso en mi primera juventud, llevé la vida depravada de Bolaño, pero me redimí cuando descubrí la literatura y la inmensa necesidad que
tenía de contar historias. Fue como
darle a un interruptor. Pasé, casi sin
solución de continuidad, de una vida de excesos a centrarme en el trabajo como si me fuera la vida en ello.
A eso se le llama madurez. También
se le llama suerte. H
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